El 9 de agosto de 1906 era el cuarto aniversario de la coronación de Eduardo VII, Rey del Reino Unido y los Dominios Británicos, y Emperador de la India. Daba la casualidad de que era también el cumpleaños número diecinueve de uno de los leales súbditos de Su Majestad, el segundo teniente León Courtney, de la Compañía C, 3er Batallón, 1er Regimiento de los Rifles Africanos del Rey, o los RAR, como se los conocía comúnmente. León pasaba este cumpleaños cazando rebeldes nandi a lo largo de la fractura geológica del gran valle del Rift, en el interior profundo de esa joya del imperio, el África Oriental Británica.

Los nandi eran un pueblo belicoso, muy propenso a la insurrección contra la autoridad. Habían estado en rebelión esporádica durante los pasados diez años, desde que su hechicero y adivino principal había predicho que una gran serpiente negra se iba a mover por sus tierras tribales arrojando fuego y humo, trayendo muerte y catástrofes a la tribu. Cuando el gobierno colonial británico comenzó a colocar las vías para el ferrocarril, que fue proyectado para ir desde el puerto de Mombasa en el océano índico hasta las orillas del lago Victoria, casi mil kilómetros tierra adentro, los nandi lo interpretaron como el cumplimiento de la temida profecía y las brasas de la insurrección se encendieron otra vez. Ardían con más brillo a medida que la punta de lanza del ferrocarril se acercaba a Nairobi, para luego dirigirse hacia el Oeste por el valle del Rift y las tierras tribales de los nandi rumbo al lago Victoria.

Cuando el coronel Penrod Ballantyne, el oficial que comandaba el regimiento de los RAR, recibió el despacho del gobernador de la colonia, en que se le informaba que la tribu se había alzado otra vez y estaba atacando posiciones aisladas del gobierno a lo largo de la propuesta ruta del ferrocarril, comentó con exasperación:

—Bien, supongo que simplemente tendremos que darles otra buena paliza. —Y ordenó a su 3er Batallón que abandonara sus cuarteles en Nairobi para hacer precisamente eso.

Si hubiera podido elegir, León Courtney se habría ocupado de otras cosas ese día. Conocía a una joven cuyo marido había sido muerto no hacía mucho por un león salvaje en su shamba de café en las colinas Ngong, a pocos kilómetros de la nueva capital de la colonia, Nairobi. Debido a que era un intrépido jinete, además de un prodigioso ariete con la pelota, León había sido invitado a jugar como número uno en el equipo de polo del marido de ella. Por supuesto, por su condición de subalterno de baja graduación, no podía permitirse disponer de varios caballos, pero algunos de los miembros más prósperos del club estaban encantados de patrocinarlo. Como miembro del equipo del marido muerto de la joven, León tenía ciertos privilegios, o por lo menos él se había convencido de ello. Después de que pasó un tiempo decente, cuando la viuda se había recuperado de los más duros momentos de dolor, él fue a la shamba para ofrecer sus condolencias y respeto. Se sintió muy gratamente sorprendido al descubrir que ella se había recuperado de manera extraordinaria de aquella pérdida. Incluso en su ropa de luto, León la encontró más atractiva que cualquier otra dama que hubiera conocido.

Cuando Verity O’Hearne, porque ése era su nombre, reparó en el robusto muchacho vestido con su mejor uniforme, el sombrero de ala flexible, con la insignia del león y el colmillo de elefante del regimiento a un costado, y las botas de montar brillantes, vio en sus agradables facciones y su mirada franca una inocencia y un entusiasmo que le despertaron un cierto instinto femenino que al principio supuso que era maternal. En la amplia y umbrosa galería de la hacienda le sirvió té y sándwiches untados con pasta de anchoas de la mejor calidad. Al principio, León se sintió incómodo y tímido en su presencia, pero ella se mostró gentil y lo condujo con habilidad, hablando con un delicado acento irlandés que lo cautivó. La hora pasó con una rapidez sorprendente. Cuando él se puso de pie para retirarse, ella lo acompañó hasta los escalones de la entrada y le dio la mano al despedirse.

—Por favor, teniente Courtney, si alguna vez está en las inmediaciones, vuelva a visitarme. A veces encuentro que la soledad es una carga pesada. —Su voz era grave y melosa, y su mano pequeña, de una sedosa suavidad.

Las obligaciones de León, como el oficial más joven del batallón, eran muchas y pesadas, de modo que pasaron casi dos semanas antes de que pudiera aprovechar aquella invitación. Una vez que terminaron el té y los sándwiches, ella lo condujo al interior de la casa para mostrarle los rifles de caza de su marido, que deseaba vender.

—Mi marido me dejó escasa de fondos, por lo que, lamentablemente, me veo forzada a encontrar un comprador para ellos. Tenía la esperanza de que usted, como militar, pudiera darme alguna idea de su valor.

—Estaré encantado de ayudarla de cualquier manera posible, señora O’Hearne.

—Es usted muy amable. Siento que es mi amigo y que puedo confiar en usted completamente.

Él no pudo encontrar palabras para responderle. En cambio, fijó su mirada con humildad en sus grandes ojos azules; para ese momento ya era totalmente su esclavo.

—¿Puedo tutearlo? —preguntó ella, y antes de que él pudiera responder estalló en violentos sollozos—. ¡Oh, León! Estoy tan triste y tan sola —le dijo y cayó en sus brazos.

Él la apretó contra su pecho. Le pareció que era la única manera de consolarla. Ella era tan liviana como una muñeca y colocó su preciosa cabeza sobre el hombro de León, devolviéndole el abrazo con entusiasmo. Después él trató de recrear lo que había ocurrido, pero todo era una mancha confusa y extática. No podía recordar cómo habían llegado a la habitación de ella. La cama era un mueble grande y muy elaborado, con estructura de metal, y mientras yacían juntos sobre el colchón de plumas, la joven viuda le dio una visión de lo que podía ser el Paraíso y cambió para siempre el punto de apoyo sobre el que la existencia de León giraba.

Y ahora, muchos meses después, en el calor que rielaba en el valle del Rift, mientras conducía su destacamento de siete askari, tropas tribales reclutadas en el lugar, en formación abierta a bayoneta calada, por la exuberante plantación de bananas que rodeaba los edificios de las oficinas centrales del comisionado de distrito en Niombi, León pensaba no tanto en sus obligaciones como en el pecho de Verity O’Hearne.

A su izquierda, el sargento Manyoro hizo chasquear la lengua contra el paladar. León regresó bruscamente del tocador de Verity al presente y reaccionó permaneciendo inmóvil ante la disimulada advertencia. Su mente había estado vagando y había sido negligente en su deber. Todas las fibras de su cuerpo se tensaron como un sedal arrastrado por un pesado marlín en las profundidades de las aguas azules del canal de Pemba. Levantó la mano derecha, ordenando detenerse, y la fila de askari se detuvo a cada lado de él. Miró de reojo a su sargento.

Manyoro era un morani de los masai. Hermoso miembro de esa tribu, medía más de un metro ochenta de altura, y a la vez era tan delgado y garboso como un torero, llevando con elegancia su uniforme color caqui y el fez con borla: un guerrero africano de punta a punta. Cuando sintió los ojos de León sobre él, levantó su barbilla.

León siguió el gesto y vio los buitres. Había sólo dos girando con las alas extendidas a gran altura por encima de los tejados de la boma, la oficina de administración del gobierno en Niombi.

—¡Mierda! ¡Maldición! —susurró León en voz baja. No había esperado encontrar problemas. Le habían informado que el centro de la insurrección estaba a poco más de cien kilómetros al Oeste. Este puesto de avanzada del gobierno estaba fuera de los límites tradicionales de las tierras tribales de los nandi. Esto era territorio masai. Las órdenes de León eran simplemente reforzar la boma del gobierno con sus pocos hombres contra cualquier posibilidad de que la insurrección pudiera desbordar las fronteras tribales. Y en ese momento parecía que eso era lo que había ocurrido.

El comisionado de distrito en Niombi era Hugh Turvey. León lo había conocido a él y a su esposa en el baile del Club de los Colonos en Nairobi la Nochebuena anterior. Era apenas cuatro o cinco años mayor que León, pero estaba él solo a cargo de un territorio del tamaño de Escocia. Ya se había ganado la reputación de ser un hombre sólido, no uno que pudiera dejar que su boma se viera sorprendida por un grupo de rebeldes salvajes. Pero las aves que volaban en círculo eran un agüero siniestro, heraldos de la muerte.

León dio la señal con la mano a sus askari para cargar las armas y los cerrojos de las recámaras se movieron casi sin ruido mientras los proyectiles 303 se acomodaban en las recámaras de los Lee-Enfield de cañón largo. Otra señal con la mano y avanzaron con cautela en formación de escaramuza.

Sólo dos aves, pensaba León. Podrían ser animales extraviados. Habría más de ellos si… Directamente de adelante escuchó el fuerte aleteo de alas pesadas y otro buitre ganó altura desde más allá de la cortina de bananeros. León sintió el frío del miedo. Si esas bestias se estaban posando, eso significaba que había carne por allí en alguna parte. Carne muerta.

Otra vez hizo la señal de alto. Tocó con un dedo a Manyoro y luego avanzó solo mientras Manyoro lo cubría. Aunque sus movimientos eran cautelosos y silenciosos, alarmó a más de aquellos enormes consumidores de carroña. Solos y en grupos se elevaban azotando con las alas el cielo azul para unirse a la nube formada por sus compañeros que se movían en espiral.

León caminó más allá del último bananero y se detuvo otra vez en el borde de la plaza de armas al aire libre. Adelante, las paredes de barro seco de la boma brillaban debido a la capa de cal que las cubría. La puerta de ingreso del edificio principal estaba abierta de par en par. En la galería y el suelo de arcilla de la plaza de armas, endurecido por el calor, se veían muebles rotos y documentos oficiales del gobierno desparramados. La boma había sido saqueada.

Hugh Turvey y su esposa, Helen, estaban tendidos a la intemperie con los brazos y piernas abiertos. Estaban desnudos y el cadáver de su hija de cinco años se encontraba apenas un poco más allá de ellos. Había sido apuñalada una vez en el pecho con una assegai nandi de hoja ancha. Su cuerpo diminuto se había desangrado a través de la enorme herida, de modo que su piel brillaba blanca como la sal en la deslumbrante luz del sol. Sus padres habían sido crucificados. Los pies y las manos habían sido atravesados por afiladas estacas de madera clavadas en la superficie de arcilla.

«Así que los nandi han aprendido finalmente algo de los misioneros», pensó León con amargura. Miró fijo y detenidamente alrededor de los bordes de la plaza de armas, buscando alguna señal que delatara la presencia de los atacantes. Cuando confirmó que ya se habían ido, prosiguió avanzando, caminando con cuidado por entre los restos del saqueo.

Al acercarse a los cuerpos, vio que Hugh había sido torpemente castrado y que los pechos de Helen habían sido cortados. Los buitres habían agrandado las heridas. Las mandíbulas de ambos cadáveres estaban muy abiertas, sostenidas por trozos de madera. León se detuvo cuando llegó a ellos y los miró fijo.

—¿Por qué les abrieron la boca? —preguntó, en swahili, cuando su sargento se detuvo junto a él.

—Los ahogaron —contestó Manyoro en voz baja, en el mismo idioma. Entonces León vio que la arcilla debajo de sus cabezas estaba manchada donde algún líquido derramado se había secado. Luego advirtió que sus orificios nasales habían sido obstruidos con bolitas de arcilla… debían de haber sido forzados a dar sus últimos suspiros por la boca.

—¿Ahogaron? —León sacudió la cabeza sin comprender. Entonces, súbitamente, se dio cuenta del penetrante mal olor del amoníaco de la orina—. ¡No!

—Sí —confirmó Manyoro—. Es una de las cosas que los nandi les hacen a sus enemigos. Orinan en sus bocas abiertas hasta que se ahogan. Los nandi no son hombres, son mandriles. —No disimuló su desprecio y enemistad tribal.

—Me gustaría encontrar a quienes hicieron esto —farfulló León a la vez que el asco era reemplazado por la cólera.

—Los encontraré. No habrán ido lejos.

León apartó la mirada de la repugnante carnicería para dirigirla a las alturas de la pendiente que ascendía trescientos metros arriba de ellos. Levantó su sombrero de ala flexible y se secó el sudor de la frente con el reverso de la mano que sostenía el revólver Webley reglamentario. Con un esfuerzo visible puso sus emociones bajo control; luego bajó otra vez la vista.

—Primero debemos enterrar a estas personas —le dijo a Manyoro—. No podemos dejarlos para comida de las aves.

Con cautela registraron los edificios y los encontraron abandonados, con señales de que el personal del gobierno había huido ante la primera indicación de problemas. Luego León envió a Manyoro y a tres askari a registrar minuciosamente la plantación de bananas y asegurar el perímetro exterior de la boma.

Mientras los hombres hacían lo suyo, él fue a las habitaciones privadas de los Turvey, una cabaña pequeña detrás del bloque de oficinas. También había sido saqueada, pero encontró una pila de sábanas en una alacena que había escapado a la atención de los saqueadores. Tomó algunas y las llevó afuera. Sacó las estacas con las que los Turvey habían sido clavados al suelo; luego retiró las cuñas de sus bocas. Algunos de los dientes estaban rotos y tenían los labios aplastados. León mojó su pañuelo con el agua de su cantimplora y les limpió la sangre y la orina secas en los rostros. Trató de mover sus brazos para ponerlos a los costados, pero la rigidez cadavérica los había agarrotado. Envolvió los cuerpos en las sábanas.

La tierra en la plantación de bananas era blanda y estaba húmeda por la lluvia reciente. Mientras él y algunos de los askari hacían guardia para evitar un nuevo ataque, otros cuatro fueron con sus herramientas de trinchera para cavar una sola tumba para la familia.

En lo alto de la abrupta elevación del terreno, justo debajo de la línea del horizonte y protegidos por un pequeño grupo de arbustos de la mirada de cualquier observador desde abajo, tres hombres estaban apoyados en sus lanzas de guerra, balanceándose tranquilamente sobre una pierna en posición de cigüeña en descanso. Delante de ellos, el fondo del valle del Rift era una vasta llanura, un prado marrón salpicado con grupos de espinos, maleza y acacias. A pesar de su apariencia seca, las hierbas eran un agradable alimento muy apreciado por los masai, que hacían pastar allí su ganado de largos cuernos y joroba en el lomo. Desde la más reciente rebelión de los nandi, sin embargo, habían llevado sus rebaños a un área más segura, mucho más lejos hacia el Sur. Los nandi eran famosos ladrones de ganado.

Aquella parte del valle había sido dejada para los animales salvajes, buenas presas de caza, que se amontonaban en grandes grupos que cubrían la llanura hasta donde llegaba la vista. A una cierta distancia, las cebras eran tan grises como las nubes de polvo que levantaban cuando galopaban nerviosamente al percibir el menor peligro; los antílopes kongoni, los ñus y los búfalos eran manchas oscuras sobre el paisaje dorado. Los cuellos largos de las jirafas se elevaban altos como postes de telégrafo por encima de las copas achatadas de las acacias, mientras que los antílopes eran etéreas motas color crema que bailaban y rielaban en medio del calor. Aquí y allá moles de lo que parecía roca volcánica negra se movían pesadamente por entre los animales menores, como embarcaciones oceánicas a través de bancos de sardinas. Eran los poderosos paquidermos, rinocerontes y elefantes.

Se trataba de una escena tan primitiva como impresionante en su extensión y abundancia, pero para los tres observadores en las alturas era algo habitual. Su interés se concentraba en el pequeño grupo de edificios directamente debajo de ellos. Un arroyo que brotaba del pie de la pared de la elevación daba vida a los grupos de plantas que rodeaban los edificios de la boma del gobierno.

El mayor de los tres hombres llevaba una falda de colas de leopardo y una gorra de la misma piel negra moteada de oro. Éstas eran las galas del principal hechicero de la tribu nandi. Su nombre era Arap Samoei y durante diez años había conducido la rebelión contra el invasor blanco y sus máquinas infernales, que amenazaban con profanar las sagradas tierras tribales de su pueblo. Las caras y los cuerpos de los hombres que lo rodeaban estaban pintados para la guerra: los ojos encerrados en un círculo ocre rojizo, una raya pintada a lo largo de sus narices y sus mejillas marcadas con el mismo color. Sus pechos desnudos estaban cubiertos con cal quemada en un dibujo que simulaba el plumaje de las gallinas de Guinea, que parecían buitres. Sus faldas estaban hechas de piel de gacela y sus tocados eran de pieles de gineta y de mono.

—El mzungu y sus bastardos perros masai están bien en la trampa —señaló Arap Samoei—. Esperaba ver más, pero siete masai y un mzungu serán una buena presa.

—¿Qué están haciendo? —preguntó al capitán nandi a su lado, protegiendo sus ojos de la luz intensa mientras espiaba por la empinada pendiente.

—Están cavando un agujero para enterrar la mugre blanca que les dejamos —informó Samoei.

—¿Es el momento de llevar las lanzas hacia ellos? —quiso saber el tercer guerrero.

—Es el momento —respondió el hechicero principal—. Pero reserven al mzungu para mí. Quiero cortarle las pelotas con mi propia arma. Con ellas haré una poderosa medicina. —Tocó el mango del machete en su cinturón de piel de leopardo. Era un cuchillo con una hoja pequeña y pesada, el arma predilecta de los nandi para el cuerpo a cuerpo—. Quiero escucharlo chillar, chillar como un jabalí verrugoso en las mandíbulas de un leopardo cuando le quite su virilidad. Cuanto más fuerte grite, más poderosa será la medicina.

Se volvió y caminó de regreso a la cima de la rugosa pared de roca, y miró abajo hacia el pliegue de tierra muerta detrás de él. Sus guerreros esperaban pacientemente en cuclillas sobre la corta hierba, filas y filas de ellos. Samoei levantó el puño cerrado y los impi que estaban a la espera se pusieron de pie de un salto, sin hacer el menor ruido que pudiera ser oído por su presa.

—¡La fruta está madura! —gritó Samoei.

—¡Está lista para la hoja! —acordaron sus guerreros al unísono.

—¡Vamos a la cosecha!

La tumba estaba lista, a la espera de recibir su ofrenda. León hizo una inclinación de cabeza en dirección a Manyoro, quien dio una orden silenciosa a sus hombres. Dos saltaron dentro del hoyo y los otros les pasaron los bultos envueltos. Colocaron los dos más grandes y de extrañas formas uno junto al otro en el fondo de la tumba, con el más pequeño ajustado entre ellos, un pequeño y patético grupo, unido para siempre en la muerte.

León se quitó el sombrero de ala flexible y cayó sobre una rodilla al borde de la tumba. Manyoro ordenó al pequeño grupo de hombres que se alinearan detrás de él con sus rifles inclinados. León empezó a recitar el Padrenuestro. Los askari no comprendían las palabras, pero conocían su significado pues las habían escuchado muchas otras veces pronunciadas sobre otras tumbas.

—¡Porque tuyo es el Reino, el poder y la gloria por siempre, amén! —Al terminar, León comenzó a ponerse de pie, pero antes de terminar de erguirse, el silencio agobiante de la calurosa tarde africana fue alterado por un ruido ensordecedor de alaridos y gritos. Dejó caer su mano hasta la culata del revólver Webley enfundado en su ancho cinturón militar de cuero sostenido por una correa en diagonal, y miró rápidamente a su alrededor.

Del denso follaje de los bananeros salió una multitud de cuerpos brillantes por el sudor. Venían de todas partes, corriendo y saltando, blandiendo sus armas. La luz del sol lanzaba destellos sobre las hojas de las lanzas y las panga. Hacían sonar como tambores sus escudos de cuero crudo golpeándolos con sus garrotes, dando grandes saltos en el aire mientras corrían hacia el pequeño grupo de soldados.

—¡A mí! —gritó León—. ¡Formen junto a mí! ¡Ataquen! ¡Ataquen! ¡Ataquen!

Los askari reaccionaron con entrenada precisión, formando de inmediato un apretado círculo alrededor de él, con los rifles listos y las bayonetas apuntando hacia fuera. Al evaluar su situación, León vio rápidamente que su grupo estaba totalmente rodeado, salvo por el lado más cercano al edificio principal de la boma. La formación nandi debió de haberse dividido al rodearlos, dejando una angosta brecha en su línea.

—¡Comiencen a disparar! —gritó León, y el ruido de los siete rifles quedó casi ahogado en el alboroto de gritos y ruidos producidos por los golpes en los escudos. Vio caer sólo a uno de los nandi, un jefe que llevaba falda y tocado de pieles de monos colobo. Su cabeza cayó hacia atrás empujada por la pesada bala de plomo, y el tejido ensangrentado estalló en una nube desde la parte posterior de su cráneo. León supo quién había disparado esa bala. Manyoro era un tirador experto, y León lo había visto elegir su víctima y luego apuntar deliberadamente.

El ataque se desordenó cuando cayó el jefe, pero después de un chillido de rabia lanzado desde la retaguardia por un hechicero vestido con piel de leopardo, los guerreros se reorganizaron y volvieron al ataque otra vez. León se dio cuenta de que este hechicero era quizás el famoso líder de la insurrección, Arap Samoei en persona. Le hizo dos rápidos disparos, pero había una distancia de más de cincuenta metros y el Webley de cañón corto era un arma para corta distancia. Ninguna de las balas tuvo efecto alguno.

—¡A mí! —gritó León otra vez—. ¡Cierren filas! ¡Síganme! —Los condujo corriendo directamente hacia la angosta brecha en la línea nandi, para dirigirse luego al edificio principal. El pequeño grupo de hombres vestidos de color caqui había ya casi cruzado la línea antes de que los nandi avanzaran en tropel otra vez y los detuvieran. Ambos bandos se vieron en un instante envueltos en un choque cuerpo a cuerpo.

—¡Ataquen con las bayonetas! —bramó León y disparó el Webley a la cara que hacía muecas delante de él. Cuando el hombre cayó, apareció otro inmediatamente detrás de él. Manyoro hundió su larga bayoneta plateada, hasta la empuñadura, en su pecho y saltó por encima del cuerpo, arrancando la hoja mientras continuaba avanzando. León lo seguía de cerca y entre ambos mataron a tres más con hoja y balas antes de escapar de la multitud para llegar a los escalones de la galería. Para ese momento eran los únicos miembros del grupo todavía en pie. Todos los otros habían sido atravesados por las lanzas.

León saltó de tres en tres los escalones de la galería y entró por la puerta abierta a la habitación principal. Manyoro cerró con fuerza la puerta detrás de ellos. Cada uno fue a una ventana y continuaron disparando a los nandi que los seguían. Sus disparos fueron tan letalmente precisos que en pocos segundos los peldaños quedaron cubiertos de cuerpos. El resto retrocedió abatido, para luego dar la vuelta y dispersarse en la plantación.

León permaneció junto a la ventana recargando su revólver mientras los veía alejarse.

—¿Cuánta munición te queda, sargento? —le gritó a Manyoro, que continuaba en la otra ventana.

La manga de la guerrera de Manyoro había sido rasgada por una panga nandi, pero había poca sangre y Manyoro hizo caso omiso de la herida. Tenía el seguro de la recámara de su rifle abierto y estaba colocando balas en el cargador.

—Éstas son mis últimas dos cargas, bwana —respondió—, pero hay muchas más tiradas por allí. —Hizo un gesto a través de la ventana hacia las bandoleras de los askari caídos en la plaza de armas, rodeados por los nandi semidesnudos que habían caído con ellos.

—Tenemos que salir y recogerlas antes de que los nandi puedan reagruparse —dijo León.

Manyoro cerró con un solo movimiento el seguro de la recámara del rifle y apoyó el arma contra el alféizar.

León metió su revólver en la funda y fue a reunirse con el otro en la entrada. Permanecieron uno junto al otro y tomaron aliento para recobrar fuerzas. Manyoro lo miraba a la cara y León le sonrió. Era bueno tener al alto masai a su lado. Habían estado juntos desde que León había salido de Inglaterra para unirse al regimiento. Eso había sido hacía poco más de uno año, pero la relación que habían establecido era sólida.

—¿Estás listo, sargento? —preguntó.

—Lo estoy, bwana.

—¡Arriba los rifles! —León lanzó el grito de guerra del regimiento y abrió la puerta de un golpe. La atravesaron corriendo juntos. Los peldaños estaban resbaladizos por la sangre y llenos de cadáveres, de modo que León saltó el bajo muro de contención para caer de pie y continuar la carrera. Corrió hasta el askari caído más cercano y se arrodilló. Rápidamente desabrochó el correaje y colgó en su hombro las pesadas bandoleras con munición. Luego se puso de pie de un salto y se dirigió al siguiente hombre. Antes de llegar a él, un fuerte murmullo enfurecido llegó desde la plantación de bananeros. León lo ignoró y se dejó caer junto al cadáver. No levantó la vista hasta que tuvo otro correaje colgado en su hombro. Luego se puso de pie de un salto mientras los nandi volvían a apoderarse de la plaza de armas.

—¡Regresa, y muy rápido! —le gritó a Manyoro, que también estaba cargado con bandoleras llenas de municiones. León se detuvo un instante, lo suficiente para apoderarse del rifle de un askari caído, antes de correr hacia la pared de la galería. Allí se detuvo para mirar hacia atrás por encima de su hombro. Manyoro estaba unos metros detrás de él, mientras que los primeros guerreros nandi estaban a cincuenta metros y se acercaban con rapidez.

—Casi pisándome los talones —gruñó León. Entonces vio a uno de los perseguidores que preparaba el pesado arco que llevaba en el hombro. León reconoció el arma. Era la que usaban para cazar elefantes. Sintió un cosquilleo de alarma en la nuca. Los nandi eran arqueros expertos—. ¡Corre, maldito sea, corre! —le gritó a Manyoro, cuando vio al nandi sacar una flecha larga, levantar el arco y llevar las plumas de la flecha a sus labios. Luego soltó la flecha, que voló hacia arriba y cayó en un arco silencioso—. ¡Cuidado! —gritó León, pero la advertencia fue inútil y la flecha, demasiado rápida. Sin poder hacer nada, la vio caer a plomo hacia la espalda sin protección de Manyoro.

—¡Dios! —susurró León en voz baja—. ¡Por favor, Dios! —Por un momento pensó que la flecha no alcanzaría el blanco pues caía en un ángulo abrupto, pero luego se dio cuenta de que sí iba a alcanzar su objetivo. Dio un paso hacia atrás en dirección a Manyoro; luego se detuvo para mirar impotente. El golpe de la flecha quedó oculto por el cuerpo de Manyoro, pero escuchó el ruido sordo de la carne atravesada por la punta de hierro y Manyoro dio media vuelta. La punta de la flecha estaba clavada profundamente atrás del muslo, en la parte superior. Trató de dar otro paso, pero la pierna herida lo detuvo. León se sacó las bandoleras que colgaban de su cuello y las arrojó con el rifle que llevaba por sobre el muro de contención y por la puerta abierta. Luego retrocedió. Manyoro se acercaba a él saltando sobre la pierna sana, con la otra colgando y el astil de la flecha vibrando. Otra flecha se dirigía hacia ellos y León se estremeció cuando el zumbido pasó a pocos centímetros de su oreja, para luego chocar contra la pared de la galería.

Estiró los brazos hacía Manyoro y envolvió su brazo derecho alrededor del torso de su sargento por debajo de las axilas. Lo alzó y corrió con él a cuestas hasta la pared. León se sorprendió de que, a pesar de ser tan alto, el masai fuera liviano. León era diez kilos de músculos macizos más pesado. En ese momento cada gramo de su fuerte cuerpo estaba cargado con la fuerza del miedo y la desesperación. Llegó hasta la pared e hizo pasar a Manyoro por sobre ella, dejándolo caer al otro lado. Luego cruzó la pared de un solo salto. Las flechas siguieron zumbando y chocando ruidosamente alrededor de ellos, pero León las ignoró, tomó en sus brazos a Manyoro como si fuera un niño y pasó por la puerta abierta cuando el primero de los nandi que los perseguían llegó a la pared detrás de ellos.

Depositó a Manyoro en el suelo y recogió el rifle que había recuperado del askari muerto. Mientras regresaba a la entrada abierta, introdujo un nuevo cargador en la recámara y mató de un tiro a un nandi cuando estaba trepando por la pared. Rápidamente volvió a cargar y disparó otra vez. Cuando el cargador se vació, dejó el rifle y cerró la puerta de un golpe. Estaba hecha de pesadas tablas de caoba y el marco se hallaba profundamente encastrado en las gruesas paredes. Tembló cuando los nandi del otro lado se arrojaron contra ella. León desenfundó su pistola e hizo dos disparos que atravesaron los paneles. Se oyó un gemido de dolor del otro lado; luego, el silencio. León esperó que ellos atacaran otra vez. Podía escuchar los susurros y ruidos de pies que se movían. De pronto, una cara pintada apareció en una de las ventanas del costado. León apuntó hacia ella, pero un disparo resonó desde atrás antes de que él pudiera apretar el gatillo. La cabeza desapareció.

León se dio vuelta y vio que Manyoro se había arrastrado por el suelo hasta el rifle que había dejado apoyado junto a la otra ventana. Se ayudó con el alféizar para levantarse, apoyado en la pierna sana. Disparó de nuevo por la ventana y León escuchó el ruido sordo de una bala al chocar contra la carne y, luego, el ruido de otro cuerpo que caía en la galería.

Morani! ¡Guerrero! —dijo casi sin aliento, y Manyoro sonrió por el cumplido.

—No me deje todo el trabajo a mí, bwana. ¡Vaya a la otra ventana!

León puso la pistola en su funda, tomó el rifle vacío y corrió con él hacia la ventana abierta, metiendo cargadores con cartuchos en la recámara… dos cargadores, diez disparos. El Lee-Enfield era un arma encantadora. Se sentía bien en sus manos.

Llegó a la ventana y disparó una andanada de fuego rápido. Entre todos los disparos barrieron la plaza de armas por completo haciendo que los nandi corrieran para buscar protección en la plantación. Manyoro se deslizó despacio por la pared y se apoyó contra ella, con las piernas estiradas delante de sí; la pierna herida estaba montada sobre la otra para que el astil de la flecha no tocara el suelo.

Después de una última mirada a la plaza de armas para confirmar que ningún enemigo estuviera regresando a hurtadillas, León dejó su ventana y fue hacia su sargento. Se puso en cuclillas delante de él y agarró el astil de la flecha cautelosamente. Manyoro hizo una mueca de dolor. León aplicó un poco más de presión, pero la punta de hierro con púas permaneció inmóvil. Aunque Manyoro no emitió ningún sonido, el sudor le corría por la cara y goteaba sobre la pechera de su guerrera.

—No puedo sacarla, de modo que voy a romper el astil y la ataré con una correa —explicó León.

Manyoro lo miró sin expresión por un largo momento; luego sonrió, mostrando los dientes grandes, parejos y blancos. Los lóbulos de sus orejas habían sido perforados en la infancia y los agujeros estirados para sostener discos de marfil le daban un aspecto travieso y juguetón a su cara.

—¡Arriba los rifles! —exclamó Manyoro, y su imitación ceceante de la expresión favorita de León fue tan sorpresiva dadas las circunstancias que León dejó escapar una carcajada y, en el mismo instante, rompió el astil de caña de la flecha cerca de donde sobresalía de la herida abierta. Manyoro cerró los ojos, pero no dejó escapar el menor sonido.

León encontró vendas de emergencia en la petaca del correaje que había tomado del askari y vendó el resto del astil de la flecha para impedir que se moviera. Luego se echó atrás sobre los talones y estudió su obra. Desenganchó la cantimplora de su propio correaje, desenroscó la tapa y bebió un largo trago; luego se la pasó a Manyoro. El masai vaciló con delicadeza: un askari no bebía de la cantimplora de un oficial. Frunciendo el ceño, León la empujó hacia sus manos.

—Bebe, maldito sea —dijo—. ¡Es una orden!

Manyoro inclinó la cabeza hacia atrás y sostuvo la botella en lo alto. Vertió el agua directamente a su boca sin tocar la cantimplora con los labios. Su nuez de Adán se movió hacia arriba y abajo mientras tragaba tres veces. Luego enroscó la tapa con firmeza y le devolvió la cantimplora a León.

—Dulce como la miel —dijo.

—Saldremos apenas esté oscuro —informó León.

Manyoro consideró esas palabras por un momento.

—¿Por dónde irá?

—Nos iremos por el mismo camino por el que vinimos. —León destacó el pronombre plural—. Debemos regresar a la línea del ferrocarril.

Manyoro chasqueó la lengua.

—¿Qué es lo que te hace reír, morani? —preguntó León.

—Son casi dos días de marcha hasta la línea del ferrocarril —le recordó Manyoro. Divertido, sacudió la cabeza y se tocó la pierna vendada en un gesto significativo—. Cuando se vaya, bwana, usted se irá solo.

—¿Estás pensando en desertar, Manyoro? Sabes que ése es un delito que se castiga con fusilamiento… —Dejó de hablar cuando un movimiento al otro lado de la ventana atrajo su mirada. Tomó el rifle e hizo tres rápidos disparos hacia la plaza de armas. Una bala debió de haber chocado contra carne viviente porque se oyó de inmediato un grito de dolor y furia—. Mandriles e hijos de mandriles —gruño León. En swahili el insulto sonaba bien. Puso el rifle sobre su regazo para volver a cargarlo. Sin levantar la vista, dijo—: Yo te llevaré.

Manyoro mostró su sonrisa más burlona y preguntó cortésmente:

—¿Durante dos días, bwana, con media tribu nandi persiguiéndonos, usted me llevará? ¿Eso es lo que le escuché decir?

—Tal vez el sabio e ingenioso sargento tiene un mejor plan —lo desafió León.

—¡Dos días! —se maravilló Manyoro—. Debería llamarlo «Caballo» a usted.

Estuvieron en silencio por un rato; luego León dijo:

—Habla, oh, sabio. Aconséjame.

Manyoro guardó silencio un momento, y luego explicó:

—Éstas no son tierras de los nandi. Éstas son tierras de pastoreo de mi gente. Estos traicioneros perros sarnosos invaden las tierras de los masai.

León asintió con la cabeza. Su mapa de campo no indicaba ninguno de estos límites. Las órdenes que había recibido no dejaban claras esas divisiones. Sus superiores quizás ignoraban los matices de las demarcaciones territoriales tribales, pero León había realizado con Manyoro largos patrullajes a pie por estas tierras antes de este último brote de rebelión.

—Ya lo sé. Ya me lo has explicado. Ahora dime cuál es tu mejor plan, Manyoro.

—Si usted se va hacia el ferrocarril…

León interrumpió.

—Quieres decir si nosotros vamos en esa dirección.

Manyoro inclinó ligeramente su cabeza en gesto de asentimiento.

—Si vamos hacia el ferrocarril, estaremos yendo a las tierras de los nandi. Se sentirán más fuertes y nos hostigarán, como una manada de hienas. Sin embargo, si bajamos por el valle… —Manyoro señaló al Sur con la barbilla—… estaremos internándonos en territorio masai. Cada paso que den persiguiéndonos llenará de miedo las tripas de los nandi. No nos seguirán hasta muy lejos.

León pensó en esto; luego agitó la cabeza con recelo.

—Hacia el Sur sólo hay tierras deshabitadas y tengo que llevarte a un médico antes de que la pierna supure y haya que cortarla.

—A menos de un día de marcha fácil hacia el Sur está la manyatta de mi madre —precisó Manyoro.

León parpadeó sorprendido. De algún modo nunca había pensado en Manyoro como alguien que tuviera progenitores. De inmediato se recompuso.

—No me estás escuchando. Necesitas un médico, alguien que pueda sacarte esa flecha de la pierna antes de que te mate.

—Mi madre es la médica más famosa de toda esta región. Su fama como hechicera principal es conocida desde el océano hasta los grandes lagos. Ha salvado a cientos de nuestros morani heridos de lanza y flecha, o atacados salvajemente por leones. Tiene medicinas que los médicos blancos en Nairobi ni siquiera imaginan. —Manyoro se recostó otra vez sobre la pared. Ya su piel tenía un brillo grisáceo y el olor de su sudor era rancio. Se miraron uno a otro por un momento; luego León asintió con un gesto.

—Muy bien. Nos iremos al Sur por el Rift. Partiremos en la oscuridad antes de que salga la luna.

Pero Manyoro se incorporó otra vez y olfateó el aire sofocante, como un perro de caza que reconocía un olor distante.

—No, bwana. Si nos vamos, debemos irnos de inmediato. ¿No puede olerlo?

—¡Humo! —susurró León—. Los cerdos nos van a hacer salir con fuego. —Volvió a mirar por la ventana. La plaza de armas estaba vacía, pero sabía que no aparecerían otra vez desde esa dirección. No había ninguna ventana en la pared trasera del edificio. Iban a acercarse por ahí. Estudió las hojas de los bananeros más cercanos. Una ligera brisa las estaba moviendo—. Viento del Este —murmuró—. Eso nos conviene. —Miró a Manyoro—. Tenemos que llevar poca carga con nosotros. Cada gramo adicional será importante. Dejemos los rifles y las bandoleras. Llevaremos una bayoneta y una cantimplora de agua cada uno. Eso es todo. —Mientras hablaba, tomó la pila de correajes de lona que habían salvado. Abrochó tres cinturones para formar un solo lazo, lo pasó por sobre su cabeza y lo acomodó en el hombro derecho. Colgaba justo hasta más abajo de su cadera izquierda. Levantó su cantimplora de agua hasta la oreja y la agitó—. Menos de la mitad. —Vertió en su cantimplora lo que quedaba en las otras que había recuperado y, luego, llenó la de Manyoro—. Lo que no podamos llevar nosotros lo beberemos aquí. —Entre ambos vaciaron el resto del agua en las otras.

—Vamos, sargento, levántate. —León puso una mano debajo de la axila de Manyoro y lo ayudó a ponerse de pie. El sargento mantuvo el equilibrio sobre su pierna sana mientras sujetaba su cantimplora y su bayoneta a la cintura. En ese momento algo pesado chocó con un ruido sordo contra el techo de juncos sobre sus cabezas.

—¡Antorchas! —reconoció rápidamente León—. Han llegado hasta la parte de atrás del edificio y están lanzando fuego al techo. —Se produjo otro ruido sordo en el techo y el olor a quemado en el lugar se hizo más fuerte.

—Tenemos que salir de acá —farfulló León, mientras un hilo de humo oscuro se movió a través de la ventana; luego la brisa lo llevó en diagonal por la plaza de armas hacia la línea de árboles. Escucharon los distantes cantos y gritos excitados de los nandi cuando, por un momento, la cortina de humo se despejó, para luego invadirlo todo densamente, de modo que ya no pudieron ver más allá de sus manos delante de ellos. El crepitar de las llamas se fue convirtiendo en un rugido sordo que ahogó incluso las voces de los nandi, y el humo era caliente y sofocante. León arrancó el faldón de su camisa y se lo pasó a Manyoro—. ¡Cúbrete la cara! —ordenó, y anudó su pañuelo sobre su propia nariz y boca. Luego levantó a Manyoro por encima del alféizar y saltó afuera detrás de él.

Manyoro se apoyó sobre el hombro de León y saltó con un solo pie junto a él mientras se acercaban rápidamente al muro de contención. León lo usó para orientarse mientras se acercaban a la esquina de la galería. Cayeron sobre ella y se detuvieron para abrirse camino en el denso humo. Las chispas del techo giraban alrededor de ellos y les quemaban la piel expuesta de sus brazos y piernas. Avanzaron otra vez tan rápidamente como Manyoro podía moverse en una sola pierna. León lo seguía de cerca. Ambos se estaban ahogando con el humo, les ardían los ojos y las lágrimas corrían por sus rostros. Luchaban contra el impulso de toser, acallando el ruido con los trapos que cubrían sus bocas. Luego, de pronto, se encontraron entre los primeros árboles de la plantación.

El humo todavía era espeso, y continuaron a tientas su camino hacia adelante, con las bayonetas listas, esperando tropezar con el enemigo en cualquier momento. León se daba cuenta de que Manyoro ya estaba desfalleciente. Desde que abandonaron la boma habían avanzado a un ritmo furioso de marcha que Manyoro, en una sola pierna, no podía sostener. Ya estaba apoyando la mayor parte de su peso sobre el hombro de León.

—No podemos detenernos antes de estar suficientemente lejos —susurró León.

—En una pierna iré tan lejos y tan rápido como usted sobre dos —dijo Manyoro jadeando.

—¿Manyoro, el gran fanfarrón, será capaz de apostar cien chelines que así será? —Pero antes de que el sargento pudiera responder León le apretó el brazo en una silenciosa advertencia. Se detuvieron, intentando ver por entre el humo hacia delante y tratando de escuchar. Oyeron el ruido otra vez. Alguien tosió roncamente más adelante. León sacó la mano de Manyoro de su hombro y le dijo moviendo los labios: «Espera aquí».

Avanzó, agachado, con la bayoneta en la mano derecha. Nunca había matado a un hombre con una hoja antes, pero en los entrenamientos el instructor les había hecho practicar los movimientos. Una forma humana se alzó directamente delante de él. León saltó hacia adelante y usó el mango de la bayoneta como una manopla, golpeándolo en un lado de la cabeza con tal fuerza que el hombre cayó de rodillas. Tomó al nandi del cuello con un brazo ahogando cualquier sonido antes de que llegara a sus labios. Pero el nandi se había recubierto todo el cuerpo con aceite de palmera. Estaba tan resbaladizo como un pez y luchó con fiereza. Casi logró deshacerse de los brazos de León, pero éste envolvió el cuerpo del inquieto nandi con la mano que sostenía la bayoneta y clavó la punta por debajo de las costillas, sorprendido por la facilidad con que entró el acero.

El nandi redobló sus esfuerzos y trató de gritar, pero León ajustó aun más la llave en su garganta y los ruidos que emitió fueron amortiguados. La violenta resistencia del moribundo hizo que la hoja se moviera dentro de su cavidad torácica mientras León la retorcía y empujaba. De pronto el nandi tuvo una convulsión y de su boca salió un chorro de oscura sangre roja. Ésta salpicó el brazo de León y algunas gotitas volaron sobre su cara. El nandi hizo un último esfuerzo y luego su cuerpo se aflojó.

León lo sostuvo unos segundos más para asegurarse de que estaba muerto; luego soltó el cuerpo, lo empujó y retrocedió hasta donde había dejado a Manyoro.

—Vamos —dijo con voz ronca, y volvieron a avanzar, con Manyoro agarrándose de él, tambaleando y tropezando.

De pronto el suelo se hundió debajo de ellos y rodaron por una pendiente empinada de barro hasta un arroyo poco profundo. Allí, el humo era menos denso. Con cierto alivio León se dio cuenta de que habían avanzado en la dirección correcta: habían llegado a la corriente de agua que salía del manantial y corría al sur de la boma.

Se arrodilló en el agua y con las manos se mojó la cara, lavando sus ojos que ardían y limpiando la sangre del nandi de sus manos. Luego bebió sediento, lo mismo que Manyoro. León se enjuagó la boca y escupió el último trago. Tenía la garganta irritada y áspera por el humo.

Dejó a Manyoro y trepó hasta la parte alta de la pendiente para tratar de ver por entre el humo. Escuchó voces, pero eran débiles debido a la distancia. Esperó algunos minutos hasta recuperar sus fuerzas y asegurarse de que ningún nandi se acercaba siguiendo sus huellas; luego se deslizó por la pendiente hasta donde Manyoro estaba agachado en el agua poco profunda.

—Déjame mirar tu pierna. —Se sentó junto al sargento y puso la pierna sobre su regazo. Las vendas de emergencia estaban empapadas y embarradas. Las sacó y de inmediato vio que la violenta actividad del escape había producido daños. El muslo de Manyoro estaba totalmente hinchado, la carne alrededor de la herida estaba desgarrada y con moretones donde el astil de la flecha se había movido de un lado a otro. Salía sangre por allí.

—¡Qué bonita vista! —murmuró entre dientes, y tocó suavemente detrás de la rodilla. Manyoro no se quejó, pero sus pupilas estaban dilatadas por el dolor mientras León tocaba algo metido en su carne.

Entonces León silbó sordamente.

—¿Qué tenemos aquí? —En el músculo flaco del muslo de Manyoro, justo encima de la rodilla, un cuerpo extraño yacía justo debajo de la piel. Lo exploró con el dedo índice y Manyoro se estremeció.

—Es la punta de la flecha —exclamó, en inglés, para luego volver al swahili—. Avanzó a través de su pierna desde atrás hacia adelante.

Era difícil imaginar el tremendo dolor que Manyoro estaba soportando, y León sintió que no estaba a la altura de las circunstancias ante semejante sufrimiento. Miró al cielo. El denso humo se estaba disipando en la brisa vespertina y a través de él podía ver las cimas occidentales de la escarpadura, tocadas por los intensos rayos del sol poniente.

—Creo que nos hemos librado de ellos por ahora, y pronto va a oscurecer —dijo, sin mirar la cara de Manyoro—. Puedes descansar hasta entonces. Necesitarás tus fuerzas para la noche que nos espera. —A León todavía le ardían los ojos por los efectos del humo. Los cerró y apretó con fuerza los párpados. Pero no pasaron muchos minutos antes de que los abriera otra vez. Escuchó voces que venían en la dirección de la boma.

—¡Están siguiendo nuestras huellas! —susurró Manyoro, y se hundieron más abajo en el costado del arroyo. En la plantación de bananas los nandi hablaban entre ellos en voz baja, como rastreadores tras la sangre, y León se dio cuenta de que su anterior optimismo era infundado. Los perseguidores estaban siguiendo las huellas de sus botas. Bajo el peso sumado de ambos, habrían dejado una clara señal en la tierra blanda. No había ningún lugar donde él y Manyoro pudieran esconderse en el lecho del arroyo, de modo que León sacó la bayoneta de su cinturón y trepó arrastrándose por la orilla hasta que quedó tendido justo debajo del borde. Si sus perseguidores miraban hacia abajo por el arroyo y los descubrían, estaña lo suficientemente cerca para saltar sobre ellos. Según cuántos fueran, podría silenciarlos antes de que dieran una alarma general y atrajeran al resto del grupo hacia ellos. Las voces se fueron acercando hasta que pareció que estaban en el borde mismo de la orilla. León se encogió, pero en ese momento se oyó un coro de gritos distantes en dirección de la boma. Los hombres que estaban arriba gritaron con emoción, y León los escuchó correr deshaciendo el camino que los había traído.

Se deslizó por la orilla hasta donde estaba Manyoro.

—Ése fue casi el último chucker del partido —le dijo, mientras volvía a vendarle la pierna.

—¿Qué los hizo regresar?

—Creo que encontraron el cadáver del hombre que maté. Pero no los retrasará por mucho tiempo. Volverán.

Enderezó a Manyoro, puso el brazo derecho del sargento sobre su hombro y, a medias alzándolo, a medias arrastrándolo, lo llevó hasta lo alto de la otra orilla del arroyo.

La detención en el lecho de la corriente de agua no había mejorado la condición de Manyoro. La inactividad había agarrotado la herida y los músculos rotos alrededor de ella. Cuando Manyoro trató de poner el peso sobre ellos, la pierna se le dobló y se habría desplomado si León no lo hubiera sostenido.

—A partir de ahora sí que puedes llamarme «Caballo» efectivamente. —Le dio la espalda a Manyoro; luego se agachó y lo cargó. Manyoro lanzó un gruñido de dolor cuando su pierna se meneó libremente y se dobló en la rodilla; luego se controló y no emitió un solo sonido más. León ajustó los cinturones de los correajes para formar un asiento de cabestrillo para él; luego se enderezó con Manyoro instalado en lo alto de su espalda, con las piernas sobresaliendo, como un mono en un palo. León se asió a ellas como si fueran los brazos de una carretilla, para impedir cualquier movimiento superfluo; luego arremetió hacia el pie de las colinas. Al salir de la plantación irrigada hacia los matorrales, la cortina de humo, que los había ocultado hasta ese momento, se disipaba en pálidas hilachas grises. De todas maneras, ya el sol estaba bajo, manteniendo el equilibrio como una bola de fuego sobre la cima de la escarpadura, y la oscuridad aumentaba alrededor de ellos.

—Quince minutos —susurró con voz ronca—. Eso es todo lo que necesitamos.

Para entonces ya estaba en medio de la maleza que se extendía a lo largo del pie de la pared de las colinas. Era suficientemente espesa como para proporcionarles algo de protección, y había pliegues y salientes en el terreno que no eran visibles desde lejos. Con los instintos y los ojos de un cazador y de un soldado, León los escogió y los usó para proteger su laborioso avance. Cuando la oscuridad cayó de manera reconfortante sobre ellos y su entorno inmediato se sumió en las tinieblas, sintió que aumentaba su optimismo. Parecía que estaban libres de perseguidores, pero todavía era demasiado pronto para saberlo con certeza. Se dejó caer al suelo sobre sus rodillas y luego rodó suavemente a un lado para proteger a Manyoro de los movimientos bruscos. Ninguno habló ni se movió durante un tiempo; luego León se incorporó lentamente y se desabrochó el cabestrillo para que Manyoro pudiera enderezar la pierna lastimada. Destapó la cantimplora con agua y se la pasó a Manyoro. Una vez que ambos bebieron, se estiró cuan largo era. Cada músculo y tendón de su espalda y de sus piernas parecía pedir a gritos un descanso.

—Esto es sólo el principio —se advirtió a sí mismo de manera implacable—, para mañana por la mañana vamos a estar realmente divirtiéndonos.

Cerró los ojos, pero los abrió otra vez cuando el músculo de su pantorrilla se trabó en un doloroso calambre. Se incorporó y se masajeó la pierna enérgicamente.

Manyoro le tocó el brazo.

—Lo admiro, bwana. Usted es un hombre de hierro, pero no es estúpido y sería una gran estupidez que ambos muriéramos aquí. Déjeme el revólver y siga su camino. Yo me quedaré aquí y mataré a cualquier nandi que trate de seguirlo.

—¡Vaya con los gemidos del bastardo! —gruñó León—. ¿Qué clase de mujer eres? No hemos siquiera empezado y ya quieres rendirte. Súbete a mi espalda otra vez, antes de que te escupa ahí mismo, donde estás. —Sabía que su cólera era excesiva, pero estaba asustado y dolorido.

Esta vez llevó más tiempo instalar a Manyoro en el lazo del cabestrillo. Durante los primeros cien pasos más o menos, León pensó que sus piernas lo abandonarían por completo. En silencio repitió sus insultos a Manyoro, para esta vez dirigidos a sí mismo. «¿Quién es el bastardo que gime ahora, Courtney?» Con toda la fuerza de su mente y su voluntad empujó afuera el dolor y sintió que las fuerzas poco a poco volvían a sus piernas. «Un paso por vez», las exhortó para que siguieran moviéndose. «Sólo uno más. Eso es. Ahora uno más. Y otro».

Sabía que si se detenía para descansar, nunca volvería a arrancar otra vez, y continuó hasta que vio la luna creciente aparecer por encima de la parte alta en el lado oriental del valle del Rift. Observó su magnífico avance por el cielo. Le indicaba el paso de las horas con la claridad del sonido de una campana. En su espalda Manyoro estaba tan quieto como un hombre muerto, pero León sabía que estaba vivo. Podía sentir el calor de la fiebre de su cuerpo contra su propia piel empapada de sudor.

Cuando la luna se dirigió hacia la alta pared negra de la pendiente occidental a su derecha, produjo raras sombras debajo de los árboles. La mente de León empezó a jugarle bromas. Una vez un león de negra melena se alzó sobre la hierba directamente en su sendero. Buscó el Webley en su pistolera y apuntó hacia la bestia, pero antes de que pudiera ver bien y apuntar con el corto cañón, el león se había convertido en un montículo de termitas. Se rio inseguro.

—¡Estúpido mendigo! Luego empezarás a ver duendes y fantasmas —exclamó.

Avanzó con dificultad con el revólver en la mano derecha, mientras los fantasmas aparecían y se disolvían delante de él. Con la luna colgada a mitad de camino por el cielo, los últimos restos de su fuerza desaparecieron, como agua por entre los dedos de una mano ahuecada. Se tambaleó y casi se cayó. Requirió un esfuerzo muy grande sostener sus piernas y recuperar el equilibrio. Se detuvo con las piernas muy separadas y la cabeza colgando. Estaba exhausto, en el límite de sus fuerzas.

Sintió que Manyoro se movía en su espalda, y luego, increíblemente, el masai empezó a cantar. Al principio, León no pudo reconocer las palabras pues la voz de Manyoro era un suspiro entrecortado, ligero como la brisa del amanecer en la hierba de la sabana. Luego su mente embotada por la fatiga recordó las palabras de la «Canción del león». El conocimiento de maa, la lengua de los masai, de León era rudimentario… Manyoro le había enseñado lo poco que sabía. Era una lengua difícil, sutil y complicada, muy diferente de cualquier otra. Sin embargo, Manyoro había sido paciente y León tenía un don para los idiomas. La «Canción del león» les era enseñada a los jóvenes morani masai durante su preparación para la circuncisión. Los iniciados la acompañaban de una danza sobre una pierna rígida, saltando a gran altura por el aire, tan sin esfuerzo como una bandada de aves que levanta vuelo, con sus shuka, esa especie de capas rojas que se abrían como alas alrededor de ellos.

Somos los leones jóvenes.

Cuando bramamos, la tierra tiembla.

Nuestras lanzas son nuestros colmillos.

Nuestras lanzas son nuestras garras.

Temednos, oh, bestias.

Temednos, oh, desconocidos.

Apartad vuestros ojos de nuestros rostros, oh, mujeres.

No os atreváis a mirar la belleza de nuestros rostros.

Somos los hermanos del orgullo del león.

Somos los jóvenes leones.

Somos los masai.

Era la canción que los masai cantaban cuando salían a robar ganado y mujeres de tribus menores. Era la canción que cantaban cuando salían a demostrar su valor cazando al león con nada más que la afilada assegai en sus manos. Era la canción que les daba fuerza para la batalla. Era el himno de batalla de los masai. Manyoro empezó el coro de nuevo y esta vez León lo acompañó, tarareando bajo cuando no podía recordar las palabras. Manyoro le apretó el hombro y le susurró en la oreja:

—¡Cante! Usted es uno de nosotros. Usted tiene el corazón del león y la fortaleza de una gran melena negra. Usted tiene el estómago y el corazón de un masai. ¡Cante!

Continuaron tambaleándose en dirección al Sur. Las piernas de León seguían moviéndose pues el coro de la canción era hipnotizante. Su mente se movía enloquecida entre la realidad y la fantasía. En la espalda sintió que Manyoro caía en estado de coma. Continuó a los tropezones, pero ya no estaba solo. Caras amadas y bien recordadas salían de la oscuridad. Su padre y sus cuatro hermanos estaban ahí, tironeándolo hacia adelante, pero cuando se acercaba a ellos, éstos retrocedían y sus voces se desvanecían. Cada paso lento y pesado reverberaba hasta dentro de su cráneo, y a veces ése era el único sonido. En otros momentos escuchaba miles de voces que gritaban y ululaban, con música de tambores y violines. Trató de ignorar la cacofonía pues lo estaban llevando al borde de la cordura.

Gritó para ahuyentar a los fantasmas:

—¡Déjenme tranquilo! ¡Déjenme pasar!

Y desaparecieron. Él siguió adelante hasta que el borde del sol comenzó a verse por sobre la cima de la pendiente. De pronto, sus piernas desaparecieron debajo de él y se desplomó como si le hubieran disparado a la cabeza.

El calor del sol en la parte de atrás de su camisa lo aguijoneó hasta despertarlo, pero cuando trató de levantar la cabeza, ésta se disolvió en el vértigo, y no podía recordar dónde estaba ni cómo había llegado allí. Sus sentidos del olfato y el oído lo estaban engañando en ese momento. Creyó poder detectar el olor de las vacas domésticas y el ruido de sus pezuñas pisando el suelo duro, sus tristes mugidos. Luego escuchó voces de muchachos que se llamaban a los gritos unos a otros. Cuando uno se rio, el sonido era demasiado real para ser una fantasía. Rodó apartándose de Manyoro y, con enorme esfuerzo, se incorporó sobre un codo. Miró con sus ojos nublados, entrecerrándolos debido a la luz intensa del sol brillante y al polvo.

Vio un gran rebaño de ganado de varios colores, con joroba y grandes cuernos. Los animales se movían no lejos del sitio donde él y Manyoro estaban tendidos. Los muchachos eran verdaderos también. Tres jovencitos desnudos, con bastones con los que arriaban al ganado hacia el abrevadero. Vio que estaban circuncidados, de modo que eran mayores de lo que parecían, quizás entre trece y quince años. Se gritaban entre ellos en lengua maa, pero él no podía comprender lo que estaban diciendo. Con otro enorme esfuerzo, León obligó a su dolorido cuerpo a sentarse. El muchacho más alto vio ese movimiento y se detuvo abruptamente. Observó a León consternado, claramente a punto de escapar, pero controlando su miedo, como debía hacerlo un masai que ya era casi un morani.

—¿Quién es usted? —Blandió su palo en un ademán amenazador, pero su voz tembló y se quebró.

León comprendió las palabras simples y el desafío.

—No soy un enemigo —respondió con voz ronca—. Soy un amigo que necesita su ayuda.

Los otros dos muchachos escucharon la extraña voz y se detuvieron para mirar atentamente la aparición que parecía alzarse del suelo delante de ellos. El mayor y más valiente de ellos dio unos pasos hacia León; luego se detuvo para mirarlo con seriedad. Hizo otra pregunta en lengua maa, pero León no comprendió. A manera de respuesta estiró la mano hacia abajo y ayudó a Manyoro a sentarse junto a él.

—¡Hermano! —dijo—. ¡Este hombre es tu hermano!

El muchacho dio unos pasos rápidos hacia ellos y miró detenidamente a Manyoro. Luego se volvió hacia sus compañeros y les dio una serie de instrucciones acompañadas de amplios ademanes que los enviaron corriendo por la sabana. La única palabra que León había comprendido era «¡Manyoro!».

Los más pequeños se dirigieron hacia un grupo de chozas a menos de un kilómetro de distancia. Tenían techos de paja al estilo de los masai y estaban rodeadas por una cerca de arbustos espinosos. Era un manyatta, un pueblo masai. La empalizada de troncos que estaba afuera era el kraal en el que encerraban el valioso ganado por la noche. El mayor de los muchachos se acercó entonces a León y se puso en cuclillas delante de él. Señaló con el dedo a Manyoro y dijo, con admiración y asombro:

—¡Manyoro!

—Sí, Manyoro —confirmó León, mientras su cabeza volvía a dar vueltas sin sentido.

El muchacho dejó escapar una exclamación de alegría y comenzó otro entusiasmado discurso. León reconoció la palabra que quería decir «tío», pero no pudo entender el resto. Cerró los ojos y se recostó con el brazo sobre ellos para ocultar la luz del sol ardiente.

—Cansado —murmuró—. Muy cansado.

Se quedó profundamente dormido, y cuando despertó otra vez se encontró rodeado de un pequeño grupo de lugareños. Eran masai, no había ninguna duda de eso. Los hombres eran altos. En los lóbulos perforados de sus orejas llevaban grandes discos ornamentales o estuches de rapé de asta tallada. Estaban desnudos debajo de sus largas capas rojas, con sus genitales orgullosa y ostentosamente expuestos. Las mujeres también eran altas. Sus cráneos estaban afeitados y eran suaves como cascaras de huevo, y llevaban varias capas de intrincados collares de cuentas que caían sobre sus pechos descubiertos. Sus minúsculos mandiles bordados con cuentas apenas cubrían sus partes pudendas.

León tuvo que hacer grandes esfuerzos para incorporarse y ellos lo miraban con interés. Las mujeres más jóvenes dejaron escapar risitas tontas y se dieron codazos unas a otras al ver una criatura tan extraña entre ellos. Era probable que ninguna hubiera visto antes a un hombre blanco.

Para atraer su atención, León levantó la voz hasta llegar al grito.

—¡Manyoro! —Señaló con el dedo a su compañero—. ¿Madre? ¿Mamá de Manyoro? —preguntó. Seguían mirándolo asombrados.

Entonces una de las niñas más jóvenes y más lindas comprendió lo que estaba tratando de decirles.

—¡Lusima! —gritó, y señaló al Este, al distante perfil azul de la pared de la elevación. Los demás comenzaron también a gritar con gran júbilo:

—¡Lusima Mama!

Era claramente el nombre de la madre de Manyoro. Todo el mundo estaba encantado por haber comprendido la situación.

León hizo el gesto de levantar y trasladar a Manyoro; luego señaló al Este.

—Lleven a Manyoro a Lusima. —Esto produjo una pausa en la algarabía de autocomplacencia y se miraron entre sí, perplejos.

Otra vez la hermosa niña adivinó lo que quería decir. Golpeó el suelo con el pie y sermoneó a los hombres. Al verlos vacilar, atacó a los feroces y temidos guerreros con sus manos desnudas, abofeteándolos y dándoles golpes, y hasta tironeó el elaborado peinado de trenzas de uno de ellos, hasta que se movieron para hacer lo que ella pedía, con avergonzadas risotadas. Dos volvieron corriendo al pueblo y regresaron con un palo largo y fuerte. Le colgaron una hamaca hecha con sus capas de cuero anudadas en las esquinas. Era una mushila, una camilla. Instantes después estaban cargando al inconsciente Manyoro en ella. Entre cuatro la alzaron y todo el grupo se puso en marcha trotando hacia el Este, dejando a León echado en la llanura polvorienta. El canto de los hombres y los aullidos de las mujeres se fueron desvaneciendo.

León cerró los ojos, tratando de reunir las reservas suficientes de fuerza para ponerse de pie y seguirlos. Cuando los abrió otra vez descubrió que no estaba solo. Los tres muchachos pastores desnudos que lo habían descubierto estaban allí de pie en fila, mirándolo solemnemente. El mayor dijo algo e hizo un gesto imperioso. Obedientemente, León se puso de rodillas; luego se puso de pie tambaleándose. El muchacho se acercó y se paró a su lado, le tomó la mano y tiró de él posesivamente.

—Lusima —dijo.

Su amigo vino y tomó la otra mano de León. Tiró de ella y dijo:

—Lusima.

—Muy bien. Parece que no hay otra alternativa —reconoció León—. Con Lusima iremos. —Tocó al muchacho mayor en el pecho con un dedo—. ¿Nombre? ¿Cómo te llamas? —preguntó, en lengua maa. Era una de las expresiones que Manyoro le había enseñado.

—¡Loikot! —respondió el muchacho con orgullo.

—Loikot, iremos a ver a Lusima Mama. Muéstrame el camino.

Con León cojeando entre ellos, lo arrastraron hacia las lejanas colinas azules, siguiendo al grupo que transportaba la camilla con Manyoro.

Mientras avanzaban por el valle, León se dio cuenta de la existencia de una montaña aislada que se alzaba abruptamente desde el amplio piso de la llanura. Al principio pareció ser sólo un contrafuerte de la elevación oriental sin ninguna importancia en la inmensidad del gran valle, pero a medida que se acercaban vio que se elevaba en soledad y no tenía ninguna relación con el cordón elevado. Comenzó a adquirir una grandiosidad que era invisible a la distancia. Era más alta y más empinada que la pared del valle del Rift detrás de ella. Las laderas más bajas estaban cubiertas con majestuosas arboledas de acacias en forma de paraguas, pero a mayor altura éstas dejaban lugar a un denso bosque de montaña, que indicaba que la cumbre estaba por encima de las nubes, rodeada por una imponente pared de roca gris, como si fuera el glacis de una fortaleza hecha por el hombre.

A medida que se acercaban a este gran bastión natural, León vio que la cima de la montaña estaba cubierta por un denso bosque. Era evidente que su crecimiento había sido favorecido por la humedad de las nubes que lo rodeaban. Incluso a esa distancia podía ver que las largas ramas superiores de los árboles estaban adornadas con líquenes grises y orquídeas arbóreas florecidas. El denso follaje de los árboles más altos estaba engalanado con flores tan vivaces como ramos de novia. Águilas y otras aves de rapiña habían construido sus nidos en el despeñadero debajo de la cumbre y planeaban sobre sus grandes alas por el vacío azul del cielo.

Promediaba la tarde cuando León y sus tres compañeros llegaron al pie de la montaña. Habían quedado muy atrás, lejos de Manyoro y su grupo de camilleros, que ya estaban a medio camino por la senda que subía la empinada pendiente en una serie de zigzags. León sólo pudo aguantar los primeros sesenta metros del ascenso antes de caer rendido a la sombra de una acacia junto al sendero. Sus pies no podían llevarlo un paso más por aquel camino rocoso. Cruzó uno sobre la rodilla opuesta y desabrochó los cordones de la bota. Al quitársela gimió de dolor. Su media de lana estaba dura con sangre negra seca. Con sumo cuidado se la sacó y miró consternado el pie. Gruesas capas piel se habían desprendido con la media y su talón estaba en carne viva. Ampollas reventadas colgaban destrozadas de la planta del pie y los dedos parecían haber sido mordidos por chacales. Los tres muchachos masai se pusieron en cuclillas en un semicírculo, observando sus heridas y hablando de ellas con macabro deleite.

Entonces Loikot tomó el mando otra vez y gritó una serie de órdenes perentorias que hicieron que los otros dos corrieran hacia los arbustos donde un pequeño rebaño de ganado masai de largos cuernos estaba mordisqueando las hierbas color gris verdoso que crecían debajo de las acacias. A los pocos minutos regresaron con varios puñados de bosta húmeda. Cuando León descubrió que con ella pensaban hacer cataplasmas para sus ampollas abiertas, manifestó con claridad que no iba a someterse una vez más a la prepotencia de Loikot. Pero los muchachos eran insistentes y siguieron importunándolo mientras él rasgaba las mangas de su camisa en tiras para envolver con ellas sus pies ensangrentados. Luego anudó los cordones de las botas uniéndolas y las colgó alrededor de su cuello. Loikot le ofreció su bastón de arrear. León lo aceptó y se puso en marcha rengueando por el sendero. Éste se hizo más empinado a cada paso y él empezó a tambalearse otra vez. Loikot se volvió a sus compañeros y dio otra serie de instrucciones en tono duro, que los envió volando sendero arriba sobre sus flacas piernas.

Loikot y León los siguieron, subiendo a paso cada vez más lento, dejando manchas de sangre de los pies vendados de León sobre las piedras del sendero. Un poco después se recostó sobre una roca y miró hacia las alturas, que estaban claramente más allá de su alcance. Loikot se sentó a su lado y empezó a contarle una larga y complicada historia. León comprendió algunas palabras, pero Loikot demostró ser un hábil actor. Saltó sobre sus pies e hizo la mímica de una escena de guerra, que León supuso era el relato de cómo había defendido los rebaños de su padre de los leones que merodeaban. La escena incluía muchos ruidos espeluznantes, saltos y puñaladas en el aire con su bastón. Después de los esfuerzos de los últimos días, aquella actuación fue una bienvenida distracción. León casi olvidó sus lastimados pies, y se rio de las encantadoras payasadas del muchacho. Estaba casi oscuro cuando escucharon voces en el sendero encima de ellos. Loikot gritó un desafío, que fue respondido por un grupo de media docena de morani envueltos en sus capas, que descendían hacia ellos al trote. Traían consigo la mushila en la que habían llevado a Manyoro. Ante una señal de ellos, León subió a la camilla y apenas se acomodó, cuatro hombres levantaron el palo entre ellos y lo pusieron sobre sus hombros. Luego partieron corriendo de regreso, sendero arriba por la empinada montaña.

Al llegar al borde más alto del despeñadero, a la cima plana de la montaña, León vio, no lejos de allí, el brillo de los fuegos debajo de los enormes árboles. Los portadores de la mushila lo llevaron rápidamente hacia allí para entrar en una zareba de palos y ramas espinosas hacia un enorme corral abierto para el ganado. En un círculo sobre terreno abierto, más de veinte grandes chozas con techo de paja se levantaban alrededor de una higuera silvestre de gran tamaño. La calidad de la construcción era superior a cualquier otra cosa que León hubiera visto en sus recorridos por tierra masai. Los animales en el corral eran grandes y estaban en buen estado; su cuero brillaba a la luz de las llamas y sus cuernos eran inmensos.

Varios hombres y mujeres que estaban junto a los fuegos se adelantaron en grupo para observar al desconocido. Las shukas de los hombres eran de gran calidad, y las abundantes joyas y ornamentos de las mujeres estaban hermosamente realizados con costosas cuentas y marfiles de intercambio. No cabía la menor duda de que se trataba de una comunidad próspera. Con risas y preguntas hechas a los gritos a León, se reunieron alrededor de su mushila y muchas de las mujeres más jóvenes y más audaces estiraban la mano para tocarle la cara y tironear la tela de su uniforme raído. Las mujeres masai rara vez hacían esfuerzo alguno para ocultar su predilección por el sexo opuesto.

De pronto se hizo el silencio en el ruidoso grupo. Una figura femenina de porte real se dirigía hacia ellos desde las chozas. Los lugareños se apartaron para dejar un pasillo y ella se acercó a la mushila. Dos jóvenes criadas la seguían con antorchas encendidas que arrojaban una luz dorada sobre la figura alta e imponente de la mujer al deslizarse hacia León. La gente del pueblo se inclinaba como un campo de hierba en el viento, dejando escapar murmullos suaves y profundos de respeto y reverencia a medida que ella pasaba por entre ellos.

—¡Lusima! —susurraban, y aplaudían casi sin hacer ruido, apartando los ojos de su belleza deslumbrante. León se puso de pie abandonando la mushila con gran esfuerzo para saludarla. Ella se detuvo delante de él y lo miró a los ojos con una mirada oscura e hipnótica.

—Te saludo, Lusima —dijo él a manera de bienvenida, pero por un rato ella no dio señal alguna de haberlo escuchado. Era casi tan alta como él. Su piel era del color de la miel ahumada, satinada y sin arrugas a la luz de las antorchas. Si era efectivamente la madre de Manyoro, debía de tener bastante más de cincuenta años, pero parecía al menos veinte años más joven. Sus pechos desnudos eran firmes y redondos. Su vientre tatuado no tenía ninguna de las marcas de la edad o la maternidad. Sus rasgos nilóticos finamente esculpidos eran sorprendentes y sus ojos oscuros, tan penetrantes que parecían llegar sin esfuerzo hasta los lugares más secretos de su mente.

Ndio. —Hizo un gesto con la cabeza.

—Sí. Soy Lusima. Esperaba tu llegada. Los he estado observando a ti y a Manyoro en su marcha nocturna desde Niombi. —León se sintió aliviado de que ella hablara en swahili, en lugar de hacerlo en maa. La comunicación entre ellos sería más fácil. Pero sus palabras no tenían sentido. ¿Cómo podía saber que habían venido desde Niombi? A menos que, por supuesto, Manyoro hubiera recuperado el conocimiento y se lo hubiera dicho.

—Manyoro no ha hablado desde que llegó a mí. Todavía está en lo más profundo de la tierra de las sombras —le aseguró Lusima.

Se sobresaltó. Ella había respondido a su pregunta no dicha como si hubiera escuchado las palabras.

—He estado velando por ustedes —repitió, y a pesar de sí mismo, él le creyó—. Te vi rescatar a mi hijo de una muerte segura y traérmelo. Por esto te has convertido en otro hijo para mí. —Le tomó la mano. Su apretón era frío y duro como el hueso—. Ven. Debo encargarme de tus pies.

—¿Dónde está Manyoro? —quiso saber León—. Dices que está vivo, pero ¿sobrevivirá?

—Ha sido dominado y los demonios están en su sangre. Será una lucha difícil y el resultado es incierto.

—Debo ir junto a él —insistió León.

—Te llevaré. Pero ahora está durmiendo. Debe reunir sus fuerzas para la prueba que le espera. No puedo sacar la flecha hasta tener la luz del día para trabajar. Luego necesitaré que un hombre fuerte me ayude. Pero tú también debes descansar, pues has llevado tu fuerza, que es mucha, a su límite. La vamos a necesitar después.

Lo llevó a una de las chozas y él tuvo que agacharse para pasar por la entrada baja hacia el interior apenas iluminado y con humo. Lusima le señaló una pila de mantas de piel de mono sobre la pared opuesta. Él se dirigió a ellas y se acomodó sobre el pelaje blando de una de ellas. Ella se arrodilló ante él y arrancó los trapos de sus pies. Mientras se ocupaba de esto, sus jóvenes criadas hicieron un preparado de hierbas en una olla de hierro negra de tres patas que estaba sobre la hoguera en el centro de la choza. León sabía que probablemente habían sido capturadas de una tribu subsidiaria y eran esclavas en todo menos en el nombre. Los masai tomaban lo que querían, ganado y mujeres, y ninguna otra tribu se atrevía a desafiarlos.

Cuando el contenido de la olla estuvo listo, las jóvenes lo trajeron a donde León estaba sentado. Lusima probó la temperatura y añadió un líquido frío pero igualmente maloliente de otro recipiente. Luego tomó sus pies uno por vez y los sumergió en la mezcla.

Necesitó de todo su autocontrol para no gritar pues el líquido parecía estar casi hirviendo y los jugos de las hierbas eran acres y cáusticos. Las tres mujeres observaron su reacción atentamente e intercambiaron miradas de aprobación cuando él logró mantener una expresión impasible y un silencio estoico. Lusima levantó sus pies uno por vez y luego los envolvió con tiras de tela.

—Ahora debes comer y dormir —dijo, e inclinó la cabeza hacia una de las muchachas, que le trajo una calabaza y se arrodilló respetuosamente para ofrecérsela con ambas manos. León percibió el olor del contenido. Era una preparación típica de los masai, que no se atrevió a rechazar. Hacerlo ofendería a su anfitriona. Reunió fuerzas y levantó el tazón a sus labios.

—Está recién hecho —le aseguró Lusima—. Lo preparé con mis propias manos. Te devolverá las fuerzas y ayudará a curar rápidamente tus pies heridos.

Tomó un trago y su estómago se estremeció. Estaba tibio, pero la sangre fresca de buey mezclada con leche había adquirido una consistencia pegajosa parecida a la gelatina que recubrió su garganta. Siguió tragando hasta que el recipiente quedó vacío. Luego lo dejó y eructó ruidosamente. Las muchachas esclavas dejaron escapar exclamaciones de placer y hasta Lusima sonrió.

—Los demonios escapan de tu vientre —le dijo en tono de aprobación—. Ahora debes dormir. —Lo empujó para que se acostara sobre la manta de piel y extendió otra sobre él. Un gran peso le hizo cerrar los párpados.

Cuando abrió los ojos, el sol de la mañana brillaba a través de la entrada de la choza. Loikot lo estaba esperando en cuclillas junto a la puerta, pero se puso de pie de un salto apenas León se movió. Se acercó a él de inmediato y le hizo una pregunta, señalando con el dedo sus pies.

—Demasiado pronto para saberlo —respondió León. Aunque le dolían todos los músculos de su cuerpo, su cabeza estaba clara. Se incorporó y abrió los vendajes. Se sorprendió al ver que la mayor parte de la hinchazón y la inflamación había desaparecido—. El aceite de culebra de la doctora Lusima. —Sonrió. Estaba de buen humor, hasta que recordó a Manyoro.

Rápidamente volvió a vendarse los pies y rengueó hasta el gran recipiente de arcilla con agua que estaba afuera, junto a la puerta. Se quitó los restos de la camisa y se lavó la cara y el pelo para quitarse el polvo y el sudor seco. Cuando se enderezó vio que la mitad de las mujeres del caserío, jóvenes y viejas, estaban sentadas en un círculo alrededor de él, observando cada uno de sus movimientos con ávida atención.

—¡Señoras! —se dirigió a ellas—. Estoy a punto de ir a orinar. No están invitadas a observar el procedimiento. —Apoyándose en el hombro de Loikot se dirigió a la entrada del corral del ganado.

Cuando regresó, Lusima lo estaba esperando.

—Ven —ordenó—. Es hora de empezar. —Lo llevó a la choza que estaba al lado. El interior era oscuro en contraste con brillante la luz del sol, y sus ojos necesitaron un minuto para adaptarse. El aire estaba saturado de humo de madera quemándose y de un olor más sutil, el olor dulzón y nauseabundo de carne que se corrompe. Manyoro yacía tendido boca abajo sobre una manta de cuero al lado del fuego. León se acercó a él rápidamente y su espíritu se entristeció. Manyoro estaba tendido como un hombre muerto y su piel había perdido el brillo. Estaba tan opaco como el hollín que cubría la parte inferior de la olla de cocina en el fuego. Los largos músculos de su espalda parecían haberse debilitado. Su cabeza estaba torcida hacia un lado y sus ojos habían retrocedido en sus órbitas. Detrás de los párpados entreabiertos, se veían tan opacos como los guijarros de cuarzo en el lecho del río. La pierna estaba totalmente hinchada por arriba de la rodilla, y el hedor del pus amarillo que salía de alrededor de la flecha rota llenaba la choza.

Lusima golpeó sus manos y entraron cuatro hombres. Tomaron las esquinas de la camilla en la que Manyoro estaba tendido y lo llevaron afuera, a través del terreno abierto del corral de ganado hasta el único y alto árbol mukuyu en el centro. Lo colocaron en la sombra mientras Lusima se quitaba su capa para quedar de pie con el pecho descubierto sobre él. Le habló a León en voz baja.

—La punta de la flecha no puede salir de la misma forma en que entró. Debo arrastrarla al otro lado. La herida está a punto. Puedes olería. Aun así, no dejará que la flecha salga fácilmente.

Una de las muchachas esclavas le entregó un cuchillo pequeño con asa de cuerno de rinoceronte y la otra trajo un recipiente de arcilla con fuego, balanceándolo alrededor de su cabeza, sostenido con asas de soga, para dar aire a las brasas y encenderlas. Cuando éstas brillaron, puso el recipiente delante de su ama. Lusima sostuvo la hoja sobre las llamas, haciéndola girar lentamente hasta que el metal también brilló. Luego la metió en otro recipiente con un líquido que apestaba como la mezcla con la que había tratado los pies de León. El líquido burbujeó y echó vapor a medida que el metal se enfriaba.

Con el cuchillo en la mano, Lusima se puso en cuclillas al lado de su hijo. Los cuatro morani que lo habían sacado de la choza se arrodillaron con ella, dos junto a la cabeza de Manyoro y dos a sus pies. Ella miró a León y habló en voz baja:

—Harás esto. —Luego explicó en detalle lo que esperaba de él—. Aunque eres el más fuerte de nosotros, se necesitará toda tu fuerza. El agarre de las lengüetas en su carne es fuerte. —Lo miró a los ojos—. ¿Comprendes, hijo mío?

—Comprendo, Mama.

Ella abrió la bolsa de cuero que colgaba de su cintura y tomó una madeja de fino hilo blanco.

—Ésta es la soga que vas a usar. —Se la dio—. La hice con el intestino de un leopardo. Es resistente. No hay hilo más fuerte. —Metió otra vez la mano en la bolsa y encontró una gruesa tira de cuero de elefante. Suavemente abrió la boca de Manyoro. Puso el cuero entre sus mandíbulas y lo sujetó con un trozo de tripa de impala para que Manyoro no pudiera escupirlo.

—Le impedirá romper sus dientes cuando el dolor llegue al máximo —explicó.

León asintió con la cabeza, pero él sabía que la razón principal para usar la mordaza era impedir que su hijo gritara y la deshonrara.

—Pónganlo boca arriba —ordenó Lusima a los cuatro morani—, pero háganlo con suavidad. —Mientras daban vuelta a Manyoro, ella guió el fragmento del astil de la flecha para que no se enganchara en las mantas. Luego puso un bloque de madera a cada lado de ésta para mantenerla lejos del suelo y dar una base firme a la pierna—. Sujétenlo —ordenó a los morani.

Se colocó en posición encima de la pierna herida y puso ambas manos sobre ella. Con cuidado palpó la parte de adelante del muslo de Manyoro en busca del sitio de la punta de la flecha debajo de la piel de la carne caliente e hinchada. Manyoro se movió inquieto cuando sus dedos descubrieron al tacto la forma de la punta de flecha allí metida. Puso la hoja del cuchillo con asa de cuerno precisamente en ese lugar y empezó a cantar un hechizo en maa. Después de un rato Manyoro pareció sucumbir al monótono estribillo. Su cuerpo encogido se relajó y roncó suavemente a través de la mordaza de cuero.

De pronto, sin interrumpir su canto, Lusima empujó la punta de la hoja hacia abajo. Casi sin detenerse se hundió en la carne oscura. Manyoro se puso tenso y cada músculo de su espalda se erizó. La hoja chirrió sobre el metal y el pus brotó de la herida que el cuchillo había abierto. Lusima sacó el cuchillo y apretó a cada lado del corte. La punta afilada de la flecha fue empujaba afuera por la herida agrandada y la primera hilera de lengüetas quedó a la vista.

León había podido revisar varias armas nandi capturadas durante la campaña, de modo que no se sorprendió al ver que la punta de flecha tuviera un diseño poco convencional. Había sido forjada con una pata de olla de hierro del grosor del meñique de Lusima. Estaba diseñada para penetrar profundamente en el enorme cuerpo del elefante, de modo que no tenía una sola lengüeta grande, como se veía en la punta de flecha que los arqueros ingleses medievales usaban contra los caballeros franceses fuertemente cubiertos por armaduras. En cambio, tenía hilera tras hilera de puntas diminutas, no más grandes que las escamas de un foxino común, que se deslizaban a través de la carne con poca resistencia. Sin embargo, debido a su gran número y su ángulo mirando hacia atrás, era imposible retirar la punta de la flecha por su canal de entrada.

—¡Rápido! —le susurró Lusima a León—. ¡Átala!

Tenía el nudo corredizo de tripa listo y enlazó la punta de la flecha, justo detrás de la primera línea de puntas.

—La tengo —le dijo, mientras ajustaba el lazo.

—Sujétenlo ahora. No dejen que se mueva y retuerza el hilo pues los bordes de las lengüetas lo cortarán —advirtió Lusima a los morani. Juntos pusieron todo el peso de sus cuerpos sobre el cuerpo supino de Manyoro.

—Tira —dijo Lusima a León con tono urgente—, con toda tu fuerza, hijo mío. Saca esta cosa maligna de él.

León dio tres vueltas de tripa alrededor de su muñeca y la estiró con firmeza. Lusima empezó a cantar otra vez mientras él aplicaba toda la fuerza de su brazo derecho al delgado hilo. Tenía cuidado de no tirarlo o torcerlo sobre las muy filosas puntas. Lentamente aumentó la presión sobre el lazo. Sintió que se estiraba un poco, pero la punta de flecha seguía firme en su lugar. Le dio una vuelta más de hilo alrededor de su otra muñeca y se movió hasta que ambos hombros estuvieron frente al ángulo de entrada de la flecha. Tiró otra vez con ambos brazos, haciendo caso omiso del dolor intenso del hilo que le cortaba la carne. Los músculos de sus hombros debajo de la camisa hecha jirones se hincharon y sobresalieron. Los tendones se marcaron en su garganta y su cara se oscureció por el esfuerzo.

—¡Tira —exclamó Lusima—, y que Mkuba Mkuba, el más grande de los grandes dioses, les dé fuerza a tus brazos!

Para ese momento Manyoro se movía con tanta desesperación que los cuatro hombres no podían mantenerlo quieto. Dejaba escapar un ruido como de lamento por entre la mordaza, y sus ojos muy abiertos parecían a punto de salírseles de las hundidas órbitas, inyectados de sangre y una expresión salvaje. La punta de flecha atrapada le levantó la carne rota e hinchada hasta formar un pico, pero de todas maneras las lengüetas resistían firmes.

—¡Tira! —insistió Lusima dirigiéndose a León—. Tu fuerza supera a la del león. Es la fuerza de M’bogo, el gran búfalo macho.

Y la punta de la flecha se movió. Con un suave ruido como de algo que se rasga, apareció una segunda hilera de puntas diminutas detrás de la primera, luego una tercera. Por fin, cinco centímetros de metal con manchas oscuras sobresalía de la herida. León descansó por un momento, reponiéndose para el esfuerzo final. Luego apretó los dientes hasta que su mandíbula pareció sobresalir y tiró otra vez. Otros dos centímetros se hicieron ver de mala gana. Luego se vio un chorro de sangre negra medio coagulada y pus color púrpura. El hedor hizo que hasta Lusima dejara escapar un grito ahogado, pero los fluidos parecieron lubricar el astil de la flecha, que de inmediato se deslizó fuera de la herida, como un feto maligno en el horrible momento de su nacimiento.

León dio un paso atrás, sin aliento, y quedó mirando horrorizado el daño que había producido. La herida se abría como una boca oscura, mientras sangre y desechos manaban de la carne rota. En su sufrimiento Manyoro había atravesado la mordaza de cuero de elefante y se había mordido los labios. Sangre fresca goteaba desde su barbilla. Todavía se movía desenfrenadamente y los morani tuvieron que usar toda su fuerza y todo su peso para sujetarlo.

—Mantén su pierna inmóvil, M’bogo —Lusima le gritó a León. Una de sus criadas le pasó un cuerno fino y largo de antílope saltarrocas, que había sido tallado para formar un tosco embudo. Metió la punta aguda profundamente en la herida y Manyoro redobló su resistencia. La muchacha sostuvo un jarro junto a los labios de Lusima y le llenó la boca con el líquido que contenía. Unas pocas gotas le mancharon la barbilla y León percibió su olor astringente. Lusima puso los labios alrededor de la parte ancha del cuerpo, como un trompetista, y sopló la sustancia a través de él por la parte más delgada hacia las profundidades de la herida. Otro sorbo siguió al primero. El líquido burbujeó en la herida abierta, sacando sangre podrida y otros desechos.

—Denlo vuelta —le ordenó a los morani. Aunque Manyoro luchó contra ellos, lo dieron vuelta para ponerlo boca abajo y León se montó en su espalda, usando todo su peso para mantenerlo inmóvil. Lusima hizo llegar la punta del cuerno en la herida de entrada, en la parte posterior de la pierna; luego sopló más infusión muy adentro de la carne que supuraba.

—Suficiente —dijo por fin—. He lavado los venenos. —Dejó el cuerno a un lado, puso parches de hierbas secas sobre las heridas y las ató en su lugar con largas tiras de tela rústica. Poco a poco los movimientos de Manyoro cesaron hasta que por fin se desplomó hacia atrás en un coma como de muerte.

—Está hecho. No hay nada más que yo pueda hacer —aseguró—. Ahora es una lucha entre los dioses de sus ancestros y los demonios oscuros. Dentro de tres días sabremos el resultado. Llévenlo a su choza. —Miró a León—. Tú y yo, M’bogo, debemos turnarnos para permanecer a su lado y darle fuerza para la pelea.

Durante los días que siguieron, Manyoro flotó en el vacío. Por momentos se hundía en un coma tan profundo que León tenía que poner la oreja sobre su pecho para escuchar la respiración. Otras veces se quejaba, se retorcía y gritaba en su colchoneta, sudaba y hacía rechinar los dientes en medio de la fiebre. Lusima y León estaban sentados uno a cada lado, sujetándolo cuando parecía en peligro de hacerse daño con sus incontrolables convulsiones. Las noches eran largas y ninguno dormía. Hablaban en voz baja a lo largo de las horas, con el fuego bajo entre ellos.

—Intuyo que tú no has nacido en alguna isla lejana en el mar, como la mayoría de tus compatriotas, sino en esta misma África —le dijo Lusima. A León ya no le sorprendía la asombrosa percepción de ella. Él no respondió de inmediato, y ella continuó—: Tú naciste lejos, en el Norte, a orillas de un gran río.

—Sí —confirmó él—. Tienes razón. Ese lugar es El Cairo, y el río es el Nilo.

—Tú eres de estas tierras y nunca las abandonarás.

—Nunca he pensado en hacerlo —aseguró él.

Ella extendió la mano y le tomó la suya, cerró los ojos y permaneció en silencio por un rato.

—Veo a tu madre —dijo—. Es una mujer de gran comprensión. Ustedes dos están muy cerca en sus espíritus. Ella no quería que la dejaras.

Los ojos de León se llenaron con las sombras oscuras del pesar.

—También veo a tu padre. Fue debido a él que te fuiste.

—Me trataba como a un niño. Intentaba obligarme a hacer cosas que no quería hacer. Me negué. Discutimos, con lo que hicimos infeliz a mi madre.

—¿Qué quería que hicieras? —preguntó, con el aire de alguien que ya sabe la respuesta.

—Mi padre se dedica a hacer dinero. No hay nada más en su vida; ni su esposa ni sus hijos. Es un hombre duro, y no nos llevamos bien. Supongo que lo respeto, pero no lo admiro. Quería que yo trabajara con él, haciendo las cosas que él hace. Era una perspectiva sombría.

—De modo que saliste corriendo, ¿no?

—No corrí. Pero me aparté.

—¿Qué era lo que buscabas? —preguntó ella.

Se mostró pensativo.

—Realmente, no lo sé, Lusima Mama.

—¿No lo has encontrado? —quiso saber ella.

Él sacudió la cabeza con aire vacilante. Luego pensó en Verity O’Hearne.

—Quizá —dijo—. Quizás he encontrado a alguien.

—No. No la mujer en la que estás pensando. Ella es sólo una mujer entre muchas otras.

La pregunta salió antes de que él pudiera controlarla.

—¿Cómo supiste de ella? —Luego contestó él mismo—: Por supuesto. Estabas allí. Y tú sabes muchas cosas.

Ella chasqueó la lengua riéndose, y permanecieron en silencio un largo rato. Fue un silencio tibio y reconfortante. Él sintió un vínculo extraño con ella, una cercanía como si fuera realmente su madre.

—No me gusta lo que estoy haciendo con mi vida ahora —dijo por fin. No había pensado en eso hasta ese momento, pero cuando lo dijo, sabía que era verdad.

—Porque eres un soldado no puedes hacer lo que tu corazón te dice —coincidió ella—. Debes hacer lo que los hombres mayores ordenan.

—Tú lo comprendes —dijo—. Me desagrada perseguir y matar a gente que ni siquiera conozco.

—¿Quieres que te indique el camino, M’bogo?

—He llegado a confiar en ti. Necesito tu guía.

Ella quedó en silencio otra vez durante tanto tiempo que León estaba a punto de hablar. Entonces vio que sus ojos, muy abiertos, giraban hacia dentro en su cabeza de modo que a la luz del fuego sólo se veía la parte blanca. Se estaba meciendo rítmicamente sobre las piernas recogidas y después de un rato empezó a hablar, pero su voz se había convertido en un tono bajo, monótono e irritante.

—Hay dos hombres. Ninguno es tu padre, pero ambos serán más que tu padre —dijo—. Hay otro camino. Debes seguir el camino de los grandes hombres grises que no son hombres. —Tomó aire en una larga y profunda aspiración, como si fuera asmática—. Aprende las costumbres secretas de las criaturas salvajes, y los otros hombres te honrarán por ese conocimiento y esa comprensión. Caminarás con hombres muy fuertes y poderosos y te considerarán un igual. Habrá muchas mujeres, pero sólo una mujer que será muchas mujeres. Te vendrá de las nubes. Al igual que ellos, te mostrará muchas caras. —Se interrumpió e hizo un ruido como de estrangulamiento en la parte posterior de su garganta. Con un frío sobrenatural, él se dio cuenta de que ella estaba en pleno trance de adivinación. Finalmente, Lusima se sacudió con violencia y parpadeó. Sus ojos volvieron hacia adelante de modo que él pudo ver sus centros oscuros cuando ella enfocó su cara—. Presta atención a lo que te he dicho, hijo mío —dijo en voz baja—. El tiempo para que elijas te llegará pronto.

—No entendí lo que me estabas diciendo.

—En su momento todo será claro para ti —le aseguró—. Cuando me necesites, estaré siempre aquí. No soy tu madre, pero me he convertido en algo más que tu madre.

—Me hablas en acertijos, Mama —dijo él, y ella le dirigió una sonrisa cariñosa pero enigmática.

En la mañana, Manyoro recobró el conocimiento, pero estaba muy débil y confuso. Trató de incorporarse, pero no tenía la fuerza necesaria para hacerlo. Los miró con ojos llorosos.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Qué es este lugar? —Entonces reconoció a su madre—. Mama, ¿eres realmente tú? Creí que era un sueño. He estado soñando.

—Estás a salvo en mi manyatta en el monte Lonsonyo —le explicó ella—. Sacamos la flecha nandi de tu pierna.

—¿La flecha? Sí, recuerdo… ¿Los nandi?

Las niñas esclavas le trajeron un tazón de sangre de buey y leche, que bebió con ganas, derramando un poco sobre el pecho. Se recostó suspirando. Luego, por primera vez, vio a León en cuclillas en la oscuridad de la choza.

Bwana! —Esta vez se las arregló para incorporarse—. ¿Todavía está conmigo?

—Aquí estoy. —León fue hacia el en silencio.

—¿Cuánto tiempo? ¿Cuántos días desde que dejamos Niombi?

—Siete.

—En el cuartel general en Nairobi pensarán que usted está muerto o que ha desertado. —Agarró la camisa de León y lo sacudió agitado—. Usted debe informar al cuartel general, bwana. No debe descuidar sus obligaciones por mí.

—Nos iremos a Nairobi cuando estés listo para marchar.

—No, bwana, no. Usted debe irse inmediatamente. Usted sabe que el comandante no es su amigo. Le creará problemas. Debe irse de inmediato, y yo lo seguiré cuando esté en condiciones.

—Manyoro tiene razón —intervino Lusima—. Ya no puedes hacer nada más aquí. Debes ir con tu jefe en Nairobi. —León había perdido la noción del tiempo, y en ese momento se dio cuenta, con sensación de culpa, de que debía de hacer más de tres semanas desde que había tenido contacto con el cuartel general de su batallón—. Loikot te guiará hasta las vías del ferrocarril. Él conoce bien esa parte del país. Ve con él —sugirió con cierta urgencia Lusima.

—Lo haré —aceptó, y se puso de pie. No había que hacer ningún preparativo para el viaje. No tenía armas ni equipaje, y apenas algo de ropa, aparte de sus pantalones rotos.

Lusima le proveyó una shuka masai.

—Es la mejor protección que puedo darte. Te protegerá del sol y del frío. Los nandi temen a la shuka roja. Hasta los leones le huyen.

—¿Los leones también? —León ahogó una sonrisa.

—Ya lo verás. —Ella le devolvió la sonrisa.

Él y Loikot partieron una hora después de tomar la decisión. Durante las lluvias de la estación anterior el muchacho había arreado los animales de su padre hacia el Norte, hasta las vías del ferrocarril, y conocía bien la región.

Los pies de León se habían curado lo suficiente como para que pudiera atarse las botas. Cojeando, con cuidado, siguió a Loikot montaña abajo hacia la gran llanura. Al llegar al pie se detuvo para volver a atar sus botas. Cuando se puso de pie, levantó la vista y vio la inconfundible silueta diminuta de Lusima parada en el borde del despeñadero. Él levantó un brazo a manera de despedida, pero ella no devolvió el saludo. En lugar de ello, dio media vuelta y desapareció.

Cuando sus pies se curaron y endurecieron, pudo aumentar la velocidad y seguirle el ritmo a Loikot. El muchacho avanzaba dando las largas y elegantes zancadas características de su pueblo. Mientras caminaba no dejaba de hacer comentarios acerca de todo lo que atraía su atención. Nada escapaba a sus ojos jóvenes y brillantes, que podían descubrir la forma gris etérea de un macho de antílope kudú en lo más profundo de la espesura formada por maleza espinosa a trescientos metros de distancia.

La llanura por la que viajaban albergaba gran cantidad de criaturas vivientes. Loikot hacía caso omiso de las manadas de antílopes más pequeños que pasaban junto a ellos casi rozándolos, pero señalaba cualquier cosa que pareciera más interesante. Para entonces, con su buen oído para los idiomas, León había aprendido suficiente maa para seguir el parloteo del muchacho sin demasiadas dificultades.

No habían cargado nada de comida cuando partieron del monte Lonsonyo y León se había preguntado cómo iban a subsistir, pero no tenía por qué haberse preocupado. Loikot contaba con una extraña variedad de alimentos, que incluía pequeñas aves y su huevos, langostas y otros insectos, fruta y raíces silvestres, un francolín, que derribó del aire con bastón cuando levantó vuelo con un ruidoso aleteo desde abajo de sus pies, y una lagartija monitor grande que persiguió a lo largo de trescientos metros por la pradera antes de matarla de un golpe. La carne de la lagartija tenía el mismo sabor que el pollo, y había suficiente para alimentarlos durante tres días, aunque para ese entonces lo que quedaba del animal había sido colonizado por enjambres de moscas azules iridiscentes y sus gordas y blancas crías.

León y Loikot durmieron todas las noches al lado de un pequeño fuego, cubiertos por sus shukas para protegerse del frío, y se ponían en marcha cuando el lucero del alba todavía estaba alto y brillante en el cielo del amanecer. En la tercera mañana, cuando el sol aún se ocultaba tras el horizonte y había poca luz, Loikot se detuvo de golpe y señaló en dirección a una acacia de copa chata a sólo cincuenta metros.

—Ah, tú, asesino de ganado, te saludo —gritó.

—¿Qué es eso? —quiso saber León.

—¿No lo ves? Abre tus ojos, M’bogo. —Loikot señaló con su bastón. Sólo entonces León pudo distinguir dos pequeños mechones negros en la hierba marrón entre ellos y el árbol. Uno hizo un rápido movimiento y la imagen entera quedó en foco. León estaba mirando a un enorme león macho, aplastado sobre la hierba y mirándolos con implacables ojos amarillos. Los delatores mechones eran las puntas negras de sus orejas redondas.

—¡Santo cielo! —exclamó León dando un paso hacia atrás.

Loikot se rio.

—Él sabe que soy masai. Escapará si lo desafío. —Blandió su bastón—. Eh, viejo, el día de mi prueba vendrá pronto. Te encontraré entonces y veremos cuál es el mejor de nosotros. —Se estaba refiriendo a la ritual prueba de coraje. Antes de poder ser considerado un hombre y tener el derecho de plantar su lanza en la puerta de cualquier mujer por la que se sintiera atraído, el joven morani debía enfrentar a su león cara a cara y matarlo con su assegai de ancha hoja.

—Debes temerme, tú, ladrón de ganado. ¡Debes temerme porque soy tu muerte! —Loikot levantó su bastón, lo sostuvo igual que una lanza afilada y avanzó hacia el león con un flexible paso de danza. León quedó sorprendido cuando el león se levantó sobre sus patas y movió el labio lanzando un gruñido amenazador para luego alejarse y desaparecer en la hierba.

—¿Me viste, M’bogo? —se jactó Loikot—. ¿Viste cómo me teme Simba? ¿Viste cómo huyó de mí? Sabe que soy un morani. Sabe que soy masai.

—¡Muchacho loco! —León relajó sus puños cerrados—. Vas a lograr que nos coman a los dos. —Se rio aliviado. Recordó las palabras de Lusima, y se le ocurrió que durante los cientos de años que los masai habían cazado implacablemente generación tras generación de leones, esa persecución había hecho arraigar un recuerdo profundo en la memoria de las bestias. Habían llegado a reconocer una figura alta y envuelta en una capa roja como una amenaza mortal.

Loikot dio saltos en el aire, hizo piruetas de triunfo y lo condujo hacia el Norte. Durante la marcha, Loikot continuó enseñándole cosas. Sin desacelerar su paso, señalaba las huellas de grandes presas cuando las veía y describía al animal que las había dejado. León estaba fascinado por la profundidad de sus conocimientos de la naturaleza y sus criaturas. Por supuesto, no era difícil comprender cómo el muchacho se había vuelto tan hábil. Casi desde que había dado su primer paso, se había ocupado de los rebaños de su tribu. Manyoro le había contado que incluso el más joven de los niños pastores podía seguir a una bestia perdida durante días en los más difíciles terrenos. Pero quedó fascinado cuando Loikot se detuvo y, con la punta de su bastón, siguió el apenas visible contorno de la gran huella redonda. La tierra estaba dura, quemada por el sol, y cubierta con trozos de esquisto y pedernal. León jamás habría descubierto la huella de un elefante macho sin la ayuda del muchacho, pero Loikot podía leer cada detalle y cada matiz de esa huella.

—A éste lo conozco. Lo he visto a menudo. Sus colmillos son así de largos… —Hizo una marca en el polvo; luego dio tres de sus más largas zancadas e hizo una segunda marca—. Es un gran jefe gris de su tribu.

Lusima había usado la misma descripción: «Sigue a los grandes hombres grises que no son hombres». En aquel momento León había quedado desconcertado, pero ahora se daba cuenta de que ella estaba hablando de los elefantes. Reflexionó sobre su consejo mientras continuaban hacia el Norte. Siempre había estado fascinado por la caza mayor. En la biblioteca de su padre había leído todos los libros escritos por los grandes cazadores. Había seguido las aventuras de Baker, Selous, Gordon-Gumming, Cornwallis Harris y los demás. La atracción por la vida salvaje era una de las razones más fuertes por la que se había alistado en los RAR en lugar de entrar en el negocio de su padre. Para su padre cualquier actividad que no apuntara a la acumulación de dinero era calificada específicamente como «holgazanear». Pero León había escuchado decir que los altos mandos del ejército alentaban a sus oficiales jóvenes a permitirse realizar actividades tan viriles como la caza mayor. Al capitán Cornwallis Harris se le había concedido un permiso de un año entero para ausentarse de su regimiento en la India para viajar a Sudáfrica y cazar en la tierra virgen inexplorada. León anhelaba poder imitar a sus héroes, pero hasta entonces había sido decepcionado.

Desde que se había unido a los RAR, había solicitado en más de una ocasión el permiso de algunos días para permitirse su primera experiencia de cacería mayor. El mayor Snell, su oficial al mando, había desestimado sus pedidos de inmediato.

—Si usted cree que ha firmado para participar en un glorioso safari de caza, entonces, está muy equivocado, Courtney —le dijo—. Regrese a sus tareas. Y no quiero volver a oír nada acerca de esta tontería.

Hasta ese momento su actividad cinegética había estado restringida a algunos antílopes pequeños, las gacelas Grant y Thomson —a las que todos llamaban Tommies—, a las que cazaba para alimentar a sus askari mientras estaban patrullando. Pero su corazón se estremecía cuando veía a los magníficos animales que abundaban a su alrededor. Anhelaba tener una oportunidad para ir tras ellos.

Se preguntaba si al aconsejarle que siguiera «a los grandes hombres grises» Lusima no le estaría sugiriendo que debía dedicar su vida a ser un cazador de marfil. Era una perspectiva fascinante. Continuó marchando más alegremente detrás de Loikot. La vida parecía hermosa y llena de promesas. Se había comportado de manera honorable durante su primera acción militar. Manyoro estaba vivo. Una nueva carrera se abría ante él. Y lo mejor de todo, Verity O’Hearne lo estaba esperando en Nairobi. Sí, la vida era hermosa, muy hermosa efectivamente.

Cinco días después de haber dejado el monte Lonsonyo, Loikot giró al Este y lo hizo subir los riscos del gran valle del Rift hacia las colinas onduladas y arboladas del altiplano. Llegaron a la cima de las colinas y miraron hacia el valle poco profundo que había más allá. A la distancia algo brilló en la luz del último sol de la tarde. León se protegió los ojos.

—Sí, M’bogo —confirmó Loikot—. Allí está tu serpiente de hierro.

Vio el humo de la locomotora que salía en pequeñas nubes regulares por encima de las copas de los árboles y escuchó el gemido triste de un silbato de vapor.

—Te dejaré ahora. Ni siquiera tú puedes perderte desde aquí —le dijo Loikot con aire altivo—. Debo volver a cuidar el ganado.

León lo vio irse con cierta tristeza. Había disfrutado la vivaz compañía del muchacho. Luego lo apartó de su mente y bajó por la colina.

El conductor de la locomotora se asomó por la ventana lateral de su cabina y vio la alta figura junto a las vías bastante más adelante. De inmediato se dio cuenta de que era un masai por su shuka roja. Fue sólo cuando la máquina se acercó más que el hombre abrió su capa y el conductor vio que se trataba de un hombre blanco con los restos raídos de un uniforme caqui. Tomó la palanca de freno y las ruedas chirriaron sobre las vías de acero hasta detenerse en medio de una nube de vapor.

El mayor Frederick Snell, oficial al mando del Tercer Batallón, Primer Regimiento de los Rifles Africanos del Rey, no levantó la vista del documento que estaba leyendo cuando el teniente León Courtney fue introducido bajo escolta armada en su oficina, en el cuartel general del batallón.

Snell era viejo para ese cargo. Había peleado sin destacarse de manera especial en el Sudán contra el Mahdi, y otra vez en Sudáfrica contra los astutos bóers. Estaba cerca de la edad del retiro y temía el momento en que éste le llegara. Con su pensión del ejército sólo podría permitirse un pequeño alojamiento en una ciudad como Brighton o como Bournemouth, que iba a ser el hogar tanto para él como para su esposa desde hacía cuarenta años, por el resto de sus días. Maggie Snell había pasado su vida en los cuarteles del ejército en climas tropicales, lo que le había dado un color amarillento a su cutis, le había amargado el carácter y le había afilado la lengua.

Snell era un hombre pequeño. Su reluciente pelo color jengibre de otrora se había desteñido y caído hasta que sólo le quedó una escasa franja blanca alrededor de una calva pecosa. Su boca era amplia, pero sus labios, finos. Sus ojos eran redondos, azul pálido y saltones, lo que justificaba su apodo de Freddie la Rana.

Volvió a poner su pipa entre los labios y la chupó, haciéndola gorgotear ruidosamente. Tenía el ceño fruncido cuando terminó de leer la hoja de papel manuscrita. De todos modos no levantó la vista, pero sacó la pipa de su boca y la sacudió contra la pared de su oficina, dejando una salpicadura de gotas de nicotina amarilla sobre la pintura a la cal. La volvió a poner en su boca y regresó a la primera página del documento. La leyó otra vez con minuciosidad; luego la dejó prolijamente delante de él y, finalmente, levantó la cabeza.

—¡Prisionero! ¡Atención! —ladró el sargento mayor M’fefe, que estaba al mando del destacamento de guardia. León golpeó con sus botas destruidas el piso de cemento y permaneció erguido.

Snell lo miró con desagrado. León había sido arrestado tres días antes, cuando se presentó en la entrada principal del cuartel general del batallón. Desde entonces había permanecido en el barracón de detención por órdenes del mayor Snell. No había podido afeitarse ni cambiar de uniforme. La barba crecida en su mandíbula era oscura y espesa. Lo que quedaba de su guerrera no eran más que harapos sucios. Las mangas habían sido arrancadas. Sus piernas y brazos desnudos estaban marcados con rasguños de espinas entrecruzados. Pero a pesar de sus circunstancias actuales todavía hacía que Snell no se sintiera a su altura. Aun cubierto de andrajos, León Courtney era alto y de cuerpo fuerte, e irradiaba un aire de ingenua confianza en sí mismo. La esposa de Snell, que rara vez manifestaba su aprobación respecto de alguien o algo, había comentado alguna vez con nostalgia cuan atractivamente apuesto era el joven Courtney.

—Ha hecho palpitar unos cuantos corazones por aquí, te lo puedo asegurar —le había dicho a su marido.

«No más corazones palpitando por un tiempo. Me encargaré de ello», pensó Snell con disgusto. Finalmente dijo en voz alta:

—Bien, Courtney, esta vez usted se ha superado. —Golpeteó el montón de papeles delante de él—. He leído su informe con nada menos que asombro.

—¡Señor! —respondió León.

—Desafía toda credibilidad. —Snell sacudió la cabeza—. Incluso para alguien como usted, los hechos que describe no resultan verosímiles. —Suspiró, pero detrás de la expresión de desaprobación estaba eufórico. Por fin este jovencito presuntuoso y engreído había ido demasiado lejos. Quería disfrutar el momento. Lo había esperado casi durante un año—. Me pregunto cómo va a interpretar su tío este extraordinario informe cuando lo lea.

El tío de León era el coronel Penrod Ballantyne, el comandante del regimiento. Era muchos años más joven que Snell, pero ya tenía un rango mucho más alto que el suyo. Snell sabía que antes de que él mismo tuviera que retirarse, Ballantyne sería ascendido a general y quizá recibiría el mando de toda una división en alguna parte agradable del imperio. Después de eso, vendría naturalmente un título de caballero.

«¡General Sir Penrod “maldito” Ballantyne!», pensó Snell. Odiaba a aquel hombre, y odiaba a su maldito sobrino, que estaba en ese momento delante de él. Durante toda su vida había sido dejado de lado mientras hombres como Ballantyne habían ascendido sin esfuerzo pasando por encima de él. «Bien, no puedo hacer mucho respecto del perro viejo —pensó sombríamente— pero este cachorro es algo completamente diferente».

Se rascó la cabeza con la boquilla de su pipa.

—Dígame, Courtney, ¿comprende usted por qué lo hice detener desde que regresó al cuartel?

—¡Señor! —León miró fijo a la pared por encima de su cabeza.

—En caso de que usted quiera decir «No, señor», me gustaría repasar los hechos que describe en este informe y señalarle aquellos que me han preocupado. ¿Tiene alguna objeción?

—¡Señor! ¡No, señor!

—Gracias, teniente. El 16 de julio se le ordenó que llevara bajo su mando un destacamento de siete hombres y se dirigiera de inmediato a las oficinas centrales del comisionado del distrito en Niombi, donde debía cumplir funciones de guardia de seguridad para proteger el lugar contra posibles incursiones de los rebeldes nandi. Eso es correcto, ¿no?

—¡Señor! ¡Sí, señor!

—Como se le ordenó, salió de este cuartel el 16, pero usted y su destacamento no llegaron a Niombi hasta doce días después, aunque viajaron en ferrocarril hasta Mashi. Esto les dejaba una marcha de menos de sesenta kilómetros hasta Niombi, así que parece que usted cubrió esa distancia a un ritmo de menos de cinco kilómetros por día. —Snell levantó la vista del informe—. Eso difícilmente podría ser descrito como una marcha forzada. ¿Está usted de acuerdo?

—Señor, he explicado la razón en mi informe. —León seguía en posición de atención y mirando fijamente la pared manchada de nicotina por encima de la cabeza de Snell.

—¡Ah, sí! Usted encontró las huellas de un gran grupo de rebeldes nandi en pie de guerra y decidió, en su sabiduría infinita, ignorar sus órdenes de continuar hasta Niombi y, en lugar de ello, siguió a los rebeldes para enfrentarlos. Espero haber leído su explicación correctamente.

—Sí, señor.

—Por favor, explíqueme, teniente, cómo supo que estas huellas eran las de un grupo en pie de guerra y no de cazadores de una tribu diferente de los nandi, o de refugiados que huían de la zona del levantamiento.

—Señor, mi sargento me informó que se trataba de rebeldes nandi.

—¿Y usted aceptó esa interpretación?

—Sí, señor. El sargento Manyoro es un rastreador experto.

—Así que usted pasó seis días siguiendo a esos míticos insurgentes, ¿no?

—Señor, iban directamente hacia la misión en Nakuru. Parecía que estaban decididos a atacar y a destruir el establecimiento. Consideré que era mi deber impedirlo.

—Su deber era obedecer órdenes. Sea como fuere, el hecho es que usted nunca logró alcanzarlos.

—Señor, los nandi se dieron cuenta de que les estábamos pisando los talones, se separaron en pequeños grupos y se dispersaron en la selva. Di la vuelta y me dirigí a Niombi.

—¿Tal como le había sido ordenado?

—Sí, señor.

—Por supuesto, el sargento Manyoro no está en condiciones de corroborar su versión de los hechos. Sólo tengo su palabra —continuó Snell.

—¡Señor!

—Así que, para continuar —Snell miró el informe—, usted interrumpió la persecución y se dirigió finalmente a Niombi.

—¡Señor!

—Cuando usted llegó a la boma, descubrió que, mientras había estado paseando por el campo, el comisionado del distrito y su familia habían sido masacrados. Inmediatamente después de este descubrimiento, entonces, se dio cuenta de que había conducido a su destacamento de manera negligente a una emboscada nandi. Usted dio media vuelta y huyó, dejando a sus hombres para que se las arreglaran por su cuenta.

—¡Eso no es lo que ocurrió, señor! —León no podía ocultar su honor herido.

—¡Y ese arrebato es insubordinación, teniente! —A Snell le encantó esa palabra y la hizo rodar en su boca como si estuviera probando un fino vino de Burdeos.

—Me disculpo, señor. No fue ésa mi intención.

—Le aseguro, Courtney, que así es recibido. Sin embargo, usted no está de acuerdo con mi evaluación de los hechos en Niombi. ¿Tiene testigos que puedan confirmar su versión?

—El sargento Manyoro, señor.

—Por supuesto. Había olvidado que cuando usted abandonó Niombi cargó al sargento en su espalda y, adelantándose al ejército rebelde, lo llevó hacia el Sur, a la tierra de los masai. —Snell lo miró con un exuberante desdén—. Hay que destacar en este punto que usted lo llevó en dirección opuesta a Nairobi y luego lo dejó con su madre. ¡Su madre, por cierto! —Snell chasqueó la lengua—. ¡Qué conmovedor! —Encendió la pipa y dio una pitada—. El destacamento de auxilio que llegó a la boma de Niombi muchos días después de la masacre descubrió que todos los cadáveres de sus hombres habían sido tan mutilados por los rebeldes que era imposible identificarlos con alguna certeza, en especial porque aquellos que no habían sido decapitados, habían sido devorados en gran medida por los buitres y las hienas. Creo que usted dejó a su sargento entre esos cadáveres, en lugar de, como asegura, llevarlo con su madre. Creo que después de que abandonó el campo de batalla se quedó dando vueltas por esas tierras hasta que pudo recuperar la calma lo suficiente como para regresar a Nairobi con este cuento chino.

—No, señor. —León estaba temblando de furia, y tenía los puños apretados a los costados, a tal punto que los nudillos se pusieron blancos como un hueso.

—Desde que se incorporó al batallón, usted ha dado muestras de un delicado desprecio por la disciplina militar y la autoridad. Ha mostrado mucho más interés en actividades tan frívolas como el polo y la caza mayor que en dedicarse a las tareas de un oficial subalterno. Está claro que considera que esos servicios están por debajo de su dignidad. Es más, usted ha ignorado los requerimientos decorosos de la convención social. Usted ha adoptado el papel de un lujurioso Don Juan, provocando indignación en la gente decente de la colonia.

—Mi mayor, señor, no veo de qué manera puede usted probar esas acusaciones.

—¿Probar? Muy bien, se lo voy a probar. Quizás usted ignora que durante su larga ausencia en la tierra de los masai, el gobernador de la colonia ha creído conveniente repatriar a una viuda joven a Inglaterra para protegerla de sus depredaciones. La comunidad entera de Nairobi está indignada por su comportamiento. Usted, señor, es un maldito bribón, que no respeta nada ni a nadie.

—¡Repatriada! —León se puso color ceniza por debajo de la mugre y la piel bronceada—. ¿Han enviado a Verity a casa?

—Ah, de modo que usted reconoce la identidad de la pobre mujer. Sí, la señora O’Hearne se ha ido a Inglaterra. Partió hace una semana. —Snell hizo una pausa para que la idea llegara a destino. Se regocijaba sabiendo que él mismo había llevado el sórdido asunto a la atención del gobernador. Siempre había encontrado a Verity O’Hearne endemoniadamente atractiva. Después de la muerte de su marido, había fantaseado con frecuencia con poder consolarla y protegerla en su pérdida. A la distancia la había mirado deseándola cuando ella se sentaba en el jardín delantero del Club de los Colonos a tomar el té con su esposa y otras señoras del Instituto de Mujeres. Era tan joven, tan encantadora, tan alegre, y Maggie Snell, sentada junto a ella, tan vieja, fea y gruñona. Cuando le llegaron los comentarios de la relación con uno de sus subalternos, se sintió devastado. Luego se enojó mucho. El honor y la reputación de Verity O’Hearne estaban en peligro y era su deber protegerla. Había acudido al gobernador.

—Bien, Courtney, no pienso dar más pruebas de mis acusaciones. Todo será decidido en una corte marcial. Su expediente ha sido entregado al capitán Roberts del 2º Batallón. Ha aceptado actuar como oficial acusador. —Eddy Roberts era uno de los favoritos de Snell—. Será acusado de deserción, de cobardía, de negligencia en el cumplimiento del deber y de desobedecer las órdenes de un oficial superior. El segundo teniente Sampson del mismo batallón ha aceptado defenderlo. Sé que ustedes dos son amigos, así que espero que no se oponga a mi elección. Ha habido alguna dificultad para encontrar a tres personas para formar el tribunal. Naturalmente, yo no puedo formar parte del panel, pues se me pedirá que aporte pruebas durante el desarrollo de la corte marcial, y la mayoría de los oficiales está en el campo luchando contra los últimos rebeldes. Por fortuna, una nave de P&O atracó en Mombasa este fin de semana llevando a un grupo de licencia desde la India rumbo a Southampton. He arreglado que un coronel y dos capitanes viajen desde Mombasa por tren hasta Nairobi para conformar el panel de jueces. Deben llegar a las seis de la tarde hoy mismo. Deberán regresar a Mombasa antes del viernes para continuar su viaje, de modo que el proceso debe comenzar mañana por la mañana. Enviaré al teniente Sampson a sus habitaciones de inmediato para consultar con usted y preparar la defensa. Usted está en un estado lamentable, Courtney. Puedo olfatearlo desde mi asiento. Vaya a higienizarse y arreglarse. Debe estar listo para comparecer ante el tribunal a primera hora mañana por la mañana. Hasta entonces, está confinado a sus habitaciones.

—Solicito una entrevista con el coronel Ballantyne, señor. Necesito una extensión de tiempo para preparar mi defensa.

—Por desgracia, el coronel Ballantyne no está en Nairobi en este momento. Está en las tierras tribales nandi con el primer batallón en represalia por la masacre de Niombi y para aplastar lo que queda de la resistencia rebelde. No se espera que vuelva a Nairobi antes de pasadas varias semanas. Cuando regrese, estoy seguro de que escuchará su pedido. —Snell sonrió fríamente—. Eso es todo. Prisionero, ¡retírese!

Destacamento de guardia, ¡atención! —gritó el suboficial M’fefe—. ¡Media vuelta! ¡Marcha rápida! Izquierdo, derecho, izquierdo…

León se encontró bajo el sol brillante en la plaza de armas, conducido a paso ligero hacia los alojamientos de los oficiales. Todo estaba ocurriendo tan rápidamente que tenía dificultad para ordenar sus ideas.

Las habitaciones de León consistían en una construcción redonda de barro, de un solo ambiente y techo cubierto de paja. Estaba en el centro de una hilera de cabañas idénticas. Cada una estaba habitada por un oficial soltero. Al llegar a la puerta de su alojamiento, el suboficial M’fefe saludó con corrección a León y dijo en voz baja aunque con torpeza, en swahili:

—Lamento que esto haya ocurrido, teniente. Yo sé que usted no es un cobarde. —En veinticinco años de servicio, M’fefe nunca había tenido que arrestar y poner bajo custodia a uno de sus propios oficiales. Se sentía avergonzado y humillado.

Aun cuando la mayor parte de la compañía de León salía a aclamar su actuación en cualquier partido de cricket o de polo, y cuando lo saludaban era siempre con una abierta y brillante sonrisa africana, él era apenas superficialmente consciente de su popularidad entre los otros rangos, de modo que se sintió conmovido por las palabras del sargento mayor.

M’fefe continuó apresuradamente para ocultar su vergüenza.

—Después de que usted partió con la patrulla, una dama vino a la puerta principal y dejó una caja para usted, bwana. Me dijo que me asegurara de que la recibiera. La puse en su habitación, junto a la cama.

—Gracias, sargento mayor. —León se sentía igualmente incómodo. Dio media vuelta y entró en la cabaña escasamente amueblada. Había una cama de hierro con un mosquitero suspendido sobre ella de una viga, un solo estante y un ropero hecho con una vieja caja de embalaje. Estaba escrupulosamente limpio y ordenado. Las paredes habían sido recientemente blanqueadas y el piso brillaba con una capa de cera de abejas. Sus escasas posesiones estaban ordenadas con precisión geométrica sobre el estante encima de la cama. Durante su ausencia, Ishmael, su sirviente, había sido tan meticuloso como siempre. El único artículo fuera de sitio era la larga caja de cuero que estaba apoyada contra la pared.

León cruzó hasta la cama y se sentó. Estaba cerca de la desesperación. Eran muchos los desastres que lo habían golpeado a la vez. Casi sin voluntad consciente extendió la mano hacia la caja de cuero que M’fefe había dejado para él y la puso sobre sus rodillas. Era de un cuero marcado por los viajes, pero costoso, cubierta con etiquetas de barcos de vapor y provista con tres sólidos cerrojos de bronce, cuyas llaves colgaban de una correa atada a la manija. La abrió, levantó la tapa y miró asombrado su contenido. Acomodados en compartimientos de paño verde hechos a medida estaban los componentes de un rifle pesado, en sus lugares especiales: la baqueta, la lata de aceite y otros accesorios. En la parte interior de la tapa en una etiqueta de gran tamaño aparece el nombre del fabricante de armas impreso en ornamentada escritura:

Con una sensación reverencial León ensambló el rifle, colocó los cañones de acción a cerrojo en su lugar y los ajustó con el guardamano. Acarició la madera terminada al aceite de la culata, la suavidad sedosa del nogal bajo las puntas de sus dedos. Levantó el rifle y lo apuntó a una pequeña lagartija que estaba cabeza abajo en la pared más lejana. La culata calzaba perfectamente en su hombro y los cañones se alinearon bajo su ojo. Sostuvo el centro de la mira sobre la cabeza de la lagartija.

—Pum, pum… estás muerta —le dijo y se rio por primera vez desde que había regresado al cuartel. Bajó el arma y leyó el grabado sobre los cañones. «H&H Royal 470 Nitro Express». Luego la incrustación ovalada de oro puro que se veía en la culata de nogal atrajo su mirada. Estaba grabada con las iniciales del propietario original: PO’H.

—Patrick O’Hearne —susurró… La espléndida arma había pertenecido al marido muerto de Verity. Al lado de la etiqueta del fabricante había un sobre pinchado al paño verde de la tapa. Dejó el rifle cuidadosamente sobre la almohada en la cabecera de su cama y lo tomó. Rompió el sello con la uña del pulgar y sacó dos hojas de papel dobladas. La primera era un recibo fechado el 29 de agosto de 1906:

A quien corresponda.

En el día de la fecha he vendido el rifle H&H 470 con número de serie 1863 al teniente León Courtney y he recibido de él la suma de veinticinco guineas como pago total y definitivo.

Firmado: Verity Abigail O’Hearne.

Con este documento Verity había transferido el rifle legalmente a su nombre para que nadie pudiera poner en duda su propiedad. Dobló el recibo y lo volvió a poner en el sobre. Luego abrió la otra hoja de papel. No tenía fecha y la letra era desprolija e irregular, a diferencia de la del recibo. Dos veces su pluma había dejado machas de tinta sobre la página. Era obvio que estaba muy nerviosa cuando la escribió.

Mi muy querido León:

Cuando estés leyendo esto, yo ya estaré de regreso en Irlanda. No quería irme, pero no se me ha dado ninguna otra opción. En el fondo de mi corazón sé que la persona que me está enviando de vuelta tiene razón y es para bien. El próximo año yo tendré treinta años y tú sólo tienes diecinueve y eres un oficial subalterno muy joven. Estoy segura de que algún día serás un general famoso, cubierto de medallas y gloria, pero para entonces yo seré una solterona. Tengo que irme. Este obsequio que te dejo es una muestra de mi cariño por ti. Sigue adelante y olvídame. Encuentra la felicidad en alguna otra parte. Siempre te tendré en mi memoria como alguna vez te tuve en mis brazos.

Estaba firmado «V». La vista se le nubló y su respiración se volvió irregular mientras leía la carta.

Antes de que llegara a la última línea, hubo un educado golpe en la puerta de su cabaña redonda.

—¿Quién es? —dijo.

—Soy yo, effendi.

—Un momento, Ishmael.

Rápidamente se secó los ojos con la parte de atrás del antebrazo, puso la carta debajo de su almohada y volvió a colocar el rifle en su caja. Lo empujó debajo de la cama y gritó:

—Entra, Amado por el Profeta.

Ishmael, que era un devoto swahili de la costa, entró con una bañera de cinc haciendo equilibrio sobre su cabeza.

—Bienvenido, effendi. Usted trae el sol a mi corazón. —Dejó la bañera en el centro de la habitación y luego empezó a llenarla con humeantes baldes de agua del fuego detrás de la cabaña. Mientras el agua se enfriaba a una temperatura soportable, Ishmael hizo volar una sábana alrededor del cuello de León y luego, tijeras y peine en mano, se ubicó detrás de él y empezó a tijeretearle el pelo endurecido por el polvo y el sudor. Trabajó con habilidad y destreza, y cuando terminó, dio un paso atrás y asintió con un movimiento de cabeza, satisfecho. Luego, fue a buscar el pote y la brocha de afeitar. Produjo una espuma cremosa sobre la barba crecida de León, afiló la hoja larga de la navaja y se la pasó a su amo. Sostuvo el pequeño espejo de mano mientras León limpiaba su mandíbula y luego le sacó la sábana.

—¿Cómo me ves? —preguntó León.

—Su belleza cegaría a las huríes del Paraíso, effendi —respondió Ishmael muy serio y probó el agua del baño con un dedo—. Está lista.

León se quitó sus hediondos andrajos y los lanzó contra la pared más alejada; luego fue a la bañera con agua caliente y se metió en ella, con un suspiro de placer. La bañera era apenas lo suficientemente grande para contenerlo y quedó sentado con las rodillas debajo de su barbilla. Ishmael recogió su ropa sucia, sosteniéndola ostentosamente a la distancia y se la llevó. Dejó la puerta abierta al salir. Sin golpear, Bobby Sampson entró.

—Un objeto bello es un placer para siempre —dijo, con una sonrisa desconfiada. Bobby era apenas un año mayor que León. Era un joven corpulento y desgarbado, pero afable, y por ser los dos oficiales más jóvenes del regimiento, él y León habían formado una amistad que tenía como punto principal el instinto de supervivencia. Habían sellado su amistad con la compra conjunta de un usado y gastado automóvil Vauxhall que había pertenecido a un hindú que cultivaba café, por la suma de tres libras y diez chelines, casi la totalidad de los ahorros sumados de ambos. Trabajando hasta cualquier hora de la noche, lo habían restaurado hasta convertirlo en una aproximación a su antigua gloria.

Bobby fue hasta la cama y se dejó caer, puso sus manos detrás de la cabeza, cruzó los tobillos y contempló la lagartija, que había trepado hasta las vigas y colgaba cabeza abajo encima de él.

—Bien, mi viejo, parece que te has metido en un serio problemita, ¿eh? Estoy seguro de que ya sabes que Freddie la Rana te está acusando de toda clase de maldades y fechorías. Por una de esas casualidades, ocurre que tengo en mi poder una copia del pliego de acusaciones. —Metió la mano en el enorme bolsillo de un lado de la chaqueta de su uniforme y sacó una pelota de papeles arrugados. Los alisó sobre el pecho y luego los agitó mostrándoselos a León—. Unas cosas muy coloridas hay aquí. Estoy asombrado de tu mala conducta. El problema es que se me ha ordenado que te defienda. ¿Eh? ¿Qué te parece? ¿Eh?

—Por el amor de Dios, Bobby, deja de decir «¿eh?». Sabes cuánto me irrita.

Bobby puso cara de contrición.

—Lo siento, viejo. La verdad es que no tengo ni la más remota idea de qué se supone que debo hacer.

—Bobby, eres un idiota.

—No puedo evitarlo, mi hermoso amigo. Mamá debe de haberme dejado caer de cabeza, ¿no lo sabías? De todos modos, volvamos al tema principal de esta agenda. ¿Tienes alguna idea de qué es lo que debo hacer?

—Se supone que debes deslumbrar a los jueces con tu ingenio y tu erudición. —León estaba empezando a sentirse más alegre. Disfrutaba de la manera en que Bobby escondía su mente sagaz detrás de una fachada de hombre torpe.

—Estoy un poco escaso en el departamento de ingenio y erudición, por el momento —admitió Bobby—. ¿Qué otra cosa hay?

León se puso de pie en la bañera salpicando el suelo con agua jabonosa. Bobby hizo una bola con la toalla que Ishmael había dejado en el extremo de la cama y se la lanzó a la cabeza.

—Para empezar, leamos juntos todas las acusaciones —sugirió León, mientras se secaba con la toalla.

A Bobby se le iluminó la cara.

—Brillante idea. Siempre sospeché que eras un genio.

León se puso un par de pantalones caqui.

—Estamos escasos de asientos por aquí —dijo—. Mueve tu gordo culo.

Bobby se incorporó, serio esta vez. Hizo sitio para su amigo en la cama, y León se sentó junto a él. Entre los dos examinaron detenidamente el pliego de acusaciones.

Cuando la luz en la cabaña se desvaneció, Ishmael trajo una lámpara redonda y la colgó en un gancho. Trabajaron bajo su débil luz amarilla, hasta que por fin Bobby se frotó los ojos y bostezó; luego sacó su reloj de bolsillo y le dio cuerda vigorosamente.

—Hace rato que pasó la medianoche y tú y yo tenemos que estar en el tribunal a las nueve. Tendremos que dar por terminada la jornada. A propósito, ¿quieres saber lo que pienso de tus oportunidades de absolución?

—No realmente —contestó León.

—Si me ofrecieras apostar una contra mil, no correría el riesgo ni de medio penique —dijo Bobby—. Si pudiéramos encontrar a este sargento tuyo, la historia podría tener un final diferente.

—Son pocas las probabilidades de que eso ocurra antes de las nueve de mañana. Manyoro está en la cima de una montaña en territorio masai, a cientos de kilómetros de aquí.

El casino de los oficiales había sido convertido en sala del tribunal para la realización de la corte marcial. Los tres jueces estaban sentados a la mesa principal sobre el estrado. Había dos mesas debajo de ellos, una para la defensa y la otra para la fiscalía. Hacía calor en la pequeña sala. En la galería exterior un punkah-wallah tiraba con regularidad de la soga que desaparecía en un agujero en el techo encima de él, y desde allí por una serie de poleas hasta el ventilador que colgaba encima de la mesa de los jueces. Sus hojas zumbaban con monotonía, moviendo el aire lánguido para crear una ilusión de frescura.

Sentado junto a Bobby Sampson en la mesa de la defensa, León estudiaba los rostros de sus jueces. Cobardía, deserción, negligencia en el cumplimiento del deber y desobedecer las órdenes de un oficial superior, todos ellos delitos por los que se lo acusaba, tenían como castigo la pena máxima de ejecución ante el pelotón de fusilamiento. La piel de sus antebrazos le picaba. Aquellos hombres tenían sobre él el poder de la vida y de la muerte.

—Míralos a los ojos y habla fuerte —susurró Bobby, levantando su libreta de notas para taparse los labios—. Eso es lo que mi viejo padre siempre me decía.

No todos sus jueces parecían humanos y compasivos. El más antiguo era el coronel del ejército indio que había llegado en ferrocarril desde Mombasa. Parecía que el viaje no le había hecho bien. Su expresión era ácida y dispéptica. Llevaba el llamativo uniforme del 11º de Lanceros de Bengala (el del propio Príncipe de Gales). Llevaba dos hileras de cintas de condecoración sobre el pecho, las botas de equitación brillaban y la cola de su turbante de seda multicolor caía sobre un hombro. Su cara estaba colorada por el sol y el whisky, sus ojos eran tan feroces como los de un leopardo, y las puntas de su bigote estaban enceradas formando agudas puntas.

—Parece un auténtico devorador de hombres —susurró Bobby. Había seguido la mirada de León—. Créeme, ése es al que tenemos que convencer, y no va a ser fácil.

—Caballeros, ¿estamos listos para empezar? —anunció el juez más antiguo y dirigió sus ojos fríos, ligeramente inyectados en sangre, hacía Eddy Roberts en la mesa de la fiscalía.

—Sí, mi coronel. —Roberts se había puesto respetuosamente de pie para responder. Era el favorito de la Rana Snell, razón por la que había sido elegido.

El presidente miró hacia la mesa de la defensa.

—¿Y usted qué dice? —quiso saber, y Bobby se puso de pie con tal presteza que hizo que su pila cuidadosamente organizada de papeles cayera en cascada al suelo.

—Oh, ¡qué barbaridad! —tartamudeó y cayó de rodillas para recogerlos—. Le ruego me perdone, señor.

—¿Está usted listo? —La voz del coronel Wallace era tan fuerte como una sirena de niebla dentro de aquella pequeña sala.

—Estoy listo, señor. Sí que lo estoy. —Bobby lo miraba desde el suelo, sosteniendo los papeles contra su pecho. Se había puesto totalmente rojo.

—No tenemos toda la semana. Comencemos, jovencito.

El ayudante, que se desempeñaba como secretario y taquígrafo del tribunal, leyó la lista de las acusaciones; luego Eddy Roberts se puso de pie para abrir el caso en nombre de la fiscalía. Su manera de hablar era relajada, y se expresaba clara y convincentemente. Los jueces siguieron su discurso con atención.

—Que me condenen, pero Eddy es muy bueno, ¿eh? —se preocupó Bobby.

Después de su introducción, Eddy llamó al mayor Snell, su primer testigo, al estrado. Lo llevó a través del pliego de acusaciones y le hizo confirmar los detalles incluidos en el documento. Luego lo interrogó acerca de la foja de servicios del acusado y la realización de sus funciones hasta el momento en que fue enviado a proteger la boma en Niombi. Snell era demasiado astuto como para dejar que su declaración pareciera parcial y prejuiciosa contra León. Sin embargo, se las arregló para hacer que sus calificadas y tibias evaluaciones parecieran fuertemente condenatorias.

—Respondería a esa pregunta diciendo que el teniente Courtney es un jugador de polo experimentado. También muestra pasión por la caza mayor. Estas actividades le toman gran parte de su tiempo, cuando podría ser mejor usado en otro lugar.

—¿Y su otro comportamiento? ¿Tiene usted noticias de que algún escándalo social esté relacionado con su nombre?

Bobby se puso de pie de un salto.

—¡Objeción, señor presidente! —gritó—. Eso es recurrir a conjeturas y habladurías. La conducta de mi cliente cuando está fuera de servicio no tiene relación con las acusaciones ante el tribunal.

—¿Qué dice a eso usted? —El coronel Wallace dirigió su mirada penetrante hacia Eddy Roberts.

—Creo que la integridad y el carácter moral del acusado tienen directa relación en este caso, señor.

—La objeción es rechazada y el testigo puede responder a la pregunta.

—La pregunta era… —Eddy fingió consultar sus notas…— ¿Tiene usted noticias de que algún escándalo social esté relacionado con el nombre del acusado?

Era lo que Snell había estado esperando.

—De hecho, recientemente ha habido un incidente poco feliz. El acusado se vio involucrado con una joven de buena familia, viuda. Fue tan descarado y escandaloso su comportamiento que puso en cuestión el honor del regimiento, y enfureció a la comunidad local. El gobernador de la colonia, sir Charles Eliot, no tuvo otra alternativa que la de hacer que la dama en cuestión fuera repatriada.

Las cabezas de los tres jueces se volvieron hacia León; sus expresiones eran adustas. Habían pasado apenas unos pocos años desde la muerte de la vieja reina, y a pesar de la reputación atrevida de su hijo, el soberano reinante, las generaciones más viejas todavía estaban influenciadas por las costumbres estrictas de Victoria.

Bobby garabateó algo sobre su libreta de notas; luego la giró para que León pudiera leer lo que había escrito. «No voy a repreguntar sobre este tema, ¿de acuerdo?»

León asintió con la cabeza, poco feliz con la idea.

Después de una larga pausa para dejar que la importancia de ese testimonio quedara en la memoria de los jueces, Eddy Roberts tomó un grueso libro que tenía delante de sí.

—Mayor Snell, ¿reconoce usted este libro?

—Por supuesto que lo reconozco. Es el libro de órdenes del batallón.

Eddy lo abrió en una página que estaba marcada y leyó en voz alta el fragmento que se refería a las órdenes dadas a León para llevar su destacamento a la boma de Niombi. Cuando terminó, preguntó:

—Mayor Snell, ¿éstas fueron sus órdenes al acusado?

—Sí.

Eddy leyó otra vez de la página abierta del libro de órdenes.

—«Se le ordena partir con la mayor celeridad…» —Miró a Snell—. «Con la mayor celeridad» —repitió—. ¿Ésas fueron sus instrucciones precisas?

—Efectivamente.

—Dado que el acusado tardó ocho días en hacer el viaje, ¿usted consideraría que actuó «con la mayor celeridad»?

—No. No lo consideraría así.

—El acusado ha dado como razón de su demora el hecho de que, mientras se dirigía a Niombi, encontró huellas de un grupo rebelde en pie de guerra y sintió que era su deber seguirlo. ¿Usted estaría de acuerdo con él en que fue su deber?

—¡No, por cierto! Su deber era seguir a Niombi y hacerse cargo de la protección de los habitantes, como se le había ordenado.

—¿Cree usted que el acusado habría sido capaz de reconocer con certeza que las huellas que estaba siguiendo habían sido hechas por rebeldes nandi?

—No lo creo. Me siento fuertemente inclinado a dudar de la aseveración de que esas huellas fueron dejadas por seres humanos. Dada la predilección del teniente Courtney por la shikari, por la caza, lo más probable es que las huellas fueran de algún animal, como un elefante macho, lo cual provocó su atención.

—¡Objeción, Su Señoría! —gritó Bobby—. Eso es simplemente una conjetura por parte del testigo.

Antes de que el juez superior pudiera decidir, Eddy intervino con voz suave.

—Retiro la pregunta, señor. —Era suficiente para él saber que había instalado la idea en la mente de los tres jueces. Repasó con Snell todo el informe de León—. El acusado dice que, con casi todos sus hombres muertos y su sargento gravemente herido, realizó una valiente defensa sin casi ninguna posibilidad de éxito, y sólo fue obligado a salir de la boma de Niombi cuando los rebeldes prendieron fuego al edificio. —Golpeó con el dedo la página del documento—. Cuando eso ocurrió, puso al hombre herido sobre sus espaldas y, usando el humo del edificio como pantalla, lo sacó. ¿Es esto creíble?

Snell sonrió incrédulo.

—El sargento Manyoro era un hombre grande. Medía más de un metro ochenta y cinco.

—Tengo acá una copia de su informe médico. El hombre medía un metro noventa y dos, descalzo. Un hombre de gran tamaño, estará usted de acuerdo.

—Efectivamente. —Snell asintió con la cabeza—. Y el acusado asegura que lo llevó unos cuarenta y cinco kilómetros sin ser alcanzado por los rebeldes. —Sacudió la cabeza—. Dudo que incluso un hombre tan fuerte como el teniente Courtney sea capaz de semejante hazaña.

—Entonces, ¿qué cree usted que pasó con el sargento?

—Creo que el acusado lo abandonó en Niombi con el resto de su destacamento y escapó solo.

—Objeción. —Bobby se puso de pie de un salto—. ¡Conjetura!

—Se acepta la objeción. Que se elimine del registro del tribunal la pregunta y la respuesta del testigo —dijo el coronel con turbante, quien de todos modos lanzó una mirada de desaprobación a León.

Eddy Roberts consultó sus notas.

—Hemos escuchado pruebas de que la columna de refuerzo no pudo encontrar el cuerpo del sargento. ¿Cómo explica eso?

—Debo corregirlo en ese punto, capitán Roberts. Las pruebas indican que no pudieron identificar el cuerpo del sargento entre los muertos, lo cual es algo totalmente distinto. Encontraron cuerpos en el edificio calcinado, pero estaban carbonizados, lo que hacía imposible que fueran reconocidos. Los otros cuerpos habían sido decapitados por los rebeldes, o estaban tan destrozados por la acción de buitres y hienas que también eran irreconocibles. El sargento Manyoro podía haber sido cualquiera de esos cuerpos.

Bobby se tapó la cara con las manos y dijo cansadamente:

—Objeción. Son suposiciones.

—Aceptada. Por favor, aténgase a pruebas concretas, mayor. —Snell y su favorito cambiaron una mirada petulante.

Eddy continuó con un tono de indiferencia.

—Si el sargento Manyoro hubiera escapado de Niombi con la ayuda del acusado, ¿podría usted indicar dónde se encuentra en este momento?

—No, no puedo.

—¿En la manyatta de su familia, quizá? ¿Visitando a su madre, como el acusado ha dicho en su informe?

—En mi opinión, eso es muy poco probable —respondió Snell—. Dudo que alguna vez volvamos a ver al sargento.

Los jueces hicieron una interrupción para un almuerzo de carne asada fría de pollos de Guinea y champán en la amplia galería del casino de oficiales, y cuando regresaron Eddy Roberts continuó con sus preguntas a Snell hasta la mitad de la tarde, momento en que se volvió al más antiguo de los jueces.

—No más preguntas, Su Señoría. He terminado con este testigo. —Se sentía muy satisfecho y no intentó ocultarlo.

—¿Desea usted repreguntar, teniente? —quiso saber el juez superior, mientras consultaba su reloj de bolsillo—. Me gustaría concluir para mañana a última hora a más tardar. Tengo que alcanzar un barco en Mombasa el viernes por la noche. —Daba la impresión de que el veredicto ya estaba decidido.

Bobby hizo todo lo posible para sacudir la actitud de seguridad en sí mismo de Snell, pero tenía tan pocos elementos en los que apoyarse que el hombre pudo despachar sus preguntas en un tono indulgente y condescendiente, como si estuviera hablándole a un niño. Una o dos veces lanzó una mirada de complicidad hacia los tres jueces.

Finalmente, el coronel sacó su reloj de oro otra vez y anunció:

—Caballeros, damos por terminada la jornada. Nos reuniremos de nuevo mañana a las nueve de la mañana. —Se puso de pie y condujo a sus colegas jueces al bar en la parte posterior del casino.

—Me temo que no hice demasiado bien las cosas —confesó Bobby mientras él y León salían a la galería—. Todo depende de ti cuando ofrezcas tus pruebas mañana.

Ishmael les llevó la cena y dos botellas de cerveza desde la cocina exterior semicubierta, en la parte posterior de la cabaña redonda de León. No había ninguna silla allí, así que los dos hombres se recostaron en el suelo de barro mientras comían con poco apetito y repasaron con poco entusiasmo su estrategia para el día siguiente.

—Me pregunto si las damas de Nairobi te considerarán tan gallardo y apuesto cuando estés de pie contra una pared de ladrillo y con los ojos vendados —dijo Bobby.

—Vete de aquí, pájaro de mal agüero —ordenó León—. Quiero dormir un poco.

Pero el sueño no llegó, y giró, dio vueltas y sudó hasta las primeras horas de la mañana. Por fin se incorporó y encendió el farol. Entonces, vestido sólo con sus calzoncillos, se dirigió a la puerta y a la letrina compartida al final de la hilera de cabañas. Cuando volvió a su galería casi tropezó con un pequeño grupo de hombres en cuclillas junto a la puerta. León retrocedió alarmado y levantó la linterna.

—¿Quién diablos está ahí? —preguntó en voz alta. Entonces vio que eran cinco hombres, todos vestidos con los shukas color ocre rojizo de los masai.

Uno de ellos se puso de pie.

—Yo lo veo a usted, M’bogo —dijo, y la luz de la lámpara se reflejó en sus aretes de marfil, casi tan brillantes como sus dientes.

—¡Manyoro! ¿Qué diablos estás haciendo aquí? —casi gritó León, con creciente alegría y alivio.

—Lusima Mama me envió. Dijo que usted me necesitaba.

—¿Qué demonios te demoró tanto? —León quería abrazarlo.

—Vine tan rápidamente como pude, con la ayuda de éstos, mis hermanos. —Señaló a los hombres detrás de él—. Llegamos al desvío del tren en Naro Moru después de dos días de marcha desde el monte Lonsonyo. El maquinista del tren nos permitió sentarnos sobre el techo y nos trajo aquí a gran velocidad.

—Mama tiene razón. Tengo gran necesidad de tu ayuda, hermano mío.

—Lusima Mama siempre tiene razón —dijo Manyoro de manera terminante—. ¿Cuál es ese gran problema que le aqueja? ¿Vamos a la guerra otra vez?

—Sí —respondió León—. ¡Una gran guerra! —Los cinco masai sonrieron con feliz expectativa.

Ishmael había sido despertado por sus voces y apareció tambaleando, somnoliento, después de abandonar la choza detrás de la cabaña redonda para descubrir la causa.

—¿Estos infieles masai están causando algún problema, effendi? ¿Quieres que los eche de acá? —No había reconocido al sargento Manyoro con su ropaje tribal.

—No, Ishmael. Corre lo más rápido que puedas a buscar al teniente Bobby y dile que venga de inmediato. Ha ocurrido algo estupendo. Nuestras plegarias han sido respondidas.

—¡Alá es grande! Su caridad va más allá de toda comprensión —canturreó Ishmael y luego se dirigió a la cabaña de Bobby trotando con gran dignidad.

—¡Llamo al sargento Manyoro al estrado de los testigos! —dijo Bobby Sampson con mucha confianza y voz fuerte.

Un silencio abrumador se apoderó del casino de oficiales. Los jueces levantaron la vista de sus notas con un súbito interés cuando Manyoro atravesó la puerta cojeando, con una muleta toscamente tallada. Vestía su uniforme de gala número uno, con polainas prolijamente envueltas alrededor de las piernas, pero con los pies descalzos. Las insignias del regimiento en la parte de adelante de su fez rojo y en la hebilla de su cinturón habían sido amorosamente pulidas con Brasso hasta quedar brillantes como estrellas. El sargento mayor M’fefe marchaba detrás de él, tratando sin éxito de no mostrar su sonrisa. Ambos se detuvieron delante de la mesa alta y saludaron a los jueces con un floreo.

—El sargento mayor M’fefe actuará como intérprete para aquellos de nosotros con limitado conocimiento del swahili —explicó Bobby. Una vez que se le tomó juramento al testigo, Bobby miró al intérprete—. Sargento mayor, por favor, pídale al testigo que diga su nombre y rango.

—Soy el sargento Manyoro de la Compañía C, 3er batallón, 1er Regimiento de los Rifles Africanos del Rey —respondió Manyoro con orgullo.

La cara del mayor Snell se arrugó con consternación. Hasta ese momento no había reconocido a Manyoro. León lo había escuchado decir más de una vez en el bar del casino después de su tercero o cuarto whisky: «Estos malditos negros son todos iguales para mí». Estos comentarios peyorativos eran característicos de la actitud predominantemente despectiva de Snell. Ningún otro oficial habría usado esa palabra para describir a los hombres bajo su mando.

«Mira bien a este maldito negro, Ranita», pensó León con alegría. «No olvidarás fácilmente su cara».

—Su Señoría —comenzó Bobby dirigiéndose al juez principal—, ¿se le puede permitir al testigo dar su testimonio sentado? Recibió una flecha nandi en su pierna derecha. Como usted puede ver, todavía no ha curado del todo.

Todas las miradas en la sala se dirigieron al muslo de Manyoro, que había sido vendado con vendas nuevas aquella mañana por el médico del regimiento. Una mancha de sangre fresca había atravesado la gasa blanca.

—Por supuesto —dijo el juez principal—. Que alguien le traiga una silla.

Todos estaban inclinados hacia adelante, a la expectativa. El mayor Snell y Eddy Roberts intercambiaban susurros nerviosos. Eddy no dejaba de sacudir la cabeza.

—Sargento, ¿este hombre es su oficial jefe de compañía? —Bobby señaló a León a su lado.

Bwana teniente, es mi oficial.

—¿Usted y sus soldados marcharon con él a la boma de Niombi?

—Así fue, bwana teniente.

—Sargento Manyoro, no tiene usted por qué seguir llamándome «bwana teniente» —protestó Bobby, en fluido swahili.

Ndio, bwana teniente —estuvo de acuerdo Manyoro.

Bobby volvió al inglés pensando en los jueces.

—¿Durante la marcha encontró usted huellas sospechosas?

—Sí. Las encontramos donde un grupo de guerra de veintiséis guerreros nandi había bajado por la pared del valle del Rift desde Gelai Lumbwa.

—¿Veintiséis? ¿Usted está seguro?

—Por supuesto que estoy seguro, bwana teniente. —Manyoro se sintió ofendido por la fatuidad de la pregunta.

—¿Cómo supo usted con certeza que era un grupo de guerra?

—No llevaban mujeres ni niños con ellos.

—¿Cómo supo que eran nandi y no masai?

—Sus pies son más pequeños que los nuestros, y caminan de manera diferente.

—¿Por qué diferente?

—Pasos cortos… son enanos. No apoyan primero el talón y no empujan con el dedo gordo del pie como hacen los verdaderos guerreros. Golpean el suelo con sus pies como hembras de mandriles preñadas.

—¿De modo que estaba usted seguro de que se trataba de un grupo de guerra nandi?

—Sólo un tonto o un niño pequeño podría haber dudado.

—¿Adonde se dirigían?

—Hacia el establecimiento de la misión en Nakuru.

—¿Era su opinión que se dirigían a atacar la misión?

—No creí que fueran a beber cerveza con los sacerdotes —respondió Manyoro altivamente, y cuando el sargento mayor tradujo sus palabras, el juez superior sofocó una carcajada. Los otros jueces sonrieron y asintieron con la cabeza.

Eddy se veía sombrío en ese momento.

—¿Le dijo usted todo esto a su teniente? ¿Lo conversó con él?

—Por supuesto.

—¿Le dio órdenes de perseguir a este grupo de guerra? Manyoro asintió con la cabeza.

—Los seguimos durante dos días hasta que estuvimos tan cerca que se dieron cuenta de que los estábamos siguiendo.

—¿Cómo llegaron a esa conclusión?

—Los arbustos se iban apartando en esa zona y hasta los nandi tienen ojos en sus cabezas —explicó Manyoro pacientemente.

—Entonces su oficial le ordenó que interrumpiera la persecución y fueran a Niombi. ¿Sabe usted por qué no decidió enfrentar al enemigo?

—Veintisiete nandi salieron en veintisiete direcciones diferentes. Mi teniente no es tonto. Sabía que podríamos atrapar a uno si corríamos mucho y con suerte. Él también sabía que los habíamos asustado y espantado, de modo que ya no iban a continuar hacia Nakuru. Mi bwana había salvado a la misión de aquel ataque y no quería perder más tiempo.

—Pero ya habían perdido casi cuatro días, ¿no?

Ndio, bwana teniente.

—Cuando llegaron a Niombi, ¿qué encontraron?

—Otro grupo de guerra nandi había atacado la boma. Habían matado al comisionado del distrito, a su esposa y a su hija. Habían atravesado con una lanza al bebé y habían ahogado al hombre y a la mujer orinando en sus bocas.

Los jueces siguieron con gran atención e inclinados hacia adelante, mientras Bobby conducía a Manyoro a la descripción de la emboscada nandi y la lucha desesperada que había seguido. Sin emoción visible, Manyoro contó cómo había sido eliminado el resto de la tropa, cómo él y León se habían abierto camino luchando hacia la boma para rechazar a los atacantes.

—¿Durante la pelea su teniente se comportó como un hombre?

—Peleó como un guerrero.

—¿Usted lo vio matar a algún enemigo?

—Lo vi matar a ocho nandi, pero tal vez fueron más. Yo también estaba ocupado.

—Entonces usted fue herido. Cuéntenos sobre eso.

—Casi se nos habían terminado las municiones. Salimos para recuperar más de nuestros askari caídos, que estaban tendidos en la plaza de armas.

—¿El teniente Courtney fue con usted?

—Él iba adelante.

—¿Qué ocurrió entonces?

—Uno de los perros nandi me disparó una flecha. Me dio aquí. —Manyoro levantó la pernera de sus pantalones cortos caqui y mostró la pierna vendada.

—¿Podía usted correr con esa herida?

—No.

—¿Cómo escapó?

—Cuando vio que yo había sido alcanzado, bwana Courtney regresó por mí. Me llevó a la boma.

—Usted es un hombre de gran tamaño. ¿Él lo cargó?

—Soy un hombre grande porque soy masai. Pero bwana Courtney es fuerte. Su nombre masai es Búfalo.

—¿Qué ocurrió después?

Manyoro describió en detalle de qué manera habían resistido hasta que los nandi prendieron fuego al edificio y se vieron obligados a abandonarlo y a usar la protección del humo del techo en llamas para escapar hacia la plantación de bananeros.

—¿Qué hizo usted entonces?

—Cuando llegamos a terreno abierto más allá de la plantación, le pedí a mi bwana que me dejara con su revólver y siguiera él solo.

—¿Pensaba usted matarse porque estaba herido y no quería ser atrapado por los nandi para ser ahogado como habían hecho con el comisionado del distrito y su esposa?

—Me habría matado antes que morir en el estilo de los nandi, pero no antes de haberme llevado a algunos de esos chacales conmigo —concordó Manyoro.

—¿Su oficial se negó a dejarlo?

—Él quiso cargarme en su espalda hasta la línea del ferrocarril. Le dije que eran cuatro días de marcha a través de las tierras tribales de los nandi y que ya sabíamos que el terreno estaba lleno de sus grupos en pie de guerra. Le dije que la manyatta de mi madre estaba sólo a cuarenta y cinco kilómetros de distancia y ya dentro de territorio masai, donde esos perros sarnosos de los nandi nunca se atreverían a seguirnos. Le dije que si estaba decidido a llevarme consigo, debíamos seguir ese camino.

—¿Y él hizo lo que usted sugirió?

—Lo hizo.

—¿Cuarenta y cinco kilómetros? ¿Lo cargó a usted en la espalda durante cuarenta y cinco kilómetros?

—Tal vez un poco más lejos. Es un hombre fuerte.

—Cuando ustedes dos llegaron a la aldea de su madre, ¿por qué no lo dejó allí y regresó de inmediato Nairobi?

—Tenía los pies destrozados por la marcha desde Niombi. Ya no podía seguir caminando. Mi madre es una conocida sanadora de gran poder. Trató sus pies con su medicina. Bwana Courtney dejó la manyatta apenas pudo caminar.

Bobby se detuvo y miró a los tres jueces. Luego preguntó:

—Sargento Manyoro, ¿cuáles son sus sentimientos por el teniente Courtney?

Manyoro contestó con serena dignidad.

—Mi bwana y yo somos guerreros hermanos de sangre.

—Gracias, sargento. No tengo más preguntas para usted.

Por un largo momento se produjo un silencio de admiración en la sala del tribunal. Luego el coronel Wallace se puso de pie.

—Teniente Roberts, ¿usted desea hacer alguna pregunta a este hombre?

Eddy consultó rápidamente con el mayor Snell; luego se puso de pie de mala gana.

—No, señor. No tengo ninguna pregunta que hacerle.

—¿Hay más testigos? ¿Llamará usted a su cliente al estrado, teniente Sampson? —preguntó el coronel Wallace. Sacó su reloj y lo consultó ostentosamente.

—Con la indulgencia del tribunal, llamaré al teniente Courtney. Sin embargo, ya he casi terminado y no retendré al tribunal por mucho más tiempo.

—Me tranquiliza escuchar eso. Proceda.

Cuando León subió al estrado, Bobby le dio un montón de papeles y le preguntó:

—Teniente Courtney, ¿es éste su informe oficial de la expedición a Niombi, que usted le entregó a su oficial al mando? León lo hojeó rápidamente. —Sí, éste es mi informe.

—¿Hay algo en él de lo que desee retractarse? ¿Algo que usted desee añadir?

—No, no quiero agregar nada.

—¿Afirma usted bajo juramento que este informe es verdadero y correcto en todos sus detalles?

—Lo juro.

Bobby volvió a tomar el documento y lo puso delante de los jueces.

—Deseo que este informe sea incluido entre las pruebas.

—Ya ha sido incluido —informó el coronel Wallace, de mal humor—. Ya todos lo hemos leído. Haga sus preguntas, teniente, y terminemos con esto.

—No tengo más preguntas, Su Señoría. La defensa ha terminado.

—Bien. —El coronel estaba agradablemente sorprendido. No esperaba que la intervención de Bobby fuera tan rápida. Miró con el ceño fruncido a Eddy Roberts—. ¿Tiene usted alguna pregunta?

—No, señor. No tengo ninguna pregunta para el acusado.

—Excelente. —Wallace sonrió por primera vez—. El testigo puede abandonar el estrado, y la fiscalía puede comenzar con sus conclusiones.

Eddy se puso de pie, tratando de mostrar una confianza de la que obviamente carecía.

—Le ruego al Tribunal que concentre su atención en el informe escrito por el acusado, el cual él ha ratificado bajo juramento como correcto en todos sus detalles, y también en la prueba que lo corrobora, presentada por el sargento Manyoro. Ambos confirman que el acusado deliberadamente hizo caso omiso de sus órdenes escritas de continuar con toda celeridad a la estación de Niombi, y en cambio decidió perseguir al grupo guerrero nandi que él creía podría estar dirigiéndose a la misión de Nakuru. Afirmo que el acusado ha admitido que es culpable de la acusación de negarse deliberadamente a seguir las órdenes de un oficial superior ante el enemigo. No cabe la menor duda de eso.

Eddy hizo una pausa para tomar aliento. Respiró hondo como si estuviera por zambullirse en un lago de agua helada.

—En cuanto a la servil confirmación de las acciones posteriores del acusado por parte del sargento Manyoro, puedo dirigir la atención a su declaración infantil y emocional acerca de que él y el acusado son «guerreros hermanos de sangre». —El coronel Wallace frunció el ceño y sus colegas jueces se movieron inquietos en sus asientos. No era la reacción que Eddy había esperado, y continuó rápidamente—: Sostengo que el testigo fue preparado por la defensa y que está totalmente sometido a la voluntad del acusado. Sugiero que ha repetido como un loro todas esas palabras puestas en su boca.

—Capitán Roberts, ¿está usted sugiriendo que el testigo se disparó a sí mismo la flecha en la pierna para cubrir la cobardía de su jefe de pelotón? —peguntó el coronel Wallace.

Eddy se sentó cuando la sala del tribunal estalló en carcajadas.

—¡Silencio en la sala! ¡Por favor, caballeros, por favor! —protestó el ayudante.

—¿Ésas son sus conclusiones, capitán? ¿Ha terminado? —preguntó Wallace.

—He terminado, Su Señoría.

—Teniente Sampson, ¿quiere refutar lo dicho por la fiscalía?

Bobby se puso de pie.

—Su Señoría, no sólo rechazamos la totalidad de las conclusiones de la fiscalía, sino que nos sentimos agraviados por la calumnia acerca de la honestidad del sargento Manyoro. Tenemos plena confianza en que el Tribunal aceptará las pruebas de un soldado sincero, valiente y leal, cuya dedicación al deber y el respeto a sus oficiales es la esencia misma de que está hecho el ejército británico. —Miró a los tres jueces uno por uno—. Caballeros, la defensa ha terminado.

—El tribunal se levanta para considerar su veredicto. Nos reuniremos otra vez al mediodía para expresarlo. —Wallace se puso de pie y le dijo a los otros dos jueces, en un sotto voce claramente audible—: Bien, colegas, parece que todavía podemos alcanzar esa nave.

Mientras se retiraban de la sala del Tribunal, León le dijo por lo bajo a Bobby:

—«La esencia misma de que está hecho el ejército británico». Eso fue magistral.

—Fue bastante bueno, ¿no?

—¿Te invito a una cerveza?

—No me ofenderé si lo haces.

Una hora después, el coronel Wallace estaba sentado a la mesa alta y revolvía sus papeles. Luego aclaró su cargada garganta y empezó:

—Antes de proceder a expresar nuestra decisión, deseo manifestar que este Tribunal ha quedado impresionado por el comportamiento del sargento Manyoro y las pruebas por él presentadas. Consideramos que es un soldado completamente creíble, sincero, leal y valiente. —Bobby sonrió radiante al escuchar que Wallace repetía fielmente su propia descripción—. Esta declaración debe ser añadida a la hoja de servicios del sargento Manyoro.

Wallace giró en su asiento y miró con energía a León.

—El juicio de este Tribunal es el siguiente. Por las acusaciones de cobardía, deserción y negligencia en el cumplimiento del deber consideramos que el acusado es inocente. —Se escucharon murmullos de alivio desde la defensa. Bobby golpeó la rodilla de León por debajo de la mesa. Wallace continuó con severidad—. Aunque el Tribunal comprende y comparte el instinto del acusado de enfrentar al enemigo en toda ocasión, en la tradición del ejército británico encontramos que, cuando decidió perseguir al grupo de guerreros rebeldes a pesar de sus órdenes de dirigirse con la mayor premura a la estación de Niombi, transgredió los artículos de guerra, que exigen la obediencia estricta a las órdenes de un oficial superior. Por lo tanto, no tenemos otra alternativa más que considerarlo culpable de desobedecer las órdenes escritas de su oficial superior.

Bobby y León lo miraron consternados y Snell cruzó sus brazos sobre el pecho. Se reclinó en su asiento con una marcada sonrisa en su amplia boca.

—Vamos ahora a la sentencia. Que el acusado se ponga de pie. —León se puso de pie y se irguió rígido en posición de atención, mirando fijamente hacia la pared detrás de la cabeza de Wallace—. El veredicto de culpable será incluido en la foja de servicios del acusado. Quedará detenido hasta que este Tribunal levante la sesión y luego, de inmediato, deberá volver a sus funciones con todas las responsabilidades y privilegios de su rango. ¡Dios salve al Rey! Se da por terminado este proceso. —Wallace se puso de pie, hizo una inclinación hacia los hombres que estaban abajo y condujo a sus colegas jueces al bar—. Hay tiempo para un trago antes de que salga el tren. Yo tomaré un whisky. ¿Y ustedes, señores?

Mientras León y Bobby se dirigían hacia la puerta de la sala del Tribunal, que volvía a su antigua función de casino de oficiales, pasaron junto a la mesa a la que Snell todavía estaba sentado. Éste se puso de pie y volvió a colocarse la gorra en la cabeza, obligándolos a detenerse en posición de atención y a saludar. Sus pálidos ojos azules sobresalían de las órbitas y sus labios estaban tensos en una expresión que le daba el aspecto no tanto de una rana como de un sapo venenoso. Después de una pausa deliberada devolvió el saludo.

—Tendré nuevas órdenes para usted mañana por la mañana, Courtney. Preséntese en mi oficina a las ocho en punto. Mientras tanto, puede continuar —le espetó.

—Dudo mucho que hayas hecho que la Rana sea tu amigo para toda la vida —farfulló Bobby mientras salían a la soleada plaza de armas—. Hará que tu vida sea sumamente interesante a partir de ahora. Calculo que sus nuevas órdenes te llevarán de patrulla a pie hasta el lago Natron o a algún otro lugar abandonado por la mano de Dios. No te veremos muy seguido durante un mes más o menos, pero por lo menos conocerás mejor el país.

Sus askari se amontonaron alrededor de León para felicitarlo.

Jambo, bwana. Bienvenido.

—Por lo menos te quedan algunos amigos —lo consoló Bobby—. ¿Puedo usar ese cascajo de auto mientras estés pasando una temporada en la remota maleza?