—¡Lothar! —Ese nombre, en labios de Centaine, los sorprendió a ambos por igual—. Por favor —susurró ella—, hace mucho tiempo que estoy sola. Por favor, no sigas siendo cruel conmigo.

Le tendió ambos brazos. Él se acercó para dejarse caer en el borde del camastro, a su lado.

—Oh, Lothar… —Su voz surgía sofocada, sin aliento. Le echó los brazos al cuello—. Ámame, por favor, oh, ámame…

Y la boca del joven sobre la de ella fue caliente como una fiebre… sus brazos, tan fieros que la dejaron sin aliento.

—Sí, he sido cruel contigo —dijo él, suavemente, con voz temblorosa—, pero sólo porque deseaba desesperadamente abrazarte, porque ardía y sufría de amor por ti…

—Oh, Lothar, abrázame, hazme el amor y no me dejes jamás…

Los días siguientes fueron buena recompensa por todas las privaciones y la soledad de meses, de años enteros. Era como si los hados conspiraran para acumular sobre Centaine todos los placeres que por tanto tiempo se le negaron.

Despertaba, cada amanecer, en el estrecho camastro. Antes de abrir los ojos lo buscaba a tientas, con el torturante miedo de que ya no estuviera allí. Pero siempre estaba. A veces él fingía dormir; entonces ella trataba de abrirle un párpado con la punta de los dedos, y cuando lo conseguía él ponía el ojo en blanco. Centaine, con una risita, le metía la lengua en la oreja; había descubierto que ésa era la única tortura a la cual Lothar no podía resistirse. Se le erizaba la piel; despertaba como un león, la encerraba entre sus brazos y convertía sus risitas en jadeos y, más tarde, en gemidos. Con la frescura de la mañana, cabalgaban a la par, con Shasa sentado frente a Lothar. En los primeros días mantenían los caballos al paso y no se alejaban del campamento, pero a medida que Centaine recobraba las fuerzas comenzaron en un loco galope, jugando una carrera, mientras Shasa, seguro en los brazos de Lothar, chillaba de entusiasmo. Entraban en el campamento sonrosados y desesperados por desayunar.

Las primeras horas de la tarde desértica, largas y perezosas, las pasaban bajo el empajado del refugio, sentados a cierta distancia. Sólo se tocaban brevemente cuando él le entregaba un libro o cuando se pasaban a Shasa, pero se acariciaban mutuamente con los ojos y la voz hasta que el suspenso era como un exquisito tormento.

Al pasar el calor, cuando el sol se suavizaba, Lothar volvía a pedir los caballos; entonces iban hasta el pie de la cuesta, detrás de la montaña. Allí, después de atar a los caballos, Lothar montaba a Shasa en sus hombros y los tres subían hasta uno de los valles estrechos, donde él había descubierto otra fuente termal, bajo un fresco de antiguas pinturas bosquimanas, oculta entre el denso follaje. Brotaba de la cara del acantilado y formaba un pequeño estanque circular en la roca.

En la primera visita fue Lothar quien se resistió a quitarse las ropas. Centaine, en cambio, se sentía feliz de sacarse las faldas largas y las enaguas que aún la fastidiaban, para deleitarse en la libertad de la desnudez, a la que se había acostumbrado en el desierto. Ella lo salpicó de agua y lo desafió hasta lograr que se quitara los pantalones para sumergirse apresuradamente en el estanque.

—Eres una desvergonzada —le dijo, bromeando sólo a medias.

La presencia de Shasa los obligaba a contenerse; se tocaban furtivamente bajo las verdes aguas, induciéndose mutuamente a una estremecida distracción, hasta que Lothar no soportaba más y trataba de aferrarla con ese gesto decidido que ella conocía tan bien. Entonces Centaine lo esquivaba con un chillido pudoroso y salía del estanque, para echarse las faldas sobre las piernas mojadas y el trasero, enrojecido por el calor del agua.

—¡El último en llegar se queda sin cena! Sólo cuando Shasa estaba ya acostado en su catre y la lámpara apagada, sólo entonces se deslizaba, sin aliento, hasta la choza de Lothar. Él la esperaba, excitado por los contactos furtivos y las hábiles retiradas de la jornada. Caían uno en brazos del otro, en un desesperado frenesí, casi como antagonistas trenzados en combate mortal.

Mucho más tarde, abrazados en la oscuridad, en voz muy baja para no despertar a Shasa, trazaban planes y se hacían promesas para un futuro que se extendía ante ellos como si estuvieran en el umbral del paraíso mismo.

Parecían haber pasado sólo unos pocos días cuando, en medio de una tarde abrasadora, Vark Jan entró en el campamento a lomos de un caballo cubierto de espuma.

Llevaba un paquete de cartas, en un envoltorio de lona sellado con alquitrán. Una carta era para Lothar. Constaba de una sola hoja, y él la leyó de una mirada.

Tengo el honor de informarle que obra en mi poder un documento de amnistía en su favor, firmado por el Procurador General del Cabo de Buena Esperanza y el ministro de Justicia de la Unión Sudafricana.

Lo felicito por el éxito de sus esfuerzos y espero con ansiedad el momento de encontrarnos, en el sitio y el momento indicados, oportunidad en que tendré el placer de entregarle ese documento.

Sinceramente suyo,

Coronel GARRICK COURTNEY

Las otras cartas eran para Centaine. Una, también de Garry, les daba la bienvenida a la familia, a ella y a Shasa, asegurándole que ambos contaban con el amor, la consideración y el privilegio que eso significaba.

De la persona más miserable, sumergida en un dolor insoportable, me has transformado, de un solo golpe, en el más feliz y alegre de los padres y abuelos. No veo la hora de abrazaros a los dos. Haz lo posible porque ese día llegue pronto. Tu afectuoso y respetuoso suegro,

GARRICK COURTNEY

La tercera carta, muchísimo más gruesa que las otras dos juntas, estaba cubierta de la escritura torpe, casi analfabeta, de Anna Stock. Centaine, con el rostro arrebatado de entusiasmo, entre carcajadas de alegría y centelleos de lágrimas, leyó en voz alta algunos fragmentos para beneficio de Lothar. Cuando llegó al final, plegó las dos cartas cuidadosamente.

—Tengo muchas ganas de verlos, pero también lamento dejar que el mundo se entrometa en nuestra felicidad. Quiero ir, pero también quiero quedarme eternamente contigo. ¿Te parece tonto?

—Sí —rió él—, ya lo creo. Partimos al oscurecer.

Viajaban por la noche, para evitar el calor del día en el desierto. Mientras Shasa dormía profundamente en el camastro de la carreta, atontado por el movimiento de las ruedas, Centaine cabalgaba junto a Lothar, estribo con estribo. Su pelo brillaba a la luz de la luna; las sombras suavizaban las marcas dejadas en las facciones masculinas por las privaciones y el sufrimiento, de modo tal que a ella le costaba apartar los ojos de ese rostro.

Cada mañana, antes del amanecer, montaban el campamento. Si estaban entre dos abrevaderos, daban agua al ganado y a los caballos, llevándola en baldes, antes de buscar la sombra de los toldos que cerraban las carretas.

Al avanzar la tarde, mientras los sirvientes levantaban el campamento y preparaban la jornada nocturna, Lothar salía de caza. Al principio, Centaine lo acompañaba, pues no soportaba separarse de él ni siquiera por una hora. Pero un atardecer, con luz escasa, Lothar disparó mal y su bala desgarró el vientre de una bella gamuza.

Corrió ante los caballos con sorprendente resistencia; una maraña de entrañas le colgaban de la herida abierta. Aun cuando al fin cayó, levantó la cabeza para observar a Lothar, que desmontaba con el cuchillo desenvainado. A partir de ese día, Centaine prefirió quedarse en el campamento mientras él salía en busca de carne fresca.

Por eso estaba sola, aquella noche, cuando el viento llegó súbitamente desde el Norte, molesto y frío. Centaine subió a la carreta en busca de un abrigo para Shasa.

El interior estaba atestado de equipos, listo para la jornada nocturna. En la parte trasera estaba la bolsa de viaje enviada por Anna, con toda la ropa. Centaine tuvo que pasar por encima de un baúl de madera para alcanzarla. Como las faldas largas le molestaban, se tambaleó sobre la tapa y alargó una mano para sostenerse.

Lo que tocó fue la manilla de bronce que decoraba el escritorio de viaje de Lothar, atado a la cama de la carreta. Con el peso de la muchacha, la manija cedió un poco y el cajón se abrió un par de centímetros.

“Ha olvidado cerrarlo con llave —pensó—. Debo avisarle.” Cerró el cajón y bajó del baúl. Después de sacar el abrigo de Shasa, iba a retirarse cuando sus ojos se posaron otra vez en el cajón del escritorio.

La tentación fue como un aguijonazo. Ahí estaba el Diario de Lothar.

“¿Cómo voy a hacer algo tan horrible?”, se dijo. Sin embargo, su mano se estiró otra vez hacia el bronce.

“¿Qué habrá escrito sobre mí? —Abrió lentamente el cajón, para mirar aquel grueso volumen cubierto de cuero—. ¿Tengo en verdad, deseos de saberlo? —Iba a cerrar otra vez, pero cedió ante la abrumadora tentación—. Sólo leeré lo que se refiera a mí”, se prometió.

Se acercó velozmente a la solapa de la carreta para echar una mirada culpable hacia fuera. Swart Hendrick iba a uncir el buey.

—¿Ha vuelto el señor? —preguntó ella.

—No, señora, y no hemos oído disparos. Hoy vendrá tarde.

—Avíseme si lo ve venir —ordenó.

Y volvió al escritorio.

Se sentó en cuclillas, con el pesado Diario en el regazo.

Fue un alivio descubrir que estaba escrito casi enteramente en afrikaans, con sólo algún párrafo ocasional en alemán. Lo hojeó hasta hallar la fecha en que él la había rescatado. La anotación cubría cuatro páginas, era la más larga de todo el Diario.

Lothar había relatado en detalle el ataque del león y el rescate, el regreso al campamento, mientras ella todavía estaba inconsciente, y agregado una descripción de Shasa que la hizo sonreír.

Un muchachito fuerte, de la edad que tenía Manfred cuando lo vi por última vez. Me siento muy afectado.

Aún sonriendo, Centaine buscó en la página una descripción de sí misma; sus ojos se detuvieron en el párrafo:

No dudo de que ésta sea, en verdad, la mujer buscada, aunque ha cambiado con respecto a la fotografía y a mi breve recuerdo de ella. Tiene el pelo espeso y rizado como el de las muchachas namas, la cara delgada y morena como un mono…

Centaine ahogó una protesta, ofendida.

… pero cuando abrió los ojos, por un momento creí que se me iba a romper el corazón. Son enormes y suaves.

Algo tranquilizada, siguió volviendo páginas, alerta como un ladrón a los cascos de cualquier caballo. Una palabra le llamó la atención, escrita en limpias letras mayúsculas teutónicas: Boesmanne, Bosquimano. Su corazón dio un brinco, totalmente cautivado.

Bosquimanos rondando el campamento, durante la noche. Hendrick descubrió su rastro cerca de los caballos y el ganado. Los seguimos al rayar el alba. Cacería difícil.

La palabra jag detuvo a Centaine. “¿Cacería?”, se dijo, intrigada. Esa palabra se aplicaba a la persecución de animales. Siguió leyendo.

Alcanzamos a los dos bosquimanos, pero estuvieron a punto de burlarnos, pues treparon el acantilado con la agilidad de mandriles. No pudimos seguirlos; los hubiéramos perdido, pero los perjudicó una tremenda curiosidad, también como de mandriles. Uno de ellos se detuvo en la cima del acantilado para mirarnos. Era un disparo difícil, dado el ángulo y la distancia.

Centaine quedó pálida. No podía creer en lo que estaba leyendo; cada palabra reverberaba en su cráneo como en una caverna vacía y llena de ecos.

Sin embargo, acerté y derribé al bosquimano. Y entonces presencié un incidente notable. No hizo falta volver a disparar pues el bosquimano restante cayó desde lo alto. Desde abajo casi se hubiera dicho que se había arrojado. Pero no creo que haya sido el caso; los animales no son capaces de suicidarse. Lo más probable es que, dado el terror y el pánico, haya perdido pie. Ambos cuerpos cayeron en lugares de difícil acceso, pero yo estaba decidido a examinarlos, pues son los primeros San salvajes que caen bajo mis balas. El ascenso fue peligroso, pero valió la pena. El primer cuerpo, que corresponde a un hombre muy viejo, el que se había caído del acantilado, no tenía nada notable, salvo una navaja fabricada por Joseph Rodgers, atada a la cintura.

Centaine comenzó a sacudir la cabeza de lado a lado.

—No —susurró—. ¡No puede ser!

Supongo que le fue robada a otro viajero. Probablemente el pillo entró en nuestro campamento con la esperanza de conseguir un botín similar.

Centaine volvió a ver al pequeño O’wa, sentado en cuclillas a la luz del sol, con el cuchillo en las manos y lágrimas de placer corriéndole por las mejillas marchitas.

—¡Oh, por piedad, no! —gimió.

Pero su vista corrió, sin misericordia, por aquellas ordenadas hileras de brutales palabras.

Fue el segundo cadáver el que me dio el mejor trofeo. Era de una mujer, tal vez más vieja que el hombre. Pero al cuello llevaba un adorno desacostumbrado.

El libro cayó del regazo de la muchacha, que se cubrió la cara con ambas manos.

—¡H’ani! —gritó, en la lengua San—. Mi anciana abuela, mi anciana y reverenda abuela, viniste a buscarnos. ¡Y él te mató!

Se mecía de lado a lado, con un murmullo en la garganta, en la actitud con que los San expresan su dolor. De pronto se lanzó contra el escritorio, arrancó el cajón y desparramó hojas sueltas, plumas y barras de lacre por el suelo.

—El collar —sollozaba—, el collar. Tengo que asegurarme.

Tiró de la manija del compartimiento inferior. Estaba cerrado con llave. Con una de las clavijas que sujetaban el toldo, rompió la cerradura y abrió. El compartimiento contenía una fotografía con marco de plata, donde se veía a una rubia regordeta, con un niño en el regazo, y una pila de cartas atadas con una cinta de seda.

Las arrojó al suelo y rompió el compartimiento vecino. Había allí una pistola «Luger» con estuche de madera y una caja de municiones. Las tiró sobre las cartas. En el fondo del compartimiento encontró una cigarrera.

Contenía un envoltorio hecho con un pañuelo de algodón estampado. Al levantarlo, con manos temblorosas, el collar de H’ani cayó de entre sus pliegues. Centaine se quedó mirándolo como si se tratara de una mortífera mamba, con las manos a la espalda.

—H’ani —balbuceó—, oh, mi anciana abuela.

Tuvo que oprimirse los labios con las manos para que no le temblaran. Luego levantó lentamente el collar, con los brazos extendidos.

—Él te asesinó —dijo, en un susurro. Sintió una náusea al ver las negras manchas de sangre sobre las piedras—. Te disparó como si fueras un animal.

Con el collar apretado contra el pecho, volvió a mecerse, con los ojos bien cerrados para contener las lágrimas. Aún estaba así cuando oyó el tamborileo de los cascos y los gritos de los sirvientes que recibían a Lothar.

Se levantó, tambaleándose, mareada. Su dolor era como una enfermedad. Pero entonces oyó su voz:

—¡A ver, Hendrick, ocúpate de mi caballo! ¿Dónde está la señora?

Entonces su dolor cambió de forma. Aunque todavía le temblaban las manos, levantó el mentón. En sus ojos quemaban,

no ya las lágrimas, sino una furia ardorosa.

Levantó la pistola “Luger” y la sacó de su curvo estuche.

La amartilló; un reluciente cartucho se introdujo en el cargador.

Con el arma en el bolsillo de la falda, se volvió hacia la abertura de la lona.

Al bajar de un salto vio que Lothar venía hacia ella; el rostro se le encendió de placer al verla.

—Centaine… —Pero se detuvo al ver su expresión—. ¡Centaine, pasa algo malo!

Ella le mostró el collar, que centelleaba entre sus dedos estremecidos. No podía hablar.

La cara de Lothar se oscureció. Sus ojos tomaron un brillo furioso.

—¡Has abierto mi escritorio! —¡La mataste!

—¿A quién? —exclamó él, realmente desconcertado. Y luego—: Oh, a la bosquimana.

—¡Era H’ani!

—No comprendo.

—Mi anciana abuela.

Lothar estaba ya muy alarmado.

—Mira, aquí hay un grave error. Deja que te…

Dio un paso hacia ella, pero Centaine retrocedió, gritando:

—¡No te acerques! ¡No me toques! ¡No vuelvas a tocarme jamás!

Y buscó la pistola en su bolsillo.

—Centaine, tranquilízate. —Él se detuvo al ver la “Luger” en manos de la muchacha—. ¿Te has vuelto loca? —preguntó, asombrado—. Dame eso.

Volvió a avanzar.

—Asesino, monstruo de sangre fría, ¡la mataste! —Centaine sostenía la pistola con ambas manos, enredando el collar con el arma, moviendo el cañón en círculos erráticos—. Mataste a mi pequeña H’ani. ¡Te odio!

—¡Centaine!

Lothar alargó la mano para quitarle la pistola. Hubo un relámpago de humo y pólvora, y la “Luger” saltó hacia arriba, levantando las manos de la muchacha sobre su cabeza. El disparo sonó como un latigazo, ensordeciéndola.

Lothar dio un brinco hacia atrás y giró en redondo, con los rizos dorados sacudidos como trigo maduro ante el ventarrón. Cayó de rodillas; luego se derrumbó boca abajo.

Centaine dejó caer la pistola y se apoyó contra la carreta. Hendrick, que se acercaba a la carrera, cogió el arma.

—Te odio —dijo ella a Lothar, jadeante—. Ojalá mueras, maldito. ¡Muere y vete al infierno!

Centaine llevaba las riendas flojas, dejando que su caballo eligiera su propio paso y su camino. Tenía a Shasa colgado de la cadera, con la cabeza en el hueco de su brazo, tranquilamente dormido.

El viento llevaba cinco días azotando el desierto sin cesar, y las arenas siseaban, arrebatadas de la superficie como la espuma en una playa. Los pequeños rebaños de antílopes volvían la espalda a las ráfagas heladas y escondían el rabo entre las patas.

Centaine se había envuelto la cabeza con una bufanda, a la manera de un turbante, y sostenía una manta sobre los hombros para abrigarse junto con el niño. El viento frío tironeaba de las esquinas de la colcha, enredando las largas crines de su caballo. Con los ojos entornados para evitar la arena, vio el Dedo de Dios.

Shasa, que sabía mucho de besos, abrió la boca y le untó la barbilla de saliva caliente.

Siempre con el niño en los brazos, Anna llevó a la muchacha de un brazo hasta el campamento.

Una figura alta, de hombros caídos, se acercaba a ellas con aire tímido. El pelo pajizo y gris, ya escaso, descubría una alta frente de estudioso; sus ojos blandos, vagamente miopes, eran azules, como los de todos los Courtney, pero algo más turbios; su nariz, aunque tan grande como la del general Sean Courtney, parecía, de algún modo, avergonzarse de ello.

—Soy el padre de Michael —dijo tímidamente.

Era como contemplar una fotografía desteñida y manchada de su amado Michael. Centaine sintió un arrebato de culpa, pues había sido desleal a sus votos y al recuerdo del joven. En ese momento sintió que Michael la enfrentaba. Por un momento recordó su cuerpo retorcido en la cabina del aeroplano incendiado y, llena de dolor y remordimientos, corrió hacia Garry para echarle los brazos al cuello.

—¡Papá! —dijo.

Ante esa palabra, toda la reserva de Garry se derrumbó. La abrazó con fuerza, sofocado.

—Ya había perdido las esperanzas…

No pudo seguir. Al ver sus lágrimas, Anna volvió a empezar. Y eso fue demasiado para Shasa, que emitió un gemido doliente. Y los cuatro lloraron, abrazados bajo el Dedo de Dios.

Las carretas parecían andar hacia ellos por el polvo, meciéndose y dando tumbos sobre el terreno desigual. Mientras esperaban la llegada, Anna murmuró:

—Debemos estar eternamente agradecidos a este hombre…

Estaba sentada en el asiento trasero del “Fiat”, con Shasa en el regazo y Centaine a su lado.

—Se le pagará bien —dijo Garry, de pie en el estribo del coche. Llevaba en la mano un documento enrollado y atado con una cinta roja, con el cual estaba dándose golpecitos en la pierna artificial.

—Lo que le pague no será bastante —afirmó Anna, abrazando a Shasa.

—Es un renegado que vive fuera de la ley —aseguró Garry, con el entrecejo fruncido—. Me cuesta mucho…

—Por favor, papá, dele lo que le debemos —sugirió Centaine, con suavidad— y deje que se vaya. No quiero verlo nunca más.

El muchachito semidesnudo que conducía la yunta de bueyes los detuvo con un silbido. Lothar De La Rey bajó lentamente del asiento, con un gesto de dolor.

Al llegar al suelo se detuvo por un momento, sujetándose con la mano libre contra el costado de la carreta. Llevaba el otro brazo en cabestrillo. Su rostro tenía un tono amarillento bajo el bronceado; tenía oscuras ojeras; se habían acentuado las líneas de sufrimiento en las comisuras de la boca y una barba de varios días chisporroteaba en su mandíbula, a pesar de la luz escasa.

—Ese hombre está herido —murmuró Anna—. ¿Qué le pasó?

Centaine, a su lado, apartó silenciosamente la cara.

Lothar reunió fuerzas y salió al encuentro de Garry. A medio camino entre el “Fiat” y la carreta se estrecharon brevemente la mano; el joven, abochornado, alargó la izquierda.

Sus voces, bajas, no llegaron a la muchacha. Vio que Garry le entregaba el rollo de papel; Lothar soltó la cinta con los dientes y extendió la hoja contra el muslo, inclinándose para leerla.

Al cabo de un momento irguió la espalda y dejó que el pergamino se enrollara otra vez. Hizo un gesto afirmativo y dijo algo a Garry, manteniendo el rostro impávido. El coronel frotó las suelas contra la arena, azorado, e hizo un gesto indeciso, como si ofreciera otra vez la mano pero no se decidiera del todo, ya que Lothar no lo miraba.

A quien miraba era a Centaine. Apartó a Garry de un leve empujón y echó a andar lentamente hacia ella. De inmediato, la joven tomó a Shasa, que estaba sentado en el regazo de Anna, y se acurrucó con él en el rincón más apartado del asiento, fulminando al hombre con la mirada. Lothar se detuvo y levantó la mano sana hacia ella, en un leve gesto de súplica, pero la dejó caer al notar que la expresión de la muchacha no cambiaba.

Garry, intrigado, los observaba a ambos.

—¿Ya podemos irnos, papá? —preguntó Centaine, con voz clara.

—Por supuesto, querida.

El suegro se apresuró a acercarse al “Fiat” y se inclinó para darle a la manivela. Al encenderse el motor, corrió al asiento del volante y ajustó la palanca de encendido.

—¿No hay nada que quieras decir a ese hombre? —preguntó.

Como ella negó con la cabeza, se instaló tras el volante y el coche dio una sacudida hacia delante.

Sólo una vez miró Centaine hacia atrás, después de bambolearse por un kilómetro y medio de caminos arenosos. Lothar De La Rey aún seguía bajo el gran monumento de roca. Era una diminuta figura solitaria en el desierto, que los seguía con la mirada.

Las verdes colinas de Zululandia se diferenciaban totalmente de la desolación del Kalahari y de las monstruosas dunas de Namibia. A Centaine le costaba creer que todo estuviera en el mismo Continente. Pero entonces recordó que estaban al otro lado de África, a más de mil quinientos kilómetros del Dedo de Dios. Garry Courtney detuvo el “Fíat” en la cima del alto terraplén, por sobre el río Baboonstroom, y, después de apagar el motor, ayudó a descender a ambas mujeres. Cogió a Shasa de brazos de la madre y las guió hasta el borde.

—Allí —señaló—. Eso es “Theunis kraal”, donde nacimos Sean y yo… y Michael, después.

Estaba al pie de la cuesta, rodeada de jardines desordenados y densos como una selva tropical. Las altas palmeras y los arbustos florecidos servían de soporte a mantos de buganvillas sin podar; los estanques para peces ornamentales mostraban el verde ponzoñoso de las algas.

—La casa fue reconstruida después del incendio, por supuesto. —Garry vaciló. Una sombra pasó por sus ojos turbios, pues en ese incendio había muerto la madre de Michael. Luego prosiguió—: En todos estos años le he hecho algunas ampliaciones.

Centaine sonrió, pues la casa le hacía pensar en una vieja ridícula, que se hubiera puesto diez prendas diferentes, cada una de distinto estilo, sin que ninguna le sentara bien. Columnas griegas y ladrillos georgianos convivían con aleros pintados de blanco al estilo holandés. Más allá, hasta el horizonte, ondulaban cañaverales verdes que se mecían al viento suave, como la superficie de un mar estival.

—Y por allá está “Lion Kop”. —Garry señaló hacia el Oeste, donde el terraplén describía una curva majestuosa, formando un anfiteatro cubierto de densos bosques en torno de la ciudad de Ladyburg—. Esas tierras son de Sean, todo lo que se ve desde mis lindes. ¡Allí, hasta donde alcanza la vista! Entre los dos poseemos todo el terraplén. Allí está la casa de “Lion Kop”; se ve el tejado por entre los árboles.

—¡Qué belleza! —susurró Centaine—. Oh, mirad, hay montañas más allá, con nieve en los picos. —Las montañas Krakensberg, están a ciento cincuenta kilómetros.

—¿Y eso? —Centaine señaló, por sobre los techos de la ciudad, con la refinería de azúcar y los aserraderos, una elegante mansión blanca, en la cuesta del valle—. ¿Eso también es de los Courtney?

—Sí. —La expresión de Garry cambió—. De Dirk Courtney, el hijo de Sean.

—No sabía que el general Courtney tuviera un hijo varón.

—A veces él preferiría no tenerlo —murmuró Garry. Y luego, apresuradamente, antes de que ella pudiera retomar el tema—: Vamos; es casi hora de almorzar. Si tenemos suerte y el cartero entregó mi telegrama, los criados nos estarán esperando.

—¿Cuántos jardineros emplea usted, Mijnheer? —preguntó Anna, en tanto el “Fiat” traqueteaba por el largo camino de acceso a “Theunis kraal”, estudiando con un gesto de desaprobación aquella densa espesura.

—Cuatro, creo… o tal vez cinco.

—Bueno, Mijnheer, no se están ganando bien el salario —observó ella, severamente.

Centaine sonrió, segura de que, desde ese momento en adelante, los desprevenidos jardineros tendrían que ganar con sudor cada centavo. Algo distrajo su atención.

—¡Oh, mirad!

Se levantó impulsivamente, sujetándose del respaldo delantero y sosteniendo el sombrero con la otra mano. Al otro lado de la cerca blanca que corría a lo largo de la carretera, varios potrillos de un año se alarmaron ante la presencia del “Fiat” y huyeron por la fértil pradera, con las crines al viento y el pelaje reluciente bajo el sol.

—Una de tus funciones, querida, será encargarte de que los caballos hagan ejercicio. —Garry giró en el asiento del conductor para sonreírle—. Y tendremos que elegir un poni para el joven Michael, aquí presente.

—Todavía no tiene dos años —intervino Anna.

—Nunca se es demasiado joven para montar, Mevrou. —Garry transfirió la sonrisa a ella, pero convirtiéndola en un gesto lascivo—. ¡Ni demasiado viejo!

Aunque su frente siguió rigurosamente fruncida, Anna no pudo evitar que se le suavizaran los ojos antes de desviar la vista.

—¡Ah, bueno, los criados nos están esperando! —exclamó el dueño de la casa.

Y frenó el “Fiat” ante las puertas dobles de la entrada principal. Los criados se adelantaron en orden de antigüedad, para que se los presentara, comenzando por el cocinero zulú y terminando con los palafreneros, todos los cuales palmotearon respetuosamente, mostrando los dientes blancos, mientras Shasa brincaba entre los brazos de su madre, entre grititos de entusiasmo.

—Ah, Bayete —rió el cocinero, dedicando al niño el saludo real—. Salve, pequeño jefe. Ojalá crezcas fuerte y erguido como tu padre.

Entraron en “Theunis kraal”, y Garry les mostró, orgullosamente, aquellos cuartos cavernarios, en los que reinaba un leve desorden. Aunque Anna pasaba el dedo por todo lo que estaba a su alcance, frunciendo el ceño ante el polvo que sacaba, la casa poseía una atmósfera benigna y amistosa.

Centaine se sintió inmediatamente a gusto.

—Oh, qué bueno es volver a tener gente joven en casa, y muchachas bonitas, y un niño —fue el modo en que lo expresó Garry—. Este vejestorio de casa necesita que lo animen.

—Y una buena limpieza tampoco le vendría mal —gruñó Anna.

Pero Garry estaba subiendo aprisa la escalinata principal, ágil como un muchacho excitado.

—Venid. Quiero mostraros vuestras habitaciones.

La que había elegido para Anna estaba junto a su propia suite; aunque Centaine no captó el significado de eso, Anna bajó la mirada, como un pudoroso bulldog, al ver la discreta puerta que comunicaba con el vestidor de Garry.

—Éste será tu cuarto, querida mía.

Garry condujo a Centaine por la galería superior, haciéndola pasar a una habitación enorme y soleada, cuyas puertas vidriera daban a una amplia terraza, con vistas a los jardines.

—Es encantadora —exclamó la muchacha, palmoteando, mientras corría a la terraza.

—Necesita ser redecorada, por supuesto, pero debes ser tú quien elija los colores, las alfombras y las cortinas Ahora vamos a ver el cuarto del joven Michael.

Cuando Garry abrió la puerta situada frente al cuarto de Centaine, su actitud cambió dramáticamente. Al entrar en el cuarto, la muchacha comprendió por qué.

La presencia de Michael reinaba allí por doquier. Sonreía desde las fotografías enmarcadas, vestido con ropas de rugby; con pantalones de franela blanca, palo de criquet en mano; con un rifle y un par de faisanes. La sorpresa dejó a Centaine demudada.

—Me pareció que sería apropiado asignar a Michael la habitación de su padre —murmuró el coronel, en tono de disculpa—. Claro que, si no estás de acuerdo, querida, hay otros quince dormitorios para elegir.

Centaine, lentamente, miró a su alrededor, observando los rifles en sus perchas, las cañas de pesca y los palos de críquet, los libros en las estanterías y las chaquetas de tweed.

—Sí —asintió—. Éste será el cuarto de Shasa, y lo conservaremos tal como está.

—¡Oh, bien! —asintió Garry, feliz—. Me alegra mucho que estés de acuerdo.

Y corrió a la galería, dando órdenes en zulú.

Centaine recorrió lentamente el dormitorio para tocar la cama en donde Michael había dormido, deteniéndose a rozar con la mejilla un pliegue de la chaqueta. Le parecía percibir ese olor especial de Michael sobre la tela. Cogió un libro del estante y lo abrió en la portada. “Este libro fue robado a Michael Courtney.” Lo cerró para volverse hacia la puerta.

En el pasillo había una leve conmoción. Garry dirigía a dos de los criados zulúes, que se tambaleaban bajo el peso de una enorme cuna, con costados deslizables, cuya armazón de caoba hubiera podido albergar en realidad a un león adulto.

—Era de Michael. Creo que debería ser ahora para su hijo, ¿no te parece, querida?

Antes de que Centaine pudiera contestar, el teléfono sonó, exigente, en el vestíbulo inferior.

—Indícales dónde ponerla, querida —pidió Garry, mientras salía otra vez, apresuradamente. Estuvo ausente casi media hora. Centaine oía que el teléfono sonaba a intervalos irregulares. Cuando Garry volvió a subir, venía protestando.

—Ese maldito teléfono no dejaba de sonar. Todo el mundo quiere conocerte, querida. Eres una dama muy famosa. Otro periodista quiere entrevistarte.

—Espero que les hayas dicho a todos que no, papá.

Al parecer, en los dos últimos meses no había periodista en Sudáfrica que no hubiese pedido una entrevista. La historia de la joven perdida y rescatada de los páramos africanos con su bebé cautivaba, en esos momentos, el variable interés de todos los editores, desde Johannesburgo y Sidney hasta Londres y Nueva York.

—Los he despachado con cajas destempladas —le aseguró Garry—. Pero hay otra persona muy ansiosa por verte otra vez.

—¿Quién?

—Mi hermano, el general Courtney. Ha venido con su esposa desde la casa de Durban a “Lion Kop”. Quiere que vayamos a almorzar mañana y pasemos el día con ellos. Acepté en tu nombre. Espero no haber hecho mal.

—Oh, no, claro que no.

Anna se negó a acompañarlos a ese almuerzo.

—¡Hay demasiado que hacer aquí! —declaró.

Los sirvientes de “Theunis kraal” ya la habían apodado Checha (“deprisa”); era la primera palabra del idioma zulú que la mujer había aprendido a pronunciar, y todos le tenían un respeto cada vez mayor y más cauteloso.

Garry y Centaine cruzaron el terraplén en el automóvil, con Shasa sentado entre ambos. Al detenerse ante la amplia mansión, con su encantador techo de paja, una silueta familiar, corpulenta y barbada, bajó apresuradamente la escalera frontal para tomar las manos de Centaine.

—Es como si hubieras vuelto de entre los muertos —le dijo Sean, suavemente.

—No puedo expresar lo que siento. —Y se volvió para tomar a Shasa de brazos de Garry—. Conque éste es el hijo de Michael. —Shasa gorjeó de alegría y trató de arrancar a puñados la barba del general.

Ruth Courtney, la esposa de Sean, estaba en ese período de la vida, pasados los cuarenta años y sin llegar aún a los cincuenta, en que una mujer magnífica llega al cenit de su belleza y elegancia. Besó a Centaine en la mejilla y le dijo, suavemente:

—Michael nos era muy querido. Tú ocuparás su lugar en nuestro corazón.

Detrás de ella esperaba una joven, a quien Centaine reconoció inmediatamente por la fotografía enmarcada vista en Francia. Storm Courtney era aún más hermosa que su retrato; la piel parecía un pétalo de rosa y tenía los relucientes ojos judíos de la madre, pero su boca adorable dibujaba un constante mohín, con la expresión petulante de las criaturas malcriadas hasta el más alto grado de descontento. Saludó a Centaine en francés.

—Comment vas-tu, chérie? —Su acento era atroz.

En cuanto se miraron a los ojos, la antipatía fue mutua.

Junto a Storm había un hombre joven, alto y delgado, de actitud seria y ojos suaves. Era Mark Anders, secretario privado del general; a Centaine le gustó por instinto, tal como había detestado por instinto a la muchacha.

El general Sean Courtney ofreció un brazo a Centaine y otro a su esposa y las condujo a la mansión.

Aunque sólo unos pocos kilómetros separaban a las dos casas, parecían estar en mundos aparte. El piso de madera, en “Lion Kop”, relucía de cera; los cuadros eran obras de colores alegres, entre las que Centaine reconoció una caprichosa escena tahitiana de Paul Gauguin. Por doquier se veían grandes ramos de flores frescas.

—Si las señoras nos disculpan un momento, Garry y yo las dejaremos con el joven Mark, que las va a entretener.

Sean se llevó a su hermano al estudio, mientras el secretario servía un jugo de fruta para cada una de las damas.

—Estuve en Francia con el general —contó Mark a Centaine, al darle la copa—, y conozco bastante bien su aldea de Mort Homme. Estuvimos acuartelados allí mientras esperábamos para seguir hasta el frente.

—Oh, qué maravilla, poder hablar de mi patria —exclamó la muchacha. Le tocó impulsivamente el brazo. Desde el otro extremo de la sala, Storm Courtney, que estaba acurrucada en el sofá, con aire estudiadamente lánguido, le echó una mirada tan venenosa que ella exultó, para sus adentros: “Alors, chérie! ¡Conque así es la cosa!” Y miró a Mark Anders a los ojos, exagerando su gutural acento francés.

—¿Recuerda quizá el castillo, más allá de la iglesia, al norte de la aldea? —preguntó, haciendo que la pregunta sonara como una invitación a gozar de delicias prohibidas.

Pero Ruth Courtney, intuitivamente, captó en el aire olor a pólvora e intervino suavemente.

—A ver, Centaine, ven a sentarte conmigo —ordenó—. Quiero que me cuentes tus increíbles aventuras, paso a paso.

Centaine repitió, por quincuagésima vez desde su rescate, la versión cuidadosamente corregida del naufragio y sus consiguientes vagabundeos por el desierto.

—¡Extraordinario! —intervino Mark Anders, en cierto punto—. Con frecuencia he admirado las pinturas de los bosquimanos en las cuevas de las montañas Drakensberg; algunas son realmente bellas, pero no sabía que todavía existieran bosquimanos salvajes Fueron eliminados de estas montañas hace sesenta años; eran enanitos peligrosos y traicioneros, sin duda alguna.

Storm, en su sofá de seda, se estremeció teatralmente.

—No me explico cómo pudiste soportar que te tocara uno de esos pequeños monstruos amarillos, chérie. ¡Yo hubiera expirado!

—Bien súr, chérie. ¿Tampoco te habría gustado comer lagartijas y langostas vivas? —preguntó Centaine, dulcemente.

Storm palideció.

Sean Courtney volvió al salón pisando fuerte y los interrumpió.

—Bueno, me alegra ver que ya eres de la familia, Centaine. Sé que tú y Storm vais a ser grandes amigas, ¿no?

—Sin duda, pater —murmuró Storm.

Centaine se echó a reír.

—Storm es tan dulce que ya le he tomado mucho cariño. —Eligió, sin fallar, el adjetivo perfecto para encender rosas furibundas en las perfectas mejillas de la joven.

—¡Bien, bien! El almuerzo, ¿está listo, amor mío? Ruth se levantó para coger a su esposo del brazo y abrir la marcha hacia el patio, donde se había preparado la mesa bajo un dosel de jacarandas. El aire mismo parecía colorearse de púrpura y verde a la luz del sol, filtrada por las copas florecidas, como si hubieran estado en un bosquecillo subacuático.

Los criados zulúes, que habían estado pendientes de la llegada, a una señal de Sean se llevaron a Shasa a las cocinas, como si fuera un príncipe. El placer que daban al niño aquellas caras negras y sonrientes era tan obvio como el deleite que él les brindaba.

—Lo malcriarán en cuanto te descuides —advirtió Ruth a Centaine—. Si hay algo que los zulúes aman más que el ganado, es un niño varón. Bueno, ¿quieres sentarte junto al general, querida?

Durante el almuerzo, Sean convirtió a Centaine en el centro absoluto de atención, mientras Storm trataba de mostrarse altanera y aburrida, en el extremo de la mesa.

—Y ahora, querida mía, quiero enterarme de todo.

—Oh, pater, por Dios, acabamos de oír todo eso —protestó Storm, poniendo los ojos en blanco.

—Habla correctamente, niña —le advirtió Sean. Y dirigiéndose a Centaine—: Comienza por la última vez que te vi y no omitas nada, ¿me oyes?

Durante la comida, Garry se mostró retraído y silencioso, en contraste con su humor bullicioso de las últimas semanas. Después del café se levantó rápidamente, en cuanto Sean dijo:

—Bueno, os pido a todos que nos disculpen por algunos minutos, Garry y yo vamos a llevarnos a Centaine para tener una pequeña conversación.

El estudio del general estaba decorado con paneles de caoba, con alfombras orientales y una exquisita escultura en bronce de Anton van Wouw; irónicamente, representaba a un cazador bosquimano con el arco en la mano, mirando el desierto. Centaine recordó tan vívidamente a O’wa que contuvo una exclamación.

Sean le indicó, con su cigarro, el sillón puesto frente a su escritorio, donde ella parecía perderse. Garry ocupó el de al lado.

—He estado hablando con Garry —comenzó Sean, sin preliminares—. Le he explicado las circunstancias en que murió Michael, antes de la boda. Sentado detrás de su escritorio, hacía girar en el dedo, pensativo, su propia alianza de oro.

—Todos sabemos que Michael era tu esposo en todo sentido, salvo en el legal, y el padre de Michael. Sin embargo, técnicamente Michael es… —Vaciló—. Michael es ilegítimo; a los ojos de la ley es un bastardo.

La palabra espantó a Centaine, que miró al general por entre las crecientes nubes de humo. El silencio se prolongaba.

—Eso no puede ser —dijo Garry, al fin—. Es mi nieto. No se puede permitir semejante cosa.

—No —concordó Sean—. No se puede permitir semejante cosa.

—Con tu conocimiento, querida mía —la voz de Garry era casi un susurro—, quisiera adoptar al niño.

Centaine volvió lentamente la cabeza hacia él, que se apresuró a continuar:

—Sería sólo una formalidad, un modo legal para asegurarle una posición en el mundo. Se puede hacer con la mayor discreción, sin que eso afecte las relaciones entre vosotros. Tú seguirías siendo la madre, con la custodia legal; para mí sería un honor convertirme en su tutor y hacer por él todo lo que su padre no puede hacer. —Como Centaine hiciera una mueca de dolor, él barbotó—: Perdona, querida, pero es necesario hablar de esto. Como ha dicho Sean, todos aceptamos que eres la viuda de Michael; queremos que uses el apellido de la familia y te trataremos como si, aquel día, la ceremonia se hubiera llevado a cabo. —Se interrumpió con una tos grave—. Nadie lo sabrá nunca, salvo los tres que estamos presentes y Anna. ¿Darás tu consentimiento, por el bien del niño?

Centaine se levantó para acercarse a él. Se dejó caer de rodillas ante Garry y le puso la cabeza en el regazo.

—Gracias —susurró—. Es el hombre más bueno que conozco. Ahora sí que ha ocupado el lugar de mi padre.

Los meses siguientes fueron los más satisfactorios que Centaine había conocido hasta entonces: seguros, soleados y llenos de recompensas. Gozaba con la risa de Shasa y con la benigna, aunque tímida presencia de Garry, siempre en el fondo; el primer plano, la figura más sustancial de Anna.

Todas las mañanas salía a caballo, antes del desayuno, y volvía a salir con el atardecer, con frecuencia en compañía de Garry, que la entretenía con historias sobre la niñez de Michael o anécdotas familiares.

El resto del día lo pasaba eligiendo cortinas y empapelados, supervisando a los artesanos que decoraban la casa, consultando con Anna sobre los detalles domésticos de “Theunis kraal”. Jugaba con Shasa, tratando de impedir que los criados zulúes lo malcriaran sin remedio. Tomaba lecciones de Garry Courtney sobre el sutil arte de conducir el “Fiat”; estudiaba las invitaciones que llegaban todos los días con la correspondencia y, en general, se encargaba del manejo de “Theunis kraal” como antes del castillo de Mort Homme.

Todas las tardes, ella y Shasa tomaban el té con Garry en la biblioteca, donde él había pasado la mayor parte del día. Garry, con las gafas en la punta de la nariz, le leía en voz alta sus escritos del día.

—¡Oh, ha de ser maravilloso tener semejante don! —exclamó ella, un día, mientras él dejaba las páginas manuscritas.

—¿Admiras a los escritores? —preguntó.

—Son una raza aparte.

—Tonterías, querida. Somos gente muy común, pero con la vanidad suficiente para creer que otros pueden desear leer lo que pensamos.

—Ojalá pudiera escribir también.

—Pues. Lo haces muy bien. —Pero hablo de escribir en serio.

—Puedes. Llévate papel y hazlo, si es lo que deseas. Ella lo miró, horrorizada.

—Pero ¿de qué voy a escribir?

—Cuenta lo que te pasó allá, en el desierto. Sería muy buen comienzo, me parece.

Le costó tres días acostumbrarse a la idea y prepararse para el esfuerzo. Después hizo que los criados llevaran una mesa a la glorieta, en el extremo de los prados, y se sentó, lápiz en mano, con una pila de papel en blanco delante y terror en el corazón. Desde ese día en adelante, experimentó el mismo terror cada vez que acercó hacia sí la primera hoja en blanco. Pero fue pasando velozmente a medida que las palabras comenzaban a marchar en hilera para cubrir ese vacío.

Para aliviar la soledad de los esfuerzos creativos, llevó a la glorieta cosas familiares y agradables: una linda alfombra para el suelo, un florero que Anna llenaba de flores todas las mañanas y, frente a ella, la navaja de O’wa, que usaba para afilar el lápiz.

A la derecha puso un joyero que contenía el collar de H’ani. Cada vez que se le cortaba la inspiración, dejaba caer el lápiz y cogía el collar, para frotar las piedras entre los dedos. El contacto liso y fresco parecía calmarla renovando su decisión.

Todas las tardes, desde que terminaban de almorzar hasta la hora del té, escribía en la glorieta, mientras Shasa dormía en el catre, a su lado, o trepaba por sus pies.

No le costó mucho comprender que jamás podría enseñar a otro ser viviente lo que estaba volcando en el papel. Descubrió que no podía callar nada, que estaba escribiendo con una franqueza brutal, sin admitir reservas ni equivocaciones. Ya fueran los detalles de sus citas con Michael o la descripción del gusto a pescado podrido, mientras agonizaba junto al Atlántico, sabía que nadie podría leer eso sin sentir escándalo y horror.

“Es sólo para mí”, decidió.

Al terminar cada sesión guardaba las hojas escritas en el joyero, sobre el collar de H’ani, con la sensación de haber logrado algo importante.

Había, sin embargo, algunas notas desafinadas en esa sinfonía satisfecha.

A veces, por la noche, alargaba la mano, instintivamente, hacia el cuerpo dorado que hubiera debido estar junto a ella, ansiando tocar los músculos duros y el pelo sedoso, que olía como los pastos del desierto. Cuando despertaba del todo, se odiaba en la oscuridad por esos traicioneros deseos y ardía de vergüenza por haber manchado de tal modo el recuerdo de Michael, O’wa y la pequeña H’ani.

Otra mañana, Garry Courtney la mandó llamar para entregarle un paquete.

—Esto me ha llegado con una nota. Lo envía un abogado de París. —¿Qué dice, papá?

—Sé muy poco francés, por desgracia, pero la médula del asunto es que se han vendido las propiedades de tu padre, en Mort Homme, para saldar sus deudas.

—Oh, pobre papá.

—Te suponían muerta, querida, y la venta fue ordenada por un tribunal francés.

—Comprendo.

—El abogado se enteró por los periódicos de tu rescate y me ha escrito para explicar la situación. Por desgracia, las deudas del conde eran considerables y, como bien sabes, el castillo y su contenido quedaron destruidos en el incendio. El abogado envía una cuenta. Pagadas todas las deudas y los gastos legales, incluidos los aranceles de este hombre, te queda muy poco dinero.

Los saludables instintos adquisitivos de Centaine despertaron de inmediato.

—¿Cuánto, papá? —preguntó, directamente.

—Algo menos de dos mil libras esterlinas. Enviará un giro bancario en cuanto reciba nuestra notificación, debidamente firmada y atestiguada. Por suerte podemos hacerlo en privado.

Cuando el giro llegó, por fin, Centaine depositó la mayor parte en el Banco de Ladyburg, al 3,5 por ciento de interés, después de permitirse un solo gusto, el de su nueva pasión por la velocidad: utilizó ciento veinte libras para comprar un “Ford T”, resplandeciente de bronces y pintura negra. La primera vez que subió por el camino de “Theunis kraal” a cuarenta y cinco kilómetros por hora, todo el personal de la casa salió para admirar la máquina. Hasta Garry Courtney acudió desde la biblioteca, con las gafas subidas a la coronilla. Entonces la regañó por primera vez.

—Antes de hacer estas cosas debes consultarme, querida.

—No quiero que malgastes tus ahorros. Soy yo quien debe pagar tus gastos. —Y agregó con aire lúgubre—: Además, tenía muchas ganas de comprarte un automóvil para tu próximo cumpleaños. Me has estropeado el proyecto.

—Oh, papá, perdóname. Ya nos has dado tanto… Y te amamos por eso.

Era cierto. Había llegado a amar a esa gentil persona, en muchos aspectos, igual que a su propio padre. En otros aspectos, sin embargo, lo amaba más aún, pues esos sentimientos se basaban en un creciente respeto por sus talentos disimulados y sus cualidades ocultas.

Él la trataba como a la señora de su casa. Esa noche estaban analizando la lista de invitados a una cena que planeaban.

—Debo advertirte en contra de este tal Robinson, Te aseguro que lo pensaría dos veces antes de invitarlo.

Ella, que estaba pensando en otra cosa, dio un respingo y se disculpó:

—Perdona, papá, no he oído lo que has dicho. Creo que estaba soñando.

—Caramba —sonrió Garry—, yo me creía el único soñador de la familia. Te estaba advirtiendo en contra de nuestro invitado de honor.

A Garry le gustaba recibir dos veces al mes. Siempre había diez invitados, ni uno más. “Me gusta escuchar a todos —explicaba—. Detesto perderme una buena anécdota que se esté contando en la otra punta de la mesa.”

—Este tal Joseph Robinson puede ser barón, lo cual, en muchos casos, indica a un pillastre sin principios morales, demasiado astuto para dejarse atrapar. Puede tener más dinero que el mismo Rhodes, ya que la mina de oro “Robinson” y el Robinson Bank le pertenecen. Pero es lo más perverso que conozco. Es capaz de gastar diez mil libras en una pintura y negar un centavo a un pobre muerto de hambre. Además, es autoritario, codicioso y desalmado. Cuando el Primer Ministro trató de conseguirle el título nobiliario, se produjo tal alboroto que se vio obligado a postergar la idea.

—Si es tan horrible, ¿por qué lo invitamos, papá?

Garry suspiró teatralmente.

—Es el precio que debo pagar por mi arte, querida. Estoy tratando de sonsacar a ese tipo algunos datos que necesito para mi nuevo libro, y es la única persona viva que me los puede dar.

—Quieres que lo conquiste para ablandarlo.

—¡Oh, no, no! No hay por qué llegar a esos extremos. Pero bien podrías ponerte un bonito vestido.

Centaine eligió el de tafetán amarillo, con corpiño bordado de perlas y hombros al descubierto. Como siempre, allí estaba Anna para peinarla y ayudarla a vestirse. Centaine salió del baño privado, uno de los grandes lujos de su nueva vida, con el cuerpo envuelto en una bata de baño y una toalla alrededor de la cabeza. Dejando huellas mojadas en el piso de madera, se acercó al tocador.

Anna, que estaba sentada en la cama, cosiendo los ganchillos que cerraban el vestido por la espalda, cortó el hilo de un mordisco y murmuró:

—Le he soltado tres centímetros. Demasiadas cenas de lujo, jovencita.

Depositó el traje con mucho cuidado y se acercó a Centaine.

—Ojalá te sentaras a la mesa con nosotros —protestó la muchacha—. Aquí no eres criada.

Había que ser ciega para no notar la relación que florecía entre Garry y Anna. Sin embargo, hasta el momento no había hallado oportunidad para hablar del tema. Anna cogió el cepillo y atacó la cabellera de la muchacha con largas cepilladas que le tiraron la cabeza hacia atrás.

—¿Quieres que pierda tiempo escuchando un montón de gansadas? No, gracias. No entiendo una palabra de toda esa cháchara. La vieja Anna es mucho más feliz y más útil en la cocina, vigilando a esos negros pillos.

—Papá Garry quiere que tú compartas la mesa; me lo ha dicho muchas veces. Creo que le gustas mucho.

Anna ahuecó los labios con un resoplido.

—Basta ya de tonterías, jovencita —dijo, con firmeza. Dejó el cepillo y capturó con una fina red amarilla los rizos elásticos de Centaine—. Pas mal! —juzgó, apartándose un paso—. Y ahora, el vestido.

Mientras ella iba a buscarlo, Centaine se levantó para quitarse la bata.

—La cicatriz de tu pierna está cerrando bien, pero todavía estás demasiado morena —se lamentó Anna.

De pronto frunció el entrecejo, con el vestido amarillo entre los brazos, mirando fijamente a la muchacha.

—¡Centaine! —su voz sonaba seca—. ¿Cuánto hace que no te viene la menstruación?

Centaine se inclinó a levantar la bata para cubrirse con ella, en un gesto defensivo.

—Estuve enferma, Anna. El golpe en la cabeza… y la infección…

—¿Cuánto hace? —repitió Anna, implacable.

—No comprendes, estuve enferma. ¿No recuerdas que cuando tuve neumonía también me faltó…?

—¡No te viene desde que viniste del desierto! —respondió Anna a su propia pregunta—. Desde que viniste del desierto con ese alemán, con ese mestizo afrikaner.

Y arrojó el vestido sobre la cama para tironear de la bata.

—No, Anna, es que estuve enferma.

La muchacha temblaba. Hasta ese minuto había cerrado la mente a la horrible posibilidad que Anna le estaba presentando. La mujerona puso una mano callosa en su vientre.

—Nunca le tuve confianza. Esos ojos de gato, ese pelo amarillo y ese enorme bulto en los pantalones… —murmuró Anna, furiosa—. Ahora comprendo por qué no le dirigías la palabra, por qué lo tratabas como a enemigo y no como a un salvador.

—No es la primera vez que tengo una falta, Anna. Podría ser.

—¡Te violó, mi pobre nena! ¡Te violó! No pudiste evitarlo. Fue así, ¿verdad?

Centaine reconoció la vía de escape que su ex niñera le estaba ofreciendo. Hubiera querido aceptarla, de buen grado.

—Te obligó, nena, ¿verdad? Cuéntaselo a Anna.

—No, Anna, no me obligó.

—¿Se lo permitiste? —La expresión de la mujer era formidable.

—Estaba tan sola… —La muchacha se dejó caer en el banquillo, cubriéndose la cara con las manos—. Llevaba casi dos años sin ver a otra persona blanca. Y él era tan bueno, tan guapo… Le debía la vida. ¿No comprendes, Anna? ¡Por favor, di que comprendes!

Anna la envolvió en sus brazos poderosos y ella apretó la cara en el seno suave y cálido, Ambas guardaban silencio, estremecidas y temerosas.

—No puedes tenerlo —dijo Anna, por fin—. Tenemos que deshacernos de él.

El impacto de esas palabras sacudió a Centaine, que trató de negarse a ese horrible pensamiento.

—No podemos traer otro bastardo a “Theunis kraal”. Ellos no lo soportarían. Sería demasiada vergüenza. Han aceptado a uno, pero Mijnheer y el general no aceptarían a otro. Por el bien de todos, por la familia de Michael y por Shasa, por ti misma, por todos aquellos a los que amo, no hay otra solución. Tienes que deshacerte de él.

—No puedo hacer eso, Anna.

—¿Amas al hombre que te lo puso en el vientre?

—Ya no. Lo odio —susurró ella—. Oh, Dios, cómo lo odio.

—Entonces despréndete de ese crío antes de que nos destruya: a ti y a Shasa y a todos nosotros.

La cena fue una pesadilla. Centaine, sentada en un extremo de la larga mesa, sonreía alegremente, aunque los ojos le ardían de bochorno; el bastardo era como una serpiente en su vientre, lista para el ataque.

El hombre alto y entrado en años que habían sentado junto a ella hablaba en un tono particularmente áspero e irritante, dirigiendo su monólogo casi exclusivamente a Centaine. Su cabeza calva había tomado, bajo el sol, el color de un huevo de chorlito, pero sus ojos eran extraños, carentes de vida, como los de una estatua de mármol. Centaine no podía concentrarse en lo que estaba diciendo; era como oír hablar en un idioma desconocido. Su mente vagaba, preocupada por la nueva amenaza que se cernía súbitamente sobre su existencia y la de su hijo.

Sabía que Anna tenía razón. Ni el general ni Garry Courtney podrían permitir la presencia de un bastardo en “Theunis kraal”. Aun si hubieran podido perdonar lo que ella había hecho (y sobre eso no cabían esperanzas), no les era posible permitirle que arrastrara al escándalo, no sólo la memoria de Michael, sino a toda la familia. La solución de Anna era la única posible.

De pronto dio un salto en el asiento y estuvo a punto de lanzar un grito. Por debajo de la mesa, su vecino acababa de ponerle una mano en el muslo.

—Disculpa, papá… —Apartó apresuradamente su silla; Garry la miró desde el otro extremo, preocupado—. Debo salir un momento.

Y huyó a la cocina.

Anna, viendo su inquietud, corrió a su encuentro y la llevó al fregadero, cerrando la puerta con llave.

—Abrázame, Anna, por favor. Estoy tan confundida, tengo tanto miedo… Y ese hombre horrible…

Se estremeció. Los brazos de Anna la tranquilizaron. Al cabo de un rato susurró:

—Tienes razón. Tenemos que deshacernos de él.

—Mañana hablaremos de eso —le dijo Anna, con suavidad—. Ahora lávate los ojos con agua fría y vuelve al comedor, antes de provocar una escena.

La actitud de Centaine había cumplido su fin: el magnate alto y calvo no volvió a mirarla, siquiera. Estaba hablando con su otra vecina, pero el resto de los comensales lo escuchaba con la atención debida a uno de los hombres más ricos del mundo.

—Aquellos eran buenos tiempos —estaba diciendo—. El país estaba bien abierto. Había una fortuna bajo cada piedra, por Dios, Barnato empezó con una caja de cigarros (horribles, por otra parte) y cuando Rhodes le compró la firma y le extendió un cheque por tres millones de libras, el mayor que se supiera hasta entonces. Aunque yo mismo he librado algunos por mayor cantidad, desde esa fecha.

—Y usted, sir Joseph, ¿cómo empezó?

—Con cinco libras en el bolsillo y olfato para distinguir un diamante bueno de un schlenter. Así empecé.

—¿Y cómo se hace, sir Joseph? ¿Cómo se distingue un diamante?

—El modo más rápido es sumergirlo en un vaso de agua, querida. Si sale mojado, es un schlenter. Si sale seco, es un diamante.

Las palabras pasaron por Centaine sin dejar, al parecer, impresión alguna, pues estaba demasiado preocupada. Garry le hacía señales, desde la cabecera de la mesa, para que se llevara a las señoras.

Sin embargo, las palabras de Robinson debieron dejar una marca profunda en su subconsciente, pues a la tarde siguiente, mientras contemplaba sin ver los prados bañados de sol, jugueteando angustiosamente con el collar de H’ani, se inclinó de pronto hacia la jarra de cristal y llenó un vaso de agua. Luego sumergió lentamente el collar en el vaso. A los pocos segundos lo sacó para estudiarlo, distraídamente. Las piedras coloreadas centelleaban de agua. Y de pronto su corazón echó a volar: la piedra blanca, el enorme cristal del centro estaba seco.

Dejó caer el collar en el agua y volvió a sacarlo. Su mano comenzó a temblar. La piedra blanca y reluciente como el pecho de un cisne, había dejado caer hasta las gotas más pequeñas, aunque relucía con más fulgor que las piedras mojadas que la acompañaban.

Echó en derredor una mirada culpable, pero Shasa dormía de espaldas, con el pulgar en la boca, y los prados estaban desiertos bajo el calor del mediodía. Por tercera vez, puso el cristal en el agua y volvió a sacarlo seco.

—H’ani, mi amada abuela —susurró, suavemente—, ¿nos salvarás otra vez? ¿Es posible que todavía estés cuidando de mí?

Centaine no podía consultar al médico de la familia Courtney; por lo tanto, ella y Anna planearon un viaje a la capital de la provincia de Natal, la ciudad portuaria de Durban. El pretexto era hacer compras.

Confiaban salir de “Theunis kraal” solas, pero Garry no quiso saber nada.

—¡Ni se les ocurra dejarme aquí! Las dos me han estado fastidiando para que me compre un traje nuevo. Bueno, es una buena ocasión para visitar a mi sastre. Y ya que estoy, hasta podría elegir un par de sombreros o algunas otras baratijas para dos señoras que conozco.

Por lo tanto, el viaje se convirtió en una expedición familiar, con Shasa y sus dos niñeras zulúes; hicieron falta el “Fiat” y el “Ford” para trasladarlos a todos a lo largo de aquellos doscientos treinta kilómetros hasta la costa. En cuanto llegaron al hotel “Majestic”, Garry pidió las dos suites frontales.

Anna y Centaine tuvieron que combinar todo su ingenio para evadirse de él por algunas horas, pero lo consiguieron. La criada había hecho discretas averiguaciones y tenía la dirección de un médico, con consultorio en Point Road. Lo visitaron bajo nombres supuestos y él confirmó lo que ambas sabían.

—Mi sobrina es viuda desde hace dos años —explicó Anna, delicadamente—. No puede permitirse un escándalo.

—Lo siento, señora, pero no puedo ayudarlas en nada —replicó el médico. Pero cuando Centaine le pagó la guinea correspondiente, murmuró—: Le daré una receta.

Y anotó un nombre con una dirección.

Ya en la calle, Anna la cogió del brazo.

—Disponemos de una hora antes de que Mijnheer vuelva al hotel a esperarnos: Iremos a pedir una cita.

—No, Anna. —Centaine se detuvo—. Tengo que pensarlo. Quiero estar sola un rato.

—No tienes nada que pensar —bufó Anna.

—Déjame, por favor. Volveré mucho antes de la cena e iremos mañana.

Anna conocía ese tono y esa expresión. Alzando las manos, subió al rickshaw que las esperaba.

En tanto el zulú se alejaba con ella, en el alto carruaje de dos ruedas, gritó:

—Piensa todo lo que quieras, niña, pero mañana lo haremos a mi modo.

Centaine saludó con la mano y siguió sonriendo hasta que el rickshaw giró hacia West Street. Luego giró en redondo y bajó apresuradamente hacia el puerto. Había visto un local al pasar, más temprano: M. NAIDOO, JOYERO.

El interior era pequeño, pero limpio y ordenado; en los armarios se exhibían joyas de poco precio. En cuanto ella entró, un hindú regordete y moreno, con ropas tropicales, franqueó la cortina de cuentas que separaba el local de la trastienda.

—Buenas tardes, honorable señora. Soy el señor Moonsamy Naidoo para servirla.

Tenía la cara blanda y el pelo ondulado, espeso, reluciente de aceite de coco.

—Me gustaría mirar sus mercancías —dijo Centaine, inclinándose sobre la cubierta de vidrio para estudiar las pulseras de filigrana de plata.

—Un regalo para alguien amado, por supuesto, buena señora. Éstas son piezas de plata auténtica, cien por ciento puras, hechas a mano por diestros artesanos del mayor calibre. Centaine no contestó. Sabía el riesgo que estaba a punto de correr y estaba tratando de formarse una opinión de ese hombre.

El estaba haciendo otro tanto. Le miraba los guantes y los zapatos, medidores infalibles de la calidad de una dama.

—Claro que estas joyas son bagatelas. Si la estimada señora quisiera ver algo más digno de una princesa.

—¿Usted comercia con… diamantes?

—¿Diamantes, reverenda señora? —La cara blanda y regordeta se arrugó en una sonrisa—. Puedo mostrarle un diamante digno de un rey… o de una reina.

—Y yo haré lo mismo con usted —replicó ella, en voz baja. Y puso el enorme cristal blanco sobre el mostrador de vidrio, entre los dos.

El joyero hindú se ahogó por la impresión, agitando las manos como un pingüino.

—¡Dulce señora! —exclamó—. Cúbralo, se lo ruego. ¡Escóndalo de mi vista!

Centaine dejó caer el cristal nuevamente en su bolso y se volvió hacia la puerta, pero el joyero llegó allí antes que ella.

—Un instante más, devota señora.

Cerró las persianas y la puerta de vidrio; luego hizo girar la llave en la cerradura, antes de acercarse a ella.

—Hay penalidades extremas —dijo, con voz insegura—: diez años de trabajos forzados de la peor especie… y yo no soy muy fuerte. Los hombres de las galeras son feos y muy malos, buena señora. Los riesgos son infinitos.

—No quiero molestarlo más. Abra la puerta.

—Por favor, querida señora, si quiere seguirme.

Retrocedió hacia la cortina de cuentas, haciéndole reverencias y floridos gestos de invitación.

Su oficina era diminuta; el mostrador la llenaba hasta tal punto que apenas quedaba espacio para ambos. Una sola ventana, alta y estrecha, servía de ventilación. El aire olía a curry.

—¿Puedo volver a ver ese objeto, buena señora?

Centaine lo puso en el centro del escritorio. El hindú sujetó una lupa de joyero en el ojo antes de coger la piedra y levantarla hacia la luz de la ventana.

—¿Se me permite preguntar dónde lo obtuvo, señora? —No.

Él hizo girar lentamente la piedra bajo la lente de aumento. Luego la puso sobre la pequeña bandeja de bronce de su balanza, a un costado del escritorio. Mientras la pesaba, murmuró:

—Compra ilícita de diamantes, señora… Oh, la Policía es muy estricta y severa.

Satisfecho con el peso, abrió el cajón del escritorio para sacar un cortavidrios barato, con forma de pluma, pero con un diamante negro en la punta.

—¿Qué va a hacer? —preguntó Centaine, suspicaz.

—Es la única prueba definitiva, señora —explicó el joyero—. El diamante raya cualquier otra sustancia de la tierra, salvo otro diamante.

Para ilustrar su afirmación, pasó el estilete de diamante negro sobre el vidrio del escritorio. Chirrió de tal modo que a Centaine se le puso la piel de gallina, pero la punta dejó un profundo tajo en la superficie cristalina. Él le pidió permiso con la mirada. Como Centaine asintiera, sujetó con fuerza la piedra blanca y le pasó la punta de estilete.

Se deslizó suavemente sobre un plano cristal, como si estuviera lubricada, sin dejar marca alguna en la superficie.

Una gota de sudor cayó de la mejilla del hindú, golpeando audiblemente contra el vidrio. Él, sin prestarle atención, trazó otra línea sobre la piedra, aplicando más fuerza. No hubo ruido ni marca.

Las manos le temblaban. Esta vez apoyó todo el peso de su brazo, en un intento de efectuar el corte. El mango de madera se quebró en dos, pero el cristal blanco quedó intacto. Ambos lo miraron fijamente, hasta que Centaine preguntó con suavidad:

—¿Cuánto?

—Los riesgos son terribles, buena señora, y yo soy un hombre sumamente honesto.

—¿Cuánto?

—Mil libras —susurró él.

—Cinco —dijo Centaine.

—Señora, dulce señora, soy hombre de impecable reputación. Si me aprehendieran en un acto de compra ilegal de diamantes…

—Cinco —repitió ella.

—Dos —graznó él.

Centaine alargó la mano hacia la piedra.

—Tres —se apresuró a corregir el hindú.

La muchacha detuvo la mano, pero le instó con firmeza:

—Cuatro.

—Tres y medio, querida señora. Es mi última y más seria oferta. Tres mil quinientas libras.

—Trato hecho. ¿Dónde está el dinero?

—No tengo tan grandes sumas de dinero sobre mi persona, buena señora.

—Volveré mañana, a esta misma hora, con el diamante. Tenga el dinero preparado.

—No comprendo. —Garry Courtney se retorcía miserablemente las manos—. ¿No podríamos acompañarte todos?

—No, papá. Es algo que debo hacer sola.

—Uno de nosotros, entonces. Anna o yo. No puedo dejar que te vayas otra vez.

—Anna debe quedarse para cuidar a Shasa.

—Iré contigo, entonces. Necesitas de un hombre que…

—No, papá. Te ruego que seas indulgente y comprensivo. Tengo que hacer esto sola, completamente sola.

—Centaine, sabes lo mucho que he llegado a amarte. Creo tener algún derecho… el derecho de saber adónde vas, qué piensas hacer.

—Estoy desolada: por mucho que yo te ame a mi vez, no puedo decirte eso. De lo contrario no tendría sentido hacer el viaje. Considéralo como un peregrinaje que estoy obligada a hacer. Es todo lo que puedo decirte.

Garry se levantó del escritorio para acercarse a las altas ventanas de la biblioteca; con las manos cruzadas a la espalda, se quedó mirando la luz del sol.

—¿Cuánto tiempo tardarás en volver?

—No estoy segura —respondió ella, en voz baja—. No sé siquiera cuánto tiempo me llevará… Algunos meses, cuanto menos, quizá mucho más. Y él bajó la cabeza, con un suspiro. Cuando volvió al escritorio se le veía triste, pero resignado.

—¿Qué puedo hacer para ayudarte? —preguntó.

—Nada, papá, salvo cuidar de Shasa mientras yo no esté y perdonarme por no poder confesarme plenamente contigo.

—¿Dinero?

—Sabes que tengo dinero, el de mi herencia.

—¿Cartas de presentación? ¿Me dejarás hacer eso por ti, por lo menos?

—Eso sí. Serían preciosas. Gracias.

Con Anna las cosas no fueron tan sencillas. Ella sospechaba en parte lo que Centaine pensaba hacer. Se mostró enojada y tozuda.

—No puedo dejarte ir. Provocarás un desastre sobre ti y sobre todos nosotros. Basta de locuras. Deshazte del niño como yo te dije; será rápido y definitivo.

—No, Anna. No puedo asesinar a mi propio hijo. No puedes obligarme.

—Te prohíbo que te vayas.

—No. —Centaine se acercó a ella para darle un beso—. Sabes que tampoco puedes hacer eso. Pero sí puedes abrazarme y cuidar de Shasa cuando me haya ido.

—Al menos dile a Anna adónde vas.

—Basta de preguntas, queridísima Anna. Promete que no tratarás de seguirme y que detendrás a papá Garry si quiere hacerlo.

—¡Oh, qué muchacha tan perversa y testaruda! —Anna la apresó en un abrazo de oso—. Si no vuelves le partirás el corazón a la vieja Anna.

—¿Cómo puedes decir eso, vieja tonta?

El olor del desierto era como el de pedernal y acero al frotarse: un olor seco, quemado, que Centaine podía detectar por debajo del carbón ardiendo de la locomotora. El tren traqueteaba al ritmo de los durmientes, meciéndose al compás.

Centaine, sentada en un rincón del pequeño compartimiento, miraba por la ventanilla. Una plana llanura amarilla se extendía hasta el lejano horizonte, donde el cielo mostraba una leve promesa de montañas azules. Los antílopes más próximos brincaban alto en el aire, y Centaine, dolorosamente, recordó al pequeño O’wa en el acto de imitar a esos animales. El dolor pasó pronto, dejando sólo el júbilo de su memoria; la muchacha sonrió, con la vista perdida en el desierto.

Los grandes espacios, quemados por el sol, parecían atraer su alma como el imán al hierro. Lentamente fue dándose cuenta de que sentía una creciente expectativa, ese entusiasmo peculiar que el viajero siente en el último kilómetro de un largo viaje de regreso.

Al atardecer se puso un abrigo y salió al balcón abierto en la parte trasera del coche. El sol descendía entre rojos polvorientos y anaranjados borrosos; las estrellas asomaban en la noche purpúrea. Al levantar la mirada divisó las dos estrellas especiales, la de Michael y la suya.

“No he levantado la vista al cielo desde que dejé estas tierras salvajes”, pensó. Y de pronto, los verdes prados de su Francia natal, las fértiles colinas de Zululandia, fueron sólo un recuerdo afeminado e insípido. “Ésta es la tierra a la que pertenezco: ahora el desierto es mi hogar.”

El abogado de Garry Courtney la esperaba en la estación de Windhoek. Se llamaba Abraham Abrahams; era un hombre menudo, de grandes orejas en punta y ojos vivaces, muy parecido a los pequeños zorros del desierto. Cuando ella quiso entregarle la carta de presentación de Garry, él la apartó con un gesto.

—Mi querida señora Courtney, aquí todo el mundo sabe quién es usted. La historia de su increíble aventura nos ha cautivado la imaginación. En verdad, puedo decir que usted es una leyenda viviente. Es un honor poder prestarle ayuda.

La llevó en su automóvil hasta el hotel “Kaiserholf” y, después de verificar que estuviera bien instalada y atendida, la dejó por algunas horas, para que pudiera bañarse y descansar.

—El polvo de carbón se mete en todo, hasta en los poros de la piel —expresó, comprensivo.

Más tarde, cuando estuvieron sentados en el salón, con una bandeja de té entre ambos, le preguntó:

—Y ahora, señora Courtney, ¿qué puedo hacer por usted?

—Tengo una lista, una larga lista de cosas. —Se la entregó—. Y como ve, lo primero es encontrar a un hombre.

—Eso no costará nada —replicó él, estudiando la lista—. Ese hombre es bien conocido, casi tanto como usted.

La carretera era desigual, pues la superficie rocosa había sido volada hacía muy poco. Largas filas de obreros negros, desnudos hasta la cintura y centelleantes de sudor, partían las rocas con mazas, rompiendo los terrones para nivelar la autopista. Cuando Centaine pasó, al volante del polvoriento “Ford” de Abrahams, todos se hicieron a un lado. A su pregunta, señalaron hacia arriba con una sonrisa.

La carretera se hizo más empinada al girar entre las montañas; las cuestas llegaron a ser tan arduas que, en cierto lugar, Centaine tuvo que subir dando marcha atrás. Por fin le fue imposible seguir. Un capataz hotentote le salió al encuentro, corriendo y agitando una bandera roja.

—¡Pasop, cuidado, señora! ¡Van a hacer estallar las cargas!

Centaine se detuvo en la orilla de la carretera a medio construir bajo un cartel que decía:

Cuando ella bajó para estirar las piernas, vestida con pantalones de montar, botas y una camisa de hombre, el hotentote le miró fijamente las piernas y hasta que ella dijo, secamente:

—Basta ya. Si no vuelve a su trabajo, su patrón se va a enterar de todo.

Se quitó el pañuelo de la cabeza para esponjarse el pelo. Luego, con un paño mojado en el agua que pendía en una bolsa de lona, al costado del “Ford”, se limpió el polvo de la cara. Windhoek quedaba a ochenta kilómetros de distancia; estaba sentada al volante desde antes del amanecer. Tomó el cesto de mimbre que llevaba en el asiento trasero y lo puso a su lado; el cocinero del hotel había metido allí bocadillos de jamón y huevo, además de una botella de té frío endulzado. De pronto sintió hambre.

Mientras comía, contempló las planicies abiertas, allá abajo. Había olvidado el brillo de la hierba al sol, como el de un paño con hilos de plata. Y súbitamente pensó en una melena rubia que brillaba al mismo modo; contra su voluntad, el hueco del vientre se le colmó de calor.

De inmediato sintió vergüenza de esa momentánea debilidad.

“Lo odio —se dijo, fieramente—; lo odio, y esto que me ha puesto dentro.”

Casi como si el pensamiento lo hubiera provocado, el niño se movió en sus entrañas, profunda, secretamente; el odio vaciló como la llama de una vela ante la brisa.

“Debo ser fuerte —se dijo—. Debo tener constancia, por el bien de Shasa.”

Detrás de ella, en el extremo del paso, sonó un silbato distante, seguido por un silencio de expectativa. Centaine se levantó, haciéndose sombra a los ojos con la mano, involuntariamente tensa.

De pronto, la tierra dio un brinco bajo sus pies y la onda expansiva de la explosión le golpeó los tímpanos. Una columna de polvo se elevó a gran altura en el aire azul del desierto. La montaña quedó truncada, como por efectos de un hachazo ciclópeo. Los ecos del estallido saltaron de valle en valle, disminuyendo poco a poco, hasta que la columna de polvo se disipó suavemente.

Centaine permanecía de pie, mirando la cuesta. Al cabo de un rato, en la cima se recortó la silueta de un jinete, que se acercaba sin prisa. El caballo iba pisando con timidez sobre el terreno desigual y traicionero. El hombre, bien erguido en la silla, tenía la gracia de un árbol joven ante el viento.

“Si al menos no fuera tan guapo”, susurró ella.

Él se quitó el sombrero de ala ancha, adornado con su pluma de avestruz, y se sacudió el polvo de los pantalones. Su pelo dorado relumbraba como una fogata para señales; la muchacha se tambaleó ligeramente. A cien pasos de ella, Lothar desmontó y arrojó las riendas al capataz hotentote, que le dijo algo, apresuradamente, señalando a la muchacha. Lothar asintió y bajó deprisa. A medio camino se detuvo de súbito, mirándola. A pesar de la distancia, Centaine vio que sus ojos tomaban el brillo de los zafiros. Él echó a correr.

Ella no se movía. Permanecía rígida, mirándolo con fijeza. A diez pasos, cuando su expresión fue visible, él volvió a detenerse.

—Centaine, no esperaba volver a verte, querida mía —dijo Lothar, avanzando otra vez.

—No me toques —le advirtió ella, con frialdad, conteniendo el pánico—. Te lo dije una vez: no me toques nunca más.

—¿A qué has venido, entonces? —preguntó él, ásperamente—. ¿No basta con que tu recuerdo me acose desde la última vez que te vi, en todos estos meses largos y solitarios? ¿Tienes que venir en cuerpo y alma a atormentarme?

—He venido a ofrecerte un trato. —La voz de Centaine era gélida, pues había logrado dominarse.

—¿Qué trato es ése? Si tú formas parte de él, lo acepto antes de que digas tus condiciones.

—No. —Ella sacudió la cabeza—. Preferiría matarme.

Lothar levantó el mentón, en un gesto furioso, aunque sus ojos revelaban dolor.

—No tienes misericordia.

—¡Debo de haberlo aprendido de ti!

—Di cuáles son tus condiciones.

—Me llevarás al punto del desierto en donde me encontraste. Proporcionarás el transporte, los sirvientes y todo lo necesario para que yo llegue a la montaña y pueda vivir allí todo un año.

—¿Para qué quieres ir allí?

—Eso no te incumbe.

—No es cierto: me incumbe. ¿Para qué me necesitas?

—Podrías buscar años enteros y morir sin hallar el sitio.

—Es cierto, por supuesto. Pero lo que pides costará mucho. Yo sólo poseo esta compañía; no tengo un solo centavo en el bolsillo.

—Sólo quiero tus servicios —explicó ella—. Yo pagaré los vehículos, el equipo y los salarios del personal.

—Entonces puede ser. Pero ¿qué me corresponde a mí en el trato?

—A cambio —dijo ella, apoyando la mano derecha en su vientre—, te daré al bastardo que me dejaste. Lothar, la miró, boquiabierto.

—Centaine… —Una intensa alegría se fue esparciendo por su cara—. ¡Un hijo! ¡Vas a tener un hijo nuestro! Instintivamente avanzó otra vez hacia ella.

—No te acerques —le advirtió la joven—. No es hijo nuestro. Es sólo tuyo. No quiero saber nada de él, una vez que haya nacido. Ni siquiera deseo verlo. Te lo llevarás en cuanto nazca y harás con él lo que quieras. No tiene nada que ver conmigo. Le odio, y odio al hombre que lo puso en mí.

Con las carretas de Lothar, el viaje desde el Sitio de Toda la Vida hasta el Dedo de Dios había requerido semanas. El regreso a la cadena montañosa les llevó sólo ocho días; habría podido hacerse con más celeridad, pero en varios valles rocosos y en muchos ríos secos fue preciso construir la carretera para los vehículos motorizados. En dos ocasiones, Lothar tuvo que recurrir a la dinamita para abrirse paso a través de la roca.

El convoy consistía en el “Ford” y dos camiones, que Centaine había comprado en Windhoek. Lothar había escogido a seis sirvientes para el campamento, dos conductores negros para los camiones y, como guardaespaldas de Centaine y capataz, a Swart Hendrick, su mano derecha.

—No confío en él —protestó Centaine—. Es como un león cebado en carne humana.

—Puedes confiar —le aseguró Lothar—. Él sabe que, si te falla en lo más mínimo, lo mataré lentamente.

—Es cierto, señora. Lo ha hecho con otros.

Lothar viajaba en el primer camión, con Swart Hendrick y el equipo de construcción. En terrenos boscosos, los negros corrían delante del convoy, despejando la ruta. Cuando el bosque se abría todos corrían a la parte trasera del camión; entonces el convoy proseguía a buena velocidad. El segundo vehículo, muy cargado de provisiones y equipos, seguía detrás. Centaine cerraba la marcha, al volante del “Ford”.

Todas las noches ordenaba que se levantara su tienda, a buena distancia del resto. Allí comía y dormía, con un arma cargada junto a la cama. Lothar parecía haber aceptado sus condiciones; mantenía un porte orgulloso, pero cada vez se mostraba más silencioso; le hablaba sólo cuando lo exigía la marcha de la expedición.

Cierta vez, al mediar la mañana, Centaine bajó del “Ford” durante una parada inesperada y se encaminó hacia la vanguardia, llena de impaciencia. El primer camión había roto los ejes al caer en una madriguera de liebres. Lothar y el conductor estaban trabajando para solucionar el desperfecto, y el joven se había quitado la camisa. Estaba de espaldas a Centaine y no la oyó llegar.

Ella se detuvo abruptamente al ver los pálidos músculos de su espalda, abultados al hacer funcionar la manivela del gato. Sus ojos se clavaron, fascinados, en la fea cicatriz purpúrea dejada por la bala de la “Luger”, al salir por su espalda.

¡Qué cerca debió de pasar de su pulmón!

Con un rápido remordimiento, se alejó. Las palabras furiosas que iba a decir quedaron sin pronunciar, y volvió suavemente a su sitio.

Al octavo día, por fin, la montaña apareció allá delante, flotando en su centelleante lago de espejismo, como un arca de piedra anaranjada. Centaine se detuvo y trepó al capó del “Ford” para contemplarla, reviviendo cien recuerdos. La ahogaban muchas emociones contradictorias: la alegría de volver al hogar y, al mismo tiempo, la pesada carga del dolor y la duda.

Lothar la sacó de sus ensoñaciones; se había acercado sin que ella lo viera.

—No me has dicho exactamente adónde debo llevarte.

—Al árbol del león. Al sitio en donde me encontraste.

En el tronco del mopani se veían aún las marcas dejadas por las garras de la fiera; sus huesos estaban esparcidos en el suelo, blancos como estrellas y relucientes bajo el sol.

Lothar trabajó dos días con su equipo de construcción, hasta establecer un campamento permanente para la muchacha. Edificó una estacada hecha con palos de mopani alrededor del árbol solitario y amontonó ramas espinosas contra la parte exterior, para defenderla contra los animales de presa. Cavó una letrina, oculta a la vista y conectada a la estacada por medio de un túnel de palos y ramas espinosas. Luego instaló, en el centro, la tienda de Centaine, a la sombra del mopani, y un hogar abierto enfrente. A la entrada del cerco construyó un pesado portón de madera y una caseta de guardia.

—Swart Hendrick dormirá aquí, siempre al alcance de tu voz.

En el borde del bosque, a doscientos pasos del campamento, se alzó otra estacada, de mayor tamaño, para los sirvientes y los obreros. Cuando todo estuvo terminado, Lothar fue en busca de Centaine.

—He hecho todo lo necesario. Ella asintió.

—Sí, has cumplido con tu parte en el trato —dijo—. Vuelve dentro de tres meses. Entonces yo cumpliré con la mía.

El joven se marchó una hora después, en el segundo camión, llevando consigo al conductor negro y una provisión de agua y gasolina para el viaje de regreso hasta Windhoek.

Mientras el camión desaparecía entre los mopanis, Centaine dijo a Swart Hendrick:

—Lo despertaré mañana a las tres en punto. Quiero que nos acompañen cuatro obreros. Que traigan sus mantas, ollas para cocinar y raciones para diez días.

La luna alumbraba el camino, en tanto Centaine conducía al grupo por el estrecho valle, hasta la caverna de las abejas. Ante la oscura entrada, les explicó adónde iba a llevarlos; Swart Hendrick sirvió de intérprete para quienes no hablaban afrikaans.

—No hay peligro, siempre que permanezcan tranquilos y no corran.

Pero cuando los obreros oyeron los intensos zumbidos que resonaban por la cueva, retrocedieron apresuradamente y, después de arrojar sus cargas, se reunieron en un grupo amotinado y sombrío.

—Swart Hendrick, dígales que pueden elegir —ordenó Centaine—: O me siguen por aquí o usted los matará de uno en uno.

Hendrick repitió eso con deleite, preparando el máuser con tanta destreza que todos recogieron apresuradamente las cargas para agruparse tras Centaine.

Como de costumbre, el paso por la caverna le destrozó los nervios, pero fue breve. Al salir al valle secreto, la luna bañaba con su luz el bosquecillo de mongongo, puliendo los altos acantilados circundantes.

—Hay mucho que hacer. Viviremos aquí, en este valle, hasta que hayamos terminado. De ese modo sólo tendrán que pasar una vez más por la caverna de las abejas, y será cuando nos retiremos.

Abraham Abrahams había dado a Centaine todas las instrucciones necesarias para amojonar una concesión minera, además de redactarle una muestra de solicitud. Con una cinta métrica, le enseñó el modo de marcar una concesión minera cruzando las diagonales y superponiéndolas ligeramente, para no dejar espacio libre donde pudiera entrometerse nadie.

De todos modos, era un trabajo cansado, monótono y caluroso. Aun con la ayuda de los cuatro obreros y de Swart Hendrick, Centaine tenía que efectuar por sí misma cada medida, redactar cada solicitud de concesión y sujetarlo a los mojones que ellos iban poniendo por delante.

Todos los días, al atardecer, Centaine se arrastraba, agotada, hasta el estanque termal de la caverna subterránea se lavaba el sudor y los dolores del cuerpo. Ya comenzaba a sentir el peso del embarazo avanzado. Esa vez su vientre tenía mayor tamaño; el estado se le hacía más duro y agotador que el embarazo anterior. Era casi como el feto, percibiendo los sentimientos de la madre para con él, respondiera negativamente. Le dolía la espalda, en especial, y al terminar el noveno día comprendió que no podría continuar mucho tiempo sin descansar.

Pero el fondo del valle estaba entrecruzado de mojones. El equipo, que ya se había habituado al trabajo, avanzaba más deprisa.

—Un día más —se prometió Centaine—. Luego podrás descansar.

Al atardecer del décimo día todo estaba hecho. Había amojonado cada metro cuadrado del valle.

—Que hagan el equipaje —dijo a Swart Hendrick—. Esta noche nos vamos. —Y, en tanto él giraba en redondo—: Buen trabajo, Hendrick. Es usted un león. No dejaré de recordarlo cuando pague los sueldos. El duro trabajo los había convertido en buenos compañeros. Él le sonrió.

—Si tuviera diez esposas tan fuertes como usted y capaces de trabajar de ese modo, señora, podría sentarme a la sombra y pasarme el día bebiendo cerveza.

—Es el mejor cumplido que nadie me ha hecho jamás —respondió ella, en francés.

Le quedaban fuerzas suficientes para una breve carcajada.

Ya de nuevo en el campamento del árbol, Centaine pasó un día entero descansando. A la mañana siguiente se instaló ante su escritorio de campamento, a la sombra del mopani, para llenar los formularios de solicitud de concesión. Era otro trabajo monótono y exigente, pues había cuatrocientas dieciséis solicitudes a efectuar; era preciso transcribir cada número de su libreta y hacerlo coincidir con su mapa del valle. Abraham Abrahams le había explicado la importancia de hacerlo, pues el inspector del Gobierno revisaría minuciosamente cada solicitud, y cualquier descuido podría invalidar toda la propiedad.

Pasaron otros cinco días antes de que pudiera poner en la pila el último formulario ya completado, para hacer con todos ellos un paquete que selló con lacre.

Estimado señor Abrahams:

Sírvase presentar las solicitudes adjuntas en la oficina minera, a nombre mío, y depositar las concesiones en el Standard Bank de Windhoek, en la cuenta sobre la cual usted tiene poder de representación.

Le agradecería que averiguara quién es el más eminente entre los asesores de minería autónomos. Firme con él un contrato para inspeccionar y evaluar la propiedad motivo de estas solicitudes y envíelo aquí con el vehículo que le lleva esta carta.

Por favor, cuando el vehículo regrese a mi campamento, sírvase encargarse de que venga cargado con las provisiones incluidas en la lista adjunta, que usted pagará con fondos de mi cuenta.

Un último favor: le estaría muy agradecida, si, sin descubrir mi paradero, tuviera la bondad de telegrafiar al coronel Garrick Courtney para preguntar por mi hijo, Michael, y mi dama de compañía, Anna Stok. Transmítales a los tres mi afecto y mi respeto, asegurándoles que estoy gozando de buena salud y deseosa de volver a verlos.

Para usted, mis mejores deseos y mi más sincero agradecimiento.

CENTAINE DE THIRY COURTNEY

Entregó el paquete y la carta al conductor del camión, para que se pusiera en marcha hacia Windhoek. Como la ruta estaba ya bien abierta, el vehículo estuvo de regreso en el término de ocho días. Acompañaba al conductor un caballero alto, entrado en años…

—¿Me permite presentarme, señora Courtney? Me llamo Ruper Twentyman-Jones.

Tenía más aspecto de sepulturero que de ingeniero de minas. Hasta vestía una chaqueta de alpaca negra, cuello alto y corbata negra también. Su pelo, ennegrecido, estaba aplastado con brillantina, pero las patillas se le esponjaban con vellones de lana, igualmente blancas. La nariz y la punta de las orejas mostraban las úlceras dejadas por el sol tropical, como si estuvieran mordisqueadas por los ratones, Bajo sus ojos había bolsas, como las de los perros de caza, y presentaba la misma expresión lúgubre que esos perros.

—Mucho gusto, señor Jones.

—Doctor Twentyman-Jones —le corrigió él—. Unidos por un guión. Tengo para usted una carta del señor Abrahams.

Se la entregó como si fuera una orden de desalojo.

—Gracias, doctor Twentyman-Jones. ¿No quiere una taza de té, mientras la leo?

Abraham Abrahams le aseguraba, en su carta:

Por favor no se deje engañar por la cara triste de ese hombre. Era ayudante del doctor Merensky, quien descubrió las elevadas terrazas diamantíferas de Spieregebied y es ahora de “De Beers Consolidated Mines”. Si necesita más pruebas de su eminencia, tenga en cuenta que, por este trabajo, ha cobrado mil doscientas guineas.

El coronel Courtney me asegura que tanto Mevrou Anna Stok como su hijo Michael gozan de excelente salud; los tres le envían sus amorosos saludos y expresan su esperanza de verla pronto.

Le envío las provisiones solicitadas. Después de pagarlas y abonar por adelantado los aranceles del doctor Twentyman-Jones, el saldo de su cuenta en el Standard Bank es de seis libras, once chelines y seis peniques. Las concesiones mineras están depositadas en la caja fuerte del Banco.

Centaine plegó cuidadosamente la carta. De su herencia y de lo obtenido en la venta del diamante de H’ani, quedaba poco más de seis libras. Ni siquiera suficiente para pagar su pasaje de regreso a “Theunis kraal”, a menos que vendiera los vehículos.

Pero el doctor Twentyman-Jones ya había cobrado lo suyo, y ella podía sobrevivir tres meses con las provisiones acumuladas en el campamento.

Levantó la mirada hacia el hombre, que sorbía su té caliente sentado en una silla plegable.

—Mil doscientas guineas, señor… ¡Ha de ser bueno!

—No, señora. —El ingeniero sacudió tristemente la cabeza—. Soy simplemente, el mejor.

Por la noche condujo a Twentyman-Jones por la caverna de las abejas. Cuando salieron al valle secreto, él se sentó en una roca y se secó la cara con un pañuelo.

—Esto no puede ser, señora. Hay que hacer algo con esos repugnantes insectos. Temo que debemos deshacernos de ellos.

—¡No! —replicó Centaine, veloz y decidida—, quiero que este lugar y sus animales sufran el menor daño posible, hasta que…

—¿Hasta qué, señora?

—Hasta que descubramos si es necesario o no.

—No me gustan las abejas. Las picaduras se me hinchan muchísimo. Le devolveré el resto de mis aranceles para que busque a otro asesor.

Y el hombre comenzó a levantarse. Ella lo retuvo.

—¡Espere! He explorado los acantilados. Hay un modo de llegar al valle por la cima. Por desgracia, habrá que construir un sistema de funicular desde lo alto.

—Eso complicará mucho mis esfuerzos.

—Por favor, doctor Twentyman-Jones, sin su ayuda…

Él hizo unos ruiditos gruñones, sin comprometerse, y echó a andar por la oscuridad, sujetando su lámpara.

Al acrecentarse la luz del alba, inició sus investigaciones preliminares. Centaine pasó todo el día sentada a la sombra de los mongongos; aquí y allá divisaba aquella silueta flaca, con la barbilla pegada al pecho. De vez en cuando él se detenía para recoger un fragmento de roca o un puñado de tierra; luego volvía a desaparecer entre los árboles y las piedras.

Caía ya la tarde cuando él volvió hasta donde Centaine esperaba.

—¿Y bien? —preguntó ella.

—Si me pide una opinión, señora, llevará meses poder…

—¿Meses? —exclamó Centaine, alarmada.

—Sin duda. —Sólo entonces reparó el ingeniero en su cara y bajó la voz—. Usted no me ha pagado semejante suma para que le dé una opinión sin fundamentos. Tengo que abrir y ver qué hay aquí debajo. Eso requiere tiempo y mucho trabajo. Necesito de todos los obreros que usted tenga disponibles, además de los que traje yo.

—No se me había ocurrido.

—Dígame, señora Courtney —preguntó él, suavemente—, ¿qué espera encontrar aquí?

Ella aspiró hondo e hizo la señal contra la mala suerte, escondiendo la mano tras la espalda.

—Diamantes —dijo.

De inmediato le aterrorizó la posibilidad de que el haberlo dicho en voz alta lo arruinara todo.

—¡Diamantes! —repitió Twentyman-Jones, como si acabaran de comunicarle la muerte de su padre—. Bueno, veremos —agregó, con expresión lúgubre—. ¡Ya veremos!

—¿Cuándo comenzamos?

—¿Comenzamos, señora Courtney? Usted no tiene nada que hacer aquí. No permito que nadie me ronde cuando trabajo. —Pero ¿ni siquiera puedo mirar?

—Esa es una regla invariable, señora Courtney. Tendrá que contenerse.

Así, Centaine se vio expulsada del valle. Los días pasaban lentamente en el campamento del árbol. Desde la estacada podía ver el equipo de trabajo de Twentyman-Jones, trepando trabajosamente por el acantilado, bajo una carga de elementos, para desaparecer por fin tras la cima.

Después de esperar casi un mes, ella misma hizo el ascenso. Fue un trayecto cansado, que le dio plena conciencia de la carga encerrada en su vientre. Sin embargo, desde la cumbre gozó de un espectáculo vitalizante: las planicies parecían extenderse hasta el extremo mismo de la tierra; al mirar hacia el valle secreto, fue como contemplar el centro mismo del planeta.

El funicular instalado desde la cima parecía tan insustancial como un hilo de telaraña. Centaine se estremeció ante la perspectiva de meterse en esa bolsa de lona y dejarse bajar hacia las profundidades del anfiteatro. Mucho más abajo, los obreros parecían hormigas, entre los montículos de la tierra que habían sacado de las excavaciones. Hasta pudo reconocer el paso de cigüeña de Twentyman-Jones, que cruzaba de un grupo a otro.

Le envió una nota en la bolsa: “¿Ha descubierto algo, señor?”.

La respuesta llegó una hora después: “La paciencia, señora, es una de las mayores virtudes.”

Ésa fue la última vez que Centaine escaló el acantilado, pues el niño parecía crecer como un tumor maligno. Había gestado a Shasa con alegría; ese nuevo embarazo, en cambio, le acarreaba dolores, incomodidades y desdicha. No hallaba alivio, ni siquiera en los libros que llevó consigo, pues le costaba concentrarse hasta llegar al pie de una página. Sus ojos abandonaban siempre la palabra impresa para seguir el sendero de los barrancos, como buscando aquella silueta flaca que podía descender hacia ella.

El calor se iba tornando más y más opresivo, según el verano avanzaba hacia los días suicidas de las postrimerías de noviembre. Ya no podía dormir; tendida en su catre, pasaba las noches sudando. Al amanecer se levantaba a rastras, sintiéndose vacía, deprimida y solitaria. Estaba comiendo demasiado; su único alivio contra el aburrimiento de esos días lúgubres era comer. Se había aficionado a los riñones a la parrilla, y Swart Hendrick salía de caza todos los días para traérselos frescos.

El vientre se le hinchaba; el niño era tan enorme que le obligaba a separar las rodillas para sentarse, y la maltrataba sin misericordia, pataleando y moviéndose dentro de ella como un gran pez prendido al anzuelo, hasta que ella gemía: “Quédate quieto, pequeño monstruo. Oh, Dios, qué ganas tengo de verme libre de ti.”

De pronto, una tarde, cuando ya casi había llegado a la desesperación, Twentyman-Jones bajó de la montaña. Swart Hendrick lo vio en el sendero del acantilado y corrió a la tienda para darle aviso a fin de que tuviera tiempo de levantarse del catre, lavarse la cara y cambiar su ropa, húmeda de sudor.

Cuando el ingeniero entró por la empalizada, ella estaba sentada ante la mesa del campamento, ocultando tras el mueble su vientre enorme. No se levantó para saludarlo.

—Bueno, señora, aquí tiene su informe —dijo él, poniendo una gruesa carpeta delante de ella.

Centaine desató las cintas y la abrió. Allí, con escritura pulcra y pedante, había páginas y páginas de cifras y números, además de palabras que ella nunca había visto. Volvió lentamente las hojas, mientras Twentyman-Jones la miraba con tristeza. En una ocasión sacudió la cabeza y pareció a punto de hablar, pero lo que hizo fue sacar el pañuelo del bolsillo superior para sonarse ruidosamente la nariz.

Por fin, Centaine levantó la mirada, susurrando:

—Lo siento, pero no comprendo nada de esto. Explíqueme.

—Seré breve, señora. Cavé cuarenta y seis pozos de prospección, cada uno con una profundidad de quince metros, tomando muestras a intervalos de un metro ochenta.

—Sí, ¿y qué descubrió? —Descubrí que hay un estrato de tierra amarilla cubriendo toda la propiedad, hasta una profundidad media de diez metros con ochenta centímetros.

Centaine se sintió súbitamente mareada y descompuesta. Eso de “tierras amarillas” sonaba mal. Twentyman-Jones se interrumpió para sonarse otra vez la nariz. Era obvio que no deseaba decir las palabras fatales que matarían para siempre sus esperanzas y sus sueños.

—Siga, por favor —susurró ella.

—Debajo de ese estrato nos encontramos con… —Bajó la voz; era como si le doliese el corazón por ella—. Nos encontramos con tierra azul.

Centaine se llevó las manos a la boca, como si estuviera a punto de desmayarse.

—Tierra azul. —Parecía aún peor que tierra amarilla. El niño forcejeaba dentro de ella. La desesperación fue como un río de lava ponzoñosa. “Tanto esfuerzo para nada”, pensó.

—Es la clásica formación tubular, por supuesto: el compuesto de brecha en descomposición arriba con la formación más dura e impermeable, azul pizarra, abajo.

—Conque no había diamantes, después de todo —comentó ella, suavemente.

El ingeniero la miró con fijeza.

—¿Diamantes? Bueno, señora, he calculado un valor medio de veintiséis quilates por cada cien cargas.

—Sigo sin comprender. —Centaine sacudió estúpidamente la cabeza—. ¿Qué significa eso, señor? ¿Qué son cien cargas? —Cien cargas son, aproximadamente, unas ochenta toneladas de tierra.

—¿Y qué significa veintiséis quilates?

—Vea señora: la “Jagersfontein” rinde unos once quilates por cien cargas: hasta la “Wesselton” da solo dieciséis quilates por cien cargas. Y son las dos minas de diamantes más ricas del mundo. Esta propiedad es casi dos veces más rica.

—Entonces, hay diamantes, después de todo.

Ante la fija mirada de Centaine, él sacó, de un bolsillo lateral, un manojo de pequeños sobres pardos, atados con un cordel, y los puso sobre la carpeta con el informe.

—Por favor, señora Courtney, no los mezcle. Las piedras obtenidas en cada pozo de prospección están en sobres separados, cada uno con una cuidadosa anotación.

Ella desató el cordel, con dedos torpes e hinchados, para abrir el primero de los sobres, cuyo contenido vertió en la palma de la mano. Algunas de las muestras eran astillas, no mayores que granos de azúcar. Uno tenía el tamaño de un gran guisante maduro.

—¿Diamantes? —preguntó otra vez, tratando de asegurarse.

—Sí, señora, y de muy buena calidad, en general.

La joven miró, aturdida, el montoncito de piedras que tenía en la mano. Parecían turbios, pequeños y mundanos.

—Discúlpeme el atrevimiento, señora, pero quisiera hacerle una pregunta. Puede dejarla sin contestar, por supuesto.

Ella asintió.

—¿Usted es miembro de un grupo? ¿Tiene socios en esta empresa?

Ella sacudió la cabeza.

—¿O sea que es la única dueña de toda esta propiedad? ¿Descubrió el yacimiento y presentó las solicitudes solamente por su cuenta?

Centaine volvió a asentir.

—Entonces —manifestó él, sacudiendo la cabeza— en este momento, señora Courtney, es usted una de las mujeres más ricas del mundo.

Twentyman-Jones pasó tres días en el campamento.

Revisó con ella cada línea de su informe, explicando todo lo que estaba oscuro. Abrió cada uno de los paquetes de muestras y retiró todos los diamantes extraños o típicos, con un par de pinzas para joyería; se los puso en la palma de la mano y le indicó los rasgos distintivos.

—Algunos son tan pequeños… ¿Tienen algún valor? —preguntó ella, haciendo girar los granos de azúcar bajo el dedo.

—Los industriales, señora, serán como el pan con mantequilla: con ellos pagará los gastos. Y los grandes, como éste, serán como la mermelada que ponga encima. Mermelada de fresa, señora, de la mejor calidad. “Crosse & Blackwell”, ¡si le parece! Era lo más parecido aun chiste que ella le había oído jamás, pero aun entonces la cara del hombre era sombría.

La última parte del informe consistía en veintiuna páginas de recomendaciones para la explotación de la propiedad.

—Usted es sumamente afortunada, señora, pues puede abrir esta mina sistemáticamente. Todos los yacimientos grandes, desde “Kimberley” hasta “Wesselton”, fueron amojonados por cientos de mineros individuales, cada uno de los cuales inició el trabajo sin relación alguna con los esfuerzos de su vecino. El resultado fue un caos total. —Meneó la cabeza, mientras se tironeaba de las blancas y esponjosas patillas—. Cientos de parcelas, cada una de nueve metros cuadrados, cada una explotada a distinta velocidad, con rutas en el medio y una maraña de cables, poleas y funiculares. ¡El caos, señora, un pandemonio! Costos inflados, hombres muertos por derrumbes, miles de obreros de más… ¡la locura! En cambio usted, señora, tiene aquí la oportunidad de construir una mina modelo, y este informe le explica exactamente cómo debería hacerlo. —Puso la mano sobre la carpeta—. He estudiado el suelo y puse mojones numerados para guiarla. Calculé qué volumen de tierra sacará en cada etapa. Tracé el primer pozo inclinado y expliqué también cómo debe planear cada nivel de excavación.

Centaine interrumpió aquella disertación.

—Doctor Twentyman-Jones, usted se refiere siempre a mí. No supondrá que voy a realizar personalmente tareas tan complicadas, ¿verdad?

—¡Por Dios, no! Necesita un ingeniero, un hombre honrado, que tenga experiencia en el traslado de tierra. Preveo que empleará a varios ingenieros y muchos cientos, tal vez a miles de obreros para la… —Vaciló—. ¿Tiene pensado el nombre para la propiedad? ¿Mina Courtney”, tal vez?

Ella sacudió la cabeza.

—“Mina H’ani” —le dijo.

—Extraño. ¿Qué significa?

—Es el nombre de la mujer pigmea que me guió hasta aquí.

—Muy apropiado, en ese caso. Como le decía, le hará falta un buen ingeniero para encargarse del desarrollo inicial que le he trazado.

—¿Ha pensado en alguien, señor?

—Difícil —musitó él—. Los mejores hombres son empleados permanentes de De Beers. De los otros, el primero que se me ocurre quedó lisiado hace poco, en una explosión accidental. —Pensó por un momento—. Ahora bien, he oído hablar bien de un joven afrikaans. Personalmente no he trabajado con él. Caramba, cómo se llamaba. Ah, sí. ¡De La Rey!

—¡No! —exclamó Centaine, violentamente.

—Disculpe, señora. ¿Lo conoce?

—Sí. Con él no.

—Como guste. Trataré de pensar en otro.

Esa noche, en su cama, Centaine se movía de un lado a otro, tratando de encontrar una posición cómoda y de acomodar el sofocante peso de la criatura para poder dormir. Al pensar en la sugerencia de Twentyman-Jones, se incorporó lentamente.

—¿Por qué no? —dijo en voz alta, en la oscuridad—. De todos modos debe volver aquí. Cualquier desconocido que venga en estos momentos podría ver más de lo que yo quisiera. —Y juntó ambas manos bajo el vientre—. Lo necesito sólo para las etapas iniciales. Escribiré ahora mismo a Abraham Abrahams, diciéndole que me envíe a Lothar.

Después de encender la lámpara, cruzó la tienda hasta su mesa de campamento.

Por la mañana, Twentyman-Jones estaba listo para partir. Todo su equipo había sido cargado en la parte trasera del camión, sirviendo de asiento a los obreros negros.

Centaine le devolvió el informe.

—¿Tendría la bondad de dar su informe a mi abogado, en Windhoek, junto con esta carta?

—Por supuesto, señora.

—Él querrá estudiar el informe con usted. Además, he dado instrucciones al señor Abrahams para que solicite un préstamo de mi Banco. Probablemente también el gerente del Banco quiera hablar con usted, para conocer su opinión sobre el valor de la propiedad.

—Lo suponía —asintió él—. Puede quedarse tranquila; le informaré sobre el enorme valor de su descubrimiento, señora.

—Gracias. En esta carta he dado instrucciones al señor Abrahams para que le pague, una vez recibido el préstamo, una cantidad igual a la que cobró inicialmente. —Eso no es necesario, señora, pero sí muy generoso.

—Doctor Twentyman-Jones, en algún momento futuro puedo necesitar de sus servicios como asesor permanente de la “Mina H’ani”, y quiero que se lleve una buena opinión de mí.

—Para eso no hace falta otro pago, señora Courtney. Usted me parece una joven extraordinariamente enérgica, inteligente y agradable. Para mí sería un honor volver a trabajar con usted.

—En ese caso, le pediré un último favor.

—Lo que guste, señora.

—Por favor, no repita ninguna circunstancia personal que usted haya podido observar aquí.

Los ojos del hombre cayeron, por un instante fugaz, hasta la delantera de su vestido.

—La discreción, señora, no es el menor de los requisitos previos a esta profesión. Además, jamás haría nada que pudiera perjudicar a una amiga.

—Una buena amiga, doctor Twentyman-Jones —le aseguró ella, ofreciéndole la mano.

—Muy buena, señora Courtney —agregó él, tomándole la mano.

Por un momento, Centaine creyó que ese hombre iba a sonreír. Pero él se dominó y le volvió la espalda para subir al camión.

Una vez más, el viaje desde el campamento a Windhoek y el regreso requirió al camionero apenas ocho días. En ese tiempo, Centaine se preguntó más de una vez si no lo había dejado para demasiado tarde. La criatura estaba ya muy grande y llevaba prisa. Pedía libertad con impaciencia. Por eso, cuando la joven oyó, por fin, el palpitar distante de los motores, al regresar los vehículos, su alivio fue intenso.

Presenció la llegada desde la entrada de su tienda. En el camión delantero iba Lothar de la Rey. Centaine trató de no percatarse, pero su pulso se aceleró al verle bajar de la cabina, alto, elegante y ágil, a pesar del polvo y el calor del largo viaje.

La siguiente persona que descendió del camión, ayudada por Lothar, tomó a la muchacha por sorpresa: una monja, con el hábito y la toca de la Orden benedictina.

“Le dije que trajera una enfermera. No esperaba una monja”, se dijo, furiosa. En la parte trasera del camión viajaban dos jóvenes muchachas namas, de piel castaño dorada y bonitas caras alegres. Cada una de ellas cargaba un bebé a la cadera; sus pechos, pesados de leche, tensaban los vestidos de algodón barato. Por el gran parecido, debían de ser hermanas.

“Las nodrizas”, adivinó ella. Al verlas allí, desconocidas de otra raza que amamantarían a su niño, sintió la primera punzada de amargura por lo que debía hacer.

Lothar se acercó a su tienda, altanero y reservado el porte, y le entregó un paquete de cartas antes de presentarle a la monja.

—La hermana Ameliana, del hospital de St. Anne —le dijo—. Es prima mía por parte de madre. Es comadrona, pero sólo habla alemán. Podemos confiar plenamente en ella.

La hermana Ameliana, mujer flaca, de cara pálida, olía a pétalos de rosa secos. Miró a Centaine con ojos gélidos, cargados de desaprobación, y dijo algo a Lothar.

—Quiere examinarte —tradujo Lothar—. Volveré más tarde para hablar del trabajo que quieres encargar a mi compañía.

—No le caigo bien —observó la muchacha, devolviendo a la monja su mirada plana y hostil.

Lothar vaciló antes de explicar:

—No está de acuerdo con nuestro trato. Ha dedicado toda su vida a atender el nacimiento y la crianza de los bebés. No comprende que puedas renunciar a tu propio hijo y tampoco yo, como verás.

—Dile que ella tampoco me cae bien, pero debe ejecutar la tarea por la que vino y no juzgarme.

—Centaine… —protestó el joven.

—Díselo —insistió Centaine.

Sus compañeros hablaron rápidamente en alemán. Por fin Lothar se volvió hacia ella.

—Dice que ambas se entienden mutuamente. Eso está bien. Ha venido sólo por el niño. En cuanto a juzgar, deja eso por cuenta de nuestro Señor.

—Dile que se ocupe del examen, entonces.

Cuando la hermana Ameliana, después de realizar el examen, se retiró, Centaine se dedicó a leer sus cartas. Había una de Garry Courtney, llena de noticias de “Theunis kraal”. Al pie había impreso la huella digital de Shasa, con la nota: Michael Courtney, su marca.

El voluminoso fajo de Anna, cubierto de letra grande, mal formada y difícil de descifrar, dejó en Centaine un cálido resplandor de placer. Por fin rompió el sello de Abraham Abrahams, última carta del paquete.

Mi querida señora Courtney:

Su carta y las noticias del doctor Twentyman-Jones me dejan en una fiebre de incrédula sorpresa. No hallo palabras para expresar mí admiración por su descubrimiento y el placer que me causa su extraordinaria suerte. Sin embargo, no quiero fatigarla con felicitaciones, por lo que paso a ocuparme de cosas prácticas.

El doctor Twentyman-Jones y yo hemos llevado a cabo extensas negociaciones con los directores y gerentes del Standard Bank, quienes han estudiado y evaluado muestras e informe. El Banco le acuerda un préstamo de cien mil libras, al 5 y medio de interés anual. Puede librar contra él a medida que lo necesite. También se ha acordado que se trata de una mera cifra preliminar, y que las cantidades adicionales le irán siendo informadas en el futuro. El préstamo queda garantizado por las concesiones mineras a su favor.

El doctor Twentyman-Jones se ha entrevistado también con el señor Lothar De la Rey, especificándole detalladamente los requerimientos de la “fase uno” de la explotación a llevarse a cabo en su propiedad.

El señor De la Rey ha solicitado un pago de cinco mil libras por ese trabajo. Haciendo uso de su autorización de usted, he aceptado sus condiciones, entregándole un pago inicial de mil libras, por las que me ha firmado recibo…

Centaine pasó rápidamente por el resto de la carta, sonriendo ante el comentario de Abrahams: Le envío las provisiones solicitadas. Empero, mucho me ha intrigado el pedido de las dos docenas de mosquiteros. Tal vez algún día quiera explicarme qué piensa hacer con ellos, satisfaciendo así mi ardiente curiosidad.

Apartó la carta para volver a leerla más tarde y mandó buscar a Lothar.

El joven acudió inmediatamente.

—La hermana Ameliana me asegura que todo está bien, que el embarazo es natural y sin complicaciones y que está muy próximo.

Centaine asintió señalando la silla plegable que tenía enfrente.

—No te he felicitado todavía por tu descubrimiento —comentó él, mientras se sentaba—. El doctor Twentyman-Jones calcula que tu mina vale, cuanto menos, tres millones de libras esterlinas. Es casi increíble, Centaine.

—Como va a trabajar para mí, y debido a las circunstancias de nuestra relación personal, creo que, en el futuro, la forma correcta en que debe dirigirse a mí es bajo el apelativo de “señora Courtney”. El uso de mí nombre de pila sugiere una familiaridad que ya no existe entre nosotros.

La sonrisa de Lothar desapareció rápidamente. Él guardó silencio.

—Ahora hablemos del trabajo que ha aceptado.

—¿Quiere que comience de inmediato, sin esperar el nacimiento?

—De inmediato, señor —dijo ella, ásperamente—, y yo vigilaré personalmente la limpieza del túnel que lleva al valle, lo cual constituye el primer paso. Comenzaremos mañana por la noche.

Al atardecer ya estaban listos. El sendero que conducía valle arriba hasta la entrada de la caverna de las abejas, había sido despejado y ensanchado; los equipos de trabajo de Lothar habían dispuesto también montones de leña mopani.

Se hubiera dicho que las abejas de la gran colmena eran conscientes de la amenaza, pues al ponerse el sol, sus rayos se poblaron con motas doradas de pequeños y veloces insectos. El aire caliente atrapado entre los acantilados vibraba con el zumbido de sus alas, en tanto las abejas se arremolinaban sobre las cabezas de los sudorosos obreros. De no ser por las redes protectoras, todos ellos habrían sufrido repentinas picaduras.

Sin embargo, al caer la oscuridad, los inquietos insectos desaparecieron en las profundidades de la caverna. Centaine dejó pasar una hora, para que la colmena se tranquilizara y fuera asentándose para dormir. Por fin dijo a Lothar, en voz baja:

—Se pueden encender los ahumadores.

Los cuatro hombres de más confianza de Lothar se inclinaron sobre grandes latas que antes habían contenido dos kilos y medio de carne en conserva; los costados habían sido perforados y estaban llenas de carbón, mas ciertas hierbas que Centaine les había señalado. El secreto de las hierbas era un legado de O’wa; no pudo dejar de pensar en él cuando los hombres encendieron los ahumadores y el acre olor de las hierbas quemadas le escoció en la nariz. Los obreros balancearon las latas en el extremo de un trozo de alambre, para avivar las brasas.

Cuando los cuatro ahumadores estuvieron ardiendo bien, Lothar dio una silenciosa orden a sus hombres, que avanzaron hacia la entrada de la caverna. A la luz de la lámpara parecían horribles fantasmas: tenían la parte inferior del cuerpo protegida por gruesas botas y pantalones de cuero; la red contra mosquitos les cubría la cabeza y el torso. Uno a uno, se inclinaron para entrar en la caverna, envueltos en el espeso humo azul que surgía de las latas.

Centaine dejó pasar una hora más antes de entrar en la caverna, acompañada por Lothar.

El humo acre había empañado el interior hasta tal punto que sólo se veía a pocos pasos de distancia; las nubes azules le hicieron sentir mareos y náuseas. Pero el zumbido de dinamo de la gran colmena se había adormecido. Las multitudes de centelleantes insectos pendían en drogados racimos del techo y los panales. Apenas se oía un susurro soñoliento.

Centaine salió apresuradamente de la caverna y retiró la red de su cara sudorosa, respirando el fresco aire nocturno para calmar la náusea. Cuando pudo volver a hablar, dijo a Lothar:

—Ahora pueden comenzar a entrarla leña, pero adviérteles que no toquen los panales. Están a poca distancia del suelo. En vez de entrar otra vez, se sentó a un lado, en tanto los hombres de Lothar llevaban al interior las ramas de mopani.

—Ya está.

—Quiero que lleves a tus hombres hasta el fondo del valle. Que se queden allí dos horas. Después regresarán aquí.

—No comprendo.

—Deseo estar sola un rato.

Permaneció aparte, escuchando las voces que se retiraban hacia el vientre oscuro del valle. Cuando todo estuvo en silencio, levantó la vista.

Allá estaba la estrella de O’wa, muy alta sobre el valle.

—Espíritu de la gran estrella león —susurró—, ¿me perdonarás por esto?

Se levantó para avanzar pesadamente hasta la faz del acantilado. Desde allí levantó la lámpara sobre la cabeza, clavando la vista en la galería de pinturas bosquimanas, que relucían bajo la luz amarilla. Las sombras oscilaban de tal modo que las gigantescas representaciones de Eleótrago y Mantis parecían palpitar de vida.

—Espíritus de Eleótrago y de Mantis, perdonadme. Todos vosotros, guardianes del “Sitio donde nada debe morir”, perdonadme por esta matanza. No lo hago para mí, sino para proporcionar agua buena al niño que nació en este lugar secreto.

Volvió a la entrada de la caverna, con el peso del niño, de la culpa y el remordimiento.

—Espíritus de O’wa y H’ani, ¿me estáis observando? ¿Me prestaréis vuestra protección cuando esto haya sido llevado a cabo? ¿Nos seguiréis amando y protegiéndonos, a Niña Nam y a Shasa, después de esta terrible traición?

Cayó de rodillas y rezó en silencio a todos los espíritus de todos los dioses San. No se dio cuenta de que habían pasado las dos horas sino cuando oyó las voces de los hombres que volvían a ascender desde el valle.

Lothar de la Rey llevaba una lata de gasolina en cada mano. Se detuvo ante ella, a la entrada de la caverna.

—¡Adelante con el trabajo! —ordenó Centaine.

Y el joven entró en la caverna de las abejas.

Ella oyó el ruido de un cuchillo que perforaba el fino metal de las latas; luego, el borboteo de un líquido al correr. Desde la abertura estrecha, en la roca, surgió el hedor penetrante del combustible. El ruido de un millón de abejas, arrancadas del estupor provocado por las drogas por ese otro a gasolina, colmó los oídos de la muchacha.

Lothar salió de la caverna caminando hacia atrás, mientras vertía las últimas gotas en el suelo rocoso, dejando un rastro húmedo a su paso. Por fin dejó caer la lata vacía hacia atrás, pasando junto a ella.

—¡Rápido! —jadeó—. ¡Antes de que las abejas salgan! Varios insectos volaban ya a la luz de la lámpara, posándose en el tul que cubría el rostro de Centaine.

Muchos más iban brotando por las aberturas del acantilado, allá arriba.

Centaine retrocedió. Luego balanceó la lámpara y la arrojó hacia la entrada de la caverna. El tubo de vidrio se estrelló, rodando por el suelo desigual. La llamita amarilla estuvo a punto de apagarse, pero de pronto prendió la gasolina volcada. En una tremenda explosión que pareció sacudir la tierra bajo los pies, arrojando a Centaine hacia atrás, un enorme aliento ígneo se disparó por la garganta de la montaña, llenando de fuego su boca abierta. La caverna tenía la forma de un horno; absorbió una fuerte corriente de aire, y las llamas rojas brotaron por las aberturas, ardiendo como cincuenta antorchas en la cara del acantilado, que iluminó el valle como a mediodía. El viento precipitado pronto ahogó el estruendo agonizante de un millón de abejas quemadas. A los pocos segundos sólo se oía el rugir de las llamas.

Cuando se encendieron los montones de leña, Centaine sintió que el calor saltaba hacia ella como un animal salvaje. Retrocedió, contemplando la destrucción con fascinado horror. De la feroz caverna brotaba un ruido nuevo, que la intrigó: eran cosas pesadas y blandas que caían al suelo de roca, casi como si muchos cuerpos vivientes cayeran desde el techo. Sólo comprendió de qué se trataba cuando vio una serpiente líquida y oscura, lenta y viscosa como el aceite que brotaba por la abertura.

—¡Miel! —susurró—. ¡Se están derritiendo los panales!

Aquellos enormes panales, producto de un siglo de trabajo, armados por una miríada de abejas, caían, ablandados por el calor, de cien en cien. El reguero de miel y cera fundida se convirtió en un arroyo de líquido hirviente, que chisporroteaba en el rojizo resplandor de la caldera. Un olor dulce y caliente parecía dar densidad al aire. Aquel oro fundido hizo que Centaine retrocediera, susurrando:

—Oh, Dios, Dios, perdóname por lo que he hecho.

Pasó el resto de esa noche de pie, mientras las llamas seguían saltando ante ella.

Con la luz del alba, los acantilados aparecieron ennegrecidos de hollín. La caverna era un montón de ruinas negras. El suelo del valle había quedado cubierto de un caramelo negro y pegajoso.

Cuando Centaine llegó al campamento del árbol, cansada y tambaleante, la hermana Ameliana la esperaba para ayudarla a acostarse y lavarle el hollín azucarado.

Una hora después del mediodía comenzó el parto.

Era más un combate mortal que un alumbramiento.

Centaine y el niño lucharon, uno contra la otra, el resto de aquella tarde ardorosa, hasta entrada la noche.

—No voy a gritar —murmuraba ella, apretando los dientes—. No me harás gritar, maldito seas.

Y el dolor venía en oleadas que le hacían pensar en el alto oleaje del Atlántico, rompiendo sobre las playas estériles de la costa del Esqueleto. Ella las montaba una a una, desde la cima hasta la profundidad de cada valle horrendo.

En cada oportunidad, en lo peor del dolor, trataba de incorporarse para adoptar la postura que H’ani le había enseñado, para dar a luz en cuclillas. Pero la hermana Ameliana volvía a ponerla de espaldas y el niño quedaba encerrado dentro de ella.

—Te odio —gruñó Centaine a la monja. El sudor le ardía en los ojos, cegándola—. Te odio… y odio esto que tengo dentro.

La criatura sentía su odio y la desgarraba, retorciendo los miembros para bloquear la salida.

—¡Fuera! —siseaba ella—. ¡Sal de mí!

Hubiera deseado sentir los brazos finos y fuertes de H’ani compartiendo la tensión cada vez que empujaba.

—¡Fuera! Lothar preguntó junto a la entrada de la tienda: —¿Cómo va eso, hermana?

La monja respondió:

—Es algo terrible. Ella pelea como un guerrero, no como una madre.

Dos horas antes de amanecer, en un último espasmo que pareció abrirle la columna vertebral, separando las articulaciones de la pelvis y los muslos, Centaine expulsó la cabeza de la criatura, grande y redonda como una bala de cañón. Un minuto después, el primer grito resonaba en la noche.

—Has gritado tú —susurró, triunfante—. ¡Yo no!

Al distenderse en el catre, toda la fuerza, la resolución y el odio la abandonaron, dejando una cáscara vacía y dolorida.

Cuando Centaine despertó, Lothar estaba de pie ante su catre. La aurora iluminaba la lona de la tienda, detrás de él, marcando sólo una silueta oscura.

—Es un varón —le dijo él—. Tienes un hijo.

—No —graznó ella—. No lo tengo yo. Es tuyo.

“Un hijo —pensó—, un varón, parte de mí, parte de mi cuerpo, sangre de mi sangre.”

—Tendrá pelo dorado —comentó Lothar.

—No quería saberlo. Era parte de nuestro trato.

“Conque su pelo refulgirá al sol —pensó—, y será tan hermoso como el de su padre.”

—Se llama Manfred, como mi primogénito.

—Ponle el nombre que quieras —susurró ella—, y llévate lo lejos de mí.

“Manfred, hijo mío…” Y sintió que se le partía el corazón, desgarrado como seda en su pecho.

—Ahora está con su nodriza. Ella te lo puede traer, si quieres verlo.

—Jamás. No quiero verlo jamás. Fue nuestro trato. Llévatelo.

Y los pechos henchidos le dolían por no amamantar a su hijo de pelo dorado.

—Muy bien. —Lothar esperó un minuto, por si ella quería hablar, pero le vio apartar el rostro—. La hermana Ameliana se lo llevará. Están listos para partir inmediatamente hacia Windhoek.

—Dile que se vaya y que se lleve a tu bastardo.

Como la luz estaba a espaldas del joven, ella no pudo verle la cara. Lothar salió de la tienda. Minutos después se oyó el motor del camión que se ponía en marcha, para perderse por la planicie.

Centaine permaneció tendida en la tienda silenciosa, contemplando el amanecer a través de la lona verde. Aspiraba el olor a pedernal del desierto que amaba, pero le llegaba contaminado por el hedor dulzón de la sangre. La sangre vertida en el nacimiento de su hijo. ¿O era la sangre de una pequeña anciana San, coagulándose bajo el ardiente sol del Kalahari? La imagen de la sangre de H’ani sobre las rocas cambió en su mente, convirtiéndose en oscuros charcos de miel hirviendo, que corrían como agua desde los sagrados sitios de los San. El sofocante olor azucarado borró el de la sangre.

A través del humo creyó ver la carita de H’ani, con su forma de corazón, que la miraba tristemente.

—Por el niño —susurró—. Por Shasa.

El rostro se borró dejando en cambio el de su primogénito.

—Shasa, mi niño, que siempre encuentres agua buena. —Pero también esa imagen se enturbió, y el pelo oscuro se convirtió en oro—. Tú también, mi pequeño. A ti también te deseo agua buena.

Pero en ese momento era la cara de Lothar. O la de Michael. Ya no estaba segura.

—¡Estoy tan sola! —gritó, en los silenciosos espacios de su alma—. Y no quiero estar sola.

Entonces recordó ciertas palabras: “En estos momentos, señora Courtney, usted es, probablemente, una de las mujeres más ricas del mundo.”

Y se dijo:

“Lo daría todo, hasta el último diamante de la “Mina H’ani”, por el derecho de amar a un hombre y de que él me amara, por la posibilidad de tener a mis dos bebés, a mis dos hijos, para siempre a mi lado.”

Pero aplastó el pensamiento, furiosa. “Ésas son ideas sentimentales y tontas, las ideas de una mujer débil y cobarde. Estás enferma y cansada. Ahora dormirás —se dijo, ásperamente. Y cerró los ojos—. Y mañana volverás a ser valiente. Mañana.”