Todos estaban mirando a Michael, expectantes. Él plegó la carta y se la guardó en el bolsillo.
—Rescataron el cadáver de Andrew —dijo, en voz baja—, y lo han enterrado con todos los honores militares en Douai, esta mañana.
—Qué tipos tan decentes —murmuró uno de los pilotos.
—Sí, para ser hunos —concedió Michael, mientras se encaminaba hacia la puerta.
El ayudante lo detuvo.
—Michael, creo que Andrew hubiera querido dejarte esto. Y le entregó la petaca de plata. Michael la hizo girar lentamente en las manos. “La abolladura debía de haber sido causada por el impacto”, pensó, estremecido.
—Sí —asintió—. Yo la cuidaré por él.
Giró hacia la puerta y se abrió paso por entre el grupo de silenciosos oficiales.
Biggs lo ayudó a vestirse con más atención a los detalles que de costumbre.
—Les di una buena mano de betún, señor —indicó, mientras le alcanzaba las suaves botas de kudu.
Michael parecía no haber oído el comentario. Aunque había vuelto a acostarse tras la perturbación causada por el vuelo del aparato alemán, no había logrado dormir. Sin embargo, se sentía tranquilo.
—¿Cómo dices, Biggs? —preguntó, vagamente.
—He dicho que le voy a tener listo el uniforme de gala para cuando vuelva. Y me he puesto de acuerdo con el cocinero para que le caliente unos diez litros de agua, así se baña. —Gracias, Biggs.
—Una cosa así no se hace todos los días, señor Michael. —Cierto, Biggs. Basta con una vez en la vida.
—Estoy seguro de que usted y la señorita van a ser muy felices. Yo y mi señora, en junio cumpliremos veintidós años de casados, señor.
—Mucho tiempo, Biggs.
—Espero que usted bata mi récord, señor Michael. —Haré lo posible.
—Otra cosa, señor. —Biggs estaba azorado. No levantó la mirada de los cordones de las botas—. No tendríamos que volar solos, señor. Es peligroso; tendríamos que llevar cuanto menos al señor Johnson, con el perdón de usted, señor. Ya sé que no me corresponde a mí decirlo.
Michael puso una mano sobre el hombro de Biggs, por un momento. Nunca hasta entonces lo había hecho.
—Tenme listo ese baño cuando vuelva —le dijo, al levantarse.
Biggs lo observó mientras se agachaba para pasar por la entrada de la tienda. No le dijo adiós ni le deseó buena suerte, aunque le costó un gran esfuerzo contenerse. Luego recogió la chaqueta arrojada por el joven y la plegó con exagerada pulcritud.
Cuando el motor “Wolseley” estuvo en marcha, Michael avanzó el contacto hasta llevarlo a un ronroneo grave. Lo escuchó críticamente por treinta segundos, antes de levantar la mirada hacia Mac, que estaba de pie sobre el ala, junto a la cabina, con el pelo y el mono de trabajo sacudidos por el viento de la hélice.
—¡Precioso, Mac! —gritó para hacerse oír por encima del ruido del motor.
El mecánico sonrió.
—Déles con todo, señor.
Y saltó para quitar las cuñas puestas frente a las ruedas de aterrizaje.
Instintivamente, Michael aspiró hondo, como si estuviera a punto de zambullirse en los fríos charcos del río Tugela; luego abrió el cebador y la máquina rodó hacia delante.
Una vez más, la colina detrás del castillo estaba desierta, pero él no esperaba otra cosa. Levantó la proa del aparato para ascender, pero luego cambió de idea y lo dejó caer otra vez, para desviar el avión en un giro cerrado; la punta del ala estuvo a punto de rozar la copa de los robles.
Salió del giro con el castillo bien adelante y pasó sobre él a la altura del tejado. No había señales de vida; en cuanto lo dejó atrás, hizo que el “SE 5 a” describiera un ocho y volvió a pasar, siempre a la altura del techo.
Esa vez vio movimiento. Se había abierto una de las ventanas de la planta baja, cerca de las cocinas. Alguien agitaba un trapo amarillo, pero no logró distinguir quién era.
Volvió a dar la vuelta y esa vez descendió hasta casi rozar con las ruedas el muro de piedra que cerraba la huerta de Anna. Entonces vio a Centaine asomada a la ventana. Esa mata de pelo oscuro, esos ojos enormes eran inconfundibles. Estaba muy inclinada sobre el antepecho, gritando algo, y agitaba la bufanda amarilla que se había puesto para visitar a Sean Courtney.
Michael levantó la proa y abrió el cebador para ascender; se sentía rejuvenecido. Se evaporó el humor plácido y pasivo que lo apresaba, dejándole cargado y vital otra vez. La había visto. Todo saldría bien.
—Era Michael —gritó Centaine, feliz, al volverse hacia Anna, que estaba sentada en la cama—. Lo he visto, Anna, era él, sin duda. Oh, ¡qué apuesto es! ¡Ha venido a pesar de papá!
La cara de Anna se arrugó, enrojecida de reproche.
—Trae mala suerte que el novio vea a la novia el día de la boda.
—Oh, tonterías, Anna. A veces dices cosas tan tontas… Oh, Anna, qué guapo es.
—Pero tú no lo estarás si no terminamos esto antes de la noche.
Centaine ahuecó las faldas y se acomodó en la cama junto a su vieja niñera. Tomó en el regazo el encaje de color marfil antiguo y sostuvo la aguja a la luz para enhebrarla.
—He decidido —dijo a Anna, en tanto reiniciaba el trabajo en el ruedo del vestido de novia— que sólo voy a tener hijos varones. Seis varones, cuanto menos. Niñas no. Ser niña es muy aburrido. No quiero que lo padezca ninguno de mis hijos.
Completó doce puntadas y se detuvo.
—Soy tan feliz, Anna, qué entusiasmada estoy. ¿Te parece que el general podrá venir? ¿Cuándo terminará esta guerra idiota, para que Michael y yo podamos ir a África?
Anna, escuchando su parloteo, miró hacia el otro lado para ocultar su orgullosa sonrisa.
El “SE 5 a” amarillo se hundió en el suave vientre gris del cielo. Michael eligió una de las aberturas en el banco de nubes más bajo y lo cruzó raudamente, para salir en el corredor abierto. Hacia arriba se repetía el mismo techo de nubes sólidas, pero hacia abajo el aire era límpido como cristal. Cuando el altímetro registró dos mil cuatrocientos metros, Michael niveló el aparato. Se mantuvo equidistante de ambas capas de nubes, pero por las aberturas iba divisando los rasgos distintivos del terreno.
Las aldeas de Cantin y Aubigny-au-Bac estaban desiertas; parecían esqueletos destrozados por las bombas. Sólo habían sobrevivido unas pocas chimeneas de piedra a las olas de la guerra que batían desde todos lados, y se erguían como monumentos funerarios desde el suelo cenagoso.
Las dos aldeas distaban seis kilómetros entre sí; la ruta que en otros tiempos las uniera había sido borrada, y las líneas del frente se retorcían por los campos oscuros, entre ellas, como un par de serpientes mutiladas. Los cráteres de las bombas, llenos de agua estancada, parpadeaban como ojos de ciegos.
Michael miró su reloj. Faltaban cuatro minutos para las cuatro en punto. De inmediato volvió a su interminable inspección del cielo desierto. Sólo una vez apartó las manos de los mandos y flexionó los dedos, al tiempo que agitaba los de los pies dentro de las botas, aflojándose como el corredor antes de la carrera. Levantó ambas manos hacia la manivela de disparo, para probar el aparato, que mantuvo la dirección y el nivel. Disparó ambas ametralladoras en dos ráfagas breves y asintió, soplándose los dedos de la mano derecha.
“Necesito un trago”, se dijo.
Sacó del bolsillo la petaca de Andrew, tomó un sorbo y lo hizo girar en la boca antes de tragarlo. Su fuego le estalló en la corriente sanguínea, pero resistió la tentación de volver a beber. Después de tapar la petaca, se la guardó en el bolsillo. Entonces tocó el timón izquierdo para iniciar el giro correspondiente al esquema de patrulla.
En ese momento divisó una mota negra, del tamaño de una pulga, en el gran colchón gris de las nubes, muy adelante. Contrarrestó el giro y mantuvo la máquina a nivel, mientras parpadeaba para controlar su vista.
La otra máquina estaba a dos mil cuatrocientos: su misma altura, exactamente, y se acercaba con velocidad desde el Norte, desde Douai. Michael sintió que el chorro de adrenalina se mezclaba en su sangre con el alcohol. Sintió ardor en las mejillas y un espasmo en las entrañas.
Abrió el cebador y salió al encuentro del enemigo.
La velocidad conjunta de los dos aparatos los arrojó uno contra el otro, de modo tal que la otra máquina fue creciendo milagrosamente ante los ojos de Michael. Vio el azul brillante de la proa tras la neblina que formaban las hélices al girar; vio también las amplias alas de murciélago negro, extendidas. Vio el casco del piloto entre las dos “Spandau” negras, montadas sobre la caseta del motor, y el destello de sus gafas al inclinarse hacia las mirillas.
Michael abrió todo el cebador y el motor lanzó un aullido. Su mano izquierda sostenía los mandos tal como un artista sostiene el pincel, con una levísima presión de los dedos, Puso al alemán exactamente en el centro de los anillos concéntricos de su propia mirilla y estiró la mano derecha hacia la manivela del arma.
Su odio y su enojo crecían tan aceleradamente como la imagen de su enemigo, pero retuvo el fuego. El reloj de batalla instalado en su cerebro echó a andar, y el paso del tiempo aminoró la marcha. Vio las bocas de las ametralladoras “Spandau” que comenzaban a guiñarle los ojos, con chispas de fuego, rojas como el planeta Marte en una noche sin luna, Apuntó hacia la cabeza del otro piloto y presionó el gatillo. El aparato palpitó en torno de él, con la sacudida de las armas.
En ningún momento se le ocurrió esquivar esa colisión frente a frente. Estaba completamente concentrado en tomar puntería, tratando de volcar sus balas en la cara del alemán, para arrancarle los ojos y hacerle volar los sesos del casco. Sintió que las balas de las “Spandau” desgarraban la tela y se hundían en el armazón de su avión; las oyó pasar junto a su cabeza, con sonidos agudos como los de las langostas, pero no les prestó atención.
Vio que sus propias balas arrancaban astillas de la hélice alemana y, furioso, comprendió que se estaban desviando del curso debido. Los dos aparatos estaban a punto de chocar; Michael se preparó para el impacto sin apartar la mano del gatillo, sin intento alguno de girar.
Entonces el Albatros viró violentamente, evitando el choque en el último momento. Se oyó el ruido metálico que sacudió al “SE 5 a”: las dos alas se habían rozado al pasar. Michael vio que de la suya pendía un harapo de tela. Entonces pateó el timón para describir ese giro plano que sólo el “SE 5 a” era capaz de hacer; sintió que las alas se flexionaban ante la tensión, pero un segundo después volaba en dirección opuesta, con el Albatros delante, aunque fuera de su alcance.
Michael aplicó toda su fuerza al cebador, pero ya estaba abierto a tope y el motor desplegaba toda su potencia. Sin embargo, el Albatros se mantenía a distancia.
El alemán giró en redondo y se elevó hacia la izquierda, seguido por Michael. Ascendieron bruscamente, tomando casi una vertical, y la velocidad de ambas máquinas fue aminorando; pero la del “SE 5 a” lo hacía con más rapidez, de modo que el alemán le estaba sacando ventaja.
“No es el mismo Albatros. “Michael comprendió, espantado, que la reubicación del radiador no era el único cambio. Estaba luchando con otro tipo de avión, de modelo avanzado, más veloz y más poderoso que su propio “SE 5 a”.
Vio la amplia envergadura de esas alas a cuadros y la cabeza del piloto alemán, que estiraba el cuello para vigilarlo en su espejo retrovisor. Quiso entonces ponerlo al alcance de sus armas, girando la mira en un arco breve.
El alemán encabritó su Albatros y apareció por detrás de Michael, haciendo chisporrotear nuevamente los ojitos rojos de las “Spandau”. Esa vez Michael se vio obligado a huir, pues el enemigo contaba con la ventaja de la altura y la velocidad.
Por un momento crucial, Michael quedó suspendido en su giro. Su velocidad había menguado y el alemán giraba hacia él, bajando hacia su cola. Ese piloto era de los buenos, y Michael se estremeció al reconocerlo. Bajó la proa para tomar velocidad y, al mismo tiempo, puso al “SE 5 a” en un giro vertical. El Albatros lo siguió en redondo, girando con él de modo tal que ambos parecían dos planetas capturados en órbitas inmutables.
Levantó el mentón para observar al otro piloto, pues cada uno de ellos estaba sobre la punta de un ala. El alemán le devolvió la mirada; las gafas le daban un aspecto monstruoso e inhumano. Por un instante, Michael miró más allá del brillante fuselaje azul, hacia el techo de nubes. Un diminuto insecto móvil había llamado la atención de sus ojos de cazador.
Por un instante su corazón dejó de bombear. Fue como si la sangre se le espesara en las venas, aminorando la corriente. Luego, con un respingo de animal sobresaltado, el corazón se lanzó a la carrera.
“Tengo el honor de informarle, y al mismo tiempo de advertirle —había escrito el alemán—, que el objeto de la guerra es la destrucción del enemigo por todos los medios posibles.”
Michael había leído esa advertencia, pero sólo en ese momento la comprendía. Su tonta idea romántica de mantener un duelo aéreo se convirtió en una trampa mortal. Se había puesto en manos de ellos, como una criatura, dándoles la hora y el sitio, hasta la altitud. Ellos habían enviado a la máquina celeste sólo como cebo. En ese momento se sorprendió de su propia ingenuidad,
al verlos salir de las nubes altas como un enjambre.
“¿Cuántos son?”
No había tiempo de contarlos, pero parecía toda una Jasta de Albatros, del tipo nuevo; veinte, cuanto menos, en una bandada rápida y silenciosa. Sus colores brillantes centelleaban como gemas contra el sombrío telón de las nubes.
“No voy a poder cumplir la promesa que le hice a Centaine”, pensó Michael.
Miró hacia abajo. La nube baja estaba a seiscientos metros; era un refugio remoto, pero el único disponible. No tenía esperanzas de combatir contra veinte ases alemanes entre los mejores; cuando lo alcanzaran no duraría sino unos pocos segundos. Y venían raudos, en tanto la máquina azul lo retenía para el golpe mortal.
De pronto, enfrentado a la muerte que había buscado deliberadamente, Michael deseó vivir. Si había estado reteniendo hacia atrás la palanca de mandos, con todas sus fuerzas, para mantener al “SE 5 a” en su giro, en ese momento la lanzó hacia delante y el avión salió disparado, como una piedra desde la honda.
Michael se vio arrojado contra el cinturón de seguridad que le rodeaba el hombro, pero dominó el aparato y utilizó su propio impulso para lanzarlo en un agudo picado. Descendía en un movimiento desquiciante hacia las nubes bajas.
La maniobra tomó a su adversario por sorpresa, pero se recobró de inmediato y el Albatros lo siguió con un destello azul mientras la bandada multicolor se acercaba desde arriba.
Michael los observó por el espejo retrovisor, notando lo rápidos que eran esos nuevos Albatros en picado. Echó un vistazo a las nubes. Sus pliegues grises, que tan húmedos y poco acogedores le parecieran segundos antes, eran su única esperanza de vida y salvación. Una vez iniciada la huida, el terror volvió a adueñarse de él, socavando su coraje y su virilidad.
No podría llegar. Lo alcanzarían antes de que estuviera cubierto. Se aferró a la palanca de mandos, petrificado por ese terror nuevo y mutilador.
Lo reanimó el estruendo de las “Spandau” gemelas. El espejo le mostró los destellos rojos, bailarines, muy cerca de él. Algo le asestó un golpe entumecedor en la espalda, bajo la cintura. Su fuerza le quitó el aire de los pulmones. Comprendió entonces que debía salir de la línea mortífera del Albatros azul.
Golpeó la barra de timón con toda su fuerza, intentando el giro plano que lo pondría cara a cara contra sus torturadores, pero llevaba demasiada velocidad y el ángulo de descenso era demasiado agudo. El “SE 5 a” no respondió. Se limitó a dar una sacudida que lo puso de costado frente a la manada de perseguidores. Si bien el Albatros azul no dio en el blanco, los otros cayeron sobre él, uno tras otro. Cada ataque sucedió al anterior con una diferencia de microsegundos. El cielo se llenó de alas centelleantes y fuselajes coloridos. El estruendo de los disparos recibidos por su avión era continuo e insoportable. El “SE 5 a” dejó caer un ala y entró en espiral.
Cielo, nubes y trozos de suelo, intercalados con relucientes Albatros ametrallándolo, giraron en el campo visual de Michael, aturdiéndolo. Sintió otro golpe, esa vez en la pierna, justo bajo el escroto. Al mirar hacia abajo vio que un disparo había perforado el suelo; la bala, deformada, acababa de desgarrarle el muslo. La sangre brotaba en chorros intermitentes de la arteria. Cierta vez, Michael había visto a un zulú, atacado por un búfalo herido, sangrar de ese modo por una arteria femoral. Había muerto en tres minutos.
Las ráfagas de ametralladora seguían llegándole desde todos los ángulos. No podía defenderse, pues su máquina estaba fuera de control, encabritada en la espiral. Levantaba cruelmente la proa para dejarla caer otra vez, en un ritmo salvaje.
Michael luchó contra ella, operando el timón opuesto en un intento de quebrar esa rotación. El esfuerzo hizo que la sangre brotara con más potencia de su muslo desgarrado. Entonces sintió los primeros mareos de la debilidad. Apartó una mano de la palanca de mandos para meter el pulgar en la entrepierna, buscando el punto de presión. Los grandes chorros colorados disminuyeron de inmediato.
Volvió a mimar al aparato dañado, con la palanca hacia delante para impedir esa actitud de la proa en alto, aplicando un golpe de cebador para sacarla del giro. El avión respondió de mala gana. Michael trató de no pensar en el fuego de ametralladora que lo desgarraba desde todos lados.
Las nubes y la tierra dejaron de girar en derredor. Los giros cerrados se tornaron más lentos y la máquina siguió descendiendo en línea recta. Entonces, con una sola mano, Michael levantó el morro y sintió la excesiva tensión de las alas, la succión de la gravedad en el vientre. Al menos, el mundo se inclinaba ante su vista; el avión estaba equilibrado.
Por el espejo vio que el Albatros azul había vuelto a hallarlo y se acercaba a su cola para asestarle el golpe de gracia.
Antes de que se iniciara otra vez ese horrible matraqueo de las “Spandau”, Michael sintió el golpe frío y húmedo en la cara: unos jirones de nubes gris flotaban por la cabina abierta. De inmediato la luz quedó bloqueada; se encontró en un mundo opaco, ciego, en un mundo quieto y silencioso, donde las “Spandau” ya no podían profanar los silencios celestes.
En las nubes no lo hallarían.
Automáticamente, sus ojos se fijaron en los pequeños tubos de glicerina fijos al tablero, frente a él. Con pequeños movimientos de palanca, alineó las burbujas en los tubos hasta ponerlas en sus marcas, a fin de que el “SE 5 a” volara en línea recta por entre las nubes. Luego lo hizo girar suavemente en dirección a Mort Homme, guiándose por la brújula.
Tenía ganas de vomitar; era la primera reacción al terror y la tensión de combate. Tragó saliva y jadeó para dominarse, pero entonces volvió a experimentar debilidad Era como tener un murciélago atrapado en el cráneo. Las alas suaves y oscuras batían detrás de sus ojos, bloqueándole la visión en parches.
Parpadeó para alejar la oscuridad y miró hacia abajo. Seguía con el pulgar apretado a su entrepierna, pero nunca había visto tanta sangre. Tenía la mano empapada y los dedos pegajosos. La manga de su chaqueta estaba roja hasta el codo. La sangre había convertido sus pantalones en una masa, inundándole las botas. Había charcos en la cabina y varias serpientes se deslizaban hacia atrás y hacia delante con cada movimiento de la máquina.
Soltó la palanca por un momento y se inclinó hacia delante, contra el cinturón de seguridad, para tantearse la espalda. Encontró la otra herida de bala a siete centímetros de la columna vertebral, sobre la pelvis. No había agujero de salida. Eso significaba que aún tenía la bala dentro y estaba sangrando interiormente. No cabían dudas: sentía algo hinchado y tenso en el vientre, a medida que la cavidad estomacal se iba llenando de sangre.
La máquina bajó un ala; él tomó la palanca para nivelarla, pero le llevó varios segundos efectuar ese simple ajuste. Le escocían los dedos, llenos de alfileres y agujas; tenía mucho frío. Sus reacciones se estaban volviendo lentas y cada movimiento, por pequeño que fuera, le costaba todo un esfuerzo.
Sin embargo no sentía dolor alguno: sólo un entumecimiento que se le extendía desde la parte baja de la espalda hasta las rodillas. Retiró el pulgar para probar la herida de su muslo; de inmediato se produjo una llovizna de sangre brillante. Se apresuró a detenerla otra vez y concentró su atención en los instrumentos de vuelo. ¿Cuánto faltaba para llegar a Mort Homme? Trató de sacar los cálculos, pero sentía el cerebro lento y abotagado. Nueve minutos desde Cantin, calculó. ¿Cuánto tiempo llevaba volando? No lo sabía; giró la muñeca para ver su reloj, pero descubrió que debía contar las divisiones del dial, como los niños.
“No quiero salir demasiado pronto de la nube. Me estarán esperando”, se dijo, pesadamente.
El dial de su reloj se multiplicó ante sus ojos.
“Doble visión”, reconoció.
Se apresuró a mirar hacia delante. Las nubes plateadas se henchían alrededor. Tenía la sensación de estar cayendo. Estuvo a punto de mover la palanca para contrarrestarlo, pero su adiestramiento lo contuvo. Revisó las burbujas de su horizonte artificial: estaban alineadas. Los sentidos lo estaban engañando.
—Centaine —dijo, súbitamente—, ¿qué hora es? Voy a llegar tarde a la boda.
Sintió que el pánico salía a la superficie en el pantano de su debilidad. Las alas de la oscuridad batieron con frenesí detrás de sus ojos.
—Se lo prometí. ¡Hice un juramento!
“Las cuatro y seis minutos. Es imposible —pensó, enloquecido—. Este maldito reloj anda mal.”
Estaba perdiendo de vista la realidad.
El “SE 5 a” salió de la nube en uno de los agujeros del techo. Michael levantó la mano para protegerse los ojos de la luz y miró a su alrededor.
Iba caminando hacia la base aérea; reconoció la ruta y la línea ferroviaria; también el campo con forma de estrella, entre ambos. “Otros cinco minutos de vuelo”, calculó.
La visión de la tierra había vuelto a orientarlo. Con un nuevo dominio del mundo real, miró hacia arriba. Los vio allá, describiendo círculos como los buitres sobre la presa del león, esperando que emergiera de la nube. Lo habían divisado. Michael notó que giraban hacia él, con sus alas irisadas… pero se hundió en la nube del otro lado, ocultándose de aquellos ojos crueles.
—Tengo que respetar mi promesa —murmuró.
La pérdida de contacto con la tierra lo dejó confundido Una vez más se abatieron sobre él las oleadas del vértigo. Dejó que el “SE 5 a” se hundiera lentamente por la capa de nubes y nuevamente, salió a la luz. Allá abajo se veía el campo familiar los barrancos, el frente de batalla, los bosques, la aldea, la cúpula de la iglesia. Todo tan apacible e idílico.
“Centaine, voy a casa”, pensó.
Un terrible cansancio cayó sobre él. Su peso enorme pareció sofocarlo, aplastándolo dentro de la cabina.
Giró la cabeza y vio el castillo. Su techo rosado era como un faro que lo atraía irresistiblemente. El morro del avión viró hacia allí, como independiente del piloto.
—Centaine —susurró—. Allá voy. Espérame. Ya voy.
Y la oscuridad se cerró sobre él, como si estuviera retrocediendo por un largo túnel.
Sentía un rugido en los oídos, como el ruido de la marea en una caracola. Se concentró, con el resto de sus fuerzas, para mirar por aquel túnel cada vez más estrecho, buscando la cara de ella, tratando de oír su voz por encima del rumor del mar.
—Centaine, ¿dónde estás? Oh, Dios, ¿dónde estás, amor mío?
Centaine, de pie ante el gran espejo de marco dorado, contemplaba su imagen con ojos oscuros y serios.
—Mañana seré Madame Michael Courtney —dijo, solemne—, nunca más Centaine de Thiry. ¿No es un pensamiento formidable, Anna? —Se tocó las sienes—. ¿Te parece que voy a sentirme distinta? Sin duda un acontecimiento tan importante tiene que alterarme. Después de eso no podré volver a ser la misma persona.
—Despierta, niña —la instó Anna—. Hay demasiadas cosas que hacer. No hay tiempo para soñar.
Levantó la voluminosa falda y la dejó caer sobre la cabeza de Centaine. Luego se le puso detrás para abrocharle la cintura.
—Me gustaría saber si mamá me está mirando, Anna. ¿Sabrá que me estoy poniendo su vestido? ¿Se alegrará por mí?
Anna, gruñendo, se puso de rodillas para revisar el ruedo, mientras la muchacha alisaba el delicado encaje sobre su cadera, escuchando las risas masculinas apagadas que llegaban del grand salón, en el piso bajo.
—Cuánto me alegro de que el general pudiera venir. ¿Verdad que es muy apuesto, Anna, tanto como Michael? Esos ojos… ¿te has dado cuenta?
Anna volvió a gruñir, pero con más énfasis. Por un momento le vacilaron las manos al pensar en el general.
“Ese sí que es todo un hombre”, se había dicho, al ver que Sean Courtney bajaba de su “Rolls” para subir la escalinata frontal del castillo.
—Se lo ve tan grandioso con su uniforme y sus medallas… —prosiguió Centaine—. Cuando Michael sea mayor, voy a insistir para que se deje crecer una barba así. Da tanto porte…
Desde abajo les llegó otra carcajada.
—Él y papá se llevan bien, ¿no te parece, Anna? ¡Escúchalos!
Ambas habían trabajado todo el día anterior y la mayor parte de la noche, para rehabilitar el grand salón, clausurado desde la huida de los criados, con las cortinas polvorientas y los techos, tan llenos de telarañas que las escenas mitológicas con que estaba decorado casi no se veían.
Habían terminado la limpieza, con los ojos enrojecidos y estornudando, antes de comenzar con la plata, completamente manchada y sin brillo. Después hubo que lavar y secar a mano cada pieza de la vajilla de Sévres, roja y dorada. El conde protestaba (“un veterano del tercer Imperio obligado a trabajar como cualquier patán”) porque había sido obligado a prestar ayuda.
Por fin quedó todo hecho. El salón volvía a lucir espléndido, con el suelo de intrincados diseños lustroso de cera, las ninfas, diosas y faunos danzando en el techo, la plata centelleante y las primeras rosas de las que Anna cultivaba celosamente en el invernadero.
—Debimos haber preparado más pasteles —se preocupó Anna—. Esos soldados tienen un apetito de caballo.
—No son soldados, sino pilotos —le corrigió Centaine—. Y tenemos suficiente para alimentar a todo el Ejército aliado no a un solo escuadrón… —Centaine se interrumpió—. ¡Escucha, Anna!
Anna corrió a la ventana para mirar.
—¡Son ellos! —declaró—. ¡Tan temprano!
El desteñido camión pardo venía traqueteando por el largo sendero de grava, mojigato y con aires de solterona sobre sus ruedas altas y estrechas: en la parte trasera se amontonaban todos los oficiales del escuadrón que no estaban de guardia; conducía el ayudante, con la pipa apretada entre los dientes y una expresión fija de terror. Iba zigzagueando por el terreno desigual, alentado a gritos por sus pasajeros.
—¿Has cerrado la despensa con llave? —preguntó Ana afligida—. Si esa tribu encuentra la comida antes de que estemos listos para servir…
Anna había convocado a sus amigas a la aldea, las que no habían huido ante la guerra, y la despensa era una mágica cueva, llena de pasteles fríos, patés y deliciosas conservas típicas de la zona, jamones y tartas de manzana, aspic de cerdo y frutas y diez bocados más.
—No es por la comida que han venido tan temprano —observó la muchacha, reuniéndose con ella en la ventana—. Papá tiene las llaves de la bodega. Las usarán bien.
El padre ya estaba bajando la escalinata de mármol para saludar a los invitados. El ayudante frenó con tanta brusquedad, que dos de sus pilotos aterrizaron en el asiento delantero, junto a él, formando un lío de piernas y brazos.
—Digo yo —gritó, obviamente aliviado por estar otra vez en punto muerto—, usted debe de ser el buen conde, ¿no? Somos la vanguardia. ¿Cómo se dice en francés Le d’avánt garde? ¿Entiende?
—Ah, por supuesto. —El conde le cogió la mano—. Nuestros valientes aliados. ¡Bienvenidos, bienvenidos! ¿Puedo ofrecerles una copita de algo?
—Ya ves, Anna. —Centaine sonrió al apartarse de la ventana—. No hay por qué preocuparse. Se entienden bien. Tu comida estará a salvo de ellos, al menos por el momento.
Levantó de la cama el velo de la novia y se lo colocó sobre la cabeza para examinarse en el espejo.
—Este debe ser el día más feliz de mi vida —susurró—. Que nada lo eche a perder.
—Nada, hija —aseguró Anna, acercándose por detrás para arreglarle el fino encaje sobre los hombros—. Serás la más encantadora de las novias. Lástima que nadie de la nobleza esté aquí para verte.
—Basta, Anna —le amonestó la muchacha, vivamente—. Nada de lamentaciones. Todo está perfecto. No lo querría de otro modo. —Inclinó un poco la cabeza—. ¡Anna!
—¿Qué pasa?
—¿No oyes? —Centaine se apartó del espejo—. Es él. Es Michael. Vuelve a mí.
Corrió a la ventana y, sin poder contenerse, empezó a dar saltitos como una niña ante el escaparate de una juguetería.
—¡Escucha! ¡Viene hacia aquí!
Podía reconocer el característico ruido del motor, que tantas veces había esperado oír.
—No lo veo —dijo Anna, detrás de ella, frunciendo los ojos para mirar hacia las nubes.
—Ha de estar muy bajo —adujo la muchacha—. ¡Sí, sí! Allí está, apenas sobre el bosque.
—Ya lo veo. ¿Va a aterrizar en la huerta?
—No, con este viento no. Creo que viene hacia aquí.
—¿Estás segura de que es él?
—Por supuesto. ¿No ves el color? Mon petit jaune!
También los otros lo habían oído. Sonaban voces bajo la ventana. Diez o doce invitados salieron en tropel por las puertas vidrieras del salón, a la terraza. Los encabezaban Sean Courtney, que vestía el uniforme de gala de los generales británicos, y el conde, aún más majestuoso con el azul y oro de los coroneles de la infantería de Napoleón III. Todos llevaban sus copas y alzaban la voz, llenos de buen ánimo y alegre camaradería.
—Sí, es Michael —anunció uno—. Apuesto a que va a pasar por aquí en vuelo rasante. ¡Ya verán que se lleva el tejado!
—Sería un gesto de victoria, considerando la que le espera.
Centaine se encontró riendo con ellos y palmoteando. La máquina amarilla se aproximaba. Y de pronto se le helaron las manos, un segundo antes de golpear.
—Anna —dijo—, algo anda mal.
El avión estaba ya lo bastante cerca para permitirles apreciar lo irregular de su vuelo. Una de las alas descendió y la máquina dio un tumbo hacia los árboles, antes de recuperarse bruscamente. Las alas se tambalearon. Luego cayó hacia el otro lado.
—¿Qué está haciendo?
El timbre de las voces, en la terraza, había cambiado.
—Por Dios, está en dificultades, parece…
El “SE 5 a” inició un incomprensible giro a estribor. Entonces vieron el costado del fuselaje dañado y las superficies desgarradas del ala. Parecía un cadáver de pez, atacado por los tiburones.
—¡Ha recibido muchos disparos! —gritó uno de los pilotos.
—Sí, está muy averiado.
El “SE 5 a” volvió demasiado bruscamente; cayó la proa, a punto de tocar los árboles.
—¡Va a intentar un aterrizaje forzoso!
Algunos de los pilotos saltaron sobre la pared de la terraza para correr a los prados, haciendo señales frenéticas al aeroplano mutilado.
—¡Por aquí, Michael! —¡Levanta la proa, hombre!
—¡Demasiado despacio! —aulló otro—. ¡Vas a caer!
¡Abre el cebador! ¡Dale potencia!
Mientras gritaban sus inútiles consejos, el aparato descendió pesadamente hacia los prados abiertos.
—Michael —susurró Centaine, retorciendo el encaje entre sus dedos, sin darse cuenta siquiera de que lo estaba desgarrando—, ven a mí, Michael.
Quedaba una sola hilera de árboles: viejas hayas cobrizas, en cuyas ramas comenzaban a abrirse las hojas nuevas. Ellas custodiaban el fondo de los prados, en el otro extremo de los campos.
El “SE 5 a” amarillo cayó detrás de ellos; el latido del motor estaba fallando.
—¡Levántalo, Michael! —¡Levanta ese avión, maldita sea!
Todos le estaban gritando, y Centaine agregó su propia súplica.
—Por favor, Michael, vuela sobre los árboles. Ven a mí, querido.
El motor “Viper” volvió a rugir a toda potencia. Entonces vieron que la máquina se elevaba como un gran faisán amarillo que saliera de entre las ramas.
—Va a pasar.
La nariz estaba muy alta. Todos lo vieron. El aparato pareció pender sobre las ramas desnudas, que se estiraban como garras monstruosas. De pronto la proa bajó.
—¡Ya ha pasado! —se alegró uno de los pilotos.
Pero una de las ruedas de aterrizaje tocó una rama muy curvada. El “SE 5 a” dio un salto mortal en el aire y cayó.
Golpeó la tierra blanda, aterrizando sobre la proa. La hélice estalló en un borrón de astillas blancas. Luego, al quebrarse el armazón de madera del fuselaje, toda la máquina se derrumbó, aplastada como una mariposa. Las alas amarillas se plegaron alrededor del cuerpo deshecho… y Centaine vio a Michael.
Estaba untado de su propia sangre, que le había chorreado por la cara; tenía la cabeza hacia atrás y colgaba a medias de la cabina abierta, pendiendo de sus correas como un hombre de la horca.
Los camaradas de Michael iban corriendo por el prado. La muchacha vio que el general arrojaba su copa a un lado para lanzarse sobre la pared de la terraza. Corría con un paso desesperado y desigual; la renquera le dificultaba el equilibrio, pero aun así iba ganando terreno a los más jóvenes.
Los primeros estaban casi junto al avión destrozado cuando las llamas lo envolvieron, con milagrosa brusquedad. Se alzaron hacia lo alto con un rugido tamborileante, de color muy pálido, pero coronadas con humo negro en la cresta. Y los hombres que corrían se detuvieron en seco, vacilantes. Por fin se retiraron, protegiéndose las caras con las manos.
Sean Courtney cargó a través de ellos, directamente hacia las llamas, sin prestar atención a las danzantes olas de calor que lo chamuscaban. Cuatro de los oficiales jóvenes se adelantaron de un salto para cogerlo por los brazos, por los hombros, tirando de él hacia atrás.
Sean se debatía en sus manos, con tanta fuerza que hicieron falta tres más para ayudar a contenerlo. Rugía profundamente, sin sentido, como un búfalo atrapado en tanto seguía tratando de llegar por entre las llamas hasta el hombre atrapado en el cuerpo destrozado del aparato amarillo.
De pronto, sin previo aviso, el ruido cesó y el hombre se dejó caer. Si no lo hubieran estado sujetando se habría derrumbado de rodillas. Las manos pendían a los lados del cuerpo. Pero no apartaba la vista de aquella muralla de fuego.
Años antes, en un viaje a Inglaterra, Centaine había observado con horrorizada fascinación a los hijos de su anfitrión, que: quemaban la efigie de un asesino inglés, llamado Guy Fawkes: en una pira encendida en el jardín. La efigie estaba elaborada con inteligencia; al elevarse las llamas, se había ennegrecido, retorciéndose en una apariencia de vida. Durante varias semanas, después de aquello, Centaine despertó sudorosa, presa de pesadillas. En ese momento, al mirar desde la ventana del castillo, oyó que alguien junto a ella, comenzaba a gritar. Pensó que era Anna. Los gritos revelaban una angustia total; la estremecían como el viento fuerte sacude los tallos jóvenes.
Era la misma pesadilla de antes. No podía apartar la vista, en tanto la efigie se ponía negra y comenzaba a encogerse, con los miembros girando lentamente en el calor. Y los gritos le llenaban la cabeza, ensordeciéndola. Sólo entonces comprendió que no era Anna, sino ella misma quien gritaba. Esas ráfagas de sonido atormentado que le surgían de lo más profundo del pecho parecían ser de alguna sustancia corrosiva, como partículas de vidrio molido, que le desgarraban la garganta.
Sintió que los fuertes brazos de Anna la levantaban en vilo, apartándola de la ventana. Se debatió con todas sus fuerzas, pero la mujer era demasiado poderosa para ella.
Anna dejó a Centaine sobre la cama y le apretó la cara contra su vasto seno, sofocando esos gritos enloquecidos. Por fin, cuando se hizo el silencio, le acarició la cabellera y comenzó a mecerla suavemente, canturreándole, como cuando era niña.
Enterraron a Michael Courtney en el cementerio de Mort Homme, en la sección reservada a la familia De Thiry.
Lo enterraron esa misma noche, a la luz de las lámparas. Sus colegas oficiales excavaron la tumba, y el padre que hubiera debido casarlos dijo el servicio fúnebre sobre sus restos.
—Yo soy la resurrección y la vida, dijo el Señor…
Centaine estaba allí, del brazo de su padre, con el rostro cubierto de encaje negro. Anna la tenía del otro brazo, protectora.
Centaine no lloraba. Al acallarse aquellos gritos no hubo lágrimas. Era como si las mismas llamas hubieran secado su alma, convirtiéndola en un desierto.
—Oh, no recuerdes los pecados y las ofensas de mi juventud…
Las palabras sonaron remotas, como pronunciadas en el otro lado de una barrera.
“Michael no tenía pecado —pensó—. No tenía ofensas, pero sí era demasiado joven… Oh, Señor, demasiado joven. ¿Por qué tuvo que morir?”.
Sean Courtney estaba frente a ella, al otro lado de la apresurada sepultura; un paso más atrás, su chófer y criado zulú, Sangane. Centaine nunca había visto llorar a un negro; las lágrimas le brillaban en la piel aterciopelada como gotas de rocío, corriendo por los pétalos de una flor oscura.
—El hombre nacido de mujer sólo tiene un breve tiempo de vida y está lleno de miseria…
Centaine clavó la vista en la profunda trinchera lodosa, en la patética caja de madera tosca, tan apresuradamente armada en el taller del escuadrón. “Ése no es Michael —pensaba—. Esto no es real. Todavía es una horrible pesadilla. Pronto voy a despertar, y entonces Michael vendrá volando… y yo lo estaré esperando con Nuage, en la cima de la colina, para darle la bienvenida.”
La despertó un sonido áspero y desagradable. El general había dado un paso adelante; uno de los oficiales jóvenes acababa de entregarle una pala. Los terrones cayeron con golpes secos sobre la tapa del ataúd. Centaine levantó la mirada al cielo; no quería ver.
“Allá abajo no, Michael —susurró tras el velo oscuro—. No es ése tu lugar. Para mí serás siempre un hijo del cielo. Para mí estarás siempre arriba, en el azul…” Y luego: “Au revoir, Michael, hasta que volvamos a vernos, querido. Cada vez que mire el cielo pensaré en ti.”
Centaine se sentó junto a la ventana. Cuando se puso el velo de novia sobre los hombros, Anna quiso oponerse, pero se interrumpió.
Se sentó en la cama, junto a ella. Ninguna dijo palabra.
Desde el salón de abajo llegaban las voces de los hombres, Alguien había estado tocando el piano, poco antes; lo hacía muy mal, pero Centaine había podido reconocer la Marcha fúnebre de Chopin; los otros, tarareando, marcaban el ritmo.
Por instinto, la muchacha comprendió de qué se trataba: era la despedida especial a uno de los suyos. Pero aquello no la afectó. Más tarde oyó que las voces tomaban un tono áspero, crudo; se estaban embriagando, y ella comprendió que eso formaba parte del rito. Después hubo risas ebrias, pero con un timbre de tristeza subyacente, y más canciones, vocingleras, desafinadas. Ella no sentía nada. Con los ojos secos, inmóvil a la luz de las velas, contemplaba el fuego del bombardeo que relampagueaba sobre el horizonte, escuchaba las canciones y los ruidos de la guerra.
—Tienes que acostarte, niña —le había dicho Anna en cierto momento, suave como una madre.
Pero Centaine sacudió la cabeza y Anna no insistió. En cambio despabiló la vela, puso una manta sobre las rodillas de la muchacha y fue en busca de un plato con jamón y pastel frío, más una copa de vino. Tanto la comida como el vino quedaron intactos sobre la mesa, junto al codo de Centaine.
—Debes comer, niña —susurró Anna, aunque no quería entrometerse. Centaine giró lentamente la cabeza hacia ella.
—No, Anna —dijo—. Ya no soy una niña. Esa parte de mí murió hoy, con Michael. No debes llamarme así nunca más.
—Te prometo que no lo haré.
Y Centaine volvió lentamente a la ventana.
El reloj de la aldea dio las dos. Algo después oyeron que los oficiales del escuadrón se retiraban. Algunos estaban tan ebrios que sus compañeros los llevaban en vilo, para arrojarlos en la parte trasera del camión, como sacos de maíz. Luego el vehículo se alejó en la noche, traqueteando.
Se oyó un suave golpe a la puerta. Anna se levantó para abrir.
—¿Está despierta?
—Sí —susurró Anna.
—¿Puedo hablar con ella?
—Pase.
Sean Courtney se detuvo junto a la silla de Centaine. Ella olfateó el whisky, pero lo notó firme como una roca de granito sobre sus pies. También su voz sonaba grave y dominada. A pesar de eso, ella presintió que dentro de él había una muralla deteniendo el dolor.
—Ahora tengo que irme, querida —dijo en afrikaans.
Centaine se levantó de la silla, dejando que la manta cayera de sus rodillas y fue a detenerse ante él, con el velo de novia sobre los hombros, para mirarlo a los ojos.
—Usted era su padre —dijo.
El dominio del hombre se hizo pedazos. Retrocedió, tambaleándose, y apoyó una mano en la mesa para no caer.
La miraba fijamente.
—¿Cómo lo sabes? —susurró.
Y entonces ella vio que todo el dolor salía a la superficie. Por fin pudo permitir que también el suyo ascendiera, mezclándose con el de Sean. Brotaron las lágrimas, y sus hombros se sacudieron silenciosamente. Él le abrió los brazos y la estrechó contra su pecho.
Durante largo rato ninguno de los dos habló, hasta que los sollozos de la muchacha se apagaron. Entonces Sean dijo:
—Para mí serás siempre la esposa de Michael, como mi propia hija. Si me necesitas, no importa dónde ni cómo, bastará con que me mandes llamar.
Ella asintió rápidamente, parpadeando, y dio un paso atrás al abrirse el abrazo.
—Eres valiente y fuerte —dijo él—. Lo reconocí al verte por primera vez. Saldrás de ésta.
Giró en redondo y salió del cuarto, renqueando. Minutos después se oyó el crujir de las ruedas sobre la grava del camino mientras el “Rolls” se alejaba, con el corpulento zulú al volante.
Al amanecer, Centaine estaba en la colina, detrás del castillo, montada en Nuage. Cuando el escuadrón despegó para la patrulla del alba, ella se irguió en la montura para saludarlos con la mano.
El pequeño norteamericano a quien Michael llamaba Hank iba volando delante; meneó las alas y agitó un brazo. Ella rió e imitó el gesto. Las lágrimas le corrían por las mejillas al reír.
Ella y Anna trabajaron toda la mañana para cerrar otra vez el salón, cubrir los muebles con fundas y guardar la vajilla y los cubiertos. Los tres comieron en la cocina los restos de la noche anterior. Aunque Centaine estaba pálida y ojerosa y apenas probó la comida y el vino, hablaba normalmente sobre las tareas que debían realizar durante la tarde. El conde y Anna la observaban, ansiosos, pero disimulando, sin saber cómo tomar esa calma nada natural. Al terminar la comida, el conde ya no pudo contenerse:
—¿Estás bien, pequeña?
—El general dijo que saldría de ésta —respondió ella—. Quiero demostrar que tenía razón. —Se levantó—. Dentro de una hora estaré de vuelta para ayudarte, Anna.
Tomó la brazada de rosas que habían rescatado del salón y salió a los establos. Montada en Nuage, fue hasta el final del camino, donde largas columnas de hombres uniformados pasaban encorvados bajo sus armas y sus mochilas. La saludaban al pasar, y ella sonreía, agitando las manos; muchos se daban vuelta para mirarla melancólicamente.
Ató a Nuage al portón del cementerio y, con los brazos llenos de flores, dio la vuelta a la iglesia de piedra, cubierta de musgo. Un oscuro tejo esparcía sus ramas sobre el lote de los De Thiry, pero la tierra recién removida estaba pisoteada y lodosa; la tumba parecía uno de los canteros para verduras preparados por Anna, aunque no tan limpio ni tan cuadrado.
Centaine sacó una pala del cobertizo y puso manos a la obra. Cuando terminó, acomodó las rosas y dio un paso atrás. Tenía las faldas embarradas y suciedad bajo las uñas.
—Ahora sí —dijo, con satisfacción—. Así está mucho mejor. En cuanto pueda encontrar un albañil haré que coloquen la lápida, Michael, y mañana volveré con algunas flores frescas.
Esa tarde trabajó junto a Anna, casi sin levantar la mirada de sus tareas, sin detenerse. Sólo se interrumpió antes del atardecer, para cabalgar hasta la colina y estar presente cuando los aviones llegaran desde el Norte. Esa tarde faltaban otros dos miembros del escuadrón. La carga de duelo que llevaba consigo, al regresar a la casa, era tanto por ellos como por Michael.
Después de la cena, fue a su cuarto en cuanto ella y Anna terminaron de lavar los platos. Se sabía exhausta y ansiaba dormir, pero en cambio estalló todo el dolor que mantuviera a raya durante el día. Entonces se cubrió la cara con la colcha para sofocarlo.
De cualquier modo, Anna lo oyó, pues estaba alerta. Entró con su cofia de dormir y su camisón, llevando una vela.
Apagó la vela de un soplido y se deslizó en la cama, para tomar a Centaine en sus brazos y acunarla hasta que la muchacha se quedó dormida.
Al amanecer, Centaine estaba otra vez en la colina.
Los días y las semanas se repetían, de modo tal que se sentía atrapada y sin esperanzas en la rutina de la desesperación. Las variaciones eran pocas: doce “SE 5 a” nuevos en las escuadrillas, todavía pintados con el opaco color de fábrica y pilotados por aviadores cuyas maniobras más sencillas proclamaban, aun a los ojos de Centaine, que eran novatos. Mientras tanto, el número de máquinas pintadas de colores intensos menguaba con cada regreso. Las columnas de hombres, equipos y cañones que avanzaban por la ruta principal, por debajo del castillo, eran más densas día a día. La corriente de ansiedad y tensiones iba en aumento, contagiando hasta a los tres ocupantes de la casa.
—Cualquier día de éstos —repetía el conde, sin cesar—, va a empezar la cosa. Ya verás que no me equivoco.
Una mañana, el pequeño norteamericano voló en círculos sobre la colina donde Centaine esperaba; estirando el brazo desde la cabina abierta, dejó caer algo. Era un pequeño paquete, con una larga cinta de colores para servir de marcador. Cayó más allá de la cima y Centaine azuzó a Nuage para hacerlo bajar la cuesta; halló la cinta enredada en el seto de la parte baja y tuvo que desenredarla de las espinas. Cuando Hank volvió a describir un círculo, levantó el paquete en alto para mostrar que lo había rescatado; él, después de saludarla, ascendió hacia los barrancos.
Centaine abrió el paquete en la intimidad de su cuarto. Contenía un par de alas bordadas del Real Cuerpo de Vuelo y una medalla, en su estuche rojo. Acarició la seda lustrosa de la que pendía la cruz de plata y leyó, en el anverso, la fecha, el nombre de Michael y su rango. El tercer artículo, en un sobre, era una fotografía. Mostraba a todo el escuadrón formado en un semicírculo amplio, ala con ala, frente a los hangares de Bertangles; los pilotos, en primer plano, sonreían tímidamente. Junto a Michael estaba el escocés loco; apenas le llegaba al hombro. Michael llevaba la gorra hacia atrás y tenía las manos en los bolsillos; se lo veía tan despreocupado y garboso que a Centaine se le oprimió el corazón hasta sofocarla.
Puso la fotografía en el mismo marco de plata donde estaba la de su madre, para tenerla junto a la cama. La medalla y las alas bordadas quedaron en su joyero, con sus otros tesoros.
Todas las tardes, Centaine pasaba una hora en el cementerio. Cubrió la tumba con ladrillos rojos que encontró tras el cobertizo.
—Sólo hasta que podamos conseguir un albañil, Michael —le explicó, mientras trabajaba de rodillas.
Y asolaba praderas y bosques en busca de flores silvestres para llevarle.
Por las noches ponía la grabación de Aída y estudiaba esa página de su atlas que representaba el Continente en forma de cabeza de caballo, África, y las vastas extensiones rojas del imperio que eran su coloración predominante, o leía en voz alta los libros ingleses de Kipling y Bernard Shaw, encontrados en el dormitorio de su madre. El conde, mientras tanto, escuchaba con atención y corregía su modo de pronunciar. Ninguno de ellos mencionaba a Michael, pero todos tenían conciencia de él, minuto a minuto, como si fuera parte del atlas, de los libros ingleses y de los jubilosos compases de Aída.
Por fin, cuando Centaine estaba segura de sentirse totalmente agotada, besaba a su padre e iba a su cuarto. Sin embargo, en cuanto apagaba la vela volvía a abrumarla el dolor. A los pocos minutos, la puerta se abría silenciosamente y Anna la tomaba en sus brazos.
Y todo el círculo volvía a empezar.
Fue el conde quien lo quebró, aporreando la puerta de Centaine para despertarlas, en las oscuras horas de la madrugada.
—¿Qué pasa? —preguntó Anna, soñolienta.
—¡Venid! —gritó el conde—. Venid a ver.
Después de ponerse apresuradamente la bata sobre el camisón, ambas lo siguieron por la cocina hasta salir al patio trasero. Allí se detuvieron para mirar el cielo del Este, extrañadas: aunque no había luna, relumbraba con una extraña luz anaranjada, ondulante, como si en algún punto, por debajo del horizonte, Vulcano hubiera abierto las puertas de la fragua divina.
—¡Escuchad! —ordenó el conde.
Y entonces oyeron el susurro sobrepuesto a la brisa leve. Era como si toda la tierra, bajo los pies, se estremeciera ante la potencia de esa conflagración distante.
—Se ha iniciado —dijo él.
Sólo entonces comprendieron las mujeres que era el primer asedio de la gran ofensiva de los aliados contra el frente occidental.
Pasaron el resto de esa noche sentados en la cocina, bebiendo grandes jarros de café negro; a cada instante salían al patio para contemplar el feroz despliegue, como si se tratara de algún fenómeno astronómico.
El conde, exultante, les describía lo que estaba ocurriendo.
—Es la descarga a saturación que aplanará el alambre espinoso, destruyendo las trincheras enemigas. Los boches quedarán aniquilados. —Y señalaba el cielo atroz—. ¡Quién pudiera presenciarlo!
Las baterías disparaban a lo largo de un frente de cien metros; en los siete días y noches siguientes, jamás cesaron. El peso mismo del metal que arrojaban contra las líneas alemanas borraba los parapetos y los atrincheramientos, arando la tierra y volviendo a ararla.
El conde se encendía de ardor guerrero y patriótico.
—Estáis viviendo la historia. Sois testigos de una de las grandes batallas de los siglos.
Pero para Centaine y Anna siete días y siete noches eran demasiado tiempo. Pronto el primer asombro se convirtió en apatía y desinterés. Ambas prosiguieron con la rutina diaria del castillo sin que ya les llamara la atención el bombardeo distante. Por la noche no les quitaban el sueño ni la pirotecnia ni las convocatorias del conde:
—¡Venid a ver!
Por fin, en la séptima mañana, mientras desayunaban, hasta ellas notaron el cambio en la intensidad y el retumbar de los cañones. El conde se levantó de un salto para correr al patio, con la boca aún llena de pan y queso, llevando en la mano el jarrito de café.
—¡Escuchad! ¿Lo oís? ¡Se ha iniciado el avance!
La artillería avanzaba abriendo fuego, para crear una barrera móvil de altos explosivos, a través de la cual no había ser viviente que pudiera avanzar o retroceder.
—Ahora los valientes aliados están listos para el ataque final…
En las trincheras británicas de avanzada, los hombres esperaban detrás de los parapetos. Cada uno cargaba casi con treinta kilos de equipo.
El tronar de los explosivos se fue alejando, dejándoles los sentidos abotagados y los tímpanos zumbantes. A lo largo de las trincheras se oían los silbatos de los jefes de sección, que hacían levantar a los soldados para agruparlos al pie de las escalerillas de asalto. De pronto, como un ejército de autómatas vestidos de color caqui, todos salieron de sus madrigueras al cielo abierto y miraron en derredor, aturdidos.
Estaban en una tierra transformada por la devastación, tan asolada por los cañones que no quedaba una brizna de pasto, una ramita en los árboles. Del blando lodo, que parecía un guiso de cereal de escatológica coloración, sólo sobresalían los desgarrados tocones de los árboles.
Ese horrible paisaje se envolvía en la niebla amarillenta de los explosivos.
—¡Adelante!
El grito pasó línea abajo. Una vez más, los silbatos volvieron a sonar, incitándolos.
Con los largos rifles “Lee Enfield” hacia el frente, centelleantes las bayonetas fijas, avanzaron. Iban hundiéndose hasta los tobillos en el suelo blando resbalando al interior de los hoyos amontonados, para salir arrastrándose. La línea se amontonaba o se empequeñecía. El horizonte estaba limitado por la niebla arremolinada y nítrica a un centenar de pasos.
De las tinieblas enemigas no había señales; los parapetos habían sido aplanados hasta borrarlos. Por encima pasaba el rugir constante de la descarga, pero cada pocos segundos algún proyectil disparado por los cañones del propio bando caía entre las líneas densamente apretadas.
—¡Ciérrense hacia el centro!
Los blancos abiertos en las filas por los disparos se llenaban con la materia de otros cuerpos caquis, amorfos.
—¡Mantengan la línea! ¡Mantengan la línea!
Las órdenes se perdían casi en el tumulto de los cañonazos.
De pronto, en el páramo abierto hacia delante, vieron el centelleo metálico a través del humo. Era un muro bajo, de metálicas escamas entrelazadas como el lomo de un cocodrilo.
Los artilleros alemanes habían contado con siete días de anticipación; mientras la cortina de fuego de los británicos se alejaba, detrás de ellos, sacaron sus armas de las excavaciones a la superficie para instalarlas en sus trípodes, sobre el borde lodoso de las trincheras deshechas. Las ametralladoras “Maxim” estaban provistas de un escudo de acero que protegía a los artilleros del fuego de fusil, y las armas estaban alineadas de un modo tan cerrado que los bordes de esos escudos se superponían.
La infantería británica, a cielo abierto, caminaba hacia una muralla de ametralladoras. Las filas de vanguardia chillaron al verlas y echaron a correr hacia delante, tratando de alcanzarlas con la bayoneta. Así se lanzaron hacia el alambre.
Se les había asegurado que las descargas cerradas habrían hecho pedazos el alambrado de púas. No era así. Los fuertes explosivos no tenían efecto alguno sobre él, y sólo habían logrado enredarlo y retorcerlo para convertirlo en una barrera aún más formidable. Mientras se debatían, atrapados por los alambres, las “Maxim” alemanas abrieron fuego contra ellos.
La ametralladora “Maxim” tiene un alcance cíclico de quinientos disparos por minuto; se la considera la más fiable de las que hayan sido jamás construidas, y ese día acrecentó su reputación, añadiendo la distinción de ser la más letal que el hombre hubiera inventado. Las filas de infantería británica que emergían de la niebla nítrica, aún tratando de mantener su rígida formación, hombro con hombro y de a cuatro en fondo, les ofrecía un blanco perfecto. Aquellas sólidas hojas de fuego giraron de un lado a otro, como la guadaña del segador. La carnicería resultante sobrepasó todo lo que se viera nunca en los campos de batalla de la Historia.
Las pérdidas hubieran sido, sin duda, mayores, de no ser porque las tropas, ante el castigo extremado de las “Maxim, emplearon el sentido común y rompieron filas. En vez de seguir con ese avance poderoso y terco, trataron de arrastrarse hacia delante en pequeños grupos, pero aun éstos fueron finalmente derrotados por la muralla de ametralladoras.
Así, con una nueva gran ofensiva del frente occidental diezmada casi en su comienzo, las fuerzas alemanas que defendían los barrancos frente a Mort Homme contraatacaron jubilosamente.
Centaine cobró gradual conciencia de que aquel distante holocausto había cesado y de que reinaba un silencio extraño.
—¿Qué ha pasado, papá?
—Las tropas británicas han conquistado las posiciones de la artillería alemana —explicó el conde, excitado—. Me están dando ganas de montar a caballo para echar un vistazo al campo de batalla. Quiero ser testigo de este momento decisivo de la Historia.
—Pues no hará semejante idiotez —le dijo Anna, bruscamente.
—Tú no comprendes, mujer. Mientras nosotros charlamos aquí, nuestros aliados avanzan, devorándose las líneas alemanas.
—Lo que comprendo es que hay que ordeñar la vaca y los sótanos necesitan una limpieza.
—Mientras la Historia pasa a mi lado de largo —capituló el conde, gruñón, mientras bajaba al sótano, murmurando.
Entonces volvieron a comenzar los cañonazos, mucho más próximos. Las ventanas repiquetearon en los marcos. El conde subió las escaleras como un rayo y salió al patio.
—¿Y ahora qué pasa, papá?
—Son los estertores del Ejército alemán —explicó el conde—, las últimas sacudidas de un gigante moribundo. Pero no te preocupes, pequeña mía, porque los británicos no tardarán en invertir las posiciones. No tenemos nada que temer.
El tronar de los cañones iba en aumento, realzado por el estruendo del contraataque británico, que trataba de destruir el fuego alemán, centrado en las trincheras de avanzada que estaban frente a los barrancos.
—Esto parece lo del verano pasado. —Centaine miraba, con malos presentimientos, los desnudos contornos de tiza en el horizonte. Se estaban difuminando levemente ante sus ojos, envueltos en los fulgores de las explosiones—. Tenemos que hacer lo que podamos por ellos —agregó, dirigiéndose a Anna.
—Será mejor que pensemos en nosotros mismos —protestó la antigua niñera—. Hay que seguir viviendo y no podemos…
—Vamos, Anna, estamos perdiendo el tiempo.
Por insistencia de Centaine, prepararon cuatro enormes ollas de sopa con nabos, guisantes secos y patatas, sazonadas con huesos de jamón. Acabaron con prodigiosa velocidad sus reservas de harina para preparar una hornada de hogazas de pan. Después lo cargaron todo en la carretilla y lo llevaron por el camino hasta la carretera principal.
Centaine recordaba claramente las batallas del verano anterior, pero lo que estaba presenciando la horrorizó de nuevo.
La carretera estaba atestada de borde a borde por las mareas de la guerra, que corrían en ambas direcciones, amontonándose, entremezcladas, para volver a separarse más allá.
De los barrancos bajaba el detrito humano de la batalla, desgarrado y sangriento, en carretas tiradas por caballos o renqueando sobre improvisadas muletas, apoyándose en los hombros de compañeros más fuertes o aferrados a los flancos de las atestadas ambulancias, a fin de seguir tropezando por los caminos enlodados, llenos de grandes surcos.
En la dirección opuesta marchaban las reservas y los refuerzos, que iban a defender los barrancos del ataque alemán. Iban en largas filas, ya cansados por el peso del equipo que llevaban, sin echar siquiera un vistazo a los desechos de la guerra con los que bien podían reunirse muy pronto. Avanzaban pesadamente, cuidando los pasos, y se detenían con bovina paciencia cuando la ruta quedaba bloqueada, para volver a avanzar sólo cuando el que les precedía reanudaba la marcha.
Después de la impresión inicial, Centaine ayudó a Anna a empujar la carretilla hasta el borde del camino. Luego, mientras su niñera iba sirviendo la sopa espesa, ella entregaba cada tazón con una gruesa tajada de pan fresco a los heridos exhaustos que iban pasando.
No había bastante; apenas podía alimentar a uno entre cien. Los que ella escogía por su aspecto de mayor necesidad, tragaban la sopa apresuradamente y devoraban el pan.
—Bendita sea, señora —murmuraban, antes de volver a seguir.
—Mírales los ojos, Anna —susurró Centaine, mientras presentaba los tazones para que su compañera volviera a llenarlos—. Ya han visto más allá de la tumba.
—Basta de tonterías fantasiosas —la regañó Anna—, o volverás a tener pesadillas.
—No hay pesadilla peor que esto —respondió la muchacha, serenamente—. ¡Mira a aquél!
Las esquirlas de metralla le habían arrancado los ojos; iba con un harapo ensangrentado vendándole las cuencas vacías. Seguía a otro soldado que llevaba ambos brazos destrozados, atados al pecho. El ciego, prendido de su cinturón, estuvo a punto de arrojarlo al suelo cuando tropezó en el camino resbaladizo y desigual.
Centaine los apartó de la corriente y acercó el tazón a los labios del manco.
—Qué muchacha tan buena —susurró el hombre—. ¿Tiene un cigarrillo?
—No, lo siento. —Centaine sacudió la cabeza y se volvió para arreglar los vendajes del ciego. Cuando vio por un instante lo que había allí debajo, hizo una arcada; le temblaban las manos.
—Por la voz, es tan joven y bonita.
El ciego parecía de la misma edad que Michael; también tenía pelo espeso y oscuro, pero lleno de sangre seca.
—Sí, Fred, es bonita. —El compañero lo ayudó a levantarse otra vez—. Será mejor que sigamos, señorita.
—¿Qué está pasando allá arriba? —preguntó ella.
—Es un infierno, aquello.
—¿Resistirá la línea?
—Quién sabe, señorita.
Y los dos fueron tragados por el lento río de miseria.
Pronto se acabaron la sopa y el pan. Entonces llevaron la carretilla al castillo para preparar más. Recordando las súplicas de los soldados heridos, Centaine asaltó el armario de la sala de armas, donde el conde guardaba su reserva de tabaco. Cuando volvió con Anna a su puesto, en el extremo del camino, pudo, siquiera por un breve tiempo, dar ese pequeño consuelo adicional a unos pocos de ellos.
—Es tan poco lo que podemos hacer… —se lamentó.
—Estamos haciendo todo lo posible —señaló la mujer—. No tiene sentido lamentarse por lo que no puede ser.
Siguieron trabajando hasta después de oscurecer, junto a la débil luz amarilla de la lámpara. El río de sufrientes no menguaba jamás; antes bien parecía acrecentarse, a tal punto que aquellos rostros pálidos y demacrados se borroneaban ante la mirada exhausta de la muchacha, tomándose indistintos; las endebles palabras con que intentaban levantarles el ánimo resultaban repetitivas y carentes de sentido aun a sus propios oídos.
Por fin, bien pasada la medianoche, Anna la llevó al castillo. Ambas durmieron abrazadas, sin haberse quitado las ropas manchadas de barro y de sangre. Al amanecer despertaron para preparar nuevas ollas de sopa y más pan.
Centaine, de pie junto al horno, inclinó la cabeza al oír el rugido distante de los motores.
—¡Los aeroplanos! —gritó—. ¡Me olvidé de ellos! Hoy volarán sin haberme visto. ¡Es mala suerte!
—Hoy serán muchos los que tengan mala suerte —gruñó Anna, mientras envolvía una de las cacerolas con una manta, para evitar que se enfriara demasiado pronto.
Iban por el medio del camino cuando Centaine se irguió, sin soltar la carretilla.
—¡Mira, Anna! ¡Allá, en el borde del sembrado norte!
Los sembrados pululaban de hombres. Habían dejado las pesadas mochilas, los cascos y las armas, y estaban trabajando bajo el sol de la mañana, desnudos hasta la cintura o con chalecos mugrientos.
—¿Qué están haciendo, Anna?
Eran miles los que trabajaban bajo las directrices de sus oficiales. Estaban armados con palas de puntear, con las que desgarraban el suelo amarillo, apilando la tierra en largas líneas. Se hundían en ella tan deprisa que, a los ojos de las mujeres, muchos de ellos quedaron enseguida metidos hasta las rodillas, después hasta la cintura, bajo los parapetos que crecían.
—Trincheras. —Centaine halló la respuesta a su propia pregunta—. Trincheras, Anna; están cavando trincheras nuevas.
—¿Por qué?
—Porque… —La muchacha vaciló. No quería decirlo en voz alta—. Porque no van a poder retener los barrancos —concluyó suavemente.
Y ambas miraron las tierras altas, donde el fuego de las granadas opacaba la luz matinal con sus neblinas sulfurosas.
Cuando llegaron al extremo del camino descubrieron que la carretera estaba bloqueada por el tránsito. Las corrientes opuestas de vehículos y hombres se entremezclaban irremediablemente, desafiando los esfuerzos de la Policía Militar, que trataba de desenredarlos y ponerlos otra vez en movimiento. Una de las ambulancias había resbalado hasta caer en la zanja lodosa, aumentando la confusión; un médico y el conductor de la ambulancia forcejeaban por descargar las camillas amontonadas en la parte trasera del vehículo.
—Tenemos que ayudarlos, Anna.
Anna era fuerte como un hombre; Centaine, igualmente decidida. Entre ambas tomaron las asas de una camilla y la sacaron de la zanja.
El médico salió del barro.
—Muy bien —jadeó.
Llevaba la cabeza descubierta, pero su chaqueta lucía la insignia del cuerpo médico y los brazaletes blancos con la cruz escarlata.
—¡Ah, Mademoiselle De Thiry! —exclamó, al reconocer a Centaine por encima del herido de la camilla—. Debí darme cuenta de que era usted.
—Por supuesto, doctor…
Era el mismo oficial que había llegado en la motocicleta, acompañando a lord Andrew, el día en que Michael se estrelló en el sembrado norte.
Pusieron la camilla junto al asiento y el joven doctor se arrodilló junto al hombre, para atender a la figura inmóvil bajo la manta gris.
—Tal vez viva… si podemos atenderlo pronto. —Se levantó de un salto—. Pero todavía hay otros allí arriba. Hay que sacarlos.
Entre los cuatro descargaron todas las camillas de la ambulancia y las dispusieron en hilera.
—Por éste no hay nada que hacer. —Y el médico cerró, con el pulgar y el índice, los párpados de aquellos ojos que miraban fijamente; después cubrió la cara del muerto con la manta.
—La carretera está bloqueada. No hay modo de pasar, y vamos a perder también a éstos —dijo, señalando la hilera de camillas—, a menos que podamos ponerlos bajo techo y atenderlos.
Miraba directamente a Centaine, que tardó un momento en comprender su gesto inquisitivo.
—Las cabañas de Mort Homme están llenas y la carretera no se puede transitar —repitió él.
—Por supuesto —le interrumpió la muchacha rápidamente—. Hay que llevarlos al castillo.
El conde les salió al encuentro en la escalinata. En cuanto Centaine, apresuradamente, explicó lo necesario, el padre dio su entusiasta apoyo a la idea de transformar el gran salón en un hospital de campaña.
Empujaron el mobiliario hasta ponerlo contra las paredes, dejando libre el centro del salón. Luego retiraron todos los colchones existentes en los dormitorios de la planta baja y los cargaron por la escalera. Ayudados por el conductor de la ambulancia y tres enfermeros reclutados por el joven médico, dispusieron los colchones en la fina alfombra “Aubussoni”.
Mientras tanto, la Policía Militar, siguiendo instrucciones del médico, apartaba a las ambulancias del tránsito bloqueado para hacerles ascender el camino del castillo. El doctor iba en el estribo del primer vehículo. Cuando vio a Centaine bajó de un salto y la tomó del brazo, ansioso.
—¡Mademoiselle! ¿Hay otro medio de llegar al hospital de campaña de Mort Homme? Necesito elementos: cloroformo, desinfectante, vendas… y otro médico que me ayude.
Su francés era pasable, pero Centaine le contestó en inglés.
—Puedo cruzar los sembrados a caballo.
—Es usted una maravilla. Le daré una nota. —Sacó el bloc de notas de un bolsillo y garabateó un breve mensaje—. Pregunte por el mayor Sinclair —dijo, arrancando la hoja para plegarla—. El hospital de avanzada está en las cabañas.
—Sí, lo sé. ¿Cómo se llama usted? ¿Quién le diré que me envía?
Con la práctica reciente, el inglés surgía con más facilidad de los labios de la muchacha.
—Perdone, Mademoiselle. Hasta ahora no había tenido oportunidad de presentarme. Me llamo Clarke. Capitán Robert Clarke. Pero todos me llaman Bobby.
Nuage parecía captar lo urgente de aquella misión: la llevó en un vuelo furioso, arrojando terrones de lodo con los cascos al cruzar los sembrados y los viñedos. Las calles de la aldea estaban atestadas de hombres y vehículos. El hospital era un caos.
El oficial a quien ella debía buscar era un hombre corpulento, cuyos brazos parecían de oso. Sobre la frente le colgaban gruesos rizos encanecidos, al inclinarse sobre el soldado al que estaba operando.
—¿Dónde diablos está Bobby? —preguntó, sin levantar la mirada, concentrado en la pulcra sutura con que estaba cerrando una profunda herida en la espalda del soldado.
Cuando tiró del hilo para anudarlo, la piel se levantó en un pico. El estómago de Centaine se levantó también, pero se apresuró a dominarlo para explicarse.
—Está bien, dígale a Bobby que enviaré lo que pueda, pero aquí también andamos escasos de vendas.
Sacaron al paciente de la mesa; en su lugar pusieron a un muchacho que tenía las entrañas colgando fuera, en un manojo sucio.
—Tampoco puedo prescindir de nadie para enviarle ayuda. Vaya a decírselo.
El joven soldado se retorció, entre chillidos, cuando el médico empezó a colocar el estómago en su sitio.
—Si usted me da los elementos, yo misma los llevaré —insistió Centaine, sin ceder.
Él levantó la mirada, con el fantasma de una sonrisa.
—No se da fácilmente por vencida —concedió—. Bueno, hable con ése. —Señaló el otro extremo de la cabaña con el bisturí que tenía en la mano—. Dígale que la envío yo. Y buena suerte, jovencita.
—Lo mismo a usted, doctor.
—Sabe Dios que todos la necesitamos —agregó el médico, antes de inclinarse otra vez para hacer su trabajo.
Centaine azuzó a Nuage con la misma prisa hasta llegar al castillo, luego lo dejó en el establo y corrió al patio.
Había otras tres ambulancias estacionadas allí; los conductores estaban descargando heridos y moribundos. Ella entró en la casa, con un pesado maletín al hombro, y se detuvo a la puerta del salón, asombrada.
Todos los colchones estaban ocupados. Había más heridos acostados en el suelo desnudo o sentados contra las paredes. Bobby Clarke había encendido todos los brazos del gran candelabro central y estaba operando a la luz de las velas.
—¿Ha traído cloroformo? —le preguntó a gritos, al verla.
Por un momento ella no pudo responder. Vacilaba ante las puertas dobles, pues el ambiente ya hedía por el sofocante olor de la sangre, mezclado con el del cuerpo y la ropa de aquellos hombres, que venían del barro de las trincheras, hombres que aún llevaban el acre sudor del miedo y el sufrimiento.
—¿Lo ha conseguido? —repitió él, impaciente.
Centaine se obligó a avanzar.
—No pueden enviarle a nadie para que lo ayude.
—Tendrá que hacerlo usted, entonces. A ver, póngase a este lado —ordenó el médico—. Tenga aquí.
Para Centaine, todo aquello se convirtió en un borrón de sangre, horrores y trabajo, que la agotaron físicamente, desgastando sus nervios. No había tiempo para descansar; apenas podía tragar apresuradamente la taza de café y el bocadillo que Anna le alcanzaba en la cocina. Cuando llegaba a creer que ya lo había visto todo, que ya nada podría espantarla, se presentaba algo aún más pavoroso.
Permaneció junto a Bobby Clarke mientras él cortaba los músculos de una pierna, atando cada vaso sanguíneo a medida que aparecían. Cuando el hueso blanco del fémur quedó expuesto y el médico cogió el reluciente serrucho de plata, Centaine creyó que el ruido iba a hacerle perder el sentido; parecía el de un carpintero al aserrar maderas duras.
—¡Llévese eso! —ordenó Bobby.
Y ella tuvo que hacer un esfuerzo para tomar el miembro amputado. Se echó atrás, lanzando una exclamación, al sentir que se le retorcía entre los dedos.
—No pierda tiempo —le espetó Bobby.
Ella levantó la pierna; aún estaba caliente. Le asombró que pesara tanto.
“Ya no hay nada que no me atreva a hacer”, se dijo, mientras la llevaba.
Por fin llegó a un punto de agotamiento en que ya no le era posible mantenerse en pie; hasta Bobby se dio cuenta.
—Vaya a acostarse donde pueda —le ordenó.
Ella, en cambio, fue a sentarse junto a un joven soldado, que ocupaba uno de los colchones, y le cogió la mano. El hombre la llamó “mamá” y comenzó a hablar confusamente de un día pasado en la playa, años atrás. Más adelante, sin poder hacer nada, se limitó a escuchar los jadeos con que el joven se esforzaba en retener la vida; la mano que sostenía oprimió la suya al llegar las sombras; la piel se puso húmeda de sudor. El soldado abrió mucho los ojos, gritando:
—¡Oh, mamá, sálvame!
Luego quedó laxo. Centaine hubiera querido llorar por él, pero no tenía lágrimas. Cerró aquellos ojos, como le había visto hacer a Bobby Clarke, y se levantó para pasar al colchón vecino.
Era un macizo sargento, que tendría aproximadamente la edad de su padre: la barba entrecana, crecida a medias, le cubría el rostro ancho y agradable. Tenía un agujero en el pecho, por el que cada aliento brotaba con una espuma de burbujas rosadas. Ella tuvo que poner el oído casi junto a sus labios para oír lo que le pedía. Miró en derredor, apresuradamente, y vio la sopera de plata Luis XV sobre el aparador. Se la llevó al herido, le desabotonó los pantalones y sostuvo la sopera, mientras él no dejaba de susurrar:
—Disculpe. Perdóneme, por favor. Una señorita como usted… no es correcto.
Así trabajaron toda la noche. Cuando Centaine fue en busca de velas nuevas para remplazar las que estaban goteando en los soportes del candelabro, la náusea la atacó súbitamente, incontenible, apenas llegó a la cocina. Tuvo que ir al baño de los criados y arrodillarse sobre el incómodo balde. Al acabar, pálida y temblorosa, fue a lavarse la cara en el grifo de la cocina. Anna la estaba esperando.
—No puedes seguir así —la regañó—. Mira cómo estás. Te estás matando… —Iba a decir “criatura”, pero se contuvo—. Tienes que descansar. Toma un plato de sopa y siéntate a mí lado un rato.
—No se termina nunca, Anna. Siempre hay más heridos.
Por entonces los pacientes habían colmado ya el salón y ocupaban los pasillos, hasta el descansillo de la escalera. Los enfermeros que sacaban a los muertos en las camillas de lona tenían que pasar por entre cuerpos tendidos. Las hileras de muertos depositados en los adoquines, al costado del establo, cada uno envuelto en su manta gris, crecía de hora en hora.
—¡Centaine! —gritó Bobby Clarke, desde lo alto de la escalera.
—Qué familiaridad. Podría llamarte Mademoiselle —gruñó Anna, indignada.
Pero la muchacha se levantó de un salto y corrió escaleras arriba, esquivando los cuerpos despatarrados en cada peldaño.
—¿Puede ir otra vez hasta la aldea? Necesitamos más cloroformo y tintura de yodo.
Bobby estaba ojeroso y sin afeitar, con los ojos enrojecidos' y los antebrazos llenos de sangre medio seca.
—Sí, ya está casi claro —asintió Centaine.
—Vaya más allá del cruce de carreteras —pidió él—. Así podrá averiguar si la carretera está despejada; hay que trasladar a algunos de éstos.
Centaine tuvo que apartar dos veces a Nuage de las rutas atestadas para buscar atajos a campo traviesa. Cuando llegó al hospital de Mort Homme ya era casi de día.
Vio de inmediato que estaban evacuando el hospital. Tanto el equipo como los pacientes estaban siendo cargados en un convoy de ambulancias y vehículos de tracción animal. A los heridos que estaban en condiciones de caminar se los reunía en grupos para conducirlos hasta la carretera, donde iniciarían la marcha hacia el Sur.
El mayor Sinclair bramaba sus instrucciones a los conductores de las ambulancias.
—¡Cuidado, por Dios, que ese hombre tiene el pulmón perforado por una bala!
Pero levantó la mirada hacia Centaine al verla llegar en el gran potro.
—¡Usted otra vez! Caramba, me había olvidado. ¿Dónde está Bobby Clarke?
—Todavía en el castillo. Me envía a pedir…
—¿Cuántos heridos tiene allá? —interrumpió el mayor.
—No sé.
—¡Maldición, mujer! ¿Son cincuenta, cien, más?
—Tal vez cincuenta, tal vez más.
—Tenemos que sacarlos. Los alemanes se han abierto paso en Haut Pommier. —El médico hizo una pausa para examinarla con aire crítico, tomando nota de las ojeras purpúreas y el lustre casi traslúcido de su piel. “Está en las diez de últimas”, decidió; luego vio que aún mantenía la cabeza en alto y que había brillo en sus ojos; entonces cambió su valoración. “Tiene pasta —pensó—. Todavía puede seguir adelante.”
—¿Cuándo llegarán los alemanes? —preguntó Centaine.
El sacudió la cabeza.
—No lo sé. Pronto, creo. Estamos cavando trincheras a la salida de la aldea, pero tal vez ni siquiera podamos detenerlos allí. Tenemos que salir todos. Usted también, jovencita. Diga a Bobby Clarke que le enviaré todos los vehículos que pueda. Tiene que retroceder hasta Arras. Usted puede ir con las ambulancias.
—Bueno. —Hizo girar la cabeza de Nuage—. Los esperaré en el cruce para guiarlos hasta el castillo.
—Así me gusta —concluyó él, mientras la muchacha salía del patio al galope, para tomar por los viñedos del lado oriental de la aldea.
Más allá del muro de las viñas llegó a la senda que conducía a la colina, sobre el bosque. Entonces soltó riendas y el caballo subió volando, hasta llegar a la cima. Era su punto favorito, desde donde se gozaba de un amplio panorama hacia el Norte, hasta los barrancos, y sobre los bosques y sembrados que rodeaban la aldea. El sol, recién asomado, brillaba limpio.
Por instinto buscó primero la huerta en la base del bosque en forma de T, hasta distinguir la banda de hierba cortada que servía de pista al escuadrón de Michael.
Las tiendas habían desaparecido; el borde del huerto, donde solían estar los coloridos “SE 5a” estaba desierto; no se veían señales de vida. El escuadrón debía de haber partido durante la noche, como una banda de gitanos. A Centaine se le cayó el alma los pies. Tenerlos allí había sido como retener algo de Michael, pero eso también había desaparecido, dejando un hueco vacío en su existencia.
Volvió la espalda al huerto para mirar hacia los barrancos. A primera vista, el paisaje parecía apacible e impertérrito. Los primeros días del verano le habían dado un adorable verde, bien visible a la luz temprana. A poca distancia cantaba una alondra.
Sin embargo, al mirar con más atención distinguió unas motas diminutas: eran muchos hombres que se escurrían desde los barrancos, como otros tantos insectos. Estaban tan lejos que se habían pasado por alto, pero al reparar en ellos notó que eran muchos; entonces trató de adivinar qué estaban haciendo.
De pronto vio una diminuta bocanada de humo amarillo grisáceo, que reventaba en medio de un grupo, cuatro o cinco de las hormiguitas quedaron tendidas, enredadas entre sí, mientras las otras se esparcían a la carrera.
Hubo más bocanadas de humo, esparcidas al azar en la verde alfombra de los sembrados, y al fin le llegó el ruido de las explosiones, traído por el viento.
—¡Bombardeos! —susurró.
Entonces comprendió lo que estaba pasando allá. Eran soldados a los que el ataque alemán había desalojado de sus trincheras y estaban soportando, a campo abierto, los disparos de las baterías que el enemigo había portado, sin duda, detrás de la infantería de avanzada.
Al mirar hacia abajo, a la base de la colina, pudo distinguir la línea de trincheras que ella y Anna habían visto cavar apresuradamente la mañana anterior. Se extendían como una serpiente parda a lo largo del robledal y del muro que cerraba el sembrado norte, desviándose levemente para seguir la orilla del arroyo, para perderse entre los viñedos pertenecientes a la familia Goncourt.
Vio los cascos de los soldados guarecidos en las trincheras y los caños de las ametralladoras que sobresalían de los parapetos de tierra, al elevarse para apuntar. Algunos de los hombres que corrían comenzaron a llegar a las trincheras y se arrojaron dentro, desapareciendo de la vista.
Una violenta explosión, a poca distancia, la sobresaltó. Al mirar en derredor vio las volutas de humo gris que dejaba escapar una batería británica, establecida al pie de la colina. Los cañones estaban tan bien disimulados bajo el camuflaje que no los habría visto a no ser por el disparo.
Y entonces distinguió otros cañones, escondidos en el bosque y el huerto; comenzaban a disparar contra el enemigo invisible. Las salvas con que respondieron los alemanes reventaron furiosamente a lo largo de la nueva línea de fortificaciones. Una voz la arrancó de su temerosa fascinación. Al girar la cabeza vio que un pelotón de Infantería tomaba por el camino hacia la cima de la colina, encabezado por un subalterno que agitaba locamente los brazos en dirección a ella.
—¡Salga de allí, pedazo de estúpida! ¿No se da cuenta de que está en medio de una batalla?
Puso a Nuage sendero abajo y lo azuzó hasta galopar. Pasó rápidamente junto a la fila de soldados. Cuando volvió la vista atrás ya estaba cavando frenéticamente en el suelo pedregoso de la cima.
Centaine frenó a su cabalgadura en cuanto llegaron al cruce de carreteras. Todos los vehículos habían pasado, salvo los que estaban hundidos en las zanjas. De todos modos, la carretera estaba atestada por una turba de Infantería en retirada, que se tambaleaba bajo la carga, llevando a la espalda las ametralladoras desarmadas, cajas de municiones y todo el equipo que habían podido salvar. Entre silbidos y gritos, los oficiales los estaban apartando hacia las trincheras recién excavadas.
De pronto, por encima de la cabeza de Centaine pasó una ráfaga poderosa, como un viento huracanado. Se agachó asustada, y un proyectil estalló a cien pasos; Nuage se alzó sobre dos patas, pero ella logró tranquilizarlo con la voz y el contacto de sus manos.
Entonces vio que un camión venía desde la aldea; al levantarse sobre los estribos distinguió la cruz roja en su círculo blanco, pintada al costado; otras siete ambulancias lo seguían tras el recodo. Ella les salió al encuentro, al galope, y se detuvo junto a la cabina de la primera.
—¿Los envían al castillo?
—¿Qué dices bonita?
El conductor no comprendía su mal inglés.
—¿El capitán Clarke? —le dijo, en un nuevo intento, y esa vez el hombre pareció comprender—. ¿Busca al capitán Clarke?
—Sí, eso es. ¡El capitán Clarke! ¿Dónde está?
—¡Venga! —Centaine levantó la voz. Otro proyectil acababa de estallar tras la pared de piedra, a un lado, y se oía el ruido eléctrico de la metralla que pasaba por encima—. ¡Venga! —indicó, por señales, en tanto dirigía a Nuage hacia el camino.
Seguida por la fila de ambulancias, subió al galope hacia el castillo. Un proyectil estalló junto a los establos; otro explotó en el invernadero, a un extremo de la huerta, y los paneles de vidrio cayeron en una llovizna diamantina a la luz del sol.
“El castillo es un blanco natural”, comprendió, mientras entraba al galope en el patio.
Ya estaban sacando a los heridos. En cuanto la primera de las ambulancias se detuvo al pie de la escalinata, el conductor y su ayudante bajaron de un brinco para ayudar a cargar las camillas en la parte trasera.
Centaine dejó a Nuage junto a los establos y corrió hasta la; puerta de la cocina. Una bala de cañón, detrás de ella, cayó sobre el tejado de los largos establos, abriendo un agujero y derribando parte de la pared de piedra. Como los establos estaban vacíos Centaine continuó con su carrera.
—¿Dónde te habías metido? —preguntó Anna—. Me tenías muy preocupada.
Centaine pasó a su lado y corrió hasta su propio cuarto. Después de sacar la bolsa de viaje que guardaba en la parte superior del ropero, comenzó a poner algunas ropas dentro de ella.
En la planta superior se oyó un estruendo ensordecedor; trozos del techo cayeron en derredor de la muchacha. Recogió el marco de plata con fotografías que tenía en la mesa de noche y lo guardó en la bolsa; luego sacó del cajón su joyero y su equipo de tocador para viaje. El aire estaba lleno de polvo de yeso.
Otro proyectil explotó en la terraza, ante su habitación, haciendo estallar la ventana sobre la cama. Los fragmentos de vidrio repiquetearon contra las paredes; una esquirla le rozó el antebrazo, dejándole una línea sanguinolenta. Lamió la sangre y cayó de rodillas para meter medio cuerpo debajo de la cama.
Había allí una tabla suelta; debajo estaba su bolsita de cuero con las reservas de efectivo. Sopesó la bolsa en una mano: casi doscientos francos en luises de oro; luego la dejó caer dentro del bolso.
Arrastrando ese equipaje, volvió a subir el tramo de escalera que llevaba a la cocina.
—¿Dónde está papá? —preguntó a Anna, gritando.
—Fue al piso de arriba. —Anna estaba llenando una bolsa de arpillera con cebollas, jamones y hogazas de pan. Apuntó con la barbilla los ganchos de la pared, ya vacíos—. Se ha llevado el arma y mucho coñac.
—Voy a buscarlo —jadeó Centaine—. Cuida mi bolsa.
Se recogió las faldas y volvió a correr por la escalera. La planta principal del castillo era un revoltijo. Los camilleros de las ambulancias estaban tratando de despejar el salón y la escalinata.
—¡Centaine! —la llamó Bobby Clarke, por el hueco de la escalera—. ¿Está lista para la partida?
Iba llevando un extremo de una camilla y tuvo que levantar la voz para hacerse oír entre los gritos de los enfermeros y las quejas de los heridos. Centaine se abrió paso entre la apretada humanidad que descendía la escalera. Bobby la sujetó por la manga en cuanto se cruzaron.
—¿Adónde va? ¡Tenemos que salir de aquí!
—Mi padre… tengo que encontrar a mi padre. —Se sacudió aquella mano y siguió adelante.
La planta superior de la casa estaba desierta. Corrió por los cuartos, gritando a todo pulmón:
—¡Papá! ¡Papá! ¿Dónde estás?
Corrió por la larga galería; los retratos de sus antepasados la miraban desde las paredes, altaneros. En un extremo arrojó todo su peso contra la puerta doble que cerraba la suite de su madre; el conde había mantenido aquellas habitaciones intactas a lo largo de los años.
Estaba en el vestidor, encorvado en una silla de respaldo alto, frente al retrato de su esposa. Cuando la muchacha irrumpió en la habitación, él levantó la mirada.
—Tenemos que salir de aquí inmediatamente, papá.
El pareció no reconocerla. Había tres botellas de coñac sin abrir entre sus pies, en el suelo, y tenía otra por el cuello, medio vacía. Con la mirada siempre fija en el retrato, se la llevó a la boca para tomar otro trago.
—¡Por favor, papá, tenemos que irnos!
El único ojo no parpadeó siquiera al estrellarse otro proyectil contra el castillo, en algún punto del ala este.
Ella lo cogió por el brazo, tratando de levantarlo a tirones, pero era un hombre grande y pesado. Parte del coñac le chorreó por la pechera.
—¡Los alemanes se han abierto paso, papá! Por favor, ven conmigo.
—¡Los alemanes! —rugió él, súbitamente, mientras la apartaba de un empellón—. Una vez más voy a luchar contra ellos.
Levantó el rifle que tenía cruzado en el regazo y disparó contra el techo. El polvo de yeso se le asentó en el pelo y el bigote, envejeciéndolo dramáticamente.
—¡Que vengan! —rugió—. ¡Yo, Louis de Thiry, digo: que vengan! Estoy listo para recibirlos.
Estaba enloquecido por el alcohol y la desesperación. A así, la joven trató de levantarlo.
—Tenemos que irnos.
—¡Jamás! —aulló él, y la hizo a un lado con más violencia que antes—. Jamás me iré. Esta es mi tierra, mi casa, el hogar de mí querida esposa. —Su ojo centelleaba con algo de demencia—. Mi querida esposa. —Alargó la mano hacia el retrato—. Me voy a quedar con ella; lucharé con ellos aquí, en mis propias tierras.
Centaine sujetó la muñeca tendida y tiró de ella, pero otro empellón volvió a arrojarla contra la pared. El padre comenzó a recargar el antiguo rifle.
—Voy a buscar a Anna para que me ayude —susurró la muchacha.
Corrió a la puerta. Otro proyectil se hundió en el lado norte del castillo. Al estruendo de los ladrillos reventados y el vidrio hecho añicos siguió inmediatamente la onda expansiva, que arrojó a la joven de rodillas. Algunos de los retratos más pesados cayeron de las paredes.
Ella se levantó y echó a correr por la galería. El hedor del explosivo se mezclaba con el olor penetrante del humo y el fuego. La escalera estaba casi desierta. El último de los heridos ya estaba saliendo en su camilla. Cuando Centaine llegó al patio, dos de las ambulancias, ambas sobrecargadas, salían por el portón.
—¡Anna! —gritó la muchacha.
Estaba atando el bolso de viaje y la voluminosa bolsa de arpillera al techo de una ambulancia, pero bajó de un salto y corrió hacia Centaine.
—Tienes que ayudarme con papá.
Tres proyectiles dieron contra el castillo, en rápida sucesión, mientras otros estallaban en el establo y los jardines. Los observadores alemanes debían haber reparado en la actividad que se registraba alrededor del edificio y sus baterías ya los alcanzaban.
—¿Dónde está? —preguntó Anna, sin prestar atención al bombardeo.
—Arriba, en el vestidor de mamá. Está loco, Anna. Ha bebido hasta volverse loco. No puedo moverlo.
En cuanto entraron a la casa olieron el humo. Al subir la escalera, el olor se hizo más fuerte, agolpado en densas nubes.
Cuando llegaron al segundo descansillo, ambas estaban ya tosiendo y jadeando, sin aliento.
La galería estaba tan llena de humo que apenas se veía a diez pasos de distancia. Entre la humareda brillaba un resplandor anaranjado: el incendio estaba afirmado en los cuartos delanteros e iba quemando las puertas.
—Vuélvete —exclamó Anna—. Yo lo buscaré.
Centaine sacudió tercamente la cabeza y echó a andar por la galería. Otra descarga de cañonazos derrumbó parte de la galería, bloqueándola a medias; un remolino de polvo fue a sumarse al humo, cegándolas a tal punto que se agazaparon en lo alto de la escalinata.
Cuando el aire se despejó un poco volvieron a correr, pero el agujero abierto en la pared actuaba como chimenea, atrayendo las llamas, que rugían furiosamente en esa dirección. El calor se convirtió en algo sólido y les cerró el paso.
—¡Papá! —gritó Centaine—. ¡Papá! ¿Dónde estás?
El suelo brincó bajo los pies, ante nuevos cañonazos recibidos por el antiguo edificio. Ambas quedaron ensordecidas por el tronar de los muros al derrumbarse y por el rugir creciente de las llamas.
—¡Papá! —La voz de Centaine apenas se oía, pero Anna aulló a todo pulmón:
—Louis, vien, chérie! ¡Ven, querido!
A pesar de la aflicción, Centaine se dio cuenta de que nunca había oído a Anna decir una palabra cariñosa a su padre. Aquello pareció convocarlo.
El conde se irguió entre el humo y el polvo, rodeado de llamas que crecían entre sus pies, al arder las tablas del piso, lamiéndolos desde las paredes. El humo lo cubría con un manto oscuro, dándole el aspecto de una aparición infernal. Su boca abierta emitía un ruido salvaje, angustiado.
—Está cantando —susurró Anna—. La Marsellesa.
—¡A las armas, ciudadanos! Formad la nave del Estado.
Sólo entonces reconoció Centaine el confuso estribillo.
—Que la sangre impura se arremoline en los arroyos.
Las palabras se hicieron inaudibles: la voz del conde se debilitaba por el efecto del calor. El rifle que llevaba se le escapó de las manos. Cayó, pero se levantó a duras penas y comenzó a arrastrarse hacia ellas. Centaine trató de alcanzarlo, pero el calor la detuvo en seco y Anna la retuvo a tirones.
En la camisa del padre comenzaron a aparecer manchas pardas, oscuras de hilo chamuscadas. Aun así, aquel ruido espantoso seguía surgiendo de su boca abierta. Aun así se arrastraba por el suelo en llamas de la galería.
De pronto su espesa melena oscura prendió fuego, como si se hubiera puesto una corona dorada. Centaine no pudo apartar la vista, no pudo volver a pronunciar una palabra. Inerme, abrazada a Anna, sintió que los sollozos sacudían el cuerpo de su niñera; el brazo que la rodeaba se ciñó hasta oprimirla dolorosamente.
En ese momento, el suelo de la galería cedió bajo el peso de su padre y las tablas incendiadas se abrieron, como una boca oscura con colmillos de fuego, absorbiéndolo.
—¡No! —gritó Centaine.
Anna la levantó en vilo y corrió con ella hasta la escalera, sollozando. Las lágrimas le corrían por las gordas mejillas, pero eso no disminuía su fuerza.
Detrás de ellas se derrumbó parte del techo, arrastrando consigo el resto de la galería. Entonces la mujerona puso a Centaine sobre sus pies y la arrastró escaleras abajo. Al bajar, el humo se fue despejando. Por fin se vieron en el patio, aspirando el aire puro.
El castillo estaba en llamas de punta a punta, pero los proyectiles seguían bombardeándolo, reventando en altas columnas de humo y resonante metralla por los prados y los sembrados vecinos.
Bobby Clarke estaba supervisando la carga de las últimas ambulancias, pero su rostro se encendió de alivio al ver a la muchacha. Corrió hacia ella. Las llamas le habían chamuscado las puntas del pelo y las pestañas; tenía las mejillas surcadas de hollín.
—Tenemos que salir de aquí. ¿Dónde está su padre? —preguntó Bobby, cogiéndola del brazo.
Ella no podía contestar. Estaba temblando. El humo le había irritado la garganta; tenía los ojos enrojecidos y chorreantes.
—¿Viene?
Sacudió la cabeza y vio la rápida condolencia en la expresión del médico, que echó un vistazo al edificio en llamas. La cogió por el otro brazo para conducirla hacia la ambulancia más cercana.
—Nuage —murmuró Centaine—. Mi caballo. —Su voz estaba ronca por el humo y la impresión.
—No —protestó Bobby Clarke, ásperamente, tratando de retenerla.
Pero ella corrió hacia los establos.
—Nuage!
Trató de silbar, pero de los labios resecos no le brotaba sonido alguno. Bobby la alcanzó a las puertas del cercado.
—¡No entre! —Su voz era desesperada. La retuvo con fuerza.
Ella, confusa y aturdida, estiró el cuello para mirar por encima del portón.
—¡No, Centaine! —repitió él, tironeando para alejarla. Entonces la muchacha vio al caballo y lanzó un grito.
—¡Nuage!
El trueno de otra salva ahogó su grito instintivo, pero ella siguió forcejeando para liberarse.
—¡Nuage! —volvió a gritar.
Esa vez el potro levantó la cabeza. Yacía de costado; uno de los proyectiles le había destrozado ambas patas traseras, abriéndole también el vientre.
—¡Nuage!
El animal oyó su voz y trató de levantarse sobre las patas delanteras, pero el esfuerzo fue excesivo; volvió a caer. Su cabeza dio un golpe seco contra la tierra; por el hocico escapó un sonido suave, aleteante.
Anna corrió en auxilio de Bobby. Entre ambos arrastraron a Centaine hasta la ambulancia que esperaba.
—¡No podemos dejarlo así! —suplicó la muchacha, tratando de resistirse con todas sus fuerzas—. ¡Por favor, no lo dejen sufriendo!
Otra descarga de proyectiles se abatió sobre el patio, llenándoles los tímpanos. Por el aire volaron fragmentos de piedra y acero.
—No hay tiempo —gruñó Bobby—. Tenemos que irnos.
Obligaron a Centaine a subir a la parte trasera del vehículo, entre las gradas de camillas, y se agolparon detrás de ella. El conductor se apresuró a ponerla en marcha, estruendosamente, y la ambulancia giró en un círculo cerrado, rebotando sobre los adoquines, para acelerar rumbo al camino de entrada.
Centaine se arrastró hasta la portezuela trasera del vehículo y clavó la vista en el castillo. Las llamas ascendían por los agujeros abiertos por los proyectiles en las tejas rosadas; sobre el techo se levantaba el negro humo, directamente hasta el cielo soleado.
—Todo —susurró Centaine—. Me has quitado todo lo que amo. ¿Por qué? Oh, Dios, ¿por qué me has hecho esto?
Delante de ellos, los otros vehículos habían acampado bajo los árboles, al costado del bosque, para protegerse de las descargas. Bobby Clarke bajó de un salto y corrió hacia cada uno de ellos, dando órdenes a los conductores para reagruparlos en convoy. Por fin, con el vehículo en que iba él marcando la delantera, marchando velozmente para tomar la carretera principal.
Una vez más, las descargas se cerraron sobre ellos, pues los observadores alemanes ya tenían bien cubierto el cruce de carreteras. El convoy serpenteaba de lado a lado del camino, tratando de esquivar los cráteres abiertos por el bombardeo y los restos de carretas destrozadas, animales muertos y equipo abandonado.
En cuanto estuvieron a salvo, cerraron filas y siguieron la curva de la carretera hacia la aldea. Al pasar junto al cementerio, Centaine vio que había ya un agujero de bomba en la cúpula de cobre. Aunque llegó a ver las ramas superiores del tejado que cobijaba las sepulturas de su familia, la tumba de Michael no era visible desde allí.
—¿Volveremos alguna vez, Anna? —susurró—. Prometí a Michael…
Se le apagó la voz.
—Claro que volveremos. ¿Dónde, si no, podríamos ir?
La voz de Anna sonó áspera, por el dolor personal y por las sacudidas de la ambulancia.
Ambas se quedaron mirando la cúpula agujereada y la fea columna de humo negro que se alzaba hasta el cielo, sobre el bosque, señalando la pira que era su hogar.
El convoy de ambulancias alcanzó la retaguardia de las fuerzas británicas principales en retirada, al llegar a las afueras de la aldea. Allí la Policía Militar había instalado un momentáneo bloqueo, de caminos, para apartar a todos los soldados que estuvieran en buenas condiciones físicas; se los reagrupaba al borde de la carretera, a fin de formar una línea secundaria en defensa. Para eso estaban revisando todos los vehículos, buscando a desertores del campo de combate.
—¿Se mantiene la nueva línea, sargento? —preguntó Bobby Clarke al policía que revisaba sus papeles—. ¿Podemos detenernos en la aldea? Algunos de mis pacientes…
Lo interrumpió una explosión que alcanzó una cabaña, al: costado del camino. Aún estaban al alcance de los cañones alemanes.
—No hay modo de saberlo, señor —respondió el sargento, devolviéndole los papeles—. En su lugar, yo retrocedería hasta el hospital de Arras. Aquí las cosas van a ponerse feas.
Así se inició la retirada, larga y lenta. Eran una parte de la: densa corriente que bloqueaba el camino hasta donde alcanzaba la vista reduciéndolos al mismo paso trabajoso.
Las ambulancias se ponían en marcha, con una sacudida„ y avanzaban unos cuantos metros, parachoques contra parachoques, sólo para detenerse en otra interminable espera. Al avanzar el día, el calor iba en aumento; el barro del invierno se" convertía en polvo. Las moscas llegaban desde las granjas vecinas, atraídas por los vendajes ensangrentados, para arrastrarse por la cara de los heridos, que gemían o pedían agua a gritos.
Anna y Centaine fueron a una de las granjas en busca de agua. La encontraron ya desierta, y se proveyeron de baldes para ordeñar, que llenaron en la bomba.
Luego fueron recorriendo el convoy para ofrecer tazones de agua, lavar la cara de los que tenían fiebre, ayudar a los enfermos a limpiar a quienes no habían podido controlar sus esfínteres. Mientras tanto, trataban de parecer alegres y confiadas, de ofrecer todo el consuelo posible, a pesar del dolor personal.
Al caer la noche, el convoy había recorrido menos de ocho kilómetros; aún se oía el estruendo de la batalla, allá atrás. Una vez más quedaron detenidos.
—Parece que hemos logrado retener Mort Homme —comentó Bobby Clarke, deteniéndose junto a Centaine—. Creo que no habrá problemas si nos paramos a pasar la noche aquí. —Miró con más atención la cara del soldado a quien ella estaba atendiendo—. Dios sabe que estos pobres diablos no pueden aguantar mucho más. Necesitan comer y descansar. Después del próximo recodo hay una granja con un granero amplio. Todavía no la ha tomado nadie. La ocuparemos.
Anna sacó de su bolsa un manojo de cebollas y lo utilizó para dar sabor al guiso de carne enlatada que hervía sobre la fogata. Lo sirvieron con galletas secas y jarros de té fuerte, todo mendigado a los camiones de comisariado.
Centaine dio de comer a los que estaban demasiado débiles para hacerlo solos. Luego trabajó junto a los enfermeros, cambiando vendajes. El calor y el polvo habían hecho lo suyo; muchas de las heridas estaban inflamadas y comenzaban a supurar.
Después de medianoche, Centaine salió del granero y se acercó a la bomba del patio. Se sentía sucia, sudorosa; hubiera querido bañarse y ponerse ropa limpia, recién planchada. Pero no disponía de intimidad para eso, y las pocas ropas guardadas en la bolsa de viaje debían mantenerse en reserva. En cambio se quitó la enagua y las bragas por debajo de la falda y las lavó con el agua del grifo; después las tendió a secar en el portón, mientras se lavaba la cara y los brazos con agua fría.
Mientras dejaba que la brisa nocturna le secara la piel, se puso la ropa interior todavía húmeda. Luego de peinarse se sintió algo mejor, aunque le ardían los ojos, hinchados por el humo, y el dolor era como una pesada piedra en su pecho. Una enorme fatiga física le tiraba de los miembros. Las imágenes de su padre en el humo y del potro blanco tendido en el prado volvían a asediarla, una y otra vez, pero ella les cerró la mente.
—Basta —dijo en voz alta, recostándose contra el portón—. Basta por hoy. Mañana volveré a llorar.
—Mañana no llega nunca —respondió una voz en la oscuridad, en francés entrecortado, sobresaltándola.
—¿Bobby?
Sólo entonces vio la brasa del cigarrillo. Él salió de entre las sombras y fue a apoyarse con negligencia en el portón, a su lado.
—Es usted una muchacha sorprendente —prosiguió, en inglés—. Tengo seis hermanas, pero es la primera vez que me encuentro con una mujer así. Más aún, conozco a pocos hombres que puedan igualársele.
Ella guardó silencio, pero le estudió la cara al resplandor del cigarrillo. Tenía más o menos la edad de Michael y era apuesto, de boca gruesa y sensible; había en él cierta suavidad que, hasta entonces, ella no había tenido oportunidad de notar.
El médico pareció súbitamente abochornado por su silencio.
—No le molesta que hablemos, ¿verdad? Si lo prefiere, la dejo sola.
Ella sacudió la cabeza.
—No me molesta.
Por un rato quedaron callados. Bobby seguía fumando,
mientras ambos escuchaban el lejano resonar de la batalla y el gruñido ocasional de algún herido en el granero.
Por fin Centaine se movió.
—¿Recuerda al piloto joven, el primer día que fue al castillo? —Sí, el que tenía el brazo quemado. ¿Cómo se llamaba?
¿Andrew?
—No. Ése era su amigo.
—Ah, sí, ese escocés loco.
—Se llamaba Michael.
—Los recuerdo a ambos. ¿Qué fue de ellos?
—Michael y yo íbamos a casarnos, pero él ha muerto.
Y sus emociones contenidas brotaron a torrentes.
El médico era un desconocido, era amable; resultó fácil hablarle en la oscuridad. Con su inglés vacilante, le habló de Michael, de sus planes de vivir en África. Le habló también de su padre, de cómo había cambiado desde la muerte de la esposa, de los esfuerzos que ella hacía por cuidarlo y evitar que bebiera demasiado. Y por fin describió lo que había ocurrido esa mañana, en el castillo incendiado.
—Creo que eso era lo que él deseaba. A su modo, estaba cansado de vivir. Creo que deseaba morir para estar otra vez con mamá. Pero ahora él y Michael han muerto. No tengo nada.
Al terminar se sintió exhausta, cansada, pero dueña de una serena resignación.
—Usted sí que ha sufrido mucho —comentó Bobby, alargando una mano para apretarle el brazo—. Ojalá pudiera ayudarla.
—Ya me ha ayudado. Gracias.
—Podría darle algo: un poco de láudano para ayudarla a dormir.
Centaine sintió un vuelco en la sangre; ansiaba el rápido olvido que se le ofrecía, con tanta fuerza que se asustó.
—No —dijo, con innecesario énfasis—. Ya pasará. —Y agregó, estremecida—: Tengo frío y ya es tarde. Gracias otra vez por escucharme.
Anna había colgado un canasto a manera de biombo en un extremo del granero, después de armar un colchón de paja para ambas. Centaine cayó casi de inmediato en un sueño profundísimo. Despertó al amanecer, bañada en un sudor enfermizo y con la urgencia de náuseas repetidas.
Aún aturdida por el sueño, salió a tropezones y logró ocultarse tras la pared del establo antes de vomitar un poco de bilis amarilla y amarga. Al enderezar la espalda, limpiándose la boca, descubrió que Bobby Clarke estaba a su lado. Con expresión preocupada, le cogió la muñeca para controlar el pulso.
—Será mejor que le eche un vistazo —dijo.
—No.
Centaine se sentía vulnerable. Esa descompostura la preocupaba, pues siempre había sido sana y fuerte. Temía encontrarse con alguna enfermedad horrible.
—Estoy bien, de veras —repitió.
Pero él la llevó de la mano, con firmeza, hasta la ambulancia estacionada. Allí bajó las lonas para disponer de cierta intimidad.
—Acuéstese aquí, por favor.
Sin prestar atención a sus protestas, le desabrochó la blusa para auscultarla. Sus modales eran tan clínicos y profesionales que ella dejó de discutir y se sometió mansamente al examen.
—Quiero examinarla —dijo el médico—. ¿Quiere que su criada esté presente?
Centaine sacudió mudamente la cabeza.
—Por favor, quítese la falda y la enagua.
Al terminar, Bobby guardó ostentosamente sus instrumentos en el rollo y ató las cintas mientras ella se arreglaba la ropa. Luego levantó la mirada con una expresión tan peculiar que la alarmó:
—¿Tengo algo grave?
Él sacudió la cabeza.
—Centaine, su novio ha muerto, Usted me lo contó anoche. Ella asintió.
—Todavía es muy pronto para estar seguros, demasiado pronto, pero creo que va a necesitar un padre para el niño que, está gestando.
Las manos de la muchacha volaron al vientre, en un gesto de involuntaria protección.
—Hace muy poco que la conozco, pero basta para reconocer que me he enamorado de usted. Para mí sería un honor… Se le apagó la voz, pero ella no lo escuchaba.
—Michael —susurró—. El bebé de Michael. No lo he perdido todo. Todavía tengo una parte de él.
Comió con tanto gusto el bocadillo de jamón y queso preparado por Anna que la mujer la miró con suspicacia.
—Ahora me siento mucho mejor —dijo Centaine, atajando su pregunta.
Ayudaron a alimentar a los heridos y los prepararon para la jornada. Dos de los casos graves habían muerto durante la noche, y los ayudantes los enterraron apresuradamente, en tumbas poco profundas, a la vera del sembrado.
Luego las ambulancias se pusieron en marcha y se agregaron a la corriente principal del tránsito.
La congestión del día anterior había menguado, al liberarse el Ejército de su aturdida confusión para retomar algo parecido al orden. El tránsito seguía siendo lento, pero había menos paradas, menos falsas partidas, y a lo largo de la carretera encontraron rudimentarios puestos de aprovisionamiento instalados durante la noche.
En una de las paradas, en las afueras de una aldea diminuta, medio oculta entre árboles y viñedos, Centaine distinguió las siluetas de unos aeroplanos estacionados en el borde de un sembrado. Subió al estribo de la ambulancia, para ver mejor, y vio partir una escuadrilla, a baja altura sobre la carretera.
Su desilusión fue intensa al comprender que se trataba de los feos biplazas De Havilland y no de los encantadores “SE 5 a” del escuadrón al que había pertenecido Michael. Los saludó con la mano; uno de los pilotos miró hacia abajo y le devolvió el saludo.
Eso la alegró, de algún modo, haciéndole volver a sus tareas con más fuerzas y ánimos. Cuando se puso a bromear con los heridos, empleando su mal inglés, ellos reaccionaron encantados. Uno de ellos la llamó Sol, y el apodo corrió velozmente por la fila de ambulancias.
Bobby Clarke la detuvo al pasar.
—Muy bien. Pero recuerde: no exagere.
—No me pasará nada. No se preocupe por mí.
—No puedo evitarlo. —Él bajó la voz—. ¿Ha pensado en la propuesta que le hice? ¿Cuándo va a contestarme?
—Ahora no, Bobby. —Pronunciaba ese nombre acentuando por igual las dos sílabas, en cada oportunidad él quedaba sin aliento—. Ya hablaremos. Pero usted es muy gentil, muy gentil.
Una vez más, la carretera se hizo casi intransitable, pues se estaba apurando a las reservas a fin de sostener la nueva línea en Mort Homme. Junto a ellos pasaban interminables columnas de soldados en marcha; intercalados entre los cascos de acero se veían baterías de cañones y camiones de suministros, cargados con los elementos de la guerra.
El avance era vacilante. Con mucha frecuencia, las ambulancias recibían señas de que debían apartarse del camino, hacia un sembrado o un camino secundario, para dejar paso a las hordas de reserva.
—Tengo que enviar las ambulancias de regreso, cuanto antes —dijo Bobby a Centaine, en uno de esos altos—. Allá las necesitan. En cuanto encontremos un hospital de campaña voy a entregar estos pacientes.
La muchacha asintió e hizo un ademán de acercarse al vehículo siguiente, donde uno de los hombres llamaba, débilmente:
—Aquí, Sol, ¿puede darme una mano?
Bobby la cogió por la muñeca.
—Centaine, cuando lleguemos al hospital es seguro que encontraremos un capellán. Tardaríamos sólo unos minutos.
Ella le dedicó su nueva sonrisa y alargó una mano para tocarle la mejilla barbuda con la punta de los dedos.
—Usted es muy buen hombre, Bobby, pero el padre de mi hijo es Michael. Ya lo he pensado. No necesito otro.
—¡No comprendo, Centaine! ¿Qué dirá la gente? ¡Un niño sin padre, una madre joven sin esposo! ¿Qué van a decir?
—Mientras tenga a mi bebé, Bobby, me importa un… ¿cómo se dice en su idioma? ¡Me importa un comino! Que digan lo que quieran. Yo soy la viuda de Michael Courtney.
Al caer la tarde hallaron el hospital de campaña que estaban buscando, en un sembrado situado en las afueras de Arras.
Se componía de dos grandes tiendas con cruces rojas, que servían como quirófanos. También se habían armado toscos refugios en derredor, para alojar a los cientos de heridos que esperaban su turno. Estaban hechas de telas alquitranadas tendidas sobre armaduras de madera o de chapas de hierro ondulado, tomadas de las granjas vecinas.
Anna y Centaine ayudaron a descargar a los heridos y a llevarlos a uno de los atestados refugios. Después retiraron el equipaje, atado al techo de la primera ambulancia. Uno de los pacientes reparó en esos preparativos.
—No me diga que se va, Sol…
Al oírlo, otros se incorporaron para protestar.
—¿Qué vamos a hacer sin usted?
Ella se acercó por última vez, pasando de uno a otro con una sonrisa y una broma, inclinándose a besar las caras sucias contraídas por el dolor. Por fin, sin poder soportarlo más volvió corriendo hacia Anna, que la esperaba.
Recogieron el bolso de viaje y el saco de la niñera, para iniciar la marcha a lo largo del convoy de ambulancias, a las que se estaba poniendo combustible a fin de que regresaran al campo de batalla.
Bobby Clarke, que las estaba esperando, corrió tras Centaine.
—Volvemos por órdenes del mayor Sinclair. —Au revoir, Bobby.
—No la olvidaré nunca, Centaine.
Ella se puso de puntillas para darle un beso en la mejilla.
—Espero que sea un varón —susurró él.
—Sin duda —replicó ella, con toda seriedad—. Un varón: estoy segura.
El convoy de ambulancias se alejó lentamente, rumbo al Norte, mientras Bobby Clarke agitaba la mano, gritándole algo que ella no llegó a captar.
—Y ahora, ¿qué hacemos? —preguntó Anna.
—Seguimos caminando —dijo Centaine.
De algún modo, sutilmente, ella había tomado el mando. Anna, cada vez más indecisa, con cada kilómetro que la alejaba de Mort Homme, avanzó pesadamente tras ella. Dejaron atrás el desmañado hospital para caminar otra vez hacia el Sur, por la atestada carretera.
Hacia delante, entre los árboles, Centaine distinguió los tejados y las cúpulas de Arras sobre el descolorido cielo crepuscular.
—¡Mira, Anna! —señaló—. Allá está el lucero de la tarde.
Podemos pedir un deseo. ¿Qué pides tú?
Anna la miró con curiosidad. ¿Qué le había dado a esa niña? Apenas dos días antes había visto morir quemado a su padre, mutilado a su animal favorito, pero en ella había una alegría feroz. No era natural.
—Deseo un baño y una comida caliente. —Oh, Anna siempre pides lo imposible.
Centaine le sonrió por encima del hombro, cambiando el pesado bolso de viaje de una mano a la otra.
—Y tú, ¿qué deseas? —la desafió Anna.
—Deseo que esa estrella nos conduzca hasta el general, tal como guió a los tres magos…
—No blasfemes, niña.
Pero Anna estaba demasiado cansada, demasiado insegura para que esto le afectara.
Centaine conocía bien la ciudad, pues allí estaba el convento en donde había estudiado. Cuando llegaron al centro ya era oscuro. Los combates de los primeros años de la guerra habían dejado terribles cicatrices en la encantadora arquitectura flamenca del siglo XVII. El pintoresco Ayuntamiento presentaba agujeros de metralla y parte del tejado había sido destruido. Muchas de las casas, en derredor de la Grande Place, carecían también de techos y estaban desiertas, aunque en otras se veía luz de velas en ventanas. Los habitantes más tozudos habían vuelto apenas alejadas las mareas de la guerra.
Centaine no recordaba muy bien el camino del monasterio que el general Courtney estaba empleando como cuartel general; no tenía la menor esperanza de hallarlo en la oscuridad. Ella y Anna acamparon en una cabaña desierta; allí comieron los últimos trozos de pan rancio y queso seco que quedaban en la bolsa de Anna; después se tendieron en el suelo desnudo, con la bolsa de viaje por almohada y abrigándose mutuamente.
A la mañana siguiente, Centaine descubrió por fin la senda que llevaba en esa dirección. Temía hallar el monasterio desierto, pero había un guardia ante el portón principal.
—Disculpe, señorita, pero esto es propiedad del Ejército. No se puede entrar.
Ella todavía estaba rogándole cuando el “Rolls Royce” negro apareció por detrás, a toda carrera, y frenó ante los portones. Venía cubierto de polvo y barro seco, con un raspón bastante largo y feo en ambas puertas del lado más próximo.
El guardia reconoció la enseña e hizo señas al conductor zulú para que pasara, pero Centaine se adelantó corriendo y lo llamó desesperadamente. En el asiento trasero iba el joven oficial al que había visto en su última visita.
—¡Teniente Pearce! —dijo, recordando su nombre.
El oficial levantó la mirada, sobresaltado al reconocerla, y se apresuró a dar una orden al conductor. El “Rolls” se detuvo en seco y dio marcha atrás.
—¡Mademoiselle De Thiry! —John Pearce bajó de un salto y corrió hacia ella—. La última persona que esperaba… ¿Qué está haciendo aquí?
—Debo hablar con el tío de Michael, el general Courtney. Es importante.
—No está aquí en estos momentos, pero puede acompañarme. Él volverá pronto. Mientras tanto le buscaremos un lugar para que descanse y algo de comer. Me parece que las dos cosas le vendrán bien. —Se hizo cargo de la bolsa de viaje—. Venga. Esta mujer, ¿la acompaña?
—Es Anna, mi criada.
—Puede sentarse delante, con Sangane. —Ayudó a Centaine a subir al coche—. Los alemanes nos han dado bastante quehacer en estos días —dijo, sentándose junto a ella—, y parece que usted también ha pasado por lo suyo.
Centaine se echó un vistazo: tenía la ropa arrugada y polvorienta, las manos sucias y mugre bajo las uñas.
—Vuelvo del frente. El general Courtney ha ido a echar un vistazo personalmente. —John Pearce apartó la vista gentilmente, mientras ella trataba de arreglarse el pelo—. Le gusta aquello; sigue pensando que esto es la guerra contra los bóers, el viejo. Llegamos hasta Mort Homme.
—Es mi aldea.
—Ya no —informó él, ceñudo—. Ahora es alemana, o poco menos. La nueva línea corre al Norte y la aldea está bajo el fuego. Ya ha sido volada casi toda. No la reconocería.
Centaine volvió a asentir.
—Mi casa fue bombardeada y quemada.
—Lo siento. —John Pearce se apresuró a continuar—: Bueno, pero parece que los hemos detenido. El general Courtney está seguro de que podemos detenerlos en Mort Homme.
—¿Dónde está el general?
—En una reunión de mandos en el cuartel general de la división. Tendría que volver esta misma noche. Bueno, ya llegamos.
John Pearce les consiguió una celda e hizo que una criada les llevara un refrigerio y dos baldes de agua caliente. Después de comer Anna quitó la ropa a Centaine y la hizo acercar a uno de los baldes para lavarla con agua caliente.
—Ah, qué maravilla.
—Es la primera vez que no chillas —murmuró Anna.
Usó su propia enagua para secar a Centaine. Luego le puso una camisa limpia y le cepilló la cabellera. Los gruesos rizos oscuros estaban enredados.
—Anna, duele.
—No podía durar, ya lo decía yo —suspiró la criada.
Al terminar insistió en que Centaine se tendiera en el camastro a descansar, mientras ella se bañaba y lavaba las ropas sucias. Pero Centaine no podía quedarse quieta; se sentó en la cama, rodeando las rodillas con los brazos.
—Anna querida, te tengo una sorpresa maravillosa.
La mujerona se recogió sobre la coronilla la gruesa cola de caballo.
—¿Conque Anna querida? Han de ser buenas noticias, seguro.
—¡Oh, claro que sí! Voy a tener un bebé de Michael. Anna quedó petrificada. La sangre se retiró de sus facciones rubicundas, dejándolas grises de espanto, sin poder hablar. —Va a ser varón, estoy segura. Lo siento. Y será igual a Michael.
—¿Cómo lo sabes? —barbotó Anna.
—¡Oh, estoy segura! —Centaine se recogió la camisa—. Mírame el vientre. ¿No te das cuenta?
Su vientre claro estaba tan plano como siempre; el hoyuelo del ombligo era su única mácula. Centaine lo hinchó cuanto pudo.
—¿No ves, Anna? Hasta es posible que sean mellizos. El padre de Michael y el general son mellizos. Tal vez sea una tendencia familiar. Piensa, Anna: ¡dos como Michael!
—No. —La criada sacudió la cabeza, horrorizada—. Es una de tus invenciones. No puedo creer que con ese soldado… —Michael no es soldado, es… Pero Anna prosiguió:
—No puedo creer que una hija de la casa De Thiry haya permitido que un soldado vulgar la tratara como a una ramera.
—¡Permitírselo, Anna! —La muchacha bajó su camisa, furiosa—. No, se lo permití: lo ayudé a hacerlo. Al principio él no sabía qué hacer, y yo lo ayudé; y todo fue magnífico. Anna se cubrió las orejas con las manos.
—No lo puedo creer. No quiero escuchar. Yo te enseñé a portarte como una dama. No puedo escuchar eso.
—¿Y qué crees que hacíamos por las noches, cuando yo salía para estar con él? Sabes que salía. Tú y papá me sorprendísteis, ¿verdad?
—¡Mi niñita! —gimió Anna—. ¡El se aprovechó!
—Tonterías, Anna. Me encantaba todo lo que él me hacía.
—¡Oh, no! No voy a creerlo. Además, no puedes saber eso tan pronto. Te estás burlando de la vieja Anna. Eres perversa y cruel.
—Recuerda que me he estado encontrando mal todas las mañanas.
—Eso no prueba…
—El médico, Bobby Clarke. Él me examinó. Él me lo dijo.
Anna quedó muda; no hubo más protestas. La cosa era innegable: la niña había salido por las noches, se mareaba por las mañanas, y Anna creía implícitamente en la infalibilidad de los médicos. Además, allí estaba esa extraña y antinatural alegría, a pesar de todas las adversidades. Era innegable.
—Entonces es cierto —capituló—. Oh, qué vamos a hacer. Oh, que el Señor nos salve del escándalo y la desgracia. ¿Qué vamos a hacer?
—¿Qué vamos a hacer, Anna? —replicó Centaine, riéndose de esas teatrales lamentaciones—. Vamos a tener el bebé más hermoso del mundo, o dos, si tenemos suerte. Y yo necesitaré de tu ayuda para cuidarlos. Me vas a ayudar, ¿no, Anna? No sé nada de bebés, y tú sabes muchísimo.
El primer horror de Anna pasó pronto al pensar no en la desgracia y el escándalo, sino en la existencia de un bebé real, vivo; hacía más de diecisiete años que no experimentaba esa alegría. De pronto, milagrosamente, se le prometía otro niño. Centaine notó el cambio, los primeros estremecimientos de la pasión materna.
—Me vas a ayudar con el bebé. No me vas a abandonar, porque te necesitamos, el bebé y yo. Anna, promételo, por favor, promételo.
Anna voló al camastro, la cogió en sus brazos y la estrechó con toda su fuerza. Y Centaine rió de júbilo en ese portentoso abrazo.
Ya había oscurecido cuando John Pearce volvió a llamar a la puerta de la celda.
—Ha vuelto el general, Mademoiselle De Thiry. Le he dicho que usted estaba aquí y quiere verla cuanto antes.
Centaine siguió al ayuda de campo por los claustros, hasta un gran refectorio convertido en sala de operaciones del regimiento. Seis oficiales estudiaban los mapas a gran escala extendidos sobre una de las mesas. El mapa era un puercoespín de alfileres de color, y la atmósfera de la sala estaba cargada de tensión.
Al entrar Centaine los oficiales levantaron la mirada pero ni siquiera la presencia de una joven bonita pudo distraerlos por más de unos pocos segundos, y todos volvieron a su tarea.
En el otro extremo de la habitación estaba el general Sean Courtney, de espaldas a ella. Su chaqueta, resplandeciente de insignias y cintas rojas, pendía de la silla en donde él apoyaba una bota. Tenía el codo clavado en la rodilla y miraba furiosamente el auricular de un teléfono de campaña, del que brotaba el cloqueo de una voz distorsionada.
Sean llevaba una camisa de lana, con los sobacos manchados de sudor, y con refuerzos bordados en los hombros, decorados con ciervos y galgos en carrera. Mascaba un habano apagado. De pronto, sin quitárselo de la boca, bramó al teléfono:
—¡Eso es una imbecilidad! Yo mismo he estado allí, hace dos horas, y lo sé muy bien. Necesito, por lo menos, cuatro baterías más, de dieciocho libras, en esa abertura. Y las necesito antes del amanecer. No me venga con excusas. ¡Ponga manos a la obra, y avíseme cuando estén! —Colgó violentamente el aparato y en ese momento vio a Centaine—. Querida mía —dijo, con voz cambiada mientras se acercaba rápidamente a ella para cogerle la mano—. Estaba preocupado. El castillo ha sido destruido por completo y el nuevo frente pasa a un kilómetro y medio de allí. —Se interrumpió para estudiarla por un momento. Como si lo que veía lo tranquilizara, preguntó—: ¿Y su padre?
Ella sacudió la cabeza.