La luna había recorrido casi la mitad de su trayecto hacia el cenit cuando, de pronto, Centaine entró en un remolino de calor. Fue como chocar con una barrera sólida, y la muchacha lanzó una exclamación de sorpresa, en tanto H’ani murmuraba, sin quebrar el ritmo de su paso:
—Ahora comienza. Pero pasaron rápidamente por él. Más allá, el aire estaba tan frío, por contraste, que Centaine, temblando, se estrechó el manto alrededor de los hombros.
El valle hizo un giro. Al rodear una alta duna, en donde las sombras de la luna parecían cardenales, el desierto volvió a lanzarles su aliento.
—No te alejes, Niña Nam.
Pero el calor tenía un peso, una viscosidad tales que Centaine tuvo la sensación de vadear un río de lava. A medianoche hacía más calor allí que en el cuarto de calderas de Mort Homme. Cuando respiraba, el fuego le entraba en el cuerpo como un invasor. Con cada aliento expelido se le llevaba la humedad del cuerpo, como un ladrón.
Hicieron apenas una breve pausa para beber de un huevo. Tanto H’ani como O’wa la miraron con atención cuando ella se lo llevó a los labios, pero ya no hacía falta que le advirtieran nada.
Cuando el cielo comenzó a iluminarse, O’wa aminoró un poco el paso. Una o dos veces se detuvo a estudiar el valle con ojo crítico. Obviamente, estaba eligiendo un sitio para esperar durante el día. Al fin, cuando se detuvieron, fue bajo una duna empinada.
No había material para hacer fuego H’ani ofreció a Centaine un trozo de pescado, secado al sol y envuelto en algas marinas, pero ella estaba demasiado cansada para comer; además, temía que el alimento acrecentara su sed durante el día. Bebió su ración de agua y, fatigada, se levantó para alejarse un poco. En cuanto trató de agacharse, H’ani le espetó una aguda reprimenda y se acercó a la carrera.
—¡No! —repitió.
Centaine quedó azorada y confusa, hasta que la anciana buscó en su mochila y sacó una calabaza seca que usaba como cuenco.
—Aquí —dijo, ofreciendo la calabaza a Centaine, que no comprendía.
Exasperada, la anciana volvió a cogerla y, sosteniéndola entre sus piernas, orinó dentro de ella.
—Hazlo —indicó, ofreciéndola a Centaine otra vez.
—No puedo, H’ani. ¿Delante de todos? —protestó la muchacha.
—O’wa, ven aquí. Muéstrale a la niña.
El anciano se acercó y, ruidosamente, repitió la demostración de H’ani. A pesar de su bochorno, Centaine no pudo evitar un dejo de envidia.
—¡Eso es mucho más cómodo! —¡Ahora hazlo!
H’ani le ofreció la calabaza por tercera vez y ella capituló. Se puso de espaldas, por pudor, y agregó, entre los vocingleros acicateos de los viejos, su propio arroyo tintineante a la calabaza común. H’ani se la llevó, triunfal.
—Apura, Niña Nam. El sol no tardará en salir.
Y enseñó a Centaine cómo cavar una pequeña trinchera en la arena para tenderse en ella.
El sol golpeó la faz de la duna, al otro lado del valle, arrojando contra ellos el calor reflejado como en un espejo de bronce pulido. Se tendieron en el lado de la sombra y se encogieron en sus trincheras.
A medida que el sol ascendía, la sombra de la duna se iba encogiendo. El calor creció hasta llenar el valle con espejismos de plata. Las dunas iniciaron una danza. Luego, las arenas comenzaron a cantar. Era una vibración grave, pero penetrante, como si el desierto fuera la caja de resonancia de un gigantesco instrumento de cuerdas. Se elevaba, caía, moría, para volver a comenzar.
—Las arenas están cantando —le dijo H’ani, en voz baja.
Y Centaine comprendió. Con la oreja en el suelo, siguió escuchando la extraña y maravillosa música del desierto.
El calor seguía aumentando. Siguiendo el ejemplo de los San, Centaine se cubrió la cabeza con el chal de lona y permaneció inmóvil. Hacía demasiado calor para dormir, pero cayó en una especie de sopor, cabalgando en las largas oleadas de calor como si fueran el ruido del mar.
Y aún hizo más calor. La sombra se encogió hasta desaparecer al llegar el mediodía. Ya no había alivio ni asilo contra su látigo inmisericorde. Centaine yacía jadeando, como un animal baldado; cada aliento parecía abrasarle la garganta y quemarle las fuerzas del cuerpo. “No puede ser peor —se dijo—. Esto es el final; pronto comenzará a refrescar.”
Se equivocaba. El calor se hizo aún más fuerte. El desierto siseaba, vibrando, como una bestia torturada. Centaine tenía miedo de abrir los ojos; tal vez le chamuscara las cuencas.
En eso oyó que la anciana se movía y levantó una esquina de su chal. Vio que la mujer mezclaba cuidadosamente un poco de arena en el cuenco lleno de orina. Acercándose a Centaine, le untó de arena mojada la piel ardiente.
Centaine jadeó de alivio ante aquel contacto fresco. Antes de que pudiera secarse bajo aquel fiero sol, H’ani llenó la trinchera de arena seca, sepultando a la muchacha bajo una fina capa. Luego le acomodó el chal sobre la cabeza.
—Gracias, H’ani —susurró Centaine.
Y la anciana se apartó para cubrir a su esposo.
Con la arena húmeda cerca de la piel y la capa protectora encima, Centaine soportó aquellas horas más calientes. De pronto, con esa brusquedad de África que ya conocía, sintió que cambiaba la temperatura en sus mejillas. El sol ya no era de una blancura deslumbrante: había tomado un maduro tono de manteca.
Al anochecer salieron de sus lechos y se sacudieron la arena. Bebieron con un fervor casi religioso, pero Centaine, una vez más, no pudo obligarse a comer. Por fin O’wa volvió a abrir la marcha.
Ya no había novedad ni fascinación para la muchacha en la marcha nocturna; los cuerpos celestes ya no eran maravillas a contemplar con sobrecogimiento, sino meros instrumentos que marcaban el largo y tortuoso paso de las horas.
La tierra, bajo sus pies, dejó de ser arena suelta para convertirse en dura mica compacta, donde se abrían los cristales llamados “rosas del desierto”, con filos de cuchillos que le cortaban las sandalias de lona, obligándola a detenerse para volver a vendarse. Por fin salieron de la planicie y cruzaron una duna baja; desde su cima divisaron otro valle que se abría ante ellos.
O’wa no vacilaba. Si bien aquellas montañas de arena caminarían con el viento, cambiando interminablemente de forma,
imposibles de rastrear y de conocer, el hombre andaba por ellas como un marinero experimentado en las cambiantes corrientes del océano.
El silencio del desierto parecía entrar en la cabeza de Centaine como cera fundida, apagándole el oído, llenándole los tímpanos con los susurros de la nada, como si tuviera una concha marina contra la oreja.
“¿Es que esta arena no tiene fin?”, se preguntó.
Al amanecer se detuvieron y prepararon sus defensas para resistir el asedio del sol. En la hora más calurosa del día, cuando Centaine yacía en su tumba, untada de arena húmeda de orina, sintió que el bebé se movía con más fuerza, como si también él estuviera combatiendo el calor y la sed.
—Paciencia, querido mío —le susurró—. Ahorra tu fuerza. Debemos aprender las lecciones y las costumbres de esta tierra para no tener que sufrir así nunca más. Nunca más.
Esa noche, al levantarse de la trinchera, comió un poco de pescado seco por el bien del bebé. Como temía, el alimento le produjo una sed casi insoportable. Sin embargo, le dio fuerzas para soportar el viaje de la noche.
No malgastaba energías hablando en voz alta. Los tres estaban haciendo ahorro de fuerzas y humedad, sin derrocharlas en palabras ni actos innecesarios, pero Centaine levantó la mirada al cielo y vio la estrella de Michael.
—Por favor, haz que termine —rogó silenciosamente. Haz que termine pronto, porque no sé cuánto más puedo soportar.
Pero no terminó. Era como si las noches fueran cada vez más largas, la arena cada vez más profunda y adherente, los días más feroces. El calor caía sobre ellos como una maza sobre el yunque.
Acabó por perder la cuenta de los días y las noches; se habían confundido en un solo tormento interminable de calor y sed.
“¿Cinco días, seis, tal vez siete?”, se preguntó, vagamente. Y contó las botellas-huevos vacías. “Han de ser seis —decidió—. Sólo quedan dos llenas.”
Puso una en su mochila mientras H’ani llevaba la otra, compartiendo la carga por igual. Luego comieron los restos del pescado seco y se levantaron para iniciar el viaje de la noche. Pero esa vez no se inició de inmediato.
O’wa pasó un rato mirando hacia el Este; giraba levemente la cabeza de un lado a otro, como si escuchara, y por primera vez Centaine detectó una sombra de incertidumbre en su cabecita coronada de flechas. De pronto comenzó a cantar suavemente, con la voz de los fantasmas.
—Espíritu de la gran estrella León —dijo, mirando a Sirio—, eres el único que puede vernos aquí, pues todos los otros espíritus esquivan la tierra de las arenas que cantan. Estamos solos, y el viaje es más duro que cuando pasé por aquí siendo joven. El sendero se ha tornado oscuro, gran estrella León, pero tú tienes el ojo brillante de un buitre y lo ves todo. Guíanos, te lo suplico. Muéstranos el camino.
Luego tomó el huevo que llevaba H’ani y retiró el tapón, para verter un poquito de agua en la arena. Formó unas bolitas redondas, mientras Centaine gemía, cayendo de rodillas.
—Ya ves, espíritu de la gran estrella León: compartimos contigo el agua-cantó O’wa.
Volvió a tapar el huevo, pero Centaine, con la vista fija en las bolitas de arena húmeda, gimió otra vez.
—Paz, Niña Nam —le susurró H’ani—. Para recibir un don especial, a veces es necesario renunciar a lo que es precioso.
Tomó a Centaine por la muñeca para hacerla levantar y giró, siguiendo a su esposo por las dunas interminables.
Ensordecida por el silencio, con el cansancio convertido en una carga aplastante y la sed atormentándola, Centaine siguió adelante; una vez más perdió todo sentido del tiempo, la distancia y la dirección; no veía sino las dos siluetas que bailaban delante de ella; transformadas por los rayos de la luna menguante en diminutas langostas.
Se detuvieron tan deprisa que Centaine chocó con H’ani; habría caído de no sostenerla la vieja, quien, en silencio, la obligó a tenderse en el suelo, a su lado.
—¿Qué…? —comenzó la muchacha.
Pero H’ani le puso una mano sobre la boca para acallarla.
O’wa se tendió junto a ellas. Cuando Centaine calló su pregunta le señaló el borde de la duna en la cual estaban acostados. Sesenta metros más abajo, al pie de la duna, se iniciaba una planicie bañada por el suave claro de luna. Llegaba hasta el límite mismo de la vista: achatada, sin fin; entonces ella recobró la esperanza de haber dejado atrás las dunas, finalmente. Sobre esa llanura se extendía un ralo bosque de árboles muertos, que presentaban un gris leproso a la luz de la duna, levantando los miembros retorcidos como artríticos mendigos. Aquella escena misteriosa despertó en Centaine un sentimiento supersticioso al ver que algo grande e informe se movía entre los viejos árboles como un monstruo mitológico; se apretó a H’ani, con un estremecimiento.
Los dos San temblaban de ansiedad, como perros de caza tirando de la traílla. H’ani sacudió la mano a Centaine, señalando en silencio. Al acostumbrar la vista, la muchacha distinguió otras formas vivas aparte de la primera, aunque permanecían inmóviles como grandes piedras grises. Contó seis en total.
O’wa, tendido de costado, estaba cambiando la cuerda a su pequeño arco de caza. Una vez que probó la tensión, eligió un par de flechas entre las que llevaba en la cincha de cuero y, después de hacer una señal a H’ani, se retiró de la cima. En cuanto estuvo por detrás del horizonte, se levantó de un salto y corrió hacia las sombras, entre los repliegues de la arena.
Las dos mujeres, tendidas tras el risco, permanecían inmóviles y silenciosas como las sombras. Centaine iba aprendiendo la paciencia animal que ese antiguo páramo exigía de todas sus criaturas. El cielo comenzó a florecer con la primera promesa del día; ya se veían con más claridad las bestias, allá abajo.
Eran enormes antílopes. Cuatro yacían en silencio; uno de ellos, más grande y corpulento, permanecía a cierta distancia. Centaine dedujo que era el macho del rebaño, pues tenía tanta alzada como Nuage, su amado potro. Lucía un magnífico par de cuernos, largos, rectos y crueles; la muchacha recordó vívidamente el tapiz La dame á la Licorne del Museo de Cluny, que su padre le había llevado a ver en su decimosegundo cumpleaños.
La luz se intensificó; el macho relucía con un encantador tono bronceado. Tenía la cara marcada con líneas más oscuras, en un diseño de diamante, lo cual le daba la apariencia de llevar un bozal. Pero su salvaje dignidad aniquilaba inmediatamente cualquier sugerencia de cautiverio.
Giró la noble cabeza hacia donde estaba Centaine, con las orejas erguidas, meneando la cola inquieta. H’ani apoyó la mano en el brazo de la joven y ambas se encogieron contra el suelo. El macho miró en esa dirección varios minutos, rígido e inmóvil como una talla de mármol. Pero tampoco ellos se movieron, y por fin el animal bajó la cabeza para excavar la tierra suelta de la planicie con sus agudos cascos delanteros.
“¡Ah, sí! Busca la dulce raíz del bi, gran macho espléndido —le exhortó O’wa, para sus adentros—. No levantes la cabeza, maravilloso caudillo de todos los antílopes. Come bien y te dedicaré una danza tal que todos los espíritus de los antílopes te envidiarán para siempre.”
Estaba tendido a cincuenta metros del animal, aún lejos para el alcance de su diminuto arco. Hacía más de una hora que había dejado la sombra del valle, y en ese tiempo no había recorrido sino quinientos pasos.
Había una leve depresión en la superficie de la llanura que no llegaba al palmo de profundidad, pero aun a la vaga luz de la luna, O’wa la detectó sin fallar, con ojo de cazador, y en ella estaba, como una pequeña serpiente de color ambarino. Al igual que la serpiente, se arrastraba sobre el vientre, con lentas ondulaciones, rezando en silencio a los espíritus de la estrella León, que lo habían guiado hasta esa presa.
De pronto el antílope levantó la cabeza para mirar a su alrededor, lleno de suspicacia, con las orejas bien abiertas.
—No te alarmes, dulce macho —le urgió O’wa—. Huele la raíz del bi y deja que la paz vuelva a tu corazón.
Los minutos fueron pasando; por fin el animal lanzó un leve resoplido y bajó la cabeza. Su harén, que lo estaba observando con cautela, se relajó y siguió paciendo.
O’wa se deslizó hacia delante, avanzando por debajo del leve labio de la depresión, con la mejilla rozando la tierra a fin de no mostrar la cabeza; se impulsaba con la cadera, las rodillas y los dedos del pie.
El macho había desenterrado la raíz y la masticaba con ruidoso apetito, sujetándola con una pata delantera para arrancar sus mordiscos. O’wa acortaba la distancia con paciente sigilo.
—Date un festín, dulce macho; sin ti, tres personas y un niño por nacer morirán con el sol de mañana. No te vayas, gran antílope; espera sólo un ratito más.
No se atrevía a aproximarse más, pero aún faltaba mucho. El pellejo del antílope era duro; su pelaje, espeso. La flecha era un junco liviano, con punta de hueso, que no tenía el mismo filo del hierro.
—Espíritu de la estrella León, no me vuelvas ahora la espalda —invocó O’wa.
Y levantó la mano izquierda, con la palma pálida vuelta hacia el animal.
Pasó casi un minuto sin que nada ocurriera. De pronto, el toro reparó en esa mano descarnada que parecía salir de la tierra y levantó la cabeza para mirarla. Parecía demasiado pequeña para representar peligro.
Tras un minuto de total inmovilidad, O’wa agitó seductoramente los dedos. El macho resopló, estirando el hocico en un intento de captar el olor. Pero O’wa operaba en dirección contraria a la leve y variable brisa de la mañana, con la engañosa luz del alba a sus espaldas.
Dejó la mano quieta una vez más. Luego, lentamente, la bajó. El animal dio unos pasos en su dirección y quedó petrificado. Luego, otros pocos pasos, estirando inquisitivamente el cogote, con las orejas hacia delante. Echó un vistazo a la leve depresión en donde O’wa permanecía apretado a la tierra, sin respirar. La curiosidad hizo que el macho avanzara una vez más, hasta ponerse al alcance del arco.
Con un movimiento rápido, como la víbora al atacar, O’wa se giró de costado, se llevó el penacho de plumas a la mejilla y soltó la flecha. Se disparó como una abeja, cruzando el espacio entre ambos, hasta posarse con un ruido de cachetada en la mejilla del animal, fijando sus púas en la piel suave, bajo la oreja.
El macho retrocedió ante el aguijonazo y giró para alejarse. De inmediato, las hembras partieron a todo galope y todo el rebaño siguió a su precipitado líder, levantando una pálida estela de polvo.
El macho sacudía la cabeza, tratando de quitarse la flecha que le colgaba de la mejilla. Cambió la dirección de su carrera y,
deliberadamente, se rozó la cabeza contra el tronco de un viejo árbol muerto.
—¡Clávate hondo! —O’wa estaba de pie, chillando—. ¡Sostente, flecha, y lleva el veneno de O’wa hasta el corazón! ¡Llévalo rápidamente, pequeña flecha!
Las mujeres bajaron corriendo desde la duna.
—Oh, qué astuto cazador —lo alabó H’ani.
Y Centaine, aunque asombrada, reveló su desilusión, pues el rebaño ya se había perdido de vista en el gris previo al amanecer.
—¿Se ha ido? —preguntó a H’ani.
—Espera —respondió la vieja—. Sigue pronto. Ahora mira. O’wa hace magia.
El anciano había dejado sus armas a un lado, exceptuando las dos flechas que tenía en la cincha, formando el mismo ángulo que los cuernos del antílope. Luego puso las manos ahuecadas a ambos lados, formando orejas, y aleteó sutilmente su pose y el modo de poner la cabeza. Resopló por la nariz, dando pataditas en el suelo, y se transformó, ante los ojos de la muchacha, en un verdadero antílope. La mímica era tan fiel, que Centaine aplaudió, encantada.
O’wa ejecutó la pantomima de mirar la mano que se movía, aproximarse cautelosamente y por fin, recibir la flecha. Centaine tuvo la sensación de haber visto ya esa escena, tan exacta era la imitación del incidente.
O’wa partió al galope, con el mismo paso, pero comenzó a debilitarse y a tropezar. Estaba jadeando, se le caía la cabeza, y Centaine sintió una punzada de conmiseración por la bestia herida. Pensó en Nuage y se le llenaron los ojos de lágrimas. Pero H’ani palmoteaba, lanzando grititos de aliento.
—¡Muere, oh, reverenciado macho! ¡Muere para que nosotros vivamos!
O’wa avanzó torpemente, describiendo un amplio círculo, como si los cuernos fueran demasiada carga; cayó a tierra y representó las convulsiones finales del veneno que circulaba con su sangre.
Todo era tan convincente que Centaine ya no veía al pequeño San, sino al animal representado. Ni por un momento puso en duda la eficacia del hechizo simpático ejercido por el cazador sobre su presa.
—¡Ah! —gritó H’ani—. Ha caído. El gran macho está acabado.
Y Centaine lo creyó sin vacilar.
Bebieron de los huevos; luego O’wa rompió una rama recta y afiló un extremo, en el cual puso la cabeza de lanza hecha con un hueso de búfalo, que llevaba en su bolsa. Ató a su sitio la pieza y sopesó el arma.
—Es hora de seguir al animal —anunció, abriendo la marcha por la planicie.
La primera impresión de Centaine era correcta. Habían dejado atrás la zona de dunas; pero la planicie que se extendía delante resultaba igualmente lúgubre; las extrañas formas del bosque muerto le daban un aire irreal, ultraterrestre. Centaine se preguntó cuándo habría perecido esa selva; la estremeció la posibilidad de que esos árboles llevaran un milenio así, preservados por el aire seco, como las momias de los faraones.
O’wa estaba siguiendo los rastros del rebaño; aun en las partes cubiertas de duras piedras, donde Centaine no veía señales de su paso, el pequeño San las guiaba al trote, confiado, sin vacilar. Se detuvo sólo una vez para levantar el palillo de su flecha, caído al pie del árbol muerto en donde el macho se había frotado. La levantó para mostrarla a las mujeres.
—Mirad. La punta se ha clavado.
Faltaba la cabeza de la flecha. O’wa la había diseñado con dos partes, con una sección débil justo detrás del dardo envenenado, para que se rompiera.
La luz iba en rápido aumento. H’ani, que trotaba delante de Centaine, señaló con su palo de excavar. Al principio la muchacha no vio nada, pero al fin distinguió una pequeña viña seca, con unas pocas hojas marrones cerca de la tierra: la primera señal de vida vegetal que veía desde que abandonaron la costa.
Como ya sabía dónde y cómo buscar, Centaine reparó en otras plantas, marrones, quemadas e insignificantes. Pero ya sabía sobre el desierto lo bastante para adivinar lo que había bajo la superficie. El ánimo se le levantó un poco al ver las primeras matas de la plateada hierba del desierto. Las dunas quedaban atrás; hacia delante, la tierra iba cobrando vida.
La brisa matutina, que ayudara a O’wa en su acecho, persistió al asomar el sol sobre el horizonte; gracias a eso, el calor no era tan opresivo como en el país de las dunas.
Los San se mostraban más despreocupados. Aun sin los consuelos de H’ani (“Bien ahora, come, bebe pronto”), Centaine sintió la seguridad de que habían pasado la peor etapa del viaje. Tuvo que fruncir los ojos y poner la mano como pantalla, pues el sol bajo ya arrancaba chispas deslumbrantes de luz blanca de los trozos de mica y los guijarros brillantes; el cielo se encendía con una luminosidad caliente, jabonosa, que disolvía el horizonte y lavaba el color, alterando forma y sustancia.
Mucho más adelante se vio una silueta encorvada, que yacía. Más allá estaban las cuatro hembras, llenas de lealtad, pero también de miedo, junto al líder caído. Sólo lo abandonaron cuando el pequeño desfile humano estuvo a menos de un kilómetro y medio. Entonces se perdieron al galope en la reverberación del calor.
El macho yacía tal como O’wa lo había representado, jadeante, tan debilitado por el veneno de la flecha que la cabeza se le bamboleaba de un lado a otro. Tenía los ojos relucientes de lágrimas y las pestañas largas, curvas, como las de una mujer hermosa. Aun así trató de levantarse para defenderse al ver a O’wa, lanzando en un arco veloz esos cuernos capaces de atravesar a un león adulto. Pero volvió a caer.
O’wa dio una vuelta en derredor, cautelosamente; se lo veía muy frágil, comparado con la mole del animal. Esperaba una oportunidad, con la tosca espada lista, pero el macho arrastró su cuerpo semiparalizado para enfrentarlo. Aún tenía la punta de flecha colgando de la herida.
Centaine volvió a pensar en Nuage, deseando que los sufrimientos terminaran pronto. Dejó su mochila, aflojó su falda y la agitó como si fuera una capa de torero, acercándose hacia el macho herido por el lado opuesto.
—¡Listo, O’wa, listo!
El animal giró al oírla. Ella lo incitó con la lona y los cuernos sisearon en el aire, como un alfanje. Mientras se arrastraba hacia ella, levantando polvo con sus gigantescos cascos, la muchacha brincó ágilmente a un lado.
Aprovechando esa distracción, O’wa se lanzó hacia delante, clavando la espada de hueso en el cuello del macho, y la retorció en busca de la carótida. La sangre arterial saltó como una pluma de flamenco a la luz del sol. El San se retiró de otro salto para contemplar la muerte.
—Gracias, gran macho. Gracias por dejarnos vivir.
Entre los tres pusieron la res sobre el lomo, pero cuando O’wa se preparaba para hacer el primer corte con su cuchillo de pedernal, Centaine abrió la hoja de su navaja y se la entregó.
O’wa vaciló. Nunca había tocado esa bella arma. Pensaba que, de hacerlo, se le pegaría a los dedos sin que pudiera soltarla nunca más.
—Toma, O’wa —le instó la muchacha.
Como él aún vacilara, mirando el cuchillo con tímida reverencia, comprendió con súbita intuición los verdaderos motivos del antagonismo que el enano le demostraba: “Quiere el cuchillo, lo desea. “Estuvo a punto de soltar la carcajada, pero se dominó.
—Toma, O’wa.
Y el hombrecito alargó lentamente una mano para cogerlo.
—¡Ay, ay! —exclamó al deslizar el acero por su piel, arrancando una cadena de gotitas rojas a la yema de su pulgar—. ¡Qué arma! ¡Mira, H’ani! —Y exhibió su pulgar herido, con orgullo—. ¡Mira qué afilado es!
—Estúpido esposo mío, suele ser para cortar la presa y no al cazador.
—¡Ay! ¡Qué afilado!
Dejó el escroto a un lado; los testículos, asados sobre las brasas, eran un manjar; el saco de piel suave sería una buena bolsita para las cabezas de flecha y otras cosas de valor.
Después, comenzando en esa herida, abrió al animal hasta la mandíbula e hizo incisiones circulares en torno de los miembros. Mientras las mujeres tiraban del cuero suelto, él introdujo el puño cerrado por debajo y el cuero se desprendió en una sola pieza. Luego lo extendieron en el suelo, con el pelo hacia abajo.
O’wa abrió entonces la cavidad estomacal, con la precisión de un cirujano; retiró las pesadas vísceras y las depositó sobre la piel, mientras H’ani corría a juntar la descolorida hierba del desierto. Tuvo que alejarse bastante, pues las matitas estaban dispersas y eran escasas. Ya de regreso, puso la hierba sobre el cuenco de calabaza, mientras O’wa cortaba la resbaladiza bolsa blanca del rumen, sacando un doble puñado del contenido, Del vegetal sin digerir chorreaba agua, aun antes de que él comenzara a exprimirlo.
Con el manojo de hierba como filtro, llenó la calabaza de fluido y se la llevó a los labios con ambas manos. Bebió largamente, cerrando los ojos en éxtasis, y al bajar el cuenco soltó un eructo atronador. Con una amplia sonrisa, pasó la calabaza a H’ani, que bebió ruidosamente, terminando con otro eructo y una exclamación apreciativa. Mientras se secaba la boca con el dorso de la mano, pasó el cuenco a Centaine.
La muchacha examinó ese líquido claro, pardo verdoso. “Es sólo jugo de vegetales —se dijo, consolándose—. Ni siquiera está masticado ni mezclado con jugos gástricos.” Y levantó la calabaza.
Fue mucho más fácil de lo que había pensado; sabía a caldo de hierbas y a pasto, con el dejo amargo de la raíz de bi. Al devolver a O’wa el cuenco vacío, imaginó la larga mesa de Mort Homme, con la vajilla de Sévres, la plata, las copas de cristal; recordó los ajetreos de Anna con las flores, comprobando que el pescado fuera bien fresco, que el vino estuviera a la temperatura justa, que el filete tuviera el tono rosado exacto. Rió en voz alta. Estaba muy, muy lejos de Mort Homme.
Los dos pequeños San rieron con ella, interpretando equivocadamente, y los tres volvieron a beber.
—Mira a la niña —indicó H’ani a su esposo—. En las tierras de las arenas que cantan temía por ella, pero ya florece como las flores del desierto después de la lluvia. Es fuerte y tiene el hígado de los leones. ¿Has visto cómo ha ayudado a matar, atrayendo hacia sí la mirada del macho? —O’wa asintió, riendo, entre eructos—. Tendrá un guapo varón, oye lo que te dice ahora la vieja H’ani: un guapo varón.
O’wa, con el vientre hinchado de agua buena, muy sonriente, iba a asentir cuando su vista bajó al cuchillo que tenía entre los pies. Su sonrisa se evaporó.
—Vieja tonta, estás parloteando como una gallina sin seso mientras la carne se echa a perder.
Levantó el cuchillo. La envidia era una emoción tan extraña a su naturaleza que lo hacía profundamente desdichado, sin que comprendiera del todo los motivos. Pero la idea de devolver el cuchillo a la muchacha lo llenaba de un enfado corrosivo que hasta entonces no había conocido. Con el ceño fruncido, entre murmullos, retiró las vísceras, cortando delgadas porciones de tripa blanca, que masticó crudas mientras trabajaba.
Mediaba la mañana cuando las ramas de un árbol seco quedaron festoneadas con largas cintas de carne roja; el calor aumentaba tan deprisa que la carne se oscureció y quedó seca casi de inmediato.
Hacía demasiado calor para comer. Entre H’ani y Centaine extendieron la húmeda piel del antílope sobre un armazón de ramas secas, bajo esa especie de carpa se acurrucaron, buscando refugio contra el sol, mientras refrescaban el cuerpo con los fluidos del segundo estómago.
Al bajar el sol, O’wa cogió sus palillos de encender fuego e inició el trabajoso proceso de arrancarles una chispa. Centaine, impaciente, le quitó la bola de yesca seca. Hasta ese momento el pequeño San y su propia sensación de no estar preparada en absoluto la intimidaban demasiado para permitirse iniciativas. Sin embargo, haber cruzado las dunas y su papel en la cacería le daban audacia. Bajo la mirada curiosa de los San, preparó la yesca, el cuchillo y el pedernal.
Después de lanzar una lluvia de chispas hacia la yesca, se inclinó rápidamente para soplar hasta que brotó una llama. Los San lanzaron un chillido de asombro y consternación, llenos de temor supersticioso. Sólo cuando el fuego estuvo bien encendido Centaine pudo tranquilizarlos, hasta que se acercaron a mirar con maravilla el acero y el pedernal. Bajo la tutela de la muchacha, O’wa logró, por fin, arrancar chispas, con una alegría espontánea y por completo infantil.
Tan pronto como la noche trajo alivio sobre el calor del sol, prepararon un festín de hígado, tripas y riñones asados en el encaje de grasa blanca que cerraba los intestinos. Mientras las mujeres preparaban el fuego, O’wa bailó por el espíritu del antílope, tal como había prometido, saltando tan alto como cuando era joven. Después se sentó en cuclillas ante el fuego y comenzó a comer.
Los dos San comían con la grasa corriéndoles por la barbilla hasta el pecho. Comieron hasta que sus estómagos hinchados quedaron convertidos en sendos globos. Y siguieron comiendo hasta mucho después de que Centaine estuviera satisfecha.
De vez en cuando, Centaine los veía a punto de abandonar, pues quedaban boquiabiertos mirándose como búhos soñolientos a la luz del fuego. Pero O’wa ponía ambas manos en el vientre abultado y se apoyaba sobre una sola nalga; con la cara contraída, gruñendo y forcejeando hasta que lograba soltar un resonante pedo. H’ani, desde el otro lado de la fogata, respondía con una descarga igualmente atronadora. Ambos soltaban la risa y volvían a llenarse la boca de carne.
Centaine se adormeció, comprendiendo que esa orgía era la reacción natural de un pueblo acostumbrado a las privaciones, cuando se encontraba súbitamente con una montaña de alimento y sin medios de conservarlo.
Cuando despertó, al amanecer, ellos seguían comiendo.
Al ascender el sol, los dos San se tendieron bajo la carpa de cuero, con el vientre distendido, y roncaron a lo largo de las horas calurosas. Al anochecer reavivaron el fuego y volvieron al banquete. Por entonces, los restos del antílope despedían un fuerte olor, pero eso no pareció sino estimularles el apetito.
Cuando O’wa se levantó para retirarse fuera del círculo luminoso, para atender asuntos privados, Centaine notó que sus nalgas, flojas y caídas al salir de las dunas, estaban tensas, redondas y lustrosas.
—Como la joroba de los camellos —rió.
Y H’ani, riendo con ella, le ofreció una tajada de grasa, asada hasta quedar parda y seca.
Una vez más, pasaron el día durmiendo, como un nido de pitones que digiriera el pantagruélico banquete. Al anochecer, con las bolsas llenas de duros trozos de carne seca, O’wa abrió la marcha hacia el Este, por la planicie, bajo el claro de luna. Él llevaba la piel del antílope doblada y en equilibrio sobre la cabeza.
Gradualmente, la planicie fue alterando sus características. Entre los finos pastos del desierto aparecieron matitas ralas, que no llegaban a la rodilla de Centaine. En cierta oportunidad, O’wa se detuvo para señalar una silueta alta, fantasmagórica, que cruzaba al trote hacia delante. Era un cuerpo oscuro, rodeado de un blanco esponjoso. Sólo al desaparecer la forma entre las sombras comprendió Centaine que era un avestruz.
Al amanecer, O’wa extendió el cuero del antílope para formar un cobijo, donde esperaron durante todo el día. Cuando bajó el sol, los tres bebieron las últimas gotas de agua que quedaban en los huevos. Los San estaban silenciosos y serios cuando volvieron a emprender la marcha. Sin agua, la muerte estaba a pocas horas de distancia.
Amaneció, pero O’wa, en vez de establecer campamento inmediatamente, pasó largo rato examinando el cielo. Después se adelantó en un amplio semicírculo, como un perro de caza en busca del ave: con la cabeza en alto girando lentamente de lado a lado y la nariz aspirando el aire.
—¿Qué hace O’wa? —preguntó Centaine.
—Huele. —H’ani olfateó para mostrarle—. Huele agua.
Centaine observó, incrédula:
—El agua no huele, H’ani.
—¡Sí, sí! Espera, ves.
O’wa había tomado una decisión.
—¡Venid! —las llamó.
Las mujeres levantaron sus bolsas para correr detrás de él. Al cabo de una hora, la muchacha comprendió que, si O’wa estaba errado, podría darse por muerta. Los huevos estaban vacíos; el calor y el sol le estaban sorbiendo la humedad del cuerpo; su fin llegaría antes de que les cayera encima el calor abrasador del mediodía.
O’wa partió a toda carrera, con el paso que los San llaman “los cuernos”, utilizado por el cazador cuando ve la cornamenta de una presa en el horizonte. Las mujeres, con sus cargas, no podían imitarlo.
Una hora después distinguieron, muy adelante, su forma diminuta. Cuando al fin lo alcanzaron, él las recibió con una ancha sonrisa de bienvenida y anunció, grandilocuente:
—O’wa las ha guiado, sin error, hasta los pozos de sorber del elefante de un solo colmillo.
Los orígenes del nombre se perdían muy atrás, en la historia oral de los San. El anciano, pavoneándose desvergonzadamente, las precedió por la suave pendiente del cauce.
Era un lecho de río, ancho, pero Centaine vio de inmediato que estaba completamente seco, lleno de arena suelta y resbaladiza como las de las dunas. El ánimo se le derrumbó al instante al mirar en derredor.
El sinuoso curso de agua tenía unos cien pasos de amplitud y cortaba el lecho de grava de la planicie. Aunque no había agua, ambas riberas estaban oscurecidas por matas mucho más densas que en las áridas llanuras. La maleza llegaba casi a la cintura, y algún arbusto se elevaba sobre el resto. Los San parloteaban alegremente, y H’ani seguía de cerca a su esposo, que se paseaba por la arena del río con aire importante.
La muchacha se dejó caer y levantó un puñado de arena anaranjada, para dejarlo correr entre sus dedos, desconsolada. Entonces notó que el lecho del río estaba muy pisoteado por cascos de antílope. En algunos lugares, la arena estaba amontonada como por niños que hubieran estado haciendo castillos. O’wa examinaba una de esas pilas, con expresión crítica, y Centaine se levantó para ver qué había descubierto. Probablemente, los antílopes habían estado excavando el lecho, pero la arena había rellenado el agujero casi por completo. O’wa asintió, con cara de sabio.
—Éste es buen lugar. Aquí haremos nuestro pozo de sorber. Llévate a la niña y enséñale a construir un refugio.
Centaine estaba tan sedienta y agotada por el calor que se sentía mareada y descompuesta, pero soltó la correa de su bolsa y trepó cansadamente por la ribera, siguiendo a H’ani, para ayudarle a cortar gajos elásticos y ramas espinosas.
Pronto erigieron, en el lecho del río, dos refugios rudimentarios; clavaron los gajos en círculo, arqueándolos para atarlos en manojo por la parte alta; cubrieron uno con ramas y el otro con la maloliente piel del antílope. Eran muy primitivos, sin costados y con el suelo de arena, pero Centaine se dejó caer a la sombra, agradecida, para observar a O’wa. En primer lugar retiró de sus flechas las cabezas envenenadas, manejándolas con mucho cuidado, pues un solo arañazo podía ser fatal. Envolvió cada punta en un trozo de cuero crudo y las guardó en una de las bolsas que le colgaban del cinturón.
Luego comenzó a juntar los trozos de junco, sellando las uniones con una bola de goma de acacia, hasta tener una sola vara de juncos huecos, más alta que él mismo.
—Ayúdame, florecilla de mi vida —indicó a H’ani, halagándola descaradamente.
Ambos comenzaron a excavar juntos en la arena con las manos. Para evitar que las partículas volvieran a rellenar el agujero, le dieron forma de chimenea: más ancha arriba, estrechándose gradualmente, hasta que la cabeza y los hombros de O’wa desaparecieron en el pozo. Al fin comenzó a arrojar puñados de arena más oscura y húmeda. Aún siguió excavando, sostenido por los tobillos por H’ani, con todo el cuerpo metido en el agujero. Por fin, en respuesta a apagados gritos desde las profundidades, ella le alcanzó la vara hueca.
O’wa, cabeza abajo en el pozo, acomodó cuidadosamente el extremo abierto del junco y puso alrededor un filtro de ramitas y hojas, para evitar que se tapara. Las mujeres lo sacaron tirando de sus tobillos, cubierto de arena anaranjada. H’ani tuvo que limpiarle las orejas, las pestañas y los mechones de pelo gris.
Con cuidado, a puñados, O’wa volvió a llenar el pozo, sin mover el filtro ni el junco. Cuando todo estuvo terminado, afirmó la arena con palmaditas, dejando un trocito de caña asomado en la superficie.
Mientras O’wa daba los toques finales a su pozo, H’ani eligió una ramita verde, le quitó las espinas y la peló. Luego ayudó a Centaine a destapar los huevos y los dispuso en una pulcra hilera, junto al pozo.
O’wa se tendió de vientre en la arena, bien estirado, y aplicó los labios al extremo del tubo. H’ani se puso en cuclillas junto a él, atenta, con los huevos en mano y la ramita verde entre los dedos.
—¡Estoy lista, cazador de mi corazón! —le dijo. Y O’wa comenzó a succionar.
Centaine, desde su refugio, lo vio convertirse en una bomba humana; su pecho se henchía y se desinflaba, doblando casi su tamaño con cada aspiración sibilante. De pronto, la muchacha se dio cuenta de que había una pesada carga en el tubo. Los ojos de O’wa, cerrados con fuerza, desaparecían tras una red de arrugas y bolsas; su rostro, oscurecido por el esfuerzo, había tomado el color de los caramelos de leche. Su cuerpo pulsaba, bombeando, hinchándose como una rana, forcejeando para aspirar un gran peso por el fino tubo de junco.
De pronto emitió una especie de maullido, sin quebrar el ritmo de sus poderosas succiones. H’ani se inclinó hacia delante y le colocó suavemente la ramita pelada en la comisura de la boca. Una gota de agua reluciente como un diamante, apareció entre los labios del anciano, deslizándose por la ramita. Tembló en el extremo por un instante y cayó en el huevo que H’ani sostenía debajo.
—Agua buena, cantante de mi alma —lo alentó la anciana—. ¡Agua dulce y buena!
Desde la boca del viejo, el flujo se convirtió en un regular goteo de plata, en tanto succionaba y dejaba correr el agua al exhalar.
El esfuerzo requerido era enorme, pues O’wa estaba elevando el agua a una altura superior al metro ochenta. La muchacha, reverente, lo vio llenar una botella-huevo, y otra, y aún una tercera, sin pausa.
H’ani, arrodillada a su lado, lo atendía y le daba aliento, colocando la ramita y las botellas, arrullándolo con suavidad. De pronto Centaine sintió un extraño arrebato de solidaridad por ese par de ancianos, comprendiendo que el regocijo, la tragedia y las incesantes durezas habían forjado con ellos una unión tan resistente como si fueran una sola entidad. Comprendió que los años duros los habían dotado de humor, sensibilidad, fortaleza y sabiduría simple, pero sobre todo de amor, y los envidió sin rencor.
“¡Si yo pudiera estar ligada a otro ser humano como estos dos!”, se dijo. Y en ese momento comprendió que había llegado a amarlos.
Por fin, O’wa se apartó del tubo y quedó tendido, jadeando, estremecido como un corredor de maratones al terminar la carrera. H’ani llevó uno de los huevos a Centaine.
—Bebe, Niña Nam —ofreció.
La muchacha, casi a su pesar, dolorosamente consciente del esfuerzo que había costado cosechar cada invalorable gota, bebió. Bebió poco, piadosamente, y devolvió el huevo.
—Agua buena, H’ani —dijo.
Aunque era salobre, aunque estaba mezclada con la saliva del viejo, Centaine comprendía que, para los San, “agua buena” era cualquier líquido que los mantuviera con vida en el desierto. Se levantó para acercarse a O’wa, que seguía tendido en la arena.
—Agua buena, O’wa —dijo, arrodillándose junto a él. Era visible el modo en que el esfuerzo lo había agotado, pero él le sonrió moviendo afirmativamente la cabeza.
—Agua buena, Niña Nam.
Centaine soltó la correa que llevaba a la cintura y le ofreció el cuchillo con ambas manos. Le había salvado la vida; bien podía necesitarlo otra vez, en los duros días venideros.
—Toma, O’wa —dijo—. Cuchillo para O’wa.
El anciano miró fijamente la navaja. El tono oscuro y sanguíneo de su arrugada carita palideció, como si una gran devastación le vaciara los ojos de expresión.
—Toma, O’wa —le urgió ella.
—Es demasiado —susurró él, con pánico en los ojos. Centaine le tomó la muñeca para ponerle la palma hacia arriba. Puso allí el cuchillo y le dobló los dedos sobre él. El pecho de O’wa se henchía, jadeante, tanto como al sacar el agua del pozo. Una lágrima le brotó por la comisura de un ojo y corrió por el surco profundo de la nariz.
—¿Por qué lloras, viejo tonto? —preguntó H’ani.
—Lloro de alegría por este regalo —respondió él, tratando de mantener la dignidad, aunque tenía la voz ahogada.
—Es un motivo muy estúpido para llorar —le dijo H’ani. Y guiñó los ojos, traviesa, ocultando su risa con una mano delgada y graciosa.
Siguieron el lecho seco hacia el Este, pero la urgencia que los había acompañado en las marchas nocturnas por la zona de dunas había quedado atrás; en ese momento había agua buena bajo la arena.
Viajaban desde antes del amanecer hasta que el calor los llevaba a buscar refugio, y volvían a emprender el viaje al avanzar la tarde, hasta después de oscurecer. El paso era lento, pues cazaban durante la marcha.
H’ani hizo un palo de excavar especialmente para Centaine y le enseñó a usarlo. A los pocos días, Centaine sabía ya reconocer las señales superficiales de muchas plantas y raíces comestibles. Pronto fue evidente que, así como la habilidad de O’wa para rastrear y cazar era casi sobrenatural, eran las mujeres las que daban al clan los zumos de la vida, con lo que juntaban durante la marcha. Cuando la caza escaseaba o estaba ausente durante días y semanas, se vivía de las plantas que ellas llevaban al campamento.
Aunque Centaine aprendía con rapidez y tenía vista de águila, sabía que jamás podría igualar los conocimientos innatos y la percepción de la anciana. H’ani sabía hallar plantas e insectos que no mostraban señales superficiales de sus escondrijos; cuando excavaba, la tierra volaba en todas direcciones.
—¿Cómo lo haces? —pudo preguntar Centaine, al fin, pues su dominio del idioma San aumentaba día a día.
—Igual que O’wa descubrió los pozos de sorber desde lejos —explicó H’ani—. Lo huelo, Niña Nam. ¡Huele! ¡Usa la nariz!
—Te burlas de mí, reverenda abuela —protestó Centaine.
Pero a partir de entonces observó a H’ani con cuidado. En verdad, parecía olfatear los profundos nidos de termitas para robarles el “pan”, con el que preparaba un guiso de mal sabor, pero nutritivo.
—Igual que Káiser Wilhelm —se maravilló la muchacha.
Y le decía: Cherche!, como ella y Anna decían al gran cerdo que las ayudaba a buscar trufas en el bosque de Mort Homme.
—Cherche, H’ani.
Y la anciana reía, festejando la broma que no comprendía. De inmediato, como si tal cosa, hacía un milagro.
Cierto atardecer, ella y Centaine se quedaron atrás, pues O’wa se había adelantado en busca de un sitio donde recordaba que los avestruces solían depositar sus huevos. Las dos discutían amistosamente.
—¡No, no, Niña Nam! ¡No debes sacar dos raíces del mismo lugar! Siempre debes dejar una antes de excavar otra vez. ¡Ya te lo he dicho! —la regañó la anciana.
—¿Por qué? —preguntó Centaine, incorporándose; al apartarse los gruesos rizos de la frente, dejó un manchón sudoroso de barro en la piel.
—Porque debes dejar una para los niños.
—Vieja tonta. No hay niños.
—Ya los habrá. —H’ani señaló significativamente el vientre de la muchacha—. Ya los habrá. Y si no les dejamos nada, ¿qué dirán de nosotros cuando pasen hambre?
—¡Pero hay tantas plantas! —protestó la joven, exasperada.
—Cuando O’wa encuentre el nido de avestruz, dejará algunos huevos. Cuando tú encuentres dos raíces, dejarás una. Así tu hijo crecerá fuerte y sonreirá al repetir tu nombre a sus hijos.
H’ani interrumpió su conferencia y corrió hasta un sitio pedregoso y desnudo, en la ribera del lecho seco, torciendo la nariz al inclinarse.
—Cherche!, H’ani —exclamó Centaine, riendo.
H’ani, riendo también, comenzó a cavar; después cayó de rodillas y sacó algo del hueco.
—Es la primera que ves, Niña Nam. Huele. Sabe muy bien.
Le entregó un tubérculo irregular, parecido a una patata, y la muchacha lo olfateó, ansiosa. Los ojos se le dilataron ante el recordado aroma. Rápidamente, quitó el polvo aferrado a la superficie y le dio un mordisco.
—¡H’ani, vieja querida! —gritó—. ¡Es una trufa! Una trufa de verdad. No tiene la misma forma ni el mismo color, pero sí el mismo gusto que las trufas de mi tierra.
O’wa había hallado sus nidos de avestruz. Centaine batió uno en su propia cáscara partida y le mezcló las trufas picadas, para cocinar una enorme omelette aux truffes sobre una piedra plana, calentada en la fogata.
A pesar del polvo que le daba un color grisáceo, los granos de arena y los trocitos de cáscara que crujían entre los dientes, la comieron con deleite.
Sólo al tenderse bajo el primitivo techo de ramitas y hojas, Centaine cedió a la nostalgia que había provocado en ella el sabor de las trufas, sepultando la cara en el hueco de su brazo para sofocar los sollozos.
—Oh, Anna, daría cualquier cosa, cualquier cosa por volver a ver tu cara vieja y fea…
Mientras seguían el lecho seco del río y las semanas se convertían en meses, el niño por nacer cobraba fuerzas.
Dada la dieta escasa, pero saludable, y el diario ejercicio de caminar, cavar, llevar y estirarse, la criatura no llegaba a ser demasiado grande y ella lo mantenía alto, pero los pechos se le llenaron; a veces, cuando estaba sola, frotándose el cuerpo con la fibra jugosa del tubérculo de bi, se los miraba, orgullosa, admirando la audaz inclinación hacia arriba de los extremos rosados.
—Ojalá pudieras vérmelos ahora, Anna —murmuró—. Ya no podrías decir que parezco un muchachito. Pero, como siempre, te quejarías de mis piernas, que son demasiado largas, delgadas y musculosas. Oh, Anna, dónde estarás…
Una mañana, al amanecer, cuando ya llevaban varias horas viajando, Centaine se detuvo en la cima de una leve elevación para mirar en derredor.
El aire todavía estaba fresco y tan límpido que se veía hasta el horizonte. Más tarde el calor lo espesaría hasta convertirlo en una opalina translúcida; el sol borraría todo el color del paisaje. Pero en ese momento las formas se veían nítidas y coloridas. Las ondulantes planicies se borroneaban con pastos plateados y había árboles de verdad, vivientes, no esas momias antiguas que permanecían de pie detrás de las dunas. Más allá de los bosques de acacias se veían colinas, elevadas abruptamente en la planicie: las kopjes de África, castigadas por el viento y talladas por el calor del sol en formas geométricas, afiladas como dientes de dragón. La luz suave del amanecer arrancaba tonos de sepia, rojo y bronce de sus paredes rocosas. Centaine se detuvo, apoyada en su palo de excavar, sobrecogida por la áspera grandeza del panorama. En las planicies polvorientas pacían rebaños de antílopes, pálidos como el humo e igualmente insustanciales. Ante la mirada de la muchacha, los más cercanos se asustaron de la presencia humana y echaron a correr, con la conducta característica de esos animales: bajaron la cabeza hasta que el hocico llegó casi a tocar los cuatro cascos y brincaron directamente hacia arriba, con las patas rectas, en tanto abrían el largo pliegue de piel que les corría por el lomo, desplegando la melena plumosa y blanca que allí se ocultaba.
—¡Oh, míralos, H’ani! —gritó Centaine—. ¡Qué bellos son!
El brinco de alarma era contagioso; cientos de antílopes saltaban por la llanura, con las crines blancas centelleantes.
O’wa dejó caer su carga, bajó la cabeza y los imitó a la perfección, saltando con las piernas tiesas y los dedos en movimiento sobre la espalda, hasta que pareció transformarse en uno de aquellos pequeños animales. Las dos mujeres, abrumadas por la risa, tuvieron que sentarse, abrazadas. La alegría les duró mucho tiempo después de que las montañas se ocultaran tras las nieblas de calor.
En esos largos altos, en medio del día, O’wa tomó la costumbre de separarse de las mujeres. Centaine se habituó a ver su pequeña silueta sentada a la sombra de un espinillo, con las piernas cruzadas, raspando con la navaja el cuero de antílope tendido sobre su regazo. Llevaba la piel, cuidadosamente plegada y enrollada, sobre la cabeza; cierta vez en que Centaine quiso examinarla, el anciano se agitó tanto que ella lo apaciguó con prontitud:
—¡No tenía malas intenciones, anciano abuelo!
Pero aquello le despertó la curiosidad. El viejo era un artesano al que, por lo común, le encantaba mostrar sus obras. No protestaba cuando Centaine le miraba partir cortezas maleables para hacer carcajs para sus flechas, decorándolos con diseños de aves y animales, quemadas en la madera con una brasa de fogata.
También le mostró cómo hacer puntas de flechas de huesos duros, que molía pacientemente contra una piedra plana. Hasta la llevó consigo cuando fue en busca de las larvas de escarabajo con las que envenenaba sus cabezas de flecha, capaces de matar a un hombre en pocas horas. Hasta le permitió ver cómo se hacía una flauta primitiva, que usaba para acompañarse con penetrantes toques al bailar, y cómo tallaba adornos en la pesada jabalina que utilizaba para cazar pájaros al vuelo.
Pero cuando trabajaba la piel de antílope se retiraba a una distancia prudente y permanecía solo.
El río de arena que habían seguido durante tanto tiempo se contorsionó, por fin, en una serie de meandros cerrados, como las convulsiones de una serpiente moribunda, y terminó abruptamente en una hoya seca, tan amplia que los árboles del otro lado eran sólo una línea oscura y ondulante en el horizonte. La superficie de la hoya estaba blanca de cristales, dejados por las sales evaporadas. El reflejo del sol de mediodía, en esa superficie, resultaba doloroso y convertía el cielo en pálida plata. Los bosquimanos la llamaban “el gran lugar blanco”.
En la empinada ribera de la hoya construyeron refugios, más fuertes y mejor techados que los anteriores; eso daba al campamento un aire de permanencia. Los dos pequeños San se acomodaron a una rutina sin exigencias, aunque con un subyacente aire de expectativa que Centaine detectó.
—¿Por qué nos detenemos aquí, Hani?
—Esperamos para hacer la travesía —fue cuanto la vieja pudo decirle.
—¿La travesía de qué? ¿Adónde vamos? —insistió la muchacha.
Pero H’ani se tornó vaga y señaló hacia el Este con un arco amplio, respondiendo con un nombre que Centaine sólo pudo traducir por “un lugar donde nada debe morir”.
El hijo de Centaine cobraba fuerzas dentro de su vientre hinchado. A veces era difícil respirar, y casi imposible ponerse cómoda en el suelo desnudo. En su pequeño refugio, se preparó un nido con suaves hierbas del desierto, lo cual divirtió a los dos viejos, para quienes la tierra era suficiente como lecho y el hombro buena almohada.
Centaine, tendida en su nido, trataba de contar los días y los meses transcurridos desde que estuvo con Michael, pero el tiempo se hacía confuso, se le perdía en un telescopio, de modo tal que sólo podía estar segura de la proximidad del momento. H’ani confirmó su cálculo, hurgándole el vientre con dedos suaves y conocedores.
—El bebé se mueve mucho y pelea por liberarse. Será un varón.
Y llevó a Centaine al desierto para juntar las hierbas especiales que necesitarían durante el nacimiento.
A diferencia de muchos pueblos de la Edad de Piedra, los San tenían perfecta conciencia de los procesos de creación y veían el acto sexual no como una cosa aislada, sino como el primer paso en el largo viaje hacia el nacimiento.
—¿Dónde está el padre de tu niño que crece, Niña Nam? —preguntó H’ani. Al ver las lágrimas en los ojos de la muchacha, se respondió a sí misma, suavemente—: Ha muerto en las tierras del norte, al final de la tierra. ¿No es así?
—¿Cómo sabes que vengo del Norte? —preguntó Centaine, feliz de abandonar ese doloroso tema.
—Eres grande, más grande que ningún San del desierto —explicó H’ani—. Por lo tanto, debes venir de una tierra rica, donde vivir es fácil: una tierra de buenas lluvias y comida abundante. —Para la anciana, el agua era toda la vida—. Como los vientos de lluvia vienen desde el Norte, tú también debes de venir del Norte.
Intrigada por esa lógica, Centaine sonrió.
—¿Y cómo sabes que vengo de lejos?
—Porque tu piel es pálida, no oscurecida, como la piel de los San. Aquí, en el centro del mundo, el sol está en lo alto, pero nunca baja hacia el Norte o el Sur, y en el Este y el Oeste es bajo y quema. Tú has de venir desde muy lejos, donde el sol no tiene calor ni fuerza para oscurecerte la piel.
—¿Sabes de otras personas como yo, H’ani? ¿Gente grande, de piel clara? ¿Habías visto antes a alguien como yo? —preguntó la muchacha, ansiosa. Al ver que la anciana desviaba la mirada, la tomó por el brazo—. Dime, sabia abuela, ¿dónde has visto a mi gente? ¿En qué dirección y a qué distancia? ¿Puedo llegar a ellos? Dímelo, por favor.
Los ojos de H’ani se nublaron con una película de incomprensión. Se quitó un grano de moco seco de la nariz y lo examinó con minuciosa atención.
—Dime, H’ani —insistió Centaine, sacudiéndole suavemente el brazo.
—He oído a los viejos hablar de esas cosas —admitió H’ani, a regañadientes—, pero nunca he visto a esa gente y no sé dónde se la puede encontrar.
Centaine comprendió que mentía. De pronto, con un parloteo vehemente, la anciana prosiguió.
—Son fieros como leones, ponzoñosos como el escorpión; los San se ocultan de ellos.
Se levantó de un salto, agitada. Después de coger su mochila y su palo de cavar, salió apresuradamente del campamento y no regresó hasta el crepúsculo.
Esa noche, después de que Centaine se acurrucara en su lecho de hierba, H’ani susurró a O’wa:
—La niña extraña a su gente.
—La he visto mirar hacia el Sur, con tristeza en los ojos —admitió O’wa.
—¿Cuántos días hay que viajar para llegar a la tierra de los gigantes pálidos? —preguntó la anciana, a su pesar—. ¿Cuánto debe caminar para reunirse con su propio clan?
—Menos de una luna —gruñó él.
Ambos guardaron silencio largo rato, con la vista fija en las llamas azuladas de los espinillos.
—Quiero oír el llanto de un bebé una vez más, antes de morir —dijo H’ani por fin.
Y O’wa asintió. Ambos giraron las caritas en forma de corazón hacia el Este, mirando la oscuridad, hacia el Sitio de Toda la Vida.
Cierta vez en que H’ani descubrió a Centaine arrodillada a solas, rezando en el páramo, preguntó:
—¿Con quién hablas, Niña Nam?
Centaine se vio en dificultades, pues si bien el idioma de los San era rico y complejo en cuanto a descripciones de los aspectos materiales del mundo desértico, resultaba sumamente difícil utilizarlo para transmitir ideas abstractas.
Sin embargo, después de largas discusiones que se prolongaron durante varios días, mientras recogían plantas en el desierto, o cocinaban sobre el fuego, Centaine logró describir su concepto de la Deidad, y H’ani asintió, dubitativa, murmurando con el ceño fruncido.
—¿Hablas con los espíritus? —dijo—. Pero casi todos los espíritus viven en las estrellas. Si hablas tan bajo, ¿cómo te van a oír? Es necesario bailar, cantar y silbar con fuerza para llamarles la atención. —Bajó la voz—. Y aun así no es seguro que te escuchen, pues he descubierto que los espíritus de las estrellas son variables y olvidadizos. —H’ani miró en derredor, como una conspiradora—. Según mi experiencia, Niña Nam, Mantis y Eleótrago son mucho más de fiar.
—¿Mantis y Eleótrago? —repitió Centaine, tratando de no delatar que se estaba divirtiendo.
—Mantis es un insecto de ojos enormes que lo ve todo, con brazos, como un hombrecito. Eleótrago es un animal… oh, sí, mucho más grande que el antílope saltarín, con una panza tan llena de grasa que roza la tierra. —A los San les gustaba la grasa casi tanto como la miel silvestre—. Y con cuernos retorcidos que tocan el cielo. Si tenemos suerte, encontraremos tanto a Mantis como a Eleótrago en el lugar al que vamos. Mientras tanto, sigue hablando con las estrellas, Niña Nam, pues son hermosas, pero pon tu confianza en Mantis y Eleótrago.
Así, simplemente, explicó H’ani la religión de los San. Esa noche, ella y Centaine se sentaron bajo el cielo despejado. La anciana señaló el tren centelleante de Orión.
—Ése es el rebaño de cebras celestiales, Niña Nam, y allí está el cazador inepto —señaló la estrella Aldebarán—, enviado por sus siete esposas —su dedo torcido apuntó a las Pléyades—, a buscar carne. ¿Ves cómo ha disparado su flecha, que ha pasado alta y a un costado, para caer a los pies de la estrella León? —Sirio, la más brillante de todas las estrellas fijas, parecía, en verdad, leonina—. Y ahora el cazador teme recoger su arco y teme volver con sus siete mujeres; por eso se pasa la eternidad allí sentado, titilando de miedo. Igual que un hombre, Niña Nam. H’ani se rió y clavó su pulgar huesudo en las escuálidas costillas de su marido.
Como los San también amaban las estrellas, el vínculo de afecto que los unía a Centaine se fortaleció tanto que ella les señaló la estrella de Michael y la suya propia, en el Sur.
—Pero Niña Nam —protestó O’wa—, ¿cómo es posible que esa estrella te pertenezca? No pertenece a nadie y pertenece a todos, como la sombra del espinillo y el agua en el desierto, o como la tierra que pisamos. A nadie y a todos. Nadie es dueño del Eleótrago, pero podemos tomar su grasa, si la necesitamos. Nadie es dueño de las plantas de bi, pero podemos cogerlas, a condición de dejar algunas para los niños. ¿Cómo puedes decir que una estrella te pertenece con exclusividad?
Era una expresión de la filosofía que había constituido la tragedia de su pueblo, una negativa de la propiedad individual que los condenó a una persecución inmisericorde, a la matanza, a la esclavitud o al exilio, en los lejanos sitios del desierto en donde ningún otro ser humano podía sobrevivir.
Así pasaban los monótonos días de la espera, en discusiones y en la tranquila rutina de cazar y recoger plantas. Un atardecer, los dos San, galvanizados por el entusiasmo, miraron hacia el Norte, con sus caritas de ámbar levantadas a un cielo impecablemente azul.
Unos minutos después Centaine descubrió qué era lo que los había excitado. Por fin vio la nube, asomada sobre el horizonte del Norte, como el dedo de una mano ciclópea. Crecía bajo su mirada, con la parte superior achatada en forma de yunque. El trueno distante gruñó como un león cazador. Pronto se la vio alta, encendida con los tonos del crepúsculo y con sus propios relámpagos interiores.
Esa noche, O’wa bailó, silbó, cantó alabanzas a los espíritus de las nubes hasta derrumbarse de agotamiento. Pero al amanecer la nube se había dispersado. Sin embargo, el cielo había perdido su azul impoluto; había bandas de cirros que lo cruzaban. El aire mismo parecía haber cambiado; se lo sentía cargado con una estática que causaba cosquilleos en la piel de Centaine; el calor era pesado y lánguido, aún más duro de soportar que los secos mediodías, y las nubes de tormenta, sobre el horizonte Norte, agitaban en el cielo sus monstruosas cabezas.
Día a día se hicieron más altas y numerosas, agrupándose como una legión de gigantes en marcha hacia el Sur. Una enervante capa de aire húmedo se extendió sobre la tierra, sofocando cuanto existía.
—Por favor, que llueva —susurraba Centaine, todos los días, mientras el sudor le corría por las mejillas y el niño le pesaba en el vientre como una piedra enorme.
Por la noche, O’wa bailaba y cantaba:
—Espíritu de la nube, mira cómo te espera la tierra, igual que una gran antílope hembra en celo tiembla esperando al macho. Baja desde lo alto, Espíritu de la Nube al que veneramos, y vuelca tus fluidos generadores sobre tu esposa tierra. Monta a tu amante, y de tu simiente ella parirá nueva vida en abundancia.
Y cuando H’ani gorjeó el estribillo, Centaine gritó con el mismo fervor.
Una mañana no hubo sol; las nubes se extendían como una masa gris sólida, de horizonte a horizonte. Bajas al principio, bajaron aún más, y un relámpago se desprendió del vientre gris, atronando la tierra de modo tal que pareció saltar entre los pies. Una sola gota de lluvia golpeó a Centaine en el centro de la frente; era pesada como una piedra; la sorpresa la hizo retroceder, lanzando una exclamación asombrada.
Entonces se abrieron las nubes y la lluvia cayó sobre ellos, densa y fuerte. Cada gota, al tocar la superficie de la hoya, rodaba hasta convertirse en un glóbulo de lodo o hacía estremecer las delgadas ramas de los bordes, como si en ellas se posaran bandadas de pájaros invisibles.
La lluvia acicateó la piel de la muchacha. Una gota le pegó en un ojo, cegándola por un segundo. Parpadeó para despejarlo y, riendo, vio que O’wa y H’ani corrían por la hoya. Habían descartado sus magras vestiduras y bailaban desnudos bajo la lluvia. Cada gota que caía sobre la piel arrugada y ambarina los hacía aullar de deleite.
Centaine se quitó la falda de lona y el chal. Desnuda, se irguió con los brazos abiertos y la cara vuelta hacia las nubes. La lluvia la azotó, fundiéndole la cabellera oscura con el rostro y los hombros. Se la apartó con las manos y abrió la boca cuanto pudo.
Era como estar bajo una cascada. La lluvia le llenaba la boca a medida que iba tragando el agua. El extremo más alejado de la hoya desapareció tras los velos azules de la lluvia. La superficie se convirtió en barro amarillo.
La tierra parecía disolverse; el agua le llegaba ya a los tobillos y el lodo sedoso chascaba entre los dedos de los pies. Los tres bailaron y cantaron hasta que O’wa se detuvo abruptamente, inclinando la cabeza para escuchar.
Centaine no oía nada, aparte de los truenos y el latigueo de la lluvia, pero O’wa gritó una advertencia. Corrieron a la ribera de la hoya, resbalando en el barro y en las aguas amarillas, que por entonces les llegaban ya casi al muslo. Desde el borde, Centaine oyó el ruido que había alarmado a O’wa: un rumor como el del viento entre árboles altos.
—El río —señaló O' wa—, el río vuelve a la vida.
Llegó como un ser viviente, como una monstruosa pitón amarilla, por el lecho arenoso, y siseó de orilla a orilla, arrastrando cuerpos de animales ahogados y ramas de árboles arrancados por la inundación. Irrumpió en la hoya inundada y corrió en olas serradas por la superficie, golpeando contra la orilla, envolviéndose a sus piernas, amenazando con arrastrarlos.
Ellos recogieron sus pocas pertenencias y caminaron hasta tierras altas, sirviéndose mutuamente de apoyo. Las nubes trajeron una noche prematura; hacía frío. No había posibilidad de encender fuego; los tres, acurrucados para calentarse entre sí, temblaban sin remedio.
La lluvia siguió del mismo modo toda aquella noche.
En un amanecer opaco y plomizo, contemplaron el paisaje inundado: un vasto lago reverberante, donde se veían islotes de tierras altas y acacias aisladas, como lomos de ballenas.
—¿Es que jamás va a parar? —susurró Centaine. Los dientes le castañeteaban incontrolablemente y el frío parecía haberle llegado al vientre, pues el niño se retorcía y pataleaba a manera de protesta.
—Por favor, que se pare ahora mismo.
Los San soportaban el frío con la misma fortaleza que mostraban ante todas las penurias. La lluvia, en vez de amainar, pareció acrecentar su ritmo y ocultó la tierra triste tras una cortina de vidrio.
Por fin cesó. No hubo previo aviso; dejó de caer en cascada densa, cesó por completo. El techo de nubes bajas y amoratadas se abrió, desprendiéndose como la cáscara de una fruta madura, dejando al descubierto el azul lavado del cielo. El sol estalló sobre ellos con brillo cegador, sorprendiendo una vez más a Centaine con los súbitos contrastes de ese Continente salvaje.
Antes del mediodía, la tierra sedienta bebió las aguas que habían caído sobre ella. La inundación desapareció sin dejar rastro. Sólo en la hoya quedaba agua de superficie, lanzando destellos sulfurosos de orilla a orilla. Pero la tierra estaba limpia, vívida de color, desaparecido el polvo que había cubierto cada árbol, cada mata. Entonces Centaine vio verdes que nunca había soñado en esa tierra leonada. La tierra, aún húmeda, ofrecía ocres, anaranjados y rojos; las alondras del desierto cantaban con júbilo.
Tendieron al sol sus escasas pertenencias. Mientras se secaban, despidiendo vapor, O’wa no pudo contenerse y danzó, extático.
—Los espíritus de las nubes nos han abierto la ruta Han llenado los abrevaderos hacia el Este. Prepárate. H’ani, mi florecita del desierto; antes del amanecer nos pondremos en marcha.
Tras un primer día de marcha entraron en un país nuevo, tan diferente que no parecía pertenecer al mismo Continente.
Allí las antiguas dunas se habían consolidado, convirtiéndose en suaves ondulaciones que originaban una abundante vida vegetal. En los valles se veían praderas doradas y acacias aisladas, lo cual daba al paisaje el aspecto de un cuidado parque. En las de presiones, las lluvias recientes habían quedado aprisionadas en los abrevaderos, y la tierra parecía zumbar de vida. Entre las briznas amarillas asomaban tiernos brotes de un verde delicado, y verdaderos jardines de flores silvestres aparecían como por arte de magia. Centaine recogió capullos y los trenzó, formando guirnaldas para sí y para H’ani. La vieja se pavoneó como una novia.
—Ojalá tuviera un espejo para mostrarte lo adorable que estás —se lamentó Centaine abrazándola.
El viaje de cada día resultaba leve y despreocupado, tras las privaciones de las áridas llanuras. Al acampar contaban con el indecible flujo de frutas silvestres, nueces, piezas de caza y agua en abundancia.
Una noche, O’wa trepó muy arriba, por las ramas hinchadas de un monstruoso baobab, y ahumó una colmena que habitaba el tronco hueco desde los tiempos de su bisabuelo y antes aún. Bajó con una calabaza llena de miel oscura, perfumada por los capullos de la acacia.
Día a día encontraban nuevas especies de animales salvajes.
—Bajan desde el río grande y los pantanos —explicaba O’wa—. Siguen las aguas; cuando se sequen volverán al Norte.
Por la noche, Centaine despertó ante un ruido nuevo, infinitamente más espeluznante que el gemir de los chacales o los gritos maniáticos de las hienas. Centaine salió de su pequeña choza y corrió en busca de H’ani.
—¿Qué era eso, anciana abuela? ¡Ese ruido es aterrorizante!
La anciana abrazó su cuerpo estremecido.
—Hasta el más bravo de los hombres tiembla la primera vez que oye rugir al león —la tranquilizó—. Pero no temas, Niña Nam; O’wa ha hecho un hechizo para protegernos. Esta noche el león hallará otras presas.
Pero pasaron todo el resto de la noche muy cerca del fuego, alimentándolo con leña. Por lo visto, H’ani tenía tan poca fe como Centaine en los hechizos de su esposo.
Al amanecer, el horrible coro se retiró hacia el Este. O’wa les mostró las enormes huellas gatunas en la tierra blanda.
Al amanecer del noveno día, después de abandonar “el gran lugar blanco,” cuando se aproximaban a otro abrevadero, entre los bosques de mopani, se oyó un crujido, como un disparo de cañón. Los tres quedaron paralizados.
—¿Qué es, H’ani?
Pero la anciana la acalló con un gesto. Se oían los chasquidos de la maleza al quebrarse. De pronto, un ruido resonante, como un trompetazo.
O’wa se apresuró a probar el viento como Centaine le veía hacer antes de cada cacería, y las condujo en un amplio rodeo por el bosque. Por fin se detuvo otra vez bajo el follaje lustroso de un mopani, donde dejó sus armas y su mochila.
—¡Ven! —indicó a Centaine, por señas.
Veloz como un mono, trepó por el tronco. Centaine, apenas estorbada por su vientre, lo siguió hasta una horqueta de las ramas altas, desde donde pudo mirar el valle y el abrevadero.
—¡Elefantes!
Iban hacia el agua, marchando con su paso tranquilo, meneando la cabeza hasta hacer flamear las enormes orejas, gustando ya el dulzor del agua.
Había reinas viejas, de orejas desgarradas, cuyas vértebras sobresalían en los lomos arqueados, y machos jóvenes de colmillos amarillentos, y crías ruidosas, aún sin destetar, que corrían para mantenerse junto a las madres. Delante de todos, el macho de la manada avanzaba majestuosamente.
Medía tres metros de alzada y estaba cubierto de cicatrices; la piel abolsada le colgaba desde las rodillas; sus colmillos eran de doble longitud y grosor que los de cualquier otro macho del grupo.
Parecía viejísimo, pero también sin edad; enorme y fuerte, dueño de una grandeza y un misterio que, a los ojos de Centaine, contenían la esencia misma de esa tierra.
Lothar De La Rey halló el rastro de la manada de elefantes tres días después de abandonar el río Cunene. Él y sus rastreadores ovambos lo estudiaron con atención, abriéndose en círculo por la tierra pisoteada. Cuando se reunieron otra vez, Lothar hizo una seña al cabecilla.
—Habla, Hendrick.
El ovambo era tan alto como Lothar, pero más cargado de hombros. Su piel era oscura y suave como chocolate tundido.
—Un buen rebaño —fue la opinión—. Cuarenta hembras, muchas con cría, y ocho machos jóvenes.
El guerrero llevaba un turbante oscuro envuelto en la orgullosa cabeza, y guirnaldas de collares sobre el pecho musculoso, pero también pantalones de montar y una cartuchera con municiones colgada a un hombro.
—Y el jefe es tan viejo que tiene gastadas las plantas, tan viejo que ya no puede masticar la comida y deja estiércol áspero de corteza y ramitas. Camina pesadamente sobre las patas delanteras, por lo grande de sus colmillos. Vale la pena seguirlo-dijo Hendrick, cambiando el fusil “Máuser” a la mano derecha, lleno de expectativa.
—El rastro está barrido por el viento —observó Lothar, en voz baja—, y surcado por insectos. Es de hace tres días.
—Se están alimentando —insistió Hendrick—; están desparramados y avanzan con lentitud; pero las crías los retrasan.
—Tendremos que enviar de regreso a los caballos. No podemos arriesgarlos en el cinturón de tsé-tsé. ¿Podríamos alcanzarlos a pie?
Lothar desanudó su bufanda para secarse la cara, pensativo. Necesitaba ese marfil. Había ido al Cunene en cuanto sus expedicionarios le enviaron la noticia de que habían caído buenas lluvias. Sabía que los brotes nuevos y el agua de superficie incitarían a los rebaños, haciéndolos cruzar el río, fuera de territorio portugués.
—A pie podemos alcanzarlos en dos días —prometió Hendrick.
Como era famoso por su optimismo, Lothar bromeó:
—Y todas las noches, al acampar, tendremos a diez bonitas muchachas por cabeza, cada una con una jarra de cerveza, esperándonos.
Hendrick echó la cabeza hacia atrás lanzando una fuerte carcajada.
—Está bien, en tres días —concedió—, y tal vez haya una sola muchacha, pero muy hermosa y bien dispuesta.
Lothar calculó las posibilidades por un momento, aún.
Era un buen macho, y hasta los miembros más jóvenes y las hembras darían diez kilos de marfil cada uno. Contaba con doce de sus mejores hombres, aunque debía enviar a dos de regreso con los caballos; aun así eran suficientes para hacer el trabajo. Si se encontraban con el rebaño, existía una buena posibilidad de matar a todos los animales que llevaran marfil.
Lothar De La Rey estaba totalmente en la ruina. Había perdido la fortuna de su familia; se le consideraba traidor y renegado por continuar la lucha tras la rendición del coronel Franke, y se había puesto precio a su cabeza. Tal vez ésta era su última posibilidad de recobrar su fortuna. Conocía lo bastante a los británicos para saber que, al terminar la guerra, pondrían toda su atención en el gobierno de los nuevos territorios. Pronto habría funcionarios hasta en las zonas más remotas, que impondrían la ley, sobre todo en lo referente a la caza ilegal de marfil. Los buenos tiempos estaban terminando.
—¡Que los caballos vayan de regreso! —ordenó—. ¡Sigan el rastro!
Corrieron sobre las huellas, turnándose para tomar la delantera. Al caer la tarde entraron en el cinturón de tsé-tsé. Las crueles moscas salieron en bandadas de la sombra para acosarlos. Los hombres cortaron manojos de hojas verdes, con los que se cepillaban las espaldas mutuamente, sin dejar de correr. Al caer la noche habían sacado dos días de ventaja al rebaño; el rastro era tan fresco que las hormigas león aún no habían construido sus trampitas en las huellas.
Los detuvo la oscuridad. Se tendieron en la dura tierra, para dormir como una manada de galgos. Pero cuando la luna franqueó las copas de los mopanis, Lothar los levantó a puntapiés. La inclinación de la luz los favorecía, remarcando el rastro con un borde de sombra; los troncos desnudos de los mopanis, que los elefantes habían despojado de corteza, relucían como espejos para guiarlos durante la noche. Al salir el sol alargaron el paso.
Una hora después del amanecer salieron bruscamente del cinturón de tsé-tsé. El territorio de esas pequeñas asesinas aladas estaba bien demarcado; se podía cruzar la frontera en cien pasos, dejando atrás los enjambres para pasar a un alivio total. Las ronchas que les escocían en la nuca eran el único recuerdo de sus ataques.
Dos horas antes del mediodía llegaron a un buen abrevadero, en uno de los valles. Les faltaban pocas horas para alcanzar el rebaño.
—Bebed pronto —ordenó Lothar, mientras se metía hasta la rodilla en el agua mugrienta, que los elefantes, al bañarse, habían puesto del color del café con leche. Llenó su sombrero y se volcó el agua en la cabeza. Estaba acre y amarga por la sal de la orina de los elefantes (las grandes bestias siempre vaciaban sus vejigas con la impresión del agua fría), pero los cazadores bebieron y volvieron a llenar sus cantimploras.
—Rápido —los instó Lothar, siempre en voz baja, pues el sonido corre en la espesura, y el rebaño estaba muy cerca.
—Baas!
Hendrick le hacía señas apresuradas. Lothar vadeó hasta el borde del estanque.
—¿Qué pasa?
Sin decir palabra, el gran ovambo señaló el suelo. La huella estaba perfectamente impresa en la arcilla, tan fresca que se superponía a la de los elefantes; aún brotaba agua por las marcas.
—¡Hombres! —exclamó Lothar—. Han pasado hombres por aquí, detrás del rebaño.
—Hombres no: San —le corrigió Hendrick, ásperamente—. Los pequeños amarillos que matan el ganado. —Los ovambos eran pastores; el ganado era su mayor tesoro y su gran amor—. Los perros del desierto que cortan las ubres a nuestras mejores vacas. —Era la venganza tradicional de los San por las atrocidades que se cometían contra ellos—. Nos llevan sólo minutos de ventaja. Podríamos atraparlos en menos de una hora.
—Pero el ruido de los disparos llegaría hasta el rebaño.
Lothar compartía el odio de su capataz por los bosquimanos. Eran una plaga peligrosa: ladrones de ganado y asesinos. Su propio tío-abuelo había muerto durante una de las grandes cacerías de bosquimanos, cincuenta años atrás, con una pequeña flecha de hueso clavada en una grieta de su armadura de cuero. La historia familiar relataba su muerte con todos los detalles.
Hasta los ingleses, con ese enfermizo sentimentalismo por las razas negras, comprendían que los San no tenían lugar en el siglo XX. Las órdenes de la famosa Policía sudafricana de Cecil Rhodes eran de matar de inmediato a todos los San y a los perros salvajes, considerando a ambas especies como la misma cosa.
—El marfil —decidió Lothar—. El marfil es más importante que cazar a unos monos amarillos.
—¡Baas, aquí!
Hendrick, que avanzaba por el borde del estanque, se había detenido abruptamente. Su tono y la posición alerta de su cabeza hicieron que Lothar corriera hacia él. Se sentó prontamente sobre los talones para examinar el nuevo rastro.
—¡No es San! —susurró Hendrick—. Demasiado grande.
—Mujer —replicó Lothar. El pie estrecho, las marcas pequeñas y bien formadas de los dedos, eran inconfundibles—. Una mujer joven. —Las marcas de los dedos eran más profundas que las del talón, y eso indicaba un paso elástico, joven.
—¡No es posible!
Hendrick se dejó caer junto a él y, sin tocar la huella, midió el arco. Lothar se echó hacia atrás, sacudiendo sus rizos mojados.
Los negros de África, que caminan descalzos desde el primer paso, dejan una huella siempre plana.
—Una persona de zapato —observó Hendrick, suavemente.
—¿Una mujer blanca? ¡Imposible! ¡Aquí, viajando en compañía de salvajes! Por el amor de Dios, ¡estamos a muchos cientos de kilómetros de cualquier centro civilizado!
—Pero es así: una joven blanca, cautiva de los San —confirmó el ovambo.
Lothar frunció el ceño. La tradición de caballerosidad hacia las mujeres de su propia raza era una parte integral de su crianza, uno de los pilares de su religión protestante. Por ser militar y cazador, porque era parte de su oficio, podía leer las señales dejadas en la tierra como si viera con sus propios ojos a la bestia o al ser humano que los hiciera. Allí, inclinado sobre esas marcas, formó una imagen mental. Vio a una muchacha de huesos finos, piernas largas, proporciones graciosas, pero fuerte y orgullosa, con un paso decidido que la llevaba casi de puntillas. También era valiente y decidida; en el páramo no había lugar para débiles, y era obvio que esa muchacha estaba en todo su poder vital. Formada la imagen, Lothar cobró conciencia de un profundo vacío dentro de su alma.
—Debemos buscar a esa mujer —dijo, suavemente—, para rescatarla de los San.
Hendrick desvió los ojos hacia arriba, buscó su rapé y volcó un poquito en la palma rosada.
—El viento está contra nosotros. Ellos viajan a favor del viento. No podremos alcanzarlos.
—Siempre hay cien motivos para que no hagamos lo que no quieres hacer. —Lothar se peinó con los dedos el pelo mojado y volvió a atarlo a la nuca con el cordón de cuero—. Estamos rastreando a San, no animales. El viento no tiene importancia.
—Los San son animales. —Hendrick se tapó una de las amplias fosas nasales con el pulgar y sorbió el polvo rojo por la otra—. Con este viento nos olfatearán a tres kilómetros de distancia, y nos oirán mucho antes de que los tengamos a la vista.
—¡Bonita historia! —se burló Lothar—. ¡Muy digna de ti, el mentiroso más grande de todos los ovambos! —Y luego, bruscamente—: Basta de charla. Seguimos a la muchacha blanca. Buscad el rastro.
Desde la horqueta alta, Centaine observó con creciente placer el rebaño de elefantes. En cuanto superó el miedo causado por su tamaño y su monumental fealdad, se dio cuenta enseguida del vínculo afectivo que parecía unir a todos sus miembros. Entonces comenzaron a parecerle casi humanos.
El patriarca estaba muy arrugado y era obvio que le dolían las articulaciones. Todos lo trataban con respeto y dejaron una parte del estanque para su uso exclusivo.
Al otro lado, los machos jóvenes y las hembras bebían y se bañaban, echándose agua y lodo sobre el lomo con las trompas. Una vez saciados se levantaban alegremente, entrelazando las trompas como en un abrazo de amor, y parecían sonreír con indulgencia a las crías que les pasaban bajo el vientre.
Uno de los más pequeños, que parecía un cerdo por el tamaño y por su gordura, trató de pasar bajo el tronco de un árbol caído dentro del estanque y quedó atascado en el lodo. Presa de un cómico susto, soltó un chillido de terror. Todos los elefantes reaccionaron al instante, corriendo al estanque para levantar espuma con sus grandes cascos.
—Creen que un cocodrilo ha atrapado al pequeño —susurró O’wa.
—¡Pobre cocodrilo! —respondió la muchacha.
La madre liberó a su cría, que huyó a esconderse entre sus patas, prendiéndose a la teta con histérico alivio. El enfurecido rebaño se tranquilizó, pero dando muestras de desilusión por no haber tenido el placer de hacer pedazos al odiado cocodrilo.
Cuando el viejo macho se levantó, finalmente, para seguir la marcha por el bosque, las hembras se apresuraron a reunir a sus crías y, obedientes, siguieron al patriarca. Mucho después de haber desaparecido todos en la selva se oía el crujir de las ramas rotas.
Centaine y O’wa bajaron del mopani sonriendo de placer.
—Los pequeños eran traviesos como bebés humanos —comentó la muchacha a H’ani.
—Los llamamos “el gran pueblo” —aseveró H’ani—, porque son sabios y afectuosos como los San.
Cuando bajaron al borde del estanque, Centaine se maravilló ante las montañas de estiércol dejadas por los elefantes.
“A Anna le encantaría esto para la huerta.” Pero se contuvo. “No debo pensar tanto en el pasado.” Se inclinó para lavarse la cara, pues hasta el agua cenagosa ofrecía alivio en el creciente calor. Pero de pronto O’wa se puso tenso, inclinando la cabeza hacia el Norte, en la dirección que traía el rebaño.
—¿Qué pasa, anciano abuelo?
H’ani había captado inmediatamente su cambio de actitud. O’wa tardó un momento en contestar, pero sus ojos revelaban preocupación y los labios se le torcían, nerviosos.
—Hay algo en el viento: un sonido, un olor, no estoy seguro —susurró. Y de pronto, con súbita decisión—: Hay peligro… cerca. Debemos huir.
H’ani se levantó instantáneamente, cogiendo la bolsa de huevos. Nunca discutía la intuición de su esposo, que los había salvado con frecuencia desde que vivían juntos.
—Niña Nam —dijo, con suavidad, pero ansiosa—, date prisa.
—H’ani, hace tanto calor… —Centaine se volvió, fastidiada, pues ya estaba metida hasta las rodillas en el charco—. Quiero…
—Hay peligro, gran peligro.
Los dos San, arremolinándose como pájaros asustados, corrieron hacia el amparo de la selva. Centaine sabía que, en cuestión de segundos, habrían desaparecido, y la soledad seguía siendo el mayor de sus miedos. Salió corriendo del charco. Cogió su bolsa y su palo y se vistió mientras corría.
O’wa describió un veloz círculo por la selva, cambiando de rumbo hasta sentir el viento contra la nuca. Los San, como el búfalo y el elefante, siempre huían a favor del viento cuando estaban alarmados, para que el olor del enemigo llegara hasta ellos.
O’wa se detuvo para que Centaine los alcanzara.
—¿Qué pasa, O’wa? —jadeó la muchacha.
—Peligro, peligro mortal.
La agitación de ambos ancianos era obvia y contagiosa. Centaine había aprendido a no hacer preguntas en situaciones semejantes.
—¿Qué debo hacer?
—Cubrir las huellas como te enseñé.
Ella recordó las pacientes instrucciones que el anciano le había dado sobre el arte de confundir y ocultar las huellas de modo tal que al perseguidor le resultara difícil o imposible seguirlos. Era una de las habilidades de la que dependían los San para sobrevivir.
—H’ani primero. Luego tú. —O’wa había tomado el mando en forma absoluta—. Síguela y haz lo mismo que ella. Yo iré detrás, reparando tus errores.
La anciana era rápida y ágil como un pájaro. Volaba por la selva, evitando el terreno abierto, donde sus huellas se destacarían con claridad. Buscaba caminos difíciles, pasando bajo matas espinosas donde el perseguidor no pudiera pasar, pisando sobre matas de hierba o corriendo a lo largo de los troncos caídos. Cambiaba la longitud de su peso, saltaba de costado a suelos más duros y empleaba todas las tretas aprendidas en su dura vida.
Centaine la seguía, con menos habilidad, dejando alguna huella de vez en cuando o haciendo caer una hoja verde al pasar. O’wa iba detrás, con una escoba de hierbas en la mano, y borraba la señal dejada por la muchacha, se inclinaba a recoger la hoja verde delatora, recolocaba delicadamente los tallos doblados de la hierba. Guiaba a H’ani con pequeños gorjeos de pájaro, y ella respondía de inmediato, girando a derecha o izquierda, acelerando o quedándose inmóvil por algunos segundos, para que O’wa pudiera escuchar y olfatear la brisa, buscando el olor del enemigo. Luego volvía a correr a la menor señal.
De pronto se abrió ante ellos otra pradera, de unos ochocientos metros de anchura, sembrada de altas acacias; más allá se elevaba un barranco bajo, densamente poblado de árboles. Hacia allí se encaminaba O’wa.
Sabía que ese barranco estaba compuesto de caliche, duro como la roca, quebrado y desigual, donde ningún ser humano podría seguirlos. Una vez que llegaran a él estarían a salvo, pero si los atrapaban cruzando la pradera serían presa fácil sobre todo si los perseguidores estaban armados con el humo que mata de lejos.
Perdió unos segundos preciosos en olfatear el aire. Era difícil juzgar la distancia de ese olor ofensivo en la brisa: jabón desinfectante, rapé, ropas de lana sin lavar, grasa de vaca rancia con la que los ovambos se untaban el cuerpo. Pero habría que arriesgarse a campo descubierto.
Sus habilidades no podían cubrir todas las señales dejadas por Niña Nam en la tierra arenosa. Por más que se esforzara, no haría sino dificultar la persecución, pero la capacidad rastreadora de los ovambos era casi igual a la suya. Sólo en el barranco de caliche les confundiría con seguridad. Silbó con el silbido del pájaro carmesí y H’ani, obediente, comenzó a cruzar la pradera, atravesando aquella hierba amarilla.
—Corre, pajarito —le pidió O’wa, suavemente—. Si nos atrapan aquí podemos darnos por muertos.
—Nos han olfateado. —Hendrick se volvió para mirar a Lothar—. Mire cómo están cubriendo las huellas.
En el borde de la selva, las presas parecían haber alzado vuelo como los pájaros. Las huellas parecían desaparecer. Bruscamente, Hendrick hizo una seña a los otros cazadores ovambos, que se dispersaron rápidamente, en una amplia red, y avanzaron en fila. A la derecha, un hombre emitió un suave silbido y les indicó una nueva dirección con la mano.
—Corren a favor del viento —murmuró Hendrick a Lothar, que iba diez pasos más allá—. Debí haberlo imaginado.
La red de rastreadores giró en ese rumbo y siguió avanzando. Un hombre silbó a la izquierda, confirmando la dirección con el mismo movimiento, y todos partieron al trote.
Algo hacia delante, Lothar reparó en un color algo diferente de la tierra, al parecer impertérrita: había un parche, no más grande que un pie humano, de arena más clara. Se detuvo a examinarlo. Era una huella de pie, cuidadosamente barrida. Lothar silbó suavemente e hizo señas de continuar adelante.
—¿Ahora me cree cuando le digo que los San olfatean como los elefantes? —le preguntó Hendrick, mientras trotaban.
—Creo sólo en lo que ven mis ojos. —Lothar sonrió—. Cuando vea a un bosquimano olfateando el suelo, te creeré.
Hendrick rió entre dientes, pero con ojos fríos y sin humor.
—Tienen flechas —observó.
—No dejaremos que se acerquen. Dispara en el momento en que los veas, pero ten cuidado con la mujer blanca.
Mataré al hombre que le haga daño. Díselo a los otros.
La orden de Lothar corrió suavemente por la fila.
—Disparen contra los San, pero mucho cuidado con la mujer blanca.
Por dos veces perdieron el rastro y fue preciso volver a la última huella detectada, buscar en derredor y seguir avanzando con nuevo rumbo. Los San estaban ganando tiempo y distancia con cada parada. Lothar echaba chispas.
—Se nos están adelantando —anunció a Hendrick—. Voy a correr en esta dirección. Vosotros seguid el rastro, por si vuelven a desviarse.
—¡Tenga cuidado! —le gritó Hendrick—. Pueden estar emboscados. Cuídese de las flechas.
Lothar, sin prestar atención a esas advertencias, corrió por la selva, ya sin buscar las señales, por si hubieran proseguido directamente hacia delante. Tenía la esperanza de sorprender a los bosquimanos, obligándolos a mostrarse, o de acosarlos tanto que abandonaran a la cautiva. No reparaba en las espinas que le desgarraban la ropa. Corría al máximo de su velocidad, esquivando ramas bajas y troncos caídos.
De pronto salió del bosque a una pradera abierta; entonces se detuvo, jadeando, con el sudor corriéndole por los ojos y empapándole la espalda.
Al otro lado de la pradera, por debajo del barranco, se veía movimiento: pequeñas motas negras sobre la hierba amarilla y ondulante. Trepó al árbol más cercano para ver mejor.
Mientras trataba de recobrar el aliento, sacó el pequeño telescopio de su bolsa y lo extendió en toda su longitud. Como le temblaban las manos, no fue fácil regularlo, pero recorrió con el lente el extremo opuesto de la llanura.
En el campo visual del artefacto aparecieron tres siluetas humanas en fila india, avanzando en dirección opuesta a él, ya casi en la empalizada que formaban los troncos de los árboles. Sólo la cabeza y los hombros asomaban por la hierba. Una era más alta que las otras dos.
Los observó durante unos segundos antes de que llegaran a la línea de los árboles. Dos de ellos desaparecieron inmediatamente, pero la figura más alta se detuvo, trepó a un tronco caído y miró en dirección a Lothar.
Era una muchacha. Llevaba el largo pelo oscuro dividido en dos gruesas trenzas que le pendían sobre los hombros. El telescopio mostró su expresión, temerosa, pero también desafiante. Había un perfil aristocrático en su mentón y en su frente; la boca era plena y firme; los ojos oscuros, orgullosos y brillantes. Su piel tenía un intenso tono dorado, que por un momento él confundió con el de las mulatas. Pero entonces la muchacha cambió de hombro la bolsa que llevaba y la tosca tela que le cubría el torso se abrió por un instante.
Lothar vio un destello de piel clara y suave, no tocada por el sol, formando un pecho pleno y joven, de forma delicada. Entonces sintió en las piernas una debilidad que no se debía a la dura carrera. Quedó sin aliento por un instante. De inmediato, el aire rugió en sus oídos al llenarle los pulmones.
La muchacha giró la cabeza, ofreciéndole el perfil. En ese instante, Lothar comprendió que nunca había visto mujer más atractiva. Todo él la deseaba con ansias. Ella le volvió la espalda y dio un salto ágil, saliendo del campo visual de la lente, y desapareció. Las ramas del bosque temblaron durante unos segundos después de su paso.
Lothar se sintió como un ciego de nacimiento al que, por un breve instante, se le hubiera mostrado el milagro de la vista, sólo para hundirlo otra vez en la oscuridad. El vacío dejado por la muchacha era tan horroroso que, por varios segundos, no pudo moverse. Por fin bajó de un salto, rodó de rodillas y volvió a levantarse.
Emitió un silbido agudo y esperó la respuesta de Hendrick, muy detrás. Pero no aguardó que los hombres lo alcanzaran: cruzó la pradera a toda carrera. Pero sus pies parecían pesados como plomo. Llegó al punto en donde la muchacha se había detenido para mirar hacia atrás y encontró el tocón en donde se había subido. Había dejado marcas profundas y claras en la tierra blanda, al saltar, pero pocos pasos más allá estaba el caliche del barranco, duro como mármol, áspero y quebrado, donde no habría señal alguna. Lothar no perdió tiempo en buscarla: trepó por entre la maleza hasta lo alto del barranco, esperando verlos desde allí.
El bosque lo rodeó por doquier, aun cuando trepó a las ramas altas de un solitario baobab, el techo de la selva se extendía hasta el horizonte, gris e imponente.
Volvió cansadamente sobre sus pasos hasta el borde de la llanura. Los ovambos lo estaban esperando.
—Los hemos perdido en el suelo duro —fue el saludo de su capataz.
—Abríos hacia delante. Tenemos que hallarlos.
—Ya lo he intentado. El rastro se ha perdido.
—No podemos renunciar. Los buscaremos. No los dejaré escapar.
—Los ha visto —comentó Hendrick suavemente, observando el rostro de su amo.
—Sí.
—Era una muchacha blanca —insistió Hendrick—. Usted la ha visto, ¿verdad?
—No podemos dejarla, aquí en el desierto. —Lothar apartó la vista para que Hendrick no viera el sitio vacío de su alma—. Tenemos que hallarla.
—Lo intentaremos otra vez —accedió el ovambo. Y luego, con una sonrisa astuta—: ¿Era hermosa?
Se sacudió como quien despierta de un sueño. La línea de su mandíbula se hizo más dura.
—Que tus hombres suban al risco —ordenó.
Lo revisaron como una jauría de perros de caza, centímetro a centímetro, inclinándose sobre la roca amarilla y avanzando con una lentitud dolorosa, pero sólo hallaron otra marca del paso de los San y la muchacha.
En una de las ramas bajas, cerca de la cima, a la altura del hombro de Lothar, había un mechón de pelo humano, arrancado de la cabeza de la joven al agacharse para pasar bajo una rama. Era rizado y elástico, tan largo como su brazo; relucía al sol, como seda negra. Lothar lo enroscó cuidadosamente a su índice. Cuando sus hombres no miraban, abrió el guardapelo que le colgaba del cuello, con cadena de oro. Dentro tenía una miniatura de su madre. Puso el rizo sobre ella y volvió a cerrar el medallón.
Siguió buscando huellas con sus hombres hasta el oscurecer. Por la mañana los puso en marcha en cuanto se pudo ver el suelo. Los dividió en dos equipos: uno al mando de Hendric para buscar por el lado Este; el otro, con Lothar, revisó el extremo occidental, donde el caliche se fundía con las arenas de Kalahari, tratando de descubrir el punto en que las presas habían abandonado otra vez el barranco.
Cuatro días después aún no habían hallado el rastro.
Dos de los ovambos desertaron durante la noche, llevándose los fusiles.
—Perderemos al resto —le advirtió Hendrick, por lo bajo—. Están diciendo que esto es una locura. No comprenden. Ya hemos perdido al rebaño de elefantes y en esta empresa ya no hay ganancia. El rastro se ha perdido. Los San y la mujer han escapado. Ya no los hallará.
Hendrick tenía razón; aquello se había tornado obsesivo. Un simple vistazo a un rostro de mujer lo había vuelto loco. Lothar, suspirando, volvió lentamente la espalda al barranco.
—Muy bien. —Elevó la voz para que lo oyera el resto de sus hombres, que lo seguía con aire de desconsuelo—. Dejad e rastro; se ha perdido. Volvemos atrás.
El efecto fue milagroso. Todos apretaron el paso y a sus rostros volvió la vida.
Lothar permaneció en el barranco, en tanto el grupo iniciaba el descenso. Contemplaba los bosques hacia el Este, hacia el misterioso interior por donde pocos blancos se habían aventurado, y acariciaba su guardapelo.
—¿Adónde has ido? ¿Hacia allá, adentrándote en la Kalahari? ¿Por qué no me has esperado, por qué has echado a correr?
No había respuestas. Dejó caer el guardapelo por la pechera de su camisa.
—Si alguna vez vuelvo a cruzarme con tu rastro no me desorientarás con tanta facilidad, bonita. La próxima vez te seguiré hasta el fin del mundo —susurró.
Y se volvió para bajar por la pendiente.
O’wa cambió bruscamente de dirección y siguió el barranco hacia el Sur, manteniéndose justo por debajo de la cima; impulsaba a las mujeres a correr tanto como podían, pesadamente cargadas y sobre terreno desigual. No les permitió descansar, aunque Centaine comenzaba a cansarse mucho y le suplicaba por encima del hombro.
Al mediar la tarde les permitió dejar sus mochilas y despatarrarse en las cuestas rocosas, mientras él bajaba con sigilo para reconocer la línea de contacto entre las arenas y el caliche, buscando un punto donde hacer el cruce. A medio camino se detuvo a olfatear, captando el leve hedor de la carroña. A un lado encontró los restos de una vieja cebra macho, que los leones habían sorprendido al cruzar el barranco. El cadáver era de varias semanas atrás, pues los fragmentos de la piel y carne se habían secado ya y los huesos estaban esparcidos entre las rocas.
O’wa buscó rápidamente los cuatro cascos de la cebra, que estaban intactos. Las hienas aún no los habían reducido a pedazos. Con la navaja retiró la cobertura endurecida de los cascos, separando la masa ósea de los metatarsos, y volvió apresuradamente en busca de las mujeres. Después de conducirlas hasta el borde donde comenzaba la tierra blanda, se arrodilló frente a Centaine.
—Llevaré primero a Niña Nam y volveré por ti —dijo a H’ani, mientras atacaba los cascos a los pies de Centaine utilizando cordel sansevaria.
—Debemos darnos prisa, anciano abuelo, pues nos siguen de cerca —advirtió la vieja, oliendo la brisa con ansiedad, la cabeza inclinada para oír cada ruidito en el bosque.
—¿Quiénes son? —Centaine había recobrado ya, no sólo su aliento, sino también su curiosidad y su razonamiento ¿Quién nos persigue? No he visto ni oído nada. ¿Son gente como yo, O’wa? ¿Son de mi pueblo?
H’ani se apresuró a intervenir antes de que su marido respondiera.
—Son negros. Negros muy grandes, del Norte, no de tu gente.
Aunque ella y O’wa habían visto al hombre blanco, en el límite de la pradera, al mirar desde el barranco, ambos habían acordado, en pocas palabras, que conservarían con ellos a Niña Nam.
—¿Estás segura, H’ani? —Centaine se tambaleaba sobre los cascos de cebra, como una niñita con zapatos de tacones altos.
—¿No eran gente de piel clara, como yo?
De pronto se le había ocurrido la horrible posibilidad de estar huyendo de sus salvadores.
—¡No, no! —H’ani sacudió las manos, muy agitada. La niña estaba muy cerca del parto: presenciar ese momento era lo último que aún le interesaba en la vida—. No eran pieles-claras como tú. —Pensó en lo más horrible que contenía la mitología de los San—. Son grandes gigantes negros que comen carne humana.
—¡Caníbales! —exclamó Centaine, horrorizada.
—¡Sí, sí! Por eso nos persiguen. Quieren cortar al niño de tu vientre y…
—¡Vamos, O’wa! —exclamó la muchacha—. ¡Pronto, pronto!
O’wa, con el otro par de cascos atado a sus pies, la condujo fuera del barranco, caminando tras ella para crear la ilusión de que una cebra había abandonado el suelo rocoso para alejarse por el bosque.
A un kilómetro y medio del risco escondió a Centaine en un matorral espinoso; le quitó los cascos y, después de invertir los que él llevaba puestos, volvió en busca de H’ani. Los dos San, cada uno con sus sandalias de cascos, recorrieron la misma huella y, al llegar al escondrijo de Centaine, dejaron los cascos para huir hacia el Este.
O’wa las obligó a caminar toda la noche. Al amanecer, mientras las mujeres dormían, exhaustas, volvió sobre la huella por si sus perseguidores no se hubieran dejado engañar por la treta de los cascos. Aunque no pudo descubrir señales de que les hubieran seguido, la marcha forzada se prolongó tres días y tres noches más, sin encender fogatas y utilizando todos los accidentes naturales para disimular el rastro.
A la tercera noche se sintió lo bastante seguro para decir a las mujeres:
—Podemos encender fuego.
Y bailó con abnegado frenesí ante la luz rojiza, cantando alabanzas a todos los espíritus, incluidos Mantis y Eleótrago. Tal como explicó seriamente a Centaine, no se sabía con seguridad quiénes los habían ayudado a escapar y, por lo tanto, era necesario dar las gracias a todos. Bailó hasta que se puso la luna y, a la mañana siguiente, durmió hasta la salida del sol. Entonces reanudaron la marcha descansada de costumbre; hasta se detuvieron antes de tiempo, ese primer día, porque O’wa descubrió una colonia de liebres.
—Es la última vez que podemos cazar; los espíritus son muy insistentes sobre eso. Ningún hombre de los San puede matar a ningún ser vivo en un radio de cinco días de marcha con respecto al Sitio de Toda la Vida —explicó a Centaine.
Mientras tanto, eligió brotes largos y flexibles, los descortezó y los ató uno con otro, hasta obtener una vara de unos nueve metros de largo. En la última sección dejó una rama lateral que formaba un ángulo agudo con el tronco principal, como un tosco anzuelo; afiló ese gancho y lo endureció al fuego. Después pasó largo rato examinando cautelosamente las madrigueras, antes de elegir una que se ajustara a sus necesidades.
Mientras la mujer se arrodillaba a su lado, introdujo el gancho de la vara por la abertura de la madriguera y la fue haciendo correr suavemente, guiándola por las curvas subterráneas, hasta que casi toda la vara quedó bajo tierra.
De pronto la vara vibró con fuerza en sus manos. De inmediato O’wa tiró hacia atrás, como el pescador que siente el tirón del pez.
—Ahora está pateando contra la vara, tratando de pegarle con las patas traseras —gruñó O’wa, mientras empujaba la vara un poco más, tentando a la liebre acorralada para que lo rechazara otra vez a patadas.
Esta vez la vara cobró la vida en sus manos, retorciéndose.
—¡La he enganchado!
Y aplicó todo su peso contra la vara, hundiendo la punta afilada en la carne del animal.
—Cava, H’ani. Cava, Niña Nam.
Las dos mujeres hicieron volar la tierra suelta con sus palos, cavando rápidamente. Los chillidos apagados de la liebre enganchada se hacían más claros, hasta que por fin O’wa sacó al peludo animal. Era del tamaño de un gato grande y pateaba con fuerza con sus poderosas patas traseras, hasta que H’ani la mató con un fuerte golpe de garrote.
Al anochecer habían matado otras dos. Después de haberles dado las gracias, hicieron un festín con la dulce carne asada: la última que comerían en mucho tiempo.
Por la mañana, cuando iniciaron el último tramo del viaje, un viento caliente y áspero les sopló la cara.
Aunque para O’wa era tabú cazar, el Kalahari florecía con rica abundancia, tanto por encima de la tierra como por debajo de ella. Había flores y plantas suculentas con las que se podía hacer ensalada, raíces y tubérculos, frutas y nueces ricas en proteínas; los abrevaderos, todos ellos rebosantes, estaban a distancias fáciles de recorrer. Sólo el viento les estorbaba, siempre contra la cara, caliente, abrasivo debido a la arena; se veían obligados a cubrirse el rostro con los chales de cuero e inclinarse hacia delante.
Los rebaños mixtos de cebras y ñúes, en las hoyas amplias y en las praderas de pastos, volvían la grupa a la molesta brisa.
El viento levantaba el polvo de la superficie y lo arremolinaba hasta el cielo, haciendo neblinoso el aire, hasta que el mismo sol se convertía en un difuso globo anaranjado y el horizonte se achicharraba.
El polvo flotaba en la superficie de los abrevaderos, se convertía en lodo dentro de la nariz, crujía entre los dientes. Formaba pequeñas cuentas mojadas en la comisura de los ojos y resquebrajaba la piel hasta tal punto que H’ani y Centaine se vieron obligadas a asar y triturar las semillas de la agria ciruela silvestre para extraer aceite con el que untarse el cuerpo y las plantas de los pies.
Sin embargo, con cada día de marcha los viejos se mostraban más fuertes, activos y entusiastas. Ese viento parecía afectarlos cada vez menos. Había un nuevo garbo en su paso y más animación en la charla. Centaine, en cambio, vacilaba y se quedaba atrás, casi como al principio.
En el quinto atardecer desde que cruzaran el barranco, Centaine entró tambaleándose en el campamento que los San ya habían establecido en la orilla de otra hoya abierta. Se tendió en el suelo desnudo demasiado acalorada y exhausta para juntar hierbas para su cama.
Cuando H’ani le llevó la comida, la rechazó con impaciencia.
—No quiero. No quiero nada. Odio esta tierra. Odio el calor y el polvo.
H’ani la tranquilizó.
—Pronto, muy pronto llegaremos al Sitio de Toda la Vida, y allí nacerá tu bebé.
Pero Centaine le volvió la espalda.
—Déjame. Déjame en paz.
La despertaron los gritos de los ancianos y se levantó con dificultad. Se sentía gorda, sucia y cansada, aunque había dormido tanto que el sol ya coronaba las copas de los árboles al otro lado de la hoya. De inmediato, vio que el viento había cesado durante la noche y que el polvo se había asentado casi por completo. El residuo transformó la aurora en un calidoscopio de vistosos colores.
—¡Ven, Niña Nam! —la llamó Hani, chillando como un escarabajo. Centaine se enderezó lentamente y observó el paisaje que las nubes de polvo habían oscurecido la tarde anterior.
Al otro lado de la hoya se alzaba, abruptamente, en el desierto una gran montaña con lomo de ballena, flancos escarpados y cima simétricamente redondeada. Relucía con los ricos rojos y dorados de la aurora, con la apariencia de un monstruo sin cabeza. Partes de la montaña estaban desnudas, mostrando la roca colorada y los lisos acantilados; entre otras partes, en cambio, presentaba densos bosques, donde los árboles eran mucho más altos y robustos que los de la cima o los de las laderas. La extraña luz rojiza estaba velada por el polvo, y los silencios del amanecer africano cubrían toda la montaña de una majestuosa serenidad.
Centaine sintió que todas sus miserias y sus penas se evaporaban al mirarla.
—¡El Sitio de Toda la Vida! —Al pronunciar este nombre, la agitación de H’ani pasó, dejando su voz reducida a un susurro—. Para ver esto por última vez hemos viajado tanto.
O’wa también había quedado en silencio, pero hizo un gesto afirmativo.
—Aquí es donde hacemos las paces, por fin, con todos los espíritus de nuestro pueblo.
Centaine sintió el mismo sobrecogimiento religioso que había experimentado en la catedral de Arras, al contemplar los vitrales. Comprendió que estaba en el umbral de un lugar sagrado y cayó lentamente de rodillas, apretando con las manos el vientre henchido.
La montaña estaba más lejos de lo que parecía a la luz rojiza del alba. Mientras avanzaban en su dirección, pareció retroceder en vez de acercarse. Al cambiar la luz, también la montaña cambió de humor, haciéndose remota y austera.
O’wa cantaba, mientras trotaba a la vanguardia.
Ved, espíritus de los San, venimos a vuestro sitio secreto con las manos limpias, sin manchas de sangre. Ved, espíritus de Eleótrago y de Mantis, venid a visitarnos con corazones jubilosos y canciones para divertiros…
La montaña cambió otra vez; se estremecía, temblaba al aumentar el calor. Ya no era piedra sólida; reverberaba como el agua, se ondulaba como el humo.
Se liberó de la tierra y flotó en el aire, en un espejismo de plata.
Oh, montaña pájaro que vuelas en el cielo, te traemos alabanzas.
Oh, montaña elefante, más grande que cualquier bestia del cielo o de la tierra, te saludamos.
Así cantaba O’wa, y el sol giró en el cenit y el aire fue más fresco, de modo que la Montaña de Toda la Vida volvió a posarse en tierra y se levantó muy alto sobre ellos.
Llegaron a la cuesta de piedras sueltas, amontonadas contra los barrancos, y se detuvieron a contemplar la alta cima. Las rocas estaban pintadas de líquenes, en amarillo sulfúrico y verde ácido. En una saliente, a noventa metros de altura, se veía un diminuto antílope; al asustarse huyó, con un grito que fue como el silbato de un niño, saltando de saliente en saliente, hasta desaparecer en la cima.
Treparon por la ardua cuesta hasta tocar la base del barranco. La roca era lisa y fresca. Sobresalía en lo alto como el vasto tejado de una catedral.
—No os enojéis, espíritus, porque vengamos a vuestro lugar sagrado —susurró H’ani; las lágrimas le corrían por las ancianas mejillas—. Venimos humildemente y en paz, buenos espíritus. Venimos a descubrir cuál ha sido nuestro delito y cómo podemos corregirlo.
O’wa alargó la mano para coger la de su esposa. Parecían dos niñitos desnudos ante la roca lisa.
—Venimos para cantar y danzar por vosotros —susurró O’wa—, venimos a hacer las paces y así, con vuestro favor, reunirnos con los hijos de nuestro clan, que murieron de la gran fiebre en un lugar lejano.
—Animales —susurró.
Un miedo supersticioso le erizó la carne de los brazos, pues el muro estaba decorado con pinturas: frescos de extraños animales, cuya infantil simplicidad los dotaba de una belleza de ensueño; sin embargo, el parecido con las bestias representadas era' conmovedor. Reconoció los oscuros contornos de los elefantes y los rinocerontes, los ñúes y los antílopes, cuyos cuernos marchaban en cerradas falanges por las paredes de piedra.
—Y gente —agregó ella, distinguiendo las formas humanas que corrían persiguiendo a los rebaños silvestres. Los San se veían como seres mágicos, armados de arcos y coronados de flechas; los hombres lucían penes orgullosamente erectos, desproporcionados en su tamaño, y las mujeres, pechos y nalgas prominentes: las señales distintivas de la belleza femenina.
Las pinturas llegaban a tal altura que el artista debía haber construido andamios, como Miguel Ángel para trabajar en ellos. Las perspectivas eran ingenuas: una figura humana era más grande que el rinoceronte perseguido. Pero eso parecía aumentar el encanto, y Centaine se perdió en aquella maravilla. Por fin se quedó admirando una bellísima cascada de eleótragos superpuestos, tan amorosamente representados que no se podía ignorar el lugar especial que ocupaba esa bestia en la mitología San.
H’ani, al encontrarla, se sentó en cuclillas junto a ella.
—¿Quién pintó esto? —preguntó Centaine.
Los espíritus de los San, hace mucho tiempo.
—¿No son obra de hombres?
—¡No, no! Los hombres no poseen el arte. Éstos son dibujos de los espíritus.
Conque la habilidad de los artistas se había perdido. Centaine se sintió desilusionada. Había albergado la esperanza de que la anciana fuera una de las artistas, para tener la oportunidad de verla trabajar.
—Hace mucho tiempo —repitió H’ani—, antes de lo que recuerdan mi padre o mi abuelo.
Centaine se tragó la desilusión, entregándose al deleite de aquella maravilla.
Quedaba poca luz, pero mientras la hubo avanzaron lentamente por la base del barranco, con la cabeza echada hacia atrás para admirar aquella galería de arte antiguo. En ciertos lugares la roca se había partido; en otros, las tormentas, los vientos y el tiempo habían destruido los frescos; pero en los callejones protegidos y bajo las salientes, la pintura parecía tan fresca, los colores tan vívidos como si hubieran sido pintados ese mismo día.
Con las últimas luces del día llegaron a un refugio donde otros habían acampado anteriormente, pues el hogar estaba lleno de cenizas y el barranco ennegrecido por el hollín; había un montón de leña seca, lista para su uso.
—Mañana sabremos si los espíritus siguen hostiles o si se nos permitirá proseguir —advirtió H’ani a Centaine—. Partiremos muy temprano, pues debemos llegar al sitio oculto antes de que salga el sol, mientras dure el fresco. Los guardianes se ponen inquietos y peligrosos con el calor.
—¿Qué lugar es éste? —insistió Centaine.
Una vez más, la vieja se mostró vaga y deliberadamente distraída. Repitió la palabra San que tiene los diversos significados de “lugar oculto”, “refugio oscuro” o “vagina”, y no dijo más.
Tal como H’ani se lo había advertido, iniciaron la marcha mucho antes del amanecer; los ancianos estaban silenciosos y preocupados; Centaine creyó notar que tenían miedo.
Cuando el cielo apenas comenzaba a aclararse, el sendero giró abruptamente en el barranco, entrando en un valle estrecho, en forma de cuña, donde el suelo estaba cubierto de plantas tan abundantes que debía de haber agua buena debajo de la superficie. El sendero estaba borroso; por lo visto, nadie pasaba por allí desde hacía meses o años. Había que agacharse para pasar bajo las ramas entrelazadas y franquear ramas caídas o brotes nuevos. En los barrancos, muy arriba, Centaine distinguió los nidos de los buitres.
—El Sitio de Toda la Vida —dijo H’ani, viendo su interés por esas aves—. Toda criatura nacida aquí es especial y lleva la bendición de los espíritus. Hasta los pájaros parecen saberlo.
Los altos barrancos se cerraron sobre ellos al estrecharse el valle. Por fin, el sendero terminó contra la roca, en el ángulo donde el valle se estrechaba del todo, y el cielo quedó oculto.
O' wa, de pie ante la pared, cantó con su áspera voz fantasmal:
—Deseamos entrar en vuestro sitio más secreto, Espíritus de todas las Criaturas, Espíritus de Nuestro Clan. Abridnos el paso. —Tendió los brazos, suplicante—. Quieran los guardianes del pasaje dejarnos cruzar. Bajó los brazos y dio un paso hacia la roca negra, desapareciendo de la vista. Centaine ahogó una exclamación de alarma y quiso dar un paso hacia delante, pero H’ani le tocó el brazo para retenerla.
—Ahora hay mucho peligro, Niña Nam. Si los guardianes nos rechazan, moriremos. No corras, no agites los brazos. Camina lentamente pero con decisión, y pide la bendición de los espíritus mientras cruces.
H’ani le soltó el brazo y entró en la roca, siguiendo a su esposo. Centaine vaciló por un momento. Estuvo a punto de girar en redondo, pero al fin la vencieron la curiosidad y el miedo a la soledad. Lentamente, entró en la pared por donde H’ani había desaparecido. Sólo entonces vio la abertura; una estrecha grieta vertical, de anchura apenas suficiente para permitirle pasar de costado.
Más allá del estrecho portal se detuvo para acostumbrar la vista a la penumbra. Estaba en un túnel oscuro y largo. Notó de inmediato que era una abertura natural, pues las paredes no estaban trabajadas por herramientas; además, había ramas laterales y huecos a bastante altura. Oyó el susurro de los pies descalzos que precedían sobre el suelo rocoso. Y también otro ruido. Un murmullo grave, como el mar oído desde lejos.
—Síguenos, Niña Nam. No te alejes.
La voz de H’ani flotó hasta ella y Centaine se adelantó con lentitud, mirando fijamente las sombras, tratando de descubrir de dónde provenía ese murmullo vibrante.
En la penumbra, sobre ella, vio formas extrañas, como los hongos que crecen en los troncos de los árboles secos o las alas múltiples de las mariposas. Colgaban tan bajo que era preciso agacharse para esquivarlas. Y entonces, con un súbito escalofrío, descubrió de qué se trataba.
La caverna era una enorme colmena. Esas estructuras eran los panales, tan grandes que cada uno contendría cientos de litros de miel. Por fin distinguió a los insectos que zumbaban sobre los panales, centelleando a la luz escasa, y recordó lo que' Michael le había contado sobre las abejas africanas.
—Son más grandes y más negras que las de aquí, y tan crueles que las he visto matar a un búfalo a aguijonazos.
Siguió a las siluetas diminutas que la precedían, atreviéndose apenas a respirar, con la piel erizada esperando el primer dardo ardiente, obligándose a no correr. Los insectos venenosos estaban agrupados a pocos centímetros de su cabeza y el coro zumbante pareció elevarse hasta ensordecerla.
—Por aquí, Niña Nam. No tengas miedo. Si temes, el pequeño pueblo alado olerá tu miedo —advirtió Hani, suavemente.
Una abeja se posó en la mejilla de Centaine.
Levantó la mano, por instinto, para quitársela, pero contuvo el movimiento con un esfuerzo. La abeja le hizo cosquillas en la cara hasta el labio superior. Entonces se le posó otra en el antebrazo levantado.
La miró, horrorizada. Era enorme, negra como el carbón, con anillos dorados en el abdomen. Las alas estaban cerradas como hojas de navaja; los ojos múltiples chisporroteaban a la luz escasa.
—Por favor, abejita, por favor… —susurró Centaine.
El insecto arqueó el lomo. Desde el abdomen asomó la punta del aguijón, una aguja de color rojo oscuro.
—Por favor, déjame pasar con mi bebé.
La abeja curvó su cuerpo y el aguijón tocó la piel suave de la articulación. Centaine se puso tensa. Sabía que al dolor de la picadura seguiría el olor dulzón de veneno, que enloquecería al vasto enjambre. Se imaginó sepultada bajo una alfombra viviente, retorciéndose en el suelo de la caverna, muriendo de la forma más espeluznante.
—Por favor —susurró—, deja que mi bebé nazca en tus sitios secretos y te honraremos por todos los días de nuestra vida.
La abeja retrajo el aguijón palpitante y ejecutó una intrincada danza sobre el brazo, entre giros, reverencias y contragiros. Por fin, con un mercúrico golpe de alas, salió disparada.
Centaine siguió lentamente. Hacia delante vio el nimbo dorado de una luz reflejada. El insecto que tenía en la cara le caminó por los labios, impidiéndole hablar. Pero rezó en silencio:
“Aunque camine por el valle de las sombras, por favor, abejita, déjame pasar, te lo pido por mi bebé.”
Hubo un zumbido áspero y la abeja pasó como un relámpago ante sus ojos: una mota dorada. Aunque todavía le escocía la piel al recordar sus patitas ásperas, mantuvo los brazos apretados a los flancos y siguió caminando con paso mesurado. Pareció tardar una eternidad en llegar al extremo del túnel y salir por él, a la temprana luz del amanecer. Las piernas se le doblaron como reacción al pánico. Hubiera caído de no sostenerla O' wa.
—Ahora estás a salvo. Los guardianes nos han permitido entrar en el lugar sagrado.
Las palabras la hicieron reaccionar. Aunque todavía temblaba y su respiración era trabajosa.
Centaine miró en derredor.
Habían pasado a una concavidad oculta en el corazón de la montaña, un anfiteatro de redondez perfecta cavado en la roca. Las paredes caían a pico decenas de metros, con un lustre satánico, como si hubieran sido quemadas por el estallido de una caldera. Pero por encima estaba el cielo abierto.
El profundo cuenco de roca debía medir un kilómetro y medio en su parte más ancha. A esa hora del día, la luz del sol aún no había llegado al suelo, y los bosquecillos que los cubrían estaban frescos de rocío. Centaine los notó parecidos a olivos, por las hojas claras y la fruta amarillo rojiza que pendía de las ramas abiertas. El suelo del valle formaba una suave concavidad, alfombrada de fruta caída.
H’ani recogió una y se la ofreció.
—Mongongo, muy bueno.
Centaine le dio un mordisco y soltó una exclamación, pues sus dientes acababan de chocar dolorosamente con el gran hueso. Había sólo una fina capa de pulpa alrededor, pero era gustosa como la de los dátiles, aunque no tan dulce.
Desde las ramas alzó ruidoso vuelo una bandada de palomas verdes, regordetas. Centaine notó entonces que el valle hervía de pájaros y pequeños animales, que se daban un festín con las frutas de los mongongos.
—El Sitio de Toda la Vida —susurró, hechizada por aquella extraña belleza, por el agudo contraste entre los acantilados desnudos y ese fondo suavemente boscoso.
O’wa apretó el paso por el tosco sendero que llevaba al centro del cuenco. Centaine, al seguirlo, distinguió una pequeña colina de negra roca volcánica, entre los árboles. Era simétrica y cónica; se elevaba en el centro exacto del anfiteatro.
La colina en sí, como el fondo del valle, estaba muy cubierta de bosques; el pasto y los mongongos crecían profusamente en las rocas negras. Una manada de monos de cara negra parloteaba desde los árboles, agachando amenazadoramente la cabeza entre muecas de alarma.
Cuando Centaine y H’ani alcanzaron a O' wa, lo encontraron de pie frente a una sombría abertura, en el flanco de la colina. Parecía la entrada a una mina pero Centaine, al mirar mejor, notó que el suelo de la mina descendía en un leve ángulo. Empujó a O’wa para ver mejor, pero el anciano la cogió del brazo.
—No te apresures, Niña Nam. Debemos hacer los preparativos como corresponde.
Y se la llevó suavemente.
Algo más adelante había un antiguo campamento San entre las rocas protectoras. Los empajados de los albergues se habían derrumbado con el paso del tiempo. O’wa los quemó por completo, sabiendo que las chozas deshabitadas están llenas de serpientes y sabandijas, y las dos mujeres los reconstruyeron con ramas tiernas y hierbas recién cortadas.
—Tengo hambre —dijo Centaine, recordando que no había comido desde la noche anterior.
—Ven.
H’ani la condujo al bosquecillo, donde llenaron sus mochilas con la fruta caída. Ya en el campamento, le mostró cómo desprender la capa exterior de la pulpa y partir el hueso entre dos piedras planas. La semilla parecía una almendra seca. Comieron unas cuantas, para calmar lo peor del hambre. Tenían gusto a nuez.
—Las comeremos de muchos modos diferentes —prometió H’ani— y de cada modo tendrán un gusto diferente: asadas, molidas con hojas, hervidas como pan de maíz… Serán nuestro único alimento en este sitio, donde matar está prohibido.
Mientras preparaba la comida, O’wa regresó al campamento con una brazada de raíces recién desenterradas y se apartó para prepararlas en soledad.
Comieron antes del oscurecer. Las nueces resultaron inesperadamente satisfactorias. En cuanto tuvo el estómago lleno, los esfuerzos realizados durante el día y las tensiones vividas hicieron su efecto. Apenas pudo llegar a rastras hasta su refugio.
Despertó descansada y con cierta sensación de su entusiasmo que no hubiera podido explicar. Los San ya estaban ocupados alrededor del fuego. En cuanto estuvo con ellos, O' wa, henchido de expectativa nerviosa y de importancia, les dijo:
—Ahora debemos prepararnos para descender al más secreto de todos los lugares. ¿Te avienes a la purificación, anciana abuela? Por lo visto, era una pregunta formal.
—Me avengo, anciano abuelo. —H’ani dio una suave palmada de aquiescencia.
—¿Te avienes a la purificación, Niña Nam? —Me avengo, anciano abuelo.
Centaine imitó el gesto. O’wa con un ademán afirmativo,
sacó un cuerno de su cinturón. Tenía la punta perforada y estaba lleno de raíces y hierbas picadas: las mismas que había recogido la tarde anterior.
Tomó una brasa encendida del fuego, con los dedos, y la dejó caer en la abertura del cuerno. Soplando sobre él hizo elevar una voluta de humo azul, al arder las hierbas lentamente.
En cuanto la pipa estuvo bien encendida, el viejo se levantó para ponerse detrás de las dos mujeres sentadas. Aplicó la boca al extremo perforado del cuerno y aspiró con fuerza; luego soltó el humo hacia ella. Era acre y muy desagradable; dejó un gusto amargo en la garganta de Centaine, que murmuró una protesta y comenzó a levantarse; pero H’ani la obligó a sentarse de un tirón. O’wa seguía aspirando y exhalando el humo. Al cabo de un rato, a Centaine le resultó menos ofensivo. Se relajó recostada contra Hani, que la rodeó con un brazo. Lentamente, la muchacha fue percibiendo un maravilloso bienestar. Sentía el cuerpo ligero como el de un pájaro, como si pudiera flotar hacia arriba con las espirales de humo azul.
—¡Oh, H’ani, me siento tan bien! —susurró.
El aire, en derredor, parecía chisporrotear de tan claro; su visión se aclaró, magnificándose a tal punto que veía cada grieta en los acantilados circundantes, y los bosquecillos parecían hechos de cristales verdes.
Se dio cuenta de que O’wa estaba arrodillado frente a ella y le sonrió, soñadora. Le estaba ofreciendo algo, con ambas manos extendidas.
—Es para el niño —le dijo. Su voz parecía venir desde muy lejos y despertaba ecos extraños en sus oídos—. Es la esterilla del parto. Debería haberla hecho el padre, pero eso no pudo ser. Toma, Niña Nam: tómala y da a la luz un valiente varón sobre ella.
O’wa se inclinó hacia delante, poniendo el regalo sobre su falda. Ella tardó largos segundos en notar que era la piel del antílope en la cual O’wa había trabajado tanto tiempo, con tanta dedicación. La desplegó con exagerada cautela; el cuerpo había sido raspado y curtido hasta tener la maleabilidad de una tela fina. Cuando la acarició, el pelaje era como satén.
—Gracias, anciano abuelo. —Su propia voz llegó como desde lejos, con extrañas reverberaciones.
—Es para el niño —repitió él, y succionó la pipa de cuerno.
—Para el niño, sí.
La cabeza de Centaine pareció flotar, libre de su cuerpo.
O’wa exhaló una bocanada de humo azul contra su cara y ella no hizo esfuerzo alguno para evitarlo; por el contrario, se inclinó hacia delante para mirarlo a los ojos. Las pupilas del anciano se habían reducido a puntos negros centelleantes; los iris tenían el color del ámbar oscuro, con un diseño de líneas negras rodeando las pupilas. La hipnotizaban.
—Por el bien del niño, que la paz de este lugar entre en tu alma-dijo O’wa, a través del humo.
Y Centaine sintió que así era.
—Paz —murmuró.
Y en el centro de su ser percibió una extraña quietud, una calma monumental.
Tiempo, espacio y luz blanca se entremezclaron, convirtiéndose en una sola cosa. Sentada en el centro del universo, sonreía serenamente. Oyó que O’wa cantaba, muy lejos, y se meció suavemente, siguiendo el ritmo; sentía al niño muy dentro de sí, acurrucado. De pronto, de un modo increíble, sintió latir aquel diminuto corazón, como el de un pájaro atrapado, y la maravilla la envolvió toda.
—Hemos venido a purificarnos —cantó O’wa—. Hemos venido a lavar toda ofensa, hemos venido a pagar…
Centaine sintió que la mano de H’ani se deslizaba en la de ella como un frágil animal, y giró lentamente la cabeza para sonreír a aquel rostro amado.
—Ya es hora, Niña Nam. Centaine cargó sobre los hombros la piel del antílope. No hacía falta esfuerzo alguno para levantarse. Flotaba sobre la tierra, con la mano de H’ani aferrando la suya.
Llegaron a la abertura en el flanco de la colina y, aunque era oscura y empinada, ella se adelantó sonriendo, sin sentir bajo los pies la áspera roca volcánica. El pasillo descendía por una breve distancia antes de nivelarse, formando una caverna natural. Por allí siguieron a O’wa.
La luz se filtraba desde la entrada y desde varias aberturas de la cúpula. El aire era húmedo y caliente. Las nubes de vapor se elevaban suavemente desde la superficie de un estanque circular, que colmaba la caverna de lado a lado. La superficie de agua de color verde burbujeaba, con un fuerte olor a azufre.
O’wa dejó caer su taparrabo y se adentró en el agua. Le llegaba a la rodilla, pero a medida que caminaba se fue sumergiendo hasta que sólo le quedó la cabeza fuera. H’ani lo siguió, también desnuda. Centaine puso a un lado la piel del antílope y dejó caer su falda.
El agua estaba caliente; casi quemaba. Era una fuente termal. Pero Centaine no se sintió incómoda. Avanzó un poco más antes de ponerse lentamente de rodillas, para que el agua le llegara al mentón. El fondo era de grava y guijarros ásperos. Su cuerpo se empapó en el frío calor de las aguas, arremolinadas a su alrededor tras burbujear desde lo más profundo de la tierra.
Oyó que O’wa cantaba con suavidad, pero las nubes de vapor se cerraron en derredor.
—Queremos pagar. Deseamos se nos perdonen nuestras ofensas a los Espíritus…
Centaine vio que se iba formando una silueta en las nubes de vapor: un fantasma oscuro, insustancial.
—¿Quién eres? —preguntó, en un murmullo.
La silueta se hizo más firme. Entonces reconoció los ojos (las otras facciones eran borrosas): eran los del viejo marinero a quien ella había sacrificado ante el tiburón.
—Por favor —susurró—, perdóname. Era por mi bebé. Por favor, perdona mi pecado.
Por un momento le pareció ver cierta comprensión en esos ojos viejos y tristes. Luego la imagen se desvaneció en los bancos de vapor, para ser remplazada por otros: una multitud de recuerdos y criaturas de sueños. A todos les habló.
—Oh, papá, si yo hubiera sido más fuerte, si hubiera podido llenar el sitio de mamá…
Oyó las voces de los San, que saludaban a sus propios fantasmas, a sus propios recuerdos. O’wa volvía a cazar con sus hijos varones. H’ani veía a sus bebés, a sus nietos, y los arrullaba con amor y pesar.
—Oh, Michael… —Sus ojos eran de un azul maravilloso—. Te amaré siempre, sí. Oh, sí. Nuestro hijo llevará tu nombre. Te lo prometo, mi amor; llevará tu nombre.
No hubiera podido decir cuánto tiempo pasó en el estanque, pero gradualmente se evaporaron las fantasías y los fantasmas. Entonces sintió las manos de H’ani que la conducía al borde rocoso. El agua caliente parecía haberla dejado sin fuerzas. Su cuerpo relucía, muy rosado, y ya no quedaba en su piel polvo del desierto. Sentía las rodillas débiles y gomosas.
H’ani envolvió su cuerpo mojado con la piel de antílope y la ayudó a ascender el pasaje rocoso hasta la superficie. Ya había caído la noche. La luna tenía el brillo suficiente para arrojar sombras entre sus pies. H’ani la condujo hasta el tosco refugio y la envolvió en el cuero.
—Los Espíritus han perdonado —susurró—. Están complacidos porque hemos hecho el viaje. Han enviado a mis bebés para que me saludaran y me lo dijeran. Puedes dormir en paz, Niña Nam: ya no hay ofensas. Somos bienvenidos aquí.
Centaine despertó confusa, sin saber qué le estaba pasando; ni siquiera estaba segura de dónde estaba. En los primeros segundos creyó que estaba otra vez en la alcoba de Mort Homme, con Anna junto a su lecho. Entonces cobró conciencia de la áspera hierba y de la dura tierra donde estaba tendida, olió el cuero crudo que la cubría. Y de inmediato volvió el dolor. Era como si una garra se cerrara sobre la parte inferior de su cuerpo, con uñas crueles, estrujándola.
Gritó involuntariamente y se dobló en dos, apretándose el vientre.
Con el dolor volvió precipitadamente la realidad. Su mente quedó clara y despejada, tras las alucinaciones del día anterior. Comprendió, instintivamente, que la inmersión en las aguas del estanque y el humo de las drogas habían precipitado el parto.
—¡H’ani! —llamó.
La anciana se materializó, saliendo de la penumbra gris.
—¡Ya ha comenzado!
H’ani la ayudó a levantarse y recogió la piel de antílope.
—Ven —susurró—. Debemos ir adonde podamos estar solas.
H’ani debía de haber elegido el sitio con anticipación, pues… llevó a la muchacha directamente hasta una depresión del terreno, a poca distancia del campamento, pero oculto de él por un bosquecillo de mongongos. Extendió la piel bajo un árbol grande y, sobre ella acomodó a Centaine. Se arrodilló para quitarle la raída falda de lona; luego, con dedos rápidos y fuertes, efectuó un examen breve, pero completo. Por fin se sentó sobre los talones.
—Pronto, Niña Nam, muy pronto.
Sonreía, feliz, pero la respuesta de Centaine fue interrumpida por otra contracción.
—¡Ah, el niño está impaciente! —asintió H’ani.
Pasada la contracción, Centaine quedó tendida, jadeante; pero apenas había recobrado el aliento cuando volvió a ponerse tensa.
—¡Oh, H’ani, cógeme la mano, por favor! ¡Por favor!
Algo estalló dentro de su cuerpo. Un líquido caliente brotó de ella, mojándole las piernas.
—Ya está muy cerca —le aseguró Hani.
Centaine lanzó un grito.
—Ahora.
H’ani tiró de ella para sentarla, pero la muchacha se dejó caer.
—Ya viene, H’ani.
—¡Levántate! —le espetó la anciana—. ¡Ahora debes ayudarlo! Levántate. No ayudas al bebé si te quedas tendida.
La obligó a ponerse en cuclillas, con las rodillas y los pies bien abiertos, en la posición natural para evacuar.
—Sujétate del árbol —le indicó, apresuradamente—. ¡Así!
Y guió las manos de Centaine por la corteza áspera. Centaine, gimiendo, apretó la frente contra el tronco.
—¡Ahora! —H’ani se arrodilló detrás de ella, rodeándole el cuerpo con los brazos flacos.
—¡Oh, H’ani…! —se elevó, penetrante, el grito de Centaine.
—¡Sí! Yo te ayudaré a empujar. —En el momento en que la muchacha empujaba, instintivamente, ella oprimió el brazo ¡Empuja, Niña Nam, más! ¡Más!
Los músculos de la joven se abultaron, endureciéndose como bandas de hierro. Sentía un enorme bloqueo dentro de sí. Aferrada al árbol, forcejeó gimiendo, hasta sentir que la obstrucción se movía un poquito antes de volver a atascarse.
—¡H’ani! —gritó.
Y los brazos flacos se cerraron en torno de ella; la anciana gimió acompañándola, en tanto empujaban juntas. El cuerpo desnudo de la anciana se apretó a la espalda arqueada de Centaine, y ella sintió fluir la fuerza de aquella carne vieja y marchita, como una corriente eléctrica.
—Otra vez, Niña Nam —gritó la anciana—. Está cerca, muy cerca. ¡Ahora! ¡Fuerza, Niña Nam, mucha fuerza!
Centaine empujó con toda su energía y su voluntad, apretando los dientes casi hasta romperlos; los ojos se le abultaron en las órbitas. De pronto sintió que algo se desgarraba, produciéndole una quemadura punzante. A pesar del dolor, halló fuerzas para otra fuerte convulsión. Lo atascado volvió a moverse. Hubo un deslizamiento, una liberación. Algo enorme, increíblemente pesado, salió de ella. En el mismo instante, la mano de H’ani pasó entre sus nalgas, para guiar, proteger y dar la bienvenida.
El dolor pasó, como en una bendición, dejándola estremecida y cubierta de sudor, pero vacía, por fin vacía, como si le hubieran arrancado las vísceras.
H’ani dejó de estrecharla, y Centaine se sujetó del tronco, entre profundas aspiraciones. En eso sintió que algo caliente, mojado y resbaladizo se movía entre sus pies. Se apartó cautelosamente del árbol para mirar. De ella pendía un revoltijo de tubos carnosos, centelleantes; unido a ellos, envuelto en sus recodos, yacía el niño, en un charco de fluido sanguinolento, sobre la piel de antílope.
Era pequeño. La sorprendió tanta pequeñez. Pero los miembros se estiraban en espasmódicos gestos. La cabecita estaba cubierta de una densa gorra de rizos negros, empapados, pegados al cráneo.
Las manos de H’ani, desde atrás, levantaron al bebé, poniéndolo fuera de su vista. De inmediato, Centaine sintió una devastadora soledad… pero estaba demasiado débil para protestar. Percibió un leve tironeo del cordón umbilical, en tanto maniobraba con el niño. De pronto, un grito furioso que le llegó al corazón.
La risa de H’ani se unió a coro con los coléricos bramidos. Centaine no había oído nunca una carcajada tan inequívocamente jubilosa.
—Oh, Niña Nam, escúchalo. ¡Ruge como un cachorro de león!
La muchacha se volvió, con el estorbo de las sogas carnosas que colgaban de su propio cuerpo, ligándola todavía al infante. El niño pataleaba entre las manos de H’ani, mojado y desafiante, enrojecido de furia, con los ojos hinchados y cerrados con fuerza. Pero la boca rosada, sin dientes, se abría de par en par para expresar su indignación.
—¿Varón, H’ani? —preguntó Centaine, jadeante.
—¡Oh, sí! ¡Ya lo creo! ¡Varón!
Con la punta del índice, la viejecita hizo cosquillas en el pene diminuto, que se levantó tiesamente, como para respaldar el enojo, liberando un poderoso chorro de orina.
—¡Mira, mira! —H’ani se ahogaba de risa—. ¡Se mea en el mundo! Todos los espíritus de este lugar son testigos de que acaba de nacer un verdadero cachorro de león.
Y ofreció el bebé pataleante a la madre.
—Límpiale los ojos y la nariz —ordenó. Como una gata, Centaine, sin necesidad de más instrucciones, lamió el moco de los párpados hinchados, la nariz y la boca. Luego H’ani dio vuelta, con familiar experiencia, y ató el cordón umbilical con las suaves fibras interiores del mongongo, antes de cortarlo con un rápido golpe de su cuchillo de hueso. Envolvió el extremo de la tripa en las hojas medicinales del membrillo silvestre y lo sostuvo en su sitio con una banda de cuero crudo.
Sentada en la piel del antílope, en un charco de sangre y fluidos amnióticos, Centaine observó su obra con ojos brillantes.
—¡Ahora! —asintió la anciana, con mucha satisfacción, Ya está listo para el pecho.
Y lo puso en el regazo de la madre.
Sólo hizo falta una presentación muy somera entre los dos. H’ani apretó el pezón de Centaine y tocó los labios del infante con la punta mojada. El niño se prendió a ella como una sanguijuela, con un rítmico ruido de succión. Por algunos momentos, Centaine se sorprendió de las súbitas contracciones de su vientre, pero eso quedó olvidado ante la maravilla y el misterio de examinar aquel triunfo.
Desplegó suavemente el puño diminuto, asombrándose de la perfección de cada dedo, de las uñas perladas, no más grandes que un grano de arroz; cuando le apretó un dedo, con sorprendente fuerza, también le apretó el corazón. Ella acarició el pelo oscuro, húmedo, que al secarse brotaba en bucles. La llenaba de un respeto religioso ver el pulso bajo la fina membrana que cubría la abertura del cráneo.
El niño dejó de mamar y quedó quieto en sus brazos; así pudo apartarlo del pecho para examinarle la cara. Sonreía. Descontando los párpados hinchados, tenía las facciones bien formadas, no aplastadas y gomosas como las de otros recién nacidos. La frente era amplia; la nariz, grande. Pensó en Michael. Pero no, era más arrogante que la nariz de Michael. Y entonces recordó al general Sean Courtney.
—¡Eso! —exclamó, riendo—. ¡Es la auténtica nariz de los Courtney!
El bebé se puso rígido y expulsó aire; un reguero de leche le goteó por la comisura de la boca. De inmediato volvió a buscar el pecho, exigente, moviendo la cabeza de un lado a otro. Centaine lo pasó al otro brazo y guió el pezón hasta su boca abierta.
H’ani, arrodillada frente a ella, trabajaba entre sus rodillas. Centaine se mordió el labio, con una mueca de dolor, al salir la placenta. La anciana la envolvió en las hojas de una planta, la ató con corteza y correteó con el envoltorio hacia el interior del bosquecillo.
Al regresar encontró al niño dormido en el regazo de su madre, con las piernas abiertas y el vientre tenso como un globo.
—Si lo permites, voy a buscar a O' wa —sugirió—. Seguramente ha oído los gritos del parto.
—Oh, sí, tráelo pronto.
Centaine se había olvidado del anciano; le encantaba la oportunidad de exhibir su maravillosa adquisición.
O’wa apareció tímidamente y se sentó a poca distancia, con la acostumbrada falta de temeridad masculina ante el femenino misterio del nacimiento.
—Acércate, anciano abuelo —lo alentó la muchacha. Él se acercó, de rodillas, y miró al niño dormido con aire solemne.
—¿Qué te parece? —preguntó la joven—. ¿Será cazador? ¿Un cazador hábil y valiente como O’wa?
O’wa lanzó dos pequeños chasquidos que reservaba para aquellas raras ocasiones en que no encontraba palabras para expresarse. Su rostro era una telaraña de arrugas, como las de un pequinés preocupado. De pronto, el niño dio una fuerte patada y gritó en su sueño. El anciano se disolvió en risitas incontrolables.
—Ya creía que jamás volvería a ver eso —jadeó.
Tímidamente, alargó una mano para coger el piesecito rosado.
Cuando el niño volvió a patear, para él fue demasiado. Se levantó de un salto y comenzó a bailar en derredor de la piel de antílope. H’ani se dominó durante tres vueltas, pero al fin también ella se levantó para bailar con su esposo, siguiéndolo con las manos en las caderas, saltando cuando él saltaba, meneando su prominente trasero y cantando el estribillo a las alabanzas del marido.
Sus flechas volarán hasta las estrellas y cuando los hombres digan su nombre desde allá se oirá…
Y H’ani intervenía con el estribillo.
Y hallará agua buena,
dondequiera que vaya hallará agua buena.
O’wa, chillando, sacudió las piernas y los hombros.
Su vista brillante divisará la presa cuando los demás estén ciegos.
Sin esfuerzo seguirá el rastro sobre el suelo rocoso.
Y hallará agua buena, en todo campamento hallará agua buena…
Las doncellas más bonitas sonreirán e irán de puntillas hasta su fogata, por la noche.
Y H’ani reiteraba:
Y hallará agua buena,
dondequiera que vaya hallará agua buena.
Estaban dando su bendición al niño, deseándole todos los tesoros del pueblo San. Centaine sintió que el corazón se le partía de amor por ellos y por el bultito rosado que tenía en el regazo. Cuando al fin los viejos ya no pudieron bailar y cantar, se arrodillaron frente a ella.
—Como bisabuelos del niño, nos gustaría darle un nombre —explicó H’ani, tímida—. ¿Está permitido?
—Habla, anciana abuela. Habla, anciano abuelo.
H’ani miró a su esposo, que le hizo una señal de aliento.
—Llamaremos al niño Shasa.
Las lágrimas escocieron en los párpados de la joven, al comprender el gran honor que estaban haciendo a su hijo: le daban el nombre del elemento más precioso, más vital del universo San.
—Shasa. Agua Buena.
Centaine parpadeó para alejar las lágrimas y les sonrió.
—Doy a este niño el nombre de Michael Shasa de Thiry Courtney —dijo, suavemente.
Y cada uno de los viejos estiró la mano, por turno, para tocar los ojos y la boca del niño, a manera de bendición.
Las aguas sulfurosas y mineralizadas del estanque subterráneo poseían cualidades extraordinarias. Todos los mediodías, y al atardecer, Centaine se remojaba en su calor, y el modo en que las señales del parto iban desapareciendo era casi milagroso. Estaban en estupendo estado físico, por supuesto, sin un gramo de grasa superflua; el cuerpo fuerte de Shasa y la facilidad del alumbramiento eran su consecuencia directa. Más aún, los San, que consideraban el parto como un proceso natural y rutinario, no la mimaban ni la alentaban a comportarse como una inválida.
Sus músculos jóvenes, elásticos y bien ejercitados, recobraron velozmente las fuerzas y la resistencia. Como la piel no se le había estirado mucho, le quedó libre de estrías, y el vientre se recogió muy pronto, hasta devolverle el perfil de galgo. Sólo sus pechos estaban hinchados y duros, por lo copioso de su leche. Shasa se atracaba de ella y crecía como una planta desértica después de la lluvia.
Una vez más allí, estaban el estanque y sus aguas.
—Es extraño —le dijo H’ani—, pero las madres que beben estas aguas mientras amamantan siempre crían niños de huesos duros como rocas y dientes que brillan como marfil pulido. Es una de las bendiciones de los espíritus que custodian este lugar.
A mediodía, el sol pasaba por una de las aberturas de la caverna, en un sólido cono de luz. A Centaine le encantaba regodearse en él, moviéndose a través del estanque para seguirlo, sin perder su mágico círculo de luz.
Metida hasta la barbilla en el agua verde, escuchaba los resoplidos y las quejas de Shasa, mientras dormía. Lo había en vuelto en la piel de antílope para dejarlo junto al estanque, donde pudiera verlo con sólo girar la cabeza.
El fondo del estanque estaba cubierto de grava y guijarros. Recogió un puñado para mirarlos a la luz del sol, con placer especial, pues eran extraños y bellos. Había ágatas venosas, pulidas por el agua como si fueran huevos de golondrina, piedras de un suave azul, con líneas rojas, rosadas o amarillas, jaspes y coralinas en tonos de borgoña, ónices negros y ojos de tigre.
—Voy a hacer un collar para H’ani. ¡Un regalo de parte de Shasa!
Comenzó a recolectar las piedras más bonitas y con las formas más interesantes.
—Necesito una pieza central para el collar —decidió.
Revisó puñados de grava, examinándola a la luz del sol hasta hallar exactamente lo que estaba buscando.
Era una piedra incolora, clara como el agua; pero cuando captaba la luz solar contenía un arco iris cautivo, un fuego interno que ardía con todos los colores del espectro. Centaine pasó una hora larga, perezosa, haciendo girar lentamente el guijarro bajo el rayo de sol, contemplando con deleite sus maravillosas cascadas de luz. La piedra no era grande, no más que la fruta madura del mongongo, pero se trataba de un cristal multifacético simétrico, perfecto para ocupar el centro del collar.
Diseñó el collar de H’ani con infinito cuidado, dedicándole muchas horas mientras Shasa mamaba; cambió la disposición de sus guijarros hasta lograr el orden que más le gustaba. Pero aun entonces no estuvo del todo satisfecha, pues la piedra central incolora, tan chisporroteante y regular, hacía que las otras parecieran opacas y poco interesantes.
Aun así comenzó a experimentar con el modo de enhebrar los guijarros. Allí tropezó inmediatamente con problemas. Uno o dos eran tan blandos que, con persistentes esfuerzos y muchos punzones de hueso gastados, logró finalmente perforarlos. Otros, quebradizos, se hicieron añicos. Otros eran demasiado duros. El cristal centelleante, sobre todo, resistió a todos sus esfuerzos. Después de romper diez o doce herramientas de hueso por trabajar con él, permanecía absolutamente intacto.