—Murió en el bombardeo.

—Lo siento muchísimo —dijo Sean, simplemente. Y se volvió hacia John Pearce—. Lleve a la señorita De Thiry a mis habitaciones. En cinco minutos estaré con usted, querida.

El cuarto del general daba directamente al refectorio grande; de este modo, dejando la puerta de par en par, Sean Courtney podía vigilar cuanto pasaba en la sala de operaciones desde su camastro. Apenas tenía muebles: sólo una cama, un escritorio con dos sillas, más el baúl puesto a los pies del camastro.

—¿Quiere sentarse aquí, señorita?

John Pearce le ofreció una de las sillas. Mientras esperaba, Centaine estudió el cuartito.

El único objeto interesante era el escritorio. Sobre él había un marco articulado; una de las hojas contenía la foto de una magnífica mujer, de edad madura, de morena belleza judía; en la esquina inferior tenía una inscripción: “Vuelve sano y salvo a tu esposa que te ama, Ruth”.

La segunda hoja del marco mostraba la fotografía de una muchacha, cuya edad parecía más o menos la de Centaine. El parecido con la otra mujer era tan visible que sólo podían ser madre e hija, pero la belleza de la joven quedaba menguada por una expresión petulante, de malcriada; esa boca bonita presentaba una inclinación dura; Centaine decidió que no le gustaba mucho.

—Mi esposa y mi hija —dijo Sean Courtney, desde la puerta. Se había puesto la chaqueta y estaba abotonándosela. Mientras ocupaba la otra silla, frente a ella, preguntó—: ¿Ha comido?

—Sí, gracias.

Centaine se levantó para coger la fosforera de plata que había en el escritorio, encendió una cerilla y se la acercó para que encendiera el habano. Él pareció sorprendido, pero se inclinó hacia delante y puso la punta del cigarro en la llama. Cuando lo tuvo encendido se reclinó en la silla, comentando:

—Storm, mi hija, hace lo mismo.

Centaine apagó la cerilla de un soplo y volvió a sentarse, esperando en silencio a que él disfrutara las primeras bocanadas de humo fragrante. Había envejecido desde la última vez que lo vio; o tal vez era sólo un gran cansancio.

—¿Cuánto hace que no duerme? —preguntó.

El general sonrió. Súbitamente pareció rejuvenecer treinta años.

—Habla igual que mi esposa.

—Es muy hermosa.

—Sí. —Sean asintió, mirando la fotografía—. Usted lo ha perdido todo.

—El castillo, mi hogar y mi padre —confirmó ella, tratando de mostrarse tranquila, para que no se notara su horrible dolor.

—Tiene otros familiares, ¿verdad?

—Por supuesto. Tengo un tío que vive en Lyon y dos tías en París.

—Arreglaré todo para que viaje a Lyon.

—No.

—¿Por qué no? —preguntó él, ofendido por esa abrupta; negativa.

—No quiero ir a Lyon ni a París. Voy a África.

—¿A África? —El general quedó sorprendido—. ¿A África? Por Dios, ¿por qué allá?

—Porque le prometí a Michael… que iríamos a África.

—Pero, querida mía…

Sean bajó los ojos y se quedó estudiando la ceniza de su cigarro. Ella vio el dolor que le había provocado el nombre de Michael y lo compartió con él por un momento. Luego observó:

—Iba a decir: “Pero Michael ha muerto”.

—Sí —asintió él; su voz era casi un susurro.

—Prometí a Michael algo más, general. Le dije que su hijo nacería bajo el sol de África.

Sean levantó la cabeza lentamente para mirarla con fijeza.

—¿El hijo de Michael?

—Su hijo.

—¿Está embarazada de él?

—Sí.

A los labios del general subieron todas las preguntas mundanas y estúpidas: “¿Está segura? ¿Cómo lo sabe con tanta certeza? ¿Cómo puedo saber yo que es hijo de Michael?” Pero las contuvo. Necesitaba tiempo para pensar, para ajustarse a ese increíble giro del destino.

—Disculpe.

Se levantó para volver a la sala de operaciones, renqueando discretamente.

—¿Estamos ya en contacto con el tercer batallón? —preguntó al grupo de oficiales.

—Lo hemos conseguido por un minuto, pero los hemos perdido otra vez. Están listos para contraatacar, señor, pero necesitan apoyo de la artillería.

—A ver si se comunica otra vez con esos malditos burócratas. Y siga tratando de comunicar con Caithness. —Giró hacia otro miembro de su personal—. Roger, ¿qué esta pasando con el Primero?

—No hay cambio, señor. Han quebrado dos ataques enemigos, pero están recibiendo una buena paliza de la artillería alemana. El coronel Stevens cree que pueden resistir.

—¡Buen hombre! —gruñó Sean.

Era como tratar de sellar las grietas de un dique con puñados de arcilla para contener el océano, pero de algún modo lo estaban logrando, y cada hora que resistían mellaba el filo del ataque alemán.

—La clave está en los cañones, si los conseguimos pronto. ¿Cómo está el tránsito en la carretera principal?

—Parece que se despeja, señor.

Si podían poner esos cañones en la abertura antes de la mañana, el enemigo pagaría muy caro lo ganado. Lo atraparían en una saliente, atacando por tres lados, castigándolo con artillería.

Sean sintió que el ánimo se le iba nuevamente a los pies. A fin de cuentas, en esa guerra todo se limitaba a conseguir esos malditos cañones. Una parte de su mente hizo cálculos, valoró los riesgos y los costos, dio órdenes; otra parte estaba sacando otras cuentas. Pensaba en la muchacha y en su reclamo.

En primer término tuvo que dominar su reacción natural a lo que había sabido, pues Sean era un hijo de Victoria; esperaba que todo el mundo, en especial su propia familia, viviera según los códigos establecidos en el siglo anterior. Los hombres jóvenes, sin duda, debían sembrar su trigo salvaje (por Dios, él mismo lo había sembrado en cantidad, y sonrió tímidamente ante el recuerdo). Pero los muchachos decentes dejaban en paz a las muchachas decentes hasta después del matrimonio.

“Estoy escandalizado”, se dijo, y volvió a sonreír. Los oficiales sentados ante la mesa de operaciones vieron aquella sonrisa y se sintieron intranquilos, pensando: “¿Qué se trae ese viejo endiablado entre manos, ahora?”

—¿Todavía no se ha comunicado con el coronel Caithness? —Sean cubrió la sonrisa con un ceño feroz, y todos se aplicaron a sus tareas con renovada diligencia.

“Estoy escandalizado —se dijo, una vez más, todavía riéndose de sí mismo, aunque mantenía la cara impávida—. Sin embargo, el mismo Michael era fruto de una aventura amorosa. Tu primogénito…” Volvió a atacarlo el dolor por la muerte de Michael, pero lo contuvo.

“Ahora vamos a la muchacha. —Comenzó a pensar las cosas—. ¿Estará realmente embarazada o se trata de una forma compleja de extorsión?”

“No puedo haberme equivocado tanto al valorarla. Ella cree de veras que está embarazada.” En la anatomía y en la mente había zonas completamente extrañas para Sean. Sin embargo, había aprendido que, cuando una muchacha cree estar embarazada, es totalmente seguro que lo está. Estaba dispuesto a aceptarlo, aun sin saber cómo lo sabía. “De acuerdo: está embarazada. Pero ¿de Michael o de algún otro?”

Nuevamente, el rechazo de esa idea fue inmediato. “Es de familia decente; estaba bien custodiada por el padre y esa mujerona. Lo que no entiendo es cómo hicieron ella y Michael para…” Estuvo a punto de sonreír otra vez, al recordar la frecuencia y la destreza con que él mismo había triunfado, en su juventud, contra obstáculos igualmente temibles. “El ingenio de amor joven —pensó, sacudiendo la cabeza—. Está bien, lo acepto. Es el hijo de Michael. ¡El hijo de Michael! ¡El hijo de Michael!”

Y sólo entonces permitió que el regocijo ascendiera en él. “¡El hijo de Michael! Hay algo de Michael que aún vive.” De inmediato se contuvo. “Vamos, tranquilo, no es cuestión de precipitarse. Ella quiere ir a África, pero ¿qué diablos vamos a hacer con ella? No puedo llevarla a Emoyeni.” Por un momento apareció en su mente la imagen de la bella casa de la colina, que había construido para su esposa; el nombre significaba, en zulú, “el lugar del viento”. Le inundó un ansia poderosa de estar allí con ella. Tuvo que contenerse y dedicar otra vez su atención a los problemas inmediatos.

“Tres, allá; tres mujeres bonitas, todas orgullosas y de temperamento fuerte, viviendo en la misma casa.” Por instinto sabía que esa francesita y su propia hija, amada, pero llena de caprichos, pelearían como dos gatos en el mismo saco. Y sacudió la cabeza. “Por Dios, sería la receta perfecta para acabar en el desastre. Y yo no estaría allí para calentarles el trasero. Tengo que idear algo mejor. Por todos los santos, ¿qué hacemos con esta potranquita preñada?”

—¡Señor, señor! —llamó uno de sus oficiales, alargando hacia Sean el auricular del teléfono de campaña—. Por fin he conseguido la comunicación con el coronel Caithness.

Sean le arrebató el aparato.

—¡Douglas! —ladró.

La línea estaba mal; el fondo siseaba y rugía como el mar, haciendo que la voz de Douglas Caithness pareciera venir por encima del océano.

—Hola, señor. Acaban de llegar los cañones.

—Gracias a Dios —gruñó Sean.

—Los he distribuido en… —Caithness le dio las referencias según el mapa—. Ya están disparando y los hunos parecen haberse quedado sin vapor. Voy a atacar al amanecer.

—Tenga cuidado, Douglas. No hay reservas y no podré apoyarlo antes de mediodía.

—Sí, comprendo, pero no podemos dejar que se reagrupen sin oposición.

—No, por supuesto —concordó Sean—. Manténgame informado. Mientras tanto le voy a enviar cuatro baterías más y elementos del segundo batallón, pero no llegarán antes del mediodía.

—Gracias, señor. Nos vendrá bien.

—Vaya, hombre.

Sean devolvió el instrumento y, mientras observaba los alfileres que iban tomando nuevas posiciones en el mapa, se le ocurrió la solución a su problema personal.

“Garry…” Pensó en su hermano gemelo, en el acostumbrado aguijonazo de la culpa y la compasión. Garrick Courtney el hermano a quien él mismo había dejado lisiado.

Había ocurrido muchos años antes, pero cada instante de aquel día espantoso seguía muy claro en la mente de Sean, como si hubiera acaecido esa misma mañana. Dos gemelos adolescentes, discutiendo por la escopeta robada en la sala de armas del padre, trotando por los pastos dorados de las colinas zulúes.

—Yo fui el primero en ver al inkonka —protestó Garry. Iban a cazar a un viejo carnero cuya guarida habían descubierto el día anterior.

—Pero lo de la escopeta se me ocurrió a mí —retrucó Sean apretando más el arma—, así que disparo yo.

Y Sean se impuso, por supuesto. Como siempre. Garry llevó a Tinker, el perro de caza mestizo y recorrió el perímetro del denso matorral, para espantar al antílope hacia donde Sean esperaba con el arma cargada.

Sean oyó los leves gritos de Garry al pie de la colina y los frenéticos ladridos de Tinker, que había captado el rastro del cauteloso macho. Después, la carrera por el prado, los largos tallos amarillos que se abrían al paso del inkonka, encaminando directamente hacia donde estaba el muchacho, tendido en la cima de la colina.

El animal parecía inmenso a la luz del sol, pues la alarma le había erizado la melena desordenada; llevaba la cabeza oscura, coronada por la espiral de cuernos, bien erguida sobre el cuello poderoso. Medía un metro cincuenta hasta la cruz y pesaba poco menos de cien kilos; en el pecho y los flancos se veían delicados diseños como de tiza sobre el fondo oscuro. Era una bestia magnífica, rápida y formidable; aquellos cuernos, afilados como picas, hubieran podido desgarrar el vientre de un hombre o cortarle la arteria femoral… Y venía directamente hacia Sean.

El muchacho disparó. Estaba tan cerca que la carga de perdigones golpeó como un chorro sólido, abriendo el gran pecho del animal hasta alcanzar los pulmones y el corazón. El antílope cayó con un grito, pataleando; sus duros cascos negros castigaron el suelo rocoso, al resbalar colina abajo.

—¡Le he dado! —aulló Sean, saliendo de un brinco de su escondite—. ¡Le he dado al primer disparo, Garry! ¡Le he dado!

Garry y el perro subían por el duro prado dorado. Fue una carrera para ver cuál de ellos llegaba primero al animal muerto. Sean llevaba la escopeta, con el segundo cañón todavía cargado. Al correr, una piedra suelta rodó bajo su pie, haciéndolo caer. Se le escapó el arma y, al caer sobre un hombro, el segundo cañón se disparó con un ruido ensordecedor.

Cuando Sean pudo incorporarse, Garry estaba sentado junto al animal muerto, gimiendo. Su pierna había recibido toda la carga de perdigones, casi a quemarropa, por debajo de la rodilla. La carne era una serie de cintas rojas, mojadas; el hueso, astillas y fragmentos blancos; la sangre, una fuente brillante a la luz del sol.

“Pobre Garry —pensó Sean—, convertido en un viejo lisiado, al que le falta una pierna, tan solito.” La mujer a quien Sean dejó encinta y con quien Garry se casó antes del nacimiento de Michael había llegado finalmente a la locura, por su propio odio y su amargura, para morir en las llamas que ella misma alimentaba. También Michael había desaparecido. Garry no tenía nada sino sus libros y sus escritos.

“Le enviaré a esta muchachita animosa y a su niño que va a nacer.” La solución fue una oleada de alivio. “Al menos puedo compensarlo en algo por cuanto le he hecho. Le enviaré a mi propio nieto, el nieto que tanto me gustaría reclamar para mí. Se lo enviaré como parte del pago.”

Volvió la espalda al mapa y se acercó rápidamente a la muchacha que lo estaba esperando.

Ella se levantó para salirle al encuentro, en silencio, con las manos pudorosamente entrelazadas contra la falda. Sean vio en sus ojos oscuros la preocupación, el miedo a ser rechazada; le temblaba el labio inferior al esperar su dictamen.

Él cerró la puerta tras de sí y se acercó a ella, para cogerle las manos limpias; luego se inclinó a besarla con gentileza. La barba raspó la mejilla suave, pero ella soltó un sollozo de alivio y le echó ambos brazos al cuello.

—Disculpe, querida —dijo él—. Me ha tomado por sorpresa. Tenía que hacerme a la idea.

Sean la abrazó… pero con mucha suavidad, pues el misterio del embarazo era una de las pocas cosas que lo llenaba de respetuoso asombro. Luego la instaló en la silla.

—¿Puedo ir a África? —preguntó ella, sonriendo, aunque todavía le temblaban las lágrimas en los ojos.

—Sí, por supuesto. Allá está ahora tu patria, pues, en lo que; a mí concierne, eres la esposa de Michael. En África debes estar.

—Soy muy feliz —afirmó ella, dulcemente.

Pero era más que simple felicidad. Era una gran sensación de estar insegura y protegida; el aura de poder y energía que emanaba de ese hombre se alzaba en ese momento sobre ella como un escudo.

“Eres la esposa de Michael”, le había dicho. Reconocía lo que ella misma pensaba y, de algún modo, su apoyo lo convertía en cosa hecha.

—Te diré lo que voy a hacer. Los submarinos alemanes están haciendo estragos. El modo más seguro de llevarte hasta allá será embarcarte en uno de los barcos hospital de la Cruz Roja, que parten directamente de los puertos del canal francés.

—Y Anna… —intervino Centaine, apresuradamente.

—Debe ir contigo, por supuesto. Yo me encargaré de eso Las dos os ofreceréis como enfermeras voluntarias. Temo que tendréis que trabajar para ganaros el viaje.

La muchacha asintió de inmediato.

—El padre de Michael, mi hermano, Garrick Courtney… —comenzó Sean.

—¡Sí, sí! Michael me habló mucho de él. Es un gran héroe. Ganó la cruz de la reina Victoria por su valor en una batalla contra los zulúes —le interrumpió Centaine, excitada—. Y es un gran erudito, dedicado a escribir libros de Historia.

Aquella descripción del pobre Garry hizo parpadear a Sean pero era correcta y no le quedó sino asentir.

—También es una persona amable y bondadosa. Es viudo acaba de perder a su único hijo. —Entre ellos hubo un entendimiento casi telepático; aunque Centaine conocía la verdad, desde ese momento en adelante sólo se referirían a Michael como si fuera hijo de Garrick Courtney—. Michael era toda su vida; tú y yo, que compartimos la pérdida, sabemos lo que ha de sentir.

Los ojos de Centaine brillaron con lágrimas contenidas; se mordió el labio inferior, asintiendo con vehemencia.

—Le enviaré un telegrama. Cuando llegue el barco él estará esperándote en Ciudad de El Cabo. También te daré una carta para que se la lleves. Puedes contar con su bienvenida y su protección, tanto para ti como para la criatura.

—El hijo de Michael, un varón —aclaró ella, con firmeza. Y de inmediato vaciló—. Pero ¿también lo veré a usted, general, de vez en cuando?

—Con frecuencia —le aseguró Sean, inclinándose para darle una palmadita en la mano—. Con más frecuencia de la que te gustaría probablemente.

A partir de ese momento todo ocurrió con mucha celeridad; así descubriría Centaine que, tratándose de Sean Courtney, siempre pasaba de ese modo.

Permaneció sólo cinco días más en el monasterio, pero en ese tiempo se contuvo el ataque alemán en Mort Homme, en una lucha encarnizada y sangrienta; una vez que la línea quedó estabilizada y reforzada, Sean Courtney pudo disponer de unas pocas horas al día para pasar con ella.

Todas las noches cenaban juntos; entonces él respondía con paciencia y buen humor a sus interminables preguntas sobre África, su gente y sus animales, sobre la familia Courtney. Casi siempre hablaban en inglés, pero cuando Centaine no encontraba la palabra debida volvía al flamenco. Después, al terminar la comida, ella le preparaba el cigarro y se lo encendía; le servía un coñac y se sentaba a su lado, siempre conversando, hasta que Anna venía en su busca o hasta que Sean debía acudir a la sala de operaciones. Entonces ella se acercaba levantando la cara para recibir un beso, con una inocencia tan infantil que Sean lamentaba la proximidad de su partida.

John Pearce les llevó los uniformes de enfermera. Eran tocas blancas y un delantal con breteles cruzados sobre un vestido azul grisáceo; Centaine y Anna les hicieron los ajustes necesarios, y sus agujas dieron un toque de garbo francés a las prendas sin forma.

Así llegó el momento de partir. Sangane cargó el magro equipaje en el “Rolls Royce” y Sean Courtney bajó por los claustros, gruñón y severo por el dolor de la despedida.

—Cuídela bien —ordenó a Anna, que lo miró echando chispas de indignación por tan gratuito consejo.

—Cuando vuelva —prometió Centaine—, iré a esperarlo en los muelles.

Y Sean frunció el ceño, lleno de azoramiento y placer cuando ella se alzó de puntillas para besarlo delante de todo el personal. El general se quedó contemplando el “Rolls”, que se alejaba con la muchacha; le hacía señas con la mano por la ventanilla trasera. Por fin reaccionó y giró sobre sus talones para enfrentarse a sus oficiales.

—Bueno, caballeros, qué estamos mirando aquí, como papanatas. Esto es una guerra, no un picnic de escolares.

Y bajó a grandes pasos por los claustros, furioso consigo mismo por lamentar tanto la ausencia de la muchacha.

El Protea Castle había sido buque correo de la “Union Castle Line”; se trataba de un rápido barco de pasajeros, que había hecho el recorrido entre El Cabo y Southampton antes de que lo convirtieran en barco hospital, pintado de blanco y con cruces encarnadas en sus flancos y en sus tres chimeneas.

Amarrado en el puerto interior de Calais, estaba recibiendo a sus pasajeros para el viaje hacia el Sur; distaban mucho de parecerse a los elegantes y adinerados viajeros que llenaban sus camarotes antes de la guerra. Hasta la barandilla del muelle se habían arrimado cinco vagones de ferrocarril, de los que un patético río humano iba pasando a sus planchadas.

Eran los verdaderos despojos del campo de batalla, rechazados por los cuerpos médicos por estar tan incapacitados que no era posible remendarlos a fin de que alimentaran al hambriento Baal de la fuerza expedicionaria británica.

Serían mil doscientos a bordo rumbo al Sur; en el viaje de regreso, el Protea Castle sería pintado como transporte de tropas, para llevar otro cargamento de jóvenes ansiosos y sanos al infierno de las trincheras, en la Francia del Norte.

Centaine, de pie junto al “Rolls”, en el muelle, miraba con horror esa legión en ruinas que iba subiendo a bordo. Había varios amputados a los que les faltaba un brazo o una pierna; los afortunados presentaban la sección por debajo del codo o de la rodilla; iban meciéndose por el muelle, colgados de sus muletas, o con una manga vacía pulcramente prendida a la chaquetilla.

También estaban los ciegos, guiados por sus compañeros. Y los casos de fractura de médula espinal a los que se cargaba en camillas. Y las víctimas del gas clorhídrico, con las membranas mucosas de la garganta y la nariz quemadas por completo. Y los afectados por la neurosis de la guerra, que se retorcían, daban sacudidas y ponían los ojos en blanco, incontrolablemente. Y los quemados, con monstruosos tejidos de color rosado brillante que se habían contraído hasta encogerles los miembros o hasta doblarles la cabeza contra el pecho, dejándolos deformes como jorobados.

—Podría echarnos una mano. —Uno de los enfermeros vio su uniforme.

Centaine reaccionó, girando rápidamente hacia el chófer zulú.

—Veré a tu padre, Mbejane…

—¡Mbejane! —confirmó Sangane, feliz de ver que ella retenía bien el nombre.

—Y le daré tu mensaje.

—Vaya con Dios, damita.

Centaine le estrechó la mano, le cogió su bolso de viaje y, seguida por Anna, corrió a desempeñar sus nuevas funciones.

El abordaje se prolongó durante toda la noche; sólo al terminar, poco antes del amanecer, pudieron ambas tratar de localizar el camarote que les había sido asignado.

El oficial médico principal era un mayor de rostro lóbrego; por lo visto, había recibido discretas indicaciones desde arriba.

—¿Dónde se había metido? —preguntó bruscamente, cuando Centaine se presentó a él, en su camarote—. La estoy esperando desde ayer a mediodía.

—Desde el mediodía estoy aquí, en la cubierta C, ayudando al doctor Solomon.

—Debería haberse presentado ante mí —le informó él, fríamente—. No puede pasearse por todo el barco a su antojo. Soy responsable ante el general… —Pero se interrumpió para tomar otro enfoque—. Además, la cubierta corresponde a otros rangos.

—Pardon? —Aunque el inglés de Centaine había mejorado mucho con la práctica, muchas palabras seguían escapándosele.

—A otros rangos, no a los oficiales. Desde ahora en adelante usted va a trabajar sólo con los oficiales. Las cubiertas inferiores no le corresponden. No le corresponden —repitió, lentamente como si hablara con un niño retrasado—. ¿Me comprende bien?

Centaine estaba cansada y nunca la habían tratado de ese modo.

—Los hombres de allá abajo sufren tanto como los oficiales —le espetó, furiosa—. Sangran y mueren igual que los oficiales.

El mayor, parpadeando, volvió a sentarse. Tenía una hija de la misma edad que esa francesita, pero ella jamás se habría atrevido a contestarle de ese modo.

—Ya veo que usted va a ser un problema, señorita —dijo, amenazador—. No me gustó la idea de que hubiera damas a bordo. Ya sabía que eso iba a provocar dificultades. Ahora escúcheme bien. Usted va a alojarse en el camarote que está justo frente a éste —indicó, señalando la puerta abierta—. Se presentará al doctor Stewart para trabajar a sus órdenes. Comerá en el comedor de los oficiales.

Las cubiertas inferiores le quedan prohibidas. Espero que se comporte en todo momento con la mayor corrección. Y puede estar segura de que estaré vigilándola muy de cerca.

Después de esa presentación tan poco prometedora, el alojamiento que les había sido asignado resultó una deliciosa sorpresa; una vez más se veía en eso la mano del general Sean Courtney. Disponía de una suite que hubiera costado doscientas guineas antes de la guerra, con camas gemelas y no literas, un pequeño salón con sofá, sillones y mesa de escritorio, y también ducha y baño, todo amueblado con muy buen gusto, en tonos otoñales.

Centaine se dejó caer en la cama, rebotó contra las almohadas, con un suspiro de felicidad.

—Anna, estoy cansada para desvestirme.

—A ponerse el camisón —ordenó Anna—. Y no te olvides de lavarte los dientes.

Las despertaron la alarma, el sonar de silbatos en el pasillo y fuertes golpes en la puerta del camarote. El barco se había hecho a la mar y los motores vibraban.

Tras el primer momento de pánico, el camarero les informó que se trataba de un ensayo de emergencia. Ambas se vistieron apresuradamente, poniéndose los abultados chalecos salvavidas, y salieron a la cubierta superior, en busca del bote correspondiente.

El barco acababa de franquear las rompientes del puerto y estaba en el Canal. Era una mañana gris, neblinosa, y el viento azotaba de tal forma que hubo un murmullo general de alivio cuando acabó la prueba y se sirvió el desayuno en el comedor de primera clase, convertido en comedor de oficiales para los heridos que estaban en condiciones de caminar.

La entrada de Centaine provocó un pequeño alboroto. Muy pocos de los oficiales sabían que había a bordo una muchacha bonita, y a todos les costó disimular la alegría. Se produjeron muchos forcejeos, pero el primer oficial no tardó en aprovechar la ausencia del capitán, ocupado aún en el puente, para hacer valer su rango. Centaine se encontró instalada a su derecha y rodeada por diez o doce caballeros solícitos, mientras Anna, sentada enfrente, ponía una cara feroz.

Los oficiales del barco eran todos británicos, pero los pacientes provenían de las colonias, pues el Protea Castle tomaría hacia el Este después de circunnavegar el cabo de Buena Esperanza. En derredor de Centaine tomaron asiento: un capitán de la Caballería Ligera australiana, al que le faltaba una mano; un par de neozelandeses, uno con un parche de pirata sobre el ojo ausente y el otro con una pata de palo; un joven rodesiano llamado Jonathan Ballantyne, que había pagado su condecoración en el Somme con una ráfaga de ametralladora en el vientre, y otros jóvenes entusiastas, todos carentes de alguna parte de su anatomía.

La llenaron de comida traída del buffet.

—No, no, no puedo desayunar como ustedes, los ingleses. Me pondría gorda y fea como un cerdo.

Las unánimes negativas la divirtieron. Vivía la guerra desde los catorce años y, ausentes todos los hombres jóvenes, no conocía el placer de estar rodeada de admiradores.

Cuando vio que el oficial principal la miraba con el ceño fruncido, desde la mesa del capitán, se dedicó a mostrarse simpática con los jóvenes, tanto para divertirse como para molestar a ese hombre, aunque sentía ciertos remordimientos por no ser demasiado fiel a la memoria de Michael, se consolaba pensando que era su deber. “Después de todo, son mis pacientes. Las enfermeras deben ser amables con sus pacientes.” Y reía con ellas, patéticamente ansiosos por llamarle la atención, por hacerles pequeños favores y responder a todas sus preguntas.

—¿Por qué no navegamos en convoy? —preguntó ella ¿No es peligroso bajar por el canal en plein soleil, a plena luz del día? Me enteré de lo que pasó con el Rewa.

El Rewa era el buque hospital británico que fue torpedeado por un submarino, con setecientos heridos a bordo, en el canal de Bristol, el 4 de enero de ese año. Por fortuna, el buque fue abandonado y sólo se perdieron cuatro vidas, pero eso sirvió para atizar la propaganda antialemana. En los lugares públicos se veían carteles que decían: “La Cruz Roja es para el huno igual que el paño rojo para el toro”, con un relato gráfico de la atrocidad, debajo del titular.

La pregunta de Centaine precipitó una animada discusión ante la mesa del desayuno.

—El Rewa fue torpedeado por la noche —señaló Jonathan Ballantyne, razonable—. Probablemente, el comandante del submarino no vio las cruces rojas.

—¡Oh, vamos! Esos tipos de los submarinos son unos carniceros.

—No estoy de acuerdo. Son hombres como usted y yo. El capitán de esta nave también ha de pensar lo mismo, y por eso navegamos por el más peligroso de los tramos a plena luz, para que los submarinos vean bien nuestras cruces rojas. Creo que nos van a dejar en paz si ven lo que somos.

—¡Y quién no!

—Este barco navega a veintidós nudos —dijo el primer oficial a Centaine, para tranquilizarla—. Los submarinos sólo dan siete nudos cuando navegaban sumergidos. Tendría que estar directamente en nuestro rumbo para tener la menor posibilidad de dispararnos. Las posibilidades son de un millón contra una, señorita. No tiene por qué preocuparse; disfrute tranquilamente del viaje.

Un médico joven, alto y de hombros redondeados, con gafas y un vago aire de erudito, se acercó a Centaine al levantarse ella de la mesa.

—Soy el doctor Archibald Stewart, enfermera De Thiry. El mayor Wright la ha puesto bajo mis órdenes.

A Centaine le gustó esa nueva forma de apelativo. Lo de “enfermera De Thiry” sonaba a profesional. En cambio no estaba muy segura de que le gustara estar bajo las órdenes de nadie.

—¿Tiene conocimientos médicos o de enfermería? —prosiguió el doctor Stewart.

La primera simpatía que inspiró a la muchacha se enfrió de inmediato. La había puesto al descubierto frente a sus flamantes admiradores. Sacudió la cabeza, tratando de que la confesión no fuera pública, pero él prosiguió, inexorable:

—Ya me parecía. —La miró, dubitativo, y de pronto pareció cobrar conciencia de su bochorno—. No importa: la función más importante de una enfermera es alegrar a sus pacientes. Por lo que acabo de ver, usted lo hace muy bien. Creo que voy a nombrarla alegradora en jefe, pero sólo en la cubierta A. órdenes estrictas del mayor Wright: sólo en la cubierta A.

El nombramiento del doctor Archibald Stewart resultó ser una verdadera inspiración. Centaine había afinado, desde edad muy temprana, sus habilidades de organizadora en el castillo de Mort Homme, como anfitriona de la casa y ama de llaves auxiliar. Manipuló sin esfuerzos a la banda de jóvenes que se habían reunido en derredor de ella, convirtiéndolos en un equipo de entretenimientos.

El Protea Castle contaba con varios miles de volúmenes en su biblioteca, y ella organizó prontamente un plan de distribución y recolección para los enfermos reducidos a guardar cama,

además de un grupo de lectores para los ciegos y los analfabetos de las cubiertas inferiores. También preparó conciertos, juegos en cubierta y torneos de naipes.

Un equipo de mancos, cojos y mutilados aliviaba el aburrimiento del largo viaje, rivalizando entre sí para obtener la aprobación de la joven y prestarle servicios. Los pacientes dispuestos en las literas ideaban diez tretas distintas para retenerla cuando ella hacía sus recorridos, no oficiales, todas las mañanas.

Entre los pacientes figuraba un capitán de los Fusileros Montados, que había estado en el convoy de ambulancias durante la retirada desde Mort Homme. Cuando ella entró en su sala, con una pila de libros, él la saludó más bien extáticamente.

—¡Sol! ¡Es Sol en persona!

Y el apodo la siguió por todo el barco. “Enfermera Sol”; cuando el médico en jefe, habitualmente agrio, usó el sobrenombre por primera vez, la compañía de a bordo adoptó a Centaine unánimemente.

En esas circunstancias disponía de poco tiempo para llorar sus pérdidas, pero todas las noches, antes de dormir, Centaine, tendida en la oscuridad, conjuraba en su mente la imagen de Michael y apretaba ambas manos al vientre.

—¡Nuestro hijo, Michael, nuestro hijo!

Los cielos lóbregos y los brutales mares negros del golfo de Vizcaya quedaron atrás, en la estela blanca. A proa, los peces voladores giraban como monedas de plata en la superficie aterciopelada y azul del océano.

A una latitud de 30° Norte, el encantador capitán Jonathan Ballantyne, famoso por las cuarenta mil hectáreas de tierra ganaderas que poseía su padre, sir Ralph Ballantyne, Primer Ministro de Rodesia, se presentó ante Centaine para proponerle casamiento.

—Ya imagino al pobre papá. —Centaine imitó tan acertadamente al conde que una sombra cruzó los ojos de Anna—. “Cuarenta mil hectáreas, niña loca y perversa. Tiens alors! ¿Cómo puedes rechazar cuarenta mil hectáreas?”

A partir de entonces, las propuestas matrimoniales se convirtieron en una epidemia. Hasta el doctor Archibald Stewart, su superior inmediato, le espetó un discurso tartamudeante, cuidadosamente preparado entre mucho parpadeo y sudores nerviosos. Pareció más gratificado que rechazado cuando Centaine le dio un beso en cada mejilla, desanimándolo cortésmente.

Al cruzar el Ecuador, Centaine convenció al mayor Wright para que vistiera los atributos del rey Neptuno; la ceremonia del cruce se llevó a cabo entre la loca hilaridad y grandes borracheras. La misma Centaine se convirtió en la atracción principal, vestida con un disfraz de sirena diseñado por ella misma. Anna había protestado incansablemente por el escote mientras ayudaba a coser, pero a la compañía del buque le encantó. Hubo silbidos, aplausos y vítores, además de otra epidemia de propuestas inmediatamente después de cruzado el Ecuador.

Anna gruñía y bufaba, pero para sus adentros la alegraba mucho el cambio experimentado por su pupila. Centaine, ante sus ojos, estaba sufriendo esa maravillosa transformación que hace de la muchacha una mujer joven. Físicamente, los principios del embarazo la hacían florecer; su fina piel tomó un lustre de madreperla. Su cuerpo perdió los últimos vestigios de la torpeza adolescente, al engordar sin perder la gracia.

Sin embargo, había cambios más poderosos: la nueva confianza, el porte, la conciencia de su poder y de los dones que sólo en ese momento comenzaba a ejercitar plenamente. Anna sabía que ella era naturalmente apta para la mímica, pues podía pasar del acento del palafrenero, proveniente del Mediodía francés, al gascón de la doncella o al parisino intelectual del maestro de música. Pero sólo a bordo descubrió que el talento de Centaine para los idiomas no había sido nunca puesto a prueba. La muchacha hablaba ya un inglés tan fluido que podía diferenciar entre el acento de los australianos, el de los sudafricanos y el puro de Oxford, reproduciéndolos con sorprendente justeza.

Anna sabía también que su pupila tenía cabeza para los números y el dinero, pues se había hecho cargo de las cuentas de la familia al huir el capataz en los primeros meses de la guerra; maravillaba su habilidad para sumar largas columnas de cifras.

En el barco, Centaine demostró la misma capacidad. A la mesa de bridge, como compañera del mayor Wright, formaba un equipo formidable, y la dimensión de sus ganancias horrorizaba a Anna, a quien no gustaban las apuestas. Centaine reinvertía. Organizó un sindicato, con Jonathan Ballantyne y el doctor Stevens, y siempre eran los más aproximados en el cálculo de la distancia diaria a recorrer. Al cruzar el Ecuador, ya había agregado casi doscientos soberanos al dinero traído del castillo.

Anna había pensado siempre que Centaine leía demasiado. “Te va a perjudicar a la vista”, le advertía con frecuencia. Pero sólo entonces comprendió la profundidad de los conocimientos recogidos en esas lecturas. Centaine los ponía en relieve en sus conversaciones y en sus debates, defendiendo sus opiniones hasta ante interlocutores formidables, como el doctor Archibald Stewart. Sin embargo, Anna notó que tenía la astucia de no echarse en contra al público con ostentaciones excesivas de su erudición. Por lo común terminaba la discusión de algún modo conciliatorio, que permitiera a la víctima masculina retirarse con la dignidad casi intacta.

“Sí —asintió Anna para sus adentros, cómodamente, mientras veía a la muchacha desplegarse como alguna encantadora flor bajo el sol tropical—, es inteligente, como su madre.”

Centaine parecía tener una verdadera necesidad física de calor y sol. Cada vez que subía a cubierta levantaba la cara.

—Oh, Anna, cómo odiaba el frío y la lluvia. ¿No es maravilloso este sol?

—Te estás poniendo muy morena y fea —le advertía Anna—. No es propio de una señorita.

Y Centaine estudiaba sus propios miembros, muy pensativa.

—¡Morena no, Anna: dorada!

Había leído tanto e interrogado a tanta gente que ya parecía conocer el hemisferio Sur en donde la nave hundía su proa. Despertaba a Anna y la llevaba a la cubierta superior, para que le sirviera de carabina, mientras el oficial de guardia le enseñaba las estrellas del hemisferio. Y Anna, a pesar de lo tardío de la lección, se dejaba deslumbrar por los esplendores de ese cielo, que cada noche les revelaba más de sí mismo.

—¡Mira, Anna, allá está Achernar, por fin! Era la estrella especial de Michael. Todos deberíamos tener una estrella especial, como decía él. Y me eligió una.

—¿Cuál? —preguntó Anna—. ¿Cuál es tu estrella?

—Acrux. ¡Aquélla! La más brillante de la Cruz del Sur. No hay nada que se interponga entre ella y la de Michael, salvo el pivote del mundo, el celestial Polo Sur. Dijo que entre los dos sostendríamos el eje del mundo. ¿No era romántico, Anna?

—Romántico, qué tontería —resopló Anna, lamentando para sus adentros que ningún hombre le hubiera dicho ese tipo de cosas.

Anna llegó a identificar también en su pupila un talento que parecía ofuscar a los otros: era la habilidad de hacerse escuchar por los hombres. Resultaba extraordinario, que el mayor Wright y el capitán del barco, por ejemplo, la escucharan en silencio, sin esa enfurecedora mueca de indulgencia masculina, cuando Centaine hablaba por completo en serio.

“Es sólo una niña —se maravillaba Anna—, pero la tratan como a una mujer… No, no, más aún, comienzan a tratarla como a una igual.”

Eso era asombroso, en verdad. Esos hombres concedían a una jovencita el respeto que miles de otras, Emmeline Pankhurst y Annie Kenney a la cabeza, estaban tratando de obtener arrojándose bajo los caballos de carreras, con huelgas de hambre y condenas judiciales, hasta entonces sin éxito.

Centaine hacía que los hombres escucharan y, con mucha frecuencia, los doblegaba a su voluntad, aunque no desdeñaba utilizar las astutas triquiñuelas sexuales a las que otras mujeres recurrieron, por necesidad, a lo largo de los siglos. Centaine alcanzaba sus fines sumando lógica, argumentos razonables y fuerza temperamental. Todo eso, combinado con una sonrisa atractiva y la mirada franca de esos ojos oscuros, insondables, parecía irresistible. Por ejemplo, tardó sólo cinco días en lograr que el mayor Wright levantara la prohibición de bajar a otras cubiertas.

Aunque Centaine tenía sus días colmados hasta el último minuto, ni por un momento perdía de vista el destino final. Siempre ansiaba echar el primer vistazo a la tierra donde había nacido Michael y donde nacería su hijo.

Por ocupada que estuviese, nunca faltaba a la medición de mediodía. Pocos minutos antes corría al puente y, en un revoloteo de faldas, solicitaba, sin aliento:

—¿Permiso para entrar en el puente, señor?

Y el oficial de guardia, que la estaba esperando, le hacía la venia.

—Permiso concedido. Llega justo a tiempo, Sol.

Entonces observaba, fascinada, a los oficiales que utilizaban sus sextantes para tomar la medición del mediodía, determinando el rumbo de la jornada y la posición del barco para marcarla en los mapas.

—Aquí estamos, sol: 1° 23' Sur. A ciento sesenta millas náuticas al noroeste de la boca del río Cunene. En cuatro días llegaremos a Ciudad de El Cabo, si Dios y el tiempo lo permiten.

Centaine estudiaba el mapa, ansiosa.

—¿Conque ya estamos frente a la costa de Sudáfrica?

—¡No, no! Ésa es el África Oriental, alemana; era una de las colonias del káiser hasta que los sudafricanos la tomaron, hace dos años.

—¿Cómo es? ¿Jungla, sabana?

—No, Sol: es uno de los peores desiertos de todo el mundo. Y Centaine dejaba la sala de mapas para mirar en dirección Este, hacia el gran continente que aún se ocultaba bajo el acuoso horizonte.

—¡Oh, no veo la hora de verla!

Ese caballo era un animal del desierto, sus lejanos antepasados llevaron a reyes y capitanejos beduinos por las quemantes extensiones de Arabia. Los cruzados llevaron la estirpe al Norte, a los climas europeos, más fríos. Cientos de años después volvieron a África, con la expedición colonial de Alemania, acompañando a los escuadrones de Bismarck. En África, esos caballos se habían cruzado una y otra vez con las resistentes cabalgaduras de los bóers y los animales de los hotentotes, forjados por el desierto, hasta dar origen a esa criatura: bien adecuada al ambiente y a las tareas que debía desempeñar.

Tenía la cabeza fina del tipo árabe; cascos grandes y espatulados para pisar el suelo blando del desierto; pelaje espeso y claro, para aislarse del fuerte sol del mediodía y del frío seco de las noches desérticas.

El hombre que lo montaba también era de estirpe mezclada y, como su caballo, criatura del desierto, de tierras sin límites.

Su madre había venido de Berlín, al ser nombrado el abuelo segundo comandante de las fuerzas militares del África alemana.

A pesar de la oposición paterna, se había casado con un joven bóer, hijo de una familia rica en tierras y en espíritu. Lothar fue el único vástago de esa unión; por insistencia de su madre, se le envió a Alemania a completar su instrucción. Resultó buen estudiante, pero el estallido de la guerra de los bóers interrumpió esos estudios.

La madre tuvo la primera noticia de que pensaba unirse a las fuerzas bóers cuando lo vio llegar a Windhoek, sin previo aviso. Como ella pertenecía a una familia de guerreros, sintió un feroz orgullo al verlo alejarse a caballo, con un criado hotentote y tres caballos de remonta para buscar a su padre, que ya estaba luchando contra los ingleses.

Lothar encontró a su padre en Magersfontein, en compañía de su tío Koos De La Rey, el legendario comandante bóer. Su iniciación en el combate se produjo dos días después, cuando los británicos trataron de abrirse paso por las colinas de Magersfontein para aliviar el sitio de Kimberley.

Lothar De La Rey tenía catorce años y cinco días al amanecer el día de la batalla; mató a su primer inglés antes de las seis de la mañana. Fue un blanco menos difícil que las manadas de kudus contra las cuales había disparado hasta entonces.

Entre otros quinientos tiradores escogidos, se plantó ante el parapeto de la trinchera que había ayudado a cavar, al pie de las colinas. Al principio, la idea de cavar una trinchera para utilizarla como refugio había asqueado a los bóers, que eran esencialmente jinetes aficionados a correr deprisa. Sin embargo, el general De La Rey los convenció para que intentaran la nueva táctica, y las líneas de infantería inglesa avanzaron sin sospechas hacia las trincheras, bajo la engañosa luz del alba.

Encabezaba el avance, en dirección de Lothar, un hombre corpulento, fuerte, de flamígeras patillas rojas. Caminaba diez o doce pasos por delante de su línea, meneando audazmente su falda escocesa, con un casco inclinado sobre un ojo y una espada desnuda en la mano.

En cuanto se elevó el sol sobre las colinas, inundando con su luz anaranjada la pradera abierta, los escoceses quedaron como en un escenario, bajo una iluminación perfecta para disparar. Y los bóers habían marcado con piedras el alcance de sus armas.

Lothar apuntó a la frente del inglés. Empero, al igual que quienes lo acompañaban, lo reprimía un extraño rechazo: aquello parecía poco menos que un asesinato. En ese momento, casi como por voluntad propia, el máuser saltó contra su hombro; el chasquido del disparo pareció llegar desde muy lejos. El casco del oficial británico saltó de la cabeza, rodando por el suelo; el hombre retrocedió un paso, abriendo los brazos, y hasta Lothar llegó el ruido de la bala al chocar contra el cráneo humano. Era como el de una sandía madura al caer contra un adoquinado. La espada centelleó al sol. El soldado, con una pirueta lenta, cayó entre la maleza.

Durante todo ese día, cientos de escoceses quedaron sitiados frente a las trincheras. Ni uno solo se atrevía a levantar la cabeza, pues los fusiles de las trincheras, a cien pasos de distancia, estaban manejados por los mejores tiradores del mundo.

El sol africano les quemaba el dorso de las rodillas, por debajo de las faldas, hasta reventar la piel como fruta pasada. Los heridos gritaban pidiendo agua, y algunos de los bóers les arrojaban sus cantimploras, pero ninguna llegaba a cubrir esa distancia.

Aunque Lothar había matado a cincuenta hombres a partir de ese día, era una ocasión que no olvidaría jamás. Para él, era la fecha en que se había convertido en hombre.

Lothar no estuvo entre quienes arrojaban sus cantimploras. Por el contrario, mató a dos de los ingleses que se arrastraban boca abajo para tratar de alcanzar las botellas. El odio por los británicos, aprendido en las rodillas de sus padres, había comenzado a florecer, para llegar a su maduración completa en los años siguientes.

Los ingleses los persiguieron, a él y a su padre, como a animales salvajes. Su amada tía y tres primas murieron de difteria en los campos de concentración británicos, pero Lothar prefirió creer que los ingleses habían puesto anzuelos en el pan que daban a las mujeres prisioneras, para desgarrarles la garganta. Era muy de ingleses, pelear contra las mujeres, las muchachas y los niños.

El, como su padre y sus tíos, luchó largamente después de perdida toda esperanza de victoria. Los del Amargo Fin, se llamaban, con orgullo. Cuando todos los otros, reducidos a esqueletos ambulantes, enfermos de disentería y cubiertos por las úlceras de la desnutrición y la exposición a la intemperie, vestidos con bolsas y harapos y con sólo tres balas por cabeza en sus cinturones, fueron a rendirse a los ingleses, en Vereeniging, Petrus De La Rey y su hijo Lothar no quisieron acompañarlos.

—Escucha mi juramento, oh, Señor de mi pueblo. —Petrus se irguió en la pradera, con la cabeza descubierta, junto a Lothar, que ya tenía diecisiete años—. La guerra contra los ingleses no terminaría jamás. ¡Lo juro ante tus ojos, oh, Señor de Israel!

Luego puso la Biblia encuadernada en cuero bajo la mano de Lothar y le hizo repetir el mismo juramento.

La guerra contra los ingleses no terminará jamás.

Y Lothar, junto a su padre, maldijo a los traidores que ya no luchaban: a Louis Botha, a Jannie Smuts, al mismo Koss De La Rey.

—Vosotros, que venderíais a vuestro pueblo a los filisteos, ojalá viváis eternamente bajo el yugo inglés y ardáis en el infierno diez mil años.

Después, padre e hijo se alejaron hacia las áridas extensiones que componían los dominios de la Alemania imperial, dejando que los otros hicieran las paces con Inglaterra.

Como ambos eran fuertes y trabajadores, dotados de valor y astucia natural, y gracias a que la madre de Lothar era una alemana de buena familia, con excelentes vinculaciones y, cierta fortuna, pudieron prosperar en el Sudoeste alemán de África. Petrus De La Rey era ingeniero por experiencia, poseedor de considerable habilidad y mucho ingenio. Lo que no sabía, podía improvisarlo; tal como decía el refrán: “'N Boer maak altyd’n plan”. Un bóer siempre traza un plan. Gracias a las vinculaciones de su esposa, obtuvo el contrato para reconstruir los muelles de Lüderitzbucht; cuando eso quedó triunfalmente construido, le asignaron la construcción de las líneas para el ferrocarril al Norte, desde el río Orange hasta Windhoek, capital del sudoeste alemán. Él enseñó a Lothar esos conocimientos de ingeniería, y el muchacho aprendió con prontitud. A los veintiún años era socio en pleno ejercicio en la compañía “De La Rey e Hijo”, dedicada a construcción y pavimentación.

Su madre, Christina De La Rey, eligió a una linda rubia alemana de buena familia y la puso, diplomáticamente, en la órbita de su hijo. Se casaron antes de que Lothar cumpliera veintitrés años, y ella dio a Lothar un hermoso niño rubio, a quien el joven amaba con adoración.

Entonces los ingleses volvieron a irrumpir en su vida, amenazando con arrojar a todo el mundo hacia la guerra con su oposición a las legítimas ambiciones del imperio alemán. Lothar y su padre acudieron al gobernador Seitz, ofreciendo construir, con todos los gastos por cuenta de ellos, sitios de aprovisionamiento en las zonas remotas del territorio, que serían utilizados por las fuerzas alemanas para resistir a la invasión inglesa, sin duda proveniente de la Unión Sudafricana, en ese momento gobernada por los traidores Smuts y Louis Botha.

Por entonces había en Windhoek un capitán de la marina alemana, quien supo reconocer rápidamente el valor de aquel ofrecimiento y convenció al gobernador para que aceptara. Acompañó al padre y al hijo navegando a lo largo de aquel horrible litoral, que tanto merecía el nombre de Costa del Esqueleto, para elegir el sitio donde edificar una base donde los navíos alemanes pudieran reaprovisionarse de combustible y vituallas, aun si los puertos de Lüderitzbucht y Walvis Bay eran capturados por las fuerzas de la Unión.

Descubrieron una bahía remota y protegida, cuatrocientos cincuenta kilómetros al norte de las colonias de Walvis Bay y Swakopmund, en un sitio casi imposible de alcanzar por tierra, pues lo custodiaban los feroces desiertos. Cargaron un pequeño vapor costero con los elementos que se les enviaban secretamente desde Bremerhaven, en un crucero alemán: había quinientas toneladas de fuel oil, en barriles de cuarenta y cuatro galones, repuestos para motores, alimentos enlatados, municiones y armas ligeras, proyectiles para la Marina y catorce torpedos acústicos “Mark VII”, para rearmar a los submarinos alemanes, si llegaban a operar en esas aguas del Sur. Las provisiones se llevaron a la costa para enterrarlas entre las grandes dunas. Las barcazas, pintadas con una protección de alquitrán, también quedaron sepultadas con aquellos elementos.

Esa base secreta de aprovisionamiento quedó establecida, finalmente, sólo semanas antes de que el archiduque Francisco Fernando cayera asesinado en Sarajevo, obligando al káiser a avanzar contra los revolucionarios serbios para proteger los intereses del imperio alemán. Inmediatamente, Francia y Gran Bretaña aprovecharon ese pretexto para precipitar la guerra.

Lothar y su padre ensillaron sus caballos y llamaron a sus criados hotentotes. Después de besar a las mujeres y al pequeño, salieron en una operación comando contra los ingleses y sus sirvientes unionistas. Eran seiscientos y pico los que cabalgaban a las órdenes de Maritz, el general bóer, cuando llegaron al río Orange y construyeron allí su laager, en espera del momento de atacar.

Todos los días se les unían hombres a caballo: jinetes duros, barbudos, orgullosos, resistentes luchadores, con el máuser cruzado al hombro y las cartucheras surcándoles el amplio pecho. Después de cada saludo jubiloso, daban sus noticias, que siempre eran buenas.

Los antiguos camaradas acudían en bandada al grito de: “¡Comando!” Los bóers, por doquier, repudiaban la traicionera paz que Smuts y Botha habían negociado con los ingleses. Todos los generales bóers se ponían en pie de guerra. De Wet estaba acampado en Mushroom Valley; Kemp, en Treurfontein, con ochocientos hombres; Beyers y Fourie, todos se habían declarado a favor de Alemania contra Inglaterra.

Smuts y Botha parecían reacios a precipitar un conflicto entre bóers, pues las fuerzas de la Unión estaban compuestas por un setenta por ciento de soldados de origen holandés. Suplicaban y negociaban con los rebeldes enviándoles delegados, postrándose ante ellos en un intento por evitar el derramamiento de sangre. Pero día a día las fuerzas rebeldes aumentaban en fuerza y confianza.

En eso les llegó un mensaje, llevado por un jinete que había cruzado muy deprisa el desierto, desde Windhoek. Provenía del mismo káiser y les había sido transmitido por el gobernador Seitz.

El almirante Graf von Spee, con su escuadrón de cruceros de batalla, había ganado una devastadora batalla naval en Coronel, frente a la costa chilena. El káiser había ordenado a Von Spee cruzar el Cabo de Hornos y surcar el Atlántico sur, para bloquear y bombardear los puertos sudafricanos, apoyando la rebelión contra los ingleses y los unionistas.

Cantaron y gritaron de alegría bajo el feroz sol del desierto, unidos, seguros de la causa y de la victoria. Esperaban sólo la llegada de los generales bóers que faltaban para marchar hacia Pretoria.

Koos De La Rey, el tío de Lothar, ya viejo, débil e indeciso, aún no se había presentado. El padre de Lothar le enviaba mensajes, instándolo a cumplir con su deber, pero él vacilaba, confundido por la traidora oratoria de Jannie Smuts y su equivocada fidelidad hacia Louis Botha.

El otro líder al que estaban esperando era Koen Brits, ese gigante de granito que medía un metro noventa y dos, capaz de beber una botella del atroz whisky local como cualquiera bebía una jarra de cerveza suave, capaz de levantar a un buey, escupir un chorro de jugo de tabaco a veinte pasos y acertarle a un antílope lanzado en carrera a una distancia de doscientos. Lo necesitaban, pues si él decidía el rumbo, un millar de guerreros lo seguirían.

Sin embargo, Jannie Smuts envió el siguiente mensaje a ese hombre notable: “Convoca a tu grupo, Oom Koen, y ven conmigo.” La respuesta fue inmediata: “Ja, viejo amigo, estamos montados y listos para ir, pero ¿contra quién peleamos? ¿Contra Alemania o contra Inglaterra?” Así perdieron a Brits, que se pasó a los unionistas.

Después, Koos De La Rey, que viajaba para una última reunión con Jannie Smuts a fin de decidirse, se topó con un bloqueo policial en las afueras de Pretoria y ordenó a su chófer que siguiera adelante. Los tiradores policiales le dispararon a la cabeza. Así perdieron a De La Rey.

Como era de esperar, Jannie Smuts, ese demonio frío y astuto, tenía una excusa. Dijo que el bloqueo había sido establecido para evitar la huida de una notoria banda de asaltantes y que la Policía había abierto fuego por equivocación. Sin embargo, los rebeldes no se dejaron engañar. El padre de Lothar lloró abiertamente al recibir la noticia. Entonces comprendieron que no había modo de echarse atrás, ni más oportunidades de parlamentar: tendrían que conquistar la tierra a punta de fusil.

El plan consistía en que todos los comandos rebeldes se reunieran con Maritz en el río Orange, pero habían subestimado la capacidad motriz de las fuerzas a las que se enfrentaban, favorecida por los vehículos de propulsión a gasolina. También habían olvidado lo que Botha y Smuts demostraron mucho tiempo antes: que eran los más hábiles entre los generales bóers. Cuando avanzaron, por fin, se movieron con la mortífera celeridad de dos mambas furiosas.

Alcanzaron a De Wet en Mushroom Valley y aplastaron a su grupo con artillería y ametralladoras. Las bajas fueron terribles. De Wet huyó por el Kalahari, perseguido por Koen Brits y una columna motorizada que lo capturó en Witerburg.

Después, los unionistas dieron la vuelta e iniciaron combate con Beyers y su comando, cerca de Rustenberg. Perdida ya la batalla, Beyers trató de escapar cruzando a nado el río Val, que estaba crecido, pero se le enredaron los cordones de las botas y, tres días después, su cadáver aparecía en la ribera, corriente abajo.

En el río Orange, Lothar y su padre esperaban la inevitable carnicería, pero las malas noticias llegaron antes que los unionistas.

El almirante inglés sir Frederick Sturdee había interceptado a Von Spee en las islas Malvinas, hundiendo a sus grandes cruceros Scharnhorst y Gneisenau, además del resto de su escuadra, con sólo diez bajas británicas. La esperanza de los rebeldes en cuanto a recibir apoyo se hundió con la flota alemana.

Aun así, cuando llegaron los unionistas ellos lucharon tercamente, pero fue en vano. El padre de Lothar recibió una bala en el vientre; el hijo lo sacó del campo de batalla e intentó cruzar el desierto con él, para llegar a Windhoek, donde Christina podría atenderlo. Eran casi ochocientos kilómetros de horrible marcha, por páramos sin agua. El dolor del viejo era tan feroz que Lothar lloraba por él; la herida se infectó con el contenido de los intestinos perforados, apestando tanto que el hedor atraía a las hienas por la noche.

Pero era un viejo duro. Tardó muchos días en morir.

Con el último aliento, que olía a muerte, exigió:

—Prométeme, hijo mío, que la guerra con los ingleses jamás concluirá.

—Te lo prometo, padre.

Lothar se inclinó hacia él para besarlo en la mejilla. El viejo cerró los ojos con una sonrisa.

El hijo lo sepultó bajo un espinillo, en el páramo, a gran profundidad, para que las hienas no lo olfatearan y no lo desenterraran. Después siguió rumbo a Windhoek, hacia el hogar.

El coronel Franke, comandante alemán, reconociendo el valor del joven, le pidió que organizara un reclutamiento de expedicionarios. Lothar reunió una pequeña banda de resistentes bóers, colonos alemanes, hotentotes de Bondelswart y nativos negros; con ellos fue al desierto, para aguardar la invasión de las tropas unionistas.

Smuts y Botha llegaron con cuarenta y cinco mil hombres y desembarcaron en Swakopmund y Lüderitzbucht. Desde allí continuaron viaje hacia el interior, empleando las tácticas de costumbre: marchas forzadas veloces como el rayo, ataques con pinza y movimientos de rodeo, en lo que utilizaba los vehículos motorizados tal como había utilizado los caballos durante la guerra de los bóers. Contra esa multitud, Franke contaba con ocho mil soldados alemanes para defender un territorio que superaba los cuatrocientos cincuenta mil kilómetros cuadrados, con mil quinientos de costa.

Lothar y sus expedicionarios combatían con sus propias tácticas; envenenaban los pozos de agua, adelantándose a las tropas de la Unión; dinamitaban las vías de ferrocarril; atacaban las líneas de aprovisionamiento, tendían emboscadas y minaban la tierra, atacando por la noche y al amanecer, alejaban a los caballos del enemigo. Los expedicionarios se vieron llevados hasta el límite mismo de su enorme resistencia.

Todo fue inútil. Botha y Smuts encerraron al diminuto Ejército alemán y, con sólo quinientos treinta muertos y heridos, arrancaron del coronel Franke una rendición incondicional.

No ocurrió lo mismo con Lothar De La Rey. Para hacer honor a la promesa hecha a su padre, reunió los restos de su grupo y los llevó hacia el Norte, hacia la temible pradera de cacao, para continuar la lucha.

Christina, la madre de Lothar, junto con su esposa y su hijo, fueron llevados a un campo de concentración para ciudadanos alemanes, establecido por los unionistas en Windhoek. Allí murieron los tres a consecuencia de una epidemia de tifus.

Pero Lothar De La Rey sabía muy bien quiénes eran, en último término, los culpables de esas muertes. En el desierto iba cultivando su odio, alimentándolo, pues no le quedaba otra cosa. Su familia había sido masacrada por los ingleses; sus propiedades, confiscadas. El odio era el combustible que lo llevaba adelante.

Y en ese momento, de pie junto a su caballo, en la cima de una alta duna que daba al verde océano Atlántico, donde la corriente de Bengala pasaba rauda bajo la luz del sol, pensaba en su familia asesinada.

El rostro de su madre pareció salir de las retorcidas nieblas, ante sus ojos. Había sido una mujer hermosa, alta y escultural, de espesa cabellera rubia que le llegaba hasta las rodillas cuando la cepillaba; pero la llevaba trenzada y recogida sobre la cabeza, para realzar su estatura. También sus ojos habían sido dorados, con la mirada directa y fría de los leopardos. Sabía cantar como las valkirias de Wagner, y había pasado a Lothar su amor por la música, estudio y las artes. También de ella era la apostura del joven, sus facciones teutónicas clásicas y los densos rizos que le bajaban hasta los hombros, por debajo del ancho sombrero adornado con ondulantes plumas de avestruz. Su pelo, como el de Christina, era del color del bronce, pero sus cejas eran gruesas y oscuras sobre los ojos dorados del leopardo, que en ese momento hurgaban en la niebla plateada de Bengala.

La belleza del paisaje conmovía a Lothar igual que la música, como los violines que interpretaban a Mozart; producía en él la misma sensación de melancolía mística, en el centro de su alma. El mar estaba verde y quieto; ni una ondulación manchaba su lustre de terciopelo. Los bancos de algas bailaban un lento y gracioso minué, ondulándose al ritmo del océano.

Las puntas de la bahía estaban llenas de rocas, divididas en formas geométricas y manchadas de blanco por el guano de las aves marinas y las focas. En la garganta, la roca cedía paso a una playa tosca; más allá de la primera duna había quedado atrapada una amplia laguna flanqueada por juncos, único verde en ese paisaje. En sus playas se reunían tropas de patilargos flamencos. El rosado maravilloso del grupo ardía como fuego extraterrenal, apartando del mar la mirada de Lothar.

De pronto, a buena distancia, se vio en el mar un oscuro hervir de movimiento; la sedosa superficie tomó el color del metal. Lothar sintió el brinco de sus nervios y un torrente de expectativa lanzado por sus venas. ¿Era lo que esperaba, vigilante, desde hacía tantas semanas? Al levantar los prismáticos que le colgaban sobre el pecho sintió el filo del desencanto.

Lo que había visto era sólo un cardumen, pero ¡qué cardumen! La parte superior de la masa viviente cavaba hoyuelos en la superficie, pero ante sus ojos se elevó el resto, para alimentarse del rico plancton, y el revuelo se extendió hasta donde le alcanzaba la vista; cinco kilómetros mar afuera el océano hervía de vida. Sobre esa poderosa multitud se lanzaron las aves marinas y las focas, dándose un atracón, entre las aletas triangulares de los grandes tiburones, que pasaban con el movimiento majestuoso de altos veleros.

Lothar pasó una hora contemplando aquello, maravillado, antes de que, como obedeciendo a una señal, toda la masa viviente se sumergiera. A los pocos minutos, el único movimiento era el suave henchirse de las aguas y el mecerse de los bancos de niebla bajo el sol acuoso.

Después de atar a su caballo, sacó un libro de la mochila y se acomodó en la cálida arena. Cada pocos minutos apartaba los ojos de la página, pero las horas fueron pasando. Por fin se desperezó y buscó su caballo. La inútil vigilancia había terminado, por ese día. Con un pie en el estribo, se detuvo para investigar por última vez el paisaje marino, teñido de carmesí sangriento y bronce opaco por el crepúsculo.

En eso el mar se abrió ante su vista, dejando surgir una enorme silueta oscura, a la manera de Leviatán, pero mayor que cualquier demonio de las aguas. Reluciente de humedad, chorreando agua por sus cubiertas y sus flancos de acero, se meció en la superficie.

—¡Por fin! —gritó Lothar, lleno de entusiasmo y alivio ¡Ya no esperaba que vinieran!

Miró ávidamente por sus prismáticos aquel vehículo largo y siniestro, notando en el casco las incrustaciones de algas y crustáceos. Llevaba mucho tiempo en el mar, castigado por los elementos. En la alta torrezuela se veía el número de registro, pero casi borrado: “U-32”. Acababa de leerlo, con dificultad, cuando su atención se desvió hacia la actividad que se veía en la cubierta de proa.

Por una de las escotillas salió un equipo de artilleros, que corrió a hacerse cargo del cañón dispuesto cerca de la proa. No querían correr riesgos. Lothar vio que el arma se dirigía hacia él, listo para responder a cualquier gesto hostil detectado en la costa. En la torrezuela aparecieron cabezas humanas y prismáticos dirigidos hacia él.

Se apresuró a disparar el cohete de señales que llevaba en la mochila. La bola de fuego recibió como respuesta otra del submarino, que voló por el cielo con una estela de humo.

Lothar se arrojó sobre el lomo del caballo y lo instó a cruzar la duna, resbalando hacia abajo, agachado sobre los cuartos traseros. Luego volaron por la playa húmeda, mientras que el jinete agitaba el sombrero, erguido sobre los estribos y gritando de risa. Al llegar al campamento levantado a la orilla de la laguna, desmontó de un salto y fue corriendo de refugio en refugio, para levantar a sus hombres a empujones y puntapiés.

—¡Han llegado! ¡Pedazo de lagartos dormilones! ¡Han llegado, cachorros de chacal! ¡Vamos! ¡Moveos!

Eran una increíble banda de facinerosos: altos y musculosos herreros, hotentotes amarillos y mongólicos, feroces korannas y astutos ovambos, vestidos con sus ropas tradicionales y los botines de guerra, armados con todo tipo de fusiles, cuchillos y espadas, todos sedientos de sangre como los perros de caza, salvajes e imprevisibles como el desierto que los había engendrado. Sólo reconocían a un amo; si cualquier otro hombre les hubiera levantado la mano, habría muerto inmediatamente con el cuello cortado o una bala en el cráneo.

Pero Lothar De La Rey los levantaba a patadas y los empujaba ante sí.

—¡Moveos o tendréis a los ingleses encima cuando terminéis de rascaros los piojos!

Las dos barcazas estaban ocultas entre los juncos. Habían llegado en el transporte, con el resto de las provisiones, en aquellos días embriagadores que precedieran a la declaración de guerra. En las semanas que llevaban esperando al submarino, sus hombres habían calafateado las costuras con alquitrán, preparando también rodillos con la madera de resaca que sembraba las playas.

A instancias de Lothar, arrastraron los fuertes botes de madera, veinte hombres forcejeando a cada lado, pues las embarcaciones eran pesadas. Habían sido construidas para llevar cuarenta toneladas de guano cada una, y aún hedían a excremento de ave.

Dejaron los dos botes a la orilla del agua y regresaron apresuradamente, en busca de los bidones de combustible, sepultados al pie de las dunas. Tras sacarlos de la arena húmeda, los hicieron rodar por la playa para subirlos a las barcazas. Mientras forcejeaban, la luz se apagó en la noche desértica y el submarino se confundió con la oscuridad del océano.

—¡Todo el mundo a ayudar a echarla al agua! —aulló Lothar.

Sus hombres surgieron en tropel de la oscuridad, iniciando el rítmico trabajo. Cada movimiento concertado empujaba la pesada barcaza unos centímetros adelante, hasta que el agua la levantó y flotó libremente.

Lothar, de pie en la proa, sostenía una lámpara en alto en tanto sus remeros conducían la embarcación por las frías aguas. En la oscuridad brillaba una lámpara de señales, para guiarlos. De pronto, la enorme mole oscura del submarino salió de la noche y la barcaza chocó contra su flanco. Los marineros alemanes estaban listos para sujetarlos. Uno de ellos tendió el brazo a Lothar, para ayudarlo a franquear el vacío y a subir por el empinado acero.

En el puente lo esperaba el capitán del submarino.

—Unterseebott Kapitán Kurt Kohler —se presentó, haciendo sonar los tacones y saludando. Luego se adelantó para estrechar la mano de Lothar—. Me alegro mucho de conocerlo, Herr De La Rey. Sólo nos queda combustible para dos días de navegación.

A la luz del puente, el capitán parecía muy demacrado. Su piel tenía la palidez cerúlea de quien lleva mucho tiempo viviendo lejos del sol. Los ojos se le habían hundido, formando cavidades oscuras, y su boca era como la cicatriz de un sablazo. Se reconocía en él al hombre que había llegado a comprender íntimamente a la muerte y al miedo, allá en las profundidades lúgubres y secretas.

—¿Ha hecho un viaje provechoso, capitán?

—En ciento veintiséis días de navegación, veintiséis mil toneladas de barcos enemigos hundidos —asintió el del submarino.

—Con la ayuda de Dios hundirá a otras veintiséis mil toneladas —sugirió Lothar.

—Con la ayuda de Dios y su combustible —agregó el capitán, mirando los primeros bidones que estaban subiendo a bordo—. ¿Tiene torpedos? —preguntó ansioso.

—Quédese tranquilo. Los torpedos están listos, pero me ha parecido prudente cargar el combustible antes que las armas.

—Por supuesto.

No hacía falta mencionar las consecuencias de que el submarino, con los tanques vacíos, fuera atrapado frente a una costa hostil por un barco de guerra inglés.

—Todavía me queda un poco de schnapps —comentó el capitán, cambiando de tema—. Para mis oficiales y para mí sería un honor.

Al descender la escalerilla de acero que llevaba al interior del submarino, Lothar sintió que se le revolvía el estómago. ¿Cómo era posible que alguien pudiera soportar ese hedor siquiera unos pocos minutos? Era el olor de sesenta hombres que habían vivido meses enteros en un espacio reducido, sin sol ni aire fresco, sin medios para lavarse el cuerpo ni la ropa. Era el olor de la humedad que todo lo invadía, de los hongos que daban un tono verde a los uniformes y les pudría la ropa en el cuerpo; el hedor del fuel oil caliente, de las sentinas, de la comida grasienta y el enfermizo sudor del miedo; el vaho penetrante de las sábanas usadas sin cambiar durante ciento veintiséis días y noches, de medias y botas jamás remplazadas; era la peste de los baldes de agua servida que sólo se podían vaciar una vez cada veinticuatro horas.

Lothar disimuló su asco y saludó con una inclinación de cabeza a los oficiales presentados por el capitán. La cubierta superior era tan baja que le era preciso agachar la cabeza; en el espacio abierto entre las mamparas, si se cruzaban dos hombres era necesario ponerse de perfil para pasar juntos. Trató de imaginarse viviendo en esas condiciones y sintió que la frente se le mojaba de sudor frío.

—¿Tiene alguna información sobre los barcos enemigos, Herr De La Rey? —preguntó el capitán, mientras servía una pequeña medida de schnapps en cada uno de los vasos de cristal. La última gota de la botella lo hizo suspirar.

—Por desgracia, mi información es de siete días atrás. —Lothar saludó a los oficiales con la copa en alto. Después de que todos bebieran, prosiguió—: El transporte de tropas Auckland amarró en Durban hace ocho días. Lleva a dos mil soldados de la infantería neozelandesa y se esperaba que volviera a hacerse a la mar el día 15.

Contaban con muchos simpatizantes en el servicio civil de la Unión Sudafricana, hombres y mujeres cuyos padres y familiares habían participado en la guerra de los bóers, acompañando a Maritz y a De Wet contra las tropas de la Unión. Algunos estaban empleados en los departamentos de ferrocarriles o puertos; otros ocupaban puestos claves en Correos y Telégrafos. Así conseguían información vital, que era velozmente transmitida a los agentes alemanes y a los activistas rebeldes por la propia red de comunicaciones de la Unión.

Lothar pasó la lista de llegadas y partidas de los puertos sudafricanos y volvió a disculparse.

—Recibo la información en la estación telegráfica de Okahandja, pero tarda de cinco a siete días en llegarme a través del desierto, traída por uno de mis hombres.

—Comprendo —asintió el capitán—. De todos modos, la información que usted acaba de darme será de gran valor para ayudarnos a planear la próxima etapa de mis operaciones.

Apartó la vista de la carta en donde estaba marcando las posiciones enemigas dadas por Lothar; por primera vez notó la incomodidad de su huésped. Aunque mantuvo su expresión atenta y cortés, por dentro se regodeó: “Aquí está el gran héroe, bello como una estrella de la ópera, tan valiente, con el sol y el viento en la cara. ¡Ya me gustaría llevarte conmigo y enseñarte qué son el coraje y el sacrificio! ¿Qué te parecería oír que los destructores ingleses pasan por arriba, buscándote? ¿Te gustaría oír el chasquido de las cargas submarinas que te arrojan? ¡Oh, cómo disfrutaría viéndote la cara cuando la explosión sacude el casco, apagando todas las luces y haciendo entrar agua por todas las grietas! ¿Y le gustaría oler tu propia mierda, cuando te cagaras de miedo en la oscuridad?” Pero sonrió exteriormente, murmurando:

—Me gustaría poder ofrecerle un poco más de schnapps…

—¡No, no! —rechazó Lothar. Ese hombre con cara de cadáver y su maloliente navío le daban asco—. Ha sido muy amable. Debo ir a tierra para supervisar la carga. En estos Schawartzes no se puede confiar. Son haraganes y ladrones de nacimiento. No entienden sino el látigo.

Lothar escapó por la escalerilla, agradecido. Ya en la torrezuela aspiró golosamente el dulce aire nocturno. El capitán del submarino lo siguió.

—Herr De La Rey, es esencial que completemos la carga antes del amanecer. Ya comprende usted lo vulnerables que somos aquí, atrapados frente a la costa, con las escotillas abiertas y los tanques vacíos.

—Si pudiera enviar a algunos marineros a la costa, para que ayudaran a cargar…

El capitán vaciló. Si ponía en tierra a su valiosa tripulación se vería aún más vulnerable. Sopesó rápidamente las posibilidades. La guerra era una apuesta: riesgo contra recompensa, por un premio de muerte y gloria.

—Le enviaré a veinte hombres.

Había tomado su decisión en cuestión de segundos. Lothar, que comprendía su apuro, asintió, admirándolo a su pesar.

Necesitaban luz. Lothar encendió una fogata en la playa, pero construyó una pantalla entre ella y el mar, confiando en que eso y las neblinas los ocultaran a cualquier navío inglés. A la luz mortecina de la hoguera, cargaron una y otra vez las barcazas para remar hasta el submarino. Una vez puesto el contenido de cada bidón en los tanques de combustible, el envase era agujereado y lanzado al agua, para que se hundiera entre las algas.

Se hicieron las cuatro de la mañana antes de que los tanques quedaran colmados. El capitán echaba chispas en el puente mirando cada pocos segundos hacia tierra, donde la falsa aurora daba un aspecto de filo de cuchillo a las crestas oscuras de las dunas. A continuación, observó otra vez la barcaza que se aproximaba, con la silueta reluciente de un torpedo en delicado equilibrio.

—Deprisa.

El segundo bote estaba ya junto al flanco, con su carga asesina, y el primero volvía hacia la playa.

La luz iba en rápido aumento, y los esfuerzos conjuntos de tripulación y guerrilleros se hicieron frenéticos; luchaban contra la fatiga para completar la carga antes de que la luz del día los descubriera a las miradas enemigas.

Lothar acompañó al último de los torpedos, montado tranquilamente en el lomo brillante, como en su caballo árabe. El capitán, que lo observaba, lo detestó más ferozmente que antes, por ser alto y apuesto, por estar bronceado por el sol, por su desenvoltura, por las plumas de avestruz de su sombrero y los rizos rubios que le caían sobre los hombros. Pero lo detestó, sobre todo, porque montaría a caballo para alejarse por el desierto, dejando que el comandante del submarino volviera a aquellas aguas frías.

—Capitán —llamó Lothar, bajando de la barcaza para trepar la escalerilla hasta el puente. Su rostro centelleaba de entusiasmo—. Capitán, uno de mis hombres acaba de llegar al campamento. Lleva cinco días de viaje desde Okahandja y trae noticias estupendas.

El capitán trató de no contagiarse de ese entusiasmo, pero las manos comenzaban a temblarle al escuchar.

—Uno de los asistentes portuarios de Ciudad de El Cabo es de los nuestros. Esperan que el pesado crucero inglés Inflexible llegue a El Cabo dentro de ocho días. Salió de Gibraltar el día 5 y navega con rumbo directo.

El capitán volvió a zambullirse en la escotilla. Lothar, conteniendo el asco, lo siguió. Lo encontró ya inclinado sobre la mesa de mapas, disparando preguntas al navegante.

—¡Deme la velocidad de crucero de los buques enemigos clase 1!

El hombre revisó apresuradamente sus datos.

—Se calcula en veintidós nudos a doscientas sesenta revoluciones, capitán.

—Ja! —El capitán estaba marcando el curso aproximado desde Gibraltar al cabo de Buena Esperanza—. Ja! —Otra vez, con deleite y expectación—. Podemos estar en esa posición de patrulla a las 18.00 de hoy, si nos hacemos a la mar en menos de una hora. Por entonces no puede haber pasado.

Levantó la cabeza para mirar a los oficiales agrupados en derredor.

—¡Un crucero inglés, caballeros, pero no de los comunes! El Inflexible, el mismo que hundió al Scharnhorst en las islas Malvinas. ¡Qué presa para llevar al káiser y a Das Vaterland!

Exceptuando a los dos vigías, el capitán Kurt Kohler estaba solo en la torrezuela del “U-32”, temblando en la fría niebla marina, a pesar del grueso suéter blanco que llevaba bajo la chaqueta.

—¡Enciendan motor principal para maniobra de inmersión! —dijo, inclinándose hacia el tubo transmisor.

De inmediato, le llegó la confirmación de su teniente:

—Encendido motor principal.

La cubierta tembló bajo los pies de Kohler; sobre su cabeza se alzaron los humos del escape, haciéndole dilatar la nariz con el olor aceitoso del combustible quemado.

—¡Nave lista para zarpar! —confirmó la voz del teniente.

Kohler sintió como si le hubieran quitado de la espalda una carga aplastante. Cómo lo habían irritado esas horas de reaprovisionamiento, haciéndolo sentir inerme y vulnerable. Pero eso había pasado. Una vez más, el barco vivía bajo sus pies, dispuesto a obedecer a su mano. El alivio lo alzó por encima de la fatiga.

—Revoluciones para siete nudos —ordenó—. Nuevo curso, doscientos setenta grados.

Al repetirse la orden, levantó la gorra de visera y apuntó sus prismáticos hacia tierra.

Las pesadas barcazas ya habían sido ocultadas entre las dunas; sólo quedaban las marcas de las quillas, dejadas al arrastrarlas por la arena. La playa estaba desierta, exceptuando una sola silueta montada.

Ante los ojos de Kohler, Lothar De La Rey se quitó el sombrero de ala ancha, soltando sus audaces rizos; las plumas de avestruz aletearon con el saludo. El capitán respondió levantando la mano derecha, y el jinete giró en redondo, siempre agitando su sombrero, para galopar hacia la pantalla de juncos que cerraba el valle entre dos dunas. Una nube de aves acuáticas, alarmadas por su presencia, abandonó la superficie de la laguna en una bandada multicolor. El caballo y su dueño desaparecieron.

Kohler volvió la espalda a la tierra; la larga proa afilada del submarino cortaba ya las cortinas de niebla plateada.

El casco tenía la forma de una espada, una espada ancha de cincuenta metros de longitud, creada para cortar la garganta del enemigo, impulsada por un motor diésel de seiscientos caballos de fuerza. Kohler no trató de contener la sofocante sensación de orgullo que siempre sentía al iniciar un crucero.

No se hacía ilusiones con respecto al resultado de ese conflicto mundial: dependía de él y de sus colegas dedicados al servicio del submarino. Sólo ellos podían quebrar el terrible jaque mate a las trincheras, en donde dos grandes ejércitos se enfrentaban como pugilistas de peso pesado, ambos exhaustos, ya sin fuerzas para levantar los brazos en un golpe decisivo, pudriéndose lentamente en el lodo y la decadencia de sus monstruosos forcejeos.

Era ese navío, esbelto, secreto y mortífero lo que aún podía arrancar una victoria de la desesperación, antes de que se llegara al punto de ruptura. Si el káiser hubiera decidido utilizar los submarinos con todas sus posibilidades desde el mismo comienzo, qué diferentes habrían podido ser los resultados.

En septiembre de 1914, el primer año de la guerra, un solo submarino, el “U-9”, hundió a tres cruceros británicos en rápida sucesión; pero aun tras esa demostración definitiva, el alto mando alemán vaciló en utilizar el arma puesta en sus manos, temeroso de la indignación mundial, del grito simplista: “Los bestiales carniceros subacuáticos.”

Naturalmente, las amenazas norteamericanas, tras el hundimiento del Lusitania y el Arabic, con pérdidas de vidas estadounidenses, sirvieron también para reprimir el uso del arma submarina. El káiser temía despertar al dormido gigante norteamericano y recibir la carga de su poderoso peso contra el imperio alemán.

En ese momento, ya casi demasiado tarde, el alto mando alemán dejaba, por fin, zarpar a los submarinos, y los resultados eran asombrosos; hasta superaban sus propias expectativas.

Los tres últimos meses de 1916 vieron el naufragio de trescientas mil toneladas de embarcaciones aliadas, debido a los torpedos. Eso fue sólo el comienzo; en los diez primeros días de abril de 1917, tan sólo, se destruyeron doscientas cincuenta mil toneladas más; ochocientas setenta y cinco en todo el mes. Los aliados se tambaleaban ante ese tremendo daño.

Y en ese momento en que dos millones de jóvenes soldados norteamericanos se disponían a cruzar el Atlántico para agregarse al conflicto, era deber de todo oficial y marino del servicio alemán someterse a cuanto sacrificio se le exigiera. Si los dioses de la guerra querían poner un crucero británico de batalla, de tan ilustre linaje como el Inflexible, en un curso convergente con su maltratado navío, Kurt Kohler entregaría con gusto su vida y la de sus tripulantes a cambio de la oportunidad de lanzarle sus torpedos.

—Revoluciones para doce nudos —dijo Kurt al tubo de comunicaciones.

Era la máxima velocidad de superficie que podía dar el U-32”; tenía que tomar una posición de patrulla lo antes posible. Sus cálculos indicaban que el Inflexible debía pasar entre ciento diez y ciento cuarenta millas náuticas fuera de la costa, pero Kurt se negaba a calcular sus posibilidades de interceptarlo, aun si llegaba a la zona de patrulla antes de que pasara el crucero.

Los puestos de observación del submarino permitían apenas unos diez u once kilómetros; el alcance de sus torpedos era de dos mil quinientos metros; la presa, en cambio, podía alcanzar veintidós nudos o más. Tendría que maniobrar a dos mil quinientos metros del veloz crucero, pero existía una posibilidad entre mil de que llegara siquiera a divisarlo. Aun si lo veía, probablemente sería sólo para observar el paso de su estructura en forma de trípode por su limitado horizonte.

Pero descartó esos malos pensamientos.

—Teniente Horsthauzen, al puente.

Cuando el primer oficial subió al puente, Kurt le dio órdenes de acercarse al área de patrulla a toda velocidad, con la nave preparada para sumergirse y actuar de modo instantáneo.

—Si no hay novedades, llámeme a las 18.30.

El agotamiento de Kurt se había agravado con un vago dolor de cabeza, provocado por los humos de escape. Echó un último vistazo al horizonte antes de bajar. El creciente viento se estaba llevando los bancos de niebla, el mar comenzaba a oscurecerse, enfurecido por el látigo de los elementos. El “U-32” hundió la proa en la ola siguiente y su cubierta se llenó de espuma blanca, salpicando la cara del capitán.

—El barómetro está descendiendo rápidamente, señor —le informó Horsthauzen, en voz baja—. Creo que nos espera una fea tormenta.

—Permanezca en la superficie y mantenga la velocidad.

Kurt pasó por alto esa opinión. No quería saber de nada que complicara la cacería. Se deslizó por la escalerilla y fue inmediatamente al libro de bitácora de la nave. Allí anotó, con su letra meticulosa y formal: “Curso 27°, velocidad 12 nudos. Viento Noroeste, 15 nudos y refrescando.” Luego firmó con su nombre completo y se apretó las sienes con los dedos, para calmar el dolor.

“Dios, qué cansado estoy”, pensó. Entonces vio que el oficial navegante observaba de reojo su imagen reflejada en el bronce pulido del tablero de controles. Dejó caer las manos y alejó de sí la tentación de acostarse inmediatamente. En cambio dijo a su contramaestre:

—Voy a inspeccionar la nave.

No dejó de detenerse en el compartimiento de motores, para felicitar a los ingenieros por la velocidad y eficiencia de reaprovisionamiento, y en el de torpedos de proa ordenó a los hombres que permanecieran en sus literas mientras él pasaba por la estrecha entrada.

Los tres torpedos estaban cargados y bajo compresión; los restantes habían sido apilados en el poco espacio disponible y llenaban casi todo el camarote, dificultando los movimientos. Sus encargados tendrían que pasar gran parte del tiempo acurrucados en sus diminutas literas, como animales enjaulas apiladas.

Kurt dio unas palmaditas a una de las armas.

—Pronto tendrán más espacio —prometió—, en cuanto despachemos estos paquetitos a Tommy.

Era un chiste viejo, pero ellos respondieron como correspondía. Al oír el timbre de las risas, Kurt comprendió que esas pocas horas pasadas en la superficie, en el aire del desierto, les había devuelto la vitalidad a todos.

Ya en el diminuto cubículo con cortinas que era su camarote, pudo, por fin, relajarse. De inmediato lo venció la fatiga. Llevaba cuarenta y ocho horas sin dormir, y había pasado cada minuto de ese tiempo sometido a constante tensión nerviosa. Sin embargo, antes de introducirse laboriosamente en su estrecha litera, cogió la fotografía enmarcada que estaba sobre el escritorio y estudió la imagen de una plácida joven, con un niñito sentado en las rodillas.

—Buenas noches, queridos míos —susurró—. Buenas noches también para ti, mi otro hijo al que nunca he visto.

Lo despertó la alarma de inmersión, que aullaba como una bestia herida, despertando ecos dolorosos en los confines del casco de acero. Se vio arrancado de su profundo sueño y, al tratar de levantarse, se dio de cabeza contra el marco de la litera.

De inmediato se dio cuenta de que el casco se movía mucho. El tiempo había empeorado. Luego sintió cantar la cubierta bajo sus pies al hundirse el submarino bajo la superficie. Abrió bruscamente las cortinas para irrumpir, completamente vestido, en el centro de control, justo cuando los dos vigías bajaban dando tumbos desde el puente. La inmersión había sido tan brusca que el agua cayó en cascada sobre la cabeza y los hombros de ambos, antes de que Horsthauzen pudiera asegurar la escotilla principal.

Kurt echó un vistazo al reloj de los controles: las 18.23. Hizo sus cálculos y estimó que debían de estar a cien millas náuticas de la costa, en el borde del área de patrulla. Probablemente Horsthauzen lo habría llamado a los pocos minutos, de no haberse visto obligado a esa inmersión de emergencia.

—¿Profundidad de periscopio? —preguntó al timonel principal, sentado ante el tablero de controles, mientras utilizaba esos instantes de respiro para orientarse.

—Profundidad nueve metros, señor —dijo el hombre, haciendo girar el volante para controlar la salvaje inmersión.

—Periscopio arriba —ordenó el capitán.

Horsthauzen descendió por la torrezuela y se instaló en su puesto de acción, junto a la tabla de ataque.

—Se avista un navío grande, con luces de navegación rojas y verdes, con rumbo 060 grados —informó a Kurt, en voz baja—. No he podido distinguir los detalles.

Al elevarse el periscopio por cubierta, Kurt se agachó para desplegar las manivelas laterales y apretó la cara al acolchado de goma, estirando el cuerpo para seguir el ascenso del aparato, que ya giraba en dirección a los 060 grados.

Esperó a que se despejaran las lentes, oscurecidas por el agua.

—El sol está ya muy bajo —dijo, apreciando la luz de la superficie. Y volviéndose a Horsthauzen—: ¿Distancia aproximada?

—El casco está abajo.

Eso significaba que la nave estaba probablemente a doce o trece kilómetros, pero las luces de navegación verdes y rojas indicaban que se encaminaba casi directamente hacia el “U-32”. El hecho de que las tuviera encendidas señalaba una suprema seguridad de estar solo en el océano.

Las lentes se despejaron, Kurt giró en redondo, lentamente.

—¡Allá está!

Sintió que el pulso le daba un salto y quedaba sin respiración. No fallaba nunca; por mucha que fuera la frecuencia con que avistaba al enemigo, el impacto y la emoción eran siempre tan intensos como la primera vez.

—¡Registre la posición! —ordenó a Horsthauzen.

Y el teniente anotó la posición en la tabla de ataque. Kurt seguía mirando el navío, sintiendo el hambre en las entrañas, la urgencia casi sexual en las ingles, como si estuviera observando a una bella mujer desnuda y puesta a su disposición. Al mismo tiempo manipulaba suavemente el artefacto.

En la lente del periscopio, la doble imagen del buque se iba uniendo. Cuando ambas se fundieron en una sola silueta clara, Kurt dijo, claramente:

—¡Déme los datos!

—Rumbo 075 grados —dijo el teniente—. Distancia 7.650 metros. —Y anotó las cifras en la tabla de ataque.

—¡Periscopio abajo! ¡Nuevo rumbo, 340 grados! —ordenó Kurt.

Y las gruesas secciones del periscopio descendieron hasta el agujero abierto en cubierta, entre sus pies. Aun a tanta distancia y con tan poca luz, el capitán no quería correr el riesgo de que un vigía cauteloso distinguiera el extremo del periscopio en la superficie.

Estaba observando el minutero del reloj instalado en el tablero. Debía dar a Horsthauzen dos minutos, cuanto menos, antes de efectuar su siguiente inspección. El primer oficial estaba totalmente absorto en sus cálculos, con el cronómetro en la mano derecha, manipulando con la izquierda los contadores de la tabla como si fueran las cuentas de un ábaco.

Kurt volvió su atención a sus propios cálculos, relativos a la luz y a las condiciones de la superficie. La penumbra lo favorecía, como de costumbre, el cazador necesitaba ser subrepticio y discreto, pero el mar agitado le dificultaría la aproximación; al romper contra la lente de su periscopio, hasta podía afectar el manejo de los torpedos.

—¡Periscopio arriba! —ordenó.

Los dos minutos habían expirado. Halló la imagen casi de inmediato.

—¡Rumbo! ¡Distancia!

Horsthauzen ya tenía sus referencias.

—El blanco lleva un rumbo de 175 grados. Velocidad ventidós nudos.

Kurt no apartó la vista de la mirilla del periscopio, pero sentía ya en la sangre la emoción de la cacería, como si fuera una bebida alcohólica. El barco venía directo hacia ellos, y su velocidad era casi exactamente la que cabía esperar de un crucero de batalla británico en un viaje largo. Miró fijamente la distante imagen, pero la luz se estaba apagando. No estaba del todo seguro… tal vez estaba viendo sólo lo que deseaba ver, pero había una vaga forma triangular contra el cielo oscurecido, la inconfundible marca en trípode de la nueva clase 1.

—Periscopio abajo. —Había tomado su decisión—. Nueva dirección, 355 grados. —El curso directo para interceptar al barco—. El blanco será denominado “presa”. —Era el modo de decir a sus oficiales que iba a atacar; notó que la expresión de todos se tornaba lupina en la penumbra—. La presa es un crucero enemigo. Atacaremos con los tubos de proa. Maniobras de batalla, quiero los datos.

Los informes le llegaron en rápida sucesión, asegurándole que toda la nave estaba preparada. Kurt asintió con satisfacción, estudiando los indicadores del tablero, con las manos bien hundidas en los bolsillos para ocultar el temblor que traicionaba su agitado entusiasmo. Un nervio le movía el párpado inferior. Cada segundo fue una eternidad hasta que pudo preguntar:

—¿Rumbo estimado?

El hombre de los hidrófonos levantó la mirada.

—Él mismo —replicó.

—¿Distancia estimada?

Horsthauzen no desviaba su atención de la tabla de ataque.

—Distancia estimada cuatro mil metros.

—Periscopio arriba.

Seguía allí, exactamente donde él esperaba; no había cambiado el rumbo. Se sintió casi asqueado por el alivio. En cualquier momento, si la presa sospechaba su presencia, podía girar en redondo y alejarse, sin molestarse siquiera en aumentar la velocidad, sin que él pudiera detenerla.

Pero seguía avanzando, sin sospechar.

Sobre la superficie el mundo estaba ya totalmente oscuro; el mar daba tumbos, con las olas coronadas de blanco. Kurt tuvo que tomar la decisión que había pospuesto en lo posible. Después de recorrer con una última mirada el horizonte entero, haciendo girar las manivelas del periscopio, quedó satisfecho de que no hubiera otros barcos enemigos escoltando al crucero. Entonces dijo:

—Dispararé desde el puente.

Hasta Horsthauzen levantó la mirada por un momento. Se oyó la áspera aspiración de los otros oficiales, al comprender que saldrían a la superficie casi bajo la proa del crucero enemigo.

—¡Periscopio abajo! —ordenó Kurt—. Reducir la velocidad a cinco nudos y salir a profundidad de torrezuela.

Vio que las agujas de los indicadores se estremecían y comenzaban a moverse: bajó la velocidad, la profundidad decreció suavemente. Kurt se acercó a la escalerilla.

—Me traslado al puente —informó a Horsthauzen.

Y subió el primer peldaño. Al llegar al último hizo girar la rueda de la escotilla principal.

El viento lo castigó de inmediato, tironeándole de la ropa, arrojándole espuma a la cara. El mar hervía en derredor. Kurt había confiado en que esa agitación de las aguas disimularía el revuelo provocado por el “U-32” al emerger. Le bastó una mirada para comprobar que el enemigo estaba frente a ellos, avanzando sin cambiar de rumbo. Se inclinó hacia la tabla de apunte, en el otro extremo del puente, y dijo al tubo:

—¡Listos para atacar! ¡Tomen posición junto a los torpedos de proa!

—Tubos de proa cerrados —respondió Horsthauzen desde abajo.

El capitán comenzó a darle los datos de dirección y distancia, mientras el teniente leía los del ataque para pasarlos al timonel. La proa del submarino giró gradualmente.

—Distancia, dos mil quinientos metros —entonó Kurt.

En las cubiertas superiores había luces encendidas; por lo demás, era sólo un gran bulto oscuro. Ya no se veía ninguna silueta definida contra el cielo nocturno, aunque sí la mole informe de las tres chimeneas.

Esas luces tenían preocupado a Kurt. Ningún capitán de la Marina británica podía ser tan negligente. Un viento de frías dudas le aplacó el ardor guerrero. Miró fijamente aquel inmenso navío, en la oscuridad; vacilaba por primera vez, tras un centenar de situaciones igualmente peligrosas.

El barco que tenía ante si estaba en la posición exacta y en el mismo curso que debía llevar el Inflexible. Su tamaño sus tres chimeneas y su estructura superior en trípode también correspondían; avanzaba a veintidós nudos… pero llevaba luces de navegación.

—¡Repita medición de distancia! —dijo Horsthauzen por el tubo de comunicación, instándolo suavemente.

Kurt dio un respingo. Por estudiar la presa había descuidado la medición. Se apresuró a dar la medición de la distancia, cada vez menor, y entonces se dio cuenta de que, en menos de treinta segundos tendría que tomar la decisión definitiva.

—Dispararé a mil metros —dijo, ante el tubo de comunicación.

Era como hacerlo a quemarropa; aun en ese mar embravecido no sería posible errar ni siquiera con uno de los largos proyectiles.

Kurt clavó la vista en la lente del medidor, vigilando los números que decrecían en forma estable, al acercarse cazador y presa. Aspiró profundamente, como el nadador que está a punto de sumergirse en aguas frías, y alzó la voz por primera vez.

—Tubo número uno, los!

Casi de inmediato le llegó la voz de Horsthauzen, con ese leve tartamudeo que siempre lo aquejaba cuando estaba demasiado excitado.

—Número uno, disparado y en rumbo.

No hubo ruido ni efecto de retroceso ni movimiento alguno del casco que indicara la partida del primer torpedo.

En la oscuridad, no se distinguía siquiera su estela.

—Tubo número dos, los!

Estaba disparando en abanico, desviando levemente cada tiro: el primero había sido apuntado a la proa; el segundo, al medio del barco; el tercero, a popa.

—Tubo número tres, los!

—Los tres han sido disparados y están en rumbo.

Kurt levantó la mirada de la tabla de apunte y trató de seguir el rastro a los torpedos. Lo acostumbrado era sumergirse inmediatamente después de disparar, y esperar las explosiones en las profundidades, donde se estaba a salvo. Pero esa vez Kurt se sintió obligado a permanecer en la superficie para presenciar la escena.

—¿Tiempo que falta? —preguntó a Horsthauzen, mientras contemplaba la alta mole de su víctima festoneada de luces como un barco de paseo.

—Dos minutos quince segundos —dijo Horsthauzen.

El capitán oprimió el botón de su cronómetro.

Como siempre, mientras esperaba la obra de las armas disparadas, lo atacó el remordimiento. Antes de efectuar los disparos sólo sentía el calor de la cacería y el cosquilleo del acecho, pero en esos momentos pensó en los valientes hermanos del mar, a quienes había condenado a la fría oscuridad y a las aguas implacables.

Los segundos pasaron despacio; tuvo que verificar el dial luminoso de su cronómetro para asegurarse de que sus torpedos no habían fallado o errado el blanco.

De pronto se produjo un gran estallido; aunque lo esperaba, hizo una mueca. Una perlada llovizna se alzó contra la mole del crucero, reluciente a la luz de las estrellas con una bella iridiscencia.

—El número uno ha dado en el blanco —fue el grito triunfal de Horsthauzen, proveniente del tubo.

De inmediato estalló otro rugido.

—Número dos, ¡en el blanco!

Y una vez más, mientras las dos columnas de llovizna se mantenían en el aire, la tercera saltó junto a ellas en la oscuridad.

—Número tres, ¡en el blanco!

Bajo la mirada de Kurt, los tres pilares de agua se entremezclaron, llevados por el viento. El gran barco seguía su marcha, al parecer intacto.

—La presa está perdiendo velocidad —festejó Horsthauzen—. Altera el curso a estribor.

El buque condenado inició un amplio giro hacia el viento.

No sería necesario disparar los tubos de popa.

—Teniente Horsthauzen, al puente —indicó el capitán, por el tubo de comunicación.

Era una recompensa por haber cumplido perfectamente su tarea. Sabía que el joven teniente relataría con avidez todos los detalles del hundimiento a sus compañeros, más tarde. El recuerdo de esa victoria les serviría de aliciente para los largos días y noches de privaciones que tenían por delante. Horsthauzen salió por la escotilla y arrimó el hombro al de Kurt, para contemplar aquella monstruosa víctima.

—¡Se ha detenido! —gritó—. Los británicos están detenidos como una roca en el mar.

—Nos acercaremos —decidió Kurt, y transmitió la orden al timonel.

El “U-32” avanzó lentamente en las olas espumosas. Sólo la torrezuela se levantaba por la superficie, acortando poco a poco la distancia. Los cañones del crucero bien podían estar en operación, y bastaría un disparo afortunado para agujerear el fino blindaje del submarino.

—¡Escuche! —ordenó Kurt, abruptamente, girando la cabeza para captar los ruidos que le llegaban débilmente, por sobre el clamor del viento.

—No oigo nada.

—¡Parad motores! —ordenó Kurt.

La vibración y el zumbido de las máquinas cesaron por completo. Entonces se oyó con más claridad.

—¡Voces! —susurró el teniente.

Era un coro patético, traído por el viento. Los gritos y llantos de hombres atrapados en una horrenda situación, que ascendían y caían con el capricho del viento, salpicados por algún grito salvaje, cuando alguien caía o saltaba desde la alta cubierta.

—Está escorando mucho.

Se habían aproximado lo suficiente para ver la nave a la luz de las estrellas.

—Se hunde por la proa.

La enorme popa se levantaba ya en la oscuridad.

—Qué pronto se va…

Desde allí se oía el crujido del casco, recorrido por las aguas que retorcían su blindaje.

—Encienda el reflector —ordenó Kurt.

Horsthauzen lo miró fijamente.

—¿No me ha oído?

El teniente reaccionó con un respingo. Iba contra el instinto de todo tripulante de submarino traicionarse de ese modo a los ojos del enemigo, pero se acercó al reflector instalado en el ala de cubierta.

—¡Encienda! —le instó Kurt, viendo que aún vacilaba.

El rayo largo, blanco, saltó sobre ochocientos metros de mar tempestuoso y oscuridad, hasta golpear contra el casco de la nave. Allí se reflejó, con un deslumbrante y purísimo blanco.

Kurt se lanzó a través del puente y apartó al joven de un codazo, para tomar las manivelas y hacer girar el rayo de luz, entornando los ojos ante el reflejo de la pintura; después de una búsqueda frenética, quedó petrificado, con las manos dobladas como garras sobre las manivelas.

En el círculo perfecto del reflector, los brazos encarnados de la enorme cruz se abrían como los miembros de un condenado en el crucifijo.

—Madre de Dios Todopoderoso —susurró Kurt—, ¿qué he hecho?

Con horrorizada fascinación, movió el rayo lentamente, de lado a lado. Las cubiertas del barco blanco estaban bien inclinadas en esa dirección, mostrando los racimos de figuras humanas que se deslizaban por ellas, tratando de llegar a los botes salvavidas que pendían de sus aparejos. Algunos llevaban camillas a la rastra; otros llevaban de la mano a otros, que avanzaban dando tumbos, con largas batas azules de hospital. Sus gritos y súplicas eran como los de una colonia de aves al anochecer.

Bajo la mirada de Kurt, el barco se torció súbitamente hacia él; los hombres que estaban en cubierta resbalaron, amontonándose contra las barandillas. De uno en uno, en racimos, comenzaron a caer por la borda.

Uno de los botes se soltó y cayó al agua junto al casco, zozobrando inmediatamente. Seguían cayendo hombres de las cubiertas altas, con leves gritos audibles a pesar del viento y un leve estallido de espuma al golpear con fuerza en el agua.

—¿Qué podemos hacer? —susurró Horsthauzen junto a Kurt, pálido y horrorizado.

El capitán apagó el reflector. Después de luz tan intensa, la oscuridad era aplastante.

—Nada —respondió—. No podemos hacer nada.

Y bajaron a tropezones por la escotilla.

Cuando llegaron al último peldaño, el capitán había recobrado el dominio de sí; su voz era seca, su expresión pétrea.

—Vigías al puente. Revoluciones para doce nudos; nuevo curso ciento cincuenta grados.

Y tomó una actitud relajada, en tanto volvían la popa hacia el barco averiado, resistiendo el impulso de cubrirse los oídos con las manos. Sabía que no era posible acallar los gritos que aún le resonaban en el cráneo. Jamás podría acallarlos; volvería a oírlos, una y otra vez, en el momento de su propia muerte.

—Cesen los preparativos para combate —dijo, con ojos apagados. Sus facciones cerúleas estaban húmedas por la llovizna y el sudor—. Reanudar la patrulla de rutina.

Centaine estaba sentada al pie de una litera, en su sala favorita de la cubierta C, con un libro abierto en el regazo.

Era uno de los camarotes más grandes, con ocho literas ocupadas por casos de fractura de médula. Ninguno de esos ocho jóvenes volvería jamás a caminar, pero a pesar de eso, casi como un desafío, eran los más ruidosos, alegres y discutidores de a bordo.

Todas las noches, en la última hora de la jornada, Centaine les leía en voz alta; al menos, ésa era su intención. Por lo común sólo hacían falta unos pocos minutos para despertar un animado debate sobre las opiniones del autor, que continuaba sin pausa hasta que sonaba el aviso para la cena.

Centaine disfrutaba tanto como ellos de esas sesiones; invariablemente, elegía un libro sobre algún tema que ella deseara conocer más a fondo y siempre sobre África. Esa tarde había escogido el segundo volumen de Voyage dans l’intérieur de l’Afrique, de Levaillant, en el original francés. Traducía directamente la descripción de la cacería de hipopótamos; su público la siguió con avidez hasta que ella llegó a cierta parte:

—“La hembra fue desmembrada en el acto. Ordené que se me llevara una escudilla para llenarla con su leche. Parece mucho menos desagradable que la del elefante, y al día siguiente se había convertido casi toda en crema. Tenía un sabor anfibio y un olor sucio, que daba asco, pero con el café resultó casi agradable.”

Desde las literas partieron gritos de repugnancia:

—¡Dios mío! —exclamó alguien—. ¡Esos franceses! La gente capaz de tomar leche de hipopótamo y de comer ranas…

De inmediato todos se volvieron contra él.

—¡Sol es francesa, pedazo de cerdo! ¡Discúlpate inmediatamente!

Y sobre el ofensor cayó una lluvia de almohadas.

Centaine, riendo, se levantó de un salto para imponer orden. En ese momento la cubierta dio un tumbo bajo sus pies, arrojándola otra vez contra la litera. El estallido de una violenta explosión corrió por todo el barco.

La muchacha logró incorporarse, pero fue derribada por otra explosión, más violenta que la primera.

—¿Qué pasa? —gritó.

Una tercera explosión los hundió en la oscuridad, arrojándola de la litera al suelo. En la negrura total, alguien cayó sobre ella, atrapándola en un alboroto de sábanas.

Se sintió sofocar y gritó otra vez. El barco resonaba con otros gritos.

—¡Sáquenme de aquí!

Centaine luchó por liberarse; logró arrastrarse hasta la puerta y se incorporó. A su alrededor, el pandemónium, el paso precipitado de otros cuerpos en la oscuridad, los gritos y las órdenes aulladas, sin sentido, la súbita y pavorosa inclinación de la cubierta bajo sus pies. Todo la llevó al pánico. Un cuerpo invisible se estrelló contra ella; lanzó un manotazo para protegerse y avanzó a tientas por el largo y estrecho corredor.

En la oscuridad comenzaron a sonar los timbres de alarma: un ruido agudo que desquiciaba los nervios y aumentaba la confusión. Una voz rugió:

—¡El barco se está hundiendo! ¡Están abandonando el barco! ¡Quedaremos atrapados aquí abajo!

Se produjo una inmediata carrera hacia la escalerilla. Centaine se encontró arrastrada por la multitud, inerme; tuvo que forcejear para mantener el equilibrio, sabiendo que, si caía, moriría pisoteada. Instintivamente trataba de protegerse el vientre, pero la arrojaron contra la mampara, con una fuerza que le cerró los dientes, haciéndole morderse la lengua. Cayó con la boca llena de gusto metálico: sangre. Alargó las manos y encontró la barandilla de la escalera. Se prendió a ella con todas sus fuerzas y subió a la rastra, sollozando por el esfuerzo de mantener los pies en el suelo en aquella aglomeración de gente despavorida.

—¡Mi bebé! —sollozó, apretada contra la mampara. Las luces parecieron serenar a los hombres que la rodeaban, avergonzándolos por ese terror ciego.

—¡Aquí está Sol! —bramó una voz. Era un gran afrikaner, uno de sus más fervientes admiradores, que blandía su muleta para abrirle paso—. Dejadla pasar. Apartaos, hijos de puta, apartaos para que pase Sol. —Unas manos la levantaron en vilo—. ¡Dejad pasar a Sol!

Se descubrió sollozando mientras la llevaban, clavándole dolorosamente los dedos en la carne. Pero llegó con rapidez arriba.

En lo alto de la escalerilla, otras manos la sujetaron para impulsarla por la cubierta. Allá fuera estaba oscuro. El viento le sacudió el pelo, envolviéndole incómodamente las piernas con las faldas. La cubierta estaba muy inclinada, pero en el momento en que ella la pisó se torció más aún, lanzándola contra un poste, con una fuerza que la hizo gritar.

De pronto pensó en los jóvenes lisiados, indefensos, a quienes había dejado debajo, en la cubierta C.

“Debí tratar de ayudarlos”, se dijo. Una vez más pensó en Anna. Vacilante, confusa, miró hacia atrás. Aún seguían brotando hombres por las escalerillas. Sería imposible moverse contra esa corriente; además, no tenía fuerzas para ayudar a nadie que no pudiera caminar por sus propios medios.

En derredor de ella, los oficiales estaban tratando de imponer orden, pero esos hombres, que habían soportado estoicamente el infierno de las trincheras, estaban enloquecidos de terror ante la idea de verse atrapados en un naufragio. Sin embargo, otros estaban sacando a rastras a los lisiados, para llevarlos a los botes alineados contra la barandilla.

Centaine, aferrada al poste, se sintió desgarrada por la indecisión, el miedo y el espanto por aquellos cientos de hombres que no podrían llegar a la cubierta. Entonces, bajo sus pies, el barco bramó y eructó como en un estertor de muerte: el aire escapaba por los agujeros abiertos bajo la línea de flotación, como el rugido de un monstruo marino. Ese ruido decidió a Centaine.

“Mi bebé —pensó—. Tengo que salvarlo; los otros no importan. Sólo mí bebé.”

—¡Sol!

Uno de los oficiales la había visto y se dejó resbalar por la cubierta, para rodearla con un brazo protector.

—Tiene que llegar a uno de los botes. El barco va a hundirse en cualquier momento.

—¿Qué ha pasado? —jadeó la muchacha mientras él le pasaba el chaleco por la cabeza y se lo ataba bajo la barbilla.

—Nos han torpedeado. Venga.

La arrastró consigo, buscando de dónde aferrarse, pues era imposible erguirse sin ayuda en el ángulo agudo en que se hallaba el barco.

—¡Ese bote! ¡Tenemos que ponerla allí!

Delante de ellos, un bote demasiado lleno se balanceaba locamente colgado de los aparejos, mientras los hombres trataban de destrabar la polea atascada, bajo las potentes órdenes de un oficial. El viento la cegó con su propia cabellera.

De pronto, desde muy lejos, una sólida cuña de luz blanca estalló sobre ellos, que levantaron las manos para protegerse los ojos del cruel fulgor.

—¡Submarino! —gritó el oficial que sostenía a Centaine en el hueco del brazo—. ¡El muy cerdo ha venido a regodearse con su carnicería!

El rayo de luz se apartó de ellos para recorrer el casco.

—Vamos, Sol.

El hombre la arrastró hacia la barandilla, pero en ese momento la polea del bote cedió por el lado de la proa. La embarcación derramó su frenética carga en las olas, allá abajo.

Con otra gran exhalación de aire, el barco tomó un ángulo aún más imposible. Centaine y el oficial se deslizaron sin quererlo por la cubierta y chocaron juntos contra la barandilla. El implacable rayo de luz blanca pasaba de un extremo al otro; al cruzar sobre ellos los dejó ciegos. Fue como si la noche fuera aún más negra y más amenazante.

—¡Qué cerdos! ¡Qué malditos cerdos!

La voz del oficial sonaba áspera y llena de cólera.

—¡Tenemos que saltar! —le gritó Centaine—. ¡Tenemos que salir de aquí!

Cuando el primer torpedo dio en el blanco, Anna estaba sentada ante el tocador del camarote. Había pasado la tarde trabajando con los hombres de la cubierta C y acababa de dejarlos para ayudar a Centaine, que debía prepararse para cenar. Esperaba encontrar a la muchacha aguardándola, y se irritó un poco al no verla.

—Esa niña no tiene idea de la hora —murmuró. Pero preparó ropa limpia para su pupila antes de iniciar su propio aseo.

La primera explosión arrojó a Anna de su banquillo, y ésta se golpeó la cabeza contra la esquina de la cama. Allí quedó, aturdida, en tanto las sucesivas explosiones desgarraban el barco; luego la cegó la oscuridad. Se arrastró de rodillas, mientras las alarmas la ensordecían, y se obligó a efectuar la rutina que habían practicado casi diariamente desde la partida.

—¡El chaleco salvavidas!

Tanteó bajo la cama y se puso el incómodo artefacto sobre la cabeza. Iba arrastrándose hacia la puerta cuando volvieron las luces. Se puso de pie, apoyada contra la mampara, para masajearse el chichón que tenía en la parte posterior de la cabeza.

En cuanto se le despejaron los sentidos, pensó en Centaine.

—¡Mi niña!

Echó a andar hacia la puerta y el barco dio un tumbo bajo sus pies. Volvió a caer contra el tocador. En ese momento, el joyero de Centaine se deslizó sobre la superficie. Iba a caer, pero Anna, por instinto, lo sujetó en el aire, apretándolo contra el pecho.

—¡Abandonad el barco! —gritó una voz, junto al camarote—. ¡El barco se hunde! ¡Abandonar el barco!

Anna había aprendido suficiente inglés para comprender esa orden. Su sentido práctico y flemático volvió a funcionar.

El joyero contenía todo el dinero que poseían, además de los documentos. Abrió el armario y, después de sacar la bolsa de viaje, dejó caer en él la caja, el marco de plata con las fotografías y un poco de ropa de abrigo para la muchacha y para sí. Mientras cerraba la bolsa, echó un rápido vistazo al camarote. No poseían otra cosa de valor. Luego abrió la puerta y salió al corredor.

De inmediato la atrapó la implacable corriente de hombres; casi todos estaban forcejeando aún con sus chalecos salvavidas. Trató de ir hacia atrás, diciendo:

—¡Tengo que buscar a Centaine! ¡Tengo que buscar a mi niña!

Pero la sacaron en vilo a la oscura cubierta, impulsándola hacia uno de los botes.

Dos marineros la sujetaron con fuerza.

—Venga, bonita. ¡Arriba!

Y aunque trató de pegar a uno de los hombres con la bolsa, la levantaron hasta el bote y la dejaron caer entre las bancadas, en un enredo de faldas y miembros. Se incorporó, siempre aferrada a la bolsa, y trató de salir del bote.

—¡A ver si alguien sujeta a esa estúpida! —gritó un marinero, exasperado.

Unas manos rudas volvieron a tirar de ella hacia abajo.

A los pocos minutos el bote estaba tan atestado que Anna quedó apretada entre los cuerpos sin poder moverse, y sin poder sino rabiar e implorar en flamenco, francés e inglés entrecortado.

—Déjenme salir. Tengo que buscar a mi niña…

Nadie le prestó atención. Su voz se perdió entre los gritos y las carreras, el gemido del viento y el estruendo de las olas contra el casco de acero, los bramidos y los estertores del barco.

—¡Ya no cabe nadie más! —gritó una voz autoritaria—. ¡Bájennos!

Hubo un descenso en la oscuridad, capaz de llevar el estómago hasta la boca, y el bote tocó la superficie, con una fuerza tal que cubrió a sus ocupantes de agua. Una vez más, Anna se vio arrojada al fondo, medio inundado, con un montón de cuerpos encima. Volvió a incorporarse, mientras la embarcación se debatía contra el costado del buque.

—¡A ver esos remos! —Otra vez la voz autoritaria—. Apártenlo, hombres. ¡Eso es! Bueno, a estribor. ¡Fuerza, malditos, fuerza!

Se apartaron a duras penas del barco, poniendo la proa hacia el mar antes de naufragar. Anna, acurrucada en el fondo del bote, apretaba la bolsa contra su pecho, contemplando la alta mole que se elevaba como un acantilado.

En ese instante, un gran rayo de luz blanca saltó de la oscuridad y dio contra el barco, paseándose lentamente por el casco blanco y reluciente, como un reflector de teatro. Fue pintando breves y trágicas viñetas a su paso: grupos de hombres atrapados contra la barandilla, una silueta que se retorcía en una camilla, suelta por la cubierta, un marinero enganchado en la polea de un bote, que se balanceaba como un ajusticiado en la horca… Y por fin el rayo se posó algunos segundos en las enormes cruces rojas pintadas sobre el casco.

—¡Sí, no dejéis de mirar bien, cerdos asquerosos! —gritó uno de los hombres, cerca de Anna.

De inmediato, los otros recogieron el grito.

—¡Malditos hunos asesinos…!

—¡Carniceros mugrientos…!

En derredor de Anna todo era un aullido de furia.

El rayo de luz prosiguió su implacable recorrido, bajando hasta la línea de flotación. La superficie del mar estaba salpicada de cabezas de nadadores. Los había en racimos y solitarios. Las caras brillaron, pálidas como espejos, bajo la intensa luz. Otros muchos estaban cayendo al agua, mientras el mar enfurecido los arrojaba contra el férreo acantilado del casco.

El reflector volvió a las cubiertas altas, alzadas en un ángulo incomprensible, pues la proa ya estaba bajo la superficie y la popa se alzaba rauda contra el cielo estrellado.

Por un instante, la luz se posó sobre un diminuto grupo de figuras atrapadas contra la barandilla del barco. Anna chilló:

—¡Centaine!

La muchacha estaba en medio del grupo, con la cara vuelta hacia el mar, contemplando el oscuro vacío abierto bajo ella. Su mata de pelo oscuro volaba al viento.

—¡Centaine! —gritó Anna, una vez más.

La muchacha, con un ágil movimiento, había saltado a la barandilla de bronce. Se recogió las pesadas faldas de lana hasta la cintura y, por un instante, mantuvo el equilibrio allí, como una acróbata. Sus piernas desnudas eran pálidas, esbeltas, bien formadas, pero ella tenía el aspecto frágil de un pájaro. Saltó desde la barandilla y, con las faldas salvajemente infladas a su alrededor, se perdió en la oscuridad de abajo.

—¡Centaine! —gritó Anna, por última vez.

Trató de levantarse para mirar mejor la caída de aquel cuerpo, pequeño, pero alguien tiró de ella hacia abajo. En ese momento se apagó el rayo del reflector. Anna, acurrucada en el fondo del bote, escuchaba los gritos de los que se ahogaban.

—¡Remen, ustedes! ¡Tenemos que alejarnos o el barco nos atraerá cuando se hunda!

Las dos hileras de remos golpeaban desesperadamente, para abrir una distancia mínima con el buque herido.

—¡Ya se va! —chilló alguien—. ¡Oh, Dios, por qué no miras esto!

La popa del enorme navío se alzó más y más en el cielo nocturno. Los remeros dejaron de forcejear para mirarla fijamente. Al llegar a la vertical, el barco quedó en suspenso largos segundos. Se veía la silueta de la hélice contra las estrellas y las luces, encendidas aún en las hileras de ojos de buey.

Poco a poco se fue deslizando hacia abajo, la proa primero, las luces encendidas bajo el agua como lunas ahogadas. Se hundía con más y más celeridad; las planchas de acero comenzaron a quebrarse ante la presión; el aire escapaba de él en un torbellino espumoso. Y por fin desapareció. Aún brotaban vastas erupciones de aire y espuma blanca de las aguas negras, pero fueron cesando poco a poco. Una vez más volvieron a oírse los gritos solitarios de los nadadores.

—¡Regresemos! ¡Hay que recoger a todos los que podamos!

Pasaron todo el resto de aquella noche trabajando, bajo la dirección del primer oficial, que manejaba el timón del bote salvavidas. Sacaban del mar a los pobres náufragos empapados, tiritando, y los apretaban en el bote. Por fin la embarcación se balanceó peligrosamente y comenzó a llenarse de agua con cada ola, obligándolos a achicar constantemente.

—¡Basta! —gritó el oficial—. Los hombres tendrán que atarse a las sogas salvavidas.

Los nadadores se agruparon en torno del bote sobrecargado, como ratas a punto de ahogarse. Anna, que estaba cerca de la popa, oyó murmurar al primer oficial:

—Esos pobres diablos no van a aguantar hasta mañana. Si no los matan los tiburones, los matará el frío.

En derredor se oían los chapoteos de remos y voces, provenientes de otros botes.

—La corriente va hacia el Nornordeste, a cuatro nudos —dijo el primer oficial, una vez más—. Antes del amanecer estaremos esparcidos hasta el horizonte. Tenemos que tratar de mantenernos juntos. —Y se incorporó en la popa para gritar—: ¡Eh, por ahí! ¡Aquí el bote dieciséis!

—Bote cinco —respondió una voz lejana.

—¡Vamos hacia allá!

Remaron en la oscuridad, guiados por los gritos del otro bote. Al encontrarse ataron casco con casco. Durante la noche convocaron a otras dos embarcaciones salvavidas.

En la aurora gris y acuosa hallaron a otro bote salvavidas, a unos ochocientos metros de distancia. Entre ambos, el mar estaba sembrado de restos de naufragio y nadadores, pero todos eran motas insignificantes en la inmensidad del océano y el cielo.

Se acurrucaban en la embarcación, unos contra otros, como ganado en los camiones. Iban cayendo ya en un letargo bovino, mientras los nadadores cabeceaban, colgados de sus chalecos, en una macabra danza de muerte. El agua verde y gélida que les cubría de vez en cuando la cabeza ya les había absorbido el calor del cuerpo, dejándolos pálidos y sin vida.

—¡Siéntese, mujer!

Los vecinos de Anna reaccionaron al intentar ella ponerse de pie.

—¡Nos hará naufragar, por el amor de Dios! Pero Anna no prestó atención a sus protestas.

—¡Centaine! —llamó—. ¿Está Centaine con ustedes? Como todos la miraron, sin comprender, trató de recordar el apodo de la muchacha.

—¡Sol! —gritó, por fin—. Het iemand Sol geisen? ¿Alguien ha visto a Sol?

Entonces se produjo un movimiento de interés y preocupación.

—¿Sol está con vosotros?

La pregunta pasó rápidamente de bote en bote.

—La he visto en cubierta, antes de que el barco se hundiera.

—Tenía un chaleco salvavidas.

—¿No está aquí?

—No, aquí no está.

—La he visto saltar, pero después la he perdido de vista.

—Aquí no está. En ninguno de los botes.

Anna volvió a encorvarse. Su niña había desaparecido.

La desesperación comenzó a sofocarla. Miró la fila de muertos que colgaban de sus chalecos salvavidas e imaginó a Centaine, asesinada por las verdes aguas, muerta de frío, muerto también el niño en su vientre. Lanzó un quejido.

—No —susurró—. Dios no puede ser tan cruel. No puedo creerlo. No voy a creerlo jamás. —La negativa le dio fuerza y voluntad para resistir—. Había otros botes. Centaine está viva en alguno de ellos. —Contempló el horizonte, manchado por el viento—. Está viva y yo voy a hallarla. Aunque tarde toda la vida, voy a hallarla.

El pequeño incidente había quebrado el entumecimiento de frío y agotamiento que los apresara a todos durante la noche. Entonces los líderes se dedicaron a organizarlo todo: ajustar la carga, poner orden en las reservas de agua dulce y las raciones de emergencia, atender a los heridos, cortar las cuerdas de los muertos para que se perdieran flotando y asignar tareas a los remeros. Por fin fijaron el curso hacia tierra firme. Faltaban más de ciento cincuenta kilómetros, siempre rumbo al Este.

Cuando hubo equipos de remeros para turnarse, comenzaron a avanzar por el mar salvaje. Cada pequeño avance se perdía ante la ola siguiente, que se estrellaba contra las proas, impulsándolos hacia atrás.

—Está bien, muchachos —exhortaba el primer oficial, desde la popa—. Sigan así. —Cualquier actividad servía para contener la desesperación, el peor de los enemigos—. ¡Vamos a cantar! ¿Quién propone una canción? ¿Qué les parece Tipperary? Vamos, cantemos.

Pero el viento y el mar, cada vez más potentes, los sacudieron de tal modo que los remos caían en el vacío. Uno tras otro, los remeros fueron renunciando; la canción se apagó. Al cabo de un rato pasó la sensación de estar esperando que ocurriese algo; todos se limitaban a dejarse estar. Mucho después de mediodía, el sol se abrió paso entre los bancos de nubes bajas unos pocos minutos. Todos levantaron la cara, pero la nube volvió a oscurecerlo y las cabezas se inclinaron otra vez, como campanillas silvestres en el crepúsculo.

Entonces, desde el bote en donde estaba Anna se levantó una voz, opaca y casi aburrida.

—Mirad aquello. ¿No es un barco?

Por un rato hubo silencio, como si llevara tiempo comprender una sugerencia tan improbable. De pronto, otra voz, más vital:

—Sí. ¡Es un barco!

—¿Dónde? ¿Dónde está?

Un borboteo de voces excitadas.

—Allá, justo debajo de esa nube oscura.

—Muy abajo. Se ve sólo la parte superior… —¡Es un barco!

—¡Un barco!

Los hombres estaban tratando de ponerse de pie. Algunos se habían quitado los chalecos y los agitaban frenéticamente, gritando como para reventar los pulmones.

Anna parpadeó, mirando en la dirección que todos indicaban. Después de un momento distinguió una diminuta forma triangular, de un gris más oscuro que el temible gris del horizonte.

El primer oficial estaba muy ocupado en la proa. De pronto se oyó un feroz ruido de siseo. Una estela de humo se disparó hasta el cielo, estallando en un manojo de estrellas rojas: había disparado uno de los cohetes para señales que se guardaban en el armario de popa.

—¡Nos ha visto!

—¡Está cambiando de rumbo!

—Es un barco de guerra. Tres chimeneas.

—Fijaos en el trípode de la torre. Es uno de clase 1.

—¡Por Dios, es el Inflexible! Lo vi el año pasado en Scapa Flow…

—¡Dios lo bendiga, cualquiera que sea! ¡Nos ha visto! Oh, gracias a Dios nos ha visto.

Anna se descubrió riendo y llorando, aferrada a la bolsa de viaje que era su único vínculo con Centaine.

—Ahora todo saldrá bien, niña mía —prometió—. Anna va a encontrarte. No tienes que preocuparte. Anna va a buscarte.

Y la mortífera silueta del barco acudió hacia ellos, partiendo las aguas con su proa como un hacha.

Anna, de pie ante la barandilla del Inflexible, entre un grupo de sobrevivientes, contempló aquella inmensa montaña achatada que se elevaba en el océano, por el Sur.

Desde allí las proporciones de la montaña eran tan perfectas que parecía esculpida por un divino Miguel Ángel. Los hombres, entusiasmados, se colgaban de la barandilla, señalando los detalles conocidos que iban apareciendo al acercarse. Era una bienvenida que muchos habían desesperado recibir; el alivio y el regocijo eran patéticamente infantiles.

Anna no compartía ni una cosa ni la otra. La tierra visible sólo le inspiraba una corrosiva impaciencia, que no se sentía capaz de soportar por mucho tiempo. El barco avanzaba demasiado despacio para sus deseos; cada minuto pasado en el océano era un minuto desperdiciado, pues retrasaba el momento de iniciar la búsqueda que, en pocos días, se había convertido en su fuerza impulsora central.

Ante los ojos de Anna, una densa nube blanca floreció en la cumbre plana de la montaña y comenzó a hervir como una marea lenta y gelatinosa, bajando por los acantilados. El viento furioso que descendía por ellos llegó al mar y agitó la plácida superficie. Hasta el Inflexible, alcanzado por esa ráfaga del Sudeste, se vio obligado a inclinarse en reverencia ante su poder.

En los días de los veleros, muchos barcos grandes habían llegado hasta ese punto sólo para verse impulsados otra vez hacia alta mar, con las velas desordenadas, sin ver nuevamente tierra por varios días, por semanas enteras. Pero el Inflexible se limitó a reconocer su fuerza y siguió avanzando, rindiéndose sólo a las atenciones de los pequeños remolcadores de vapor que le salían al encuentro, y besó el muelle como un amante.

En cuanto se bajaron las planchadas, un grupo de personas ascendió velozmente por ellas: funcionarios del puerto y oficiales de la Marina, junto con unos pocos civiles, de obvia importancia.

Sólo entonces, y a su pesar, sintió Anna un leve cosquilleo de interés, al estudiar los edificios blancos esparcidos al pie de los acantilados.

—África —murmuró—. ¿Y por esto tanto alboroto? Quisiera saber qué veía Centaine…

Al pensar en la muchacha, todo lo demás desapareció de su mente. Miraba hacia la costa, pero no veía ni oía nada. Por fin, un leve contacto en el hombro la devolvió al presente. Era uno de los marineros de a bordo.

—Un visitante la espera en el salón, señora.

Al notar que Anna no comprendía, le hizo señas de que lo siguiera.

Ante la puerta del salón, se hizo a un lado y la instó a pasar. Anna se detuvo en la entrada, echando a su alrededor una mirada suspicaz, con la bolsa de viaje apoyada en la cadera. Visitantes y oficiales ya estaban haciendo plena justicia a la ginebra con agua tónica, pero el teniente del crucero vio a la mujer.

—Ah, aquí está. La mujer es ésa.

Y sacó a uno de los civiles de entre el grupo para conducirlo hacia Anna.

La mujerona lo miró cautelosamente. Tenía una silueta flaca y juvenil. Vestía un traje gris, de tela costosa y excelente corte.

—¿Mevrou Stok? —preguntó él, casi con timidez.

Anna, sorprendida, notó que distaba mucho de ser un joven; probablemente le llevaba veinte años.

—¿Anna Stok? —repitió él.

El pelo formaba dos grandes entradas a cada lado de la amplia frente de erudito, pero crecía hasta formar como plumas en el cuello, rozando los hombros. “Ya te aplicaremos las tijeras”, pensó la mujer, mientras respondía:

—Ja, soy Anna Stok.

Él contestó en afrikaans, para hacerse comprender con prontitud.

—Un agradable encuentro, aangename kennis. Soy el coronel Garrick Courtney. Pero estoy tan entristecido como usted por la terrible pérdida que hemos sufrido.

Anna tardó algunos momentos en comprender lo que ese hombre estaba diciendo. Lo estudió con más atención, viendo que el pelo descuidado le había llenado de caspa los hombros del traje. Le faltaba un botón del chaleco y el hilo pendía, flojo. Tenía una mancha de grasa en la corbata de seda y un raspón en la punta de la bota.

“Soltero”, decidió la mujer. A pesar de sus ojos inteligentes y de la boca sensible, había en él algo infantil, vulnerable, que agitó sus instintos maternales.

El se acercó un paso. El movimiento, torpe, recordó a Anna lo que le había dicho el general Courtney: Garrick había perdido una de las piernas en un accidente de caza, siendo jovencito.

—Esto, que ocurre inmediatamente después de la muerte de mi único hijo —estaba diciendo Garrick, con una expresión que bastó para ablandar las reservas de Anna—, ya es demasiado para mí. No sólo he perdido a mi hijo, sino también a mi nuera y a mi nieto, antes de poder conocerlos.

Por fin Anna comprendió de qué se trataba. Su rostro enrojeció con una furia tal que Garry retrocedió instintivamente.

—¡No vuelva a decir eso! —Y lo siguió, acercándole tanto la cara que las narices llegaron casi a tocarse—. ¡No se atreva a repetir eso!

—Señora —tartamudeó Garry—, lo siento, pero no comprendo. ¿En qué la he ofendido?

—¡Centaine no ha muerto! ¡No se atreva a insinuar nunca más que ella ha muerto! ¿Me entiende bien?

—¿Dice usted que la esposa de Michael está con vida?

—Sí, Centaine está con vida. Claro que está con vida.

—Pero ¿dónde? —Una lenta alegría afloraba a los descoloridos ojos azules de Garry.

—Eso es lo que vamos a averiguar —le dijo Anna, con firmeza—. Tenemos que hallarla, usted y yo.

Garry Courtney tenía una suite en el “Hotel Mount Nelson”, en el centro de Ciudad de El Cabo. No había, por supuesto, otro alojamiento para los caballeros que visitaban la ciudad. El registro del hotel incluía a estadistas, exploradores, magnates, príncipes y almirantes. Los hermanos Courtney siempre ocupaban las mismas habitaciones, con vista a los jardines por un lado y por el otro a las pendientes rocosas de la montaña, tan próxima que casi bloqueaba la mitad del cielo.

Ese legendario paisaje no distrajo a Anna ni por un segundo. Después de echar un rápido vistazo al saloncito, puso la bolsa en la mesa y revolvió su contenido. Sacó las fotografías enmarcadas en plata y las mostró a Garry, que se mantenía detrás, indeciso.

—Por Dios, ¡es Michael! —Cogió el marco de sus manos para mirar con ansiedad la fotografía del Escuadrón N. 21, tomada pocos meses antes—. Me cuesta creer que… —Garry tragó saliva antes de proseguir—: ¿Puedo hacer sacar una copia para mí?

Anna asintió, y el hombre se fijó entonces en las dos fotos de la segunda hoja.

—¿Esta es Centaine? —dijo, pronunciando el nombre a la inglesa.

—No, su madre. —Anna señaló la otra foto, corrigiéndole la pronunciación—: Centaine es ésta.

—Se parecen mucho. La madre es más bonita, pero la hija… Centaine… tiene más carácter.

Anna volvió a asentir.

—Ya sabe por qué no puede haber muerto. No es de las que renuncian con facilidad. —Sus modales se tornaron bruscos—. Pero estamos perdiendo tiempo. Necesitamos un mapa.

Pocos minutos después, el botones llamó a la puerta. Extendieron el mapa entre ambos.

—No entiendo de estas cosas —dijo Anna—. Muéstreme dónde se hundió el barco.

Garry había obtenido la posición gracias al oficial del Inflexible y la marcó en el mapa.

—¿Ve? —exclamó la mujer, triunfante—. ¡Está a pocos centímetros de tierra! —Acarició con el dedo el contorno de África—. Tan cerca… Mire qué cerca.

—Son ciento cincuenta kilómetros… o más.

—¿Usted siempre es tan miserable? —le espetó Anna—. Me dijeron que la marea va hacia tierra. Y el viento también soplaba en esa dirección, muy fuerte. Además, conozco a mi niña.

—La corriente corre a cuatro nudos, y el viento —Garry sacó un rápido cálculo—. Es posible, pero habría tardado días enteros.

Garry comenzaba a disfrutar. Le gustaba la total certeza de esa mujer. Toda su vida había sido víctima de sus propias dudas y de su indecisión, no recordaba haberse sentido nunca tan seguro de una sola cosa como ella de todo.

—Bueno, con el viento y el agua arrastrándola, ¿dónde salió a la costa? —preguntó Anna—. Muéstremelo.

Garry marcó a lápiz su cálculo.

—Yo diría que ¡por aquí!

—¡Ah! —Anna puso un dedo grueso y poderoso en el mapa, sonriendo. Cuando sonreía no se parecía tanto a Chaka, el feroz mastín de Garry. Él también sonrió—. ¡Ah, bueno! ¿Conoce usted este lugar?

—Bueno, un poco. Fui con Botha y Scouts en 1914, como corresponsal del Times. Desembarcamos aquí, en Walvis Bay.

—¡Bien, bien! Entonces no hay problema. Iremos a buscar a Centaine, ¿no? ¿Podemos partir mañana?

—No es tan fácil —observó Garry, confundido—. Oiga, es uno de los peores desiertos del mundo.

La sonrisa de la mujerona desapareció.

—Usted sólo ve dificultades —le dijo, amenazante. Siempre quiere hablar, en vez de hacer. Y mientras usted habla, ¿qué le está pasando a Centaine, eh? ¡Tenemos que ir enseguida!

El coronel la miró, asombrado. Ella ya parecía conocerlo a fondo. Había reconocido en él al soñador, al romántico que se contenta con vivir de ilusiones y no en el duro mundo de la realidad.

—Ya no hay tiempo para hablar. Hay que hacer cosas. Primero prepararemos una lista de esas cosas. Después las haremos. A ver. ¿Qué es lo primero?

Nadie había hablado nunca así a Garry desde que dejara de ser niño. Dado su rango militar, su condecoración, su herencia, sus obras de Historia y su fama de filósofo, el mundo lo trataba con el respeto debido a un sabio. Él sabía que no merecía tal respeto y, aterrorizado, se defendía retirándose aún más en su mundo imaginario.

—Mientras hace la lista, quítese el chaleco.

—¿Cómo, señora? —preguntó Garry, escandalizado.

—No me llamo señora, me llamo Anna. Ahora deme su chaleco. Le falta un botón.

Él obedeció. Luego, en mangas de camisa, anotó en una hoja del hotel:

—Lo primero es telegrafiar al gobernador militar de Windhoek. Necesitamos permisos, porque ésa es zona militar. También necesitamos de su colaboración para que nos indique dónde hallar provisiones y agua.

Una vez instado a poner manos a la obra, Garry estaba trabajando con prontitud.

Anna, sentada frente a él, cosía el botón.

—¿Qué provisiones? Ahí hace falta una segunda lista.

—Por supuesto. —Garry acercó otra hoja.

—¡Bueno! —Anna cortó el hilo con los dientes y le entregó el chaleco—. Ahora puede ponérselo.

—Sí, Mevrou —aceptó el hombre, mansamente. No recordaba desde cuándo no se sentía tan bien.

Había pasado ya la medianoche cuando Garry salió al pequeño balcón del dormitorio, en bata, para tomar un poco de aire antes de acostarse. Mientras repasaba los acontecimientos del día, aquella optimista sensación de bienestar no se apartó de él.

Entre él y Anna habían hecho prodigios. Ya tenían la respuesta del gobernador militar de Windhoek. Como de costumbre, el nombre de Courtney había abierto la puerta a una total colaboración; tenían pasajes reservados en el tren de la tarde siguiente, que los llevaría hasta Windhoek en cuatro días de viaje.

Hasta habían completado la mayor parte de los preparativos para la expedición. Garry llamó por teléfono, aparato que merecía sus reservas, al propietario de un gran negocio de tiendas; las provisiones serían entregadas, en cajas etiquetadas, a la estación de ferrocarril. El propietario, después de asegurar que estarían a tiempo, envió una camioneta con varias ropas de safari para Garry y Anna.

La mujer rechazó casi todo lo ofrecido por “frívolo y costoso”, escogió sólo largas faldas de algodón, botas pesadas con cordones y suelas claveteadas, ropa interior de franela y, por insistencia de Garry, un sombrero de corcho.

Ya estaba preparada la transferencia de tres mil libras al Banco de Windhoek, para cubrir los gastos finales de la expedición. Todo había sido ejecutado con prontitud, decisión y eficiencia.

Aspiró una buena bocanada de su cigarro y arrojó la colilla por el borde del balcón, para volver a su cuarto. Dejó caer su bata en la silla y se metió entre las sábanas blancas. En cuanto apagó la luz, sus viejas dudas aparecieron en tropel, surgidas de la oscuridad.

—Es una locura —susurró.

Y volvió a ver, mentalmente, aquellos desiertos terribles, reverberando sin fin en el calor cegador. Mil quinientos kilómetros de costa, barridas por una corriente tan fría que ni siquiera un hombre fuerte podía sobrevivir más de algunas horas, antes de morir de hipotermia.

Iniciaban la búsqueda de una joven delicada, en estado de gravidez, a quien se había visto por última vez saltando desde la cubierta de un barco medio hundido, hacia el mar oscuro y helado, a ciento cincuenta kilómetros de una costa salvaje. ¿Qué posibilidades había de hallarla? Ni siquiera quiso calcularlas.

—Una locura —repitió, angustiado.

Y de pronto lamentó que Anna no estuviera allí para animarlo. Todavía estaba tratando de buscar una excusa para hacerla venir desde su habitación, situada al final del corredor, cuando se quedó dormido.

Centaine comprendió que se estaba ahogando. Se había visto succionada a tal profundidad, que se le apretaban los pulmones bajo el peso de las aguas oscuras. Sentía la cabeza colmada del monstruoso rugir del barco hundido; la presión le hacía chillar los tímpanos.

Supo que no tenía salvación, pero luchó con todas sus fuerzas, pataleando y manoteando para aferrarse a la vida, a pesar de la atracción helada de las aguas. Combatió la abrasadora agonía de sus pulmones y la necesidad de respirar, hasta que la turbulencia y el vértigo le hicieron perder el sentido de la dirección. Aun así seguía luchando, segura de que moriría tratando de salvar la vida a su bebé.

De pronto sintió que cedía el terrible peso del agua en las costillas, y los pulmones se le henchían en el pecho. Una corriente de aire, escapada del casco roto, la levantó como a una chispa, impulsándola hacia la superficie, con el chaleco salvavidas tironeando de ella hasta hundírsele en las axilas.

Fue arrojada a buena altura sobre la superficie. Trató de respirar, pero le entró agua en los maltratados pulmones y tuvo que toser, en un ataque torturante, hasta despejar los pasos de aire. Entonces fue casi como si el dulce aire fuera demasiado fuerte para ella. Quemaba como el fuego.

Poco a poco logró dominar su respiración, pero las olas surgieron inesperadamente, ahogándola otra vez. Tuvo que aprender a regular cada inspiración según el ritmo del océano. Entre ola y ola, trató de estudiar su situación. No había sufrido daños. No parecía tener huesos fracturados, a pesar de la terrible caída y el impacto contra el agua. Aún podía mover todos sus miembros y dominaba sus sentidos. Pero inmediatamente sintió la primera invasión del frío hacia la sangre.

“Tengo que salir del agua —comprendió—. Uno de los botes.”

Por primera vez trató de percibir ruidos. Al principio sólo le llegó el viento y el rumor de las olas. Luego, débilmente, algunas voces humanas, un coro de gritos y graznidos. Abrió la boca para pedir ayuda, pero una ola le rompió en la cara, haciéndola tragar agua otra vez.

Tardó algunos minutos en recobrarse. En cuanto despejó los pulmones comenzó a nadar, ceñuda, en dirección a las voces. No podía malgastar fuerzas buscando vanamente la ayuda ajena. Le estorbaba el chaleco salvavidas y las olas rompían contra su cuerpo, pero siguió nadando.

“Tengo que salir del agua —se decía, una y otra vez—. Lo que mata es el frío. Tengo que llegar a uno de los botes.”

De pronto su mano golpeó contra algo sólido, con tanta fuerza que se le desgarró la piel de los nudillos. Instantáneamente trató de aferrarse. Era algo grande, que flotaba por encima de su cabeza, pero no halló de dónde sujetarse y comenzó a tantear el contorno de aquel fragmento flotante.

“No es grande…” Calculó que mediría tres metros y medio de longitud y la mitad de anchura. Estaba hecho de madera pintada al aceite. Uno de los bordes estaba tan astillado que le raspaba la mano. Sintió las punzadas en la piel, pero el frío amortiguó el dolor.

Un extremo de la madera flotaba a mayor altura. El otro se hundía por debajo de la superficie. Por allí trepó, boca abajo.

Inmediatamente sintió lo precario de aquella estructura; aunque sólo había subido el torso y aún tenía las piernas colgando en el agua, la madera se inclinó peligrosamente hacia ella.

—Cuidado, pedazo de idiota —protestó una voz áspera. Nos vas a dar la vuelta.

Alguien había encontrado la balsa antes que ella.