—Perdón —jadeó—. No sabía que…
—No importa, muchacho, ten cuidado. —El hombre de la balsa la había tomado por uno de los grumetes—. A ver, cógete de mi mano.
Centaine, forcejeando frenéticamente, asió unos dedos tendidos y se aferró de ellos.
—Despacio.
Pataleó con fuerza, en tanto el hombre tiraba de ella para subirla por el plano inclinado, resbaladizo por la pintura. Por fin su mano libre halló de dónde aferrarse. Quedó tendida boca abajo en aquella cubierta agitada, inestable. Súbitamente se sentía demasiado débil y aterida para levantar siquiera la cabeza.
Estaba fuera de aquellas aguas mortales.
—¿Estás bien, hijo?
Su salvador se había tendido junto a ella.
—Estoy bien. —Sintió el contacto de una mano en la espalda.
—Ah, tienes chaleco, qué bien. Usa las cintas para atarte a este puntal. A ver, deja que te enseñe.
Ató a Centaine a un saliente que había ante ella.
—He hecho un nudo corredizo. Si zozobramos, tira de esta punta, ¿ves?
—Sí, gracias. Muchas gracias.
—Deja eso para después, muchacho.
El hombre apoyó la cabeza en los brazos y ambos siguieron así, tendidos, empapados, temblando en el inestable navío.
Sin volver a hablar, sin siquiera ver sino las siluetas difusas en la oscuridad, pronto aprendieron a equilibrar la balsa entre ambos, con coordinados y sutiles movimientos. El viento era cada vez más cruel y el mar también se embravecía, pero consiguieron mantener el lado alto de la balsa hacia delante, para que sólo de vez en cuando rompiera alguna ola contra ellos.
Al cabo de un rato Centaine cayó en un sueño agotador, tan profundo que era casi comatoso. Despertó a la luz del día: una luz opaca y gris, en un mundo de aguas grises y nubes grises, amenazadoras. Su compañero estaba en cuclillas sobre la insegura cubierta, observándola con gran atención.
—La señorita Sol —dijo, en cuanto ella abrió los ojos—. No me imaginé que era usted cuando la subí a bordo, anoche.
Ella se incorporó rápidamente. El diminuto navío se meció bajo ellos de un modo peligroso.
—Despacio, bonita, despacio. —El hombre alargó una mano deformada para sujetarla. En el antebrazo tenía tatuada una sirena—. Me llamo Ernie, señorita. Marinero Ernie Simpson. La he reconocido enseguida, claro. Todo el mundo conoce a bordo a la señorita Sol.
Era flaco y viejo; el pelo gris estaba pegado por la sal a su frente; su cara parecía una uva pasa, pero su sonrisa era amable, a pesar de los dientes amarillos y torcidos.
—¿Qué ha sido de los otros, Ernie? —Centaine miró en derredor, frenética, comprendiendo nuevamente lo horrible de su situación.
—Se fueron con Davy Jones, casi todos.
—¿Quién es Davy Jones?
—Quiero decir que se ahogaron. Malditos los hunos que hicieron esto.
La noche había ocultado a los ojos de Centaine lo pavoroso de aquella situación. La realidad visible en ese momento era infinitamente peor que cuanto había imaginado. Cuando caían en el valle de las olas se veían empequeñecidos por las paredes de agua; al ascender en las crestas, el panorama era tan solitario que acobardaba. No había sino agua y cielo; ni un bote, ni un nadador, ni siquiera un ave marina.
—Estamos completamente solos —susurró—. Touts seuls.
—Anímese, bonita. Estamos vivitos y coleando, y eso es lo que cuenta.
Mientras ella dormía, Ernie se había mantenido ocupado recogiendo algunos restos del naufragio. Había tras la balsa un gran trozo de lona y, en derredor, pedazos de cuerda de cáñamo. Flotaba como un monstruoso pulpo de tentáculos laxos.
—La lona de un bote —explicó Ernie, viendo su interés—, y algunas otras porquerías, con su perdón, señorita. Nunca se sabe qué puede hacer falta.
Había reunido su colección de fragmentos con trozos de soga sacados de la lona y, mientras hablaba con Centaine, iba abriendo los fragmentos de cuerda para unirlos en un solo trozo.
—Tengo sed —susurró Centaine, pues la sal le había quemado la boca, dejándole los labios calientes.
—Piense en otra cosa —le aconsejó el marinero—. A ver si puede ayudarme con esto. ¿Sabe empalmar?
La muchacha sacudió la cabeza. Aquel hombre le caía simpático.
—Es fácil, bonita. Venga, le enseñaré. ¡Mire!
Ernie tenía una navaja de bolsillo atada al cinturón; con el punzón de la parte trasera estaba abriendo las fibras.
—Una por una, como una serpiente en su agujero, ¡vea!
Centaine aprendió de inmediato, y el trabajo la ayudó a no pensar en la horrible situación.
—¿Sabe dónde estamos, Ernie?
—No soy navegante, señorita Sol, pero estamos al oeste de la costa africana. No sé a qué distancia, pero por allá anda el África.
—Ayer, en la medición del mediodía, estábamos a ciento sesenta y cinco kilómetros de la costa.
—Seguro que tiene razón. Yo sólo sé que la corriente nos ayuda y el viento también. —Volvió la cara hacia el cielo—. Si pudiéramos poner una vela…
—¿Tiene algo pensado, Ernie?
—Siempre tengo algo pensado, señorita, aunque no siempre tengo éxito, para serle franco. —La miró con una gran sonrisa—. Pero antes vamos a terminar con esta soga.
En cuanto tuvieron seis metros de soga montada, el marinero le entregó la navaja.
—Átesela a la cintura, bonita. Eso es. No es cuestión de perderla, ¿no?
Se deslizó por el costado de la balsa para nadar como un perrito hasta los restos del naufragio que se arrastraban. Mientras Centaine tiraba y empujaba, siguiendo sus indicaciones, lograron poner en posición dos de los palos rescatados y los ataron bien con la soga de cáñamo.
—Botalones —explicó Ernie, escupiendo agua salada—. Lo aprendí de los nativos de Hawai.
La balsa había quedado estabilizada. Ernie volvió a bordo.
—Ahora podemos pensar en la vela.
Les costó cuatro intentos fallidos enarbolar un mástil y armar una vela con la lona del bote.
—No ganaremos la Copa de América, bonita, pero estamos avanzando. Mire la estela.
Iban dejando una estela perezosa y grasienta tras el torpe navío. Ernie ajustó la vela con cuidado.
—Dos nudos, cuanto menos —calculó—. Muy bien, señorita Sol. Usted es de las buenas. Yo solo no hubiera podido con todo esto. —Estaba encaramado en la proa, dirigiendo la balsa con un trozo de tablón a manera de timón—. Ahora acomódese y descanse un rato Vamos a tener que turnarnos.
El resto de ese día, el viento llegó a ráfagas. Dos veces les derribó el tosco mástil. En cada ocasión, Ernie tuvo que meterse en el agua para recobrarlo. El esfuerzo requerido para levantar el pesado botalón y la lona mojada, ponerlos en su sitio y atarlos otra vez, dejó a Centaine débil y exhausta.
Al caer la noche, los vientos se moderaron, estabilizándose desde el Sudoeste. Las nubes, al abrirse, les permitieron ver las estrellas.
—Estoy deshecho. Tendrá que ocuparse del timón, señorita Sol.
Ernie le enseñó a manejar el timón, al que la balsa respondía renuente.
—Aquella estrella roja se llama Antares. Esa que tiene una estrellita blanca a cada lado, justo como un marinero de permiso con una novia a cada brazo, con el perdón de usted, señorita Sol. Bueno, si apunta siempre hacia Antares, todo irá bien.
El viejo marinero se acurrucó a sus pies, como un perro amigo, mientras ella, en cuclillas a popa, sostenía el tosco timón bajo un brazo. El oleaje amainó con el viento; el paso por las aguas parecía acelerarse. Al mirar hacia atrás vio la fosforescencia verde de la estela que dejaban. Contempló la roja y gigantesca Antares, con sus dos consortes, que iba ascendiendo la negra cortina del cielo. Y como se sentía solitaria, asustada, pensó en Anna.
—Mi querida Anna, ¿dónde estás? ¿Vives aún? ¿Llegaste a uno de los botes o también tú estás aferrada a algún resto del naufragio, aguardando el dictamen del mar?
Tanto echaba de menos el consuelo de su vieja niñera, que se sintió a punto de convertirse en una niña; hubiera querido sentarse en el regazo de Anna y ocultar la cara en su vasto seno. Habría sido fácil tenderse junto a Ernie y no esforzarse más. Sollozó en voz alta.
El llanto la sobresaltó. De pronto se enfureció consigo misma y con su propia debilidad. Al limpiarse las lágrimas con los dedos, sintió el crujido de la sal seca en las pestañas. Deliberadamente, cambió su furia de destinatario, apartándola de sí para arrojarla contra el destino que tanto la maltrataba.
—¿Por qué? —preguntó a la estrella roja—. ¿Qué he hecho para que me trates así? ¿Me estás castigando? Michael, mi padre, Nuage y Anna, todo lo que amaba. ¿Por qué me haces esto?
Interrumpió el pensamiento, horrorizada por lo cerca que estaba de la blasfemia. Temblando de frío, apoyó la mano libre sobre el vientre, buscando alguna señal de vida, dentro de su cuerpo: algún bulto, algún movimiento. Ante la desilusión, el enojo volvió con toda su fuerza y una especie de desafío salvaje.
—Voy a hacer un juramento. Tal como he sido maltratada implacablemente, así lucharé yo por sobrevivir. Sea Dios o diablo, tú me has asignado esto. Y te juro que voy a soportarlo, y que mi hijo lo soportará conmigo.
Estaba delirando. Se dio cuenta, pero no importaba. Se había incorporado sobre las rodillas y sacudía el puño hacia la estrella roja, desafiante, colérica.
—¡Ven! —la retó—. ¡Empéñate en contra de mí y terminemos de una vez!
Si esperaban un trueno y un relámpago, no los hubo; sólo el ruido del viento en el tosco mástil y el roce de la vela, más el burbujeo de la estela bajo la popa de la embarcación. Centaine volvió a sentarse sobre los talones y, aferrada al timón, apuntó lúgubremente la balsa hacia el Este.
Con la primera luz del día apareció un pájaro, que se entretuvo un momento sobrevolando la cabeza de la muchacha. Era pequeño, del color gris azulado de los fusiles y alas bellamente cinceladas. Su grito sonaba suave y solitario.
—Despierte, Ernie —gritó Centaine.
El esfuerzo le partió los labios hinchados; una gota de sangre le corrió por el mentón. Tenía el interior de la boca seco; la sed era algo brillante y ardoroso.
Ernie se incorporó trabajosamente para mirar en derredor, aturdido. Parecía haberse encogido durante la noche; tenía los labios escamados, blancos, incrustados de sal.
—¡Mire, Ernie! ¡Un pájaro! —murmuró Centaine, aunque le sangraban los labios.
—Un pájaro —repitió el marino, levantando la mirada. Hay tierra cerca.
El ave se alejó volando a baja altura sobre el agua, hasta perderse de vista contra el mar gris.
Al mediar la mañana, Centaine señaló hacia delante. Tenía la boca y los labios tan secos que no podía hablar. Un objeto oscuro, enredado, flotaba delante de la balsa, ondulando sus tentáculos como un monstruo de las profundidades.
—¡Algas marinas! —susurró Ernie.
Cuando estuvieron lo bastante cerca, las levantó con el timón para arrastrar ese pesado colchón vegetal junto a la balsa.
El tallo del agua era grueso como un brazo de hombre; medía cinco metros de longitud y en su extremo había un denso montón de hojas. Obviamente, la tormenta la había arrancado de las rocas.
El marinero, gimiendo suavemente de sed, cortó parte del grueso tallo. Bajo el pellejo gomoso había una sección pulposa y, en el interior, una cámara de aire. Ernie retiró la pulpa con su navaja de bolsillo y puso un puñado de esa materia en la boca de Centaine. Chorreaba savia. Su gusto era fuerte y desagradable, a yodo y a pimienta, pero Centaine dejó que el líquido le corriera por la garganta, en un susurro de deleite. Tomaron con avidez el jugo de las algas y escupieron la fibra. Después de descansar un rato, la fuerza volvió a surgir en sus cuerpos.
Ernie volvió a coger el timón y guió la balsa siguiendo el viento. Las nubes de tormenta se habían alejado; el sol les calentó la piel, secándoles la ropa. Al principio levantaron la cabeza hacia aquella caricia, pero pronto se les hizo opresiva; entonces trataron de rehuirlo acurrucándose a la sombra diminuta de la vela.
Cuando el sol llegó al cenit quedaron totalmente expuestos a su fuerza, que les secó la humedad del cuerpo. Exprimieron un poco más del jugo de algas, pero esa vez el sabor desagradable dio náuseas a Centaine; si vomitaba perdería gran parte de sus preciosos fluidos. Sólo podían beber el jugo de las algas en dosis pequeñas.
Con la espalda apoyada contra el mástil, la muchacha contemplaba el horizonte: un gran anillo de aguas amenazadoras que los rodeaba sin brechas, salvo en el Este, donde pendía sobre el mar una línea de nubes sombrías.
Le llevó casi una hora notar que, a pesar del viento, la nube no había cambiado de forma. Por el contrario, parecía haberse afirmado y estaba un poquito más alta. Hasta se podían distinguir pequeñísimas irregularidades: picos y valles que no cambiaban su formación, como ocurre con las nubes comunes.
—Ernie —susurró—, Ernie, mire esas nubes.
El viejo parpadeó y se incorporó lentamente. De su garganta empezó a brotar un suave gemido, y Centaine comprendió que era de júbilo.
Se incorporó junto a él y, por primera vez, contempló el continente africano.
África se levantaba desde el mar con tentadora deliberación. Después, casi con timidez, se envolvió en la túnica aterciopelada de la noche y retrocedió una vez más.
La balsa siguió avanzando suavemente en las horas de oscuridad, sin que ellos durmieran. Al fin, el cielo comenzó a suavizarse al Oeste, con el centelleo de la aurora. Las estrellas palidecieron y, ante ellos, se levantaron las grandes dunas purpúreas del desierto de Namibi.
—¡Qué bella es! —exclamó Centaine.
—Es una tierra dura y feroz, señorita —le advirtió Ernie.
—Pero tan bella…
Las dunas eran esculturas en tonos malva y violeta; cuando los primeros rayos del sol tocaron las cimas, ardieron en rojo, oro y bronce.
—Hay bellezas y bellezas —murmuró Ernie—. A mí denme las praderas verdes y al diablo con el resto, si me perdona la expresión, señorita.
Las aves marinas venían en largas formaciones desde el continente, volando a tal altura que el sol las doraba. El oleaje suspiraba y gruñía en las playas, como la respiración de una tierra dormida. El viento, que se mantuvo tanto tiempo firme desde atrás, palpó la tierra y se desvió, volcando la pequeña vela. El mástil cayó por la borda, en un enredo de lona y sogas. Ambos se miraron, fastidiados. La tierra estaba tan cerca que casi parecía posible tocarla, pero se verían obligados a la cansada operación de reinstalar el palo. Ninguno de los dos tenía fuerzas para esta nueva empresa.
Por fin, Ernie desató sin decir palabra la correa de su navaja y la entregó a Centaine, que la sujetó a su propia cintura, mientras el viejo volvía a sumergirse para llegar hasta el extremo del mástil. Todos los nudos se habían hinchado en el agua; tuvo que utilizar el punzón de la navaja para desatarlos.
Mientras recogía las sogas, Ernie preguntó:
—¿Está lista, bonita?
—Lista.
Se levantó, manteniendo un equilibrio incierto en la sacudida balsa, sujetando la soga que servía de guía a la punta del mástil, dispuesta a ayudar a Ernie para levantarlo.
Entonces algo se movió tras la cabeza bamboleante del viejo. Centaine, petrificada, levantó la mano para hacerse sombra a los ojos, extrañada por la rara forma de ese objeto. Nadaba a poca profundidad en la verde corriente, y el sol de la mañana le arrancaba destellos metálicos. Pero no era metal; parecía un oscuro terciopelo. Tenía forma de vela, como el barquito de un niño.
—¿Qué pasa, bonita?
Ernie había notado su expresión intrigada.
—No sé. Algo extraño viene hacia nosotros, ¡muy veloz!
Ernie giró la cabeza.
—¿Dónde? No veo… —En ese momento, una ola levantó la balsa en alto—. ¡Dios nos salve! —gritó Ernie, y braceó con todas sus fuerzas, desgarrando el agua en un torpe frenesí, tratando de alcanzar la balsa.
—¿Qué es?
—¡Ayúdeme a salir! —El marinero tragó agua, sofocado por la espuma que él mismo levantaba—. ¡Es un tiburón enorme!
La palabra paralizó a Centaine, que clavó una mirada de petrificado horror en la bestia. Otra ola acababa de levantarla; el ángulo de la luz, al cambiar, atravesó la superficie y lo alumbró como un reflector. El tiburón tenía un hermoso color azul pizarra, manchado por las movedizas sombras de la superficie, y era inmenso, mucho más largo que la diminuta balsa; el lomo era más ancho que los toneles de coñac de Mort Homme. La doble hoja de la cola, fustigante, lo ayudaba a avanzar, irresistiblemente atraído por los forcejeos del hombre.
Centaine retrocedió con un grito.
Los ojos del tiburón tenían un tono dorado, gatuno, y pupilas con forma de pala.
—¡Ayúdeme! —gritó Ernie, que había llegado al borde de la balsa y estaba tratando de subir a bordo.
Con sus pataleos, la balsa se sacudió con fuerza, inclinada hacia él. La muchacha cayó de rodillas, lo aferró por la muñeca y tiró hacia atrás, con toda la fuerza de su terror. Ernie pudo subir la mitad del cuerpo a la balsa, pero las piernas aún pendían por el costado.
El tiburón pareció saltar del agua; el lomo elevado lanzaba destellos azules; la aleta sobresalía como el hacha de un verdugo. En algún libro, Centaine había leído que los tiburones giran sobre el lomo para atacar; por eso no estaba preparada para lo que sucedió.
El gran animal retrocedió, y la ranura de su boca pareció cobrar el volumen al abrirse. Las hileras de colmillos parecían púas de puercoespín. Las mandíbulas se proyectaron y, de inmediato, se cerraron sobre las piernas pataleantes de Ernie. Centaine oyó claramente el chirriar de los dientes serrados sobre el hueso. Luego el tiburón retrocedió, arrastrando a Ernie consigo.
Centaine, que no había soltado la muñeca del hombre, se vio arrojada de rodillas y comenzó a deslizarse por la cubierta mojada. La balsa escoró peligrosamente bajo el peso de ambos y los tirones del tiburón prendido a las piernas de Ernie.
La muchacha vio por un instante la cabeza del animal bajo la superficie. El ojo la miraba con un salvajismo insondable, antes que la membrana nictitante se deslizara en un guiño sardónico. Muy lentamente, la bestia giró en el agua, con el peso irresistible de un tranco enorme, aplicando una presión demoledora a las mandíbulas aún cerradas sobre las piernas del hombre. Centaine oyó que los huesos se partían como el ruido de las ramas verdes. Los tirones cesaron tan súbitamente que la balsa dio un tumbo, como un péndulo enloquecido, en dirección opuesta.
Ella cayó hacia atrás, sin haber soltado el brazo de Ernie y lo arrastró consigo, subiéndolo a la balsa. Seguía pataleando, pero ambas piernas estaban grotescamente cortadas: le habían sido amputadas pocos centímetros por debajo de las rodillas, y los muñones sobresalían de los pantalones desgarrados. No era un corte limpio: varias cintas de carne y piel desgarrada se agitaban con los movimientos del marinero; la sangre era una fuente luminosa bajo el sol.
Ernie giró sobre sí para sentarse en la tabla sacudida, con la vista fija en sus piernas.
—Oh, madre santa, ayúdame —gimió—. Soy hombre muerto.
La sangre brotaba a chorros por las arterias abiertas, formando arroyuelos sobre la superficie blanca, para caer al mar, manchándolo de un pardo nuboso. Parecía humo en el agua.
—¡Mis piernas! —Ernie se aferró la carne herida, pero la sangre siguió brotando entre los dedos—. ¡He perdido las piernas! El diablo se ha llevado mis piernas.
Casi debajo de la balsa se produjo un enorme remolino. La aleta oscura y triangular partió la superficie del agua descolorida.
—¡Olfatea la sangre! —gritó el marinero—. ¡No se da por contento, el diablo! Ya podemos darnos por muertos.
El tiburón giró sobre un costado, mostrando el vientre nevado y las grandes mandíbulas antes de acercarse, con majestuosos vaivenes de la cola. El olor y el gusto de la sangre lo enfurecieron; las aguas se agitaban con sus fuertes movimientos bajo la superficie. En esa ocasión se dirigió directamente a la parte baja de la balsa.
Se produjo un fuerte golpe: el animal había golpeado la superficie inferior de la tabla con el lomo. Centaine se vio arrojada de espaldas por la fuerza del impacto y tuvo que aferrarse a la balsa con todas sus fuerzas.
—Está tratando de darnos la vuelta —gritó Ernie.
La muchacha no había visto tanta sangre en toda su vida. No parecía posible que ese cuerpo flaco y viejo tuviera tanta. Y aún seguía brotando de los muñones. El tiburón giró en redondo y volvió. Una vez más los levantó un fuerte golpe de carne elástica contra las tablas. La balsa vaciló, a punto de zozobrar, pero volvió a nivelarse y quedó flotando como un corcho.
—No va a renunciar —sollozó Ernie, débilmente—. Ahí vuelve.
La cabeza azul del animal emergió del agua. Sus mandíbulas se cerraron contra la madera, enganchando en ella sus largos colmillos blancos. Allí quedó prendido.
Parecía mirar directamente a Centaine, que yacía sobre el vientre, aferrada a los salientes con ambas manos. Era como un monstruoso cerdo azul que olfateara la frágil materia de la pequeña embarcación. Una vez más, parpadeó (aquella membrana era lo más aterrorizante que Centaine viera jamás) y comenzó a sacudir la cabeza, sin soltar el costado mordido. Los ocupantes de la balsa se sacudieron de un lado a otro.
—¡Por Dios, va a agarrarnos!
Ernie se apartó a la rastra de aquella cabeza enorme.
—¡No va a parar hasta que nos tenga!
Centaine se levantó de un salto, con el equilibrio de una acróbata; cogió el grueso madero que servía de timón y lo levantó sobre su cabeza. Después, con todas sus fuerzas, lo descargó contra el hocico del tiburón. El golpe le sacudió los brazos hasta el hombro. Lo repitió una y otra vez pero el timón rebotaba como sobre goma, sin marcar siquiera aquel pellejo como de lija azul; el tiburón no parecía sentirlo.
Siguió mascando el costado de la balsa, sacudiéndolo salvajemente. Centaine perdió el equilibrio y cayó casi fuera de las tablas, pero de inmediato volvió a la embarcación y, de rodillas, continuó castigando aquella cabeza enorme e invulnerable, entre sollozos. Una parte de la madera se desgarró quedando entre las fauces del tiburón y la cabeza azul se deslizó nuevamente bajo la superficie, con lo que Centaine tuvo un momento de respiro.
—¡Ahí vuelve! —gritó Ernie, débilmente—. ¡No se irá! ¡No va a renunciar!
Y en ese momento Centaine comprendió qué tenía que hacer. No podía permitirse vacilaciones. Tenía que hacerlo por el bien del bebé. Era todo lo que importaba: el hijo de Michael. Ernie estaba sentado en el borde de la balsa, con los muñones mutilados hacia delante, medio de espaldas a la muchacha.
—¡Ahí viene otra vez! —chilló.
Sus escasos cabellos grises estaban pegados al cráneo por el agua marina y la sangre diluida. El cuero cabelludo centelleaba, pálido, a través de esa fina cobertura. Delante de ellos, las aguas hirvieron ante un nuevo ataque del tiburón. Centaine vio que el bulto oscuro surgía de lo hondo, dirigiéndose nuevamente hacia la balsa.
Se levantó otra vez, con expresión espantada y los ojos llenos de horror. Sujetó con más fuerza el pesado remo de madera. El tiburón se estrelló contra el fondo de la balsa y Centaine se tambaleó, casi a punto de caer.
“Él mismo me ha dicho que era hombre muerto”, se dijo, para endurecerse.
Levantó el remo en lo alto, con la vista fija en la coronilla rosada de Ernie. Luego, con todas sus fuerzas, descargó el madero como si fuera un hacha.
El cráneo de Ernie se hundió bajo el golpe.
—Perdóneme, Ernie —sollozó, al ver caer el viejo hacia delante—. Ya estaba condenado. Y no había otro modo de salvar a mi bebé.
Aunque tenía el cráneo aplastado, giró la cabeza para mirarla. En sus ojos, ardía una emoción turbulenta. Trató de hablar; abrió la boca, pero entonces murió el fuego de sus ojos y sus miembros se estiraron, para relajarse de inmediato.
Centaine, sollozando, se arrodilló a su lado.
—Dios me perdone —susurró—, pero mi bebé debe a toda costa vivir.
El tiburón giró para regresar, alzando su aleta dorsal sobre la cubierta. La muchacha empujó el cadáver de Ernie por la borda.
El animal describió un giro. Cogió el cuerpo en sus mandíbulas y comenzó a comerlo tal como haría un mastín con su hueso. Mientras tanto, la balsa se alejó a la deriva. El tiburón y su víctima se hundieron gradualmente, desapareciendo en las aguas verdes. Centaine notó entonces que aun tenía el timón en las manos. Comenzó a usarlo como remo para llevar la balsa hacia la playa. Cada golpe la hacía sollozar. Tenía los ojos nublados. A través de las lágrimas vio los bancos de algas que danzaban y, más allá, el oleaje que se deslizaba sobre una playa de arenas cobrizas. Remó con abnegado frenesí; un borde de la corriente empujaba la balsa, ayudándola. Ya se podía ver el fondo, los diseños ondulados de la arena sacudida por el mar, a través del agua límpida.
—Gracias, oh, Dios mío, gracias, gracias —sollozaba, al ritmo del remo.
Y entonces, una vez más, experimentó el desquiciante impacto de un cuerpo enorme contra la cara inferior de la balsa. Centaine volvió a aferrarse del saliente, desesperada.
—¡Ha vuelto!
La enorme silueta manchada pasaba por debajo de la balsa, bien destacada contra el fondo de arena reluciente.
—No renuncia jamás.
Se había ganado un momentáneo respiro. El tiburón, después de devorar en cuestión de segundos el sacrificio que le fuera ofrecido, la seguía a la playa, atraído por el olor de la sangre que aún cubría las maderas de la balsa.
Giró en un círculo amplio y volvió a atacar. Esa vez el impacto fue tan terrible que la embarcación comenzó a romperse. Las planchas de madera, ya aflojadas por el duro castigo de la tormenta, se abrieron bajo los pies de Centaine. Sus piernas pasaron hacia abajo; llegó a tocar esa horrible bestia, sintió su pellejo áspero contra la suave piel de su pantorrilla. Con un grito agudo, recogió las piernas como impulsada por un resorte.
El tiburón, inexorable, giraba y giraba, pero la inclinación de la playa lo obligaba a aproximarse desde alta mar. El ataque siguiente, poderoso como fue, impulsó la balsa hacia la playa. Por uno o dos segundos, la bestia colosal quedó varada en la arena del fondo. De inmediato, con un giro y un gran chapoteo, se liberó para ir en busca de aguas más profundas, dejando al descubierto la aleta dorsal y buena parte del lomo.
Una ola golpeó la balsa, completando la destrucción. Centaine cayó al agua, entre una lluvia de tablas, lona y sogas sueltas. Tosiendo y escupiendo, se puso de pie.
Estaba hundida hasta el pecho en el agua fría. A través del agua salobre que le corría por los ojos, vio que el tiburón venía en línea recta hacia ella. Dio un grito, tratando de retroceder hacia la playa, mientras blandía el remo que no había soltado.
—¡Vete! —aulló—. ¡Vete! ¡Déjame!
El animal la golpeó con el hocico, lanzándola en el aire. Centaine cayó sobre el enorme lomo azul, que se encorvó bajo ella como el de un caballo indómito. El contacto era frío, áspero, indeciblemente asqueroso. Se vio arrojada y, de inmediato, recibió un poderoso golpe de aquella cola. Comprendió que era sólo un roce; un impacto directo le habría triturado las costillas.
El tiburón, en sus sacudidas, había removido la arena del fondo y estaba cegado, pero buscó a su presa con la boca en las aguas turbias. Las mandíbulas se golpeaban como un portón de hierro suelto en medio de un huracán, y Centaine recibió un fuerte golpe de aquella violenta cola.
Poco a poco fue subiendo por la playa inclinada. Cada vez que caía por un topetazo, se levantaba con esfuerzo, jadeando, cegada, descargando golpes con el remo. Los colmillos se cerraron sobre los gruesos pliegues de su falda, arrancándosela. De inmediato sus piernas quedaron libres, permitiéndole retroceder unos cuantos pasos más. El nivel del agua cayó por debajo de su cintura.
En ese mismo instante se retiró el oleaje y el tiburón quedó varado, de súbito impotente, privado de su elemento natural. Mientras se retorcía en la arena Centaine retrocedió, hundida hasta la rodilla en el agua que tironeaba de ella, demasiado exhausta para volverle la espalda y echar a correr. Y entonces, milagrosamente, se vio de pie sobre arena dura, por encima de la marca del agua.
Arrojó el remo y subió por la playa, tambaleándose, hacia las dunas altas. No tenía fuerzas para llegar tan lejos y cayó en la arena seca, tendida boca abajo. La arena se le adhirió como azúcar al cuerpo y a la cara. Así, laxa bajo el sol, lloró de miedo, dolor, remordimiento y alivio.
No hubiera podido decir cuánto tiempo permaneció así, pero al cabo de un rato sintió el escozor del sol en el dorso de las piernas desnudas y se incorporó lentamente. Miró hacia el borde del agua, con algo de miedo, esperando ver a la gran bestia azul varada allí, pero la marea, al ascender, debía haberla liberado, pues no quedaba rastro de ella. Entonces soltó el aliento, en un involuntario suspiro de alivio, se levantó, insegura.
Sentía el cuerpo maltrecho, aplastado, muy débil. Al bajar la vista comprobó que el pellejo abrasivo del tiburón le había dejado las pantorrillas ardiendo; en los muslos le estaban saliendo ya cardenales de color azul oscuro. Las faldas le habían sido arrancadas por el tiburón; en cuanto a los zapatos, los había perdido antes de saltar desde la cubierta del barco-hospital. Estaba desnuda, descontando la blusa empapada y la combinación de camisa y bragas. Sintió una oleada de vergüenza y miró en derredor, apresuradamente. Nunca en su vida había estado tan lejos de otra presencia humana.
“Aquí no hay nadie que pueda verme.” Por instinto se había cubierto el pubis con las manos, pero las dejó caer. En eso tocó algo que le colgaba de la cintura; era la navaja de bolsillo de Ernie, que pendía de su correa.
La cogió en la mano y miró hacia el océano. La culpa, el remordimiento volvieron a ella.
—Te debo la vida —susurró—, y la vida de mi hijo. Oh, Ernie, ojalá estuvieras todavía con nosotros.
La soledad se apoderó de ella, tan sobrecogedora que se dejó caer otra vez sobre la arena, cubriéndose la cara con las manos. El sol volvió a hacerla reaccionar. La piel comenzaba a escocerle. De inmediato volvió la sed.
“Tengo que protegerme del sol.”
Se levantó a duras penas para mirar en derredor, con más atención.
Estaba en una amplia playa amarilla, cerrada hacia atrás por dunas montañosas. La playa estaba totalmente desierta y se extendía a ambos lados, en audaces curvas, hasta el límite mismo de la vista (treinta, cuarenta y cinco kilómetros, calculó) antes de perderse en el mar. Centaine tenía ante sí la imagen viva de la desolación: no había rocas, no había ni rastro de vegetación, ni pájaros, ni animales, ni protección alguna contra el sol.
Entonces vio, en el punto de la playa donde saliera a tierra, los restos de la balsa, que giraban dando tumbos en la marea.
Combatiendo su terror al tiburón, vadeó con el agua hasta la rodilla para arrastrar la vela enredada.
A manera de falda ató a su cintura un trozo de lona, utilizando una soga de cáñamo. Luego cortó otro pedazo para cubrirse la cabeza y los hombros.
—Oh, tengo tanta sed…
De pie a la orilla del agua, contempló con ansias los bancos de algas que bailaban en la corriente. Su sed era más poderosa que el asco provocado por el jugo de la planta, pero el terror al tiburón se imponía a ambos, y les volvió la espalda.
Aunque le dolía todo el cuerpo y tenía los brazos y las piernas cubiertos de cardenales, comprendió que su mejor posibilidad consistía en iniciar la marcha, y sólo había una dirección a tomar: Ciudad de El Cabo estaba hacia el Sur. Sin embargo, más cerca estaban las ciudades alemanas de extraños nombres; las recordó con esfuerzo: Swakopmund y Lüderitzbucht. La más cercana debía estar a unos quinientos kilómetros.
Quinientos kilómetros. La enormidad de esa distancia le debilitó las piernas. Tuvo que sentarse pesadamente en la arena.
Por fin se levantó.
—No voy a pensar en lo lejos que queda. Voy a pensar que sólo falta un paso.
Se puso de pie. Todo el cuerpo le dolía por los cardenales. Comenzó a renquear a lo largo de la orilla, donde la arena estaba mojada y firme. Al cabo de un rato se le calentaron los músculos y la rigidez se evaporó, permitiéndole alargar el paso.
—¡Sólo falta un paso! —se dijo.
La soledad era una carga que la derribaría, si ella lo permitía. Levantó la barbilla y miró hacia delante.
La playa era interminable; asustaba lo invariable del panorama. Las horas que caminó parecieron no causar efecto alguno en el paisaje, y comenzó a creer que estaba en una noria: siempre las arenas interminables hacia delante, el mar sin cambios a la derecha, el muro de dunas a la izquierda y, sobre todo, el vasto azul lechoso del cielo.
—Estoy caminando de la nada a la nada —susurró.
Cuando le dolieron las plantas de los pies se sentó para examinarlas. El agua del mar le habían suavizado la piel, que la arena áspera gastaba casi hasta despellejarla. Se vendó los pies con trozos de lona y siguió marchando. El sol y el esfuerzo le manchaban la blusa de sudor. La sed se convirtió en una compañera espectral y constante.
Cuando el sol iba a medio camino por el cielo del Oeste, apareció hacia delante un promontorio rocoso. Siquiera porque cambiaba el horrible panorama, Centaine apretó el paso. Pero pronto volvió a tropezar. Un solo día de caminata la había debilitado mucho.
—Llevo tres días sin comer y no he bebido nada desde ayer…
El promontorio rocoso no parecía acercarse. Por fin tuvo que sentarse a descansar. Casi de inmediato, la sed la enfureció.
—Si no bebo algo muy pronto no podré seguir —susurró. Al mirar hacia delante, en dirección a la muralla de roca negra, irguió la espalda, incrédula. Seguramente la vista la estaba engañando. Parpadeó rápidamente y volvió a mirar.
—¡Gente! —susurró, levantándose—. ¡Es gente! Y comenzó a avanzar, a tropezones.
Estaban sentados en las rocas. Se veía el movimiento de las cabezas contra el cielo claro. Entonces, riendo en voz alta, les hizo señas.
—Son tantos… ¿no me estaré volviendo loca?
Trató de gritar, pero sólo emitió un gemido ronco.
La desilusión fue tan intensa que le causó el efecto de un golpe físico.
—Focas —susurró.
Los balidos luctuosos llegaron hasta ella, traídos por la brisa del mar.
Por un rato no creyó tener fuerzas para seguir. Pero al fin se obligó a poner un pie delante del otro y continuó la pesada marcha hacia el promontorio.
Había varios cientos tendidas en las rocas, y otro tanto chapoteando en las aguas que rompían sobre el promontorio. El viento llevó el hedor hasta Centaine. Al acercarse ella, los animales comenzaron a retirarse en dirección al mar, con ridículos movimientos de payasos. La muchacha notó que había decenas de cachorros entre ellas.
—Si al menos pudiera cazar alguno… —Apretó la navaja en la mano derecha y desplegó la hoja—. Tengo que comer cuanto antes…
Pero los líderes, ya alarmados por su proximidad, estaban deslizándose hacia el agua verde, donde sus torpes pasos se transformaron instantáneamente en milagrosa gracia.
Echó a correr, y el movimiento precipitó una oleada de cuerpos oscuros sobre las rocas. Todavía faltaban cien metros para llegar al más cercano de los animales. Era inútil. Se detuvo, jadeando débilmente, mientras la colonia escapaba hacia el mar.
De pronto se produjo una salvaje conmoción entre ellos, un coro de bramidos y gritos aterrorizados. Dos formas ágiles, oscuras, con forma de lobos, saltaron de entre las rocas, lanzándose contra la apretada colonia de focas. Al parecer, la llegada de la muchacha había distraído a los animales, dando oportunidad a otras bestias de presa. No reconoció en ellas a la hiena parda, pues sólo había visto ilustraciones de la hiena manchada, más grande y feroz.
Esos animales eran los “lobos de la playa” de los colonos holandeses; tenían el tamaño de un mastín, pero los distinguían las orejas en punta y una melena desordenada, erizada por la excitación. Sin cometer errores, eligieron a las crías más indefensas, arrancándolas del lado de sus pobres madres, y se las llevaron a rastras, esquivando sin dificultad los grotescos esfuerzos de las hembras por defender a sus hijos.
Centaine echó a correr otra vez. Al acercarse ella, las madres renunciaron, dejándose caer al oleaje desde las rocas negras. Ella tomó un garrote de entre un montón de basura acumulada por la marca alta y corrió por el extremo del promontorio, para cortar el paso a la hiena más cercana.
La bestia, entorpecida por el cachorro que llevaba a rastra, perdió la delantera, se detuvo y bajó la cabeza, en posición amenazadora. La pequeña foca sangraba copiosamente, con los colmillos clavados en la piel lustrosa, y gritaba como un bebé humano.
La hiena lanzó un gruñido feroz. Centaine se detuvo, de frente al animal, agitando el garrote.
—¡Déjalo! ¡Vete, maldita bestia! ¡Déjalo! Percibió que la hiena había quedado perpleja ante esa actitud agresiva. Aunque volvió a gruñir, retrocedió algunos pasos, agachándose protectoramente sobre su presa.
Centaine trató de hacerle bajar la cabeza, sosteniendo la mirada de esos formidables ojos amarillos, entre gritos y garrotazos al aire. De pronto, la fiera soltó al herido cachorro de foca y se lanzó directamente contra Centaine, descubriendo los colmillos. La muchacha supo por instinto que era el momento crucial: si corría, la hiena correría tras ella para atacarla.
Lo que hizo fue seguir adelante, enfrentando el ataque del animal, entre redoblados chillidos y balanceando el palo.
Por lo visto, la hiena no esperaba esa reacción y le falló el valor. Giró en redondo y corrió otra vez hacia su presa, que se retorcía; clavó los colmillos en la piel sedosa del cuello y volvió a arrastrarla, alejándose.
Al pie de Centaine había una grieta en la roca, llena de piedras redondeadas por el agua. La muchacha cogió una del tamaño de una naranja madura y la arrojó contra su enemiga. Apuntó a la cabeza, pero la pesada piedra no llegó a recorrer la distancia y golpeó a la fiera en una pata, aplastándosela contra el suelo rocoso. La hiena lanzó un chillido, dejó caer el cachorro de foca y se alejó rápidamente, renqueando con tres patas.
Centaine se adelantó corriendo y abrió la navaja. Era una muchacha de campo; había ayudado a Anna y a su padre a sacrificar animales y prepararlos para comer. Con un solo golpe misericordioso, cortó el cuello al cachorro y lo dejó sangrar. La hiena rondaba en círculos, gruñendo, indecisa y confundida por el ataque.
Centaine le arrojó varias piedras cogidas de la grieta.
Una golpeó al animal en un costado de la cabeza, haciéndola huir cincuenta pasos antes de detenerse a mirarla con odio.
Había que trabajar con rapidez. Tal como había visto hacer a Anna tantas veces, con las reses de oveja, cortó la cavidad estomacal, apuntando la hoja de modo de no tocar el saco ni las entrañas, y serruchó el cartílago que cerraba el frente de las costillas.
Con las manos ensangrentadas, siguió arrojando piedras a la hiena. Luego, cautelosamente, sacó el estómago de la pequeña foca. La necesidad del líquido era una fiebre furiosa en su interior; sentía ya que su falta amenazaba la existencia del embrión que llevaba en su vientre, pero hizo una arcada al pensar en lo que debía hacer.
“Cuando era niña —le había dicho Anna—, los pastores solían hacerlo cada vez que moría un cordero lechal.”
Levantó el pequeño estómago con las manos ahuecadas. Era amarillento y translúcido; casi le pareció ver el contenido a través de la piel. Obviamente, el cachorro había estado mamando golosamente en el momento del ataque, pues la bolita estaba llena de leche a reventar.
Centaine tragó saliva, asqueada, pero se dijo:
—Si no bebes algo, no llegarás a mañana. Morirás, y también el hijo de Michael.
Hizo una diminuta incisión en el estómago, que de inmediato dejó escapar gruesos glóbulos de cuajada. Centaine cerró los ojos, puso la boca en el agujero, obligándose a chupar esta leche cortada y caliente. Su estómago vacío dio un vuelco, ahogándola con una arcada involuntaria, pero no pudo controlarla.
La cuajada tenía un leve gusto a pescado, pero no era del todo desagradable.
Después de un rato descansó, limpiándose la sangre y el moco con el dorso de la mano. Casi podía sentir el fluido que iba empapando sus tejidos, la nueva fuerza que parecía fluir por su cuerpo exhausto.
Arrojó otra piedra a la hiena y bebió el resto de la leche cuajada. Después, cuidadosamente, abrió la bolsita vacía y la lamió hasta la última gota antes de arrojar a la hiena la membrana vacía.
—Lo voy a compartir contigo —dijo a la bestia gruñona.
Desolló la res, cortando la cabeza y los rudimentarios miembros, y los arrojó también a la hiena. El gran carnívoro parecía haberse resignado y permanecía sentado a veinte pasos, con las orejas erguidas y una expresión cómicamente expectante, a la espera de los restos que ella le arrojaba.
Cortó la carne roja en tiras largas y estrechas, que envolvió en la lona que le cubría la cabeza. Luego retrocedió, permitiendo que la hiena corriera a lamer la sangre de las rocas y a triturar el pequeño esqueleto con sus enormes mandíbulas. En la cima del promontorio, el viento y la acción del agua habían formado un pequeño saliente. Ese albergue había acogido a otras personas antes que a Centaine, pues allí encontró cenizas de una vieja hoguera. Al escarbar en el polvo; desenterró un trozo de pedernal con forma de triángulo, similar a los que buscaba con Anna en la colina, detrás del castillo de Mort Homme. Sintió una peculiar nostalgia al sostener ese trocito de pedernal en su palma mugrienta. Cuando notó que tenía demasiada lástima de sí misma, guardó el fragmento en el bolsillo de su blusa y se obligó a enfrentarse a la dura realidad, en vez de llorar por tiempos pasados en una tierra lejana.
—Fuego —dijo, examinando los palos carbonizados.
Puso sus preciosos trozos de carne sobre una piedra, a la entrada de la cueva, para que se secaran al viento, mientras ella juntaba una brazada de leña entre los desechos de la marea. La amontonó junto al antiguo hogar y trató de recordar todo lo que había leído sobre el arte de encender fuego.
—Dos palos —murmuró—. Frotarlos uno contra el otro.
El fuego era una necesidad humana tan básica, tan garantizada en su vida anterior, que su falta era una privación horrorosa.
La madera estaba impregnada de sal y humedad. Eligió dos pedazos, sin tener la menor idea del tipo de material necesario, y se dedicó a experimentar. Trabajó hasta que se despellejaron los dedos, pero no pudo sacar ni una sola chispa, ni siquiera una voluta de humo, de sus trozos de leña.
Deprimida y desanimada, se recostó contra la pared del refugio para contemplar el crepúsculo. El frío de la brisa la hizo estremecer, obligándola a envolverse más en su chal de lona. Entonces sintió el pequeño bulto de pedernal apretado contra su pecho.
Había notado que, en los últimos días, sus pezones se habían puesto muy sensibles, en tanto los pechos se hinchaban y endurecían; en ese momento se los masajeó, pensando que la gravidez le daba nuevas fuerzas. Al mirar hacia el Sur vio la estrella especial de Michael, a baja altura sobre el horizonte, donde un lúgubre océano se confundía con el cielo nocturno.
—Achernar —susurró—. Michael.
Y al decir su nombre, tocó otra vez el pedernal guardado en su bolsillo. Fue casi como si Michael se lo entregara.
Con las manos que le temblaban por la excitación, golpeó el pedernal contra la hoja de acero de la navaja, y las blancas chispas volaron hacia la oscuridad del refugio.
Sacó algunas hilachas de lona y formó con ellas una bola floja, mezclada con astillas de madera; sobre esa bola golpeó el pedernal y el acero. Aunque cada intento provocaba una lluvia de chispas, hizo falta mucho cuidado y paciencia para que, por fin, surgiera una voluta de humo de entre las hilachas. Sopló sobre ellas y logró una diminuta llama amarilla.
Asó las tiras de carne de foca sobre las brasas. Sabían a venado y a conejo, a la vez. Saboreó cada bocado y, después de comer, se untó las dolorosas ampollas producidas por el sol con un poco de grasa de foca.
Decidió guardar el resto de la carne asada para los días siguientes. Después de avivar el fuego, ajustó la lona alrededor de sus hombros y se acomodó contra la pared del refugio, con el garrote a un lado.
—Debería rezar…
Y al hacerlo se sintió muy cerca de Anna. Era como volver a ser niña, como arrodillarse junto a su cama, bajo la mirada de la niñera.
—Gracias, Dios Todopoderoso, por salvarme del mar, y gracias por la comida y la bebida que me has dado, pero…
La plegaria se arruinó; Centaine sintió contra los labios la presión de recriminaciones en vez de agradecimientos.
—Blasfemia.
Casi podía oír la voz de Anna. Se apresuró a concluir:
—Y dame, Señor, fuerzas para enfrentarme a todas las pruebas que me tengas reservadas en los días venideros. Y, por favor, dame también sabiduría para que pueda comprender tus designios al amontonar sobre mí estas tribulaciones.
Era lo más cercano a una protesta que podía arriesgar. Aún estaba tratando de hallar un final conveniente cuando se quedó dormida.
Al despertar descubrió que del fuego sólo quedaban brasas.
Al principio no pudo saber qué la había sacado de su sueño. De pronto, recordó las circunstancias, con una velocidad aterradora, y oyó el ruido de un animal grande en la oscuridad, junto a la abertura del refugio; parecía estar comiendo.
Se apresuró a amontonar leña sobre las brasas hasta levantar llama. Entonces vio la forma acechante de la hiena, y comprendió que la carne asada había desaparecido.
Sollozando de furia y frustración, cogió una rama encendida y la arrojó contra la hiena.
—¡Pedazo de bestia ladrona! —gritó.
El animal, aullando, se alejó al galope hacia la oscuridad.
La colina de focas tomaba el sol sobre las rocas, bajo su refugio.
Centaine sintió de inmediato las primeras sacudidas del hambre y la sed que traería la jornada.
Armada con dos piedras, cada una del tamaño de su puño y del garrote escogido, se arrastró con elaborada cautela por uno de los barrancos, tratando de llegar a los miembros más cercanos de la colina. Pero las focas huyeron antes de que hubiera podido recorrer la mitad de la distancia y no salieron del agua mientras ella estuvo a la vista.
Frustrada y con hambre, volvió al refugio. En la roca, junto al hogar, había manchas blancas de grasa endurecida. Aplastó un poco de carbón, reduciéndolo a polvo, y lo mezcló con la grasa en la palma de la mano. Después se untó cuidadosamente con la pasta negra la punta de la nariz y las mejillas, zonas expuestas que el sol le había quemado el día anterior.
Por fin echó un vistazo en derredor. Tenía consigo el cuchillo y el trozo de pedernal, el garrote y la capucha de lona: todas sus posesiones terrenales. Sin embargo, le costaba abandonar el refugio que, por algunas horas, le sirviera de hogar. Tuvo que hacer un esfuerzo para bajar a la playa e iniciar la marcha hacia el Sur, por ese paisaje amenazante en su monotonía.
Esa noche no tuvo refugio ni leña. No había comida, no había nada para beber. Envuelta en su trozo de lona, se tendió sobre la arena dura, bajo las dunas. Durante toda la noche, el viento frío la llenó de arena. Al amanecer tenía las pestañas llenas de partículas chispeantes, el pelo apelmazado de sal y arena. El frío,
los cardenales y el cansancio muscular la habían dejado tan tiesa que dio los primeros pasos renqueando como una anciana, con el garrote como bastón. Al calentarse los músculos, la rigidez pasó, pero comprendió que su debilidad iba en aumento. Al elevarse el sol, la sed se convirtió en un mudo grito dentro de su cuerpo. Se le hinchaban los labios, resquebrajándose; la lengua parecía untada de una saliva gomosa que no podía tragar.
Se arrodilló al borde del agua para lavarse la cara; mojó el chal de lona y sus escasas vestiduras y, de algún modo, resistió la tentación de tragar un sorbo de esa fresca y clara agua marina.
El alivio fue sólo momentáneo. Cuando el agua se le secó sobre la piel, los cristales salitrosos le escocieron en las quemaduras del sol, quemándole los labios resecos. Su piel parecía estirarse como pergamino. La sed era una obsesión.
Al mediar la tarde, bien hacia delante, vio algunas formas negras que se movían. Con la mano a modo de visera echó un vistazo esperanzada. Las motas se convirtieron en cuatro grandes gaviotas, de pechos blancos y lomos negros, que peleaban con los picos abiertos por un trozo de algo arrojado a la playa por las olas.
Cuando Centaine se acercó, las aves extendieron las alas y abandonaron la presa en disputa. Era un gran pez muerto, ya mutilado por las gaviotas. Centaine, con renovadas fuerzas, recorrió los últimos pasos y se dejó caer de rodillas.
Levantó el pescado con ambas manos, pero de inmediato volvió a dejarlo caer, con una arcada, limpiándose las manos con la falda de lona. Estaba podrido; se le habían hundido los dedos en la carne blanca, putrefacta.
Se alejó arrastrándose. Abrazada a sus rodillas, siguió mirando ese trozo de carroña maloliente, tratando de dominar la sed.
Requirió de todo su coraje para volver a él. Mirando hacia otro lado para evitar el hedor, cortó un pedazo de esa carne blanca y se lo puso en la boca. Aquella corrupción enfermiza, dulzona, le revolvió el estómago, pero lo mascó con cuidado, sorbiendo los jugos de la podredumbre, y escupió la carne pulposa. Luego cortó otro pedazo.
Aunque asqueada, tanto por su propia degradación como por la carne podrida, siguió succionando los jugos hasta calcular que había tragado una taza de ellos. Entonces descansó un rato. Los fluidos la fortalecieron gradualmente. Se sentía con más energías; ya podría seguir andando. Caminó por el agua, tratando de quitarse el hedor del pescado podrido de las manos y los labios, pero el gusto se le quedó en la boca.
Muy poco antes del oscurecer le atacó una nueva oleada de debilidad. Cayó en la arena, cubierta por un súbito sudor helado. Un calambre, como una espada hundida en su vientre, la dobló en dos. Eructó. El gusto del pescado podrido le llenó la boca y la nariz. Un vómito cálido, maloliente, le subió por la garganta. Le desesperó ver tal cantidad de sus fluidos vitales perdidos en la arena, pero no pudo contener otro vómito ni la contracción explosiva de la diarrea.
—Estoy envenenada.
Cayó en la arena, retorciéndose, presa de espasmos, mientras su cuerpo se purgaba involuntariamente de los jugos tóxicos. Cuando el ataque pasó ya había oscurecido. Se quitó la prenda interior, que había ensuciado y la arrojó lejos de si. Después se arrastró dolorosamente hasta el mar para lavarse el cuerpo y la cara. Se enjuagó la boca para quitarse el gusto del vómito y la podredumbre, dispuesta a pagar con más sed el momentáneo alivio de tener la boca limpia.
Por fin, siempre arrastrándose a cuatro patas, subió hasta la arena seca y se tendió en la oscuridad, temblando de frío para esperar la muerte.
En un principio, Garry Courtney se vio tan envuelto en los preparativos de la expedición que no tuvo tiempo para sopesar las posibilidades de éxito. Le bastaba estar representando el papel de hombre de acción. Como todos los románticos, había soñado en muchas ocasiones con actuar de ese modo. En ese momento en que se le presentaba la oportunidad, la aprovechaba con un frenesí de abnegado esfuerzo.
En los largos meses transcurridos desde la llegada del telegrama oficial. (Ese lacónico mensaje: “Su Majestad lamenta informarle que su hijo, el capitán Michael Courtney, ha muerto en acción”), la existencia de Garry había sido un vacío oscuro, sin finalidad ni dirección. Después, como un milagro, llegó el segundo telegrama, firmado por su gemelo: “Viuda de Michael, embarazada, ha quedado sin hogar ni familia por guerra. Dispongo pasaje en primer barco que zarpe rumbo Ciudad de El Cabo. Favor esperarla y cuidar de ella. Contesta urgente. Va carta. Sean.”
Un nuevo sol se había alzado en su vida. Cuando también ése, a su vez, fue cruelmente extinguido en las despiadadas aguas de la Corriente de Bengala, Garry comprendió instintivamente que no podía dejarse arrojar a la noche oscura de la desesperación por la razón y la realidad. Tenía que creer, tenía que apartar todo cálculo para aferrarse, sin pensar, a la remota posibilidad de que la esposa de Michael y su hijo por nacer hubieran sobrevivido al mar y al desierto, y de que estuvieran esperando el rescate. Y el único modo de conseguirlo era remplazar el razonamiento por una actividad febril, por inútil que pareciera.
Cuando eso fallara, podía recurrir a las ilimitadas reservas de Anna Stok, con su fe implacable, sólida como roca.
Los dos llegaron a Windhoek, la antigua capital de África sudoccidental, tomada por los británicos dos años antes. El coronel John Wickenham los esperaba en la estación en su papel de gobernador militar del territorio.
El saludo de Wickenham fue tímido. Había recibido una serie de telegramas, en los últimos días; entre ellos, uno del general Jannie Smuts y otro del Primer Ministro, general Louis Botha; todos le daban instrucciones de ofrecer al visitante la mayor cooperación.
Eso sólo no hubiera justificado su respeto. El coronel Garrick Courtney había sido beneficiado con la más alta condecoración al valor; su libro El enemigo huidizo, sobre la guerra anglo-bóer, era lectura obligatoria en el colegio al que Wickenham había asistido; por otra parte, la influencia política y financiera de los hermanos Courtney era legendaria.
—Permítame expresarle mis condolencias por su pérdida, coronel Courtney —le dijo, en cuanto se estrecharon la mano.
—Muy amable de su parte.
Garry se sentía impostor cada vez que lo llamaban “coronel”. Invariablemente, experimentaba la necesidad de explicar que había sido sólo un nombramiento temporal, con un regimiento irregular, en una guerra concluida casi veinte años antes. Para disimular su intranquilidad, se volvió hacia Anna, que permanecía muy tiesa a su lado, con su sombrero de corcho y su larga falda de calicó.
—Quiero presentarle a Mevrou Stok —dijo, hablando en afrikaans para que la mujer comprendiera.
Wickenham lo imitó de inmediato.
—Mevrou Stok era pasajera del Protea Castle; es una de las sobrevivientes recogidas por el Inflexible.
Wickenham emitió un silbido de simpatía.
—Qué experiencia tan desagradable. —Y se volvió hacia Garry—. Permítame asegurarle, coronel, que será un placer prestarle toda la ayuda posible.
Anna respondió por él.
—Necesitamos vehículos a motor, muchos vehículos a motor, y hombres que nos ayuden. ¡Pronto, muy pronto!
Para encabezar la marcha contaban con un “Ford T”, cuyo negro de fábrica había sido remplazado por un pálido color arena. A pesar de su frágil aspecto, resultaría formidable para andar por el desierto, capaz de cruzar arenales que hubieran tragado a un vehículo más pesado. Su único punto débil era una tendencia a recalentarse, enviando un chorro de preciosa agua sobre el conductor y los pasajeros que ocuparan la cabina abierta.
Para las provisiones, Wickenham les facilitó cuatro camiones “Austin”, cada uno capaz de llevar media tonelada, y un quinto vehículo, modificado en los talleres del ferrocarril donde había sido transformado en tanque, con capacidad para doscientos litros de agua. Cada uno de los vehículos iba conducido por un cabo y un ayudante.
Como Anna aplastaba con firmeza cualquier tendencia de Garry a retrasarse y eliminaba rudamente las objeciones prácticas de los expertos, el convoy quedó listo para partir a las treinta y seis horas de su llegada. Habían pasado catorce días desde el hundimiento del Protea Castle.
Salieron con gran estruendo de la ciudad dormida a las cuatro de la madrugada. Los camiones iban cargados de equipo, combustible y provisiones, los pasajeros, bien abrigados contra el aire frío de las tierras altas. Tomaron la carretera que circulaba por detrás del ferrocarril, hasta la ciudad costera de Swakopmund, a trescientos kilómetros de distancia.
Las ruedas de los carros habían cavado huellas tan profundas que las cubiertas no podían salir de ellas, salvo en las partes rocosas, donde las dobles zanjas se convertían en callejones sembrados de piedras. Subieron laboriosamente por esos pasos desiguales, obligados a detenerse inesperadamente para reparar un neumático o remplazar una pieza rota. En catorce horas de viaje demoledor, descendieron mil doscientos metros.
Por fin llegaron a las llanuras de la costa, cubierta de maleza y corrieron por ellas a la entusiasta velocidad de treinta y seis kilómetros por hora, dejando tras ellos una larga nube de polvo, como humareda de pastos verdes.
La ciudad de Swakopmund era un asombroso toque bávaro transportado al desierto africano; ni siquiera faltaba la arquitectura al estilo Selva Negra ni el largo muelle alargado hacia el mar.
La polvorienta caravana bajó por la calle principal; era un domingo al mediodía. Había una banda alemana tocando en los jardines de la gobernación, pero los músicos perdieron el ritmo y quedaron en silencio al detenerse el convoy de Garry frente al hotel. El susto era comprensible, pues las paredes del edificio aún presentaban las huellas dejadas por la metralla de la última invasión británica.
Tras el polvo y el calor del desierto, la cerveza local fue como la resurrección en el Valhalla.
—Vuelva a llenarlos, tabernero-ordenó Garry, disfrutando de la camaradería masculina feliz por haber llevado a su grupo hasta allí, sano y salvo.
Los hombres se apretaron a la barra de teca y le sonrieron, con los vasos levantados.
—Mijnheer!
Anna acababa de concluir sus someras abluciones y estaba en el vano de la puerta, con sus musculosos brazos en jarras y la cara ya inflamada por el sol y el viento, adoptando una lenta expresión de furia.
—¡Mijnheer, está perdiendo tiempo! Garry se apresuró a reunir a los hombres.
—Vamos, camaradas, tenemos mucho que hacer. Sigamos.
Para entonces, a nadie le quedaban dudas de quién detentaba la verdadera autoridad en esa expedición. Todo el mundo se tragó la cerveza apresuradamente y salió al sol, secándose la espuma de los labios, sin poder levantar los ojos ante Anna.
Mientras los hombres cargaban combustible y agua, recolocaban los bultos aflojados y ejecutaban las tareas de mantenimiento y reparación, Garry fue a hacer averiguaciones en la Comisaría.
El sargento estaba avisado de su llegada.
—Lo siento mucho, coronel, pero no lo esperábamos hasta dentro de tres o cuatro días. Si hubiera sabido… —Estaba ansioso por serle útil—. Nadie sabe mucho de esas tierras —agregó, mirando hacia la ventana, con un estremecimiento involuntario—, pero tengo a un hombre que le puede servir de guía.
Sacó el llavero de su gancho y condujo a Garry por entre las celdas.
—¡Eh, swart donder! ¡Trueno negro! —gruñó, al abrir la cerradura de un calabozo.
Garry parpadeó al ver a su guía, que salió arrastrando los pies, malhumorado y lúgubre.
Era un hotentote con cara de villano. Su único ojo tenía una expresión malévola; el otro estaba cubierto por un parche de cuero. Olía como las cabras salvajes.
—Él conoce bien esas tierras —dijo el sargento, muy sonriente—. Allí es donde robaba los cuernos de rinoceronte y el marfil por los que va a pagar con seis años de encierro, ¿verdad, Kali Piet?
Kali Piet abrió su chaqueta de cuero y revisó el vello de su pecho, con aire pensativo.
—Si le trabaja bien, coronel, y si usted lo recomienda, tal vez salga después de sólo dos o tres años de partir piedras —explicó el sargento.
Kali Piet halló algo entre los pelos y lo trituró con las uñas de los pulgares.
—¿Y si no me trabaja bien?, preguntó Garry, vacilante. Kali significaba “malo” o “perverso” en swahili; el apodo no inspiraba mucha confianza.
—Oh, bueno —replicó el sargento, tranquilamente—. En ese caso no se moleste en devolvérnoslo. Entiérrelo por cualquier parte, donde no lo encuentren.
La actitud de Kali Piet cambió milagrosamente.
—Buen amo —gimió, en afrikaans—, conozco todos los árboles, todas las rocas, todos los granos de arena. Seré su perro.
Anna estaba esperando a Garry, ya instalada en el asiento trasero del “T”.
—¿Por qué ha tardado tanto? —le reprochó—. ¡Mi niña ya lleva dieciséis días sola en los páramos!
Garry puso a Kali Piet bajo la custodia de su hombre principal.
—Cabo —dijo, tratando de hacer una mueca sádica—, si trata de escapar, ¡mátelo!
Cuando el último tejado rojo quedó atrás, el conductor de Garry eructó suavemente y saboreó el regusto de la cerveza con una sonrisa soñadora.
—Disfrútelo —le advirtió Garry—. Queda un largo viaje hasta el próximo vaso.
El camino corría a lo largo de la playa; a la izquierda, la marea verde coronaba con plumas de avestruz las arenas amarillas. Hacia delante se extendía ese horrible litoral sin rasgos instintivos, envuelto en un mar deslumbrante.
Esa carretera era utilizada por los recolectores de algas, que las usaban como fertilizante, pero al avanzar hacia el Norte se fue haciendo cada vez menos definida, hasta desaparecer por completo.
—¿Qué hay más allá? —preguntó Garry a Kali Piet, que había sido trasladado desde el vehículo de vanguardia.
—Nada —respondió Kali Piet.
Garry nunca había percibido tanta amenaza en una palabra vulgar.
—Desde aquí en adelante, nosotros mismos abriremos la ruta —anunció, con una confianza que no sentía.
Los sesenta kilómetros siguientes les llevaron cuatro días.
Había antiguos cursos de agua, que tal vez llevaban más de un siglo secos, pero cuyas empinadas orillas estaban sembradas de cantos rodados, grandes como balas de cañón. Había planicies traicioneras en donde los vehículos se hundían inesperadamente en arena blanda, obligándolos a sacarlos a pulso. Había terrenos escabrosos; en uno de ellos, un camión volcó de costado; otro rompió un eje trasero y fue preciso abandonarlo, junto con un montón de equipaje que ya habían descubierto era superfluo.
El convoy continuó su trabajoso avance hacia el Norte. Con el calor del mediodía, el agua hervía en los radiadores; entonces avanzaban con volutas de vapor brotando de las válvulas de seguridad, y se veían obligados a detenerse cada media hora, para que los motores se enfriaran. En otros lugares había campos de piedras negras, afiladas como cuchillos, que cortaban las finas cubiertas de los neumáticos. En un solo día, Garry contó quince paradas para cambiar ruedas; por la noche, el hedor de la solución de goma pendía sobre el campamento.
Al quinto día acamparon frente al pico desnudo de la Brandberg, la Montaña Quemada, que surgía de la purpúrea niebla vespertina. Por la mañana, Kali Piet había desaparecido, llevándose un fusil y cincuenta balas, una manta, cinco botellas de agua y, como toque final, el reloj de oro y un monedero con veinte soberanos que Garry había puesto junto a su saco de dormir, por la noche.
Furioso, amenazando con dispararle en cuanto lo viera, Garry encabezó una expedición punitiva con el modelo “T”. Sin embargo, Kali Piet había elegido bien el momento; a un kilómetro y medio del campamento había entrado en una zona de colinas y valles donde ningún vehículo podría seguirlo.
—Que se vaya —ordenó Anna—. Estamos más seguros sin él, y hace veinte días que mi tesoro… —Se interrumpió—. Debemos seguir adelante, Mijnheer; que nada se interponga, nada.
La marcha se hacía más difícil día a día, y el avance más lento, más frustrante. Por fin, enfrentados a otra barrera de roca que se alzaba desde el mar como la cresta de un dinosaurio, para correr tierra adentro, mellada y centelleante bajo el sol, Garry se sintió de pronto físicamente exhausto.
“Esto es una locura —murmuró para sus adentros, de pie en la cabina de un camión, haciéndose sombra en los ojos para tratar de divisar una entrada en aquella impenetrable muralla-. Los hombres ya están hartos. Hace casi un mes que… nadie puede haber sobrevivido allá tanto tiempo, aunque hubiera podido llegar a la costa.” Le dolía el muñón de la pierna que le faltaba; cada músculo de su espalda estaba resentido, cada vértebra de su columna parecía triturada por las crueles sacudidas del terreno desigual. “¡Tenemos que regresar!”.
Bajó de la cabina, con los movimientos tiesos de los viejos, y renqueó hasta Anna, que permanecía junto al “Ford”, a la cabeza de la columna.
—Mevrou —comenzó.
Ella se volvió a mirarlo, poniéndole una manaza roja en el brazo.
—Mijnheer… —Su voz era grave. Cuando sonrió, las protestas de Garry se acallaron y él pensó, no por primera vez, que si descontaba lo rojizo de su cara y las severas arrugas de la frente, esa mujer era bastante bonita. Tenía una mandíbula fuerte y decidida, dientes blancos y regulares y, en sus ojos, una suavidad que él nunca le había notado—. Mijnheer, estaba pensando que pocos hombres hubieran podido traernos hasta aquí. Sin usted, habríamos fallado. —Le apretó el brazo—. Yo sabía que usted era muy sabio, que había escrito muchos libros, pero ahora sé también que es fuerte y decidido, que elimina cuanto se le interpone en el paso.
Y volvió a estrecharle el brazo. Su mano era cálida y fuerte. Garry descubrió que disfrutaba con ese contacto. Enderezó los hombros y se echó el sombrero hacia delante, en un ángulo garboso. La espalda ya no le dolía tanto. Anna volvió a sonreír.
—Iré a pie por las rocas, con un grupo. Debemos revisar la costa, metro a metro, mientras usted conduce al convoy por tierra. Así encontraremos otro paso.
Tuvieron que adentrarse seis kilómetros por tierra antes de hallar una ruta precaria por entre las rocas; así pudieron volver hacia el océano.
Cuando Garry vio la silueta distante de Anna, que avanzaba virilmente por la playa lejana, con el grupo detrás, sintió un inesperado alivio; sólo entonces comprendió lo mucho que le había extrañado en aquellas pocas horas.
Por la noche, los dos se sentaron con la espalda apoyada contra el “Ford T”, a comer carne en conserva y galletas, que hicieron bajar con café fuerte, endulzado con leche condensada. Garry le dijo, tímidamente:
—Mi esposa también se llamaba Anna. Murió hace mucho tiempo.
—Sí, lo sé —replicó ella, sin dejar de masticar.
—¿Cómo lo sabe? —inquirió Garry, sorprendido.
—Michael se lo dijo a Centaine.
La variación del nombre de Michael desconcertó al padre.
—Siempre olvido que ustedes saben mucho sobre Michael. —Tomó una cucharada de carne, mirando la oscuridad. Como de costumbre, los hombres comían a poca distancia, para dejarles intimidad. El fuego encendido con madera de deriva lanzaba un nimbo amarillo; sus voces eran un murmullo en la noche—. Yo, por el contrario, no sé nada de Centaine. Cuénteme más cosas.
Era un tema que nunca aburría a ninguno de los dos.
—Es una buena muchacha. —Anna siempre comenzaba con esa afirmación—. Pero terca y caprichosa. ¿No le he contado aquella vez en que…?
Garry se acercó a ella, con la cabeza inclinada en un gesto de atención.
La luz del fuego jugaba sobre la cara arrugada y poco atractiva de Anna, y él la observaba con una sensación de reconfortante familiaridad. Por lo común, las mujeres lo asustaban; cuanto más bellas y sofisticadas eran, más las temía él. Mucho tiempo atrás había aceptado el hecho de que era impotente; lo había descubierto durante su luna de miel, y la risa burlona de su esposa aún le resonaba en los oídos, treinta años después. Nunca dio a otra mujer la oportunidad de reírse de él. (Michael no era su hijo, en verdad; su hermano gemelo se había encargado de eso.) Ya pasados los cincuenta años de edad, Garry seguía siendo virgen. De vez en cuando, como en esos momentos, el solo pensar en ello lo hacía sentirse levemente culpable.
Con esfuerzo, apartó la idea y trató de recobrar la calma y el contento. Pero entonces se dio cuenta del olor que emanaba de esa mujer. Desde que partieran de Sawkopmund no habían tenido agua para desperdiciar en baños, y ella olía fuerte. Olía a tierra, sudor y otros secretos almizcles femeninos; Garry se inclinó un poquito más para saborearlo. Las pocas mujeres que había conocido olían a colonia y agua de rosas, insípidas y artificiales. Ésa, en cambio, olía a animal, a un animal fuerte, cálido y saludable.
La observó con fascinación. Ella, hablando siempre en voz baja y grave, levantó la mano para apartarse de la sien unos mechones de pelo gris. Bajo el brazo tenía una espesa mata de rizos oscuros, todavía húmedos por el calor del día. Al ver eso, la erección de Garry fue súbita y salvaje como un fuerte golpe en la entrepierna. Surgió en él como la rama de un árbol, rígida, doliente de sensaciones que él nunca había soñado, espesa de ansias y soledad, tensa de un deseo que venía de las profundidades de su alma.
La miró, sin poder moverse ni hablar. Como no respondió a una pregunta, Anna apartó la vista del fuego y le vio la cara. Con suavidad, casi con ternura, alargó la mano para tocarle la mejilla.
—Creo, Mijnheer, que es hora de acostarme. Espero que duerma bien y sueñe con los angelitos.
Se levantó y pasó, pesadamente, tras la tela que servía de biombo al sitio donde ella dormía.
Garry se acostó entre sus propias mantas, con las manos apretadas a los lados, escuchando el rumor que ella hacía al desvestirse tras la tela alquitranada. Le dolía el cuerpo. De detrás del biombo improvisado surgió un rumor largo y profundo que lo sobresaltó; tardó un momento en identificarlo. Por fin comprendió que Anna estaba roncando.
Era el sonido más tranquilizador de su vida, pues resultaba imposible asustarse de una mujer que roncaba. Hubiera querido gritar su regocijo a la noche del desierto.
“Estoy enamorado —se dijo, exultante—. Por primera vez en más de treinta años, estoy enamorado.”
Sin embargo, con la aurora se evaporó todo el valor que había reunido durante la noche; sólo su amor seguía intacto. Anna tenía los ojos enrojecidos e hinchados por el sueño; el viento de la noche había llenado su pelo gris de cristales de arena. Pero él siguió contemplándola con adoración, hasta que ella le ordenó, bruscamente:
—Coma rápido. Tenemos que salir con la primera luz. Tengo la sensación de que hoy tendremos un buen día. ¡Coma, Mijnheer!
“¡Qué mujer! —se dijo Garry, admirado—. ¡Si yo pudiera inspirar parte de tanta devoción, tanta lealtad!”.
La premonición de Anna pareció en un principio, bien fundada, pues no encontraron más barreras rocosas; en cambio, una planicie abierta se ondulaba hacia abajo, hacia donde comenzaba la playa, y la superficie era de grava firme, sembrada de pequeñas matas que llegaban a la rodilla. Se podía circular por ella como si fuera un camino; sólo debían esquivarlas pequeñas matas duras, a muy poca distancia de la playa, para poder detectar cualquier rastro de naufragio, cualquier rastro dejado por un náufrago en la arena. Garry iba sentado junto a Anna en la parte trasera del “Ford”. Un bandazo los arrojó al uno contra el otro, y Garry murmuró una disculpa, pero dejó la pierna sana apretada contra el muslo de ella, sin que la mujer hiciera intento alguno de retirarse.
De pronto, en medio de una tarde que tremolaban de calor, las acosadas cortinas de un espejismo se abrieron delante de ellos por unos pocos instantes; entonces vieron el comienzo de las dunas que se elevaban en la llanura. El pequeño convoy se detuvo delante de ellos y todo el mundo bajó para mirarlas, con asombro e incredulidad.
—Montañas —dijo Garry, suavemente—, una cordillera de arena. Nadie nos advirtió que existía esto.
—¡Tiene que haber un modo de pasar!
Garry sacudió la cabeza dudando.
—Deben de tener ciento cincuenta metros de altura.
—Venga —dijo ella, con firmeza—. Subiremos hasta arriba.
—¡Por Dios! La arena es demasiado suelta… y la altura, mucha… Puede ser peligroso…
—¡Vamos! Que los otros esperen aquí.
Avanzaron trabajosamente, Anna llevando la delantera, y siguieron la columna empinada de un barranco arenoso. Muy bajo, el grupo de vehículos parecía un montón de juguetes; los hombres que esperaban, apenas hormigas. La arena anaranjada crujía bajo los pies, hundidos hasta los tobillos. Cuando se acercaban demasiado al borde, éste se derrumbaba, provocando una avalancha de arena siseante.
—¡Esto es peligroso! —murmuró Garry—. Si caemos sobre el borde nos ahogaremos en arena.
Anna se levantó las gruesas faldas de calicó y las sujetó bajo las perneras. Garry, detrás, miraba fijamente, con la boca seca y el corazón golpeándole contra las costillas, el dorso de aquellas piernas desnudas. Eran gruesas y sólidas como troncos de árbol, pero detrás de las rodillas la piel era aterciopelada y cremosa; tenía hoyuelos, como los tienen las niñas. Era lo más excitante que había visto en su vida.
Increíblemente, su cuerpo volvió a reaccionar, como si la mano de un gigante le hubiera sujetado el miembro viril y su fatiga desapareció. A tropezones, resbalando, fue tras ella. Los muslos de Anna, anchos como los de una yegua de cría, se mecían a la altura de sus ojos asombrados.
Llegó a lo más alto de la duna sin darse cuenta. La mujer alargó una mano para sujetarlo.
—Por Dios —susurró él—, es un mundo de arena, todo un universo de arena.
Estaban al pie de las dunas más grandes. Hasta la fe de Anna se marchitó un poco.
—Nadie ni nada podría pasar por aquí.
Anna aún le sujetaba el brazo. De pronto lo sacudió.
—Ella está por allí. Casi puedo oír su voz que me llama. No podemos fallarle. Tenemos que encontrarla. No va a durar mucho más.
—Pero pasar a pie sería la muerte segura. Nadie sobreviviría allí ni un día.
—¡Tenemos que hallar un paso! —Anna se sacudió como un enorme “San Bernardo”, arrojando sus dudas y su momentánea debilidad—. Venga. —Lo condujo hacia abajo otra vez—. Hay que encontrar un rodeo. El convoy, con el “Ford” a la cabeza, se adentró por tierra, siguiendo el pie de las grandes dunas, mientras el día se agotaba. El sol cayó por el cielo, sangrando hasta la muerte sobre las vertiginosas cimas. Esa noche, desde el campamento, las dunas se veían negras y remotas, implacables y hostiles sobre el cielo.
—No hay modo de pasar. —Garry miraba fijamente las llamas, sin poder levantar la mirada hacia el rostro de Anna—. Esto seguirá así eternamente.
—Por la mañana volveremos a la costa —le dijo ella, plácida.
Y se levantó para acostarse, dejándolo dolorido de deseo.
Al día siguiente desanduvieron el trayecto, siguiendo sus propias huellas. Se hizo de noche antes de que hubieran alcanzado el punto de donde las dunas se reunían con el océano.
—No hay paso —repetía Garry, desesperanzado, pues el oleaje subía hasta las montañas de arena.
Hasta Anna, triste, miraba en silencio el fuego del campamento.
—Si esperamos aquí —susurró, casi ronca—, tal vez Centaine se reúna con nosotros. Sin duda sabe que su única esperanza consiste en caminar hacia el Sur. Si nosotros no podemos llegar a ella, debemos esperar a que ella venga a nosotros.
—Nos estamos quedando sin agua —le dijo Garry, en voz baja—. No podemos…
—¿Cuánto tiempo durará?
—Tres días, cuanto más.
—Cuatro días —imploró Anna.
Había en su voz y en su expresión una desolación tal que Garry actuó sin pensar: alargó ambos brazos hacia ella. Sintió cierto terror delicioso cuando Anna le salió al encuentro, y ambos se abrazaron: ella, con desesperación; él, en un tembloroso frenesí de lujuria. Por algunos momentos a Garry le preocupó que los hombres de la otra hoguera pudieran verlos; después dejó de importarle.
—Ven.
Ella lo hizo levantar y lo condujo detrás del biombo de lona. A Garry le temblaban tanto las manos que no pudo desabrochar los botones de su camisa. Ella rió entre dientes, con afecto.
—A ver. —Lo desvistió—. Mi niño tonto.
El viento del desierto soplaba fresco contra su espalda y sus costados, pero él ardía interiormente de pasión, tanto tiempo reprimida. Ya no lo avergonzaba su vientre velludo, que se abultaba en una pequeña panza, ni sus muslos, flacos como los de una cigüeña y demasiado largos para el resto de su cuerpo. Trepó sobre ella con frenética prisa, desesperado por sepultarse en esa mujer, por perderse en esa gran suavidad blanca, por ocultarse allí del mundo que era tan cruel.
De pronto ocurrió otra vez: sintió que el calor y la fuerza abandonaban su ingle, se sintió marchitar y encoger, como aquella otra noche horrible, más de treinta años atrás. Y se dejó estar en el blanco colchón de aquel vientre, acunado entre los muslos gruesos y fuertes; hubiera querido morir de vergüenza. Esperaba su risa y su desprecio, sabiendo que esta vez quedaría totalmente destruido. No podía escapar, pues estaba envuelto en aquellos brazos poderosos y los muslos le sujetaban las caderas.
—Mevrou —barbotó—, lo siento, pero no sirvo para nada. Nunca he servido.
Ella volvió a reír entre dientes, pero era una risa cariñosa y compasiva.
—A ver, mi niño —susurró a su oído—, deja que te ayude un poquito.
Y él notó que aquella mano bajaba, presionando entre los dos vientres desnudos.
—¿Dónde está mi cachorrito? —preguntó ella.
Y los dedos se cerraron en torno de él. Cayó en el pánico. Comenzó a forcejear para liberarse, pero ella lo sujetó con facilidad, sin dejarle escapar de sus dedos. Éstos eran ásperos como lija, debido al trabajo duro, pero también hábiles e insistentes al tironear de él.
—Ah, qué muchacho tan grande —decía su voz, ronroneante y feliz—. Qué muchacho tan grande.
Él ya no pudo seguir forcejeando; cada nervio, cada músculo de su cuerpo estaba tenso hasta resultar doloroso, y aquellos dedos seguían acariciándolo, instándolo. La voz se hizo más profunda, casi soñolienta, sin urgencia, y lo fue calmando hasta que su cuerpo se distendió.
—¡Ah! —se regodeó ella—. ¿Qué le está pasando a nuestro cachorrito grandote?
De pronto se produjo un endurecimiento a su contacto. Ella volvió a reír con suavidad; los grandes muslos que lo habían sujetado hasta ese momento se apartaron poco a poco.
—Despacio, despacio —le advirtió ella, pues él comenzaba a debatirse otra vez—. ¡Así! Eso, eso, eso es.
Lo iba guiando, tratando de controlarlo, pero la prisa de Garry era desesperada.
De pronto le llegó a la nariz una cálida vaharada, rica y fuerte, el maravilloso aroma de la excitación femenina, y él sintió un nuevo impulso de energías hasta el centro de su ser. Era un héroe, un águila, el martillo mismo de los dioses. Era fuerte como un toro, largo como una espada, duro como el granito.
—¡Oh, sí! —jadeó ella—. ¡Así, así!
Y él se impulsó hacia delante, resbalando en las profundidades de ella, en el exquisito calor, muy distinto a todo lugar que él conociera en toda su existencia. Con creciente prisa, con más violencia, ella se elevaba y caía debajo, como si él fuera una nave en el vendaval, y lo arrullaba, lo urgía con voz entrecortada.
Volvió lentamente desde muy lejos. Ella lo abrazaba, acariciándolo, hablándole otra vez como si fuera un niño.
—Bueno, niño mío. Todo va bien. Ya ha pasado todo.
Y él comprendió que así era. Todo iba bien, ya había pasado todo. Nunca en su vida se había sentido tan a salvo, tan seguro, ni había conocido una paz tan invasora. Presionó la cara contra los pechos de la mujer, ahogándose en la abundante carne maternal. Hubiera querido descansar allí para siempre.
Ella acarició los pocos sedosos cabellos, apartándolos de las orejas, y lo miró con ternura. El parche rosado de la calvicie relucía a la luz del fuego, haciendo que le dolieran los pechos por la necesidad de consolarlo. Todo su amor acumulado, toda su preocupación por la muchacha perdida, encontraron una nueva dirección, pues Anna había nacido para prestar socorro y lealtad a otros. Comenzó a acunarlo, arrullándolo.
Más tarde, al amanecer, Garry descubrió que se había producido otro milagro. Al salir del campamento para volver a la cabecera de la playa, descubrió que tenían el camino abierto. Bajo la influencia de la luna, el océano estaba acentuando mucho sus mareas; las aguas, al retirarse, habían dejado una amplia banda de arena húmeda, dura, por debajo de las dunas.
Garry corrió al campamento y sacó a su conductor principal entre las mantas.
—¡Resucite a sus hombres, cabo! —gritó—. Quiero que se cargue combustible en el “Ford”, y raciones, incluyendo agua para cuatro personas, para tres días. Y lo quiero todo listo en quince minutos. ¿Me entiende bien? ¡Bueno, muévase! ¡No se quede mirándome con la boca abierta!
Corrió al encuentro de Anna, que salía de detrás de la lona.
—¡La marea, Mevrou! ¡Podemos pasar!
—¡Ya sabía yo que buscarías el medio, Mijnheer!
—Iremos en el “Ford”, usted, yo y dos hombres, a la máxima velocidad posible, hasta que cambie la marea. Entonces pondremos el “Ford” sobre la línea de la marca alta y, cuando se retire volveremos a avanzar. ¿Puede prepararse para salir dentro de diez minutos? Tenemos que aprovechar bien el tiempo. —Giró en redondo—. ¡Vamos, cabo, mueva a esos hombres!
El cabo, de espaldas, puso los ojos en blanco y gruñó, como para que su gente lo oyera.
—¿Qué le ha pasado a nuestro viejo gorrión? ¡De pronto actúa como un gallito!
Avanzaron con dificultad durante dos horas, llevando el “Ford” a la velocidad máxima de sesenta kilómetros por hora, mientras la arena fue firme. Cuando se hizo blanda, los tres pasajeros, incluida Anna, bajaron de un salto para mantenerlo en marcha empujándolo con todo el peso de sus cuerpos. Cuando la arena volvió a endurecerse, subieron al coche y, entre bocinazos de entusiasmo, aceleraron con rumbo Norte.
Al fin la marea ascendió hacia ellos. Entonces Garry escogió una abertura entre las dunas y allí condujeron el “Ford”, empujándolo por la arena seca hasta ponerlo bien sobre la línea de la marea alta.
Hicieron fuego con madera de deriva, prepararon café y tomaron una comida fría; después se acomodaron para esperar el descenso del agua que les franquearía la playa. Los tres hombres se tendieron a la sombra del vehículo, pero Anna los dejó para caminar a lo largo de la marca dejada por el agua; de vez en cuando se detenía para mirar incansablemente hacia el Norte, protegiéndose los ojos del fulgor del sol.
Garry, incorporado sobre un codo, la contemplaba con tanto afecto y gratitud que le costaba respirar.
“En el otoño de mi vida, ella me da la juventud que nunca conocí. Ella me ha traído el amor que había pasado de largo”, pensó. Cuando la vio desaparecer tras la siguiente bahía arenosa, no soportó perderla de vista.
Se levantó de un salto y corrió tras ella. Al llegar a la saliente la divisó a unos cuatrocientos metros de distancia, inclinada hacia algo, en la cabecera, gritándole. El tronar de las olas ahogó su voz, pero su agitación era tan obvia que él echó a correr.
—Mijnheer —anunció ella, corriendo a su encuentro—, he encontrado… —No pudo terminar, pero lo cogió del brazo para arrastrarlo tras de sí—. ¡Mira!
Cayó de rodillas junto al objeto. Estaba casi completamente sepultado en la arena, y la marea comenzaba a arremolinarse a su alrededor.
—¡Es parte de un bote! —Garry se dejó caer junto a ella.
Escarbaron juntos en la arena con las manos, excavando frenéticamente para descubrir el fragmento de madera pintada de blanco.
—Parece parte de un bote salvavidas —gruñó Garry—, tipo “Admiralty”.
Otra ola subió por la playa, mojándolos hasta la cintura, pero al retirarse se llevó la arena que ellos habían aflojado, dejando al descubierto el nombre, pintado en letras negras sobre el casco roto.
—Protea C…
Faltaba el resto; las maderas estaban despintadas y astilladas, rotas por el martilleo del oleaje.
—El Protea Castle —susurró Anna, mientras limpiaba la arena de las letras con sus faldas empapadas—. ¡Es una prueba! —exclamó volviéndose hacia Garry. Las lágrimas le corrían libremente por las mejillas rojas—. Es una prueba, Mijnheer, de que mi tesoro ha llegado a la playa y está sana y salva. Hasta Garry, ansioso como un recién casado por complacerla, desesperadamente necesitado de creer que tendría un nieto con quien remplazar a Michael, hasta él la miró boquiabierto.
—Prueba de que ella está con vida… Y tú lo crees, ¿no, Mijnheer?
—Mevrou… —Garry agitó las manos, en un tormento de bochorno—. Estoy de acuerdo en que hay una muy buena posibilidad.
—Está con vida. Lo sé. ¿Cómo puedes dudarlo? A menos que pienses…
La cara sonrojada se frunció con un ceño feroz. Garry capituló, nervioso.
—¡Sí, claro que sí! ¡Lo creo, desde luego! Está con vida, no hay la menor duda, ni la menor duda.
Habiendo ganado la batalla, Anna se enfrentó a la marea ascendente y volcó contra el océano toda la fuerza de su disgusto.
—¿Cuánto tiempo debemos esperar aquí, Mijnheer?
—Bueno, Mevrou, la marea sube durante seis horas y se retira otras seis —explicó, en tono de disculpa—. Pasarán tres horas más antes de que podamos seguir.
—Cada minuto que perdamos ahora puede tener muchísima importancia —le advirtió ella, con ferocidad.
—Bueno, lo siento muchísimo, Mevrou.
Garry, humilde, aceptaba sobre sí toda la responsabilidad por el ritmo del universo. La expresión de Anna se suavizó. Echó una mirada en derredor para asegurarse de que nadie lo estaba mirando y le pasó la mano por el brazo.
—Bueno, al menos sabemos que todavía está con vida.
—Seguiremos la marcha en cuanto sea posible. Mientras tanto, Mijnheer, disponemos de tres horas.
Le clavó una mirada interrogativa. A Garry empezaron a temblarle tanto las rodillas que apenas pudo tenerse en pie. Ninguno de los dos volvió a hablar, en tanto ella lo conducía playa arriba, hasta un cerrado paso entre dos altas dunas. Cuando la marea inició el descenso, llevaron el “Ford” hasta la arena. La ruedas traseras arrojaban centelleante agua marina y arena mojada a gran altura, en tanto avanzaban hacia el Norte.
Por dos veces, a lo largo de ocho kilómetros, encontraron restos arrojados a la playa: un salvavidas de lona y un remo roto. Era obvio que llevaban mucho tiempo expuestos a los elementos; no tenían marcas de identificación pero confirmaron a Anna en su fe. Ella iba sentada en la parte posterior del “Ford”, con el sombrero de corcho sujeto por un pañuelo atado bajo el mentón. Garry le echaba miradas amorosas, como un cariñoso fox-terrier que hiciera la corte a un bulldog.
La marca estaba en su punto más bajo y el “Ford” iba viajando a cuarenta y cinco kilómetros por hora cuando cayeron en las arenas movedizas. No hubo previo aviso. La playa parecía tan dura y plana como hasta ese momento; sólo había un leve cambio en su contorno. Allí formaba una depresión, y la superficie temblaba como jalea, debido al agua de mar que brotaba de debajo de la arena. Pero iban tan deprisa que no repararon en esas señales y cayeron allí a toda velocidad.
La ruedas delanteras se hundieron en la acera blanda y se detuvieron en seco. Fue como chocar contra la columna del volante, que se quebró con un áspero chasquido, y la barra de acero se le clavó en el esternón, atravesándolo como un pez en el asador; la punta mellada le salió por la espalda, debajo del omóplato.
Anna fue arrojada desde el asiento trasero y aterrizó en el blando pantano de arena. Garry se golpeó la frente contra el tablero; del hueso se le desprendió una tira de piel, que quedó colgando sobre su ceja, mientras la sangre le corría por la cara. El cabo quedó atrapado en un enredo de equipos sueltos; el brazo se le quebró con un chasquido, como el de un palito seco.
Anna fue la primera en recobrarse y caminó hundida en la arena hasta la rodilla. Rodeando con un brazo los hombros de Garry, lo ayudó a salir del asiento delantero y lo llevó a rastras hasta la arena dura.
—Estoy ciego —susurró él, cayendo de rodillas.
—¡Es sólo un poquito de sangre! —Anna le limpió la cara con su falda, desgarró una tira de calicó del ruedo y vendó apresuradamente la tira de piel, para sostenerla en su sitio. Después lo dejó para ir hasta el “Ford”.
El vehículo se estaba hundiendo poco a poco, inclinado hacia delante. El capó ya estaba cubierto de una pasta amarilla, que entraba glotonamente por las puertas, llenando el interior. Anna cogió al conductor por los hombros y trató de sacarlo, pero estaba firmemente empalado en la barra de dirección. Lo dejó para dedicarse al cabo, que murmuraba y se retorcía espasmódicamente, tras recobrar la conciencia. Anna lo liberó y lo llevó a rastras hasta la arena seca, gruñendo y enrojecida por el esfuerzo. El hombre lanzó un débil grito de dolor y dejó el brazo bamboleando, retorcido, cuando ella lo bajó a la arena.
—Mijnheer —exclamó Anna, sacudiendo a Garry—, debemos rescatar el agua antes de que se hunda también.
Garry se levantó, tambaleándose. Tenía la cara pintada con su propia sangre y la camisa manchada, pero la hemorragia había cesado. La siguió hasta el malhadado “Ford” y la ayudó a llevar las latas de agua hasta la playa.
—Por el conductor no se puede hacer nada —gruñó Anna, mientras contemplaba el “Ford” que se hundía gradualmente bajo la traicionera superficie, llevándose al muerto. A los pocos minutos no quedaban trazas de ellos. Entonces la mujer volvió su atención al cabo.
—Tiene un hueso fracturado. —El antebrazo se estaba hinchando de un modo alarmante; el hombre estaba pálido y ojeroso por el tormento—. ¡Ayúdeme!
Con la ayuda de Garry, que sujetaba al herido, Anna enderezó el miembro fracturado y lo entablilló, utilizando un trozo de madera de deriva. Después cortó otra tira de su falda para hacerle un cabestrillo. Mientras le acomodaba el brazo en él, Garry dijo, ásperamente:
—Calculo que debemos hacer unos sesenta kilómetros para regresar…
Pero no pudo concluir, pues Anna lo fulminó con la mirada.
—¡Estás hablando de regresar!
—Mevrou —suplicó él, con un pequeño gesto de conciliación—, tenemos que regresar. Cuatro litros de agua y un hombre herido… Será mucha suerte si conseguimos salvarnos nosotros.
Ella siguió mirándolo fijamente unos segundos más; después, gradualmente, dejó caer los hombros.
—Estamos tan cerca de hallarla, tan cerca de Centaine… Lo noto, siento que puede estar detrás del próximo promontorio. ¿Cómo vamos a renunciar? —susurró.
Por primera vez Garry la veía derrotada. Creyó que el corazón le iba a estallar de amor y piedad.
—¡No renunciaremos jamás! —declaró—. Jamás abandonaremos la búsqueda. Esto es sólo un retraso. Seguiremos hasta hallarla.
—Prométemelo, Mijnheer. —Anna lo miró con patética ansiedad—. Júrame que no renunciarás jamás, que no dudarás jamás que Centaine y su bebé están con vida. Júrame ahora y aquí, ante los ojos del Señor, que no abandonarás la búsqueda de tu nieto. ¡Dame tu mano y júralo!
Arrodillados en la arena, con la marea alta arremolinada en sus rodillas, frente a frente y de la mano, él hizo el juramento.
—Ahora podemos regresar. —Anna se puso de pie—. Pero volveremos y seguiremos adelante hasta encontrarla.
—Sí —asintió Garry—. Volveremos.
En verdad, Centaine debió de sufrir una pequeña muerte, pues al recobrar la conciencia vio la luz matinal por entre los párpados cerrados. La perspectiva de pasar otro día entre tormentos le hizo apretar los párpados con fuerza, tratando de volver a la negra nada.
Entonces percibió un leve sonido, como el de la brisa matutina entre las ramas secas o el de un insecto que avanzara, con chasqueantes miembros acorazados, por una superficie rocosa. El ruido la preocupaba. Por fin el enorme esfuerzo de girar la cabeza hacia él y abrir los ojos.
Un pequeño gnomo humanoide estaba sentado en cuclillas, a diez metros de ella. Comprendió que debía de ser una alucinación. Parpadeó con rapidez, y la legaña solidificada que se le pegaba en las pestañas le nubló la visión, pero logró distinguir una segunda silueta, acuclillada junto a la primera. Se frotó los ojos, tratando de incorporarse, y sus movimientos provocaron un nuevo estallido de sonidos suaves, crepitantes; aun así tardó varios segundos en comprender que los dos pequeños gnomos estaban conversando entre sí, conteniendo la excitación, y que eran reales, no meras creaciones de su debilidad.
El más próximo a Centaine era una mujer, pues hasta la cintura le pendía un par de tetas fláccidas; parecían bolsas de tabaco vacías. Era vieja. No, Centaine comprendió que esa palabra no alcanzaba a describir su antigüedad.
Estaba tan arrugada como una ciruela pasa secada al sol. No tenía un centímetro de piel que no colgara en pliegues sueltos, que no estuviera arrugada y llena de surcos. Las arrugas no se alineaban en una sola dirección, sino que se entrecruzaban formando diseños profundos, como estrellas o rosetas. Los pechos caídos también estaban arrugados, igual que el gordo vientre; de las rodillas y los codos le colgaban más bolsas apergaminadas. Centaine, como en un sueño, quedó totalmente encantada. Nunca había visto un ser humano parecido a aquél, ni siquiera en el circo que visitaba Mort Homme todos los veranos, antes de la guerra. Se incorporó trabajosamente sobre un codo para mirarla.
La viejecita tenía un color extraordinario: parecía relumbrar como ámbar a la luz del sol, y Centaine pensó en el cuenco pulido de la pipa de su padre, hecho de espuma de mar y curado con tanto trabajo. Pero ese color era aún más brillante, tanto como un damasco maduro en el árbol. A pesar de su debilidad, por los labios le cruzó una leve sonrisa.
De inmediato, la vieja, que estaba estudiando a Centaine con idéntica atención, le devolvió la sonrisa. La red de sus arrugas se ciñó en torno de los ojos, reduciéndolos a ranuras oblicuas, como las de los chinos. En esas brillantes pupilas negras, había un chisporroteo tan alegre que Centaine sintió deseos de alargar los brazos para estrecharla, como si fuera Anna. La mujer tenía los dientes gastados casi hasta las encías y pardos como el tabaco, pero sin huecos entre uno y otro; además, se veían regulares y fuertes.
—¿Quién es usted? —susurró Centaine, aunque tenía los labios oscuros e hinchados. La mujer lanzó unos cuantos chasquidos y siseos como respuesta. Bajo la piel suelta y arrugada, su cráneo era pequeño y bien formado; su rostro tenía una dulce forma de corazón. Le sembraban el cráneo unas diminutas motas de pelo lanudo, gris y descolorido, cada una del tamaño de un guisante, mostrando el cuero cabelludo entre una y otra. Sus orejas, pequeñas y puntiagudas, no se separaban del cráneo, pero no tenían lóbulos; el efecto de los ojos chisporroteantes y las orejas en punta le otorgaban una expresión alerta y burlona.
—¿Tiene agua? —susurró Centaine—. Agua. Por favor.
La vieja giró la cabeza y se dirigió a su compañero, hablando en esa lengua sibilante y llena de chasquidos. Él parecía casi su hermano gemelo: la misma piel de damasco, imposiblemente arrugada, las mismas motas apretadas salpicándole el cuero cabelludo, los mismos ojos brillantes y las orejas en punta, sin lóbulos. Pero era varón. Eso era más que evidente, pues el taparrabos se le había hecho a un lado al sentarse, dejando en libertad un pene ajeno a toda proporción con respecto a su tamaño; la punta circuncisa tocaba la arena; tenía la arrogancia peculiar del miembro viril cuando el hombre está en la flor de la edad, y Centaine se descubrió mirándolo fijamente. Se apresuró a apartar la vista, repitiendo.
—Agua. —Y esta vez hizo el gesto de beber.
De inmediato se inició una animada discusión entre los dos viejos.
—O’wa, esta criatura está muriendo por falta de agua —dijo la anciana bosquimana a su esposo. Pronunciaba la primera sílaba de su nombre con el sonido chasqueante de un beso.
—Ya está muerta —replicó apresuradamente el bosquimano—. Es demasiado tarde, H’ani.
El nombre de su esposa se iniciaba con una aspiración aguda y explosiva, para terminar con un suave chasquido, hecho con la lengua contra la base de los dientes superiores, ese ruido que, en el lenguaje occidental, suele demostrar un leve fastidio.
—El agua nos pertenece a todos, vivos y moribundos; es la primera ley del desierto, y tú la conoces bien, anciano abuelo. —H’ani, que deseaba mostrarse especialmente persuasiva, se dirigía a su esposo con el más respetuoso de todos los apelativos.
—El agua pertenece a toda la gente —concedió él, asistiendo entre parpadeos—, pero ésta no es San, no es una persona. Pertenece a los otros.
Con esa breve declaración, O’wa había establecido sucintamente el punto de vista del bosquimano en cuanto a sí mismo en relación con el mundo circundante.
El bosquimano era el primer hombre. Sus recuerdos tribales se remontaban más allá de los velos del tiempo, hasta cuando sus antepasados eran los únicos en la tierra. Desde los lejanos lagos del Norte hasta las montañas del Sur, sus terrenos de caza abarcaban entonces el continente. Eran los aborígenes. Eran los hombres, los San.
Los otros eran criaturas aparte. Los primeros habían bajado desde el Norte, por las corrientes de migración; eran enormes negros que llevaban a sus ganados delante de sí. Mucho más tarde llegaron otros desde el Sur, hombres cuya piel tenía el color de un vientre de pescado y enrojecía bajo el sol, ojos pálidos, con aspecto de ciegos; venían del mar. Y esa hembra era uno de ellos. Habían soltado a pastar vacas y ovejas en los antiguos cotos de caza, matando a cambio a los animales salvajes, que eran el sustento de los bosquimanos.
Barridos sus propios medios de subsistencia, el bosquimano tomó los ganados domésticos que remplazaron a los animales salvajes de la pradera. No tenían sentido de la propiedad ni de la posesión privada. Cogió los ganados ajenos como hubiera cogido las presas de caza, y al hacerlo cometió un delito mortal. Blancos y negros hicieron la guerra a los bosquimanos con implacable ferocidad, realzada por el miedo que les causaban sus diminutos dardos, cuya punta portaba un veneno capaz de causar una muerte segura y dolorosa.
En impis armados con assegais de doble filo, en grupos montados que llevaban armas de fuego, persiguieron a los bosquimanos como si fueran animales malignos. Dispararon contra ellos, los mataron a estocadas, los encerraron herméticamente en cuevas, los quemaron vivos, los envenenaron y los torturaron, rescatando de la masacre sólo a los niños más pequeños. A ellos se los encadenó por grupos, pues a los que no decaían y morían de tristeza se los podía “domesticar”, convirtiéndolos en pequeños esclavos dóciles, leales y bastante encantadores.
Las bandas de bosquimanos que sobrevivieron a ese deliberado genocidio retrocedieron hacia las tierras sin agua, donde sólo ellos podían sobrevivir, con su maravilloso conocimiento y su comprensión de la tierra y sus criaturas.
—Es una de los otros —repitió O’wa—, y ya está muerta. El agua alcanza sólo para nuestro viaje.
H’ani no había apartado los ojos del rostro de Centaine, pero se reprochó a sí misma, en silencio: “No tenías por qué hablar del agua, vieja. Si se la hubieras dado sin preguntar, no tendrías que soportar estas tonterías masculinas.” Pero se volvió hacia su esposo con una sonrisa.
—Sabio abuelo, mira los ojos de la niña —rogó—. Todavía hay vida en ellos, y también valor. Ésta no morirá mientras no vacíe su cuerpo del último aliento.
Deliberadamente, H’ani descolgó la bolsa de cuero crudo que llevaba al hombro, sin prestar atención a los siseos desaprobatorios de su esposo.
—En el desierto —agregó—, el agua pertenece a todos, a los San y a los otros. No hay diferencias, como has dicho.
Sacó de la bolsa un huevo de avestruz: un orbe casi perfecto del color del marfil pulido. La cáscara había sido amorosamente decorada con un círculo de pájaros y siluetas de animales; el extremo estaba obstruido con un tapón de madera. El contenido chapoteó al sopesar H’ani el huevo en sus manos. Centaine gimió como un cachorrito al que se le niega la teta.
—Eres una vieja caprichosa-dijo O’wa, disgustado.
Era la protesta más fuerte que la tradición de los bosquimanos permitía. No podía darle órdenes ni prohibirle nada. Un bosquimano sólo podía aconsejar a otro, pues no tenía derechos sobre el prójimo; entre ellos no había jefes ni capitanes; todos eran iguales: hombres y mujeres, viejos y jóvenes.
Con cuidado, H’ani destapó el huevo y lo acercó a Centaine, rodeándole el cuello con un brazo para sostenerla, mientras le llevaba el huevo a los labios. La muchacha tragó golosamente, ahogándose, y el agua le goteó por la barbilla. Ahora H’ani y O’wa lanzaron un siseo horrorizado, pues cada gota era más preciosa que la sangre. H’ani apartó el huevo; Centaine, sollozando, trató de cogerlo.
—No eres cortés —le reprochó H’ani.
Se llevó el huevo a sus propios labios y se llenó la boca hasta abultar las mejillas. Luego puso la mano bajo el mentón de la muchacha y se inclinó hacia delante, cubriéndole la boca con sus propios labios. Cuidadosamente, inyectó unas pocas gotas en la boca de Centaine y esperó a que tragara antes de darle más. Cuando hubo pasado hasta la última gota, se sentó sobre los talones y esperó a que ella pareciera dispuesta a recibir más. Así le pasó una segunda y una tercera bocanadas.
—Esa hembra bebe como una elefanta en el pozo de agua —observó O’wa, agrio—. Ya ha tomado lo suficiente para colmar el lecho seco del Kuiseb.
Tenía razón, por supuesto, y H’ani debió reconocerlo a su pesar. La muchacha ya había consumido la ración que correspondía a un adulto para todo el día. Volvió a tapar el huevo de avestruz y, aunque Centaine suplicó y estiró ambas manos, sollozante, ella lo guardó con firmeza en la bolsa de cuero.
—Un poquito más, por favor —susurró la muchacha.
Pero la anciana, sin prestarle atención, se volvió hacia su compañero. Ambos discutieron, haciendo graciosos ademanes de pájaro con las manos, haciendo también aletear los dedos.
La vieja llevaba un tocado de cuentas blancas, planas, alrededor de la cabeza, y diez o doce sartas de las mismas cuentas en el cuello y los brazos. A la cintura ataba una breve falda de cuero; sobre un hombro, una capa de piel manchada. La falda se mantenía en su sitio gracias a una faja de cuero rudo, de la cual pendía toda una colección de pequeñas calabazas y envases hechos con cuernos de antílope; llevaba también un palo largo, con el extremo ahusado, al que le servía de contrapeso una piedra agujereada.
Centaine se tendió en el suelo, observándola ávidamente. Reconocía por intuición que se estaba discutiendo sobre su propia vida y que la anciana era su abogada defensora.
—Cuanto has dicho es verdad, indudablemente, reverendo abuelo. Estamos de viaje, y quienes no pueden mantener el paso ponen en peligro al resto; por lo tanto, deben ser dejados atrás. Así lo indica la tradición. Pero si esperamos este tiempo —agregó, señalando un segmento del tránsito solar en el cielo, que equivalía aproximadamente a una hora—, tal vez esa criatura pueda hallar fuerzas suficientes, y esa breve espera no nos pondría en peligro.
O’wa seguía produciendo un sonido profundo con la glotis y agitando ambas manos desde la cintura. Ese gesto expresivo alarmó a Centaine.
—Nuestro viaje es arduo y aún nos quedan largas distancias por recorrer. Faltan muchos días para las próximas aguas, pararnos aquí es una tontería.
O’wa llevaba una corona en la cabeza. Centaine, a pesar de su situación, se sintió intrigada; de pronto comprendió de qué se trataba: en una cincha de cuero crudo, sembrada de cuentas, el viejo había puesto catorce flechas diminutas; estaban hechas con juncos de río, plumas de águila y fragmentos de hueso blanco por puntas. Cada punta estaba teñida con una pasta seca, como caramelo de leche recién hecho, y Centaine recordó la descripción hecha por Levaillant.
—¡Veneno! —susurró—. Flechas envenenadas. —Y se estremeció, repasando mentalmente la ilustración del libro, dibujada a mano—. Son bosquimanos, son verdaderos bosquimanos.
Logró incorporarse del todo, y los viejecitos se volvieron a mirarla.
—Mira, ya está más fuerte —señaló H’ani.
Pero O’wa hizo ademán de levantarse.
—Estamos de viaje, en el más importante de los viajes, y estamos perdiendo tiempo.
De pronto se alteró la expresión de H’ani. Estaba mirando fijamente el cuerpo de Centaine. Cuando la muchacha se incorporó, la blusa de algodón, ya raída, se había abierto, exponiendo un pecho. Ante el interés de la anciana, Centaine reparó en su desnudez y se apresuró a cubrirse, pero no antes de que la anciana se acercara a saltitos, inclinándose sobre ella. Con gesto impaciente, apartó las manos de Centaine y, con dedos sorprendentemente fuertes, estrujó un pecho a la joven.
Centaine hizo un gesto de dolor, protestando, pero la anciana era tan decidida y autoritaria como Anna. Abrió la blusa desgarrada y tomó uno de los pezones entre el índice y el pulgar, para ordeñarlo suavemente. Al fin apareció en la punta una gota clara. Entonces H’ani tarareó suavemente para sus adentros y empujó a la muchacha, poniéndola de espaldas en la arena para introducir la mano bajo la falda de lona. Sus deditos hurgaron hábilmente en la parte inferior del vientre.
Por fin se sentó sobre los talones, con una sonrisa triunfante dedicada a su compañero.
—Ahora no puedes abandonarla —se jactó—. Es la tradición más poderosa del pueblo no abandonar a una mujer, San o no, si lleva dentro de sí una vida nueva.
O’wa hizo un cansado ademán de capitulación y volvió a sentarse en cuclillas, aparentando un aire altanero, mientras su esposa trotaba hasta la orilla del mar con el palo de excavar en las manos. Después de inspeccionar atentamente la arena mojada, hundió la punta del palo en la arena y caminó hacia atrás, abriendo un pequeño surco. La punta del palo tocó un objeto sólido bajo la arena. H’ani se precipitó hacia delante y, excavando con los dedos, sacó algo que dejó caer en su bolsa. Luego repitió el procedimiento.
Al poco tiempo regresó hasta donde Centaine esperaba y vació la bolsa, dejando caer a la arena un montón de moluscos. Centaine vio de inmediato que eran almejas y se enfureció amargamente ante su propia estupidez. Había pasado días muerta de hambre y de sed, mientras pisaba una playa colmada de esos ricos moluscos.
La anciana utilizó una herramienta de hueso afilada para abrir una de las conchas, sosteniéndola con cuidado a fin de no verter los jugos, y la pasó a Centaine. La muchacha sorbió extáticamente el fluido de la valva inferior y arrancó la carne con los dedos sucios para llevársela a la boca.
—Bon! —dijo a H’ani, con toda la cara fruncida por el placer—. Tras bon!
H’ani, sonriendo, agitó afirmativamente la cabeza, mientras operaba con su cuchillo de hueso en otra valva. Su ineficaz herramienta convertía cada apertura en un trabajo difícil, partiendo fragmentos de concha. Al fin, Centaine abrió su navaja y se encargó de la operación.
O’wa había estado demostrando su desaprobación con su actitud distante, pero el chasquido de la hoja hizo que sus ojos giraran hacia Centaine, dilatados de súbito interés.
Los San eran hombres de la Edad de Piedra, pero aunque la forja del hierro estaba más allá de su cultura, él había visto anteriormente algunos objetos metálicos, recogidos por su gente de los campos de batalla de los gigantes negros o cogidos secretamente de campamentos extranjeros. En una ocasión había hablado con un hombre de los de San que poseía un objeto parecido a aquél.
El hombre se llamaba Xja; se pronunciaba con el mismo sonido que se hace para arrear a un caballo. Xja se había casado con la hermana mayor de O’wa, treinta y cinco años atrás. Siendo joven, su cuñado había hallado el esqueleto de un blanco, en un pozo seco, a las orillas del Kalahari. El cuerpo del viejo cazador de elefantes estaba junto al esqueleto de su caballo y su largo fusil a un lado.
Xja no tocó el arma; sabía, por las leyendas y la dura experiencia, que en ese extraño palo mágico vivía el trueno, pero examinó con timidez el contenido de la mochila podrida, descubriendo tesoros.
En primer lugar, había una bolsa de tabaco con provisión para un mes. Xja se puso una pizca bajo el labio superior y examinó, feliz, el resto de la mochila. Rápidamente descartó un libro y un cilindro de cartón, que contenía bolitas de metal pesado, feas e inútiles. Luego descubrió una bella petaca de metal amarillo, con correa de cuero. La petaca estaba llena de un polvo gris, también inútil, que vertió en la arena, pero el envase era tan maravilloso por su brillo que ninguna mujer podría resistirse a él. Xja, que no era un gran cazador ni excelente bailarín ni buen cantante, languidecía hacía tiempo por la hermana de O’wa, cuya risa sonaba como el agua de un arroyo. Como desesperaba de atraerla, ni siquiera se había atrevido nunca a lanzarle una diminuta flecha con punta de plumas, con el arco ceremonial del amor. Pero con esa reluciente petaca en las manos, estaba seguro de que sería, por fin, su mujer. Entonces Xja encontró el cuchillo y comprendió que con eso ganaría el respeto de los hombres de su tribu, cosa que ansiaba casi tanto como a la adorable hermana de O’wa.
Hacía casi treinta años que O’wa no veía a Xja y a su hermana. Habían desaparecido en las solitarias extensiones de la seca tierra del Este, apartados del clan por las extrañas emociones de envidia y odio que el cuchillo provocaba en los otros hombres de la tribu.
Y en ese momento O’wa veía un cuchillo similar en las manos de esa hembra, que abría las valvas de almeja y devoraba cruda la dulce carne amarilla, bebiendo los jugos.
Hasta ese momento se había sentido sólo repelido por el enorme y feo cuerpo de esa hembra, más grande que el hombre más grande de los San; por sus manos y sus pies, tan grandes, por su gruesa mata de pelo y su piel, que el sol había asado. Pero cuando miró el cuchillo volvieron de pronto los confusos sentimientos de aquel entonces, y comprendió que pasaría las noches en vela, pensando en ese cuchillo.
Se levantó.
—Basta —dijo a H’ani—. Es hora de seguir viaje.
—Un poquito más.
—Con niño o sin niño, nadie puede poner en peligro la vida de todos. Debemos seguir.
Una vez más, H’ani comprendió que él tenía razón. Ya habían esperado mucho más de lo conveniente. Se levantó con él y ajustó el bolso a su hombro. De inmediato vio el pánico en los ojos de Centaine, que les adivinaba la intención.
—¡Espérenme! Attendez!
Se levantó trabajosamente, aterrorizada al pensar que la abandonaban.
O’wa pasó el pequeño arco a la mano izquierda, guardó su pene bamboleante en el taparrabo de cuero y ajustó la cintura. Después, sin volver una sola mirada hacia las mujeres, echó a andar por el borde de la playa.
H’ani lo siguió. Los dos avanzaban con un trote bamboleante, y Centaine reparó por primera vez en sus pronunciadas nalgas, enormes protuberancias tan prominentes que la muchacha hubiera podido montar en las de H’ani como en un pony. La idea le dio ganas de reír. H’ani miró hacia atrás y le ofreció una sonrisa de aliento. Luego volvió la cabeza hacia delante. Su trasero iba dando tumbos, mientras los pechos ancianos flameaban contra el vientre.
Centaine dio un paso tras ellos y se detuvo en seco, horrorizada.
—¡Van mal! —gritó—. ¡Llevan rumbo equivocado!
Los dos pigmeos iban hacia el Norte, alejándose de Ciudad del Cabo, Walvis Bay y Lüderitzbucht, de toda civilización.
—No pueden ir hacia allá. Vuelvan. No pueden dejarme sola aquí. No pue…
Centaine estaba frenética. Allá estaba la soledad del desierto, esperándola para consumirla como una fiera hambrienta, si quedaba sola otra vez.
Pero si seguía a los dos pequeños ancianos iba a volver la espalda a los de su raza y al socorro que pudieran ofrecerle. Dio algunos pasos inseguros detrás de H’ani.
—¡Por favor, no se vayan!
La anciana comprendió la súplica, pero sabía que había un solo modo de hacer que la criatura siguiera avanzando: no mirar atrás.
—¡Por favor, por favor!
El rítmico trote se llevó a los dos viejecitos perturbadoramente pronto.
Centaine vaciló aún por algunos momentos, mirando hacia el Sur, indecisa y desesperada. H’ani ya iba a unos cuatrocientos metros, sin dar señales de aflojar el paso.
—¡Espérenme! —gritó la muchacha y cogió su garrote.
Trató de correr, pero cien pasos más allá inició un paso corto, difícil, pero decidido.
Hacia mediodía, las dos siluetas que seguía se habían reducido a motas, para desaparecer finalmente en la espuma del mar, playa adelante. Sin embargo quedaban sus huellas en las arenas de bronce, pequeñas como las de un niño; Centaine fijó en ellas toda su atención. Jamás sabría de dónde sacó fuerzas para seguir de pie y resistir todo ese día.
Por fin, al anochecer, ya casi perdida su resolución, levantó la vista de las huellas y distinguió, muy adelante, una voluta de humo celeste que se alejaba hacia el mar. Emanaba de una saliente roca amarilla, sobre la marca de la marea alta. Le costó el resto de sus energías llegar hasta el campamento de los San.
Se dejó caer, totalmente exhausta, junto a la fogata de madera de deriva. H’ani se acercó a ella. Como haría un pájaro con su cría, le dio agua con su propia boca. El agua estaba caliente y viscosa por la saliva de la vieja, pero Centaine nunca había probado nada tan delicioso. Como antes, no hubo suficiente; la mujer tapó el huevo de avestruz antes de que Centaine hubiera calmado su sed.
La muchacha apartó la vista del bolso donde se guardaban los huevos con agua y buscó al viejo.
Sólo era visible su cabeza, pues estaba sumergido entre los bancos de algas, en las aguas verdes. Se había desnudado por completo, exceptuando los collares de cuentas, y estaba armado con el palo afilado de H’ani. Centaine le vio apuntar rígidamente, como un perro de caza, y lanzar luego un hábil golpe con el palo. El agua estalló, en tanto O’wa forcejeaba con una presa grande y activa. H’ani, palmoteando, lanzó gritos de aliento. Por fin, el viejo sacó a la playa una bestia que aún se debatía.
A pesar de su cansancio, Centaine se levantó sobre las rodillas, con una exclamación de asombro. Sabía qué era aquella presa; la langosta era uno de sus bocados favoritos; pero aquel animal era demasiado grande; O’wa casi no podía cargarlo. La gran cola blindada se arrastraba por la arena, mientras que las gruesas barbas sobrepasaban la cabeza del anciano. H’ani corrió con una piedra del tamaño de su propia cabeza. Entre ambos mataron a golpes al enorme crustáceo.
Antes de que oscureciera, O’wa había matado otras dos, cada una de ellas casi tan grande como la primera. Después, él y su esposa excavaron un agujero poco profundo en la arena y lo forraron con hojas de algas marinas.
Mientras ellos preparaban el hoyo para cocinar, Centaine examinó las tres grandes langostas. Eran de una variedad gigantesca; sus bigotes tenían casi la longitud de un brazo y, en la base, eran gruesos como un pulgar.
O’wa y H’ani las sepultaron en el hueco forrado de algas, bajo una leve capa de arena. Luego amontonaron encima una fogata hecha con madera de deriva. Las llamas iluminaban sus cuerpos del color de damascos, en tanto ellos parloteaban, exuberantes. Cuando la labor estuvo concluida, O’wa se incorporó de un brinco y comenzó una pequeña danza, arrastrando los pies y cantando con quebrada voz de falsete, en tanto giraba en torno del fuego. H’ani marcaba el ritmo con las palmas, tarareando a boca cerrada y meciéndose sin levantarse. Y O’wa bailó y bailó, mientras Centaine, exhausta, se maravillaba de su energía, preguntándose vagamente qué sentido tendría aquella danza, qué significaba la letra.
—Te saludo, espíritu de la araña roja del mar. Y a ti te dedico esta danza —cantaba O’wa, agitando las piernas de modo tal que las nalgas desnudas se le movían como gelatina—. Te ofrezco mi danza y mi respeto, pues has muerto para que nosotros podamos vivir…
Y H’ani puntuaba la canción con agudos grititos.
O’wa, el hábil y astuto cazador, nunca había matado sin dar gracias a la presa que cayera ante sus flechas o su lanza. Ningún animal era demasiado pequeño o insignificante para no merecer ese honor. Siendo pequeño también él, reconocía la excelencia de muchas cosas pequeñas y sabía que el pangolín, escamoso comedor de hormigas, merecía aún más honor que el león, y la mantis religiosa, un insecto, era más digno que el elefante o el antílope, pues en cada uno de ellos residía una parte especial del conjunto de dioses que él adoraba.
A sí mismo no se otorgaba más valor que a ninguna de esas bestias, y no tenía sobre ellas más derecho que los dictados por la supervivencia de sí mismo y de su clan. Por eso agradecía a los espíritus de sus presas por darle vida. Cuando el baile terminó, había marcado con los pies todo un camino en la arena, alrededor del fuego.
Él y H’ani apartaron las cenizas y la arena, exponiendo las gigantescas langostas, ya de un intenso bermellón, humeantes en su lecho de algas. Quemándose los dedos y chillando de risa, partieron las colas escamosas y sacaron la rica carne blanca.
H’ani hizo señas a Centaine, que se sentó junto a ellos. Las patas de la langosta contenían palillos de carne, anchos como un dedo; el tórax estaba lleno de hígados amarillos, que la cocción había convertido en salsa. Los San lo utilizaban como condimento para la carne.
Centaine no recordaba haber disfrutado tanto de otra comida. Utilizando el cuchillo, cortó trozos de la cola, mientras H’ani le sonreía a la luz de las llamas, con las mejillas abultadas por la comida, diciendo, una y otra vez:
—¡Nam! ¡Nam!
Centaine, que escuchaba cuidadosamente, lo repitió con la misma inflexión de voz.
—¡Nam!
Y H’ani chilló alegremente.
—¿Oíste, O’wa? ¡La niña ha dicho “bueno”!
O’wa, gruñendo, observaba el cuchillo en las manos de esa hembra. No podía apartar los ojos de él. La hoja cortaba la carne con tanta limpieza que dejaba brillo en ella. “Qué afilado debe de ser”, pensó O’wa. Y el filo de la hoja le arruinó el apetito.
Cuando tuvo el estómago tan lleno que casi le dolía, Centaine se acostó junto al fuego. H’ani se le acercó inmediatamente para cavar un hueco en la arena, bajo su cadera. De inmediato la muchacha se sintió más cómoda y volvió a instalarse, pero H’ani estaba tratando de mostrarle algo más.
—No debes poner la cabeza en el suelo, Niña Nam —le explicó—. Debes mantenerla en alto, así.
H’ani clavó un codo en tierra y apoyó la cabeza en su propio hombro. La posición parecía muy incómoda. Centaine se lo agradeció, pero permaneció acostada.
—Déjala —gruñó O’wa—. Ya comprenderá, cuando se le meta un escorpión en la oreja, durante la noche.
—Ya ha aprendido bastante, por un solo día —agregó la mujer—. ¿La has oído decir “nam”? Es su primera palabra y el nombre que voy a darle. “Nam” —repitió—. “Niña Nam.”
O’wa, gruñendo, se alejó en la oscuridad para hacer sus necesidades. Comprendía el desacostumbrado interés de su esposa por la extranjera y por la criatura que llevaba en el vientre, pero tenían por delante un viaje temible y la mujer podía ser un estorbo peligroso. Además, estaba ese cuchillo.
Centaine despertó gritando. Había tenido un sueño terrible, confuso, pero muy inquietante, en el que había visto otra vez a Michael, no en el aeroplano incendiado, sino montado en Nuage. Aún tenía el cuerpo ennegrecido por las llamas y el pelo le ardía como una antorcha; Nuage entre sus piernas, estaba mutilado por las balas, con el pelaje níveo brillante de sangre y las entrañas colgándole del vientre desgarrado, en tanto galopaba.
—Allí está mi estrella, Centaine. —Michael señaló hacia delante con una mano que parecía una garra negra—. ¿Por qué no la sigues?
—No puedo, Michael —gritó Centaine—, no puedo. Michael se fue al galope por las dunas, hacia el Sur, sin mirar atrás, en tanto Centaine gritaba:
—¡Espera, Michael, espérame!
Aún estaba gritando cuando unas manos suaves la despertaron a sacudidas.
—Paz, Niña Nam —le susurró H’ani—. Tienes la cabeza llena de demonios del sueño, pero ya ves, ya se han ido.
La muchacha aún seguía sollozando, temblorosa. La vieja se tendió a su lado y extendió sobre ambas su capa de piel, abrazándola, acariciándole el pelo. Al cabo de un rato Centaine se tranquilizó. El cuerpo de la anciana olía a humo de leña, a grasa de animales y a hierbas silvestres, pero no era ofensivo; su calor consoló a la joven, que al fin volvió a dormirse, ya sin pesadillas.
H’ani no durmió; los viejos no necesitan dormir tanto como los jóvenes. Pero también se sentía en paz. El contacto físico con otro ser humano era algo que extrañaba desde hacía largos meses. Sabía desde la infancia lo importante que resultaba, pues al bebé San se lo sujetaba muy cerca del cuerpo materno; después pasaba el resto de su vida en mucho contacto físico con el resto de su clan. Entre ellos, el refrán decía: “La cebra sola es fácil presa del león cazador.” Por eso el clan era una entidad muy unida.
Pensando en todo esto, la anciana volvió a entristecerse. La pérdida de los suyos se convirtió en una gran piedra dentro de su pecho, demasiado pesada para cargarla. Habían sido diecinueve los componentes del clan de O’wa y H’ani; sus tres hijos varones, sus respectivas esposas y los once nietos. El menor todavía no había sido destetado; la mayor, una niña a quien ella amaba profundamente, acababa de menstruar por primera vez cuando la enfermedad se apoderó del clan.
Era una plaga desconocida en los anales de los San, algo tan veloz y salvaje que H’ani aún no podía comprenderlo ni aceptar lo ocurrido. Comenzaba con un dolor de garganta que se convertía en fiebre devoradora; la piel, de tan caliente, quemaba casi al tacto, y la sed era peor que el Kalahari mismo.
En esa etapa habían muerto los pequeños, apenas uno o dos días después de aparecer los primeros síntomas; los mayores estaban tan debilitados por la enfermedad que no tuvieron fuerzas para sepultarlos; los pequeños cadáveres se descompusieron rápidamente con el calor.
Entonces pasó la fiebre, y ellos creyeron haberse salvado. Enterraron a los niños, pero estaban demasiado débiles para danzar por los espíritus de los infantes o para despedirlos con canciones.
De todos modos, tampoco ellos se salvaron; la enfermedad no había hecho sino cambiar de forma. Surgió una nueva fiebre, pero al mismo tiempo se les llenaron los pulmones de agua y murieron ahogados.
Murieron todos, salvo O’wa y H’ani. Aun ellos estaban tan cerca de la muerte que tardaron varios días y varias noches en recobrar las fuerzas lo bastante para apreciar en toda su extensión el desastre sufrido. Cuando ambos se recobraron un poco, bailaron por el clan condenado y H’ani lloró por los bebés, a quienes jamás volvería a llevar montados en la cadera, a quienes no podría seguir encantando con sus cuentos.
Analizando la causa y el significado de la tragedia, discutieron interminablemente en derredor de la hoguera, aún dolidos hasta lo más profundo. Por fin, una noche, O’wa dijo:
—Cuando estemos fuertes y podamos soportar el viaje (y tú sabes, H’ani, lo temible que ese viaje es) debemos volver al Sitio de Toda la Vida, pues sólo allá encontraremos el significado de esto y descubriremos cómo recompensar a los espíritus furiosos que así nos han aniquilado.
Una vez más, H’ani cobró conciencia del cuerpo joven y fructífero que tenía en los brazos. Su tristeza se aplacó un poquito y sintió renacer el instinto maternal en su pecho marchito, sin leche, agostado por la gran enfermedad.
“Tal vez —pensó—, tal vez los espíritus ya se han ablandado al vernos iniciar el peregrinaje; tal vez otorguen a esta vieja el don de oír, una vez más, el grito de un recién nacido.”
Al alba, H’ani destapó uno de los pequeños cuernos que pendían de su faja y, con una pasta aromática, untó las ampollas que el sol había producido en las mejillas, la nariz y los labios de Centaine, en los rasguños y los cardenales que le cubrían brazos y piernas. Parloteaba al trabajar. Luego permitió que la muchacha bebiera una ración de agua, bien medida. Ella aún estaba saboreándola, como si se tratara de un precioso burdeos, cuando los dos San, sin mayor ceremonia, se levantaron, pusieron la cara al Norte y partieron por la playa con su rítmico trote.
Centaine se levantó de un salto, consternada. Sin pérdida de tiempo, recogió su garrote, se puso la capucha de lona y echó a andar tras ellos.
Con el primer kilómetro comprendió lo mucho que la había fortalecido el descanso y el alimento. Al principio pudo mantener la vista en aquellas dos pequeñas siluetas, vio que H’ani hurgaba la arena con su palo, recogía una almeja casi sin detenerse y se la entregaba a O’wa, para retirar después otra para sí misma; la comió sin dejar su trote.
Centaine afiló un extremo de su palo y la imitó; al principio no tuvo éxito; por fin comprendió que las almejas estaban en hoyos de la arena… y H’ani conocía algún medio para localizarlas. Era inútil excavar sin saber. Desde entonces sólo excavó donde H’ani había marcado la arena y, sin dejar de correr, bebió agradecida los jugos del molusco.
A pesar de sus esfuerzos, pronto aminoró el paso. Los dos San se fueron alejando poco a poco y, una vez más, desaparecieron de su vista. Hacia mediodía Centaine se vio reducida a caminar arrastrando los pies; entonces comprendió que necesitaba descansar. En cuanto lo aceptó, levantó los ojos y reconoció, mucho más adelante, el promontorio donde vivía la colonia de focas.
Fue casi como si H’ani hubiera adivinado el límite exacto de su resistencia, pues ella y O’wa la estaban esperando en el refugio de las rocas. La anciana sonrió, parloteando de placer, al ver que Centaine se arrastraba cuesta arriba, para caer exhausta en la cueva, junto al fuego.
H’ani le dio una ración de agua. Mientras tanto hubo otra acalorada discusión entre los dos ancianos, que Centaine observó con interés. Notó que, cada vez que H’ani la señalaba, pronunciaba la palabra “nam”. Los gestos de ambos eran tan expresivos que la muchacha creyó comprender: la anciana quería quedarse en bien de ella, mientras que O’wa deseaba proseguir.
Cada vez que H’ani señalaba a su compañero, lo hacía con ese chasquido de beso. Por fin Centaine interrumpió la discusión señalando también al pequeño bosquimano, mientras decía:
—¡O’wa!
Ambos la miraron, estupefactos. De inmediato, con encantados chillidos de regocijo, festejaron su logro.
—¡O’wa! —H’ani clavó un dedo en las costillas de su marido.
—¡O’wa! —El viejo se palmoteó el pecho, sacudiendo afirmativamente la cabeza, muy gratificado.
La discusión había quedado momentáneamente olvidada, como Centaine quería. En cuanto pasó el primer entusiasmo, señaló a la vieja, que comprendió rápidamente su pregunta.
—¡H’ani! —anunció, claramente.
Al tercer intento, Centaine pronunció el chasquido final a satisfacción de la encantadísima H’ani. Entonces se tocó el pecho, diciendo:
—Centaine.
Pero eso provocó una aguda negativa y un agitar de manos.
—¡Niña Nam! —H’ani le dio una leve palmada en el hombro.
—¡Niña Nam! —aceptó.
—Ya ves, reverendo abuelo —pronunció H’ani, volviéndose hacia su esposo—: Niña Nam puede ser fea, pero aprende pronto y está encinta. Descansaremos aquí y seguiremos mañana. ¡Asunto decidido!
Gruñendo por lo bajo, O’wa se retiró del refugio. Pero volvió al anochecer, con la carne fresca de una foca a medio crecer sobre un hombro. Centaine se sentía tan descansada que participó en la ceremonia de agradecimiento, palmoteando con H’ani e imitando sus gritos agudos, mientras O’wa bailaba alrededor y la foca se asaba sobre las brasas.
El ungüento aplicado por H’ani produjo rápidos resultados. Se secaron las despellejaduras y las ampollas; su piel de pigmentación celta se oscureció hasta tomar el color de la teca, al acostumbrarse al sol. De todos modos, usaba los dedos para peinarse la cabellera hacia fuera, a fin de protegerse la cara en lo posible.
Día a día recobraba las fuerzas, según su cuerpo respondía al trabajo duro y a la dieta proteica de los frutos de mar. Pronto pudo igualar, con sus largas piernas, el paso impuesto por O’wa; ya no hubo retrasos ni discusiones sobre los descansos anticipados. Para Centaine se convirtió en cuestión de orgullo mantenerse a la par de la pareja desde el alba al atardecer.
—Ya te enseñaré, viejo demonio —murmuraba para sus adentros, muy consciente del extraño antagonismo que O’wa sentía hacia ella, pero atribuyéndolo a su debilidad, a su falta de recursos y a los retrasos que les imponía.
Un día, cuando estaban a punto de iniciar la marcha y a pesar de las protestas de la anciana, tomó la mitad de los huevos de avestruz llenos de agua y los pasó a su chal de lona. En cuanto H’ani comprendió sus intenciones, aceptó de buena gana y codeó sin misericordia al anciano, en tanto iniciaba la marcha del día.
—Niña Nam lleva su parte, como cualquier mujer de los San —dijo.
Y cuando acabó con sus pullas fijó en Centaine toda su atención. Inició su instrucción con toda seriedad, señalando con su palo de excavar; no quedaba satisfecha hasta que la joven repetía la palabra con corrección o daba muestras de haber comprendido la enseñanza.
Al principio, la muchacha lo hacía sólo por mantener contenta a H’ani, pero pronto comenzó a deleitarse con cada nuevo descubrimiento. El viaje de cada día parecía menos pesado, más veloz, a medida que se fortalecía su cuerpo y aumentaba su comprensión.
Lo que ella tomara, en un principio, por un páramo estéril era, en verdad, un mundo lleno de vida, extraña y maravillosamente adaptada. Los bancos de algas y los arrecifes subacuáticos eran tesoros de crustáceos, moluscos y gusanos marinos; ocasionalmente, la marea dejaba un banco de peces atrapado en algún charco, entre las rocas; la carne tenía un color verdoso, pero asada sobre las brasas era muy sabrosa.
En cierta ocasión tropezaron con una colonia de pingüinos que estaban anidando en una isla rocosa, conectada al continente por un arrecife, por el cual cruzaron con la marea baja, aunque Centaine hizo el trayecto horrorizada por la posibilidad de encontrarse con tiburones. Los miles de aves relincharon de cólera cuando los bosquimanos llenaron sus bolsas de huevos verdes. Asados en la arena, bajo el fuego, eran deliciosos pero tan grandes que sólo era posible comerlos de uno en uno; la provisión les duró varios días.
Hasta las variables dunas, con sus flancos resbaladizos, albergaban lagartijas que se enterraban en la arena y serpientes que se alimentaban de ellas. Los viajeros mataban a palos tanto las lagartijas como las serpientes, para cocinarlas sin quitarles la piel. Vencida la aversión inicial Centaine descubrió que sabían a pollo.
Mientras avanzaban hacia el Norte, las dunas se hicieron intermitentes. Ya no presentaban una muralla ininterrumpida; entre una y otra había valles con fondos de tierra sólida, aunque tan estéril como las dunas y la playa. H’ani guiaba a Centaine hasta ciertas plantas suculentas, que se parecían en todo a piedras. Al excavar bajo las diminutas hojas se encontraba una raíz del tamaño de una pelota de fútbol, llena de un jugo amargo como la quinina, pero más efectivo que el agua misma para calmar la sed. La pulpa, frotada contra la piel, aliviaba la sequedad causada por el viento, la sal y el sol, dejando el cutis limpio y suave.
El efecto hizo que Centaine, por primera vez, cobrara conciencia de su aspecto. Esa noche, en tanto esperaban que se asara la comida, afiló un palillo para limpiarse las intersecciones de los dientes. Después se frotó la dentadura con el índice introducido en sal evaporada, recogida de las rocas. H’ani, que la observaba con aire conocedor, se aproximó con un palillo para desenredarle la cabellera, mientras la arrullaba suavemente, y la peinó con dos trenzas apretadas.
Cuando Centaine despertó aún estaba oscuro. Notó de inmediato que se había producido algún cambio mientras ella dormía. Aunque el fuego había sido avivado, la luz era extrañamente difusa y las voces excitadas de H’ani y O’wa sonaban apagadas, como si vinieran desde lejos. El aire estaba frío, denso de humedad. La muchacha tardó un rato en notar que estaban envueltos en una espesa niebla, llegada desde el mar durante la noche.
H’ani saltaba de entusiasmo e impaciencia.
—Ven, Niña Nam, ven.
El vocabulario de Centaine ya incluía un centenar de palabras más importantes. Se levantó.
—Toma. Trae. —H’ani señaló el envase de lona que contenía los huevos de avestruz y, después de recoger su propia bolsa de cuero, corrió hacia la niebla. Centaine salió tras ella para no perderla de vista, pues el mundo había sido borrado por los perlados bancos de niebla.
En el valle, entre las dunas, H’ani cayó de rodillas.
—Mira, Niña Nam.
Tomó a Centaine de la muñeca para obligarla a sentarse a su lado y señaló la planta del desierto, que estaba aplanada contra el suelo. La piel gruesa y suave que cubría aquellas hojas parecidas a piedras imitaba exactamente el color de la tierra circundante.
—¡Agua, H’ani! —exclamó Centaine, encantada.
—Agua, Niña Nam.
H’ani lanzó una carcajada.
La neblina se había condensado en las hojas suaves, corriendo por las superficies inclinadas hasta reunirse en las depresiones del centro, donde los cortos tallos desaparecían en la tierra; la planta era una recolectora de humedad, de maravilloso diseño, y la muchacha comprendió entonces cómo se llenaba aquella raíz subterránea.
—¡Pronto! —ordenó H’ani—. Sol sale pronto. Plantó en el suelo blando uno de los huevos vacíos y les quitó el tapón. Con una bola de piel de animal recogió el centelleante charquito de rocío y luego lo estrujó cuidadosamente, vertiendo las gotas en el huevo. Con esa demostración entregó a la muchacha otra bola de piel.
—¡Trabaja! —ordenó.
Centaine trabajó tan deprisa como la anciana, escuchando su parloteo feliz, del que sólo comprendía una palabra de tanto en tanto.
—Esto es una bendición, en verdad. Los espíritus son bondadosos al enviar desde el mar el humo de agua. Ahora el cruce hasta el Sitio de Toda la Vida será menos arduo. Sin el humo de agua hubiéramos podido perecer. Ellos nos han allanado el camino. Niña Nam: tal vez tu bebé nazca en el Sitio de Toda la Vida. Qué prodigiosa benevolencia sería ésa. Pues así tu hijo tendría dentro de sí, toda su vida, la marca especial de los espíritus; sería el más grande de los cazadores, el más dulce de los cantantes, el más hábil de los bailarines y el más afortunado de todo su clan.
Centaine no comprendía, pero se rió de la anciana; se sentía alegre, feliz, y la sobresaltó el sonido de su propia carcajada. Hacía tanto tiempo… Y respondió a la cháchara de la vieja en francés.
—En realidad, comenzaba a detestar esta dura tierra tuya, H’ani. Después de tanta expectativa por verla, después de las cosas extraordinarias que Michael me contaba y todo lo que había leído sobre ella, ¡qué diferente era todo, qué cruel y maligno!
Al oír su tono de voz, H’ani hizo una pausa, con la piel mojada puesta sobre el huevo, y la miró, intrigada.
—Esta ha sido la primera carcajada que lanzo desde que estoy en África. —Centaine volvió a reír, y H’ani, llena de alivio volvió su atención a la botella—. Hoy África me ha mostrado por primera vez su cara buena. —Se llevó la piel mojada a los labios para sorber el fresco rocío—. Es un día especial, H’ani, para mí y para mi bebé es un día especial.
Cuando todas las botellas-huevos estuvieron rebosantes y bien tapadas otra vez, ambas se dieron un festín, bebiendo el rocío hasta saciarse. Sólo entonces Centaine miró en derredor, apreciando la importancia de la niebla para las plantas y criaturas del desierto.
Las hormigas obreras corrían de planta en planta, chupando las gotas hasta que el abdomen les quedaba hinchado y translúcido, a punto de reventar, antes de desaparecer otra vez en sus hormigueros. A la entrada de cada uno se había reunido algún grupo de hormigas para despedir a las reinas en su vuelo nupcial. Las lagartijas de la arena habían bajado de las dunas para darse un banquete de hormigas. También había pequeños roedores rojizos que brincaban por el valle, como diminutos canguros.
—Mira, H’ani, ¿qué es esto? —Centaine había descubierto un extraño insecto, del tamaño de una langosta, que estaba erguido sobre la cabeza. El rocío se condensaba en gotas plateadas sobre su iridiscente cascarón y luego corría hacia el pico ganchudo.
—Bueno comer —dijo H’ani; y se metió el insecto en la boca y, después de triturarlo, lo tragó con deleite.
Centaine se echó a reír.
—Viejecita querida y cómica. ¡Qué encantadora es África! ¡Por fin comprendo un poco lo que Michael trataba de decirme!
Con esa brusquedad africana que ya no sorprendía a Centaine, el clima cambió. Los telones de niebla se retiraron, dejando pasar el sol, y a los pocos minutos el rocío había desaparecido de las plantas. Las hormigas se ocultaron en sus madrigueras, sellado las entradas, y las lagartijas volvieron a las dunas, dejando las alas de papel de las hormigas voladoras devoradas para que el viento se las llevara.
H’ani y Centaine volvieron a cargar sus bolsas y, agachadas bajo el peso de los huevos, bajaron a la playa. O’wa ya estaba en el campamento, con una docena de lagartijas gordas ensartadas en un palo y una bolsa llena de ratas del desierto tendida junto al hogar.
—¡Oh, esposo, qué intrépido proveedor eres! —H’ani dejó su bolsa para alabar mejor los esfuerzos del anciano—. ¡Sin duda, nunca hubo entre todos los San un cazador que igualara tu habilidad!
O’wa se regodeó desvergonzadamente ante aquellos flagrantes halagos. Por un momento, H’ani desvió la cara; sus ojos enviaron un mensaje a Centaine, en el lenguaje secreto de las mujeres.
“Son niños —decía su sonrisa, claramente—. Desde los ocho a los ochenta años, siguen siendo niños.” Y Centaine, riendo otra vez, palmoteó, uniéndose a H’ani en su pantomima de aprobación.
—¡O’wa bueno! ¡O’wa sagaz!
Y el anciano, moviendo afirmativamente la cabeza, puso cara solemne e importante.
Como sólo faltaban cuatro o cinco días para la luna llena, después de comer aún se veían oscuras sombras purpúreas debajo de las dunas. Aún estaban demasiado excitados por la visita de la niebla para poder acostarse, y Centaine estaba tratando de seguir la charla de los dos viejos.
Por entonces había aprendido los cuatro chasquidos del idioma San, así como ese ruido gutural que hacía pensar en un estrangulamiento. Sin embargo, aún le costaba comprender las variaciones tonales. Los diferentes tonos eran casi imposibles de detectar para el oído occidental, y Centaine había captado su existencia apenas en los últimos días. Le intrigaba el modo en que H’ani repetía la misma palabra, exasperada porque ella no lograba detectar diferencia alguna en las pronunciaciones. De pronto, como si le hubieran quitado de los oídos sendos tapones de cera, oyó las cinco inflexiones distintas: alta, media, baja, ascendente y descendente, que cambiaban, no sólo el sentido de una palabra, sino su relación con el resto de la frase.
Era difícil, todo un desafío; se había sentado cerca de H’ani y le estaba observando los labios atentamente cuando, de pronto, soltó una exclamación de sorpresa y se apretó el vientre con ambas manos.
—¡Se ha movido! —Su voz se colmó de maravilla—. ¡El bebé se ha movido!
H’ani, comprendiendo inmediatamente, se apresuró a levantar la breve y raída falda de la muchacha para ponerle la mano en el vientre.
—¡Ay, ay! —chilló—. ¡Siento! ¡Lo siento patalear como una cebra macho! —Gordas lagrimitas de alegría le brotaron de los ojos achinados, para correr por las profundas arrugas de las mejillas, centelleando a la luz del fuego y bajo el claro de luna.
—Tan fuerte… tan bravo y fuerte… Tócalo, viejo abuelo.
O’wa no pudo negarse a semejante invitación.
Centaine, arrodillada a la luz del fuego, con las faldas levantadas descubriendo la parte inferior del cuerpo desnudo, no sintió vergüenza alguna ante el contacto del anciano.
—Ésta es una ocasión muy propicia —anunció O’wa, lleno de solemnidad—. Corresponde que baile para celebrarla.
Y se levantó para bailar a la luz de la luna, en honor del niño por nacer.
La luna se hundió en el mar oscuro, umbrío, pero el cielo ya estaba tomando el color de las naranjas maduras. Centaine permaneció tendida sólo unos segundos, después de despertar. Le sorprendió ver que los dos ancianos seguían tendidos junto a las cenizas de la fogata, pero se apartó del campamento, sabiendo que la marcha del día se iniciaría antes del amanecer.
A discreta distancia del campamento, se puso en cuclillas para orinar. Luego, quitándose los harapos, corrió hacia el mar, recibiendo con ásperos jadeos el agua fría y vigorizante, en tanto se frotaba el cuerpo con puñados de arena. Después volvió a ponerse la ropa sobre el cuerpo húmedo y corrió al campamento. Los ancianos seguían envueltos en sus mantos de cuero, tan quietos que Centaine tuvo un momento de pánico. Pero al fin H’ani tosió y se movió un poco.
“Bueno, al menos están vivos.” Centaine, sonriendo, juntó sus pocas pertenencias. Se sentía virtuosa, pues lo habitual era que H’ani la acicateara para que se levantara. Pero la vieja volvió a moverse, con un murmullo soñoliento.
Centaine sólo comprendió las palabras “espera, descansa, duerme”. Luego H’ani volvió a cubrirse la cabeza con el manto.
La muchacha quedó desconcertada. Puso algunos palillos en el fuego y sopló hasta producir llama antes de sentarse a esperar.
Venus, el lucero de la mañana, yacía sobre el lomo de las dunas, pero palideció al aproximarse el sol. Y los dos San seguían durmiendo. Centaine empezó a irritarse ante tanta inactividad. Estaba ya tan fuerte y sana que esperaba con ansia el viaje diario.
Sólo cuando el sol asomó por encima de las dunas se sentó H’ani, bostezando, rascándose.
—¿Ir? —preguntó Centaine, usando el tono ascendente que convertía a la palabra en pregunta.
—No, no. Esperar… noche… luna… allá. —Y señaló las dunas con un rápido pulgar.
—¿Ir tierra? —preguntó Centaine, nada segura de haber comprendido.
—Ir tierra —concordó H’ani.
Centaine sintió una rápida emoción. Por fin iba a abandonar la costa.
—¿Ahora? —inquirió, impaciente.
Por dos veces, en los últimos días, había subido la duna más cercana para mirar tierra adentro. En una ocasión había creído ver un distante contorno de montañas azules contra el cielo del anochecer, llamándola para que abandonara ese monótono paisaje marino y fuera hacia ese misterioso interior.
—¿Ahora? —repitió, ansiosa.
Y O’wa rió, burlón, acercándose al fuego.
—El mono está ansioso por conocer al leopardo —dijo—, pero ¡escúchalo chillar cuando lo conoce!
H’ani chascó la lengua en actitud de desaprobación y se volvió hacia Centaine.
—Hoy descansamos. Esta noche iniciaremos la parte más dura de nuestro viaje. Esta noche, Niña Nam, ¿comprendes? Esta noche, cuando la luna nos alumbre. Esta noche, cuando el sol duerma, pues no hay hombre ni mujer que pueda caminar con el sol por la tierra de las arenas que cantan. Esta noche. Ahora descansa.
—Esta noche —repitió Centaine—. Ahora descanso.
Pero abandonó el campamento y volvió a trepar por las arenas resbaladizas, hasta la cima de la primera duna.
En la playa, ciento veinte metros más abajo, las dos diminutas figuras sentadas junto a la fogata eran motas insignificantes. Luego miró tierra adentro; la duna en donde estaba era sólo el pie de las grandes montañas de arena que se elevaban más allá.
Bajo su mirada, el horizonte tomó un color azul lechoso y comenzó a disolverse en ondulaciones. Desde el desierto surgió una bocanada de calor que la hizo retroceder.
Ante sus ojos, la tierra quedó velada por los velos vidriosos, reverberantes, del espejismo provocado por el calor: Giró para bajar otra vez hacia el campamento. Ni O’wa ni H’ani estaban totalmente ociosos. El viejo estaba haciendo flechas de hueso blanco, mientras su mujer armaba otro collar, formando las cuentas con trozos de conchillas partidas, a las que redondeaba golpeándolas entre dos piedras pequeñas; luego las perforaba con una astilla de hueso y, por fin, las enhebraba en un trozo de tripa.
Mientras la miraba trabajar, Centaine recordó vívidamente a Anna. Se levantó a toda prisa y volvió a alejarse. H’ani levantó la vista de sus cuentas.
—Niña Nam se siente infeliz —dijo.
—Hay agua en los huevos y comida en su panza —gruñó O’wa—. No tiene motivos para sentirse infeliz.
—Extraña a su propio clan —susurró la anciana.
Y el marido no respondió. Ambos comprendían muy bien aquello y recordaban, en silencio, a los que dejaran en sus tumbas poco profundas, en el páramo.
—Ya estoy fuerte —dijo Centaine, en voz alta— y he aprendido a sobrevivir. No tengo por qué seguirlos. Podría volver otra vez hacia el Sur, sola. —Se levantó, insegura, imaginando cómo sería aquello. Fue esa única palabra lo que la decidió—. Sola —repitió—. Si al menos Anna estuviera con vida, si tuviera algún sitio adonde ir, entonces podría intentarlo. —Se dejó caer en la playa, tristemente abrazada a sus rodillas—. Pero no hay modo de volver atrás. Tengo que seguir. Vivir día a día como un animal, como una salvaje, con salvajes. —Se miró los harapos que apenas le cubrían el cuerpo—. Tengo que seguir, y ni siquiera sé hasta dónde. —La desesperación amenazaba abrumarla por completo. Tuvo que luchar contra ella como si fuera un adversario vivo, y murmuró—: No voy a renunciar. No voy a renunciar, y cuando esto termine no volveré a pasar necesidad. Jamás tendré sed ni hambre ni usaré harapos y pieles malolientes otra vez. —Se miró las manos. Tenía las uñas melladas, negras de suciedad, rotas hasta la carne. Cerró el puño para no verlas. Nunca jamás. Mi hijo y yo no volveremos a pasar necesidades. Lo juro.
Comenzaba la tarde cuando volvió al primitivo campamento. H’ani levantó la mirada hacia ella, sonriendo como un monito envejecido, y Centaine sintió un arrebato de afecto por ella.
—Querida H’ani —susurró—, eres lo único que me queda.
La anciana se levantó para acercarse, con el collar de conchillas en ambas manos, y se puso de puntillas. Con mucho cuidado, pasó el collar por la cabeza de Centaine y se lo colocó sobre el seno, arrullando de satisfacción ante su propia obra.
—Es bellísimo, H’ani. —La voz de Centaine sonaba ronca—. Gracias, muchísimas gracias. —Y de pronto estalló en lágrimas—. Y yo te traté de salvaje. Oh, perdóname. Junto con Anna, eres la persona más dulce y amorosa que he conocido.
Se arrodilló, para poder mirarla frente a frente, y abrazó a la anciana con una fuerza desesperada, apoyando su mejilla contra la marchita de H’ani.
—¿Por qué llora? —preguntó O’wa, desde el borde del fuego.
—Porque es feliz.
—Ése —opinó él— es un motivo muy estúpido. Creo que esta hembra está un poco loca.
Y se levantó, meneando la cabeza, para efectuar los preparativos finales antes de iniciar el viaje nocturno.
Los ancianos estaban más solemnes que de costumbre al colocarse los mantos y las bolsas. H’ani se acercó a ella y le revisó la correa de la bolsa; luego se arrodilló para ajustarle los vendajes de lona.
—¿Qué pasa? —Actitud tan seria estaba intranquilizando a la muchacha.
H’ani comprendió la pregunta, pero no trató de explicar. Se limitó a llamarla y ambas siguieron a O’wa. El anciano levantó la voz.
—Espíritu de la Luna, haz luz para nosotros, esta noche, y muéstranos el sendero. —Utilizaba el falsete quebrado que gustaba especialmente a todos los espíritus. Luego trazó unos pocos pasos de danza en la arena—. Espíritu del Gran Sol, duerme bien, y mañana, cuando te levantes, no estés enojado. Que tu enojo no nos queme en las arenas que cantan. Después, cuando hayamos cruzado sanos y salvos, y lleguemos a los pozos de sorber, danzaremos para ti y te cantaremos nuestro agradecimiento.
Acabó la breve danza con un salto, plantando en el suelo sus piesecitos de niño. Por el momento bastaba; era un pequeño pago anticipado, con la promesa de abonar el resto cuando los espíritus hubieran cumplido su parte en el contrato.
—Ven, anciana abuela —dijo—. Asegúrate de que Niña Nam se mantenga cerca y no quede atrás. Sabes que no podremos volver a buscarla si lo hace.
Y con ese trote rápido, bamboleante, echó a andar por la cuesta de la playa hasta la boca del valle, en el momento en que la luna se desprendía del horizonte oscurecido para iniciar su viaje por los cielos estrellados.
Era extraño viajar de noche, pues el desierto parecía tomar dimensiones nuevas y misteriosas; las dunas parecían más altas, más próximas, envueltas en el claro de luna y en las sombras purpúreas; los valles eran cañones de silencio. Y sobre todo eso se extendía el vasto dosel de las estrellas y la luna, tan cerca, tan brillante, que parecía posible arrancarlas como a una fruta madura con sólo estirar la mano.
El recuerdo del océano se quedó con ellos mucho tiempo tras haberse perdido de vista; el leve siseo de sus pasos en la arena parecía repetir el suave beso de las olas en la playa; las vastas aguas verdes seguían refrescando el aire.