El pie de Centaine se retiró tan discretamente como había avanzado. Michael esperó dos o tres minutos antes de estirar el suyo. Por fin encontró el de la muchacha y lo tomó entre los suyos; por el rabillo del ojo la vio dar un respingo y notó que un rubor oscuro le cubría el cuello, las mejillas y las orejas. La miró fijamente, tan encantado que no pudo apartar los ojos de ella hasta que el conde levantó la voz.

—¿Cuántos? —repitió el francés, con suave aspereza.

Michael, culpable, retiró los pies.

—Disculpe, conde. No lo he oído.

—El capitán no está bien —intervino Centaine, rápidamente, un poco sofocada—. Sus quemaduras no han cicatrizado y hoy ha trabajado en exceso.

—No debemos retenerlo más de lo necesario —concordó Anna, apresuradamente—, si ha terminado de cenar.

—Claro, claro. —Centaine se levantó—. Debemos dejar que vaya a descansar.

El conde parecía realmente entristecido por verse privado de su compañero de copas, pero la hija lo tranquilizó:

—No te preocupes, papá. Siéntate y termina tu vino.

Anna acompañó a la pareja a la oscuridad del patio posterior y se mantuvo cerca, con ojos de águila y los brazos en jarras, mientras ellos se despedían tímidamente. Había tomado clarete en cantidad suficiente para mellar el filo de su intuición; de lo contrario se hubiera preguntado a qué venía esa ansiedad de la muchacha por poner a Michael sobre la motocicleta.

—¿Puedo volver a visitarla, Mademoiselle De Thiry? —Si gusta, capitán…

El corazón de Anna, ablandado por el vino, estaba con ellos. Le costó fortalecer su decisión.

—Adiós, Mijnheer —dijo con firmeza—. Esta niña se va a resfriar. Ven adentro, Centaine.

Al conde le había parecido imperativo bajar el clarete con una o dos fine de champagne. Cortaba la acidez del vino, según explicó a Centaine, muy serio. Por lo tanto, las dos mujeres se vieron obligadas a ayudarlo a acostarse. Él realizó su peligroso ascenso cantando la marcha de Aída, con más entusiasmo que talento. Cuando llegó a la cama, cayó como un roble talado, de espaldas. Centaine le cogió una pierna luego la otra, y se puso a horcajadas sobre ellas para quitarle las botas.

—Bendita seas, pequeña mía. Tu papá te ama.

Entre ambas lo incorporaron para pasarle el camisón por la cabeza; después lo dejaron caer nuevamente. Ya protegido por el pudor, le quitaron los pantalones y lo hicieron rodar en la cama.

—Que los ángeles revelen tu sueño, bonita —murmuró el conde, en tanto lo cubrían con el edredón.

Centaine, acostada, oía los gruñidos y crujidos de la vieja casa a su alrededor.

Por prudencia había resistido la tentación de meterse en la cama completamente vestida, y Anna le hizo una de sus inesperadas visitas cuando estaba a punto de apagar la vela. Se sentó en el borde de la cama, charlatana como consecuencia del vino, pero no tan aturdida como para no haber notado que no estaba Centaine con su camisón puesto. La muchacha, mediante bostezos y suspiros, trató telepáticamente de inducirla al sueño, pero no dio resultado. La iglesia de Mort Homme dio las diez. Entonces ella misma se fingió dormida. Era un tormento permanecer inmóvil, regulando la respiración, mientras ardía de excitación.

Por fin, Anna comprendió que estaba hablando sola; entonces hizo un recorrido por la diminuta alcoba, recogiendo y doblando la ropa de Centaine. Después de inclinarse hacia ella para darle un beso en la mejilla, apagó de un pellizco la mecha de la lámpara.

En cuanto quedó sola, Centaine se incorporó, apretando los brazos al cuerpo, en un fenómeno de expectativa y entusiasmo. Aunque tenía muy claro en la mente cuál sería el resultado final de su encuentro con Michael, la mecánica en sí aún permanecía tentadoramente oscura para ella. Por un proceso de lógica, suponía que, en términos generales, no difería demasiado de lo que había presenciado incontables veces en los campos y en el establo.

Había recibido la confirmación de eso una pesada tarde de verano en que cierta leve conmoción, en uno de los establos desocupados, le llamó la atención. Después de trepar a la parte alta, había visto por una ranura a Elsa, la criada de la cocina, y a Jacques, el palafrenero. Su actitud la llenó de asombro hasta que, gradualmente, comprendió que estaban jugando a gallo y gallina, a potro y yegua. Pasó varios días pensando en eso; a partir de entonces escuchó con más atención los chismorreos de las criadas y, por fin, se armó de valor para enfrentar a Anna con sus preguntas.

Todas sus investigaciones sirvieron para dejarla confundida e intrigada por las contradicciones. Según Anna, el procedimiento era sumamente doloroso; estaba acompañado por un profuso derramamiento de sangre y horribles peligros de embarazo y enfermedad. Eso no coincidía con el desatado júbilo que manifestaban las otras criadas al tratar el tema, ni con las risitas y grititos de placer que le había oído a Elsa en el establo.

Centaine estaba segura de tener una buena resistencia al dolor. Hasta el buen doctor Le Brun lo había comentado, después de arreglarle un brazo fracturado sin necesidad de cloroformo. “Ni una lágrima”, había dicho, maravillado. No, Centaine estaba segura de poder soportar el dolor como cualquier campesina. Por otra parte, había sangrado anteriormente, sin contar sus menstruaciones. Con frecuencia, cuando estaba segura de no ser vista, quitaba la incómoda silla lateral del lomo de Nuage para montarle a pelo, con las faldas recogidas. La primavera anterior, al cabalgar así, puso al potro ante el muro de piedra que bordeaba el campo norte, haciéndolo saltar por el lado bajo, para caer desde dos metros al otro lado de la pared. Al aterrizar cayó con violencia sobre la cruz del caballo, lo que le provocó un dolor como el de la hoja de un cuchillo clavado desde abajo en el cuerpo. Sangró de tal modo que el lomo blanco de Nuage quedó manchado de rosa; en su vergüenza, a pesar del dolor, llevó al animal hasta el estanque para lavarlo, antes de volver a la casa renqueando, con Nuage de la brida.

No, ni el dolor ni la sangre la asustaban. Su miedo provenía de otra fuente. Temía a muerte que Michael se desilusionara de ella. Anna también se lo había advertido.

—Después de eso los hombres siempre pierden el interés, les cochons.

“Si Michael pierde el interés por mí, creo que voy a morir —se dijo. Y por un momento vaciló—. No voy. No quiero correr el riesgo.”

—Oh, pero ¿cómo lo hago para no ir? —susurró, sintiendo que el pecho se le henchía con la fuerza del amor y del deseo—. Tengo que ir. Es forzoso.

En un tormento de impaciencia, oyó los ruidos que hacía Anna al acostarse, en la alcoba vecina. Aun cuando se hizo el silencio siguió esperando. El reloj de la iglesia dio el cuarto y la media hora, antes de que ella se deslizara fuera de la cama.

Encontró las enaguas y la ropa interior donde Anna las había dejado, pero se detuvo con un pie en la pernera de las bragas.

—¿Para qué? —se preguntó, sofocando una risita con la mano, mientras las apartaba de un puntapié.

Se abotonó la gruesa falda de montar y la chaqueta. Luego tendió un chal oscuro sobre su cabeza, cubriéndose los hombros, y, con las botas en las manos, salió al pasillo, para abrocharse las botas y encender la lámpara. Finalmente abrió la puerta y salió. La luna estaba en el último cuarto; su proa aguda navegaba entre volutas de nubes voladoras.

La muchacha tuvo cuidado de pisar por el costado, donde la hierba había crecido, para no hacer crujir la grava bajo las botas; fue guiándose por la leve luz plateada de la luna. Al Norte, en los barrancos, se vio un súbito fulgor, una aurora de luz anaranjada que se apagó lentamente; de inmediato le llegó el rumor de la explosión, apagada por el viento.

—¡Una mina! —Centaine se detuvo por un instante, preguntándose cuántos habrían muerto en esa monstruosa conmoción de tierra y fuego. El pensamiento la acicateó en su resolución. Había tanta muerte, tanto odio, tan poco amor… Era preciso aferrarse a la última esperanza que quedara.

Al ver el granero frente a ella echó a correr. No se veía luz alguna ni señales de la motocicleta.

“No ha venido”, pensó, desesperada de deseo. Hubiera querido llamarlo a gritos por su nombre. En el umbral del granero tropezó y estuvo a punto de caer.

—¡Michael! —Ya no podía contenerse más. Oyó el pánico de su propia voz al repetir—: ¡Michael!

Y abrió la pantalla de la lámpara.

Él venía en su dirección, saliendo de la penumbra. Alto, ancho de hombros, hermoso el rostro pálido a la luz de la lámpara.

—Oh, temía que no vinieras. —Se detuvo frente a ella, diciendo con suavidad.

—Nada en el mundo hubiera podido impedirme venir. Permanecieron inmóviles, frente a frente; Centaine, con la barbilla levantada para mirarlo. Se observaban mutuamente, hambrientos, y ninguno de los dos sabía qué hacer, cómo franquear esos pocos centímetros de distancia que parecían el abismo de toda la eternidad.

—¿No te han visto? —balbuceó él.

—No, no. Creo que no.

—Bien.

—¿Michael?

—¿Sí, Centaine?

—Tal vez he hecho mal en venir. ¿Tal vez debería irme?

Era exactamente lo que convenía decir, pues la amenaza implícita galvanizó a Michael, que alargó las manos para sujetarla casi con rudeza.

—No, jamás. No quiero que te vayas jamás.

Ella se echó a reír, con una risa ronca, sin aliento. El la estrechó contra sí, tratando de besarla, pero fue un intento lleno de torpeza. La prisa les hizo chocar narices y dientes, antes de hallarse mutuamente los labios. Pero una vez que se encontraron, los de Centaine resultaron cálidos y suaves. El interior de su boca era sedoso; sabía como las manzanas maduras. El chal se deslizó desde su cabeza, ahogándolos a medias. Tuvieron que separarse, sofocados, riendo de entusiasmo.

—Los botones —susurró ella—. Tus botones me hacen daño, y tengo frío. —Se estremeció teatralmente.

—Disculpa.

Él cogió la lámpara y la condujo hasta la parte trasera del granero. Allí la ayudó a subir a los fardos de paja; y a la luz de la lámpara, Centaine vio que había preparado un nido de paja suave entre los fardos, forrándolo con mantas grises del Ejército.

—He vuelto a mi tienda para traerlas —explicó él, mientras dejaba la lámpara, cuidadosamente y giraba hacia ella con ansiedad.

—Attends! —Ella utilizó la frase familiar para contenerlo y le desabrochó el cinturón—. Me vas a dejar llena de moretones.

Michael dejó el cinturón a un lado y volvió a abrazarla y besarla. Sobre Centaine cayeron grandes olas de sensaciones tan poderosas que la dejaron mareada y débil. Le flaquearon las piernas, pero Michael la levantó. Ella trató de igualar el torrente de besos que estaba recibiendo en la boca, en los ojos, en el cuello… pero también quería caer con él sobre las mantas. Deliberadamente, aflojó las piernas y le hizo perder el equilibrio, de modo tal que cayó sobre ella, entre las mantas del nido.

—Lo siento.

Michael trató de desenredarse, pero ella le echó un brazo al cuello y le sostuvo la cara contra su mejilla. Estirando la mano por encima de su hombro, tiró de las mantas para que los cubrieran. Deslizó las manos por la cara de Michael, hasta enredarlas en su pelo, mientras lo besaba. Era bueno sentir el peso de su cuerpo; cuando él trató de apartarse, Centaine lo detuvo enganchando el tobillo al dorso de su pierna.

—La luz —graznó él, buscando a tientas la lámpara para bajar la llama.

—No. Quiero verte la cara.

Ella lo sujetó por la muñeca y retuvo su mano contra el seno, mirándolo a los ojos. Eran tan bellos a la luz de la lámpara que su corazón estuvo a punto de quebrarse. Y en eso sintió la mano de Michael sobre un pecho. No la dejó escapar; le dolían los pezones de tanto necesitar su contacto.

Todo se convirtió en un delirio de deleite y deseo, más y más y más poderoso, hasta hacerse insoportable. Tenía que pasar algo antes de que ella se desmayara por tanta potencia. Pero no pasaba, y se sintió caer desde lo alto, impaciente, casi furiosa por la desilusión.

Recobró entonces sus facultades críticas, abotagadas por el deseo, y percibió que Michael vacilaba entre indecisiones. Eso la enojó. Él tenía que mostrarse fuerte, llevarla adonde ella quería estar. Volvió a cogerlo por la muñeca y le llevó la mano hacia abajo, mientras se movía debajo de él, hasta que la gruesa falda de lana se le enrolló a la cintura.

—Centaine —susurró él—, no quiero hacer nada que tú no quieras.

—Tais-toi! —lo acalló ella. “¡Silencio!” Y comprendió que sería preciso guiarlo hasta el final, toda la vida, pues había en él cierta inseguridad que sólo en ese momento notaba. De todos modos, eso no la molestó. Por el contrario, la hizo sentirse muy fuerte y muy segura de sí misma.

Ambos ahogaron una exclamación cuando él la tocó. Un momento después, Centaine le soltó la muñeca para buscarlo. Cuando lo encontró volvió a gritar: era tan grande y duro que le inspiró miedo; por un momento dudó ser capaz de la tarea que había tomado sobre sí. De inmediato se rehizo. Él se mostraba torpe; tuvo que moverse un poquito, ayudarlo. De pronto, cuando menos lo esperaba, sucedió… y Centaine ahogó un grito de sorpresa.

Pero Anna se había equivocado. No había dolor: sólo una sobrecogedora sensación de estiramiento, de plenitud y, pasada la sorpresa, la seguridad de ejercer un gran poder sobre él.

—Sí, Michael, sí, querido —lo alentó.

En ese momento, manejando el ataque con facilidad, ella supo que ese hombre le pertenecía por completo y disfrutó de esa certeza.

Cuando se debatió en la convulsión final, Centaine, que le observaba el rostro, notó que el color de sus ojos cambiaba a índigo. Sin embargo, aunque lo amaba en ese momento con una intensidad físicamente dolorosa, en la profundidad de su conciencia existía la pequeña sospecha de que le faltaba algo. No había sentido la necesidad de gritar, como Elsa bajo Jacques en el establo.

Y detrás de ese pensamiento sintió un miedo instantáneo.

—Michael —susurró, ansiosa—, ¿todavía me amas? Dime que me amas.

—Te amo más que a mi propia vida —respondió él, con voz quebrada.

Y Centaine no pudo dudar, ni por un instante, de su sinceridad. Sonrió en la oscuridad, llena de alivio, y lo estrechó contra sí. Al sentir que él se empequeñecía y se ablandaba en su interior la asaltó una oleada de compasión.

—Querido mío —susurró—, bueno, bueno, mi querido…

Y le acarició los rizos elásticos de la nuca.

Pasó un ratito antes de que sus emociones se calmaran al punto de permitirle comprender que en su interior algo había cambiado irrevocablemente, en los breves minutos de ese simple acto realizado a dúo. El hombre que tenía en los brazos era físicamente más fuerte que ella, pero parecía un niño, un niño dormido, así acurrucado contra su pecho. Ella, en cambio, se sentía más sabia, más vital, como si su vida, hasta ese momento, hubiera permanecido varada. Pero acababa de hallar sus vientos alisios y, como un gran barco, navegaba por fin con buen destino.

—Despierta, Michael. —Lo sacudió suavemente. Él murmuró algo, moviéndose—. Ahora no puedes dormir. Háblame.

—¿De qué?

—De cualquier cosa. Háblame de África. Cuéntame cómo iremos juntos a África.

—Ya te lo he dicho.

—Dímelo otra vez. Quiero escuchar todo eso otra vez.

Se recostó contra él, escuchando ávidamente, haciéndole preguntas cada vez que él vacilaba.

—Háblame de tu padre. No me has contado cómo es.

Y así conversaron toda la noche, acurrucados en su capullo de mantas grises.

Muy pronto para gusto de ambos, los cañones reiniciaron su coro de muerte a lo largo de los barrancos. Entonces Centaine lo estrechó contra sí, con ansias desesperadas.

—¡Oh, Michael, no quiero irme!

Y de inmediato se apartó, incorporándose, para comenzar a vestirse.

—Ha sido lo más maravilloso que me ha pasado en la vida —susurró Michael, mientras la observaba.

A la luz de la lámpara y el centelleo de los cañones, los ojos oscuros se vieron enormes y suaves al volverse hacia él.

—Iremos juntos a África, ¿verdad, Michael?

—Te prometo que sí.

—Y tendremos a nuestro hijo a la luz del sol, y viviremos felices por siempre jamás, como en los cuentos de hadas, ¿verdad, Michael?

Subieron juntos por el camino, abrazados bajo el chal de Centaine. En la esquina de los establos volvieron a besarse con silenciosa intensidad, hasta que Centaine deshizo el abrazo para huir por el patio.

No miró hacia atrás al llegar a la puerta de la cocina. Desapareció en la casa enorme, oscura, dejando a Michael solo e inexplicablemente triste, en vez de estar lleno de júbilo.

Biggs, de pie junto al colchón, miró con cariño a Michael, que dormía. Su hijo mayor, el que había muerto en las trincheras de Ypres un año atrás, habría tenido la misma edad. Michael parecía tan cansado y pálido que a Biggs le costó un esfuerzo tocarlo en el hombro para despertarlo.

—¿Qué hora es, Biggs? —Michael se incorporó, aturdido.

—Es tarde, señor y brilla el sol. Pero no vamos a volar. Todavía seguimos en tierra, señor.

Y en eso pasó algo extraño: Michael le sonrió con toda la cara, con una sonrisa que Biggs no le había visto nunca. Eso lo alarmó.

—Cielos, Biggs, qué bien me siento.

—Me alegro mucho, señor. —Biggs, con una punzada de miedo, se preguntó si tendría fiebre—. ¿Cómo anda nuestro brazo, señor?

—Nuestro brazo está maravillosamente, el condenado. Gracias, Biggs.

—Lo habría dejado dormir, señor, pero el mayor pregunta por usted. Quiere mostrarle algo importante.

—¿De qué se trata?

—No se me permite decirlo, señor Michael. Son instrucciones estrictas de lord Killigerran.

—¡Buen hombre, Biggs! —exclamó Michael, sin motivo visible mientras saltaba de su colchón—. No es cuestión de dejar a lord Killigerran esperando.

Michael, al irrumpir en el comedor, se llevó la desilusión de encontrarlo desierto. Quería compartir su buen ánimo con alguien, sobre todo con Andrew, pero hasta el cabo que atendía el comedor había abandonado su puesto. Los platos del desayuno seguían amontonados en la mesa; había periódicos y revistas esparcidos por el suelo, obviamente arrojados en un momento deprisa. La pipa del auxiliar, con malolientes volutas de humo brotando aún de ella, yacía en uno de los ceniceros, prueba de una salida precipitada.

En eso Michael oyó voces, lejanas pero excitadas, por la ventana abierta que daba a la huerta y corrió hacia los árboles.

Todo el escuadrón estaba formado por veinticuatro pilotos, pero después de las últimas salidas se habían visto reducidos a dieciséis, incluidos Andrew y Michael. Y todos ellos estaban reunidos en la orilla del huerto, junto con los mecánicos y el personal de tierra, los artilleros de la batería antiaérea, los criados del comedor y cuanto ser viviente había en la zona. Al parecer, todos ellos estaban hablando al mismo tiempo.

Se habían reunido en torno de un aeroplano estacionado en el puesto número 1, en el extremo del huerto. Michael sólo pudo ver las alas superiores del aparato y la caja del motor sobre la cabeza de la multitud, pero sintió en la sangre un súbito estremecimiento. Nunca había visto nada parecido.

La proa del aparato era larga; daba la impresión de poseer una gran potencia; las alas poseían un profundo diedro que prometía buena velocidad. Las superficies de mando hablaban de estabilidad y fácil manejo.

Andrew se apartó de la entusiasta muchedumbre y corrió al encuentro de Michael, con la boquilla de ámbar colgando de la boca.

—¡Salve! La bella durmiente se alza como Venus entre las olas.

—Andrew, es el “SE 5 a” por fin, ¿verdad? —gritó Michael, para hacerse oír a pesar del alboroto.

Su amigo lo cogió del brazo para arrastrarlo hasta el aparato.

La multitud se abrió ante ellos. Michael se detuvo en seco, sobrecogido de respeto. Bastaba una mirada para notar que era más pesado y más robusto que el mismo Albatros alemán. ¡Qué motor! ¡Enorme!

—Doscientos caballos de fuerza —informó Andrew, dando palmaditas amorosas a la caja del motor.

—Doscientos caballos de fuerza —repitió Michael—. Más que el “Mercedes” alemán.

Había una “Lewis 303” sobre montura “Foster”, en el ala superior: un arma liviana, fiable y efectiva, que disparaba por encima del arco de la hélice; por debajo, montada en el fuselaje, delante de la cabina, veía una “Vickers”, más pesada, con interruptor para disparar a través del giro de hélice. Dos armas; por fin tenían dos armas y un motor poderoso, capaz de llevarlos en la batalla.

Michael emitió el grito de las tierras escocesas que le había enseñado Andrew, mientras su amigo destapaba la petaca para esparcir unas pocas gotas de whisky sobre la caja del motor.

—Bendito sea este barrilete y todos cuantos en él vuelen —entonó.

Luego bebió un trago y pasó la petaca a Michael.

—¿La has pilotado? —preguntó Michael, con voz ronca por el whisky, mientras pasaba la petaca al oficial más próximo.

—¿Quién diablos crees que la ha traído de Arras? —inquirió Andrew.

—¿Cómo se porta?

—Como cierta jovencita de Aberdeen que conozco: rápida para subir, rápida para bajar y, entretanto, dulce y amorosa.

Se produjo un coro de maullidos y silbidos entre los pilotos reunidos.

—¿Cuándo tendremos oportunidad de probarla, señor? —gritó alguien.

—Por orden de antigüedad —informó Andrew, dedicando a Michael una sonrisa perversa—. ¡Lástima que el capitán Courtney no esté en condiciones de volar!

Y sacudió la cabeza, fingiendo solidaridad.

—¡Biggs! —gritó Michael—. ¿Dónde está mi chaqueta de piloto?

—Se me ha ocurrido que me la pediría, señor.

Biggs salió de entre la muchedumbre, presentándole la chaqueta por la espalda para que pasara los brazos por las mangas.

El poderoso motor “Wolseley Viper” impulsó al “SE 5 a” por la pista, estrecha y fangosa. Al levantarse la cola, Michael disfrutó de una amplia visión hacia delante, por encima de la caseta del motor. Era como estar sentado en un palco.

—Tengo que decir a Mac que quite este miserable parabrisas —decidió—. Así podré detectar a cualquier huno a ciento cincuenta kilómetros.

Elevó la gran máquina en el aire, sonriendo al sentirla ascender.

“Rápida para subir”, había dicho Andrew. Se sintió firmemente presionado hacia abajo en el asiento. Al levantar la nariz sobre el horizonte, ascendieron como un buitre siguiendo a su presa.

—Ningún Albatros podrá superarnos en altura —se enorgulleció.

Niveló el aparato permaneciendo a mil quinientos metros y describió un giro hacia la derecha, cerrándolo cada vez más hasta que, con la palanca bien hacia atrás para mantener la proa en alto, el ala de estribor apuntó verticalmente hacia tierra; la fuerza centrífuga le dejó el cerebro sin sangre, de modo tal que su visión se quedó en gris. De inmediato la dirigió en sentido opuesto, gritando de regocijo ante las ráfagas de viento, entre el rugir del enorme motor.

—¡Venid, hijos de puta! —gritó, mirando hacia las líneas alemanas—. ¡Venid a ver lo que os espera!

Cuando aterrizó, los otros pilotos rodearon el aparato en una bandada vocinglera.

—¿Cómo es, Micke?

—¿Qué tal sube?

—¿Gira bien?

Michael, de pie en el ala inferior, erguido por encima de todos ellos, formó un manojo con los dedos de la mano derecha y se besó las puntas, abriéndolas hacia el cielo.

Esa tarde, Andrew condujo a la escuadrilla en una formación cerrada de maltratados Sopwith Pups, hasta el aeropuerto principal de Bertangles. Allí esperaron, frente al hangar número 3, en un grupo impaciente y excitado, mientras la tripulación de tierra sacaba los grandes “SE 5 a” para estacionarlos en fila india sobre la pista.

Gracias a su tío, el de los cuarteles de división, Andrew había logrado la presencia de un fotógrafo. Con los nuevos aviones de combate como fondo, los pilotos de la escuadrilla se formaron en torno de él como un equipo de fútbol. Cada uno de ellos vestía a su modo; no había un solo uniforme reglamentario. Se cubrían la cabeza con gorras, viseras y cascos de cuero. Andrew, como siempre, lucía su gorra escocesa. Las chaquetas eran de la Marina o de la Caballería, cuando no abrigos de cuero, pero todas llevaban las alas de la fuerza bordadas en el pecho.

El fotógrafo instaló su pesado trípode de madera y desapareció bajo el paño negro. Sólo uno de los pilotos estaba excluido del grupo; Hank Johnson, un pequeño texano, no tenía aún veinte años; era el único norteamericano del escuadrón; antes de la guerra había sido domador de caballos, pero se había pagado el pasaje para cruzar el Atlántico y reunirse con el escuadrón “Lafayette” y, desde allí, había acabado en el abigarrado grupo de Andrew, entre escoceses, irlandeses y nativos de las colonias, como parte del escuadrón número 21.

Hank, de pie tras el trípode con un grueso cigarro en la boca, se dedicó a dar consejos al pobre fotógrafo.

—Ven de una vez, Hank —le llamó Michael—. Necesitamos tu precioso hocico para dar distinción a la foto.

Hank se frotó la nariz, torcida por uno de sus caballos, y sacudió la cabeza.

—¿Nunca habéis oído decir que trae mala suerte hacerse una foto?

Todos se burlaron, mientras él agitaba su cigarro, afablemente.

—Seguid —les gritó—, pero a mi padre le picó una cascabel el mismo día en que se hizo fotografiar por primera vez.

—Allá arriba no hay serpientes de cascabel —replicó uno.

—No —concedió Hank—. Pero hay cosas mucho peores.

Los gritos burlones perdieron fuerza. Todos se miraron mutuamente. Uno de ellos hizo ademán de abandonar el grupo.

—Sonrían, caballeros, por favor.

El fotógrafo acaba de salir de debajo del paño, petrificándolos, pero las sonrisas quedaron un poco duras y enfermizas al grabarse las imágenes en nitrato de plata, en beneficio de la posteridad.

Andrew actuó con rapidez para cambiar el humor sombrío que los dominaba.

—Michael, elige a cinco —ordenó—. Los demás les daremos diez minutos de ventaja. Vosotros trataréis de interceptarnos antes de que lleguemos a Mort Homme.

Michael condujo a su formación de cinco en la clásica posición emboscada, contra el sol, ocultos tras algunas nubes. Así bloquearon la ruta de regreso a Mort Homme. Aun así Andrew estuvo a punto de burlarlos: llevó a su grupo bien al Sur y pasaba casi rozando la tierra. Hubiera dado resultado con una vista menos aguda que la de Michael, pero él divisó el destello de un parabrisas a nueve kilómetros de distancia y lanzó la señal roja que indicaba: “Enemigo a la vista.” Andrew, al darse cuenta de que había sido detectado, ascendió para salirles al encuentro. Las dos formaciones se reunieron en un torbellino de giros, picadas y tirabuzones.

Michael eligió al “SE 5 a” de Andrew y se lanzó contra él. Ambos se liaron en un intrincado dúo aéreo, exigiendo a fondo a las poderosas máquinas hasta probar los límites de velocidad y resistencia. Aun así, igualados en habilidad y aviones, ninguno de los dos logró ventaja. Por fin, casi por casualidad, Andrew se elevó sobre la cola, casi en la línea mortífera. Michael pateó el timón de cola sin ladearse y el “SE 5 a” se deslizó de costado, plano, sacudiéndolo con una fuerza que estuvo a punto de desnucarlo. De pronto se descubrió lanzándose de cabeza contra Andrew.

Pasaron casi rozándose, a toda velocidad. Sólo los instantáneos reflejos del piloto veterano evitaron el choque. De inmediato, Michael repitió el giro plano y fue violentamente arrojado contra el costado de la cabina. El hombro, parcialmente curado, golpeó contra el borde, haciéndole ver estrellas de dolor. Pero un segundo después estaba otra vez pegado a la cola de Andrew, que se retorcía desesperadamente. Michael copiaba cada uno de sus giros evasivos, manteniéndolo en la mirilla de sus “Vickers”, cada vez más cerca, hasta que su hélice estuvo muy cerca de rozar el timón de cola.

—Ngi dla! —aulló Michael, triunfante, repitiendo el antiguo grito de guerra de los zulúes. “¡He comido!”, el mismo que gritaban los guerreros del rey Chaka al hundir el assegai en la carne viva.

Vio el rostro de Andrew reflejado en el espejo retrovisor, sobre su cabeza; tenía los ojos ensanchados por el espanto y la incredulidad ante esa increíble maniobra.

Andrew disparó una señal verde para convocar a su escuadrón concediendo la victoria a Michael. La escuadrilla estaba esparcida por el cielo, pero ante la llamada volvieron a formarse tras Andrew, que los condujo hasta Mort Homme.

En cuanto aterrizaron, el escocés saltó de su máquina para volar hacia Michael. Lo cogió por los hombros, sacudiéndolo en su impaciencia.

—¿Cómo has hecho eso? ¿Cómo diablos has hecho eso?

Michael se lo explicó rápidamente.

—Es imposible. —Andrew sacudía la cabeza—. Un giro plano… Si no lo hubiera visto… —se interrumpió—. Vamos. Lo probaremos otra vez.

Los dos aviones despegaron juntos de la estrecha pista y sólo regresaron con la última luz del día. Michael y Andrew saltaron de sendas cabinas y cayeron uno contra el otro, palmeándose las espaldas y bailando en círculos, tan abultados por la ropa que parecían un par de osos de circo. La tripulación de tierra los observaba con sonrisas de indulgencia. Por fin se tranquilizaron un poco, permitiendo que Mac, el mecánico en jefe, se acercara.

—Con perdón, señor, esa pintura parece el vestido dominguero de mi suegra. Está opaca, sucia, que Dios me ampare.

Los “SE 5 a” llevaban la pintura de fábrica, un color ideado para hacerlos menos visibles al enemigo.

—Verde —dijo Andrew.

Unos pocos pilotos de ambos bandos, tanto alemanes como británicos, preferían el efecto opuesto. En el caso de ellos era cuestión de orgullo tener la pintura lo bastante llamativa para anunciar su presencia al enemigo, en un desafío directo.

—Verde —repitió Andrew—. Verde intenso, haciendo juego con mi bufanda, y no olvides el pastel volador en la nariz.

—Amarillo, Mac, por favor —decidió Michael.

—No sé por qué se me había ocurrido que iba a elegir el amarillo, señor Michael —observó Mac, muy sonriente.

—Ah, Mac, ya que estás, quita ese horrible parabrisas y ajusta los cables, ¿quieres?

Todos los veteranos estaban convencidos de que, al ajustar los cables y aumentando el ángulo diedro de las alas, agregaban unos cuantos nudos de velocidad.

—Me encargaré de eso —prometió Mac.

—Quiero que vuele sin tocarlo con las manos —agregó Michael.

Todos los ases eran maniáticos, era cosa sabida. Si el “SE 5 a” se mantenía en la línea de vuelo sin que nadie tocara los mandos, el piloto podía usar ambas manos para las armas.

—¡Así será, señor! —aseguró Mac, indulgente.

—Ah, Mac, prepara las armas para un alcance de cincuenta metros.

—¿Algo más, señor?

—Con eso basta por ahora, Mac —replicó Michael, imitando su amplia sonrisa—, pero ya se me ocurrirá algo más.

—No lo pongo en duda. —El mecánico meneó la cabeza, resignado—. Se lo tendré listo para el amanecer.

—De ser así, hay una botella de ron para ti.

—Y ahora, muchacho —invitó Andrew, echándole un brazo sobre los hombros—, ¿qué te parece si tomamos una copa?

—No veía la hora de que me invitaras —fue la respuesta.

El comedor estaba lleno de jóvenes entusiasmados que analizaban ruidosamente las nuevas máquinas.

—¡Cabo! —llamó lord Killigerran, por encima de las cabezas de todos, al criado del comedor—. Esta noche, todas las copas corren por mi cuenta, por favor.

Y los pilotos lo vitorearon, encantados, antes de volverse hacia la barra para aprovechar la invitación.

Una hora más tarde, todos los ojos centelleaban febrilmente; las risas habían alcanzado ese tono agudo que Andrew juzgaba apropiado. Entonces descargó unos puñetazos sobre la barra, para llamar la atención, y anunció solemnemente:

—Como campeón de Bok-Bok de Aberden y la gran Escocia, para no mencionar las Hébridas exteriores, me honra desafiar a todos los presentes a un partido de ese antiguo y honorable deporte.

—¡Me honra aceptar, señor! —Michael le clavó una mirada burlona—. Tenga a bien escoger su equipo.

Michael perdió al echar suertes y su equipo debió formar la pirámide contra la pared más alejada, mientras los criados del comedor se apresuraban a retirar todo lo rompible. Luego, de uno en uno, los muchachos de Andrew corrieron para lanzarse con toda la fuerza posible contra la pirámide, tratando de derribarla para un triunfo directo. Sin embargo, si tocaban el suelo con cualquier parte del cuerpo al hacerlo, podían provocar la inmediata descalificación de su equipo.

La pirámide de Michael soportó el peso y la violencia del ataque. Por fin, los ocho compañeros de Andrew quedaron encaramados como monos sobre el equipo de Michael, sin que un dedo del pie o de la mano tocara el suelo.

Andrew, desde lo alto de la pila, formuló la pregunta crucial que decidiría la victoria gloriosa o la innoble derrota.

—Bok-Bok, ¿cuántos dedos tengo en alto?

Con la voz apagada por el peso de los otros cuerpos, Michael arriesgó:

—¡Dos!

Andrew reclamó la victoria y, con un gruñido de fastidio, la pirámide se derrumbó deliberadamente. En el caos consiguiente, Michael encontró la oreja de Andrew a pocos centímetros de su boca.

—Oye —preguntó—, ¿podrías prestarme la motocicleta, por esta noche?

Andrew, apretado como estaba, no podía mover la cabeza, pero dirigió los ojos hacia su amigo.

—¿Vas a salir otra vez a tomar aire, muchacho?

Y como Michael puso cara de tímido, sin que se le ocurriera ninguna respuesta ingeniosa, agregó:

—Cuanto tengo es tuyo. Ve con mi bendición y da mis más respetuosos saludos a la afortunada damisela, ¿quieres?

Michael estacionó la motocicleta en los bosques, detrás del granero y chapoteó en el lodo hasta la entrada, llevando unas mantas del Ejército. Al detenerse allí vio un destello de luz. Centaine había levantado la pantalla de la lámpara para alumbrarle la cara.

—Bonsoir, Monsieur.

Estaba sentada sobre los fardos de paja, con las piernas recogidas bajo el cuerpo y una sonrisa traviesa.

—Qué sorpresa verlo aquí.

Él subió para abrazarla.

—Has llegado temprano —la acusó.

—Papá se ha acostado temprano…

No pudo decir más, pues la boca de Michael cubrió la suya. Cuando ambos se apartaron para respirar, jadeó:

—He visto los aviones nuevos, pero no sabía cuál era el tuyo. Son todos iguales. Me ha afligido no saber en cuál ibas.

—Mañana el mío será otra vez amarillo. Mac lo está pintando.

—Tenemos que acordar señales —propuso ella, mientras le quitaba las mantas para hacer el nido entre la paja.

—Si levanto la mano sobre la cabeza, así, significará que te espero por la noche en el granero —sugirió él.

—Es la señal que más trataré de ver. —Ella le sonrió, dando palmaditas sobre los abrigos—. Ven aquí-ordenó, y su voz ya estaba ronca y ronroneante.

Largo rato después, tendida con la oreja contra el pecho desnudo de él para oír el latido de su corazón, lo sintió agitarse levemente.

—¡Centaine, no puede ser! —susurró él—. ¡No puedes viajar a África conmigo!

Ella se incorporó rápidamente para mirarlo, con la boca endurecida y un centelleo peligroso en los ojos oscuros.

—¿Qué diría la gente? Piensa en mi reputación, si viajara con una mujer con la que no estoy casado.

Ella seguía mirándolo, pero su boca se suavizaba con el comienzo de una sonrisa.

—Pero debe haber una solución. —Michael fingió cavilar. Por fin chasqueó los dedos—. ¡Ya sé! ¿Qué te parece si nos casamos?

Ella volvió a apoyarle la mejilla contra el pecho.

—Sólo para proteger tu reputación —susurró.

—Todavía no me has dado el sí.

—Oh, sí. ¡Sí! ¡Un millón de veces sí! —Característico en ella, su primera pregunta fue pragmática—. ¿Cuándo, Michael? —Pronto, lo antes posible. Yo ya conozco a tu familia, pero mañana te llevaré a conocer a la mía.

—¿A tu familia? —Ella lo apartó con toda longitud de sus brazos—. Tu familia está en África.

—Toda no —le aseguró él—. La mayor parte está aquí. Y cuando digo la mayor parte no hablo de cifras, sino de la parte más importante.

—No comprendo.

—¡Ya verás, ma chérie, ya verás! —la tranquilizó él.

Michael explicó a Andrew lo que tenía pensado.

—Si te pescan, declararé ignorar todo ese nefasto plan. Más aún, voy a presidir con gran alegría tu corte marcial y a mandar personalmente el pelotón del fusilamiento —le advirtió su amigo.

Michael caminó por el suelo firme del Campo Norte, junto a la propiedad de De Thiry, desde la base del escuadrón. Tuvo que llevar el reluciente “SE 5 a” amarillo bajo la hilera de robles que bordeaba el campo y, en tanto franqueaba los dos metros de muralla, cerrar el cebador y dejar que el aparato descendiera a la tierra blanda. Se levantó deprisa y dejó el motor en marcha, para salir al ala.

Centaine venía corriendo desde el rincón en donde estaba esperando. Había seguido las instrucciones de Michael y estaba bien abrigada: botas forradas de piel bajo la falda amarilla, y una bufanda de seda amarilla al cuello. Sobre ella llevaba una capa de lustrosas pieles de zorro plateado, con la capucha colgándole a la espalda. Llevaba una bolsa de cuero blando en bandolera. Michael bajó de un salto para hacerla girar en sus brazos.

—¡Mira! Me he vestido de amarillo, tu color favorito.

—Muchacha inteligente —ponderó él, dejándola en el suelo—. ¡A ver!

Sacó del bolsillo de su abrigo el casco de piloto que le habían prestado y le enseñó a ponérselo sobre los gruesos rizos oscuros, con la hebilla bajo el mentón.

—¿Se me ve gallarda y romántica? —preguntó ella, poniéndose en pose para él.

—Se te ve maravillosa.

Y era cierto: tenía las mejillas encendidas por el entusiasmo y los ojos chisporroteantes.

—Vamos. —Michael volvió a subir al ala y se dejó caer en la cabina.

—Qué pequeño es —comentó Centaine, vacilando en el ala.

—También tú. Pero me parece que tienes miedo, ¿no? —¡Miedo, yo!

La muchacha le arrojó una mirada de total desprecio y comenzó a instalarse sobre él.

Era complicado, pues requería que ella se levantara las faldas sobre las rodillas, para balancearse precariamente sobre la cabina abierta, como un bello pájaro que se asentara sobre los huevos. Michael no pudo resistir la tentación y le deslizó las manos por debajo de la falda, casi hasta la unión de sus carnosos muslos, envueltos en seda. Centaine chilló, indignada.

—¡Qué atrevido es usted, Monsieur! Y se dejó caer sobre su regazo.

Michael abrochó el cinturón de seguridad sobre ambos y le acarició el cuello, por debajo del casco.

—Ahora estás en mi poder. No puedes escapar.

—No estoy segura de querer hacerlo —rió ella.

Tardaron algunos minutos en arreglar las faldas, las pieles y las enaguas de Centaine, para asegurarse de que Michael pudiera manejar los mandos con ella atada sobre sus rodillas.

—Todo listo —dijo él, por fin.

Y carreteó hasta el extremo del campo, aprovechando cada centímetro de pista, pues la tierra estaba blanda y el espacio era poco. Había ordenado a Mac que retirara las municiones de ambas ametralladoras y el refrigerante de la “Vickers”, con lo cual se ahorraban casi treinta kilos de peso; aún así estaban sobrecargados para tan poca pista disponible.

—Sujétate —le dijo al oído.

Abrió el cebador y el gran aeroplano saltó hacia delante.

—Gracias a Dios, hay viento sur —comentó, mientras sentía el tirón del aparato al desprenderse del barro, en un esfuerzo por levantarlos en el aire.

Una vez franqueada la pared más alejada, por muy poco margen, Michael se ladeó un poco para elevar el ala de babor, a fin de no tocar la copa de un roble. Luego se alejaron, ascendiendo. Sintió a Centaine rígida sobre su regazo y pensó que tenía mucho miedo. Fue una desilusión.

—Ahora no corremos peligro —gritó para hacerse oír por encima del ruido del motor.

Cuando ella volvió la cabeza, en sus ojos no había miedo, sino éxtasis.

—Es bellísimo —dijo.

Y lo besó. Saber que ella compartía su pasión por el vuelo dejó a Michael encantado.

—Pasaremos sobre el castillo —le advirtió él, y se ladeó bruscamente, perdiendo altura otra vez.

Para Centaine fue la segunda entre las experiencias más maravillosas de su vida: mejor que montar o escuchar música, casi tan bueno como hacer el amor con Michael. Era un pájaro, un águila; quería gritar su alegría a los vientos, quería retener ese momento para siempre. Quería estar siempre en la altura,

con el viento salvaje aullando a su alrededor, sostenida protectoramente por el fuerte brazo del hombre a quien amaba.

Por debajo yacía todo un mundo nuevo, los mismos sitios familiares que conocía desde su más temprana infancia, pero vistos desde una dimensión diferente y encantadora.

—¡Así es como los ángeles han de ver el mundo! —gritó.

Él sonrió ante la ocurrencia. El castillo se erguía allá delante. Centaine nunca lo había visto tan grande, tan rosado y bonito. Y allá estaba Nuage, en la pradera, detrás de los establos. Galopaba precediéndolos, en carrera contra el aeroplano amarillo. La muchacha rió gritando al viento:

—¡Corre, querido mío!

Un momento después pasaron por encima del animal. Entonces vieron a Anna en los jardines, que irguió la espalda entre las plantas al oír el motor, miraba hacia arriba, con una mano a modo de visera. Estaba tan cerca que Centaine vio el entrecejo fruncido en su roja cara. Se inclinó desde la cabina, y su bufanda amarilla flotó en el viento. Entonces, al pasar velozmente, vio en el rostro de Anna una expresión de incrédulo asombro.

Centaine rió, pidiendo a Michael:

—Sube más. Sube más.

Él obedeció. La muchacha no se quedaba quieta ni por un momento; se retorcía y daba saltitos en su regazo, asomándose desde la cabina, primero de un lado, luego del otro.

—¡Mira, mira! Allá está el convento… ¡Si las monjas me vieran! Y allá, mira, allá está el canal. Y allá la catedral de Arras. Oh, y allí…

Su entusiasmo era contagioso, y Michael rió con ella. Cuando Centaine giró la cabeza para mirarlo, la besó, pero ella se apartó, diciendo:

—¡Oh, no quiero perderme un solo segundo!

Michael distinguió la base aérea principal de Bertangles; las pistas formaban una cruz de césped bien cortado entre el bosque oscuro, con un puñado de hangares y edificios anidados entre los brazos de la cruz.

—Escúchame —le gritó Michael al oído—, cuando aterricemos debes mantener la cabeza gacha. —Ella asintió—. En cuanto yo te lo diga, bajas de un salto y corres hacia los árboles.

A la derecha verás una pared de piedra. Síguela trescientos metros hasta llegar a la carretera y espera allí.

Michael tomó el circuito de Bertangles como se enseñaba en los textos, aprovechando el suave descenso para un buen escrutinio de la base, en busca de cualquier actividad que pudiera indicar la presencia de un oficial de alto rango o cualquier otro problema en potencia. Había cinco o seis aeroplanos frente a los hangares, y una o dos siluetas trabajaban en ellos o se paseaban entre los edificios.

—Parece que todo está bien —murmuró.

Entonces se volvió contra el viento para el acercamiento final, Centaine acurrucada en su regazo, fuera de la vista.

Michael entró muy alto, como un novato. Aún estaba a cincuenta pies cuando pasó los hangares; aterrizó en el extremo más alejado de la pista y dejó que el impulso los llevara hasta el borde del bosque, antes de girar sobre un lado para frenar con fuerza.

—¡Baja y corre! —dijo a Centaine, levantándola desde la cabina.

Oculta a la vista de los hangares y los edificios por el fuselaje del “SE 5 a”, ella se recogió las faldas y, con la bolsa de cuero sujeta bajo el brazo, corrió hacia los árboles.

Michael carreteó hasta los hangares y dejó el “SE 5 A” sobre el asfalto. Un sargento mecánico le dijo, al verlo bajar:

—Será mejor que firme el libro, señor.

—¿Qué libro?

—Nuevo procedimiento, señor. Hay que anotar todos los vuelos que entran y salen.

—Esa maldita burocracia —protestó Michael—. Últimamente no se puede hacer nada sin papeles.

Pero salió en busca del oficial de turno.

—Ah, Courtney, sí. Hay un chófer esperándolo.

El chófer esperaba al volante de un “Rolls Royce” negro, estacionado tras el hangar número 1, pero en cuanto vio a Michael bajó de un salto y le hizo la venia.

—Nkosana! —exclamó, sonriendo con enorme placer.

Sus dientes centelleaban en la cara oscura, con forma de luna llena. Su enérgico saludo sacudió la visera de su gorra. Era un zulú alto y joven, aún más alto que el mismo Michael, llevaba el uniforme caqui y las polainas del Cuerpo Africano.

—¡Sangane! —replicó Michael, con la misma sonrisa, antes de abrazarlo impulsivamente—. Ver tu cara es como volver a casa —agregó en fluido zulú.

Ambos habían crecido juntos, paseando por las colinas amarillas de Zululandia, con sus perros y sus rifles de caza. Habían nadado desnudos en las aguas verdes y frescas del río Tugela, y pescado en ellas anguilas largas y gruesas como sus propios brazos. Habían cocinado sus piezas de caza en el mismo fuego humeante. Tendidos uno junto al otro por la noche, estudiando las estrellas y analizando seriamente los temas de cualquier niño, habían decidido cómo querían vivir y qué mundo construirían cuando fueran mayores.

—¿Qué noticias hay de casa, Sangane? —preguntó Michael en tanto el zulú abría las portezuelas del “Rolls”—. ¿Cómo está tu padre?

Mbejane, el padre de Sangane, era un viejo criado, compañero y amigo de Sean Courtney, príncipe de la casa real de los zulúes, que había seguido a su amo a otras guerras, aunque en ese momento, demasiado viejo y enfermo, se veía obligado a enviar a su hijo.

Conversaron animadamente, mientras Sangane conducía el “Rolls” fuera de la base y tomaba la carretera principal. En el asiento trasero, Michael se quitó el equipo de vuelo para dejar al descubierto su uniforme de gala, completo, con alas y condecoraciones.

—Detente allí, Sangane, en el límite de los árboles. —Bajó de un salto y llamó, ansioso—: ¡Centaine!

La muchacha salió de detrás de un árbol, y Michael quedó boquiabierto. Había aprovechado bien el tiempo, desde que él la dejó, y en ese momento resultó fácil adivinar lo que llevaba en el bolso de cuero. Era la primera vez que él la veía con maquillaje, pero estaba aplicado con tanto arte que, en un principio, no se detectaba la transformación. Los ojos eran más luminosos; la piel, más perlada y reluciente.

—Estás hermosa —balbuceó.

Ya no era una niña-mujer: poseía un nuevo porte lleno de confianza. Estaba abrumadora.

—¿Crees que le gustaré a tu tío? —preguntó ella.

—Se va a enamorar de ti… como cualquier hombre.

El amarillo de su traje era un tono peculiar, que parecía dorar su piel y lanzar reflejos de oro a sus ojos oscuros. El sombrero tenía el ala estrecha en un lado y ancha en el otro, donde iba prendida a la copa con un manojito de plumas verdes y amarillas. Bajo la chaqueta llevaba una blusa de fino crépe-de-chine con cuello alto de encaje, que destacaba la línea de su cuello y el ángulo audaz de su cabeza pequeña. Las botas habían sido remplazadas por elegantes zapatos.

Él le tomó las manos para besárselas con reverencia; luego la ayudó a subir a la parte trasera de la limusina.

—Sangane, esta mujer va a ser mí esposa muy pronto.

El zulú asintió, en señal de aprobación, estudiándola como a un caballo o a una yegua pura sangre.

—Ojalá te dé muchos hijos varones —deseó.

Ante la traducción de Michael, Centaine rió, ruborizada.

—Dale las gracias, Michael, pero dile que me gustaría tener una hija, cuanto menos. —Estudió el lujoso interior del “Rolls”—. ¿Todos los generales ingleses tienen coches como éste?

—Mi tío se lo trajo de África —replicó Michael, deslizando una mano por el asiento de cuero suave—. Fue un regalo de mi tía.

—Tu tío ha de tener mucho estilo, para ir a la guerra con semejante carroza. Y tu tía, muy buen gusto. Espero poder hacerte un regalo así algún día, Michael.

—Me gustaría besarte —dijo él.

—En público, jamás —le reprochó ella, remilgada—, pero cuando estemos solos, todo lo que quieras. Ahora dime, ¿falta mucho?

—Unos siete kilómetros, pero con este tránsito sólo Dios sabe cuánto podemos tardar.

Habían tomado la carretera principal Arras-Amiens, que estaba atestada de transportes de tropas, cañones y ambulancias, pesados camiones de abastecimiento, y carros tirados por caballos. Por ambos bordes caminaban soldados, encorvados bajo las pesadas mochilas, cuyos cascos de acero les daban una uniformidad de hongos.

Michael captó miradas resentidas y envidiosas, según Sangane filtraba el reluciente “Rolls” por entre el lento tránsito. Los hombres que chapoteaban en el barro, al mirar hacia dentro veían, a un elegante oficial, con una linda muchacha, sentados ambos en un asiento de cuero blanco. Sin embargo, casi todas esas miradas sombrías se convertían en sonrisas cuando Centaine los saludaba con el brazo.

—Háblame de tu tío —pidió, volviéndose hacia Michael.

—Oh, es un tipo común; en realidad, no hay mucho que contar. Lo echaron de la escuela por pegarle al rector; peleó en la guerra de los zulúes y mató a su primer hombre antes de los dieciocho; ganó el primer millón de libras antes de los veinticinco y los perdió en un solo día. Siendo cazador profesional, mató a unos cuantos cientos de elefantes por el marfil, y también a un leopardo, a mano limpia. Después, durante la guerra de los bóers, capturó a Leroux, el general bóer, casi sin ayuda; ganó otro millón de libras después de la guerra y ayudó a negociar la Carta de la Unión para Sudáfrica. Fue ministro de gabinete durante el Gobierno de Louis Botha, pero renunció para venir a la guerra. Ahora es comandante del regimiento. Mide como un metro noventa y es capaz de levantar un saco de cien kilos de maíz en cada mano.

—Michael, me da miedo que me presentes a un hombre así —murmuró ella, muy seria.

—¿Por qué diablos…?

—Tengo miedo de enamorarme de él.

Michael rió, encantado.

—También yo tengo miedo. ¡De que él se enamore de ti!

El cuartel general del regimiento estaba localizado, por el momento, en un monasterio desierto de las afueras de Amiens. Los terrenos estaban descuidados y llenos de hierbas, pues los monjes los habían abandonado durante las batallas del otoño anterior; los grupos de rododendros se habían convertido en selva. Los edificios eran de ladrillo rojo; estaban cubiertos de musgo y de glicinas que trepaban hasta el tejado gris. Los ladrillos presentaban viejos agujeros de bala.

Un joven subteniente les salió al encuentro a la entrada.

—Usted ha de ser Michael Courtney. Me llamo John Pearce; soy el auxiliar del general.

—Oh, mucho gusto. —Michael le estrechó la mano—. ¿Qué fue de Nick van der Heever?

Nick había sido compañero de escuela de Michael, era auxiliar del general Courtney desde que el regimiento llegó a Francia.

—Ah, ¿no se enteró? —John Pearce puso cara seria, la expresión tan acostumbrada en ese entonces cuando alguien preguntaba por un conocido—. Lamento decir que Nick tuvo mala suerte.

—Oh, no, por Dios…

—Por desgracia, sí. Estaba en el frente con su tío y lo alcanzó un francotirador.

Pero el teniente no podía concentrar su atención en lo que estaba diciendo, porque los ojos se le iban en dirección a Centaine. Michael, por darle el gusto, los presentó, pero cortó enseguida la pantomima admirativa del teniente.

—¿Dónde está mi tío?

—Ha dejado dicho que tuviera a bien esperar. —El joven teniente los condujo hasta un pequeño jardín cerrado, que probablemente había pertenecido al abad. Había rosales trepadores en los muros de piedra y un reloj de sol en el centro del pequeño prado. En el rincón adonde llegaba el sol había una mesa puesta para tres. Tío Sean no perdía su estilo de costumbre: cubiertos de plata y cristal del mejor.

—El general vendrá en cuanto pueda, pero me ha encargado advertirles que será un almuerzo muy breve. La ofensiva de primavera, ya se sabe… —El teniente señaló el botellón puesto sobre la mesita rodante—. Mientras tanto, ¿puedo ofrecerles un jerez? ¿O algo más fuerte?

Centaine sacudió la cabeza, pero Michael asintió.

—Algo fuerte, por favor —dijo.

Aunque amaba a su tío como a su propio padre, después de una ausencia prolongada siempre se ponía nervioso ante la perspectiva de verlo, y necesitaba algo para calmar esos nervios. El auxiliar sirvió un whisky para Michael.

—Si ustedes me disculpan, tengo unas cuantas cosas que…

Michael lo despidió con un gesto y cogió a Centaine del brazo.

—Mira, ya hay capullos en los rosales y en los narcisos. —Ella se recostó contra él—. Todo está volviendo a la vida.

—Todo no —la contradijo Michael suavemente—. Para el soldado, la primavera es la estación de la muerte.

—Oh, Michael… —comenzó ella.

Pero se interrumpió cuando apareció un hombre alto, erguido y de anchos hombros. Al ver a Centaine se detuvo a mirarla, con ojos penetrantes. Sus ojos eran azules; su barba, espesa, pero bien recortada, en el mismo estilo que la del rey.

“¡Son los ojos de Michael!”, pensó Centaine, aunque notando que eran mucho más feroces.

—¡Tío Sean! —exclamó Michael, soltándola. Se adelantó para estrechar la mano de aquel hombre, y los ojos feroces, al girar hacia él se suavizaron.

—Hijo.

“Lo ama —comprendió Centaine—. Ambos se aman mucho.” Y estudió el rostro del general. Tenía la piel oscurecida por el sol, curtida como el cuero, con profundas arrugas en las comisuras de la boca y alrededor de esos ojos increíbles. La nariz era larga, como la de Michael, y aguileña; la frente, ancha y curva; por encima se espesaba una manta de pelo oscuro, con vetas de plata, que centelleaba a la luz del sol.

Ambos hablaban seriamente, sin soltarse la mano, intercambiando las vitales frases tranquilizadoras. Bajo la observación de Centaine se hizo evidente lo acentuado del parecido entre los dos.

“Son iguales —comprendió—. Sólo difieren en edad y en fortaleza. Más padre e hijo que…”

Los feroces ojos azules volvieron a ella.

—Conque ésta es la señorita.

—Permíteme presentarte a Mademoiselle Centaine de Thiry. Centaine, mi tío el general Sean Courtney.

—Michael me había hablado mucho… una gran cantidad.

Centaine tropezaba con el inglés.

—¡Habla flamenco! —le interrumpió Michael, apresuradamente.

—Michael me ha hablado mucho de usted-obedeció ella, y el general sonrió, encantado.

—¡Habla afrikaans! —exclamó, en ese idioma.

Cuando sonreía, toda su persona cambiaba.

—No es afrikaans —protestó ella.

Y cayeron en una animada discusión. En los primeros minutos, Centaine descubrió que él le caía simpático. Le gustaba por su parecido con Michael y por las vastas diferencias que detectaba entre ambos.

—¡Vamos a comer! —exclamó Sean Courtney, tomándola del brazo—. Tenemos tan poco tiempo…

Y la sentó a la mesa.

—Michael, aquí, y será él quien trinche el pollo. Yo me encargo del vino.

Fue Sean, también, quien escogió el brindis:

—Por la próxima vez que nos encontremos los tres.

Y todos bebieron con fervor, demasiado conscientes de lo que se ocultaba detrás de la frase, aunque desde allí no se oía el disparar de los cañones.

Conversaron con tranquilidad; el general llenaba fácilmente y con prontitud los silencios incómodos. Así Centaine comprendió que, a pesar de su exterior imponente, era delicado por naturaleza; sin embargo, sentía constantemente el escrutinio de esos ojos.

“Muy bien, mon général —pensó, desafiante—, mire todo lo que quiera, pero yo soy yo y Michael es mío.” Y levantó el mentón, sosteniéndole la mirada; le contestó directamente, sin vacilaciones ni amaneramientos, hasta que lo vio sonreír… y asentir, casi imperceptiblemente.

“Conque ésta es la elegida de Michael —musitaba Sean—. Me hubiera gustado que se decidiera por una muchacha de su propio pueblo, que hablara su propio idioma y profesara la misma fe. Me hubiera gustado saber mucho más de ella antes de dar mi bendición. Los habría obligado a tomarse tiempo para estudiarse bien y pensar en las consecuencias. Pero no hay tiempo. Mañana, pasado, sólo Dios sabe lo que puede ocurrir. ¿Cómo voy a estropearles un momento de felicidad que bien puede ser el único para ellos?”

La miró un momento más, buscando señales de rencor o perversidad, debilidades, vanidades, pero sólo vio la mandíbula pequeña y decidida, la boca que sonreía con facilidad, pero con la misma facilidad se endurecía, los ojos oscuros e inteligentes. “Es resistente y orgullosa —decidió—, pero creo que será fiel, con fortaleza para resistirlo todo.”

Por eso sonrió, por eso asintió, y la vio distenderse. También vio auténtico afecto y simpatía en los ojos de la muchacha. Luego se volvió hacia Michael.

—Bueno, hijo, no has venido hasta aquí para comer este pollo fibroso. Cuéntame a qué has venido. Veamos si puedes darme una sorpresa.

—Tío Sean, le he pedido a Centaine que se case conmigo.

Sean se limpió cuidadosamente los bigotes y dejó la servilleta. “No les estropees la ocasión —se aconsejó a sí mismo—. No pongas la menor nube en su júbilo.”

Levantó la mirada y comenzó a sonreír.

—No me sorprendes: ¡me dejas atónito! Ya había perdido la esperanza de que hicieras algo sensato. —Y se volvió hacia Centaine—. Naturalmente, señorita, usted tiene demasiado sentido común para no haber aceptado, ¿verdad?

—General, me avergüenza confesar que no ha sido así. Lo he aceptado.

Sean miró a Michael con cariño.

—¡Qué tipo tan afortunado! Es demasiado buena para ti, pero no la dejes escapar.

—No se preocupe, señor —dijo Michael, riendo de alivio, pues no esperaba una aceptación tan inmediata. Ese hombre todavía era capaz de sorprenderlo.

Estiró la mano por encima de la mesa para tomar la de Centaine, que miraba sorprendida a Sean Courtney.

—Gracias, general, pero usted no sabe nada de mí… ni de mi familia.

Recordaba el interrogatorio al que su propio padre sometió a Michael. Sean, secamente, respondió:

—Dudo que Michael piense casarse con su familia, jovencita. Y con respecto a usted, querida, soy uno de los más entendidos del África cuando se trata de juzgar a los caballos a primera vista, sin falsa modestia. Sé reconocer una yegua de calidad cuando me encuentro con una.

—¿Me está tratando de yegua, general? —desafió ella, juguetona.

—La estoy tratando de pura sangre. Apostaría a que usted se crió en el campo, sabe montar a caballo y tiene un árbol genealógico de lujo. ¿Me equivoco?

—Su padre es conde. Ella monta como un centauro y tiene una propiedad que estaba llena de viñedos, antes de que los hunos la bombardearan.

—¡Ja! —exclamó Sean, triunfante.

Centaine hizo un gesto de resignación.

—Tu tío lo sabe todo.

—Todo no —corrigió Sean, volviéndose hacia Michael—. ¿Cuándo pensáis casaros?

—Me hubiera gustado que mi padre… —Michael no necesitó terminar la frase—. Pero tenemos muy poco tiempo.

El tío asintió; sabía mejor que nadie cuán escaso era el tiempo que quedaba.

—Garry, tu padre, sabrá comprender.

—Queremos casarnos antes de que se inicie la ofensiva de primavera —prosiguió Michael.

Sean frunció el ceño suspirando. Algunos de sus colegas podían enviar a sus jóvenes a la lucha sin aflicciones, pero él no era profesional. Sabía que jamás dejarían de afectarle el dolor y la sensación de culpa que experimentaba al mandar a los jóvenes a la muerte. Comenzó a hablar y se interrumpió. Después de otro suspiro, prosiguió:

—Michael, esto es información reservada, aunque se sabrá muy pronto, de todos modos. Se ha dado una orden a todos los escuadrones de combate. Esa orden consiste en impedir cualquier observación aérea del enemigo en nuestras líneas. Emplearemos todos nuestros escuadrones para impedir que los observadores alemanes sigan nuestros preparativos de las próximas semanas.

Michael permaneció inmóvil, analizando lo que su tío acababa de decirle. Significaba que, hasta donde se podía anticipar, el futuro sería una batalla incesante e implacable con la Jagdstaffels alemana. Se le estaba advirtiendo que pocos de los pilotos podrían sobrevivir a esa batalla.

—Gracias, señor —dijo, suavemente—. Centaine y yo nos casaremos cuanto antes. ¿Me haría el honor de estar presente?

—Sólo puedo prometerte que haré lo posible. —Sean levantó la mirada; John Pearce acababa de salir al jardín—. ¿Qué pasa, John?

—Disculpe, señor. Despacho urgente del general Rawlinson.

—Ya voy. Déme dos minutos. —Se volvió hacia sus jóvenes invitados—. Un almuerzo espantoso. Lo siento.

—El vino es excelente; la compañía, aún mejor —aseguró Centaine.

—Michael, ve a llamar a Sangane para que traiga el “Rolls”. Quiero hablar en privado con esta señorita.

Ofreció el brazo a Centaine, y ambos siguieron a Michael por los claustros, hacia los portales de piedra. Sólo al detenerse junto al general pudo la muchacha apreciar toda su estatura; también notó que renqueaba levemente, con pasos algo desiguales sobre el pavimento de piedra. Hablaba con serenidad, pero con fuerza, inclinándose levemente hacia ella para hacerle llegar cada palabra.

—Michael es un buen muchacho. Es amable, considerado y sensible. Pero no tiene la determinación que se necesita en este mundo para llegar a la cima de la montaña. —Sean hizo una pausa. Ella lo miró con atención—. Creo que usted tiene esa fuerza. Todavía es muy joven, pero creo que su fuerza irá en aumento. Quiero que sea fuerte por Michael.

Ella asintió, sin hallar palabras para contestar.

—Sea fuerte por mi hijo —dijo Sean, suavemente.

Ella dio un respingo.

—¿Su hijo?

Vio consternación en los ojos del general. Pero él disimuló rápidamente, corrigiéndose:

—Perdón, su padre es gemelo mío. A veces pienso que él es como mi hijo.

—Comprendo —dijo ella. Pero algo le insinuaba que eso no había sido un error. “Algún día llegaré al fondo de esto”, pensó.

Sean repitió:

—Cuídelo bien, Centaine, y seré amigo suyo hasta las puertas del infierno.

—Se lo prometo.

Ella le estrechó el brazo. Habían llegado a la entrada, donde Sangane esperaba con el “Rolls”.

—Au revoir, general —saludó Centaine.

—Sí —asintió Sean—. Hasta la próxima vez.

Y la ayudó a subir al asiento trasero. Michael estrechó la mano a su tío.

—Le informaré en cuanto decidamos la fecha, señor.

—Por si no puedo estar allí, hijo, os deseo que seáis muy felices —dijo Sean Courtney.

Y se quedó mirando mientras el “Rolls” se alejaba por el camino, con un tranquilo ronroneo. Luego hizo un gesto de impaciencia y volvió hacia los claustros, con su paso largo y desigual.

Centaine guardó el sombrero, las joyas y los zapatos en el bolso de cuero, se calzó las botas forradas de piel, se puso el casco en la cabeza y se agazapó en el borde del bosque.

Cuando Michael hizo rodar el “SE 5 a” hasta donde ella esperaba, corrió desde su escondrijo, le arrojó la bolsa y subió al ala. Esa vez no hubo vacilaciones: se introdujo en la cabina como toda una experta.

—Baja la cabeza —ordenó Michael, haciendo girar el aparato para el despegue—. Todo bien —agregó, una vez que estuvieron en el aire.

Entonces ella asomó otra vez la cabeza, tan ansiosa y excitada como en el primer vuelo. Ascendieron más y más.

—Mira esas nubes, que parecen campos de nieve. Y el sol las llena de arco iris.

Centaine se retorció en su regazo, para mirar hacia atrás. De pronto sus ojos adoptaron una expresión intrigada y pareció perder interés en los arco iris.

—¡Michael!

Se movía en su regazo, pero en ese momento con deliberación.

—¡Michael!

Ya no era una pregunta. Sus nalgas duras y redondas efectuaron una hábil oscilación que provocó un movimiento azorado en él.

—¡Perdona! —Michael trató, desesperadamente de interrumpir el contacto, pero el trasero lo perseguía. Centaine giró el torso para echarle los brazos al cuello y le susurró algo.

—¡A la luz del día… y a cinco mil pies de altitud! —exclamó él, escandalizado por la sugerencia.

—¿Por qué no, mon chérie? —Lo besó largamente—. Nadie puede enterarse.

Y Michael notó entonces que el “SE 5 a” había bajado un ala e iniciaba una espiral descendente. Se apresuró a corregir el aparato, mientras ella, abrazándolo, comenzaba a moverse en su regazo con un ritmo suave y voluptuoso.

—¿No quieres? —preguntó.

—Pero… pero… nunca se ha hecho semejante cosa, y menos en un “SE 5 a”. No sé si se puede. —La voz de Michael se estaba tornando más débil; su modo de pilotar, más errático.

—Ahora vamos a descubrirlo —afirmó ella—. Tú maneja el avión y no te preocupes.

Cambió levemente de posición y comenzó a recoger la parte posterior de su abrigo, junto con la falda amarilla.

—Centaine —dijo él, vacilante. Y algo después—: ¡Centaine! —con más seguridad. Y todavía más tarde—: ¡Oh, Centaine, por Dios!

—¡Se puede! —gritó ella, triunfante.

Casi de inmediato cobró conciencia de sensaciones cuya presencia jamás hubiera sospechado en sí misma. Se sintió llevada hacia arriba, hacia fuera, como si se estuviera separando de su propio cuerpo y como si llevara consigo el alma de Michael. Al principio, la aterrorizó la potencia, el carácter desconocido de aquello. Después, cualquier otra emoción quedó borrada.

Sintió que giraba, dando tumbos, más alto, más alto, con el viento salvaje rugiendo a su alrededor y las nubes orladas de arco iris ondulando a todos lados. Y luego se oyó gritar, pero era algo demasiado fuerte, que no se podía contener. Echó la cabeza hacia atrás y gritó, sollozando, riendo por tanta maravilla, en tanto franqueaba la cumbre y caía al otro lado hacia el abismo, en un giro descendente para posarse otra vez en su propio cuerpo, suavemente, como un copo de nieve. Sintió los brazos de Michael que la rodeaban, lo oyó jadear y gruñir a su oído. Entonces se retorció para abrazarlo con fiereza, gritando:

—¡Te amo, Michael! ¡Te amaré siempre!

Mac corrió al encuentro de Michael en cuanto él apagó el motor y salió de la cabina.

—Llega a tiempo, señor. Hay reunión de pilotos en el comedor. El mayor ha estado preguntando por usted. Será mejor que se apresure, señor. —Y luego, en tanto Michael echaba a andar por el entablado hacia el comedor, alzó la voz para preguntarle—: ¿Qué tal vuela, señor?

—Como un pájaro, Mac. Sólo hace falta que recargues las armas.

Era la primera vez que no hacía reclamaciones sobre el aparato. Mac, extrañado, se quedó mirándolo mientras se alejaba.

El comedor estaba lleno de pilotos. Todos los sillones estaban ocupados y uno o dos de los nuevos se habían quedado de pie, contra la pared posterior. Andrew, sentado en el mostrador, balanceaba las piernas, chupando la boquilla de ámbar. Se interrumpió al ver a Michael en la puerta.

—Caballeros, hemos recibido un gran honor. El capitán Michael Courtney, graciosamente, ha consentido acompañarnos. A pesar de otros asuntos importantes y urgentes, ha tenido la amabilidad de dedicar una o dos horas a ayudarnos, para que arreglemos nuestras pequeñas diferencias con el káiser Guillermo II. Creo que debemos mostrarle nuestro agradecimiento.

Hubo silbidos y “¡Buuus!”.

—Bárbaros —les dijo Michael, altanero, en tanto se dejaba caer en un sillón, rápidamente desocupado por uno de los nuevos.

—¿Estás cómodo? —le preguntó Andrew, solícito—. ¿Te molestaría que siguiera con lo que estaba diciendo? ¡Bueno!

Como estaba diciendo, el escuadrón acaba de recibir un despacho urgente, entregado por un motociclista hace menos de media hora, directamente desde el cuartel general de la división.

Lo agitó con el brazo estirado, apretándose la nariz con la otra mano, para continuar con voz nasal.

—Notarán ustedes la calidad del estilo literario y el contenido desde donde están sentados…

Hubo algunas risas corteses, pero los ojos que lo observaban estaban nerviosos. Aquí y allá se detectaban movimientos inquietos, arrastrar de pies; uno de los veteranos hacía crujir los dedos; otro se mordisqueaba las uñas. Michael, sin darse cuenta, se sopló la punta de los dedos. Todos sabían que ese trozo de papel amarillo podía ser la sentencia de muerte para ellos.

Andrew lo desplegó con los brazos extendidos y leyó:

—Del Cuartel General de la División, Arras. Al Oficial Comandante del Escuadrón Número 21 de la Real Fuerza de Vuelo, cerca de Mort Homme. Desde las 24.00 horas del 4 de abril de 1917, evitará usted a cualquier precio toda observación aérea del enemigo sobre su sector asignado, hasta nuevas órdenes.” Eso es todo, caballeros. Cuatro líneas, una bagatela. Pero permítanme destacar la sucinta frase “a cualquier precio”, sin entretenerme en ella.

Hizo una pausa para recorrer lentamente el comedor con la mirada, observando los efectos sobre cada rostro tenso y flaco.

“Mi Dios, qué viejos se han vuelto —pensó, sin que viniera al caso—. Hank parece tener cincuenta años, y Michael…”

Echó un vistazo al espejo de la repisa. Al ver su propia imagen se rozó la frente con mano nerviosa: en las últimas semanas, su pelo rojizo había retrocedido formando dos profundas bahías, dejando la piel rosada como una playa en marea baja. Luego dejó caer la mano tímidamente, y prosiguió.

—A partir de las 05.00 de mañana, todos los pilotos harán cuatro salidas diarias hasta nueva orden —anunció—. Seguiremos con las patrullas habituales del amanecer y el crepúsculo, pero desde ahora en adelante serán efectuadas por todo el escuadrón. —Hizo una pausa para permitir las preguntas, pero no las hubo—. Además, cada aparato hará otras dos salidas: una hora de turno y dos horas de descanso. De ese modo mantendremos una presencia constante sobre la zona asignada al escuadrón.

Todos volvieron a agitarse; las cabezas se volvieron al unísono hacia Michael, quien, por ser el mayor, actuaba siempre minuciosamente como portavoz. Michael se sopló los dedos y los estudió minuciosamente.

—¿Tengo alguna pregunta para contestar?

Hank carraspeó.

—¿Sí? —Andrew se volvió hacia él, expectante, pero Hank volvió a hundirse en el sillón.

—Aclaremos algo —dijo Michael, por fin—. Todos participaremos en las dos horas de patrulla al amanecer y al anochecer: son cuatro horas. Y además, otras cuatro horas durante el día. ¿Estoy mal en aritmética, o eso totaliza ocho horas diarias de combate?

—Un diez para el capitán Courtney —asintió Andrew.

—A mi sindicato no le va a gustar.

Y todos rieron. Fue una risa nerviosa que se cortó muy pronto. Ocho horas era demasiado; ningún hombre podía ejercer la vigilancia y soportar el desgaste nervioso que requería ese tiempo de vuelo en un solo día. Y se les estaba pidiendo que lo hicieran día tras día, sin prometer alivios.

—¿Alguna otra pregunta?

—¿El servicio y el mantenimiento de los aparatos?

—Mac me ha asegurado que puede encargarse —respondió Andrew a Hank—. ¿Algo más? ¿No? Bueno, caballeros, hay barra libre.

Pero el peregrinaje hacia la barra, para aprovechar la invitación de Andrew, fue silencioso. Nadie habló de las nuevas órdenes. Bebieron callados, evitando mirarse a los ojos. ¿Qué se podía decir?

El conde De Thiry, con un panorama de cuarenta mil hectáreas de rica tierra cultivable ante los ojos, dio su entusiasta aprobación al casamiento y estrechó la mano a Michael como si estuviera retorciéndole el cuello a un avestruz.

Anna apretó a Centaine contra su seno.

—¡Mi pequeña! —sollozó, mientras unas lágrimas lentas y gordas le surgían entre las arrugas de los ojos, para correrle por la cara—. ¡Vas a abandonar a tu Anna!

—No seas gansa, Anna. Siempre me harás falta. Puedes venir a África conmigo.

—¡A África! —sollozó Anna. Y agregó, aún con más dolor—: ¿Qué clase de boda va a ser ésta? No habrá invitados, Raoul, el chef está en las trincheras, peleando contra los boches… Oh, mi pequeña, ¡qué boda tan escandalosa!

—Vendrá el cura, y el general, el tío de Michael, y los pilotos del escuadrón. Será una boda maravillosa —le contradijo Centaine.

—Sin coro —sollozó Anna—, sin banquete, sin vestido de novia, sin luna de miel…

—Cantará papá, que tiene una voz maravillosa. Tú y yo prepararemos la torta y mataremos un lechoncito. Y podemos modificar el vestido de mamá. Y Michael y yo pasaremos la luna de miel aquí, como papá y mamá.

—¡Oh, pequeña mía!

Las lágrimas de Anna habían vuelto a brotar. No se secarían tan fácilmente.

—¿Cuándo será? —preguntó el conde, que no había soltado aún la mano a Michael—. Poned fecha.

—¡Tan pronto! —gimió Anna—. ¿Por qué tan pronto?

El conde se golpeó el muslo, en un arrebato de inspiración.

—Vamos a abrir una botella del mejor champaña… y tal vez otra de coñac “Napoleón”, pequeña mía, ¿dónde están las llaves?

Y en esa ocasión ella no pudo negárselas.

Yacían abrazados en su nido de paja y mantas. Michael, con frases entrecortadas, trató de explicarle las nuevas órdenes del escuadrón. Ella no pudo comprender del todo su horrible significado. Sólo comprendió que él estaría en gran peligro y lo estrechó con todas sus fuerzas.

—¿Pero vendrás a la boda? No importa lo que pase, ¿prometes venir a la boda?

—Sí, Centaine, vendré.

—Júramelo, Michael. —Lo juro.

—¡No, no! ¡Quiero el juramento más espantoso que puedas hacer!

—Lo juro por mi vida y por el amor que te tengo.

—Ah, Michael… —Se recostó contra él, suspirando, por fin satisfecha—. Yo estaré allí para verte partir, cada amanecer, cada puesta de sol… y te esperaré aquí todas las noches.

Hicieron el amor en un frenesí, en una locura de la sangre, como si trataran de consumirse mutuamente, y esa furia los dejó tan exhaustos que se quedaron dormidos. Cuando Centaine despertó ya era tarde. Los pájaros estaban llamando en el bosque y la primera luz del día se filtraba por el granero.

—¡Michael, Michael! Son casi las cuatro y media —advirtió, consultando a la luz de la linterna el reloj de oro prendido a su chaqueta.

—Oh, Dios mío. —El piloto comenzó a ponerse la ropa, aturdido aún por el sueño—. No llegaré para la patrulla del amanecer.

—Sí, si vas directamente.

—Pero no puedo dejarte.

—¡No discutas! Ve, Michael, ve pronto.

Centaine hizo todo el camino corriendo, a pesar de los resbalones en el barro, decidida a estar en la colina cuando partiera el escuadrón, para despedirlos. Se detuvo en los establos, jadeando, apretándose el pecho en un intento de dominar su respiración. El castillo estaba a oscuras, como una bestia dormida. Experimentó una oleada de alivio.

Cruzó lentamente el patio, dándose tiempo para recobrar el aliento; se detuvo ante la puerta para escuchar con atención antes de entrar en la cocina. Luego se quitó las botas enlodadas y las dejó en el armario, detrás del fogón. Al subir la escalera lo hizo muy cerca de la pared, para que los peldaños no crujieran bajo sus pies descalzos.

Con otra oleada de alivio, abrió la puerta de su celda, entró con sigilo y cerró tras de sí. Al volverse hacia la cama, quedó petrificada de sorpresa: un fósforo acababa de encenderse y estaba tocando la mecha de una lámpara. El cuarto floreció en un resplandor amarillo.

Anna, que tenía la lámpara en la mano, estaba sentada en su cama, con un chal alrededor de los hombros y una cofia de encaje en la cabeza. Su rostro rubicundo estaba pétreo y adusto.

—¡Anna! —susurró Centaine—. Te voy a explicar… ¿No le has dicho nada a papá?

Entonces crujió la silla junto a la ventana. Al volverse, vio a su padre allí sentado, mirándola con un ojo malévolo. Nunca había visto esa expresión en su rostro.

Anna fue la primera en hablar.

—Mi pequeña, escapándose de noche para hacer de ramera con los soldados.

—Él no es soldado —protestó Centaine—. Es un piloto.

—Qué putería —dijo el conde—. Una hija de la casa De Thiry, comportándose como una buscona común.

—Papá, voy a casarme con Michael. Es como si ya estuviéramos casados.

—Hasta el sábado por la noche no lo estaréis. —El conde se levantó. Tenía una sombra de insomnio bajo su único ojo y su espesa melena estaba erizada—. Hasta el sábado —manifestó, siempre con el mismo bramido furioso—, estarás encerrada en este cuarto, niña. Permanecerás aquí hasta una hora antes de iniciarse la ceremonia.

—Pero, papá, debo ir a la colina.

—Anna, toma la llave. La dejo a tu cargo. No debe abandonar la casa.

Centaine, en el centro de la habitación, miró a su alrededor buscando un modo de huir. Pero Anna se levantó y la sujetó por la muñeca, con su mano fuerte y callosa. Con los hombros caídos, la muchacha se dejó llevar a la cama.

Los pilotos del escuadrón estaban diseminados en oscuros grupos de tres o cuatro, entre los árboles, al borde de la huerta; conversaban en voz baja mientras fumaban los últimos cigarrillos antes de despegar. Entonces llegó Michael, trotando por el entablado, todavía abotonándose el abrigo y poniéndose los guantes. Se había perdido las instrucciones previas.

Andrew lo saludó con la cabeza, sin hacer mención a esa tardía llegada ni al mal ejemplo dado a los pilotos nuevos. Michael no intentó disculparse. Ambos tenían conciencia de la falta al deber. Andrew destapó su petaca de plata y bebió sin ofrecerle a Michael, en una deliberada omisión.

—Despegamos dentro de cinco minutos. —Estudió el cielo—. Parece buen día para morir.

Era su modo de decir que hacía buen tiempo para volar, pero en esa ocasión a Michael le crispó los nervios.

Andrew quedó inmóvil, con la petaca a medio camino, y lo miró fijamente.

—¿Con la francesita del castillo? —preguntó.

—Con Centaine —asintió Michael—. Centaine de Thiry.

—¡Viejo astuto! —Andrew comenzó a sonreír ampliamente, olvidando su desaprobación—. ¡Conque eso te traías entre manos! Bueno, cuentas con mi bendición, muchacho. —Hizo un gesto de bendición con la petaca—: Brindo por una vida larga y feliz para ambos.

Pasó la petaca a su amigo, pero éste hizo una pausa antes de beber.

—Me sentiría muy honrado si aceptaras ser mi padrino.

—No te preocupes, muchacho. Me tendrás volando ala con ala cuando entres en acción. Te lo juro.

Dio un suave puñetazo en el brazo de Michael y ambos se sonrieron, felices, antes de marchar juntos hacia las máquinas verdes y amarillas que esperaban en la vanguardia de la línea.

Uno tras otro, los motores “Wolseley Viper” crujieron y bramaron; el humo azul de los escapes enturbió los árboles de la huerta. Por fin los “SE 5 a” se bambolearon por suelo desigual para despegar juntos.

Ese día, como participaba todo el escuadrón, Michael no volaba junto a Andrew, sino como líder de la escuadrilla B, compuesta por otras cinco máquinas; dos de sus pilotos era nuevos; habría que dirigirlos y protegerlos. Hank Johnson encabezaba la escuadrilla C; saludó con el brazo a Michael, cuando se cruzaron, y lanzó su máquina detrás de él.

En cuanto estuvieron en el aire, Michael indicó a su escuadrilla que cerrara la formación en una V para seguir a Andrew,

imitando su leve giro hacia la izquierda. Eso los llevaría por la colina que se alzaba detrás del castillo.

Se levantó las gafas y bajó la bufanda que le cubría la nariz y la boca; así Centaine podría verle la cara. Piloteando con una sola mano, se dispuso a hacerle la señal acordada para proponerle la cita. Allá estaba la colina.

Estaba sonriendo, lleno de expectativa, pero su sonrisa se evaporó.

No veía a Nuage, el potro blanco. Se asomó desde la cabina. Andrew, allá delante, estaba haciendo lo mismo y girando la cabeza hacia todos lados, en busca de la muchacha y el caballo blanco.

Pasaron rugiendo, sin encontrarla. La colina estaba desierta. Michael miró por encima del hombro para asegurarse. Sentía en el vientre un gran peso, la piedra fría del mal presentimiento. Ella no estaba en la colina. El talismán los había abandonado.

Volvió a cubrirse con la boca la bufanda y los ojos con las antiparras, en tanto las tres escuadrillas ascendían, buscando la ventaja vital de la altura para cruzar los barrancos a tres mil seiscientos metros antes de nivelar el vuelo.

No dejaba de pensar en Centaine. ¿Por qué no estaba allí? ¿Qué podía haber pasado?

Le costaba concentrarse en el cielo. “Nos ha robado la suerte. Sabía lo que significaba para nosotros y nos ha fallado.”

Sacudió la cabeza. “No debo pensar en eso. ¡Hay que vigilar el cielo! Piensa sólo en el cielo y el enemigo.”

La luz iba ganando intensidad; el aire estaba claro y helado. La tierra, allá abajo, presentaba los diseños geométricos de los sembrados, salpicada con las aldeas y las ciudades de la Francia septentrional. Pero hacia delante se veía esa banda parda de suelo desgarrado y deshecho, que marcaba ambas líneas.

Al Oeste se extendía la amplia cuenca del río Somme, donde la bestia de la guerra se agazapaba para saltar. Al Este, el sol arrojaba grandes lanzas de fuego por el cielo. Cuando Michael apartó la vista, su visión quedó estrellada por el fulgor.

—Nunca se mira al sol —se recordó, fastidiado. La distracción le estaba haciendo cometer errores de novato.

Cruzaron los barrancos, buscando los diseños de las trincheras opuestas, como gusanos en el césped.

—¡No fijes la vista! —volvió a recriminarse—. Nunca se fija la vista en ningún objeto. Y reanudó la inspección del piloto veterano, ese rápido barrer con la mirada, que cubría el cielo en derredor, hacia atrás, hacia delante, arriba, abajo.

A pesar de sus esfuerzos, Centaine y su ausencia seguían filtrándose insidiosamente en sus pensamientos. De pronto se dio cuenta de que llevaba cinco o seis segundos con la vista fija en una nube con forma de ballena. Otra vez.

—Por Dios, hombre, a ver si te dominas —gruñó, en voz alta.

Andrew, en la primera de las escuadrillas, les estaba haciendo señas. Michael giró para ver de qué se trataba.

Era una escuadrilla de tres aparatos, seis kilómetros al sudoeste de su posición, seiscientos metros más abajo.

—Amigos. —Los había reconocido como biplazas De Havilland. ¿Cómo era posible que no los hubiera visto él primero, si tenía la vista más aguda de todo el escuadrón?—. Tienes que concentrarte. —Revisó la línea de bosques, al sur de Douai, la ciudad tomada por los alemanes, al este de Lens, y distinguió un emplazamiento de artillería recién excavado, en el linde de los árboles—. Unas seis baterías nuevas —calculó, tomando nota para su informe de vuelo, sin interrumpir la vigilancia del cielo.

Llegaron al límite oeste de la zona asignada para patrullar; cada una de las escuadrillas viró sucesivamente. Volvieron a retroceder por la línea, pero en ese momento con el sol directamente en los ojos y esas nubes de color gris azulado, sucio, a la izquierda.

“Frente frío”, pensó Michael. Y de pronto volvió a pensar en Centaine, como si se le hubiera filtrado por la puerta trasera de la mente.

“¿Por qué no estaba en la colina? Tal vez está enferma. Tanto salir de noche, con la lluvia, con el frío… La neumonía puede matar.” La idea lo espantó. La imaginó consumiéndose, ahogada en sus propios fluidos.

Una señal roja se arqueó frente al morro de su máquina, haciéndole dar un respingo de sorpresa. Andrew acababa de disparar la señal de “enemigo a la vista” mientras él soñaba.

Buscó frenéticamente.

—¡Ah! —con alivio—. ¡Allá está!

Abajo, a la izquierda. Era un bíplaza alemán, solitario, justo al este de los barrancos, que se dirigía hacia Arras; pertenecía a un tipo lento y anticuado, presa fácil para los mortíferos “SE 5 a”. Andrew volvía a hacer señas, mirando a Michael con la bufanda al vuelo y su despreocupada sonrisa.

—¡Voy a atacar! Cúbreme bien.

Tanto Michael como Hank reconocieron las señales de su mano y mantuvieron la altitud, mientras Andrew se ladeaba en un picado de intercepción, seguido por los otros cinco aeroplanos de su escuadrilla.

—¡Qué espectáculo! —se dijo Michael, observándolos. Ansiosos por la persecución, en esa salvaje carga por el cielo, como la caballería de los cielos a todo vuelo, lanzándose sobre la presa lenta y torpe.

Michael condujo el resto del escuadrón en una serie de giros en S, manteniéndolos en posición de cubrir el ataque. Estaba asomado desde la cabina, esperando la destrucción, cuando sintió cierta intranquilidad, el peso frío de la premonición en el vientre, el instinto que advierte el desastre inminente. Observó el cielo hacia arriba y en derredor.

Estaba claro, apaciblemente desierto. En eso su mirada giró hacia el resplandor enceguecedor del sol; levantó la mano para cubrirlo y miró entre los dedos con un solo ojo.

Allá estaban.

Iban saliendo de la nube como un enjambre de coloridos insectos ponzoñosos. Era la clásica emboscada: se enviaba un cebo lento y bajo para atraer al enemigo; luego una carnicería veloz y mortífera lanzada desde el sol entre las nubes.

—¡Oh, Virgen Santa! —exclamó Michael, manipulando la pistola de señales.

¿Cuántos eran? Imposible contar esas huestes crueles. Sesenta, quizá más. Tres Jagdstaffels de Albatros, con sus colores de arco iris, lanzándose con velocidad de halcones contra la miserable escuadrilla de Andrew.

Michael disparó la señal roja para advertir a sus pilotos. Luego se lanzó en picado, con intención de interceptar al escuadrón enemigo antes de que llegara hasta Andrew. Rápidamente, estimó el triángulo de velocidades y distancias, comprendiendo que llegarían demasiado tarde, con cuatro o cincos segundos de retraso para salvar a la escuadrilla de su amigo.

Esos cuatro o cinco segundos que había malgastado en sueños y observando inútilmente el ataque contra el cebo de los alemanes, esos segundos cruciales en los que había descuidado su deber, pesaban en él como barras de plomo, al empujar el cebador del “SE 5 a” al tope. El motor lanzó ese peculiar gemido de protesta de la maquinaria exigida al máximo, y la punta de la hélice se aceleró entre el ruido de la velocidad. Michael sintió que las alas se doblaban por la tensión de la aceleración y la presión acumulada en ese picado suicida.

—¡Andrew! —gritó—. ¡Mira atrás, hombre!

Y su voz se perdió en el aullido del viento y el grito del motor.

Toda la atención de Andrew estaba fija en su presa, pues el piloto alemán enviado como cebo, que los había visto, también picaba hacia tierra, llevando a los “SE 5 a” en su estela para transformar a los cazadores en inconscientes víctimas.

La apretada Jagdstaffel alemana mantenía su picado de ataque, aunque debían de tener plena conciencia del desesperado intento que Michael preparaba para alejarlos. Sabían, al igual que él, que todo era inútil, que lo había iniciado demasiado tarde. Los Albatros podían aprovechar la sorpresa para destruir la mayor parte de la escuadrilla de Andrew en un solo golpe, para luego volverse a enfrentar al contraataque de Michael.

El joven sintió que la adrenalina le quemaba en la sangre, como la llama limpia y brillante de una lámpara de alcohol. El tiempo pareció detenerse en esos eternos microsegundos de combate, en los que flotó tranquilamente hacia abajo; la horda enemiga parecía prender, suspendida de sus alas multicolores, como si fueran piedras preciosas incrustadas en el firmamento.

Los Albatros tenían colores y diseños fantásticos; dominaban el negro y el escarlata, pero algunos estaban pintados a cuadros, como arlequines y otros lucían las siluetas de murciélagos o pájaros en las alas y el fuselaje.

Por fin pudo ver los rostros de los pilotos alemanes, que giraban hacia él y luego hacia la meta primera.

—¡Andrew, Andrew! —se lamentó Michael, atormentado, mientras cada segundo ponía al descubierto lo tarde que llegaría para impedir el éxito de la emboscada.

Con dedos entumecidos de frío y de miedo, recargó la pistola de señales y disparó otra vez hacia delante, tratando de llamar la atención de Andrew. Pero la bola de fuego rojo cayó hacia tierra, dejando un patético rastro de humo. Mientras tanto, ochocientos metros hacia delante, Andrew alineaba a los suyos contra el inofensivo avión observador, y Michael oía el tartamudeo de su “Vickers” al atacar desde popa.

En ese mismo instante, la ola de Albatros rompió sobre la escuadrilla de Andrew, desde arriba.

Michael vio que dos de los “SE 5 a” quedaban mortalmente heridos en los primeros segundos y caían en tirabuzón perdiendo humo y trozos de fuselaje; el resto se diseminó ampliamente, cada uno con dos o tres Albatros persiguiéndolos, casi luchando entre sí por la posibilidad de ponerse en la línea mortífera.

Sólo Andrew sobrevivía. Su respuesta al primer repiqueteo de “Spandau” fue instantánea. Puso la gran máquina verde en ese giro lateral plano que él y Michael habían practicado con tanta frecuencia. Luego se lanzó directamente hacia el centro de la manada, obligando a los Albatros a girar de un modo loco para esquivar su arremetida, y disparó contra ellos, furioso, para emerger por detrás, al parecer sin daño.

—¡Bien por ti! —se regocijó Michael, en voz alta.

Y entonces vio que el resto de la escuadrilla caía por el cielo, ardiendo, y su culpabilidad se convirtió en enojo.

Las máquinas alemanas, después de realizar una rápida destrucción, viraban para enfrentar el ataque de las escuadrillas de Michael y Hank. Ambos se reunieron, y todo el esquema de aviación se desintegró en una nube agitada, como polvo que giraran en un torbellino.

Michael se lanzó contra un sólido Albatros negro, en cuyas manchas escarlatas se destacaban las cruces de Malta, como lápidas. Al cruzar, calculó el desvío de los rumbos y velocidades y disparó contra el radiador, en la conjunción de las alas, sobre la cabeza del piloto, con la intención de hervirlo vivo en refrigerante líquido.

Vio que sus balas dañaban exactamente en el blanco y, al mismo tiempo, notó la pequeña modificación en la estructura del Albatros. Los alemanes habían alterado su avión. Se les había mostrado a viva fuerza el defecto letal del diseño, y habían cambiado de lugar el radiador. El alemán esquivó el fuego de Michael, quien levantó la proa de su máquina.

Un Albatros había escogido a uno de los nuevos que acompañaban a Michael y se pegó a su cola como un vampiro, a un ápice de la línea mortífera. Michael salió por debajo del vientre del Albatros y giró hacia él la ametralladora “Lewis”, apuntándola hacia arriba, tan cerca que la boca del arma rozaba casi el vientre rosado del avión alemán.

Disparó toda la carga en las entrañas del alemán, meneando ligeramente las alas para esparcir el fuego de lado a lado. El Albatros se levantó sobre la cola, como un tiburón arponeado, y cayó sobre un ala, antes de iniciar la zambullida mortal.

El nuevo agitó la mano para dar las gracias a Michael. Estaban casi ala con ala, y el africano hizo una señal imperiosa: “¡Regrese a la base!”, agregando un puño cerrado, lo cual significaba: “¡Imperativo!”

—¡Sal de ahí, pedazo de idiota! —gritó inútilmente, pero su cara contraída sirvió de énfasis a los gestos y el novato huyó rápidamente.

Otro Albatros se lanzó contra Michael. Él giró en ángulo cerrado, ascendiendo, disparando contra blancos fugaces, girando y girando para salvar la vida. Los superaban en número, en una proporción de seis o siete a uno, y los enemigos eran todos veteranos; se notaba en el modo de volar, rápido, ágil, sin miedo. Quedarse a combatir era una tontería. Michael logró recargar la pistola de señales y disparó la llama verde que convocaba a sus compañeros. En esas circunstancias, equivalía a una orden de quebrar el enfrentamiento y volver a la base a la mayor velocidad.

Giró bruscamente, para disparar contra un Albatros rosado y azul, y vio que sus balas cortaban la caja del motor varios centímetros por debajo del tanque de combustible.

—¡Maldición! ¡Qué infierno!

Él y el Albatros giraron en direcciones opuestas. Michael tenía el camino libre para volver a la base. Vio que los pilotos restantes ya se estaban alejando, y puso la proa amarilla hacia abajo para seguirlos, en dirección a los barrancos y Mort Homme.

Volvió la cabeza una vez más, para asegurarse de que nadie lo siguiera… y en ese momento vio a Andrew.

Estaba a una distancia de mil metros, a estribor de Michael. Lo habían separado del combate principal, enredado con tres de los Albatros. Luchaba solo, pero se les estaba escapando y también él volaba de regreso, como el resto del escuadrón británico.

Entonces Michael miró por encima de Andrew y vio que no todos los Albatros habían participado de esa primera oleada de ataque. Seis de ellos parecían haber permanecido allá arriba, bajo las nubes, conducidos por el único aparato pintado de escarlata desde el morro a la cola desde una punta del ala hasta la otra. Allí esperaban el resultado de la pelea y la aparición de los aviadores que quedaran aislados. Era el segundo juego de mandíbulas instalado en la trampa y Michael sabía quién iba al mando del Albatros rojo. El hombre era una leyenda viviente en ambas líneas de combate, pues ya había matado a más de treinta pilotos aliados. Le llamaban el Barón Rojo de Alemania.

Los aliados estaban debilitando la leyenda; trataban de manchar la invencible imagen del barón Manfred von Richthofen con los epítetos de cobarde y hiena, aduciendo que había alcanzado esa puntuación esquivando el combate en términos de igualdad, para escoger en cambio a los novatos, a los aviones aislados y a los aparatos ya dañados antes de atacar.

Tal vez había algo de verdad en ese argumento, pues allí estaba, meciéndose sobre el campo de combate como un buitre escarlata. Y allí estaba Andrew, aislado y vulnerable; su aliado más próximo, Michael, a mil metros de distancia. Andrew parecía no haber reparado en esa nueva amenaza. La máquina escarlata se dejó caer desde lo alto apuntando el morro de tiburón directamente contra Andrew. Los otros cinco alemanes, pilotos escogidos, lo siguieron hacia abajo.

Michael, sin pensar, inició el giro que lo llevaría en ayuda de su amigo. De pronto, sus manos y sus pies, actuando sin voluntad consciente, contrarrestaron el giro y mantuvieron al “SE 5 a” amarillo rugiendo en el descenso hacia la seguridad de las líneas británicas.

Michael miró por encima del hombro. Sobrepuesta al esquema de aviones en vuelo vio la cara amada de Centaine, con los grandes ojos oscuros llenos de lágrimas. Y sus palabras susurradas tuvieron más potencia, en la mente del piloto, que las ametralladoras y los motores aullantes: “¡Júrame que estarás allí, Michael!”

Con esas palabras resonándole aún en los oídos, Michael vio que el ataque alemán se cerraba sobre el solitario aparato de Andrew. Una vez más, milagrosamente, el escocés sobrevivió a esa mortífera ola y giró para hacerles frente.

Michael trató de obligarles a poner su avión en dirección contraria, pero las manos no le obedecían y tenía los pies paralizados en las barras del timón. Ante su vista, los pilotos encerraron al solitario aparato verde tal como una manada de perros pastores rodea a una oveja extraviada, impulsando a Andrew, implacablemente, hacia un fuego cruzado.

Vio que su amigo luchaba con un magnífico despliegue de coraje y habilidad, enfrentándose a cada atacante nuevo, lanzándose de cabeza para obligar a cada adversario a apartarse; pero siempre había otros para cruzar sus flancos, barriéndolo con ametralladoras.

Entonces, las armas de Andrew enmudecieron. Tenía vacío el cargador de la “Lewis”, y volver a cargarlo era un proceso largo. Por lo visto, la “Vickers” se había trabado al recalentarse. El piloto estaba de pie en la cabina, castigando el arma con ambos puños para destrabarla, y el Albatros rojo de Von Richthofen bajó hasta la línea mortífera.

—¡Oh, Dios, no!

Michael oyó su propio gemido, pero aún seguía huyendo hacia lugar seguro, tan espantado por su propia cobardía como por el peligro en que estaba Andrew.

Y entonces se produjo el otro milagro. El Albatros rojo, sin abrir fuego, se apartó levemente y, por un instante, voló al mismo nivel que el “SE 5 a” verde.

Von Richthofen debía haber visto que Andrew estaba desarmado; se negaba a matar a un hombre indefenso. Pasó a muy poca distancia de la cabina en donde el escocés luchaba con la “Vickers” bloqueada y levantó una mano en lacónico saludo: homenaje a un enemigo valeroso. Luego salió en persecución de los restantes aparatos británicos.

—Gracias, Dios mío —graznó Michael.

La escuadrilla de Von Richthofen siguió al líder. Pero no todos iban detrás de él. Un solo Albatros seguía en combate con Andrew; era una máquina celeste, con el ala superior pintada a cuadros blancos y negros, como un tablero de ajedrez. Se instaló en el sitio abandonado por Von Richthofen y Michael oyó el balbuceo de su “Spandau”.

Las llamas estallaron en total florecimiento alrededor de la cabeza y los hombros de Andrew: había explotado el depósito de combustible. El fuego, el terror del piloto, envolvió al escocés. Michael le vio levantarse entre las llamas, como un insecto ennegrecido y chamuscado, para arrojarse desde la cabina, eligiendo la veloz muerte de la caída antes que la de las llamas.

La bufanda verde que rodeaba su cuello estaba encendida, formando una guirnalda de fuego, hasta que el viento producido por la aceleración apagó las llamas. Su cuerpo giraba, con los brazos y las piernas extendidos en cruz, menguando rápidamente a la distancia. Michael lo perdió de vista antes de que chocara contra la tierra, tres mil metros más abajo.

—En el nombre de lo más sagrado, ¿no podían habernos avisado de que Von Richthofen estaba en la zona? —gritó Michael al ayudante de escuadrón—. ¿No hay servicios de inteligencia en este maldito ejército? Esos figurones de escritorio son responsables del asesinato de Andrew y de los otros seis hombres que hemos perdido hoy.

—En realidad, eso es injusto, viejo —murmuró el ayudante, mientras chupaba su pipa—. Ya sabes cómo trabaja ese tipo, Von Richthofen. Lo de los fuegos fatuos y todo eso.

Von Richthofen había ideado la estrategia de cargar su aparato en camiones abiertos, para trasladar a toda la Jagdstaffel a lo largo de la línea. Aparecía abruptamente, con sesenta pilotos de primer orden, donde menos se lo esperaba, ejecutando una temible matanza entre los desprevenidos pilotos aliados, durante pocos días, antes de seguir viaje.

—Telefoneé a la división en cuanto aterrizó el primero de nuestros aviones. Ellos mismos acababan de recibir la información. Creen que Von Richthofen y su circo se han establecido momentáneamente en la vieja pista de aterrizaje que hay al sur de Douai.

—De mucho nos sirve saberlo ahora que Andrew ha muerto.

En el momento de decirlo Michael experimentó esa enormidad con toda su fuerza. Empezaron a temblarle las manos y sintió que le saltaba un nervio en la mejilla. Tuvo que volverse hacia la pequeña ventana de la cabaña que el ayudante usaba como oficina. El hombre guardó silencio, dándole tiempo para recobrarse.

—La vieja pista de Douai… —Michael se metió las manos en los bolsillos para mantenerlas quietas y apartó de su mente el recuerdo de Andrew para estudiar, en cambio, los aspectos técnicos—. Esos nuevos emplazamientos de artillería han de haberse instalado para custodiar la Jagdstaffel de Von Richthofen.

—Michael, quedas al mando del escuadrón… cuanto menos por el momento, hasta que la división te confirme o designe a otro comandante.

Michael giró en redondo, siempre con las manos en los bolsillos, y asintió con la cabeza, pues aún no confiaba en su voz.

—Tendrás que elaborar otra lista de servicio —lo instó el ayudante, con suavidad.

El piloto sacudió levemente la cabeza, como si quisiera despejarse.

—Con ese circo allá afuera —dijo— no se puede salir sino con el escuadrón completo. Eso significa que no podemos mantener una cobertura constante sobre el sector asignado durante todas las horas diurnas.

El ayudante se mostró de acuerdo. Obviamente, enviar vuelos solitarios era un suicidio.

—¿Con qué fuerza operacional contamos? —preguntó Michael.

—Por el momento, con ocho. Cuatro de los aparatos están muy averiados. Si seguimos así, temo que abril va a ser un mes sangriento.

—De acuerdo. —Michael asintió—. Sacaremos a relucir la lista de servicio vieja. Hoy sólo podremos hacer dos salidas más, con los ocho aviones. Al mediodía y al atardecer. Que los nuevos pilotos participen lo menos posible.

El ayudante estaba tomando notas. En tanto Michael se concentraba en las nuevas funciones, sus manos dejaron de temblar y el color cadavérico de su cara mejoró un poco.

—Telefonea a la división y adviérteles que no podremos cubrir el sector adecuadamente. Pregunta cuándo podemos recibir refuerzos. Dile que un número calculado de seis baterías nuevas han sido instaladas en… —Michael leyó las referencias anotadas en su libreta—. Diles también que he notado una modificación en el diseño de los Albatros de ese grupo. —Explicó el cambio del radiador—. Según mis cálculos, diles, los boches tienen sesenta de esos nuevos Albatros en la Jagdstaffel de Von Richthofen. Cuando hayas hecho todo eso, me llamas para que elaboremos otra lista de servicio, pero avisa a los muchachos que habrá una salida de todo el escuadrón al mediodía. Ahora necesito afeitarme y darme un baño.

Misericordiosamente, el resto del día no tuvo tiempo de pensar en la muerte de Andrew. Encabezó ambas salidas con el diezmado escuadrón y, aunque a todos les alteraba los nervios saber que el circo alemán estaba en el sector, las patrullas se cumplieron sin problemas. No vieron un solo aparato enemigo.

Cuando aterrizaron por última vez, al oscurecer, Michael llevó una botella de ron a Mac y su equipo de mecánicos, que estaban trabajando a la luz de las lámparas para arreglar los “SE 5 a”; pasó una hora con ellos, alentándolos, pues todos estaban preocupados y deprimidos por las pérdidas de la jornada; sobre todo los alteraba la muerte de Andrew, a quien todos adoraban como a un héroe.

—Era de los buenos. —Mac, untado de grasa negra hasta los codos, levantó una mirada del motor en el que trabajaba y aceptó la jarrita de ron que Michael le estaba ofreciendo—. Era de los mejores, el mayor. —Hablaba en nombre de todos—. No todos los días se encuentra alguien como él, no.

Michael volvió caminando por la huerta, sin dejar de observar el cielo por entre los árboles. Se veían las estrellas. El día siguiente sería apto para volar… y tenía un miedo mortal.

—Lo he perdido —susurró—. He perdido el coraje. Soy un cobarde, y mi cobardía ha matado a Andrew.

Esa idea había estado todo el día en el fondo de su mente, pero hasta ese momento había logrado contenerla. Al enfrentarla directamente, era como un cazador que siguiera al leopardo herido hasta su cubículo. Sabía que estaba allí, pero su aparición, al verlo cara a cara, le hacía agua el vientre a cualquiera.

—Un cobarde —dijo en voz alta, fustigándose con la palabra.

Y recordó la sonrisa de Andrew, su gorra escocesa, audazmente inclinada en el cráneo. “¿Qué hay, muchacho?” Casi podía oír la voz de Andrew. Y de nuevo lo vio caer por el cielo, con la bufanda verde en llamas alrededor del cuello, y sus manos volvieron a temblar.

—Un cobarde —repitió.

El dolor era demasiado para soportarlo a solas. Corrió al comedor, cegado por los remordimientos a tal punto que tropezó varias veces.

El ayudante y los otros pilotos lo estaban esperando; algunos todavía llevaban puestas las ropas de vuelo. Era deber de los oficiales principales iniciar el velatorio, según el rito del escuadrón. En una mesa, en el centro del comedor, se veían siete botellas de whisky “Johnny Walker” etiqueta negra, una por cada uno de los pilotos ausentes.

Cuando Michael entró en el cuarto, todo el mundo se puso de pie, no por él, sino como última muestra de respeto hacia los ausentes.

—Muy bien, caballeros —dijo Michael—. Pongámoslos en camino.

El oficial de menor antigüedad, ya informado por los otros sobre sus deberes, abrió una botella de whisky. Las etiquetas negras daban el correcto toque fúnebre. Se acercó a Michael y le llenó el vaso; luego pasó a los otros, por orden de antigüedad. Todos levantaron los vasos desbordantes y esperaron, mientras el ayudante, con la pipa aún entre los dientes, se sentaba ante el vetusto piano del rincón para aporrearlo con el primer acorde de la Marcha fúnebre de Chopin. Los oficiales del escuadrón número 21, en posición de firmes, marcaron el ritmo con los vasos sobre las mesas y la barra; uno o dos tarareaban en voz baja.

Sobre la barra habían sido dispuestas las pertenencias personales de los pilotos fallecidos. Después de la cena se subastarían, y los pilotos del escuadrón pagarían precios extravagantes para que se pudieran enviar unas cuantas guineas a la nueva viuda o a la madre desconsolada. Allí estaban los palos de golf de Andrew, que Michael nunca le había visto usar, y la caña de pescar “Hardy”. El dolor volvió, renovado y potente, obligándolo a golpear el vaso contra el mostrador, con tanta fuerza que volcó un poco de whisky; los vapores le escocieron en los ojos. Se los limpió con la manga.

El ayudante tocó el último compás y se levantó, con el vaso en la mano. Nadie dijo una palabra, pero cada uno levantó su copa, sumido, por un segundo, en sus propios pensamientos. Luego bebieron. De inmediato, el oficial más joven volvió a llenarlos; había que vaciar las siete botellas: era parte de la tradición. Michael no cenó, pero siguió de pie ante la barra, ayudando a consumir las siete botellas. Y todavía estaba sobrio; el licor parecía no causarle efecto alguno.

“Parece que al fin me he convertido en un alcohólico —pensó—. Andrew siempre decía que yo tenía grandes condiciones para eso.” Y el alcohol ni siquiera amortiguó el dolor infligido por el nombre del escocés.

Ofreció cinco guineas por cada uno de los palos de golf y por la caña de pescar “Hardy”. Por entonces las siete botellas estaban vacías. Pidió una más para él solo y se retiró a su tienda, para sentarse en el colchón, con la caña en el regazo. Andrew se había jactado de haber pescado un salmón de veinticinco kilos con ese palo, mereciendo de Michael el epíteto de mentiroso. “Oh, tú, el de poca fe”, lo había reprendido Andrew, tristemente.

—Y te creí desde el primer momento.

Michael acarició la vieja caña y bebió directamente de la botella. Un ratito después se asomó Biggs.

—Felicidades por su victoria, señor.

Otros tres pilotos habían confirmado la destrucción del Albatros rosado por parte de Michael.

—Biggs, ¿me harías un favor?

—Por supuesto, señor.

—Vete a joder a otra parte. Sé bueno.

Quedaban tres cuartos de la botella de whisky cuando Michael, todavía con la ropa de vuelo puesta, salió en busca de la motocicleta de Andrew. El trayecto y el aire frío de la noche le despejaron la cabeza, pero quedó frágil y quebradizo como vidrio antiguo. Estacionó la motocicleta detrás del granero y fue a esperar entre los fardos de paja.

Pasaron lentamente las horas, marcadas por el reloj de la iglesia; con cada una, su necesidad de Centaine crecía hasta hacerse casi demasiado intensa, insoportable. Cada media hora iba hasta la puerta del granero y observaba el camino oscuro, luego volvía a la botella y al nido de mantas.

Sorbía el whisky y, en su cabeza, aquellos pocos segundos de batalla en los que Andrew había hallado la muerte se repetían una y otra vez, como un disco rayado. Trató de borrar las imágenes, pero no pudo. Estaba obligado a revivir, una y otra vez, la última agonía de Andrew.

—¿Dónde estás, Centaine? ¡Te necesito tanto ahora!

Se moría por ella, pero la muchacha no vino, y él vio, una vez más, el Albatros celeste, con las alas a cuadros blancos y negros, que se ladeaba bruscamente para ocupar la línea mortífera tras el avión verde. Y una vez más vio la cara pálida de Andrew, al ver por encima del hombro que las “Spandau” abrían fuego. Se cubrió los ojos, apretando los dedos contra las cuencas hasta que el dolor borró las imágenes.

—Centaine —susurró—, por favor, ven a mí.

El reloj de la iglesia dio las tres; la botella de whisky estaba vacía.

—No va a venir.

Tuvo que reconocerlo, por fin. Al avanzar hacia la puerta, tambaleante, para levantar la mirada hacia el cielo nocturno, comprendió qué debía hacer para expiar su culpa, su dolor y su vergüenza.

El diezmado escuadrón despegó a la media luz gris para efectuar la patrulla del amanecer. Hank Johnson era ahora el segundo en la línea de mando.

Michael giró levemente en cuanto estuvieron por encima de los árboles y se dirigió hacia la colina, detrás del castillo. Algo le decía que Centaine no estaría allí esa mañana, pero se levantó las gafas para buscarla.

La colina estaba desierta. Ni siquiera miró hacia atrás.

“Hoy es el día de mi boda —pensó, inspeccionando el cielo por sobre los barrancos—, y mi padrino ha muerto, y mi novia…”

No concluyó el pensamiento.

Las nubes habían vuelto a acumularse durante la noche. Había un techo sólido a tres mil seiscientos metros, oscuro y adusto, que se extendía sin grietas hasta el horizonte, por doquier. Por debajo estaba despejado hasta los mil quinientos metros; allí, una nube gris formaba una capa desigual entre los ciento cincuenta y los trescientos metros.

Michael guió al escuadrón por uno de los agujeros de esa capa intermitente, y niveló el aparato justo por debajo del banco superior. Hacia abajo, el cielo estaba desierto. Para cualquier novato habría parecido imposible que dos grandes formaciones de aeroplanos pudieran patrullar la misma zona, cada una en busca de la otra, sin establecer contacto. Sin embargo, el cielo era tan hondo y ancho que las posibilidades estaban en contra de cualquier encuentro, a menos que uno supiera, exactamente, dónde estaría el otro en un momento dado.

Mientras recorría el cielo con los ojos, Michael introdujo la mano libre en el bolsillo de su abrigo, para asegurarse de que el paquete preparado antes del despegue estuviera aún allí.

“Dios, qué bien me vendría un trago”, pensó. Tenía la boca reseca y un dolor sordo en el cráneo. Le ardían los ojos, pero aún tenía la vista muy clara. Se humedeció con la lengua los labios resecos.

“Andrew solía decir que sólo un ebrio consuetudinario podía beber estando con resaca. Ojalá hubiera tenido el coraje y el sentido común de traer una botella.”

Por los agujeros de la nube que tenía debajo mantenía una vigilancia constante de la posición de su escuadrón. Conocía cada centímetro de la zona asignada, tal como un granjero conoce sus tierras.

Llegaron al límite exterior y Michael efectuó el giro, seguido por los otros aviones. Consultó su reloj. Once minutos después, distinguió la curva del río y un grupo de hayas, de forma peculiar, que le marcó la posición exacta.

Entonces soltó un poco el cebador y su máquina amarilla perdió algunos metros, hasta quedar junto al ala de Hank Johnson. Miró al texano e hizo una señal afirmativa. Había contado sus intenciones a Hank antes de la partida, rechazando sus intentos de disuadirlo. Desde el otro lado del vacío, Hank frunció la boca como quien chupa un limón verde y levantó una ceja, cansada de guerra, antes de hacer señas a Michael de que podía alejarse.

Michael retrocedió un poco más, descendiendo por debajo del escuadrón; Hank seguía guiándolos hacia el Este, pero el africano describió un fácil giro en dirección Norte y comenzó a descender.

A los pocos minutos, el escuadrón había desaparecido en el cielo ilimitado y él estaba solo. Descendió hasta llegar a la capa inferior de nubes fragmentadas y las utilizó como cubierta, hasta cruzar el frente de batalla, pocos kilómetros al sur de Douai; allí distinguió los nuevos emplazamientos de artillería alemana, en el borde de los bosques.

En su mapa tenía marcada la vieja pista aérea. Logró distinguirla desde una distancia de seis kilómetros, cuanto menos, pues las ruedas de los Albatros, al aterrizar y despegar, habían trazado huellas lodosas en la turba. Tres kilómetros más allá estaban los aviones alemanes, estacionados a lo largo del bosque. Entre los árboles se veían las tiendas y los cobertizos portátiles que albergaban a la tripulación alemana.

De pronto se oyó un zumbido y una explosión; el proyectil antiaéreo estalló por encima de él, algo hacia delante. Parecía un copo de algodón maduro, engañosamente bonito bajo la luz difusa de las nubes.

—Buenos días, Archie —lo saludó Michael, sombrío.

Había sido una ráfaga de artillería. Siguió inmediatamente el chasquido de toda una salva. En derredor, el aire se llenó de esquirlas de metralla.

Michael bajó la proa y acumuló velocidad; la aguja del tacómetro se inclinó hacia el sector rojo. Él buscó en su bolsillo el paquete de tela y se lo puso en el regazo.

La tierra y el bosque subieron velozmente hacia él, que arrastraba una larga cola de esquirlas de metralla. A sesenta metros de altura con respecto a las copas de los árboles, niveló el vuelo. La base aérea estaba directamente delante. Desde allí veía los biplanos multicolores en una larga hilera, con los hocicos de tiburón apuntados hacia arriba. Buscó la máquina celeste de alas a cuadros, pero no pudo distinguirla.

A lo largo del campo había agitación. Las tripulaciones de tierra, que esperaban un torrente de disparos provenientes de su “Vickers”, corrían hacia el bosque. En tanto, los pilotos que no habían salido intentaban ponerse las chaquetas de vuelo, mientras corrían hacia los aviones estacionados. Debían saber que era inútil tratar de interceptar al británico, pero de todos modos hacían el intento.

Michael buscó la manivela para disparar. Los aviones estaban formados en una línea pulcra, con los pilotos agrupados a poca distancia y corriendo. Sonrió sin humor y bajó la proa para tenerlos en la mirilla de la “Vickers”.

A treinta metros volvió a nivelar el vuelo y, dejando caer la mano de la manivela, cogió el paquete de tela que llevaba en el regazo. Al pasar por el centro de la línea alemana, se asomó desde la cabina y arrojó el paquete. La cinta que le había atado se desenrolló, llevada por el viento del aparato, y flotó hasta el borde del campo.

En tanto Michael abría el acelerador para ascender otra vez hacia las nubes, miró por el espejo retrovisor. Uno de los pilotos alemanes se había inclinado hacia el paquete. Entonces, el “SE 5 a” dio un brinco y se meció, pues uno de los cañones antiaéreos había hecho fuego otra vez; un proyectil acababa de estallar debajo de él. Pocos segundos después estaba en su refugio de nubes, con las armas frías e intactas y unos pocos desgarrones en la panza y la parte inferior de las alas.

Giró en dirección a Mort Homme. Durante el vuelo pensó en el paquete que acababa de arrojar.

La noche anterior había hecho una larga cinta con una camisa vieja, para que sirviera de marca, y había atado en el extremo un puñado de cartuchos. En el otro extremo de la cinta había cosido su mensaje, escrito a mano.

En un primer momento había pensado redactar el mensaje en alemán, pero no lo dominaba. Casi con certeza, en la Jagdstaffel de Von Richthofen habría algún oficial que pudiera traducir lo escrito en inglés:

Al piloto alemán del Albatros azul, con alas a cuadros blancos y negros.

Señor:

El piloto británico, indefenso y desarmado, a quien usted asesinó ayer, era amigo mío.

Entre las 16.00 y las 16.30 de hoy estaré patrullando la zona sobre las aldeas de Cantin y Aubigny-au-Bac, a una altitud de dos mil cuatrocientos metros.

Iré pilotando un avión “SE 5 a” pintado de amarillo.

Espero encontrarlo.

El resto del escuadrón ya había aterrizado cuando Michael volvió a la base.

—Mac, parece que he recibido algunas esquirlas de metralla. —Ya me he dado cuenta, señor. No se preocupe. Lo arreglo en un instante.

—No he disparado las armas, pero vuelve a revisar las mirillas, ¿quieres?

—¿Para cincuenta metros? —preguntó Mac, sabiendo que él prefería ese alcance para la “Lewis” y la “Vickers”.

—Que sea para treinta, Mac.

—Piensa trabajar desde cerca, señor. —El mecánico silbó por lo bajo.

—Eso espero, Mac. A propósito: está un poco pesado por la cola. Prepáralo para que vuele sin poner las manos en los controles.

—Yo mismo me voy a encargar —prometió el otro.

—Gracias, Mac.

—Déles una buena a esos hijos de puta, por cuenta del señor Andrew, señor.

El ayudante lo estaba esperando.

—Tenemos otra vez todos los aparatos en condiciones de operar, Michael. Son doce en la lista de servicio.

—Está bien. Hank se encargará de la patrulla de mediodía. Yo volaré solo a las 15.39.

—¿Solo? —El ayudante, sorprendido, se quitó la pipa de la boca.

—Solo —confirmó Michael—. Después habrá otra salida de todo el escuadrón al oscurecer, como de costumbre.

El ayudante tomó nota.

—A propósito, hay mensaje del general Courtney. Hará lo posible por asistir a la ceremonia, esta noche. Está casi seguro de poder.

Michael sonrió por primera vez en todo el día. Deseaba mucho que Sean Courtney presenciara su boda.

—Espero que tú también puedas ir, Bob.

—Por supuesto. Todo el escuadrón va a estar ahí. No vemos la hora.

Michael se moría por una copa. Echó a andar hacia el comedor.

“Cielos, son sólo las ocho de la mañana”, pensó. Y se detuvo. Se sentía reseco; el whisky pondría calor en su cuerpo. Sintió que le temblaban las manos de tan intensa necesidad de alcohol. Hizo falta toda su fuerza de voluntad para volverle la espalda al comedor y encaminarse hacia su tienda. Entonces recordó que la noche anterior no había dormido.

Biggs estaba sentado en un cajón, junto a la tienda, lustrándose las botas. Pero se levantó de un salto y se puso firme, con el rostro inexpresivo.

—¡Basta ya de eso! —exclamó Michael, sonriendo—. Discúlpame por lo de anoche, Biggs. Estuve muy grosero. No era mi intención.

—Lo sé, señor. —Biggs se distendió—. Yo sentía lo mismo por lo del mayor.

—Biggs, despiértame a las tres. Quiero recuperar un poco de sueño.

No fue Biggs quien lo despertó, sino los gritos de la tripulación de tierra, el ruido de hombres que corrían, el tono intenso de los cañones antiaéreos en el borde de la huerta y el rugido de un motor aéreo “Mercedes”, allá arriba.

Michael salió a tropezones de la tienda, con el pelo revuelto y los ojos inyectados en sangre, aún medio dormido.

—¿Qué diablos está pasando, Biggs?

—Un huno, señor. El descarado se nos vino encima.

—Ha vuelto a irse. —Otros pilotos y tripulantes de tierra estaban gritando entre los árboles, en tanto corrían hacia el borde de la pista.

—Ni siquiera ha disparado un tiro.

—¿Lo han visto?

—Un Albatros, azul, con alas blancas y negras. El demonio ha estado a punto de arrancar el techo del comedor.

—Ha dejado caer algo. Bob lo ha cogido.

Michael volvió a entrar en la tienda para ponerse la chaqueta y un par de zapatillas. Cuando salió, dos o tres de los aviones se habían puesto en marcha. Algunos de sus pilotos salían en persecución del intruso alemán.

—¡Impide que esos hombres salgan! —chilló Michael.

Antes de llegar a la oficina del ayudante, los aparatos volvieron a apagarse, en respuesta a su orden.

Ante la puerta había una pequeña multitud de pilotos curiosos. Michael se abrió paso entre ellos en el momento en que el ayudante desataba el cordón que cerraba la boca de una bolsa de lona: la que el aparato alemán había dejado caer. El coro de preguntas y comentarios se interrumpió a medida que veían el contenido de la bolsa. El ayudante deslizó suavemente entre los dedos la banda de seda verde; tenía agujeros negros de quemadura y manchas negras de sangre seca.

—La bufanda de Andrew —dijo, sin necesidad—, y su petaca de plata.

La plata estaba muy abollada, pero la tapa seguía reluciente, amarilla y dorada, al girar entre sus manos. El contenido barboteó suavemente. La dejó a un costado y fue sacando, uno a uno, los otros artículos de la bolsa: las medallas de Andrew, la boquilla de ámbar, un portamonedas a resorte que aún contenía tres soberanos, la billetera. De la billetera, al invertirla, cayó una fotografía que mostraba a los padres de Andrew en los terrenos del castillo.

—¿Qué es esto? —El ayudante sacó un sobre de papel grueso y lustroso, sellado con lacre. Leyó el frente del sobre—. Está dirigido al piloto del “SE 5 a” amarillo. —Miró a Michael, sobresaltado—. Ese eres tú, Michael. ¿Cómo diablos…?

El joven cogió el sobre de sus manos y rompió el sello con la uña del pulgar. Dentro había una sola hoja, de la misma excelente calidad. La carta estaba escrita a mano, con escritura evidentemente alemana, pues las mayúsculas tenían forma gótica, pero el texto decía, en perfecto inglés:

Señor:

Su amigo, lord Andrew Killigerran, ha sido sepultado esta mañana en el cementerio de la iglesia protestante de Douai. Esta Jagdstaffel le ha concedido plenos honores militares.

Tengo el honor de informarle, y al mismo tiempo de advertirle, que ninguna muerte es asesinato en tiempo de guerra. El objeto de la guerra es la destrucción del enemigo por todos los medios posibles.

Espero con ansia el momento de encontrarme con usted.

OTTO VON GREIM

Jasta 11, cerca de Douai