Entonces pidió consejo a O’wa. En cuanto él comprendió de qué se trataba mostró un entusiasmo juvenil. Experimentaron y fracasaron diez veces antes de hallar, finalmente, el modo de pegar las piedras más duras al cordel de sansevaria trenzado, utilizando goma de acacia. Centaine comenzó a formar el collar; al hacerlo estuvo a punto de enloquecer a O’wa, pues descartó cincuenta trozos de cordel.
—Éste es demasiado grueso —decía-Éste no tiene suficiente resistencia.
Y O' wa, que también era un perfeccionista, se tomó el problema muy a pecho.
Por fin Centaine deshizo el ruedo de su falda de lona y, trenzando las hebras con las fibras de sansevaria, obtuvo un hilo fino y fuerte, que los satisfizo a ambos.
Cuando el collar estuvo terminado, la satisfacción de O’wa no habría sido mayor de haber concebido, planeado y ejecutado el proyecto enteramente por cuenta propia. Se parecía más a un pectoral que a un collar, pues tenía un solo cordel en la parte trasera del cuello y las piedras estaban entretejidas en una decoración con forma de plato que pendía sobre el pecho con el cristal grande en el centro y un mosaico de ágatas coloreadas, jaspes y berilos rodeándolo.
Hasta Centaine quedó encantada con su obra.
—Ha quedado mejor de lo que esperaba —dijo a O’wa, en francés, mientras lo movía al sol—. No será tan bueno como si lo hubiera hecho Consieur Cartier, pero no está mal, considerando que son los primeros esfuerzos de una muchacha salvaje en un sitio salvaje.
Convirtieron la presentación en una pequeña ceremonia. H’ani sonriente, parecía un pequeño duende ambarino cuando Centaine le dio las gracias por ser un parangón de abuela y la mejor partera de todos los San. Pero el regalo, una vez puesto en su cuello, resultó demasiado grande y pesado para un cuerpecito tan frágil.
—¡Ja, mira, viejo, tú que estás tan orgulloso de ese cuchillo tuyo! ¡No es nada junto a esto! —dijo a su esposo, acariciando amorosamente el collar—. ¡Este es un verdadero regalo! Ahora llevo la luna y las estrellas alrededor de mi cuello.
Y se negó a quitárselo. Le golpeaba contra la clavícula cuando manejaba su palo de excavar o se inclinaba a recoger las nueces de mongongo. Cuando se agachaba sobre las fogatas, colgaba entre las bolsas de sus tetas vacías. Hasta por la noche, mientras dormía con la cabeza sobre el hombro desnudo, Centaine veía, desde su propio refugio, el brillo del collar sobre su pecho. Y parecía servir de peso al viejo cuerpecito, manteniéndolo contra la tierra.
Una vez que Centaine dejó de interesarse por el collar, ya recobrada totalmente su vitalidad después del parto, los días comenzaron a parecerle demasiado largos y los acantilados rocosos del valle tan restrictivos como los altos muros de una prisión.
La rutina diaria de la vida no exigía esfuerzos. Shasa dormía montado en su cadera o atado a su espalda, mientras ella juntaba las nueces caídas en el bosquecillo o ayudaba a H’ani a recoger leña. Sus menstruaciones se reanudaron normalmente. La escocían las energías que no gastaba.
Tenía súbitos arranques de depresión, en los que hasta la inocente cháchara de H’ani la irritaba; entonces se alejaba con el bebé. Si bien el niño dormía profundamente mientras eso ocurría, ella lo ponía en su regazo para hablarle en francés o en inglés. Le hablaba de su padre y del castillo, de Nuage, de Anna del general Courtney; los nombres y los recuerdos provocaban en ella una profunda melancolía. A veces, por las noches, cuando no podía dormir, escuchaba la música de su mente: los compases de Aída o las canciones que entonaban los campesinos de Mort Homme durante la vendimia.
Así pasaron los meses y las estaciones del desierto fueron rotando. Los mongongos florecieron y volvieron a dar frutos. Un día, Shasa se incorporó sobre manos y rodillas para iniciar sus primeras exploraciones del valle, para deleite de todos. Sin embargo, el humor de Centaine variaba con más violencia que las estaciones; la alegría que le inspiraba Shasa y su contento con la compañía de los ancianos alternaba con estados más depresivos, en los que se sentía como prisionera de por vida en el valle.
“Ellos vinieron aquí a morir —comprendió, al ver el modo en que los viejos San se habían establecido una rutina fija—, pero yo no quiero morir. ¡Quiero vivir, vivir!”.
H’ani, que la observaba atentamente, decidió que había llegado el momento. Un día dijo a O’wa.
—Mañana, Niña Nam y yo saldremos del valle.
—¿Por qué, vieja? —inquirió el marido, asombrado, pues estaba totalmente satisfecho y no pensaba salir.
—Necesitamos medicinas y un cambio de comida.
—No hay motivo para arriesgarse a pasar por entre los guardianes del túnel.
—Saldremos con el frescor del amanecer, cuando las abejas están soñolientas, y entraremos al caer la noche. Además los guardianes nos han aceptado.
O’wa iba a protestar, pero ella lo cortó en seco:
—Es necesario, viejo abuelo; hay cosas que los hombres no comprenden.
Centaine, tal como H’ani esperaba, se mostró entusiasmada por la promesa de una salida. Despertó a la anciana a sacudidas, mucho antes de la hora acordada. Ambas se deslizaron silenciosamente por el túnel de las abejas. Después, con Shasa bien atado a su espalda y la mochila colgada de un hombro, Centaine bajó corriendo por el estrecho valle hasta salir a los espacios interminables de desierto, como un escolar cuando se le permite salir del aula. Su buen humor duró toda la mañana. Ella y H’ani conversaban alegremente, caminando por el bosque, en busca de las raíces que H’ani decía necesitar. Con el calor del mediodía, buscaron refugio bajo una acacia y, mientras Centaine amamantaba al niño, H’ani se acurrucó a la sombra para dormitar como una vieja gata amarilla. Una vez que Shasa estuvo satisfecho, la muchacha apoyó la espalda contra el tronco de la acacia y también dormitó.
La despertó un ruido de cascos y resoplidos; abrió los ojos, pero sin moverse. Un grupo de cebras se había acercado sin ver a los seres humanos, pues tenían la brisa en contra y la hierba medía casi un metro de altura.
Había, cuanto menos, cien animales en el rebaño: crías recién; nacidas, de patas demasiado largas para el cuerpo, que no se apartaban de sus madres y miraban el mundo con ojos enormes, aprensivos; crías más crecidas y de paso seguro; hembras preñadas machos de grandes ancas. Centaine recordó vívidamente a Nuage, en la flor de su edad. Apoyada contra el tronco de la acacia, respirando apenas, los observaba con profundo placer. Se acercaron aún más, tanto que le hubiera bastado estirar la mano para tocar a uno de los potrillos. Pasaban tan cerca que notó el intrincado diseño del pelaje, distinto en cada animal, como huellas digitales; las bandas oscuras tenían un duplicado más claro, de color anaranjado cremoso, que constituía a cada cebra en una obra de arte.
En eso, uno de los machos, magnífico animal de buena alzada y cola espesa, apartó a una yegua joven de los otros, mordisqueándole los flancos y el cuello antes de acariciarla con el hocico.
La hembra coqueteaba, muy consciente de su deseable condición; puso los ojos en blanco y le dio un mordisco cruel, haciéndole retroceder. Pero el macho volvió y trató de ponerle el hocico bajo la cola en la tensa hinchazón del celo. Ella lanzó un chillido de indignado pudor y una coz demasiado alta.
Centaine se sintió inexplicablemente conmovida. Compartía la creciente excitación de la hembra, su ficción de rechazo, que estaba aumentando el ardor del semental. Por fin la hembra se sometió, inmóvil, levantando la cola. Centaine sintió que su propio cuerpo se ponía tenso de expectativa. Cuando el semental sepultó en su compañera la larga nariz palpitante, la muchacha apretó bruscamente las rodillas, ahogando una exclamación.
Esa noche, en su tosco refugio, junto al estanque termal soñó con Michael y el viejo granero. Despertó con una soledad.
Profunda, corrosiva, y un descontento indirecto que no cedió siquiera cuando puso a Shasa a mamar.
Su negro humor perduró. Las altas paredes del valle se cerraban en derredor, como si le impidieran respirar. Sin embargo pasaron otros cuatro días antes de que pudiera convencer a H’ani de efectuar otra expedición por los bosques abiertos.
Buceó el rebaño de cebras mientras caminaban entre los mopanis, pero esta vez los bosques parecían extrañamente desiertos; los pocos animales silvestres que pudo ver parecían desconfiados y huidizos; se alarmaban de inmediato ante la presencia humana, aun desde muy lejos.
—Hay algo raro —murmuró H’ani, mientras descansaba del calor del mediodía—. No sé qué es, pero los animales también lo sienten. Me pone intranquila. Deberíamos volver al valle para hablar con O’wa. Él sabe más que yo de estas cosas.
—Oh, H’ani, todavía no —le rogó Centaine—. Quedémonos un rato mas. Me siento tan libre…
—No me gusta lo que está pasando aquí —insistió la anciana.
—Las abejas —apuntó la muchacha, inspirada—. No podemos pasar por el túnel hasta que baje el sol.
Y aunque H’ani, gruñó, malhumorada, tuvo que acceder.
—Pero escucha lo que te dice esta vieja: aquí pasa algo raro, algo malo.
Ninguna de las dos pudo dormir cuando llegó el mediodía. H’ani levantó al niño en cuanto acabó de mamar.
—Cómo crece —susurró. Había una sombra de pena en sus ojos brillantes—. Ojalá pudiera verlo crecido, recto y alto como el mopani.
—Así será, anciana abuela —replicó Centaine, sonriendo—: vivirás hasta verlo hecho hombre.
H’ani levantó la mirada.
—Os iréis los dos, algún día, muy pronto. Lo presiento: tú volverás con los tuyos. —Su voz sonó áspera de pesar—. Os iréis los dos, y entonces a esta vieja no le quedará nada por qué vivir.
—No, anciana abuela. —La joven le cogió la mano—. Tal vez nos vayamos algún día. Pero volveremos a ti, te doy mi palabra.
H’ani liberó suavemente su mano. Siempre sin mirarla, se levantó.
—El calor ha pasado.
Volvieron hacia la montaña, caminando por el bosque, guardando buena distancia entre sí; se mantenían apenas a la vista, salvo cuando se interponía un matorral más denso. Centaine, según su costumbre, iba hablando en francés para adiestrar el oído del niño al sonido del idioma y para ejercitar su propia dicción.
Estaban muy cerca de la cuesta, bajo los barrancos, cuando la muchacha vio las huellas frescas de un par de cebras, profundamente impresas en la tierra blanda. Las instrucciones de H’ani le habían desarrollado las facultades de observación, y O’wa le había enseñado a leer las señales de la espesura con facilidad. En esas huellas había algo que la intrigaba. Corrían paralelas, como si los animales hubieran estado atados entre sí. Pasó a Shasa a la otra cadera y giró para examinarlas con más atención.
De pronto se detuvo, con un respingo que alarmó a la criatura, arrancándole un chillido de protesta. Centaine, paralizada de sorpresa, miraba fijamente la impresión de los cascos, sin comprender del todo lo que veía. De pronto, una oleada de emociones y comprensión la hizo temblar. Ahora comprendía la agitada conducta de los animales salvajes y la premonición de H’ani. Se echó a temblar, a un tiempo con miedo y alegría, confusión y estremecido entusiasmo.
—Shasa —susurró—, no son huellas de cebra. —Los cascos mostraban medialunas de acero—. ¡Jinetes, Shasa! ¡Hombres civilizados que montan caballos calzados de acero!
Parecía imposible que hubieran pasado por allí, en ese lejano desierto. Por instinto, sus manos volaron al chal de lona que usaba sobre los hombros, del que sus pechos asomaban sin vergüenza. Se los cubrió, echando en derredor una mirada temerosa. En su vida con los San había llegado a aceptar la desnudez como algo completamente natural, pero en ese momento cobraba conciencia de que tenía las faldas muy por encima de sus rodillas. Y sentía vergüenza.
Se apartó de las huellas como un dedo acusador.
—Hombres. Un hombre civilizado —repitió.
De inmediato, la imagen de Michael se formó en su mente Las ansias se impusieron al pudor. Volvió a adelantarse, arrodillándose justo al rastro para mirarlo con avidez. No se atrevía a tocarlo, por si resultara ser una alucinación.
Estaba fresco, tan fresco que bajo su mirada se derrumbó el borde limpio de una impresión, en un goteo de arena suelta.
—Una hora, Shasa. Han pasado hace una hora, cuanto más.
Los jinetes iban al paso, a menos de ocho kilómetros por hora.
—Hay un hombre civilizado a ocho kilómetros a la redonda, en este mismo instante, Shasa.
Se levantó de un salto y corrió cincuenta pasos, siguiendo la línea antes de detenerse otra vez para arrodillarse. Antes no lo hubiera visto, pero después de la instrucción recibida de O’wa pudo distinguir la extraña textura del metal, aunque no era más grande que la uña de su pulgar y había caído entre hierbas secas.
Lo recogió en la palma de la mano. Era un botón de bronce oscurecido, del tipo militar; del que aún pendía el hilo roto. Lo estudió como si se tratara de una joya invalorable. El diseño mostraba un unicornio y un antílope teniendo un escudo; debajo, una cinta con el lema:
—Ex Unitate Vires —leyó en voz alta. Había visto esos botones en la chaqueta del general Sean Courtney, aunque bien pulidos—. De la unidad, la fuerza: el escudo de armas de la Unión Sudafricana.
—¡Un soldado, Shasa! ¡Uno de los hombres del general Courtney!
En ese momento se oyó un silbido lejano: la llamada de H’ani. Centaine se levantó de un salto, pero se retrasó, indecisa. Todos sus instintos le ordenaban que corriera desesperadamente tras el jinete, para rogarle que le permitiera viajar con ellos a la civilización. Pero H’ani volvió a silbar y ella se giró.
Sabía el terror que provocaba en los San cualquier extraño, pues los viejos le habían contado todos los relatos de las brutales persecuciones sufridas.
“H’ani no debe ver estas huellas.”
Con la mano haciéndose sombra en los ojos, echó una mirada nostálgica en la dirección que llevaba el rastro, pero nada se movía entre los árboles de mopani.
—Ella trataría de detenernos, Shasa; ella y O’wa harían cualquier cosa para detenernos. ¿Cómo vamos a dejarlos, pobres viejos? Sin embargo, ellos no pueden venir con nosotros; correrían un peligro aún mayor. Pero no podemos dejar pasar esta oportunidad. Puede ser la única.
H’ani volvió a silbar, esa vez mucho más cerca. Su pequeña silueta asomaba ya entre los árboles; venía hacia ella. La mano de Centaine se cerró, culpable, sobre el botón de bronce, para guardarlo rápidamente, en el fondo de su mochila.
—H’ani no debe ver las huellas —repitió.
Y levantó la mirada hacia los acantilados para orientarse, a fin de poder encontrarlas más tarde. Luego giró en redondo y corrió al encuentro de la vieja.
Esa noche, mientras ejecutaban las labores acostumbradas, a Centaine le costó disimular su nervioso entusiasmo; respondía con distracción a las preguntas de H’ani. Después de comer, terminado ya el breve crepúsculo africano, volvió a su refugio y se acomodó como para dormir, echando la piel de antílope sobre su cuerpo y del niño. Aunque permanecía quieta, regulando la respiración, estaba preocupada y nerviosa.
Trató de tomar una decisión.
No tenía modo de saber quiénes eran los jinetes, pero también estaba igualmente decidida a correr el riesgo de sentir esas tentadoras huellas, por su promesa de rescate. Quería volver a su propio mundo, escapar de esa dura existencia, que acabaría por convertir en salvajes a ella y a su hijo.
—Necesitamos darnos ventaja, para que podamos alcanzar a los jinetes antes de que H’ani y O’wa noten nuestra ausencia. Así no nos seguirán y no se verán expuestos al peligro. Nos iremos en cuanto salga la luna, bebé.
Permaneció quieta y tensa, fingiendo dormir, hasta que la luna asomó por el anillo del valle. Entonces se levantó en silencio. Shasa soltó un murmullo soñoliento, en tanto ella recogía su mochila y su palo, para salir calladamente al camino.
Se detuvo a mirar desde el recodo de la colina. El fuego estaba reducido a brasas, pero la luna aún iluminaba el refugio de los ancianos. O’wa estaba entre las sombras, pero el claro de luna bañaba claramente a H’ani.
Su piel ambarina parecía relumbrar bajo la luz suave. La cara, apoyada en su propio hombro, miraba hacia Centaine. Se la notaba triste, desesperanzada, como en un anticipo de la terrible pena que sufriría al despertar; el collar de guijarros relucía opacamente sobre su pecho huesudo.
—Adiós, anciana abuela —susurró Centaine—. Gracias por tanta bondad. Siempre te amaré. Perdónanos, pequeña H’ani, pero tenemos que irnos.
Centaine tuvo que tomar coraje para doblar el recodo que la separaba del campamento. Al correr hacia el túnel de las abejas, las lágrimas le borraban el claro de luna, con sabor a agua de mar.
Avanzó a tientas por la total oscuridad, entre el cálido olor de miel, hasta salir al estrecho valle. Allí se detuvo a escuchar, temiendo oír pasos de pies descalzos detrás de ella, pero el único ruido era el chillido de algún chacal, allá abajo, en la planicie. Centaine continuó su marcha.
Al llegar a terreno llano Shasa se quejó, moviéndose sobre su cadera; ella, sin detenerse, arregló el chal para que tuviera el pecho al alcance. El niño se prendió de él, goloso, mientras ella le susurraba, apretando el paso:
—No temas, bebé, aunque ésta sea la primera vez que estamos solos por la noche. Los jinetes han de haber acampado a poca distancia. Los alcanzaremos antes del amanecer, antes de que H’ani y O’wa hayan despertado. No mires las sombras, Shasa; no imagines cosas…
Siguió hablando con suavidad para afirmar su propio coraje, pues la noche estaba llena de misterios y amenazas. Hasta entonces nunca se había dado cuenta de que dependía tanto de los dos ancianos.
—Ya deberíamos haber hallado el rastro, Shasa. —Centaine se detuvo, insegura, mirando a su alrededor. A la luz de la luna todo parecía distinto—. Seguramente lo hemos pasado por alto.
Volvió atrás, iniciando un trote ansioso.
—Estoy segura de que estaba al comienzo de esta pradera. —Y de pronto, en un arrebato de alivio—. Allí está. Claro, la luna no estaba antes a nuestro favor.
En ese momento, los cascos se veían bien bordeados de sombra; las herraduras habían mordido profundamente la tierra arenosa. ¡Cuánto le había enseñado O’wa! Veía las huellas con tanta claridad que hubiera podido seguirlas a la carrera. Los jinetes no habían hecho ningún esfuerzo por ocultar su rastro y no había viento que lo borrara. En cierta ocasión uno de ellos había desmontado para llevar a su caballo por la brida durante un trecho.
Le regocijó ver que ese hombre llevaba botas, botas de montar con tacones de altura media y suelas bien gastadas.
A pesar de la poca luz, notó, por la longitud de los pasos y la leve inclinación de la punta hacia fuera, que era alto, de pies estrechos y largos; caminaba con facilidad y confianza. Eso pareció confirmar todas sus esperanzas.
—Espérenos —susurró—. Por favor, señor, espere a que Shasa y yo lo alcancemos.
Iba ganando ventaja rápidamente.
—Debemos buscar la fogata, Shasa. Han de estar acampados a poca distancia de… —Se interrumpió—. ¡Eh! ¿Qué ha sido eso, Shasa? ¿Lo has visto?
Clavó la vista en el bosque.
—Estoy segura de haber visto algo. —Miró en derredor—. Pero ya no está. —Cambió a Shasa al otro lado de la cadera—. ¡Cuánto pesas ya! Pero no importa. Ya falta poco.
Siguió la marcha, y los árboles fueron raleando. Por fin Centaine se encontró ante otra pradera abierta. La luna daba un claro lustre metálico a la hierba corta.
Inspeccionó ansiosamente el terreno abierto, centrando su atención en cada irregularidad oscura, con la esperanza de ver caballos atados cerca de alguna fogata y siluetas humanas envueltas en sus frazadas, pero sólo se veían tocones de árboles u hormigueros. Al otro lado de la pradera pastaba un pequeño rebaño de ñúes.
—No te preocupes, Shasa —dijo, en voz alta, para disimular su intensa desilusión—. Tienen que haber acampado entre los árboles.
Los ñúes levantaron la cabeza y se lanzaron en estampida, resoplando. El polvo fino quedó suspendido tras ellos como la niebla.
—¿Qué los ha asustado, Shasa? Tenemos el viento de frente; no pueden habernos olfateado. —Se perdió el ruido del rebaño lanzado a la carrera—. ¡Algo los ha perseguido!
Miró en derredor, con cautela.
—Estoy imaginando cosas. Estoy viendo cosas que no existen. No podemos dejarnos asustar por las sombras.
Centaine siguió avanzando con firmeza, pero a poca distancia de allí volvió a detenerse asustada.
—¿Has oído, Shasa? Algo nos sigue. Oigo los pasos, pero ahora se ha detenido. Siento que nos observa.
En ese momento, una nube pequeña cruzó por delante de la luna; el mundo quedó a oscuras.
—Pronto asomará la luna otra vez. —Centaine estrechó al niño con tanta fuerza, que le hizo dar un grito de protesta—. Disculpa bebé.
Aflojó el abrazo y, al reanudar la marcha, dio un tropezón.
—Lamento haber venido… No, no es cierto. Teníamos que hacerlo. Hay que ser valientes, Shasa. No podemos seguir el rastro mientras no salga la luna.
Se sentó a descansar, con la vista fija en el cielo. La luna era un nimbo pálido a través de la leve nube gris; de pronto se abrió un agujero en la capa nubosa y, por un momento, la luz inundó la pradera de suave platino.
—¡Shasa!
La voz de Centaine se elevó en un grito agudo.
Había algo allí fuera: una forma clara, enorme, grande como un caballo, pero con un porte siniestro, subrepticio, nada equino. Ante su grito se perdió de vista tras la hierba.
Centaine se levantó de un salto y corrió hacia los árboles, pero antes de que los alcanzara la luna volvió a desaparecer. En la oscuridad, la muchacha cayó cuan larga era. Shasa chilló contra su pecho asustado.
—Por favor, calla bebé. —Centaine lo abrazó, pero el niño, sintiendo su terror, siguió gritando—. No, Shasa. Harás que nos siga.
Centaine temblaba sin remedio. Esa cosa enorme, en la oscuridad, era como una amenaza ultraterrena; tenía un aura maligna casi palpable, y ella sabía qué era. Lo había visto otras veces.
Se apretó contra el suelo, tratando de cubrir al niño con su propio cuerpo. Un huracán de sonido colmó la noche, llenándole la cabeza, llenándole hasta el alma misma. Ella lo había oído antes, pero nunca tan cerca.
—Oh, madre de Dios —susurró. Era el rugido de un león. El sonido más aterrorizante de los páramos africanos.
En ese momento la luna volvió a despejarse, permitiéndole ver al león con claridad. Estaba frente a ella, a cincuenta pasos de distancia. Era inmenso; su melena, totalmente extendida, parecía una rojiza cola de pavo real; su cola volaba de un lado a otro, como un metrónomo. Entonces alargó el cuello y abrió las fauces, mostrando los colmillos de marfil, que centellearon como dagas y volvió a rugir.
Toda la ferocidad de África parecía haber sido destilada en esa descarga horrible, que le detuvo el corazón, apretándole los pulmones. Sintió que los intestinos y la vejiga se le aflojaban hasta tal punto que le costó contenerse. Shasa, en sus brazos, se retorcía gritando. Bastó eso para sacar a Centaine de su paroxismo de terror.
El león era un macho viejo, expulsado por la manada. Tenía los dientes y las garras gastados, la piel llena de cicatrices y el lomo casi pelado. En la batalla sucesoria con el macho joven que lo expulsara había perdido un ojo.
Estaba enfermo y muerto de hambre; las costillas parecían asomar bajo el pelaje ralo. Tres días antes, impulsado por el hambre, había atacado a un puercoespín, cuyas púas venenosas le habían dejado profundos pinchazos en el cuello y las mejillas; esas lastimaduras ya estaban supurando, infectadas. Era viejo, débil, inseguro; tenía la confianza hecha trizas; desconfiaba del hombre y del olor humano. En otros tiempos, hambriento como estaba, hubiera atacado velozmente y en silencio; pero en ese momento se retrasaba, acechando, entre rugidos nerviosos e indecisos.
Centaine se levantó de un salto. Fue un movimiento instintivo. Había visto al viejo gato de su casa con los ratones y el modo en que reaccionaba por reflejo cuando su víctima intentaba la huida. De algún modo, sabía que si echaba a correr atraería inmediatamente al felino.
Lanzó un grito y corrió directamente hacia el león, apuntándole con el palo afilado. El animal giró en redondo y partió al galope; cincuenta pasos más allá se detuvo a mirarla, sacudiendo la cola de lado a lado, entre gruñidos de frustración.
Centaine retrocedió, sin dejar de mirarlo, con Shasa bajo el brazo y el palo en la otra mano. Echó un vistazo por encima de su hombro: el mopani más próximo estaba aislado del resto del bosque. Era recto y resistente; la primera horqueta estaba a buena distancia del suelo, pero parecía estar en el otro extremo de la tierra.
—No debemos correr, Shasa —susurró. Le temblaba la voz—. Despacio, muy despacio.
El sudor le caía hasta los ojos, aunque se estremecía de miedo.
El león describió un círculo hacia el bosque, con la cabeza baja y las orejas erguidas. Su único ojo tenía el brillo de una navaja.
—Debemos llegar al árbol, Shasa.
El bebé chilló, pateándole la cadera. El león se detuvo, olfateando.
—Oh, por Dios, qué grande es.
Su pie se enganchó en algo. Estuvo a punto de caer, y el animal se precipitó hacia delante, con terribles rugidos. Centaine dio otro grito y agitó el palo.
El león se detuvo, pero esta vez no retrocedió. La miraba de frente, bajando amenazadora la gran cabeza. Cuando la muchacha volvió a retroceder, él la siguió.
—El árbol, Shasa. ¡Tenemos que llegar al árbol!
La fiera describió otro círculo, mientras ella levantaba la mirada. Otra nube se acercaba desde el Norte.
—¡Por favor, no cubras la luna! —susurró, con voz quebrada.
Comprendía que la vida de ambos dependía de esa luz suave e incierta, Instintivamente, sabía que el gran felino se haría más audaz aun en la oscuridad. Aun en esos momentos, los círculos eran cada vez más cerrados. Se estaba acercando, todavía cauteloso, pero sin dejar de observarla.
Faltaban sólo segundos para el ataque final.
Algo la golpeó por detrás. Ella soltó un chillido y estuvo a punto de caer, antes de notar que había chocado con el tronco del mopani. Se aferró a él, pues las piernas ya no la sostenían, y descolgó la mochila de su hombro.
Temblaba tanto que estuvo a punto de dejarla caer, pero sacó los huevos de avestruz, uno a uno, y puso a Shasa en la bolsa, con los pies hacia abajo, de modo tal que sólo asomara su cabeza. El niño, con la cara enrojecida, gritaba de furia.
—Calla, por favor, calla…
Volvió a coger su palo y se lo metió en el cinturón de soga, como si fuera una espada. De un solo salto alcanzó la primera rama y trepó, descalza, buscando apoyo en la corteza dura. Nunca se hubiera creído capaz, pero la desesperación les prestó reservas insospechadas: logró izarse con su carga, a fuerza de brazos y piernas, y se arrastró por la rama.
Aun así estaba sólo a metro y medio del suelo. El león, con un gruñido horrible, corrió un trecho. Centaine, de pie en la rama, buscó otro sitio, y otro. La corteza era áspera y abrasiva como piel de cocodrilo. Cuando alcanzó los nueve metros de altura, sus dedos y pantorrillas estaban sangrando.
El león, al olfatear la sangre de sus despellejaduras, llegó a un frenesí de hambre. Después de oler los huevos de avestruz, llenos de agua, que la muchacha había dejado al pie del mopani, volvió a rugir.
—Estamos a salvo, Shasa.
Centaine sollozaba de alivio, acurrucada en la horqueta, con el niño en el regazo, sin dejar de vigilar la bestia por entre el follaje. Notó que ya se veía con más claridad; la luz del amanecer estaba ruborizando el cielo.
—Pronto será de día, Shasa. Entonces la bestia se irá.
Allá abajo, el león se alzó de patas contra el tronco, mirándola, y desgarró con las uñas la corteza del árbol, lanzando otra vez esos terribles aullidos. De las heridas brotó savia.
—¡Vete! —le gritó Centaine.
El león se bajó sobre los cuartos traseros para lanzarse hacia arriba y logró clavar las cuatro patas.
—¡No! ¡Vete!
Michael le había dicho que los leones no trepaban a los árboles; lo mismo había leído en los libros de Levaillant. Pero aquel felino enorme escaló el tronco y quedó en equilibrio sobre la rama principal, a tres metros del suelo, mirándola.
—¡Shasa! —En ese momento comprendió que el león iba a alcanzarla. Con trepar no había hecho sino retrasar el momento—. Tenemos que salvarte, Shasa.
Se estiró hacia arriba, de pie en la horqueta, aferrada a la rama lateral.
—¡Allí!
Por encima de su cabeza había una rama quebrada que asomaba como un perchero. Empleando el resto de sus fuerzas, levantó la bolsa de cuero crudo en donde había puesto al niño y enganchó la correa en el muñón.
—Adiós, querido mío —jadeó—. Tal vez H’ani te encuentre.
Shasa pateaba y se debatía. La bolsa se balanceó en lo alto, mientras Centaine se dejaba caer otra vez en la horqueta para sacar el palo afilado.
—Quédate quieto, bebé. Por favor, quédate quieto.
No levantó la mirada. Estaba observando al león.
El león se estiró hacia arriba, en equilibrio sobre la rama, y volvió a rugir. Centaine olió entonces sus heridas supurantes y el hedor de carroña de su aliento. La bestia saltó hacia arriba.
Sus garras rompieron la corteza, pero se engancharon en ella. Así pudo subir, en una serie de saltos convulsivos. Su único ojo seguía fijo en Centaine. Iba en línea recta hacia ella.
La muchacha lanzó un alarido y le clavó el palo en las fauces, con todas sus fuerzas. Sintió que la punta afilada se hundía en la membrana mucosa, al fondo de la garganta, y vio un chorro de sangre escarlata. De inmediato, el león cerró las mandíbulas contra el palo y, con un solo movimiento de cabeza, se lo arrancó de las manos para arrojarlo al suelo.
Luego, con la sangre brotándole en abundancia entre los dientes, lanzando una nube rosada con cada rugido, estiró una pata enorme.
Centaine levantó las piernas como impulsada por un resorte, tratando de evitarla, pero no fue lo bastante rápida. Una de las uñas curvas larga y gruesa como el dedo de un hombre, se le clavó sobre el tobillo, tirando de ella salvajemente.
Al verse arrancada de la horqueta, rodeó con ambos brazos la rama lateral y se aferró a ella con todas sus fuerzas. Sentía que el peso insoportable de la bestia le estiraba la pierna, hasta que le crujieron las articulaciones de la rodilla y la cadera. El dolor le subió por la columna, llenándole el cráneo como un cohete al estallar. Sus brazos comenzaban a aflojarse. Centímetro a centímetro, iba descendiendo.
—Cuida de mi bebé —aulló—. Por favor, Dios mío, protege a mi bebé. Era otra salida a la ventura. Garry estaba completamente convencido de ello, aunque no iba a cometer la tontería de decirlo en voz alta. Hasta pensarlo le despertaba remordimientos. Miró de reojo a la mujer que amaba.
Anna había aprendido inglés y perdido un poco de peso, en los dieciocho meses, breves y dulces meses, transcurridos desde que él la conoció. Esto último era lo único que él hubiera querido alterar. En realidad, vivía instándola a comer. Todos los días le llevaba tortas y golosinas a las habitaciones del hotel de Windhoek donde se habían establecido de modo permanente. Aun así, ella perdía peso.
Claro, pasaban poco tiempo en el hotel, se dijo él, entristecido. Pasaban demasiado tiempo andando por los matorrales, como en esos momentos. En cuanto él lograba hacerle recuperar un par de kilos, ya partían otra vez, a sacudirse por remotos caminos en el primer “Fiat” abierto con el que remplazaron al “Ford T”. Cuando las carreteras desaparecían, recurrían a caballos y mulas para seguir los rumores y, con frecuencia, informaciones deliberadamente erróneas.
“Los viejos locos”, tal era el título que se ganaron en buena ley de un extremo a otro del territorio. Garry se horrorizaba al calcular los costos de esa búsqueda incesante, pero de inmediato pensaba: “¿Y en qué otra cosa podría gastar el dinero, salvo en Anna?” Por lo tanto, se lanzaba de cabeza a aquella locura.
Claro: a veces, al despertar en la noche, pensaba las cosas con sensatez. Entonces sabía que su nieto no existía, que su nuera se había ahogado dieciocho meses antes, llevando consigo su último vínculo con Michael. Entonces volvía a sentir un dolor terrible, hasta que buscaba a tientas a Anna y se acurrucaba contra ella. Aún dormida, la mujer parecía percibir su necesidad y le ofrecía refugio.
Por la mañana despertaba fresco y revitalizado, perdida toda lógica, devuelta la fe ciega, listo para partir en la próxima aventura fantástica que tuvieran por delante.
Garry hizo imprimir cinco mil carteles para distribuir por todas las Comisarías, tribunales, correos y estaciones ferroviarias del sudoeste de África. Dondequiera fueran, siempre llevaban unos cuantos en el asiento trasero y los pegaban en todas las paredes de tiendas y bares que encontraran, o en los árboles de caminos desolados. Con pequeños sobornos de golosinas, los entregaban a los pilluelos negros o blancos, con instrucciones de llevarlos a casa, a los kraals, a los campamentos, y entregarlos a sus mayores.
£5.000 RECOMPENSA £5.000
Por cualquier información que ayude al rescate de CENTAINE DE THIRY COURTNEY, sobreviviente del buque hospital PROTEA CASTLE, bárbaramente torpedeado por un submarino alemán el 28 de agosto de 1917, ante la costa norte de SWAKOPMUND.
LA SEÑORA COURTNEY habría sido arrojada a la costa y podría estar al cuidado de tribus salvajes o sola en los páramos. Toda información concerniente a su paradero debe ser transmitida a quien suscribe, en el HOTEL KAISERHOF, WINDHOEK.
Tte. Cnel. G. C. COURTNEY
Cinco mil libras era una fortuna: veinte años de salarios para el obrero común; lo bastante para comprar un rancho, llenarlo de ganado y de ovejas, y vivir sin problemas el resto de la vida. Eran muchos los que deseaban esa recompensa o cualquier suma menor que pudieran arrancar a Garry, mediante vagas promesas, historias fantasiosas y mentiras descaradas.
En las habitaciones del hotel, él y Anna entrevistaron a los esperanzados que nunca habían llegado más allá de donde terminaban las vías ferroviarias, pero estaban dispuestos a guiar expediciones por el desierto; otros habían visto a Centaine, sin lugar a dudas, y sólo necesitaban unas mil libras para ir a buscarla. Había espiritistas y clarividentes que se mantenían en contacto constante con ella, en un plano superior. Hubo hasta un caballero que se ofreció a venderles a su propia hija, a precio regalado, para remplazar a la muchacha perdida.
Garry los recibía a todos alegremente; escuchaba sus relatos, revisaba sus teorías o instrucciones; se sentaba ante el tablero güija de los espiritistas. En cierta ocasión, siguió a uno de ellos, que llevaba un anillo de Centaine suspendido de un cordel, en un peregrinaje de ochocientos kilómetros a través del desierto. Se le presentaron varias jóvenes de diversos tipos y coloración, que aseguraban ser Centaine de Thiry Courtney o estar dispuestas a hacer lo mismo que esa muchacha. Algunas se pusieron insultantes al verse rechazadas y Anna tuvo que expulsarlas personalmente del hotel.
“No me extraña que esté perdiendo peso”, se dijo Garry.
Y se inclinó para tocarle el muslo, sonriendo con cariño, mientras pensaba en el viejo dicho: “Te agradecemos, Dios, lo que tenemos, pero con un poco más nos harías felices.”
—Llegaremos pronto.
Ella asintió, respondiendo.
—Esta vez vamos a encontrarla. Lo sé. Tengo la certeza.
—Sí —repuso Garry, como correspondía—. Esta vez será diferente.
Con esa afirmación no corría el peligro de mentir. Ninguna de sus muchas expediciones había comenzado de modo tan misterioso.
Uno de los carteles ofreciendo recompensa les había llegado doblado en dos y sellado con lacre. Tenía matasellos de cuatro días antes y había sido despachado desde Usakos, una estación a medio camino entre Windhoek y la costa. Como el envío no llevaba el sello, Garry se vio obligado a pagar el franqueo. La dirección estaba escrita con letra audaz, pero culta, inconfundiblemente alemana. Al romper el lacre, encontró una lacónica cita escrita al pie de la hoja y un mapa dibujado a mano por el que debía guiarse. No iba firmado.
Garry telegrafió inmediatamente al jefe de correos de Usakos, confiando en que, dado el escaso volumen de correspondencia de la zona, el hombre recordara todos los despachos. En verdad, así era. El cartel había sido dejado en el umbral de la oficina durante la noche, sin que nadie viera al remitente.
Todo eso intrigó a Garry y a Anna (probablemente era lo que buscaba el remitente), que se mostraran ansiosos por acudir a la cita. Se les indicaba un punto de la estéril Kamas Hochtland, a doscientos veinte kilómetros de Windhoek.
Tardaron tres días en recorrer aquellos tramos atroces, pero después de perderse diez o doce veces, de cambiar otros tantos neumáticos, todo ese tiempo durmiendo en el suelo, junto al “Fiat” ya estaban en el sitio indicado.
El sol calcinaba desde un cielo sin nubes. Anna parecía impermeable al calor, al polvo, a las incomodidades del desierto. Garry, que la miraba con una admiración sin límites, estuvo a punto de pasar por alto una curva cerrada. El coche se balanceó ante el vacío que se abría ante ellos. Su conductor viró y utilizó el freno de mano.
Estaban en el borde de un profundo cañón que cortaba la meseta como un hachazo. El sendero descendía hacia el fondo, en una serie de curvas, como las contorsiones de una serpiente herida. Varios metros más abajo, el río era una cinta estrecha que lanzaba reflejos cegadores.
—Es aquí —dijo Garry—. No me gusta. Allá abajo estaremos a merced de cualquier asesino.
—Mijnheer, ya llegamos tarde a la cita…
—No sé si alguna vez podremos salir de allí. Y Dios sabe que nadie va encontrarnos, como no sea reducidos a huesos.
—Vamos, Mijnheer. Más tarde hablaremos.
Él aspiró con fuerza. A veces resultaba muy inconveniente formar pareja con una mujer de voluntad fuerte. Soltó el freno de mano y el “Fiat” franqueó el borde del cañón. Ya no había modo de retroceder.
El descenso fue una pesadilla; la pendiente era tan pronunciada que los frenos humeaban.
—Ahora ya sé por qué nuestro amigo eligió este lugar. Nos tiene a su merced.
Cuarenta minutos más tarde llegaron al fondo del cañón.
Las paredes eran tan altas que bloqueaban el sol, dejándolos en la sombra. De todos modos, el calor era asfixiante, pues allí abajo no llegaba la brisa.
A cada lado del río había una estrecha banda de tierra nivelada, cubierta de toscos espinillos. Garry sacó el “Fiat” de la senda Y ambos bajaron, tiesos, sacudiéndose el polvo rojo. El agua tenía un color opaco y ponzoñoso, como el amarillo de los desechos químicos.
—Bueno… —Garry inspeccionó ambas riberas y los acantilados—. Parece que estamos solos. Nuestro amigo no se deja ver. —Esperaremos.
—Por supuesto, Mevrou. —Levantó el sombrero para limpiarse la cara con el pañuelo que llevaba al cuello—. ¿Puedo sugerir que tomemos una taza de té?
Anna cogió la tetera y bajó hasta el río; después de probar el agua, con suspicacia, llenó el recipiente y subió. Garry ya tenía una fogata de espinillos entre dos piedras planas. Mientras la tetera se calentaba sacó una manta y la botella de schnapps. Vertió una medida generosa en cada uno de los jarritos, agregó, una cucharada de azúcar y los llenó de té fuerte. Había descubierto que el schnapps, como el chocolate, causaba un efecto suavizante en Anna. “Tal vez el viaje no fuera tiempo perdido”, pensó, mientras agregaba un juicioso chorrito de licor al jarrito de su compañera, para llevárselo.
Antes de llegar a la manta en donde se había sentado, Garry soltó un grito asustado y dejó caer el jarrito, salpicándose las botas con té hirviendo. Sin apartar la vista de las malezas que crecían detrás de Anna, levantó las manos. Anna echó una sola mirada por sobre el hombro.
De inmediato estaba de pie, blandiendo ante sí un leño encendido. Garry se apresuró a ponerse junto a su mole protectora.
—¡No se acerquen! —aulló la mujer—. ¡Al primero que se acerque le rompo la cabeza!
Estaban rodeados. La banda se les había acercado por la maleza.
—¡Oh, Dios, sabía que era una trampa! —murmuró el coronel. Sin duda alguna, eran los asesinos más feroces que jamás viera.
—No tenemos dinero, ni nada que valga la pena robar…
Cuántos habría, se preguntó, desesperado. Tres… no había otro detrás del árbol: cuatro rufianes asesinos. El jefe, obviamente, era un gigante negro, con el pecho cruzado de cartucheras y un “máuser” en el hueco del brazo. Una barba lanuda le enmarcaba el rostro, como la melena de un león come hombres.
Los otros estaban bien armados. Llevaban piezas sueltas de uniformes militares y ropas civiles, todas muy gastadas y raídas, algunos iban descalzos; otros, con botas ya deformadas y gastadas por las duras marchas. Sólo las armas mostraban el efecto de,,
un buen cuidado; las llevaban con amor, casi como un padre a su primogénito.
Garry pensó fugazmente en el revólver que llevaba bajo el tablero del “Fiat”, pero abandonó enseguida idea tan descabellada.
—No nos hagan daño —rogó, poniéndose detrás de Anna.
De pronto, con una sensación de total incredulidad, se vio abandonado por ella: la mujer se había lanzado al ataque, blandiendo el leño como un hacha de vikingo, y atacaba directamente al enorme jefe.
—¡Atrás, grandísimo cerdo! —rugió, en flamenco—. ¡Fuera de aquí, hijo de una reverenda puta nacida en el Hades!
La banda, tomada por sorpresa, se desunió en un pandemonio, tratando de esquivar el leño humeante que siseaba por encima.
—¡Cómo te atreves, bastardo hediondo, parido por una puta roñosa…!
Garry, aún temblando de pánico, la miraba fijamente, en una mezcla de asombro y admiración por esa nueva demostración de su amante. En su vida había oído grandes maldiciones; existía cierto legendario sargento, durante la rebelión de los zulúes, cuyas admoniciones a los soldados hacían que los hombres viajaran muchas millas para escucharlo. Pero ese hombre era un maestro de escuela dominical, comparado con Anna. Se habría podido cobrar entrada para escucharla. Su elocuencia sólo podía compararse con su destreza para manejar el leño.
En cuestión de segundos sólo quedaba el gigantesco ovambo para soportar el ataque de la mujer. Era ágil y rápido, lo que le permitió esquivar el leño hasta refugiarse tras el espinillo más cercano.
—¡Sal si eres hombre, panza amarilla, cara negra, remedo de mono con bolas azules! —Garry tomó nota de lo colorido de la metáfora—. ¡Sal para que te mate!
El ovambo rechazó la invitación, cauteloso.
—No, no. No he venido a pelear con ustedes, sino a buscarlos —respondió, en afrikaans.
Ella bajó lentamente el leño.
—¿Tú escribiste la carta?
El ovambo sacudió la cabeza.
—Vengo a llevarlos hasta el que la escribió.
—Oh, Dios mío… —El flamante coraje de Garry se evaporó—. Sé quién es usted. Han puesto precio a su cabeza. Cuando lo atrapen lo ahorcarán. Es un criminal buscado, señor.
—Mi querido coronel, prefiero considerarme soldado y patriota.
—Los soldados no siguen batallando y destruyendo propiedades después de una rendición formal. El coronel Franke se rindió hace casi cuatro años.
—Yo no reconocí el derecho del coronel a rendirse —aclaró Lothar, despectivamente—. Yo era soldado del Káiser y de la Alemania imperial.
—La misma Alemania se rindió, hace tres meses.
—En efecto, y desde entonces no he perpetrado ningún' acto de guerra.
—Pero todavía está en armas y…
—No puedo entregarme por lo mismo que usted ha expresado tan sucintamente: si lo hago, los suyos van a ahorcarme.
Como si el escrutinio de Garry le hubiera hecho cobrar súbita conciencia de su torso desnudo, Lothar alargó la mano hacia su chaquetilla, que pendía de un espinillo, recién lavada. Mientras se la ponía, los botones de bronce centellearon. Garry entornó los ojos.
—Maldición, señor, su insolencia es insoportable. Esa chaqueta es del Ejército británico. Está usando un uniforme nuestro. Eso, por sí, bastaría para fusilarlo de inmediato.
—¿Preferiría que anduviera desnudo, coronel? Aun a sus ojos ha de ser obvio que estamos pasando por estrecheces. No me causa ningún placer usar esta chaqueta británica. Por desgracia, no puedo elegir.
—Insulta el uniforme con el que murió mi hijo.
—La muerte de su hijo no me causa ningún placer, como tampoco me lo causan estos harapos.
—Por Dios, hombre, cómo tiene el descaro.
Garry estaba tomando aliento para lanzar una andanada devastadora, pero Anna lo interrumpió, llena de impaciencia.
Mijnheer De La Rey, ¿ha visto a mi niñita?
Garry tuvo que rendirse, pues Lothar se volvió hacia ella. Sus facciones tomaron una expresión extrañamente compasiva.
—Vi a una muchacha, sí. Vi a una joven en la espesura, pero no sé si era la que ustedes buscan.
—¿Podría guiarnos hasta ella? —preguntó Garry.
Lothar volvió a endurecer el rostro.
—Trataría de hallarla dadas ciertas condiciones.
—Dinero —repitió el coronel, secamente.
—¿Por qué será que a los ricos les obsesiona el dinero? —Lothar dio una chupada al cigarro, dejando que el humo fragante se le deslizara por la lengua—. Sí, coronel, necesito dinero —asintió—. Pero no cinco mil libras. Necesitaría mil para equiparar una expedición con la que ir al desierto en donde la vi. Necesitaríamos buenos caballos, porque los nuestros están casi muertos, y carretas en las que llevar agua. Y también debería pagar a mis hombres. Con mil libras cubriría esos gastos.
—¿Qué más? —preguntó Garry—. Seguramente hay otro precio.
—Sí, lo hay. Estoy harto de vivir a la sombra del patíbulo.
—¡Quiere que le perdonen sus crímenes! —exclamó Garry, incrédulo—. ¿Y por qué piensa que eso está a mi alcance?
—Usted es un hombre poderoso, coronel, amigo personal tanto de Scouts como de Botha. Su hermano es general y ministro del Gobierno…
—No pienso alterar el curso de la justicia.
—Yo luché en una guerra honorable, coronel. Luché hasta el fin, como sus amigos Scouts y Botha en otros tiempos. No soy ni criminal ni asesino. Perdí a mi padre, a mi madre, a mi esposa y a mi hijo. Pagué la derrota a buen precio. Ahora quiero el derecho de vivir como un hombre común. Y usted quiere a esa muchacha.
—No puedo aceptar eso. Usted es un enemigo —balbuceó Garry.
—Encuentre a la muchacha —intervino Anna, suavemente—, y será libre. El coronel Courtney se encargará de eso. Le doy mi palabra.
Lothar le echó una mirada. Luego se volvió hacia Garry y sonrió otra vez, adivinando quién tenía allí autoridad.
—Y bien, coronel, ¿hacemos trato?
—¿Cómo sé quién es esa muchacha? ¿Cómo sé si es mi nuera? ¿Accede a realizar un examen? Lothar se encogió de hombros.
—Como quiera.
Garry se volvió hacia Anna.
—Muéstraselas y deja que elija —indicó.
Ambos habían ideado esa prueba para descartar a los mentirosos atraídos por la recompensa. La mujer abrió la voluminosa bolsa que llevaba al hombro y sacó un grueso sobre de papel. Contenía varias fotografías de tamaño postal, que entregó a Lothar. El las revisó con prontitud; todas mostraban muchachas jóvenes y habían sido tomadas en estudios.
—No —dijo, devolviéndolas a Anna—. Lamento haberlo hecho viajar tanto por nada. La muchacha que yo vi no es ninguna de éstas. —Miró al ovambo por encima del hombro—. Bueno, Hendrick, llévalos otra vez al coche.
—Espere, Mijnheer. —Anna dejó caer el montón de fotos; en la bolsa y sacó un sobre más pequeño—. Hay más.
—Son cautelosos —observó el joven, comprendiendo.
—Muchos han tratado de engañarnos. Cinco mil libras es' mucho dinero —dijo Garry.
Pero Lothar no apartó la vista de las fotografías. Descartó dos antes de detenerse en la tercera.
—Es ésta.
Centaine de Thiry, con su vestido blanco de confirmación, , le sonreía tímidamente.
—Ahora es más grande, y su pelo. —Lothar lo describió con un ademán, indicando una melena espesa y revuelta—. Pero esos ojos… Sí, es ella.
Ni Garry ni Anna podían hablar. Llevaban un año y medio persiguiendo ese momento. Acababa de llegar y ellos no podían creerlo.
—Necesito sentarme —murmuró la mujer, de pronto.
Garry la ayudó a acomodarse en un tronco, junto a la entrada de la cueva. Mientras tanto, Lothar sacó el guardapelo por la pechera de la camisa y abrió la tapa. De él sacó un mechón de pelo oscuro que ofreció a Anna. Ella lo aceptó casi con miedo. Luego con un gesto ferozmente protector, se lo llevó a los labios, cerró los ojos. Por las comisuras de los párpados apretados se filtraron dos gruesas lágrimas, que le corrieron por las mejillas rojas.
—Es sólo un poco de pelo. Podría ser de cualquiera. ¿Cómo sabes…? —preguntó Garry, incómodo.
—Oh, pedazo de tonto —susurró Anna, ásperamente—. Más de mil noches cepillé esa cabellera. ¿Te parece que soy capaz de no reconocerlo a primera vista, dondequiera que lo vea?
—¿Cuánto tiempo necesitará? —volvió a preguntar Garry.
Lothar frunció el entrecejo, irritado.
—En el nombre de Dios, ¿cuántas veces debo decirle que no lo sé?
Los tres se habían sentado en derredor del fuego, a la entrada de la cueva. Llevaban horas hablando; las estrellas ya asomaban por la estrecha franja de cielo enmarcada por el cañón.
—Ya les he explicado dónde vi a la muchacha y en qué circunstancias. ¿No me han comprendido? ¿Tengo que explicarlo todo otra vez?
Anna levantó una mano para tranquilizarlo.
—Estamos desesperados y hacemos preguntas estúpidas. Perdone.
—Muy bien. —Lothar volvió a encender el extremo del cigarro con una ramita sacada del fuego—. La muchacha era cautiva de San salvajes; son astutos y crueles como animales. Ellos sabían que yo los iba siguiendo y me desorientaron con facilidad. Podrían hacerlo otra vez, si volviera a encontrarles el rastro. La zona por donde debo buscar es enorme, casi del tamaño de Bélgica. Hace más de un año que vi a la muchacha; podría haber muerto de enfermedad, por obra de animales salvajes o a manos de esos monos asesinos.
—No lo sugiera, Mijnheer —rogó Anna.
Lothar levantó las manos.
—No sé —dijo—. ¿Varios meses, un año? ¿Qué puedo decirles?
—Nosotros deberíamos ir con usted —murmuró Garry—. Debería permitirnos que tomáramos parte en la búsqueda. Al menos, díganos en qué zona la vio.
—Usted no confiaba en mí, coronel. Muy bien, ahora soy yo el que no confía. En cuanto tenga a la muchacha en sus manos, yo dejo de serle útil. —El joven se quitó la colilla de la boca para examinarla tristemente. Ya no quedaba una sola chupada; con melancolía, la arrojó al fuego—. No, coronel: cuando halle a la muchacha haremos formalmente el trueque: la amnistía para mí y su nuera para usted.
—Aceptamos, Mijnheer. —Anna tocó suavemente a Garry en el codo—. Le entregaremos mil libras lo antes posible. Cuando tenga a Centaine a salvo, nos enviará el nombre del caballo blanco de la muchacha. Sólo ella puede revelárselo; de ese modo estaremos seguros de que no nos está engañando. Lo esperaremos con la amnistía lista y firmada.
Lothar alargó una mano por encima de la fogata.
—¿De acuerdo, coronel?
Garry vaciló un momento, pero Anna le dio un codazo, con tanta energía que estiró la mano, gruñendo.
—De acuerdo.
—Un último favor, Mijnheer De La Rey: prepararé un paquete para Centaine con lo que ella necesite: ropa buena y cosas de mujeres. Se lo entregaré junto con el dinero. ¿Quiere dárselo cuando la halle? —concluyó Anna.
—Si la hallo —corrigió Lothar, asintiendo.
—Cuando la halle —reafirmó Anna, sin vacilar.
Lothar necesitó casi cinco semanas para efectuar sus preparativos y regresar a aquel remoto abrevadero, al sur del río Cunene, donde había visto el rastro de su presa.
Todavía quedaba agua en la hoya. Era sorprendente que esas depresiones sin sombra y de poca profundidad retuvieran el agua en esas condiciones desérticas, y Lothar se preguntó, como antes, si no habría alguna filtración subterránea desde los ríos del Norte. De todos modos, el hecho de que aún quedara agua en la superficie le daba buenas oportunidades de poder adentrarse, hacia el Este.
Mientras sus hombres llenaban los toneles de agua, Lothar; comenzó a pasear por la periferia. Allí, increíblemente, encontró la huella de la muchacha, aún conservada en la arcilla, como la había visto la vez anterior.
Se arrodilló junto a la marca para seguir con los dedos el contorno de aquel pie pequeño, gracioso. El sol había secado el molde hasta darle la dureza de un ladrillo. En derredor, el barro estaba pisoteado por los búfalos, los rinocerontes y los elefantes, pero esa única huella permanecía intacta.
—Es un presagio —se dijo. Y soltó una risita cínica—. Nunca he creído en presagios: ¿por qué comenzar ahora?
Pero se sentía alegre y optimista cuando reunió a sus hombres, junto a la fogata del anochecer.
Aparte de sus sirvientes y los carreteros, contaba con cuatro fusileros montados que lo ayudarían en la búsqueda. Los cuatro estaban con él desde los tiempos de la rebelión. Habían luchado y sangrado a la par, compartiendo alguna botella robada, una manta en las gélidas noches del desierto o las últimas hebras de tabaco. Él los amaba un poco, aunque no confiaba en ellos.
Allí estaba “Swart Hendrick”, el Negro Enrique, el ovambo alto cuya negrura tenía un tono purpúreo; “Klein Boy”, Muchachito, su hijo bastardo; “Vark Jan”, Cerdo John, un khoisa arrugado y amarillo, por cuyas venas corrían sangres mezcladas, pues su abuela había sido una bosquimana esclava, capturada de niña. Por fin, Vuil Lippe, el hotentote cuyos labios parecían hígado recién cortado, con un vocabulario que le había valido el apodo de Labios Sucios.
“Mi traílla de caza —pensó Lothar sonriendo con un poco de afecto y un poco de asco—. Como lobos medio domesticados, se volverían contra mí al primer signo de debilidad.”
—Muy bien, grandísimos hijos de mala hiena, escuchadme. Buscamos a esos pequeños asesinos amarillos, los San. —Le chispearon los ojos—. Buscamos a la muchacha blanca que ellos llevaban cautiva. Hay cien soberanos de oro para quien encuentre su rastro. La cacería se hará así.
Lothar alisó la arena entre los pies y trazó los planes con una ramita.
—Las carretas seguirán la línea de los abrevaderos, aquí y aquí. Nos abriremos en abanico, por aquí y por aquí. Entre todos podemos cubrir ochenta kilómetros de territorio.
Y así partieron con rumbo Este, como él había planeado. Diez días después descubrieron el rastro de un pequeño grupo de San salvajes. Lothar llamó a sus expedicionarios y todos siguieron las huellas diminutas.
Avanzaban con extrema cautela, estudiando con cuidado el terreno con el catalejo de Lothar y evitando los lugares donde se pudiera tender una emboscada. La idea de que se le clavara una flecha envenenada en la carne hacía estremecer a Lothar con sólo concebirla. Las balas y las bayonetas eran cosa de su oficio, pero los sucios venenos de esos pigmeos le quitaban el coraje, aumentando su odio.
Lothar descubrió que había ocho San en el grupo: dos hombres adultos y dos mujeres, probablemente las esposas. También había cuatro niños pequeños, dos aún de pecho y dos que apenas caminaban solos.
—Los niños los retrasarán —se alegró Vark Jan—. No pueden seguir con ese paso.
—Quiero a uno con vida —les advirtió Lothar—. Tengo que interrogarlo con respecto a la muchacha.
Vark Jan había aprendido, de su abuela esclava, el idioma de los San, lo bastante para interrogar a un cautivo.
—Atrape a uno —sonrió-y lo haré hablar, téngalo por seguro.
Los San estaban cazando y recogiendo plantas. La banda de Lothar se les acercaba rápidamente. Les faltaba apenas una hora para alcanzarlos cuando los pigmeos, dadas sus percepciones animales, sintieron su presencia.
Lothar individualizó el punto en que se habían dado cuenta, pues allí parecía desaparecer toda huella.
—Están borrando el rastro —gruñó—. Desmonten y busquen.
—Han levantado a los niños. —Vark Jan se agachó para examinar la tierra—. Los niños son demasiado pequeños para cubrir su propio rastro. Las mujeres los llevan en brazos, pero se cansarán pronto con esa carga.
Aunque el rastro parecía terminar allí, aun para los ojos experimentados de Lothar, había señales que Vark Jan y Swart Hendrick podían seguir. El paso era más lento, pues debieron desmontar para estudiar el suelo desde más cerca, pero a las cuatro horas Swart Hendrick sonrió.
—Las mujeres se están cansando rápidamente. Dejan mejores huellas y se mueven con más lentitud. Los estamos alcanzando.
Mucho más adelante, las mujeres San, cargadas con el peso de los niños, miraron hacia atrás con un suave gemido. Los caballos al otro lado de la llanura parecían aumentados por el espejismo al tamaño de monstruos. Pero ni siquiera la aparición de los perseguidores pudo darles mayor velocidad.
—Debo hacer como la oca —dijo el mayor de los varones San, refiriéndose al modo en que la oca se finge herida para alejar a los perseguidores del nido—. Si logro que me sigan, tal vez los caballos se agoten de sed. Cuando lleguéis al abrevadero siguiente, después de beber y llenar los huevos de agua… —Entregó a su esposa un cuerno herméticamente cerrado, sin necesidad de decir las palabras fatídicas; envenenar un pozo de agua era algo tan desesperado que ninguno de ellos quería mencionarlo—. Si podéis matar los caballos, estaréis a salvo. Trataré de daros tiempo.
El viejo cazador se acercó a cada uno de los niños y los tocó en los párpados y en los labios, a manera de bendición y despedida, mirándolos con solemnidad. Al acercarse a la mujer que le había dado dos hijos varones, ella soltó un leve gemido. El marido se lo reprochó con una mirada que decía claramente: “No demuestres miedo frente a los pequeños.”
Después, mientras dejaba la ropa y la mochila de cuero, susurró al más joven, su compañero de mil cacerías:
—Sé un padre para mis hijos. —Le entregó la mochila y dio un paso atrás—. ¡Ahora marchaos!
Mientras su clan se alejaba al trote, el anciano cambió el cordel a su pequeño arco y, cuidadosamente, desató las bandas de cuero que protegían sus puntas de flecha. Su familia desapareció al otro lado de la llanura. Él les volvió la espalda y fue al encuentro de sus perseguidores.
Lothar estaba nervioso por la lentitud de la marcha. Aunque sabía que la presa le llevaba sólo una hora de ventaja, habían perdido el rastro otra vez y estaban detenidos, cuando él ardía por alcanzarlos. Estaban en terreno abierto, en una planicie que se extendía hasta un indeterminado encuentro con el cielo. La llanura mostraba aquí y allá, manchas oscuras de maleza baja, donde el espejismo creaba danzas y movimientos ante la lente del catalejo. Habría sido imposible distinguir una silueta humana entre ellos a más de un kilómetro y medio.
Los caballos estaban casi agotados; necesitaban agua con urgencia. En muy poco tiempo tendría que cancelar la persecución y volver a la carreta de agua. Volvió a levantar el catalejo, pero un grito salvaje le hizo dar un respingo y mirar en derredor. Swart Hendrick señalaba hacia la izquierda. El hombre del extremo izquierdo, Vuil Lippe, estaba tratando de dominar su montura, que se había encabritado.
Lothar había oído decir que los caballos reaccionaban al olor de los bosquimanos salvajes como ante el del león, pero hasta entonces no lo había creído. Vuil Lippe estaba indefenso, sujetando las riendas con ambas manos, el fusil en la vaina de la silla. En ese momento, el caballo lo arrojó sobre el matorral, dejándolo despatarrado en el polvo.
Casi milagrosamente, otra forma humana pareció surgir de la tierra misma. La carita de duende lampiño asomó a menos de veinte pasos, detrás del jinete desmontado. Por difícil que pareciera, debía haberse ocultado totalmente tras una mata donde ni siquiera una liebre habría encontrado refugio.
Mientras Lothar miraba la escena inerme y horrorizado, el hombrecito estiró su arco y dejó volar la flecha, como una mota de polvo a la luz del sol. De inmediato giró en redondo y se alejó en línea recta.
Los hombres de Lothar gritaban y hacían lo posible por volver a montar, pero los caballos parecían haberse contagiado del mismo terror y caminaban en círculos, alzándose de manos. Lothar fue el primero en montar de un salto, sin tocar los estribos. De inmediato partió al galope en línea recta.
El bosquimano ya estaba desapareciendo entre la maleza baja, alterada por el espejismo, con un trote bamboleante que lo alejaba a una velocidad increíble. El hombre contra quien disparó había dejado a su caballo en libertad y estaba de pie, con las piernas muy abiertas, meneándose ligeramente.
—¿Estás bien? —preguntó Lothar, al pasar.
Y entonces vio la flecha.
Le colgaba hasta el pecho, pero la punta estaba clavada en la mejilla de Vuil Lippe. Lothar, al ver su expresión aturdida, desmontó de un salto y lo cogió por los hombros.
—Soy hombre muerto —dijo el herido, suavemente, con los brazos caídos a ambos lados.
Lothar tomó la flecha y trató de arrancarla. La piel de la mejilla se levantó, y el hombre gritó, tambaleándose. Lothar apretó los dientes y tiró otra vez, pero esta vez se rompió el frágil junco, dejando la punta de hueso clavada en la carne. El herido comenzó a retorcerse.
Su jefe lo agarró del pelo grasiento para examinarle la cara.
—Quédate quieto, maldición.
De la herida salía un trocito de hueso, untado con una goma negra. Euphorbia latex, se dijo Lothar, que conocía las armas de los San, pues su padre había reunido una importante colección de objetos tribales. Identificó de inmediato el veneno: látex destilado de la Euphorbia, planta rara en el desierto. El veneno se iba esparciendo bajo la piel, tiñéndola de color purpúreo liliáceo al ser absorbido por los vasos sanguíneos.
—¿Cuánto tiempo?
Los ojos torturados de Lippe buscaron los de Lothar, pidiendo consuelo.
El látex parecía destilado recientemente; no habría perdido nada de su virulencia. Pero Vuil Lippe era grande, fuerte, saludable. Su cuerpo combatiría la toxina. Aquello duraría unas cuantas horas terribles, que parecerían una eternidad.
—¿No puedes sacarla cortando? —rogó el herido.
—Se ha metido muy adentro. Te desangrarías.
—¡Quémala!
—Morirás de dolor.
Lothar lo ayudó a sentarse, en el momento en que llegaba Hendrick con el resto del grupo.
—Que dos hombres se queden con él —ordenó el jefe—. Hendrick, tú y yo seguiremos a ese cerdo amarillo.
Azuzaron a los fatigados caballos y, a los veinte minutos, vieron al bosquimano delante. Parecía disolverse y bailar en los espejismos del calor. Lothar sintió que una rabia oscura hacía presa en él: esa especie de odio que el hombre sólo siente por aquello que, en lo más hondo de su corazón, le inspira miedo.
—¡Ve a la derecha! —ordenó Lothar a su compañero—. Así lo interceptarás si se desvía.
Y picaron espuelas para acercarse velozmente al hombrecito.
—Con esta muerte cobraremos la otra —prometió Lothar, sombrío, mientras sacaba el rollo de mantas que llevaba en la montura, delante de sí. La piel de oveja lo defendería de esas frágiles flechas. Se envolvió con ella el torso y se cubrió la boca y la nariz con una punta. Con la ancha ala del sombrero baja sobre la frente, sólo quedaba una ranura para sus ojos.
El bosquimano huía a doscientos metros de distancia, desnudo, con excepción del arco en una mano y el halo de diminutas flechas enhebradas a un cordón de cuero, alrededor de la cabeza. El cuerpo le brillaba de sudor; tenía un color de ámbar reluciente, casi translúcido a la luz del sol. Corría como una gacela; sus pequeños pies apenas rozaban la tierra.
Se oyó el chasquido del “máuser” y una bala levantó una fuente de polvo claro, justo detrás del pigmeo. El bosquimano dio un respingo y de inmediato, de modo increíble, aumentó la celeridad de su huida, alejándose de los dos jinetes lanzados al galope. Lothar echó una mirada a Hendrick; había aflojado las riendas y usaba ambas manos para cargar nuevamente su arma.
—¡No dispares! —chilló Lothar, furioso—. ¡Lo quiero vivo! —Hendrick bajó el “máuser”.
El bosquimano mantuvo ese último impulso a lo largo de un kilómetro y medio más; después, gradualmente, fue aminorando la marcha. Una vez más comenzaban a acercársele.
Lothar vio que las piernas le vacilaban y los pies colgaban de los tobillos, debido al agotamiento. Pero su caballo estaba casi exhausto. Echaba abundante espuma por la boca, que salpicaba las botas del jinete.
Cincuenta metros más allá; el exhausto pigmeo giró en redondo y se enfrentó a él. Su pecho parecía un fuelle y le goteaba el sudor por la barba ahusada. Sus ojos tenían una mirada salvaje, feroz, desafiante, al poner la flecha en el arco.
—¡Ven, pequeño monstruo! —gritó Lothar, para hacer que el bosquimano apuntara contra él y no contra el caballo.
La treta dio resultado: el hombrecito levantó el arco y lanzó la flecha en un solo movimiento. El proyectil voló como un rayo de luz y alcanzó a Lothar a la altura de la garganta, pero la gruesa lana de oveja lo rechazó. La flecha cayó rozando la bota.
El bosquimano estaba tratando desesperadamente de poner otra flecha en el momento en que Lothar se inclinó desde la silla, como un jugador de polo, y levantó el “máuser”. El cañón se estrelló contra la cabeza del pigmeo, sobre la oreja, arrojándolo al suelo. Lothar frenó a su caballo y desmontó de un salto. Pero Hendrick le había ganado y estaba ya levantando furiosamente la culata del “máuser”, listo para descargarla contra el hombrecito tendido. Lothar lo aferró por un hombro, apartándolo con tanta fuerza que estuvo a punto de hacerlo caer.
—¡Vivo, te he dicho! —gruñó, en tanto se arrodillaba junto al cuerpo despatarrado.
De la oreja brotaba un hilo de sangre. Lothar sintió una punzada de preocupación, mientras buscaba el pulso de la carótida. Enseguida soltó una exclamación de alivio. Recogió el arco diminuto y lo partió en sus manos, arrojando los fragmentos a un lado. Luego, con el cuchillo de caza, cortó el cordón de cuero que rodeaba la frente del pigmeo y rompió las flechas, de una en una, manejándolas con sumo cuidado.
En tanto ponía al cautivo boca abajo, gritó a Hendrick que trajera las correas de su mochila. Con ellas ató firmemente al pigmeo, reparando con sorpresa en su perfecto desarrollo muscular y en la gracia de los pies y las manos. Ató los cordones de cuero en las muñecas y en los codos, en los tobillos y las rodillas, apretando tanto los nudos que se clavaron con fuerza en la piel ambarina.
Por fin levantó al salvaje con una sola mano, como si fuera un muñeco, y lo cruzó en la montura. El movimiento revivió al cautivo, que levantó la cabeza, abriendo los ojos. Eran del color de la piel fresca. Lothar retrocedió involuntariamente: tenía la sensación de estar mirando a los ojos de un leopardo atrapado.
—Son animales —dijo.
Hendrick asintió.
—Peor que animales, pues tienen la astucia de los hombres sin ser humanos.
Lothar tomó las riendas y condujo a su exhausta cabalgadura hasta el sitio donde dejaron al herido Vuil Lippe.
Los otros lo habían envuelto en una manta gris, con una piel de oveja por colchón. Por lo visto, esperaban que Lothar lo atendiera, pero éste no deseaba intervenir en eso. Sabía que Vuil Lippe estaba más allá de toda ayuda que él pudiera brindarle, y retrasó el momento con el acto de descargar al bosquimano sobre la tierra arenosa. El cuerpecito se acurrucó defensivamente. Lothar ató a su caballo y se acercó lentamente al círculo reunido alrededor del envenenado.
Vio de inmediato que el veneno estaba actuando con rapidez. Lippe tenía un costado de la cara grotescamente hinchado, entrecruzado de furiosas líneas purpúreas. La hinchazón le cerraba un ojo, cuyo párpado parecía una uva demasiado madura, reluciente y negra. El otro ojo estaba muy abierto, pero la pupila se había reducido a un punto. No daba señales de estar consciente; probablemente había perdido ya la vista. Respiraba con suma dificultad, pues el veneno le estaba paralizando los pulmones.
Lothar le tocó la frente; su piel estaba fría y húmeda como la de un reptil. Sabía que Hendrick y los otros lo estaban observando, pues en muchas ocasiones le habían visto atender una herida de bala, arreglar una pierna fracturada, arrancar un diente podrido y realizar distintas operaciones de cirugía menor. Esperaban que hiciera algo por el moribundo, pero esa expectativa y su propia impotencia enfurecían al jefe.
De pronto Lippe soltó un grito estrangulado y comenzó a temblar como un epiléptico; el único ojo abierto giró, poniéndose en blanco, y el cuerpo se arqueó bajo la manta.
—Convulsiones —dijo Lothar—, como por una picadura de mamba. Ya no falta mucho.
El moribundo apretó los dientes con fuerza y se mordió la lengua hinchada, reduciéndola a tiras, mientras Lothar trataba desesperada e inútilmente, de abrirle las mandíbulas. La sangre corrió por la garganta del hotentote hasta los pulmones semiparalizados, ahogándolo.
El cuerpo se arqueó en otra convulsión rápida. Debajo de la manta se oyó una explosión borboteante, al vaciarse los intestinos contraídos.
Cuando al fin acabó aquella muerte prolongada y sucia, hasta los hombres más endurecidos se mostraban temblorosos y callados.
Cavaron una tumba de poca profundidad y allí dejaron el cadáver, aún envuelto en la manta sucia. Lo cubrieron deprisa, como para liberarse de tanto horror.
Uno de ellos encendió una fogata con ramitas y preparó una jarra de café. Lothar sacó la media botella de coñac del país y la pasó de mano en mano. Todos apartaban la vista del bosquimano, que seguía acurrucado en la arena.
Bebieron el café en silencio, sentados en círculo. Por fin, Vark Jan, el hotentote mestizo que hablaba el idioma de los San, arrojó los restos de su café al fuego y se levantó para acercarse al cautivo.
Lo levantó por las muñecas atadas, forzándole los brazos hacia arriba por la espalda. Lo llevó hasta la fogata y recogió un palito encendido con el que le tocó la punta desnuda del pene. El San ahogó un grito y se sacudió salvajemente; una ampolla se formaba como por milagro en la piel de sus genitales. Parecía una suave babosa de plata.
Los hombres, sentados en torno del fuego, rieron. Esa risa era el sonido del odio y el terror que les inspiraba la muerte por envenenamiento, del dolor por la pérdida de un compañero, del deseo de venganza y la sádica necesidad de infligir sufrimiento y humillaciones, los peores imaginables.
Lothar se estremeció ante esa carcajada. Las bases inseguras de su humanidad vacilaban, agitadas por las mismas pasiones animales. Con un esfuerzo supremo, las contuvo y se levantó. No podía evitar lo que estaba a punto de ocurrir, como no se puede apartar a un león hambriento de la pieza recién cazada. Si lo intentaba, se volverían contra él.
Apartó los ojos de la cara del bosquimano, de esos ojos salvajes, asediados. Sin duda alguna, el hombrecito sabía que le esperaba la muerte, pero ni siquiera él imaginaba cómo sería. Lothar miró, en cambio, las caras de sus propios hombres y se sintió asqueado, sucio. Aquellas facciones parecían distorsionarse, como ante un vidrio de mala calidad, manchadas de lujuria.
Probablemente, el mismo bosquimano recibiría de buen grado el fin, después de haber sido montado por cada uno de aquellos hombres, violado como una mujer.
—Bueno… —Trató de mantener su expresión neutra, pero su voz sonaba áspera de asco—. Ahora vuelvo a las carretas. El San es vuestro, pero recordad: debo saber si ha visto u oído hablar de la muchacha blanca. Debe contestar esa pregunta. Es todo.
Se acercó a su caballo y montó. Mientras se alejaba, sin mirar atrás oyó un grito tan cargado de indignación y tormento que se le erizó la piel, pero de inmediato se perdió en el gemido del viento desértico.
Mucho más tarde, mientras yacía tendido bajo el toldo de su carreta, leyendo un viejo ejemplar de Goethe a la luz de una lámpara, sus hombres se acercaron a caballo, riendo. Era la carcajada satisfecha de quienes han bebido y comido a reventar. Swart Hendrick se acercó, tambaleándose como si hubiera tomado vino; la delantera de sus pantalones tenía gotas de sangre seca.
—El San no había visto a ninguna mujer blanca, pero oyó decir algo extraño e inexplicable ante el fuego, cuando se encontraron con otros San, en el desierto; se hablaba de una mujer y una criatura, de una tierra extranjera donde el sol nunca luce, que vivían con dos miembros de ese pueblo.
Lothar se incorporó sobre un codo, recordando a los dos pequeños bosquimanos a los que vio con la muchacha.
—¿Dónde? ¿No ha dicho dónde? —preguntó, ansioso.
—Existe un sitio, muy dentro del Kalahari, que es sagrado para todos los San. Nos ha dado el rumbo…
—Pero dónde, Hendrick, maldito seas, ¿dónde?
—Un viaje largo, quince días, viajando como ellos.
—¿Qué lugar es ése? ¿Cómo lo reconoceremos?
—Eso no lo ha dicho —admitió el ovambo—. Sus ganas de seguir vivo no eran tantas como nosotros creíamos. Ha muerto antes de decírnoslo.
—Mañana iremos en esa dirección —ordenó Lothar.
—Hay otros San, los que hemos perdido hoy. Con caballos frescos podríamos alcanzarlos mañana, antes del oscurecer. Van con mujeres y…
—¡No! —bramó Lothar—. Mañana vamos hacia ese lugar secreto de los páramos.
Cuando la gran montaña árida se elevó abruptamente en la planicie, Lothar creyó, en un principio, que se trataba de algún efecto de la luz.
No sabía de ninguna descripción, en las tradiciones ni en la historia verbal de las tribus desérticas, que mencionara como posible la existencia de semejante lugar. Los únicos hombres blancos que habían viajado por ese territorio (Livíngstone y Oswell, rumbo al descubrimiento del lago Ngami; Anderson y Galton en sus expediciones de caza) no hablaron de esa montaña.
Por eso Lothar dudó de lo que veía en la incierta luz crepuscular. El ocaso estaba tan cargado de polvo que acentuaba el efecto de un truco de escenario.
Sin embargo, con la primera luz del nuevo día la silueta seguía allí, oscura y claramente recortada contra un cielo que tomaba un tono de madreperla con la llegada del alba. Según cabalgaba en esa dirección, se iba elevando más y más de la planicie, hasta desprenderse finalmente de la tierra para flotar en el cielo, con su propio espejismo centelleante.
Al detenerse ante los altos barrancos, Lothar ya no pudo dudar de que se trataba del sitio sagrado mencionado por el San moribundo; su convicción quedó confirmada cuando trepó por las cuestas y descubrió las maravillosas pinturas.
—Es aquí, pero el lugar es tan extenso. Si la muchacha está aquí, tal vez jamás la encontremos. Hay demasiadas cuevas, valles y escondrijos. Podríamos buscar eternamente.
Volvió a dividir a sus hombres en grupos y los envió a pie, para explorar y revisar las cuestas más próximas de la montaña. Luego dejó las carretas en un bosquecillo sombreado, a cargo de Swart Hendrick, aquel de quien menos desconfiaba, y partió para circunvalar la montaña, llevando sólo un caballo de remonta.
Tras dos días de viaje, en los cuales tomó notas y dibujó un tosco mapa, con ayuda de su brújula de bolsillo, pudo calcular con alguna certidumbre que esa montaña se extendía, probablemente, por unos cuarenta y cinco kilómetros; su anchura podía ser de seis o siete: era un largo barranco gnéisico, con estratos de piedra arenisca.
Rodeó la extremidad oriental de la montaña, deduciendo, por las indicaciones de su brújula, que estaba volviendo, por el lado opuesto a aquel en que dejara las carretas. Cada vez que algún detalle de los acantilados le llamaban la atención, una grieta o un conjunto de cuevas, por ejemplo, detenía los caballos y trepaba para explorar.
En cierta ocasión descubrió una pequeña vertiente de agua dulce y clara, que brotaba de la base del barranco, goteando hasta un cuenco natural, abierto en la roca. Llenó sus cantimploras y se quitó la ropa para lavarla. Por fin se bañó, aspirando bruscamente ante el deleite del frío, y siguió su camino descansado y fresco.
En otros sitios halló nuevas pinturas San que cubrían la faz rocosa; lo maravilló la precisión del artista, que había ilustrado las formas del eleótrago y el búfalo de modo tal que ni siquiera su ojo de cazador les encontró falla alguna.
Sin embargo, todas eran señales antiguas. No halló ningún rastro de presencia humana reciente.
El bosque y la planicie, debajo de los acantilados, hervían de caza; no tuvo ninguna dificultad en matar a una gacela joven y gorda o a un buen antílope por día, para no carecer de carne fresca. En el tercer crepúsculo mató a una hembra de impala y preparó un kebab con las tripas, los riñones y el hígado, ensartándolos en una ramita verde para asarlos sobre brasas.
Pero el olor a carne fresca atrajo a su campamento una indeseable presencia. Tuvo que pasar de pie el resto de la noche, junto a los caballos, con el fusil en la mano, mientras un león hambriento gruñía y se quejaba en la oscuridad, apenas más allá de la luz arrojada por el fuego. Por la mañana, al examinar las huellas, descubrió que era un macho adulto, ya viejo, con un miembro herido que lo hacía renquear pesadamente.
—Bruto peligroso —murmuró, con la esperanza de que se hubiera ido.
Vana esperanza: esa noche los caballos comenzaron a moverse, inquietos, relinchando, en cuanto se puso el sol.
El león debía de haberlo seguido a distancia durante el día; envalentonado por la oscuridad, se acercaba para rondar el campamento.
—Otra noche sin dormir —se resignó, mientras amontonaba leña sobre el fuego, dispuesto a montar guardia.
Al ponerse la chaqueta sufrió otra leve irritación: faltaba uno de los botones de bronce y, por la abertura, pasaría el frío de la noche desértica.
Fue una noche larga y desagradable, pero poco después de medianoche el león pareció cansarse de aquella infructuosa vigilia y se alejó. Lothar le oyó emitir una última tirada de gemebundos gruñidos a unos setecientos metros de distancia. Después se hizo el silencio.
Cansado, revisó los frenos de los caballos y volvió al fuego, para envolverse en las mantas, siempre totalmente vestido y con las botas puestas. A los pocos minutos dormía profundamente y sin soñar.
Despertó con desconcertante brusquedad y se descubrió sentado, con el fusil en las manos. En los oídos le resonaban el atronador rugir de un león furioso.
El fuego se había reducido a cenizas blancas, pero las copas de los árboles se veían negras contra el cielo, ya pálido por el amanecer. Lothar arrojó a un lado sus mantas y se puso de pie. Los caballos estaban tiesos de alarma, con las orejas erguidas hacia delante y la vista fija en la pradera, cuyos pastos plateados asomaban apenas entre el telón de los mopanis.
El león volvió a rugir. Lothar calculó que estaba a unos setecientos u ochocientos metros, en la dirección en que miraban los caballos. El rugido del león corre tanto en la noche que una persona sin experiencia lo hubiera creído mucho más cerca, sin poder determinar la dirección.
Una vez más, la horrible cacofonía colmó el bosque. Lothar nunca había oído de semejante comportamiento en esas bestias, de tanto enojo y frustración. De pronto sacudió la cabeza, espantado. En la pausa entre un rugido y otro, había oído un sonido inconfundible: un alarido humano de absoluto terror.
Lothar reaccionó sin pensar. Tomó el freno de su caballo favorito y montó a pelo, hundiendo los talones en sus costillas hasta ponerlo al galope, hacia el extremo de la pradera. Se inclinó sobre el cuello del animal para esquivar las ramas bajas, pero al salir a terreno abierto irguió la espalda para mirar en derredor, frenético.
En los pocos minutos transcurridos desde que despertó, la luz había aumentado y el cielo, hacia el Este, era un resplandor naranja palpitante. Había un alto mopani separado del resto del bosque, rodeado por la hierba seca y baja de la pradera. Entre las ramas, muy arriba, se veía una enorme masa oscura. Un movimiento confuso, pero violento, agitaba las ramas del mopani, azotando el cielo con ellas. Lothar puso a su caballo en esa dirección. Los atronadores rugidos del león se entremezclaban con otro alarido agudo. Sólo entonces pudo ver lo que estaba pasando en la copa del mopani. Le costó creerlo.
—¡Dios bendito! —juró, asombrado.
Nunca había oído decir que los leones pudieran trepar a los árboles, pero allí estaba el gran felino bronceado, en las ramas bamboleantes, aferrado con las patas traseras al tronco para estirar las delanteras, en crueles manotazos, hacia una silueta humana muy poco más allá de su alcance.
—¡Arre, arre!
Lothar acicateó a su caballo con codos y talones, urgiéndolo a tomar su máxima velocidad. Al llegar al mopani desmontó de un salto y se hizo a un lado, con la cabeza hacia atrás y el fusil listo, tratando de apuntar al animal.
El león y su víctima formaban una sola silueta, confusa e indistinta, contra el cielo. Cualquier disparo desde abajo podía herir con tanta facilidad a uno como a la otra, y había gruesas ramas de mopani que desviarían la bala.
Lothar caminó de costado hasta hallar un hueco entre las ramas y se llevó el fusil al hombro, apuntando directamente hacia arriba, pero aún indeciso. Entonces el león descolgó un poco a su víctima, tirando de ella hacia abajo. Los alaridos eran tan penosos y atormentados, que el joven no pudo esperar más.
Apuntó hacia la columna vertebral del animal, a la base del rabo, el punto más distante del cuerpo contorsionado de su víctima, que aún se aferraba desesperadamente a una de las ramas. Al disparar, la bala del pesado “máuser” se enterró en la base de la columna del león y la desgarró hacia arriba, siguiendo un palmo la línea de las vértebras, destruyendo los grandes nervios de las patas.
Los cuartos traseros del león sufrieron un espasmo; las garras amarillas se retrajeron involuntariamente, soltando la corteza, y las patas paralizadas perdieron fuerza. El gran felino cayó del árbol, retorciéndose, entre rugidos, golpeando las ramas inferiores al caer.
Y arrastró consigo a la víctima, pues aún tenía las garras delanteras clavadas en la carne blanda, que se sacudía con sus convulsiones. Cayeron juntos en un montón, con un impacto que Lothar sintió a través de la suela de sus botas. Había saltado para ponerse a salvo al verlos caer por entre las ramas, pero en ese momento se apresuró a acercarse.
El león tenía las patas traseras abiertas, como las de un sapo, y yacía a medias sobre el cuerpo humano. Se levantó sobre las manos y se arrastró hacia Lothar, abriendo las fauces para rugir. El hedor de su aliento era carroña y corrupción; una espuma maloliente salpicó la cara y los brazos desnudos del joven.
Lothar clavó el cañón del “máuser” en esa boca espantosa y disparó, desgarrando el cráneo, que estalló en una fuente de sangre y sesos. El león permaneció un segundo más erguido sobre las patas delanteras, tiesas. Luego, con un tremendo suspiro, sus pulmones se vaciaron y el animal cayó lentamente sobre el costado.
Lothar dejó caer el “máuser” y se arrojó de rodillas junto al león, para tratar de sacar el otro cuerpo. Sólo asomaba la mitad inferior: un par de piernas desnudas, tostadas y esbeltas, las caderas estrechas envueltas en una raída falda de lona.
El joven se levantó de un salto y tomó al león por la cola, tirando con todo su peso hasta liberar el cuerpo. Vio de inmediato que era una mujer y se inclinó para levantarla. La cabeza, con su gruesa mata de pelo oscuro rizado, cayó sin vida. Él le puso una mano ahuecada bajo la nuca, como si sostuviera a un recién nacido, para mirarla a la cara.
Era el rostro de la fotografía, el que había visto tanto tiempo antes por la lente de su catalejo, el que lo perseguía y lo acicateaba. Pero carecía de vida.
Las largas pestañas permanecían entrelazadas; no había expresión en las facciones suaves, muy bronceadas por el sol, y la boca ancha, fuerte, estaba laxa. Los labios suaves se entreabrieron, dejando al descubierto dientes pequeños, blancos y regulares; un pequeño hilo de saliva goteó por la comisura.
—¡No! —Lothar sacudió la cabeza con vehemencia—. ¡No puede ser que estés muerta! ¡No es posible, después de todo esto! No puedo…
Se interrumpió; de la espesa cabellera brotaba una serpiente roja, lenta, de sangre fresca.
Lothar se quitó el pañuelo de algodón que llevaba al cuello y limpió la sangre, pero seguía manando con la misma celeridad. Abrió los rizos oscuros hasta hallar la herida en el cráneo brillante: un corte pequeño, pero profundo, hecho por una rama del mopani. En el fondo se veía el brillo del hueso. Lothar unió los labios de la herida y la cubrió con su pañuelo; luego la vendó con su cinta del pelo.
Sosteniendo la cabeza herida con el hombro, levantó el cuerpo laxo hasta sentarlo. Uno de los pechos asomó del breve manto de piel, inspirándole una reacción casi blasfema: era tan claro, tierno, vulnerable… Lo cubrió con prontitud, lleno de remordimientos; luego volvió su atención a la pierna herida.
Los cortes paralelos eran pavorosos: habían desgarrado profundamente la piel de la pantorrilla hasta el talón del pie izquierdo. Acostó a la mujer con suavidad y se arrodilló a sus pies para levantarle la pierna, temiendo encontrarse con el súbito chorro de la hemorragia arterial. No se produjo. Era sólo el goteo oscuro de la sangre venosa.
—Gracias, Dios mío —susurró, mientras se quitaba el pesado capote militar y apoyaba la pierna herida en él, para no ensuciarla de tierra.
Luego se quitó la camisa. No la había lavado desde que pasó por la vertiente, dos días antes, y hedía a sudor rancio.
—Pero no hay otra cosa.
Desgarró la tela en tiras y vendó la pierna.
Sabía que allí estaba el verdadero peligro: en las infecciones que un devorador de carroña, como el león, lleva en las uñas y en los colmillos, casi tan mortíferas como los venenos de los bosquimanos. Las garras del león, en especial, surgían de profundas vainas metidas en las plantas de la pata. En esas cavidades había sangre vieja y carne putrefacta, fuente casi segura de infección virulenta y gangrena gaseosa.
—Tengo que llevarte al campamento, Centaine.
Usaba su nombre por primera vez. Eso le hizo sentir una chispa de placer, rápidamente sofocada por el miedo que le inspiraba el frío mortal de aquella piel.
Se apresuró a tomarle el pulso, espantado por su aleteo débil e irregular. Le levantó los hombros para envolverla en la gruesa chaqueta y miró en derredor, en busca de su caballo. Estaba en el extremo de la planicie, pastando. Desnudo hasta la cintura y estremecido de frío, corrió en busca del animal y lo llevó hasta el mopani.
Al detenerse para levantar el cuerpo inconsciente de la muchacha quedó petrificado de asombro.
Desde lo alto llegaba un sonido que le desgarraba los nervios, activando sus instintos más profundos. Era el fuerte llanto de un bebé afligido. Enderezó la espalda, rápidamente, y miró hacia arriba.
De las ramas superiores pendía un bulto que se retorcía y se bamboleaba de lado a lado.
“Una mujer y un niño.” A su mente acudieron las palabras del bosquimano moribundo.
Apoyó la cabeza de la muchacha contra el cuerpo caliente del león y dio un salto para alcanzar la rama inferior del mopani. Así fue trepando velozmente hasta el bulto suspendido. Era una mochila de cuero crudo. Soltó las correas y lo bajó hasta poder mirar dentro de la bolsa.
Una cara pequeña e indignada se alzó hacia él, con el ceño fruncido. Al verlo enrojeció de miedo y lanzó un chillido.
El recuerdo de su propio hijo le vino tan de súbito, tan amargamente, que hizo un gesto de dolor y se tambaleó en la rama. De inmediato sujetó con más fuerza al niño pataleante y sonrió: fue una sonrisa torcida, dolorosa.
—Mucha voz para tan poco hombre —susurró, con voz ronca.
En ningún momento se le ocurrió que pudiera ser una niña; esa furia arrogante sólo podía ser masculina.
Era más fácil trasladar el campamento al mopani bajo el cual yacía Centaine que trasladar a la muchacha hasta el campamento. Tuvo que llevar al niño consigo, pero logró estar de regreso en menos de veinte minutos. Vivió con miedo cada minuto que la madre indefensa pasó a solas, y sintió un alivio inmenso cuando pudo llevar al caballo de remonta hasta donde ella yacía.
Centaine seguía inconsciente. El niño se había ensuciado y estaba muerto de hambre.
Limpió el pequeño trasero rosado con un puñado de hierba seca recordando los tiempos en que había hecho lo mismo con su propio hijo; luego lo puso bajo el abrigo, donde pudiera prenderse al pecho de su madre inconsciente.
Puso a hervir una cantimplora con agua y dejó caer en ella una aguja curva de colchonero y un poco de hilo de algodón. Se lavó las manos con una jarra de agua caliente, con jabón desinfectante y, después de vaciar la jarrita, volvió a llenarla y se dedicó a frotar los profundos desgarrones que la muchacha tenía en la pierna. El agua estaba muy caliente. Aplicó jabón desinfectante, introduciendo el dedo hasta el fondo de cada herida, mientras vertía agua caliente y volvía a lavar, una y otra vez.
Centaine gemía y se debatía débilmente, pero él la sujetó para limpiar, ceñudo, las horribles laceraciones. Por fin, no del todo satisfecho, pero seguro de que, si insistía con la limpieza, causaría daños irreparables a los delicados tejidos, sacó de su mochila una botella que llevaba consigo desde hacía cuatro años. Se la había dado el médico misionero que lo atendió de las heridas recibidas en la campaña contra Smuts y Botha, diciendo: “Algún día puede salvarte la vida.” La etiqueta, escrita a mano, ya era ilegible, pero recordó su nombre con esfuerzo: “Acriflavin”; el líquido pardusco se había evaporado, quedando reducido a la mitad de su volumen.
Lo volcó en las heridas abiertas y trabajó con los dedos hasta hacerlo llegar al fondo de cada corte. Luego utilizó las últimas gotas en el corte del cuero cabelludo.
Por fin sacó la aguja y el hilo de algodón del agua hirviendo. Puso la pierna de la muchacha en su regazo y aspiró hondo.
—Gracias a Dios, está inconsciente.
Juntó los labios de carne viva y pasó por ellos la punta de la aguja.
Le llevó casi dos horas coser su pantorrilla desgarrada, con puntadas toscas, pero efectivas, más parecidas a las de un tapicero que a las de un cirujano. Vendó la pierna con tiras de una camisa limpia, pero aun mientras lo hacía se dijo que, a pesar de tanto esfuerzo, la infección era casi segura. Luego se dedicó al cuero cabelludo. Bastaron tres puntadas para cerrar esa herida.
Le costó un esfuerzo iniciar el trabajo en la camilla. Desolló al león y clavó el cuero entre dos largos brotes de mopani, con el pelo hacia arriba. Los caballos relincharon, agitados por el olor del león, pero él los tranquilizó hasta sujetar ambos palos de la camilla en su caballo de remonta. Allí tendió el cuerpo laxo de Centaine, con mucho cuidado; lo envolvió en el abrigo y la ató firmemente con trozos de corteza.
Con el niño en la mochila, ya dormido, y llevando de la rienda al caballo de remonta, que arrastraba la camilla, inició la marcha hacia las carretas. Calculaba que tardaría un día entero y ya había pasado el mediodía, pero no podía forzar el paso sin arriesgarse a lastimar a la muchacha.
Poco antes del atardecer, Shasa despertó aullando como un lobo hambriento. Lothar ató los caballos y lo puso con su madre. A los pocos minutos, Shasa volvía a aullar, frustrado, pataleando contra la solapa del abrigo. Lothar se vio entonces ante una difícil decisión.
—Es por el niño y ella no lo sabrá jamás —se dijo.
Levantó la solapa del abrigo, pero vaciló otra vez antes de tocarla tan íntimamente.
—Perdona, por favor —pidió a la muchacha inconsciente, mientras cogía en la mano el pecho desnudo.
Su peso, su calor, su piel aterciopelada fueron un golpe en la entrepierna, pero trató de no prestar atención. Presionó, masajeó, mientras Shasa le chupaba la mano, furioso. Por fin se sentó sobre los talones y cubrió a Centaine con el abrigo.
—¿Y ahora qué hacemos, muchacho? Tu madre se ha quedado sin leche. —Levantó a Shasa—. No, conmigo no lo intentes, amiguito, porque temo que aquí tampoco se sirven bebidas. Tendremos que acampar aquí y salir de compras.
Cortó ramas de espinillo y las dispuso en un laager circular, para mantener fuera a las hienas y a otros animales de presa. Después encendió en el centro una gran hoguera.
—Tú tendrás que venir conmigo —dijo al quejoso bebé.
Se ató al hombro la bolsa de lona y montó el caballo de caza.
Al doblar el recodo de la montaña halló un rebaño de cebras. Con el caballo a modo de pantalla, se acercó hasta quedar a tiro y escogió a una hembra que llevaba una cría pequeña. La mató de un certero disparo en la cabeza. Al acercarse, el potrillo se alejó unos pocos metros y volvió.
—Lo siento, amiguito —le dijo Lothar.
El huérfano no tenía posibilidades de sobrevivir; el balazo en la cabeza fue un acto de rápida misericordia. Lothar se arrodilló junto a la cebra muerta, y puso al descubierto las ubres negras, henchidas. Logró llenar media cantimplora con su leche, espesa y cremosa. La diluyó con otro tanto de agua caliente y mojó con la mezcla un cuadrado de tela de algodón.
Shasa escupió, pataleó y apartó la cara, pero Lothar se mostró insistente.
—No hay otra cosa en el menú, amiguito.
De pronto, Shasa descubrió la treta. Aunque le goteaba la leche por el mentón, parte de ella le llegó a la garganta. Chillaba de impaciencia cada vez que Lothar le quitaba el paño para volver a mojarlo.
Esa noche, el joven durmió con Shasa apretado contra el pecho. Despertó antes del amanecer, cuando el niño exigió su desayuno. Quedaba leche de cebra de la noche anterior. Después de alimentar al niño, lo lavó con una jarra de agua calentada al fuego. Ya había salido el sol. Lothar lo dejó en el suelo, y el pequeño partió gateando en dirección a los caballos, con sofocados gritos de entusiasmo.
Lothar sintió esa hinchazón del pecho que no experimentaba desde la muerte de su propio hijo. Cuando lo subió a lomos del caballo, Shasa pataleó, gorgoteando de risa, mientras el animal lo olfateaba con las orejas erguidas.
—Serás un buen jinete antes de que sepas caminar —rió Lothar.
Sin embargo, su preocupación fue intensa al acercarse a la camilla de Centaine. La muchacha seguía inconsciente, aunque gemía y agitaba la cabeza al menor contacto contra su pierna. La tenía hinchada y lívida, con sangre seca en la sutura.
—Dios mío, qué desastre —susurró el joven.
Pero no encontró en el muslo las líneas moradas de la gangrena.
Sin embargo hizo otro descubrimiento desagradable: Centaine necesitaba las mismas atenciones que su hijo. La desvistió rápidamente, pues la falda de lona y el manto eran su única vestimenta. Trató de mantenerse clínico e inconmovible al mirarla, pero no pudo.
Hasta ese momento, Lothar había basado su concepto de la belleza femenina en los encantos rubenianos de su madre, rubia,
plácida y redondeada; después de ella, en su esposa Amelia. En ese momento sus normas cambiaron abruptamente. Esa mujer era delgada como un galgo, con un vientre hundido en el que se veía cada músculo, claramente definido bajo la piel. Esa piel, aun donde no había sido tocada por el sol, tenía el color de la crema. El vello del cuerpo no era claro y ralo, sino espeso, oscuro, rizado. Sus miembros eran largos y esbeltos, no redondeados y con hoyuelos en las articulaciones. Era firme al tacto; los dedos del joven no se hundían en su carne, como en otras carnes conocidas. Los brazos, las piernas y la cara, por efecto del sol, tenían los tonos de la teca aceitada.
Trató de no entretenerse en esas cosas, en tanto la ponía boca abajo, con suave destreza; pero al ver las nalgas, redondas, duras y blancas como un perfecto par de huevos de avestruz, algo se le hundió en el estómago. Terminó de limpiarla con manos que temblaban incontrolablemente.
La tarea no le dio repugnancia; fue tan natural como lo había sido en el caso del niño. Más tarde, después de envolverla en el capote, se arrodilló junto a ella para examinar su rostro con atención.
Una vez más, sus facciones diferían de los conceptos aceptados de la belleza femenina. Ese halo de pelo oscuro, espeso y elástico, era casi africano; las cejas negras, demasiado visibles; el mentón, demasiado terco. Todo el conjunto de las facciones resultaba demasiado firme para resistir la comparación con la suave flexibilidad de aquellas otras mujeres. A pesar del relajamiento total, Lothar leía en aquella cara las huellas de grandes sufrimientos y privaciones, tal vez tan grandes como los propios. Al tocar la mejilla suave y tostada, sintió por ella una atracción casi fatalista, como si tal hubiera sido su destino desde aquella primera mirada, tantos meses antes. De pronto sacudió la cabeza, fastidiado por su propio sentimentalismo. Era ridículo.
—No sé nada de ti, ni tú de mí.
Levantó rápidamente la mirada y, con un sobresalto culpable, vio que el niño había gateado hasta meterse entre las patas de los caballos. Con alegres arrebatos de risa, estaba lanzando manotazos a los hocicos inquisitivos que lo olfateaban.
Lothar, cargado con el niño y llevando por la brida al caballo de remonta, llegó a las carretas esa misma tarde, cerca del anochecer. Swart Hendrick y los sirvientes del campamento le salieron al encuentro a la carrera, llenos de curiosidad. Lothar repartió sus órdenes.
—Quiero un albergue separado para esta mujer, junto al mío. Ponedle techo de paja para mantenerlo fresco y costados de lona, que se puedan levantar para dejar pasar la brisa. Y quiero que esté listo antes de la noche.
Llevó a Centaine a su propio camastro y volvió a lavarla por entero antes de ponerle uno de los camisones largos enviados por Anna Stok.
Aún no estaba consciente, aunque en una ocasión abrió los ojos, soñadores y perdidos, murmurando algo en francés.
—Está a salvo —le dijo él—. Está entre amigos.
Las pupilas reaccionaron a la luz, lo cual era alentador; pero sus párpados se cerraron y volvió a caer en la inconsciencia o en el sueño. Él puso mucho cuidado en no despertarla.
Una vez que le fue posible utilizar su botiquín, Lothar pudo cambiar los vendajes, untándolos generosamente con un ungüento curalotodo, herencia de su madre.
Por entonces el niño tenía hambre otra vez y lo estaba divulgando a todo pulmón. Lothar tenía una cabra lechera en su rebaño. Sentó a Shasa en el regazo y le dio leche de cabra diluida. Más tarde trató de que Centaine tomara un poco de sopa caliente, pero ella se debatió débilmente y estuvo a punto de ahogarse. No quedaba sino llevarla a su refugio, ya terminado por los sirvientes, y acostarla en un camastro hecho con tiras de cuero crudo entrecruzadas, con una piel de oveja por colchón y mantas limpias. Puso al niño junto a ella y despertó más de una vez, por la noche, para ver cómo estaban.
Poco antes del amanecer cayó, por fin, en un sueño profundo, del que lo despertaron a sacudidas casi de inmediato.
—¿Qué pasa? —preguntó, estirando instintivamente la mano hacia el fusil que tenía a la cabecera.
—¡Venga, pronto! —fue el susurro áspero de Swart Hendrick—. El ganado estaba inquieto. Pensaba que se trataba de un león.
—¿Y qué es? —preguntó Lothar, irritado—. ¡Anda, dilo de una vez!
—No era un león. ¡Mucho peor! Hay San salvajes por aquí. Se han pasado la noche rondando el campamento.
Creo que quieren robar el ganado.
Lothar sacó las piernas del camastro y buscó a tientas sus botas.
—¿Han vuelto ya Vark Jan y Klein Boy?
Sería muy fácil si contaba con un grupo numeroso. Hendrick sacudió la cabeza.
—Todavía no.
—Bueno, cazaremos solos, tú y yo. Ensilla los caballos. Que los diablos amarillos no nos saquen mucha ventaja.
Se levantó revisando la carga del “máuser”. Luego sacó la piel de oveja de su camastro y salió del refugio para correr hacia los caballos, que Swart Hendrick tenía por las bridas.
O’wa no se había atrevido a aproximarse a más de doscientos pasos del campamento. Aun a esa distancia, lo confundían los sonidos y los olores extraños que llegaban a él. El resonar del hacha contra la madera, el tintineo de un balde, el balido de una cabra, lo sobresaltaban; el olor de la parafina y el jabón, el café y la ropa de lana le despertaban inquietud; en cuanto a los sonidos que hacían esos hombres al hablar, con una cadencia desconocida, con ásperas sibilancias, lo aterrorizaban tanto como el siseo de la serpiente.
Se tendió en el suelo, con el corazón palpitándole dolorosamente, y susurró a H’ani:
—Niña Nam está con los suyos, por fin. La hemos perdido, anciana abuela. Esto de seguirla es una enfermedad de la cabeza. Los dos sabemos bien que los otros nos asesinarán si nos descubren aquí.
—Niña Nam está herida. Tú mismo leíste las señales bajo el mopani, donde yacía el león muerto —respondió H’ani, también en susurros—. Viste su sangre en el suelo.
—Está con los suyos —repitió O’wa, tozudo—. Ellos la cuidarán. Ya no nos necesita. Se fue en mitad de la noche, sin una palabra de despedida. —Sé que es verdad lo que dices, anciano abuelo, pero ¿cómo podré volver a sonreír si no averiguo cómo está? ¿Cómo podré volver a dormir si no veo al pequeño Shasa sano y salvo, mamando de su pecho?
—Arriesgas tu vida y la mía por echar un vistazo a alguien que se ha ido. Para nosotros han muerto. Déjalos en paz.
—Arriesgo sólo mi vida, esposo mío; para mí ya no tiene valor, si no puedo saber que Niña Nam, hija de mi corazón, ya que no de mí vientre, está con vida y así seguirá. Arriesgo mi propia vida por tocar a Shasa una vez más. No te pido que me acompañes.
H’ani se levantó; antes de que él pudiera protestar, se alejó por la sombra, encaminándose hacia el leve resplandor donde se veía la luz de la fogata, entre los árboles. O’wa se levantó sobre las rodillas, pero volvió a fallarle el valor. Tendido en el suelo, se cubrió la cabeza con un brazo.
—Oh, vieja estúpida —se lamentó—, ¿no sabes que, sin ti, mi corazón es un desierto? Cuando te maten yo moriré cien muertes por la tuya.
H’ani se arrastraba hacia el campamento, contra el viento, observando la dirección del humo de la hoguera, pues sabía que, si el ganado o los caballos la olfateaban, alertarían al campamento con sus movimientos inquietos. Cada pocos pasos se arrojaba al suelo y escuchaba con la vista fija en las sombras que rodeaban a las carretas y a las toscas chozas del campamento, por si salían esos hombres tan altos, tan negros, vestidos con cosas ridículas y centelleantes de armas metálicas.
Todos estaban dormidos; era fácil distinguir sus siluetas alrededor del fuego; el hedor de sus cuerpos la estremeció de miedo. Se obligó a levantarse y avanzar, utilizando una de las carretas como pantalla hasta poder agazaparse junto a la rueda.
Estaba segura de que Niña Nam estaba en uno de los refugios, pero si elegía el incorrecto se produciría el desastre. Decidió entrar en el más cercano y se arrastró a cuatro patas hasta la entrada. Tenía buena vista en la oscuridad, casi tanto como un gato, pero sólo veía allí un bulto oscuro, indefinido, sobre una estructura alta; una silueta humana, tal vez; no había modo de estar segura.
La silueta se movió y lanzó un gruñido. “¡Un hombre!” El corazón le palpitaba con tanta fuerza que temió despertarlo con su latir. Retrocedió y gateó hasta el segundo refugio.
Allí había otra silueta dormida. H’ani se acercó tímidamente. A medio metro de distancia, sus fosas nasales se dilataron: había reconocido el olor lácteo de Shasa y el de la piel de Niña Nam, tan dulce para la anciana como el del melón silvestre.
Se arrodilló junto al camastro. Shasa, sintiendo su presencia, lanzó un gemido. H’ani le tocó la frente y deslizó la punta de su dedito en la boca del niño. Lo había enseñado bien: todos los niños bosquimanos aprendían a quedarse quietos ante ese gesto, pues la seguridad del clan podía depender de su silencio. Shasa se relajó ante el contacto y el olor familiar de la anciana.
H’ani buscó el rostro de Niña Nam. El calor de las mejillas le indicó que estaba un poquito afiebrada; entonces se inclinó para olfatearle el aliento. Tenía la acritud del olor y la enfermedad, pero no el hedor de la infección virulenta. Hubiera querido tener tiempo para examinar y curar sus heridas.
En cambio puso los labios contra la oreja de la muchacha, susurrando:
—Corazón mío, mi pajarito, invoco a los espíritus del clan para que te protejan. Tu anciano abuelo y yo bailaremos por ti, para darte fuerzas y curarte.
La voz de la anciana llegó a algún sitio profundo de la muchacha inconsciente. En su cerebro se formaron imágenes.
—Anciana abuela —murmuró, sonriendo ante los sueños—, anciana abuela…
—Estoy contigo. Siempre estaré contigo y siempre.
Fue cuanto pudo decir. No podía arriesgarse a soltar el sollozo que se le formó en la garganta, listo para brotarle de los labios. Los tocó una vez, al niño y la madre, en los labios y en los ojos cerrados. Luego se levantó y salió precipitadamente de la choza. Las lágrimas la cegaban y el dolor atontaba sus sentidos. Así fue que pasó cerca del corral de espinos en donde estaban los caballos.
Uno de los animales resopló, sacudiendo la cabeza ante aquel áspero olor. Mientras H’ani desaparecía en la noche, uno de los hombres tendidos junto al fuego se levantó de pronto y arrojó la manta para acercarse a los caballos inquietos. A medio camino se inclinó a mirar una diminuta huella impresa en el polvo.
Era extraño sentirse ahora tan cansada, mientras desandaba con O’wa el trayecto, por la base de la montaña, hacia el valle secreto.
Al seguir el rastro de Niña Nam y Shasa se había sentido capaz de correr eternamente, como si volviera a ser joven, por la preocupación que le causaban aquellos dos seres, tan amados como su anciano esposo. En ese momento, en cambio, sentía todo el peso de su edad; su trote, por lo común alerta y elástico, se reducía a un tranco pesado. El cansancio le dolía en los labios y en la espalda.
O’wa, frente a ella, se movía con la misma lentitud, dejándole sentir el esfuerzo que le costaba cada paso. Antes de que el sol se elevara un palmo en el horizonte, ambos se habían visto privados de la fuerza y el objetivo que hacen posible la supervivencia en el páramo. Una vez más, acababan de sufrir una terrible pérdida, pero esta vez no tenían voluntad para superarla.
O’wa se detuvo y cayó de rodillas. En los largos años que llevaban juntos, ella nunca lo había visto tan agotado. Cuando se arrodilló junto a él, le vio girar lentamente la cabeza para mirarla.
—Anciana abuela, estoy cansado —susurró—. Quisiera dormir por mucho tiempo. El sol me lastima los ojos.
Y levantó la mano para protegérselos.
—Ha sido un camino largo y duro, anciano abuelo, pero ahora estamos en paz con los espíritus de nuestro clan y Niña Nam está a salvo con los suyos. Ahora podemos descansar un rato.
De pronto le subió a la garganta todo el dolor que sentía, sofocándola. Pero no hubo lágrimas. Era como si su vieja estructura marchita hubiera perdido toda la humedad. Y aunque no había lágrimas, la necesidad de llorar era como una flecha clavada en su pecho. Se meció sobre los talones, emitiendo un leve murmullo, en un intento de aliviar el dolor. Eso le impidió oír la llegada de los caballos.
Fue O’wa quien dejó caer la mano y torció la cabeza. H’ani al ver el miedo en sus ojos, escuchó y lo oyó también.
—Nos han descubierto —dijo O’wa. Por un momento, H’ani se sintió vacía hasta de la voluntad de correr a esconderse—. Ya están cerca.
En los ojos del marido había la misma resignación. Eso la acicateó, obligándola a levantarlo a tirones.
—En terreno abierto nos cazarán con la facilidad con que un leopardo caza a una gacela tullida —dijo, volviéndose a mirar la montaña.
Estaban al pie de la cuesta que, entre matas de hierba dispersas y piedras sueltas, ascendía suavemente hacia la cima.
—Si pudiéramos llegar a la cumbre —susurró ella—, ningún caballo nos seguiría.
—Es demasiado alta, demasiado empinada —protestó O’wa.
—Hay un camino. —Con un dedo huesudo, H’ani señaló la leve senda que zigzagueaba por la roca pelada de la montaña—. Mira, anciano abuelo, mira: los espíritus de la montaña nos muestran el camino.
—Son gamuzas —murmuró O’wa. Dos pequeños animales, alarmados por la proximidad de los jinetes, ascendían con leves saltos por un camino apenas discernible—. No son espíritus de la montaña —repitió el anciano, observando el vuelo de los ágiles animalitos.
—Y yo digo que son los espíritus de la montaña disfrazados de gamuzas —afirmó H’ani, arrastrándolo hacia la cuesta—. Yo digo que nos están mostrando el camino para escapar de nuestros enemigos. Date prisa, viejo estúpido y discutidor; no nos queda otra salida.
Lo cogió de la mano y, juntos, fueron saltando de piedra en piedra, trepando con la torpe agilidad de los viejos mandriles.
Pero antes de llegar a la base del acantilado O’wa tiraba ya de su mano, jadeando de dolor y tambaleándose débilmente.
—El pecho —gritó, tropezando—. Tengo en el pecho un animal que me está comiendo la carne. Siento los dientes…
Y cayó pesadamente entre dos grandes piedras.
—No podemos detenernos —le rogó H’ani, inclinándose hacia él—. Tenemos que seguir. Y trató de levantarlo.
—Duele tanto —jadeó él—. Siento los dientes que me desgarran el corazón.
Ella, con todas sus fuerzas, logró incorporarlo. En ese momento se oyó un leve grito al pie de la cuesta.
—Nos han visto —exclamó la anciana, mirando a los dos jinetes que salían del bosque—. Vienen por nosotros.
Los vio desmontar de un salto, atar a los animales e iniciar el ascenso. Uno era negro; la cabeza del otro brillaba como el sol sobre agua quieta. Y subieron gritando, con fiereza, con júbilo; era como el clamor de los perros de caza cuando captan el rastro.
Ese sonido animó a O’wa, quien, con ayuda de H’ani, se levantó, aunque inseguro, apretándose el pecho con una mano. Sus labios estaban blancos; sus ojos parecían los de una gacela mortalmente herida, y la aterrorizaron tanto como los gritos de abajo.
—Tenemos que seguir.
Llevándolo medio a rastras, lo condujo hasta la base del acantilado.
—No puedo hacer esto —murmuró él, con voz tan débil que H’ani le acercó el oído a los labios para entender—. No puedo subir.
—Puedes —afirmó ella—. Yo te guiaré. Pon los pies donde yo ponga los míos.
Y subió por la roca, por el empinado sendero marcado por las gamuzas, con sus cascos puntiagudos. El anciano, detrás, subía con paso inestable.
Treinta metros más arriba hallaron un saliente que los protegería de los perseguidores. Subieron trabajosamente, aferrándose a la superficie áspera con la punta de los dedos. El vacío abierto hacia abajo pareció calmar a O’wa, que trepó con más decisión. En una ocasión vaciló, tambaleándose hacia fuera, pero ella alargó la mano hacia atrás para sujetarlo del brazo hasta que pasó el vértigo.
—Sígueme —le dijo—. No mires hacia abajo, anciano abuelo. Mira mis pies y sígueme.
Continuaron ascendiendo más y más. Aunque bajo ellos se abría la planicie, los cazadores quedaban ocultos por la caída del acantilado.
—Sólo falta un poquito. Mira, allí está la cima. Un poquito más y estaremos a salvo. A ver, dame la mano.
Y alargó la mano para ayudarlo a cruzar un sitio peligroso, donde el vacío se abría bajo ellos, forzándolos a cruzarlo.
H’ani miró entre los pies y volvió a verlos, empequeñecidos por la distancia y deformados por la perspectiva. Ambos estaban aún al pie del acantilado y la miraban directamente. La cara del blanco brillaba como una nube, tan extrañamente clara, pero tan maligna… H’ani, que nunca había visto un fusil, no hizo esfuerzo alguno por ocultarse. Sabía que estaba fuera del alcance de cualquier flecha, del arco más poderoso. Sin miedo alguno, se inclinó desde la estrecha saliente para ver mejor al enemigo. Vió que el blanco sacudía los brazos tendidos y, desde la punta de su barrote, surgía una pluma de humo blanco.
No llegó a oír el ruido del disparo, pues la bala llegó antes que el ruido. Le penetró por el bajo vientre, subiendo oblicuamente a través de sus intestinos y su estómago, y salió por la espalda después de atravesarle un pulmón. La fuerza del impacto la arrojó de espaldas contra la pared de roca. Su cuerpo sin vida rebotó flojamente hacia delante y cayó por el borde.
O’wa lanzó un grito, estirando la mano hacia ella. Llegó a tocarla con la punta de los dedos antes de que cayera en el vacío, y se quedó tambaleándose en el borde del precipicio.
—¡Vida mía! —la llamó—. ¡Mi corazoncito!
El dolor de su pecho y el de la pérdida eran demasiado intensos. Dejó que su cuerpo se balanceara hacia fuera y, al cruzar el centro de gravedad, lloró suavemente:
—Te sigo, anciana abuela, hasta el mismo fin del viaje.
Y se dejó hundir en el vacío, sin resistencia. El viento lo desgarró al caer, pero no volvió a emitir ningún sonido.
Lothar de la Rey tuvo que ascender seis metros para alcanzar el cuerpo de uno de los bosquimanos, que había quedado hundido como una cuña en una grieta del acantilado.
Se encontró con el cadáver de un viejo, arrugado y esquelético, aplastado por la caída; la piel y la carne se habían desgarrado, descubriendo el hueso del cráneo. Había muy poca sangre, como si el sol y el viento hubieran disecado en vida aquel cuerpecito. Llevaba, alrededor de la infantil criatura, un breve taparrabo de cuero crudo y algo notable: una navaja plegable, del tipo que usaban los marineros británicos. Lothar no esperaba hallar una herramienta como ésa en un cadáver de bosquimano, perdido en los páramos del Kalahari. Retiró la herramienta y la dejó caer en su bolsillo. No había en el cadáver ninguna otra cosa de valor ni de interés. Ni siquiera valía la pena enterrarlo. Dejó al anciano clavado en la grieta y bajó hasta donde Swart Hendrick lo esperaba.
—¿Qué ha encontrado? —preguntó el negro.
—Sólo un viejo, pero tenía esto.
Le mostró el cuchillo, y Swart Hendrick asintió sin mayor interés.
—Esos monos son verdaderos ladrones. Por eso, sin duda, estaban rondando el campamento.
—¿Dónde ha caído el otro?
—Entre aquellos espinos. Bajares peligroso. Yo lo dejaría.
—Quédate entonces —le indicó Lothar.
Se acercó a la orilla del profundo barranco y miró hacia abajo. El fondo estaba lleno de densos matorrales espinosos. En realidad, el descenso ofrecía peligros pero Lothar sentía el perverso capricho de no seguir el consejo del ovambo.
Tardó veinte minutos en llegar al fondo del barranco y otro tanto hallar el cadáver del bosquimano que había matado de un tiro. Era como buscar un faisán muerto en un matorral poblado sin la ayuda de un buen perro de caza. Por fin fue el zumbido de las moscas lo que le condujo hasta la mano que sobresalía de entre la maleza, con la palma rosada hacia arriba. Sacó el cuerpo a rastras y notó que era el de una mujer, una vieja bruja de piel increíblemente arrugada y pechos colgantes como bolsas vacías.
Lanzó un gruñido de satisfacción al ver el agujero de la bala, exactamente donde había apuntado. Había sido un disparo difícil. Inmediatamente desvió su atención al extraordinario adorno que la vieja llevaba al cuello.
En toda África del sudeste no había visto nunca algo así, aunque la colección de su padre incluía un collar masai, vagamente similar. Pero éste no estaba hecho con cuentas compradas, sino con guijarros de colores, dispuestos con muy buen gusto.
Lothar comprendió que tendría un valor considerable por su rareza y puso a la vieja boca abajo para desatar el cordón. Estaba empapado por la sangre que manaba de la gran herida abierta por la bala al salir; una parte había manchado también las piedras, pero las limpió cuidadosamente. Envolvió el collar en su pañuelo de cabeza y lo guardó en el bolsillo de su pechera.
Una última mirada al cadáver lo convenció de que no había en él ninguna otra cosa interesante. La dejó boca abajo y volvió al difícil ascenso por el barranco.
Centaine sintió la tela de lana que le cubría el cuerpo. Era tan poco familiar que la puso en el umbral mismo de la conciencia. Le pareció estar acostada sobre algo suave, pero sabía que eso era imposible, igual que la luz verde que se filtraba por la lona. Estaba demasiado cansada para pensar en esas cosas. Cuando trató de mantener los párpados abiertos, se le cerraron otra vez. Entonces notó su propia debilidad. Le habían sacado las entrañas, como si ella fuera sólo un huevo pasado por agua; quedaba apenas la frágil cáscara exterior. La idea le dio ganas de sonreír pero hasta ese esfuerzo era demasiado grande; se dejó caer nuevamente en aquella adormecedora oscuridad.
Cuando volvió a recobrar parcialmente la conciencia percibió una voz que cantaba por lo bajo. Así, tendida y con los ojos cerrados, notó que comprendía la letra. Era una canción de amor, un lamento por una muchacha conocida antes de la guerra.
La voz era de hombre; le pareció una de las más emocionantes que había oído en su vida. No quería que la canción terminara, pero de pronto se interrumpió y el hombre se echó a reír.
—Así que ésta te gusta —exclamó, en afrikaans.
Y una criatura dijo:
—¡Pa! ¡Pa!
Lo dijo con tanta energía, con voz tan clara, que Centaine abrió inmediatamente los ojos. Era la voz de Shasa. Todos los recuerdos de aquella noche, pasada con el león en el mopani, volvieron en tropel. Tuvo ganas de gritar otra vez: “¡Mi bebé, salven a mi bebé!” Movió la cabeza de un lado a otro y descubrió que estaba sola en una choza, de empajado y lona. Yacía en un camastro, vestida con un largo y fresco camisón de algodón.
—¡Shasa! —llamó, tratando de incorporarse.
Apenas logró una sacudida espasmódica. Su voz era un susurro áspero.
—¡Shasa! —Esa vez reunió todas sus fuerzas—. ¡Shasa!
Y el nombre salió como un graznido.
Se oyó una exclamación sorprendida y el ruido de un banquito al caer. La cabaña se oscureció: alguien llenaba el vano de la puerta, y Centaine giró la cabeza hacia la abertura.
Allí había un hombre. Llevaba a Shasa sobre la cadera. Era alto, de hombros anchos, pero estaba a contraluz y sus facciones no eran visibles.
—Conque la princesa dormida acaba de despertar. —Esa voz profunda, emocionante—. Por fin, por fin.
Sin dejar al niño, se acercó al camastro y se inclinó hacia ella.
—Estábamos preocupados —dijo, con suavidad.
Centaine levantó la mirada hacia el rostro más hermoso que nunca había visto en hombre alguno: un hombre dorado, de pelo dorado y ojos amarillos de leopardo.
Shasa brincaba sobre su cadera, estirando los brazos hacia ella.
—¡Mamá!
—¡Mi bebé! —Centaine estiró una mano.
El desconocido puso al niño a su lado, en el camastro. Luego tomó a Centaine por los hombros y la incorporó hasta sentarla, apoyándole la espalda en una almohada grande. Sus manos eran oscuras y fuertes, pero los dedos tenían la elegancia de los de un pianista.
—¿Quién es usted? —preguntó ella, en un susurro; bajo los ojos se le veían manchas parecidas a moretones recientes.
—Me llamo Lothar De La Rey —respondió él.
Shasa cerró los puños y golpeó a su madre en el hombro, en un gesto de abrumador afecto.
—¡Despacito! —Lothar lo tomó por la muñeca para contenerlo—. Tu mamá todavía no puede soportar tanto amor.
Ella notó que la expresión del hombre se suavizaba al mirar al niño.
—¿Qué me pasó? —preguntó Centaine—. ¿Dónde estoy?
—Fue atacada y herida por un león. Cuando maté a la bestia, usted cayó del árbol.
—Sí, recuerdo eso, pero después.
—Sufrió una conmoción cerebral; además, las heridas dejadas por el león se infectaron.
—¿Cuánto tiempo? —murmuró ella.
—Seis días, pero ya ha pasado lo peor. Todavía tiene la pierna muy hinchada, Mevrou Courtney.
Ella dio un respingo.
—Ese nombre, ¿de dónde lo ha sacado?
—Sé que usted se llama Mevrou Centaine Courtney y que es sobreviviente del buque-hospital Protea Castle.
—¿Y cómo sabe todo eso?
—Su suegro me envió a buscarla. —¿Mi suegro?
—El coronel Courtney. Y esa mujer, Anna Stok.
—¿Anna? ¿Anna vive? —Centaine lo cogió por la muñeca.
—¡De eso no me cabe ninguna duda! —rió el hombre—. ¡Está bien viva!
—¡Es maravilloso! Pensé que se habría ahogado… —La muchacha se interrumpió al darse cuenta de que todavía lo tenía cogido por la muñeca—. Dígame, cuénteme todo. ¿Cómo está?
¿Cómo sabía usted por dónde buscarme? ¿Dónde está Anna ahora? ¿Cuándo podré verla?
Lothar volvió a reír. Tenía los dientes muy blancos.
—¡Cuántas preguntas! —Acercó un banquito al camastro—. ¿Por dónde debo comenzar?
—Comience por Anna. Dígame todo lo que sepa de ella. Lo escuchó con avidez, observando su rostro y haciendo otra pregunta en cuanto él acababa de contestar una. Debía luchar contra la debilidad de su cuerpo para disfrutar del sonido de su voz, del intenso placer de recibir buenas noticias del mundo real, después de excursión tan larga. Por fin volvía a comunicarse con alguien de su raza, a ver un rostro blanco y civilizado. El día estaba a punto de terminar. La penumbra del atardecer ya estaba llenando el pequeño refugio. Shasa lanzó un grito exigente y Lothar se interrumpió.
—Tiene hambre.
—Si nos deja por un rato, Mijnheer, voy a alimentarlo.
—No. Ya no tiene leche.
Centaine sacudió la cabeza como si acabara de recibir una bofetada y se quedó mirándolo con fijeza. Los pensamientos se le agolpaban en la mente. Hasta ese momento, absorta en las noticias y el interrogatorio, no había pensado que en ese campamento no había otra mujer, que había pasado seis días completamente indefensa. Alguien la había atendido, lavado y cambiado; alguien le había dado de comer, además de curarle las heridas. Pero esas palabras, ese modo de enfocar con tanta franqueza tema tan íntimo, le hizo comprender todo de pronto, y sintió que comenzaba a ruborizarse de vergüenza. Se le encendieron las mejillas. Esos dedos largos, bronceados, debían de haberla tocado en donde un solo hombre la había tocado hasta entonces. Sintió que se le irritaban los ojos al comprender lo que habrían visto esos ojos amarillos.
Ardía de bochorno. Y de pronto, increíblemente, experimentó una excitación cálida, vergonzosa, de modo tal que le costó seguir respirando. Entonces bajó los ojos y apartó la cara para que él no viera sus mejillas encendidas.
Lothar parecía totalmente ajeno a sus apuros.
—Vamos, soldado, le mostraremos a mamá lo que has aprendido.
Levantó a Shasa y le dio de comer con una cuchara, en tanto el niño, saltando en su regazo, festejaba la llegada de cada bocado con un ¡hum, hum, hum!, lanzándose hacia él con la boca bien abierta.
—Usted le cae bien —observó Centaine.
—Somos amigos —admitió Lothar, retirando la papilla de la cara de Shasa con un paño húmedo.
—Sabe entenderse con los niños.
Centaine vio de pronto un súbito dolor en aquellos ojos dorados.
—Tenía un hijo varón —fue la respuesta.
Y el hombre dejó a Shasa junto a ella. Luego recogió la cuchara y el plato vacío.
—¿Dónde está su hijo? —preguntó ella, suavemente. Él se detuvo ante la puerta y se volvió con lentitud.
—Mi hijo ha muerto —respondió, en voz baja.
Centaine estaba más que madura para el amor. Su soledad era un hambre tan intensa que parecía imposible de saciar, ni siquiera con esas largas conversaciones lánguidas bajo el toldo de la carreta. Con Shasa sentado entre ambos, conversaban durante las horas más calurosas de aquellos perezosos días africanos.
Casi siempre hablaban de las cosas que a ella le gustaban más: la música y los libros. Aunque él prefiriera a Goethe y no a Victor Hugo, a Wagner y no a Verdi, esas diferencias les daban bases para divertidas y satisfactorias discusiones. En esas charlas Centaine descubrió que la instrucción de ese hombre excedía con mucho la propia, pero no se resintió por ello. Simplemente, puso aún más atención a su voz. Era maravillosa, después del idioma de los San, lleno de chasquidos y gruñidos. Escuchaba su cadencia como si fuera música.
—¡Cánteme! —ordenaba, cuando habían agotado algún tema en especial—. ¡Shasa y yo lo deseamos!
—¡Para servirlos, por supuesto! —respondía él, sonriendo.
Y, después de dedicarles una burlona reverencia, cantaba sin timidez:
“Levanta al pollo y la gallina te seguirá.” Centaine había oído esa frase muchas veces, de labios de Anna. Cuando veía a Shasa recorriendo el campamento, montado sobre los hombros de Lothar, comprendía la verdad del proverbio, pues sus ojos y su corazón los seguían a ambos.
Al principio experimentaba un instantáneo resentimiento cuando el niño saludaba a Lothar gritando: “¡Pa, pa!” Esa palabra hubiera debido ser sólo para Michael. Luego, con una punzada dolorosa, recordaba que Michael yacía en el cementerio de Mort Homme.
Al fin le fue fácil sonreír cuando los primeros pasos de Shasa terminaron en un precipitado regreso a la tierra y se arrastró hacia Lothar, llamándolo a gritos para buscar su consuelo. Eran la ternura y la suavidad con que ese hombre trataba al niño lo que acicateaba el afecto de Centaine, su necesidad de él, pues reconocía que, bajo ese exterior apuesto, existía un hombre duro y feroz. Sus propios hombres, duros también, lo trataban con sumo respeto.
Sólo una vez presenció una ira helada, asesina, que la aterrorizó tanto como al hombre a quien estaba dirigida. Vark Jan, por indolencia e ignorancia, había montado el caballo de caza de Lothar con una silla inadecuada, despellejando casi hasta los huesos el lomo de la bestia. Lothar derribó a Vark Jan con un puñetazo en la cabeza. Luego le arrancó la chaqueta y la camisa a fuerza de latigazos, dejándolo inconsciente, tendido en un charco de sangre.
Esa violencia horrorizó a Centaine, pues había presenciado los brutales detalles desde su camastro. Más tarde, cuando se vio sola en su refugio, su miedo y su asco dejaron sitio a una estremecida excitación.
—Es tan peligroso… —se dijo—. Peligroso y cruel.
Volvió a estremecerse y no pudo dormir. Oía la respiración del hombre, en el refugio vecino.
En total contraste, al día siguiente él se mostró suave y tierno. Con la pierna herida en el regazo, cortó las suturas de algodón y las quitó de la carne inflamada. Quedaron puntos oscuros en la piel, que él olfateó.
—Está limpia. Ese color rojo es sólo el cuerpo, que quería liberarse de los puntos. Ahora cicatrizará pronto.
Tenía razón. A los dos días Centaine pudo, apoyándose en una muleta que él le fabricó, efectuar su primera salida.
—Siento que se me doblan las piernas —protestó—. Estoy más débil que Shasa.
—Pronto estará bien otra vez. —Lothar le rodeó los hombros con un brazo para darle apoyo.
Ella se estremeció ante el contacto, deseando que él retirara el brazo sin darse cuenta de nada.
Se detuvieron ante los caballos para que ella acariciara a los animales, disfrutando nostálgicamente con su olor.
—Quiero volver a montar —le dijo.
—Anna Stok me dijo que usted es toda una amazona. Que tenía un semental blanco.
—Nuage. —Oprimió la cara contra el cuello del caballo de Lothar para ocultar las lágrimas—. Mi nube blanca. Era bello, fuerte y veloz.
—Nuage. —Lothar la tomó del brazo—. Muy lindo nombre. —Y prosiguió—: Sí, pronto volverá a montar. Nos espera un largo viaje para llegar a donde nos encontraremos con su suegro y Anna Stok.
Por primera vez Centaine cobró conciencia de que ese mágico interludio estaba destinado a terminar. Se apartó del caballo para mirar fijamente a Lothar por encima de su lomo. No quería que aquello terminara; no quería alejarse de él. Y pronto sería así.
—Estoy cansada —comentó—. No creo estar en condiciones de montar, por el momento.
Esa noche, sentada bajo el toldo con un libro en el regazo, para observarlo por entre las pestañas mientras fingía leer, le vio levantar la mirada de pronto y sonreír, con una sonrisa tan sabedora que ella se ruborizó y apartó la vista, confundida.
—Estoy escribiendo al coronel Courtney —dijo él, sentado ante el escritorio de viaje, pluma en mano, sin dejar de sonreír—. Mañana enviaré a un jinete hasta Windhoek, pero tardará más de dos semanas en ir y volver. Informo al coronel dónde y cuándo podremos encontrarnos; he sugerido que sea el día 19 del mes próximo.
“¿Tan pronto?”, iba a decir Centaine.
En cambio asintió en silencio.
—Sin duda usted estará muy ansiosa por reunirse con su familia, pero no creo que podamos llegar antes de esa fecha.
—Comprendo.
—Sin embargo, enviaré con placer cualquier carta que usted quiera escribir, con el mismo mensajero.
—¡Ah, qué maravilla! Anna, mi querida Anna… ha de estar alborotada como una gallina vieja.
Lothar se levantó.
—Por favor, siéntese aquí y use todo el papel necesario, señora Courtney. Mientras tanto, el señor Shasa y yo nos ocuparemos de su comida.
Curiosamente, una vez escrita la frase de saludo, “Mi queridísima Anna”, no se le ocurrió con qué seguir. Las palabras parecían insulsas. “Doy gracias a Dios porque hayas sobrevivido, aquella noche terrible. He pensado en ti todos los días desde entonces…”
Estalló el dique que contenía las palabras y éstas fluyeron en torrentes hacia el papel.
—Hará falta un caballo de carga para llevar esa carta —comentó Lothar, mirando por encima de su hombro.
Centaine, con un respingo de sorpresa, notó que había cubierto doce hojas con escritura pequeña.
—Todavía me queda mucho por contarle, pero el resto tendrá que esperar.
Centaine plegó las hojas y las selló con lacre de una caja de plata, mientras Lothar le tenía la vela.
—Fue extraño —susurró ella—. Casi había olvidado cómo sujetar una pluma. Ha pasado tanto tiempo…
—Nunca me ha contado qué le ocurrió, cómo escapó del barco, cómo sobrevivió tanto tiempo y se alejó cientos de kilómetros de la costa.
—No quiero hablar de eso —le interrumpió ella, apresuradamente. Por un momento vio, con los ojos de la mente, dos caritas con forma de corazón, arrugadas, ambarinas. Tuvo que contener los remordimientos por haberlos abandonado con tanta crueldad—. Ni siquiera deseo pensar en eso. Haga el favor de no volver a tocar el tema, señor.
Su tono era muy severo. Él recogió las dos cartas.
—Por supuesto, señora Courtney. Si me disculpa, ahora mismo entregaré esto a Vark Jan, para que parta mañana, antes del amanecer.
El rostro de Lothar estaba rígido, resentido por el rechazo. Ella lo vio acercarse a la fogata de los sirvientes y oyó el murmullo de las órdenes que daba a Vark Jan. Cuando lo vio regresar a la choza, fingió estar concentrada en su lectura, con la esperanza de que él la interrumpiera. Pero Lothar se sentó ante el escritorio y abrió su Diario. Era su rito de todas las noches: una anotación en el Diario, encuadernado en cuero. Centaine oyó el ruido de la pluma contra el papel, resentida; no quería que él prestara atención a otra cosa y no a ella.
“Nos queda tan poco tiempo… —pensó—. Y él lo malgasta de este modo.”
Cerró el libro audiblemente, pero el hombre no levantó la mirada.
—¿Qué está escribiendo? —preguntó.
—Usted lo sabe; lo hemos conversado anteriormente, señora Courtney.
—¿Lo escribe todo en su Diario?
—Casi todo.
—¿Escribe sobre mí?
Él dejó la pluma y la miró fijamente, haciéndola ruborizar. Pero ella no se decidió a disculparse.
—Usted se estaba entrometiendo en cosas que no le incumbían —adujo.
—Sí.
Para disimular su incomodidad, ella preguntó:
—¿Ha escrito algo sobre mí en su famoso Diario?
—Y ahora es usted la curiosa, señora. —Lothar cerró su Diario, lo guardó en el cajón del escritorio y se levantó—. Si me permite, debo hacer mi ronda por el campamento.
Así descubrió ella que no podía tratarlo como a su padre, ni siquiera como a Michael Courtney. Lothar era un hombre orgulloso, que no le permitiría invadir su dignidad, un hombre que había luchado toda su vida por el derecho de no obedecer a nadie. No le permitiría aprovecharse de su fuerte sentido de la caballerosidad para con ella y el pequeño Shasa. Descubrió que no podía intimidarlo.
A la mañana siguiente se sintió fastidiada por la actitud formal y altanera de Lothar. Con el correr de las horas llegó a enojarse. “Por semejante tontería se comporta como un niño malcriado —se dijo—. Bueno, veremos quién es más malcriado de los dos.”
Al segundo día, el enfado había cedido paso a la soledad y la desdicha. Echaba de menos su sonrisa, el placer de las largas discusiones, su carcajada y sus canciones. Mientras contemplaba a Shasa, que caminaba por el campamento colgado de la mano de Lothar, manteniendo con él una de esas locuaces conversaciones que sólo ellos podían entender, la horrorizó descubrir que sentía celos de su propio hijo.
—Yo daré de comer a Shasa —dijo, fríamente—. Es hora de que reasuma mis deberes. No tiene por qué tomarse más molestias, señor. —Por supuesto, señora Courtney.
Y Centaine hubiera querido gritar: “Por favor, lo siento muchísimo.” Pero el orgullo era como una cordillera entre ambos.
Pasó toda la tarde esperando el ruido de su caballo al regresar. Oía sólo lejanos disparos de fusil; ya era oscuro cuando Lothar regresó y ella estaba ya acostada con el niño. Tendida en la oscuridad, oyó las voces y los sonidos, en tanto descargaban los antílopes cazados por el joven para colgarlos de los ganchos. Lothar permaneció levantado hasta tarde con sus hombres, junto al fuego; hasta ella flotaban estallidos de risa, en tanto trataba de dormir.
Por fin lo oyó llegar al refugio vecino. Oyó también el chapoteo del agua cuando él se lavó en el cántaro puesto a la entrada, y el susurro de sus ropas, y finalmente el crujido de su catre al acostarse él.
La despertaron los gritos de Shasa. Comprendió de inmediato que al niño le dolía algo y se levantó, aún medio dormida, para buscarlo a tientas. En la choza de Lothar se encendió un fósforo y la luz de una lámpara.
—¡Chist, silencio, chiquito! —Al acunar a Shasa contra su pecho, el calor del cuerpecito la alarmó.
—¿Puedo entrar? —preguntó Lothar, desde la entrada.
—Oh, sí.
El joven se inclinó para entrar a la choza y dejó la lámpara.
—Shasa está enfermo.
Lothar cogió al niño. Llevaba sólo un par de pantalones de montar; iba descalzo y a pecho descubierto, con el pelo enredado por la almohada.
Después de tocar las mejillas arrebatadas del niño, deslizó un dedo en la boca abierta. Shasa sofocó su aullido y mordió aquel dedo como un tiburón.
—Otro diente —sonrió Lothar—. Se lo he palpado esta mañana.
Devolvió el niño a su madre, a pesar del chillido con que el pequeño recibió ese rechazo.
—Enseguida vuelvo, soldado.
Centaine lo oyó revolver el botiquín que tenía encadenado al suelo de su carreta. Al volver traía una botellita en la mano. La muchacha arrugó la nariz ante el penetrante olor a aceite de ajo que despedía, una vez quitado el corcho.
—Vamos a curar ese diente malo, ¿qué te parece? —Lothar masajeó las encías del pequeño, que le chupaba el dedo—. Así me gusta, soldado.
Acostó otra vez a Shasa en el catre y, a los pocos minutos, comprobó que dormía otra vez. Entonces recogió la lámpara.
—Buenas noches, señora Courtney —se despidió, en voz baja, acercándose a la entrada.