Michael despertó ante la insensata furia de los cañones.
Era un rito obsceno, celebrado en la oscuridad antes de cada amanecer, en el cual las grandes baterías de Artillería, a ambos lados de los barrancos, ejecutaban su salvaje sacrificio a los dioses de la guerra.
Michael permaneció tendido en la oscuridad, bajo el peso de las seis mantas de lana, contemplando el centelleo de los disparos a través de la lona, como una horrible aurora boreal. Las mantas estaban frías y húmedas como la piel de un muerto; una leve lluvia tamborileaba sobre la tienda, por encima de su cabeza. El frío se hacía sentir a pesar de los cobertores, y sin embargo él tenía un destello de esperanza. Con ese tiempo no podían volar.
Las falsas esperanzas se diluyeron rápidamente, pues cuando volvió a prestar atención a los cañones, esa vez con más concentración, pudo apreciar la dirección del viento por el ruido de las descargas. Había vuelto a ser del Sudeste, apagando la espantosa cacofonía; estremecido, tiró de las mantas hasta la barbilla. Como para confirmar sus apreciaciones, la leve brisa cesó de pronto. En el silencio se oía gotear a los árboles del manzanar. Y de repente se levantó una ráfaga; las ramas se sacudieron como un Spaniel al salir del agua, soltando una densa descarga de gotas sobre el techo de la tienda.
Decidió no estirar la mano hasta el reloj de oro dejado sobre el cajón invertido que servía como mesa de noche. Demasiado pronto llegaría la hora. Por lo tanto, se acurrucó entre las mantas húmedas, pensando en su miedo. Todos ellos tenían miedo, pero las rígidas condiciones bajo las cuales vivían, volaban y morían les prohibían hablar de ello, o hacer siquiera la referencia más indirecta.
Michael se preguntó si le hubiera servido de consuelo, la noche anterior, decía Andrew, mientras analizaba la misión de la mañana siguiente con la botella de whisky entre ambos: “Andrew, me muero de miedo por lo que vamos a hacer.”
Sonrió en la oscuridad, imaginando el azoramiento de Andrew; sin embargo, sabía que ambos compartían lo mismo. Estaba en sus ojos, en el modo en que se le contraía un nervio en la mejilla, obligándolo a tocarlo constantemente con la punta del dedo para inmovilizarlo. Todos los veteranos tenían sus pequeñas características: Andrew, el nervio de su mejilla y la boquilla vacía, que usaba como un bebé su chupete. Michael rechinaba los dientes al dormir, con tanta fuerza que se despertaba; se mordía la uña del pulgar izquierdo hasta la carne y, cada pocos minutos, soplaba sobre los dedos de la mano derecha, como si acabara de tocar una brasa.
El miedo los enloquecía un poco a todos, obligándolos a beber demasiado, lo suficiente para aniquilar los reflejos de un hombre normal. Pero ellos no eran hombres normales y el alcohol no parecía afectarlos; no les acortaba la vista ni hacía lentos sus pies en las barras del timón de cola. Los hombres normales morían en las tres primeras semanas; caían en llamas, como los abetos en un incendio forestal, o se estrellaban en la tierra arada por las bombas, con una fuerza que hacía añicos sus huesos.
Andrew había sobrevivido catorce meses; Michael, once: muchas veces el período de vida que los dioses de la guerra habían asignado a quienes pilotaban esos frágiles artefactos de alambre, madera y lona. Por eso se retorcían con movimientos inquietos, parpadeaban a cada instante y bebían whisky con cualquier cosa, reían nerviosamente, para mover enseguida los pies, abochornados, y al amanecer permanecían tendidos en sus colchones, tiesos de espanto, esperando el ruido de pasos.
Michael oyó el ruido de pasos. Debía de ser más tarde de lo que había pensado. Biggs, ante la tienda, murmuró una maldición al pisar un charco; sus botas hicieron ruiditos obscenos en el lodo. Su lámpara relumbró a través de la lona, en tanto luchaba con la lona de la tienda antes de entrar, inclinado.
—Muy buenos días, señor. —Su tono era alegre, pero lo mantenía bajo, por gentileza para con los oficiales de las tiendas vecinas que no volaban esa mañana—. El viento ha virado al Sur-Sudeste, señor, y está despejando que es una belleza. Sobre Cambrai asoman las estrellas.
Biggs dejó la bandeja sobre el cajón invertido y se dedicó a recoger la ropa que Michael había dejado sobre los tablones del piso, la noche anterior.
—¿Qué hora es? —Michael se sometió a la pantomima de despertar de un sueño profundo, estirándose, bostezando, para que Biggs no sospechara la hora de terror, para que la leyenda no sufriera mella.
—Las cinco y media, señor. —Biggs terminó de doblar las ropas y se acercó para entregarle el tazón de cacao—. Y lord Killigerran ya está levantado y en el comedor.
—Ese maldito es de hierro —se quejó Michael, mientras Biggs recogía la botella de whisky vacía, dejada junto al colchón, para ponerla en la bandeja.
Michael bebió el cacao, en tanto el otro preparaba espuma en el jarrito de afeitar; luego le acercó el espejo de acero pulido y la lámpara, para que el piloto se afeitara con la navaja, sentado en su colchón, con las mantas sobre los hombros.
—¿Cómo andan las apuestas? —preguntó Michael, con voz nasal, mientras se levantaba la punta de la nariz para afeitarse sobre el labio superior.
—Ofrecen tres a uno a que usted y el mayor vuelven sin la cuenta del carnicero.
Michael limpió la navaja, en tanto estudiaba las posibilidades. El sargento que manejaba las apuestas había habilitado una cabina en el hipódromo antes de la guerra. Y él decidía que aún había una posibilidad entre tres de que Andrew o Michael, o ambos, murieran antes del mediodía; “sin la cuenta del carnicero” significaba “sin bajas”.
—Poco razonable, ¿no te parece, Biggs? —comentó. Mira que ambos… qué embromar…
—Aposté cinco por usted, señor —murmuró el otro.
—Bien por ti, Biggs. Por nosotros cinco en mi nombre.
Y señaló la caja de soberanos que tenía junto al reloj. Biggs sacó cinco monedas de oro y se las metió en el bolsillo. Michael siempre apostaba por sí mismo. Era cosa segura: si perdía la apuesta, no dolería mucho pagarla, de todos modos.
Biggs calentó los pantalones de Michael sobre el tubo de la lámpara y se los tendió, mientras él salía de entre las mantas para ponérselos. Metió la camisa dentro de los pantalones, en tanto Biggs realizaba el complicado procedimiento de vestir al piloto contra el frío mortal de un vuelo a cabina abierta. Seguía un chaleco de seda sobre la camisa, dos gruesos suéteres de pescador, una chaqueta de cuero y, finalmente, un abrigo de oficial, con los faldones cortados para que no se enredaran con los mandos del aeroplano.
Para entonces, Michael estaba tan acolchado que no podía agacharse para calzarse. Biggs se arrodilló frente a él y le puso calcetines de seda; luego, dos pares de medias de lana y, finalmente, las botas altas de piel de kudu, que el piloto se hacía fabricar en África. Las suelas blandas le permitían sentir las barras del timón de cola. Cuando se levantó, su cuerpo delgado y musculoso parecía informe bajo la ropa; los brazos le sobresalían como alas de pingüino. Biggs le sostuvo la lona de la tienda y le alumbró el camino a lo largo del entablado que cruzaba la huerta, hacia el comedor.
Al pasar frente a otras tiendas oscuras, cobijadas en el manzanar, Michael oyó pequeñas toses y movimientos leves. Todos estaban despiertos, escuchando sus pasos, temiendo por él; tal vez algunos disfrutaban el alivio de no ser ellos quienes saldrían a pelear contra los globos, esa mañana.
Michael se detuvo un momento, al salir de la huerta, y levantó la mirada al cielo. Las nubes oscuras retrocedían hacia el Norte y las estrellas comenzaban a asomar, pero ya pálidas por la amenaza de la aurora. Esas estrellas eran aún desconocidas para Michael; aunque podía reconocer sus constelaciones, no eran como sus amadas estrellas del Sur: la Cruz del Sur, Achernar, Argos y las otras. Por eso bajó la mirada y siguió marchando tras Biggs y la lámpara bamboleante.
El comedor del escuadrón era una ruinosa choza de trabajadores, requisada y vuelta a pintar, donde el raído empajado había sido cubierto con tela alquitranada, a fin de hacer el interior caliente y cómodo.
Biggs se hizo a un lado en cuanto llegaron a la puerta.
—Cuando vuelva, señor, le tendré listos sus quince de ganancia —murmuró.
Nunca le deseaba suerte, pues eso atraía la peor de las fortunas.
En el hogar había un fuego de leña. El mayor lord Andrew Killigerran estaba sentado, con los pies, calzados con botas, cruzados ante el fuego.
—Porridge, muchacho —saludó a Michael, quitándose la boquilla de ámbar de entre los dientes blancos y regulares—, con manteca derretida y dorado jarabe. Arenques remojados en leche…
Michael se estremeció.
—Comeré cuando vuelva.
Su estómago, hecho ya un nudo por la tensión, se estremeció ante el fuerte olor del arenque. Con la cooperación de un tío que formaba parte del personal encargado de los transportes urgentes, Andrew mantenía al escuadrón provisto de los mejores alimentos que se producían en las propiedades de su familia, en las tierras altas de Escocia: carne escocesa, urogallos, salmón y venado cuando correspondía a la estación, huevos, quesos y jamones, frutas en conserva y un raro y único whisky de malta, de nombre impronunciable, proveniente de la destilería de la familia.
—Café para el capitán Courtney —pidió Andrew al cabo que atendía el comedor.
En cuanto llegó el café, metió la mano en el profundo bolsillo de su chaqueta de piloto y sacó una petaca de plata, de la que echó una generosa medida en el tazón humeante.
Michael retuvo en la boca el primer sorbo, haciéndolo girar, dejando que el fragante licor le escociera la lengua. Luego lo tragó. El calor le golpeó en el estómago vacío, y casi de inmediato sintió la carga del alcohol por la corriente sanguínea.
Sonrió a Andrew por encima de la mesa.
—Mágico —susurró, con voz ronca, mientras se soplaba la punta de los dedos.
—El agua de la vida, muchacho.
Michael amaba a ese hombrecito pulcro como no había amado a otro hombre en su vida; más que a su propio padre, más que a su tío Sean, que había sido antes el pilar de su existencia.
No fue así desde un principio. A primera vista, Andrew le había resultado sospechoso, con su postura extravagante, casi afeminada, las pestañas largas y curvas, los labios suaves y plenos, el cuerpo pequeño y limpio, las manos y los pies elegante y el porte altanero.
Un atardecer, poco después de su llegada al escuadrón, Michael se dedicó a enseñar a los recién incorporados el juego de Bok-Bok. Bajo su dirección, un equipo formó una pirámide humana contra una pared del comedor, mientras el otro equipo intentaba derribarla lanzándose a toda carrera contra la estructura. Andrew esperó a que el juego terminara, en un ruidoso caos, y luego llevó a Michael aparte para decirle: Sabemos que usted viene del lado sur del Ecuador, y tratamos de ser benignos con ustedes, los de las colonias. Pero…
Desde entonces, la relación entre ambos fue fría y distante, en tanto se observaban disparar y volar.
Siendo niño, Andrew aprendió a calcular el desvío del urogallo, que se lanzaba a favor del viento a pocos centímetros del brezal. Michael adquirió la misma habilidad al disparar contra la agachadiza etíope, que picaba en rápidos aleteos desde el cielo africano. Ambos habían podido adaptar esa destreza al problema de disparar con una ametralladora “Vickers” desde la inestable plataforma de un Sopwith Pup que volaba en las tres dimensiones del espacio.
Y se observaban mutuamente. Volar era un don. Los que no lo poseían, morían en las tres primeras semanas; los que sí, duraban un poquito más. Al cabo de un mes, Michael seguía con vida. Entonces Andrew le dirigió la palabra por primera vez desde el juego de Bok-Bok.
—Courtney, hoy volará junto a mí —fue todo lo que dijo.
Iba a ser un vuelo de rutina, línea abajo, para “iniciar” a dos muchachos nuevos que se habían unido al escuadrón el día anterior, recién llegados de Inglaterra, con un total de catorce horas de vuelo como experiencia conjunta. Andrew los llamaba “pasto de los Fokker”; ambos tenían dieciocho años, rostros rosados y ojos ansiosos.
—¿Aprendieron acrobacia aérea? —les preguntó Andrew.
—Sí, señor. —Respondieron al unísono—. Ambos hemos hecho el bucle múltiple.
—¿Cuántas veces?
Avergonzados, bajaron la mirada brillante.
—Una —admitieron.
—¡Dios! —murmuró Andrew, mientras chupaba con fiereza su boquilla.
—¿Pérdidas?
Ambos pusieron cara de desconcierto. Andrew se agarró la cabeza, con un gruñido.
—Pérdidas —intervino Michael, con voz amable—. Ya saben, cuando uno baja la velocidad de vuelo y el aparato cae bruscamente.
Los dos sacudieron la cabeza y volvieron a contestar, siempre al unísono:
—No, señor; no nos enseñaron eso.
—Ustedes van a hacer las delicias de los alemanes —murmuró Andrew. Luego prosiguió, enérgicamente—: Número uno: olvídense de todo lo de la acrobacia aérea, los bucles y toda esa basura; de lo contrario, cuando estén allá arriba, cabeza abajo, los alemanes les van a sacar el ano por la nariz. ¿Entendido?
Los muchachos asintieron vigorosamente.
—Número dos: síganme, hagan lo que yo haga, fíjense en las señales que les haga con las manos y obedezcan al instante. ¿Entendido? —Andrew se puso la gorra escocesa en la cabeza y la sujetó con una bufanda verde, que era como su marca distintiva—. Vamos, chicos.
Con los dos novatos entre ellos, volaron sobre Arras, a tres mil metros de altitud; los motores “Le Rhóne” de los Sopwith Pups aullaban con los ochenta caballos de fuerza, príncipes del firmamento, en las máquinas voladoras más perfectas que el hombre hubiera inventado para la guerra, las que habían derribado del cielo a Max Immelmann y a sus jactanciosos Fokker Eindekkers.
Era un día glorioso; apenas había unos ligeros cúmulos demasiado altos para ocultar un Jagdstaffel; el aire era tan límpida y luminoso que Michael detectó el viejo biplano Rumpler para reconocimiento desde una distancia de quince kilómetros. Estaba describiendo círculos a baja altura, sobre las líneas francesas, dirigiendo el fuego de las baterías alemanas hacia las zonas de la retaguardia.
Andrew distinguió al Rumpler un momento después que él, y efectuó una lacónica señal con la mano. Iba a dejar que los muchachos nuevos le dispararan. Michael no sabía de otro comandante de escuadrón capaz de negarse una victoria fácil, que lo pondría en la buena ruta al ascenso y a la codiciada condecoración. De todos modos, asintió para mostrar su acuerdo y entre ambos condujeron a los jóvenes pilotos hacia abajo, señalándoles con paciencia el lento biplaza alemán. Pero ninguno de ellos, dada la falta de adiestramiento visual, pudo distinguirlo. No hacían sino echar miradas de desconcierto a los dos veteranos.
Los alemanes estaban tan concentrados en los estallidos de abajo que no repararon en la mortífera formación, que se cerraba velozmente desde lo alto. De pronto, el novato más próximo a Michael sonrió, lleno de alivio y deleite, señalando hacia delante. Por fin había visto al Rumpler.
Andrew alzó el puño por sobre la cabeza, con la antigua orden de Caballería que significaba: “¡A la carga!”, y el joven apuntó la nariz hacia abajo, sin cerrar el cebador. El Sopwith entró en una aullante picada, tan abrupta que Michael hizo una mueca de horror al ver el modo en que se curvaban hacia atrás las alas dobles, bajo la tensión, arrugando la tela en el nacimiento de las alas. El segundo novato lo siguió con la misma precipitación. Michael los comparó con dos cachorros de león, que había visto cierta vez tratando de derribar una vieja cebra macho cubierta de heridas; ambos habían caído dando tumbos, en cómica confusión, al esquivarlos la cebra, desdeñosa.
Ambos pilotos novatos abrieron fuego a una distancia de mil metros, y el piloto alemán levantó la mirada ante esa oportuna advertencia; luego, calculando su impulso, descendió finamente bajo las narices de los aviones, obligándolos a un torpe vuelo que los llevó, aun disparando locamente, setecientos metros más allá de su víctima. Michael les vio girar desesperadamente la cabeza, en las cabinas abiertas, tratando de hallar al Rumpler.
Andrew meneó tristemente la cabeza y condujo a Michael hacia abajo. Descendieron limpiamente bajo la cola del Rumpler. El piloto alemán se ladeó agudamente a babor, en un giro ascendente, para dar a su artillero posterior la oportunidad de dispararles. Andrew y Michael, a la vez, viraron en dirección opuesta para frustrarlo y, en cuanto el enemigo dio por fallada su maniobra y corrigió su desvío, condujeron a los Sopwith de modo que cruzaran bruscamente tras su popa.
Andrew era quien guiaba. Disparó una ráfaga breve con las “Vickers”, a treinta metros y el artillero alemán alzó los brazos, dejando que la ametralladora “Spandau” girara sin sentido en su montaje, en tanto las balas calibre 303 lo hacían pedazos. El piloto trató de lanzarse en picado; el Sopwith de Andrew estuvo a punto de chocar con su ala superior, al pasar por encima.
Entonces intervino Michael. Juzgando el desvío del Rumpler, tocó la barra del timón de babor, de modo tal que su máquina virara apenas, justo como si estuviera haciendo girar una ametralladora; ensartó el índice de la mano derecha bajo el seguro de la “Vickers” y disparó una ráfaga de un solo segundo: quince balas de calibre 303. La tela del fuselaje del Rumpler se desgarró en harapos, justo bajo el aro de la cabina en la línea en que debía estar el torso del piloto.
El alemán había girado el cuerpo para mirar a Michael, desde una distancia que apenas llegaba a quince metros. Michael pudo verle los ojos, tras los cristales de las gafas; eran de un azul asustado; parecía no haberse afeitado esa mañana, pues tenía el mentón cubierto de barba dorada. Abrió la boca ante el impacto de los disparos; la sangre de los pulmones destrozados escapó de entre sus labios, convirtiéndose en humo rosado tras la corriente del Rumpler. Un momento después, Michael había pasado y seguía ascendiendo. El Rumpler cayó hacia tierra con los muertos prendidos de sus correas. Golpeó en el centro de un campo abierto y se derrumbó en un patético bulto de tela y tensores destrozados.
Mientras Michael ponía su Sopwith nuevamente en posición con el ala de Andrew, éste le echó una mirada, hizo un gesto desenvuelto y le hizo señas de que lo ayudara a recoger a los dos novatos, quienes aún seguían buscando al Rumpler desaparecido, en círculos frenéticos. Eso les llevó más tiempo del que calcularon; cuando los tuvieron a salvo bajo su protección, todo el grupo se hallaba más hacia el Oeste de lo que Andrew y Michael habían volado anteriormente. En el horizonte se veía la serpiente gorda y brillante del río Somme, zigzagueando por el verde litoral, en su descenso hacia el mar.
Se apartaron de él para encaminarse hacia Arras, en dirección Este, ascendieron a ritmo regular para reducir las posibilidades de que algún Fokker Jagdstaffel los atacara desde atrás.
A medida que ganaban altura, el vasto panorama de la Francia septentrional y la Bélgica meridional se iba abriendo por debajo; los sembrados eran un acolchado de parches, en diez tonos distintos de verde, intercalados por el pardo oscuro de la tierra arada. Los frentes de batalla eran difíciles de distinguir, desde tan arriba, la estrecha cinta de suelo bombardeado parecía insignificante; la angustia, el barro y la muerte, allá abajo, eran ilusorios.
Los dos pilotos veteranos no dejaban, ni por un instante, de escrutar el cielo y el espacio circundante. La cabeza giraba en un ritmo fijo, sin permitir que los ojos descansaran nunca, sin dejarse hipnotizar un solo instante por la hélice que giraba ante ellos. En cambio, los dos novatos iban muy despreocupados y satisfechos de sí mismos. Cada vez que Michael miraba en esa dirección, ellos sonreían y saludaban alegremente. Al fin abandonó el intento de instalarlos a vigilar el cielo; no comprendían las señales.
Tomaron la horizontal a cuatro mil quinientos metros, el techo efectivo de los Sopwith; entonces pasó la sensación de intranquilidad que había perseguido a Michael hasta entonces, por volar a altitudes inferiores sobre territorios desconocidos: la ciudad de Arras estaba allá delante. Sabía que ningún Fokker podía estar acechando por encima de ellos, en ese bonito banco de cúmulos; esos aviones no podían volar tan alto.
Echó otra mirada a lo largo de las líneas. Apenas al sur de Mons había dos globos de observaciones alemanes; por debajo de ellos, una escuadrilla amiga de monoplazas “DH2” se encaminaban hacia Amiens, lo cual significaba que eran del Escuadrón Número 24.
En diez minutos más estarían aterrizan…
Michael no llegó a terminar el pensamiento. Súbita, milagrosamente, el cielo, en torno de ellos, se colmó de aeroplanos vistosamente coloreados y del sonido que emitían las ametralladoras “Spandau”.
A pesar de su total desconcierto, Michael reaccionó con lógica. En el momento en que imprimía al Sopwith un giro muy cerrado, un aparato con forma de tiburón, a cuadros rojos y negros, con una sonriente calavera blanca sobrepuesta a la cruz de Malta negra, pasó como un relámpago por delante del avión. Una centésima de segundo después sus “Spandaus” hubieran destrozado a Michael. El piloto comprendió que habían llegado desde lo alto; aunque fuera increíble, habían estado en el banco de nubes, por encima de los Sopwith.
Uno de ellos, pintado de rojo sangre, se instaló tras la cola de Andrew; sus “Spandaus” ya estaban destrozando el borde del ala inferior y giraban inexorablemente hacia el sitio que ocupaba Andrew, agazapado en la cabina abierta; su rostro era una burbuja blanca bajo la gorra escocesa y la bufanda verde. Instintivamente Michael se lanzó hacia él.
El alemán, para no arriesgar una colisión, se alejó en un giro.
—Ngi dla!
Michael lanzó el grito de guerra de los zulúes y se lanzó hacia la cola roja. De inmediato, incrédulo, lo vio alejarse antes de que él pudiera apuntar la “Vickers”. El Sopwith se estremeció brutalmente ante el impacto de un disparo. Un cable del armazón, sobre su cabeza, se cortó en un tañido como el de un arco al dispararse, recibiendo el ataque desde proa de otra de esas máquinas terribles.
Se apartó. Andrew iba por debajo de él, tratando de ascender para alejarse de otra máquina alemana que lo acosaba velozmente, acercándose al límite de la línea mortífera. Michael se lanzó de cabeza contra el alemán, y las alas negras y rojas pasaron muy cerca de él… pero de inmediato apareció otro alemán para remplazarlo y en esa ocasión Michael no pudo quitárselo de encima; la reluciente máquina era demasiado veloz, demasiado poderosa. Comprendió entonces que era hombre muerto.
De pronto cesó el fuego de “Spandau”. Andrew se lanzó en picado junto al ala de Michael, alejando de él al alemán. Desesperadamente, Michael siguió a su compañero. Ambos formaron el círculo defensivo, cada uno de ellos cubriendo el vientre y la cola del otro, mientras la nube de artefactos alemanes se agrupaba en derredor de ellos, en asesina frustración.
Sólo una parte de la mente de Michael registró el hecho de que los dos pilotos nuevos habían muerto en los primeros segundos del ataque. Uno de ellos iba en picado vertical a toda velocidad; las alas mutiladas del Sopwith se curvaban por la tensión; por fin se desgarraron por completo. El otro era una antorcha ardiente, que dejaba una gruesa humareda negra en el cielo, al caer.
Tan milagrosamente como habían aparecido, los alemanes se fueron: intactos e invulnerables, desaparecieron hacia atrás en sus propias líneas, dejando que la pareja de maltratados Sopwith renquearan hasta su sede.
Andrew aterrizó delante de Michael; ambos estacionaron, ala con ala, en los bordes de la huerta. Cada uno de ellos se descolgó del aparato y dio una vuelta en torno de su propia máquina, inspeccionando los daños. Sólo entonces se detuvieron uno frente al otro, con las caras pétreas de espanto.
Andrew metió la mano en el bolsillo y sacó la petaca de plata; después de destaparla, limpió la boca de la botella con un extremo de su bufanda verde y la entregó a Michael.
—Toma un trago, muchacho —dijo, cauteloso—. Creo que te lo has ganado. Sí, lo creo.
Así, el día en que la superioridad de los aliados fue barrida de los cielos sobre Francia, por obra de los Albatros con nariz de tiburón enviados por los Jadstaffels alemanes, ellos se convirtieron en camaradas por desesperación y necesidad. Volaban ala con ala, formando el círculo de mutua defensa siempre que los coloridos mensajeros de la muerte caían sobre ellos. Al principio se contentaban con defenderse, más tarde, juntos, probaron la capacidad de ese nuevo y mortífero enemigo, estudiando… por la noche los informes de inteligencia que les llegaban tardía mente.
Aprendieron así que el Albatros estaba impulsado por un motor “Mercedes” de ciento sesenta caballos de fuerza, dos veces más poderoso que el “Le Rhóne” del Sopwith, y que tenía ametralladoras gemelas de 7,92 milímetros, tipo “Spandau”, o con equipo de interrupción que disparaba hacia delante, por el arco de la hélice. El Sopwith contaba con una sola “Vickers 303”. Habían sido superados en potencia y en armamento. El Albatros pesaba trescientos cincuenta kilos más que el Pup y podía adquirir un tremendo peso de disparo antes de lanzarse en picado.
—Así que tendremos que descubrir el modo de engañarlos volando, amigo —comentó Andrew.
Y ambos salieron contra las macizas formaciones de fastas, para descubrir sus puntos débiles. Eran sólo dos. Los Sopwith tenían menos radio de giro, y el radiador del Albatros estaba situado en el ala superior, directamente sobre la cabina. Un disparo en el tanque soltaba un torrente de refrigerante hirviendo sobre el piloto, matándolo de un modo horrible.
Utilizando ese conocimiento consiguieron sus primeras víctimas y descubrieron que, al poner a prueba el Albatros, se habían puesto a prueba mutuamente, sin hallar fallos. La camaradería se convirtió en amistad, que profundizaron hasta convertir en un amor y respeto más grande que los existentes entre hermanos de sangre.
Por eso, en ese momento estaban tranquilamente sentados frente a frente, al amanecer, bebiendo café con whisky mientras esperaban la hora de salir a atacar a los globos, y buscar cada uno en el otro confianza y fortaleza.
—¿Lo echamos a suertes? —Michael rompió el silencio; era hora de partir.
Andrew lanzó un soberano al aire y lo plantó sobre la mesa, cubriéndolo con la mano.
—Cara —anunció Michael.
Andrew levantó la mano.
—¡Suerte perra! —gruñó, mientras ambos contemplaban el perfil serio y barbudo de Jorge V.
—Elijo el segundo puesto —dijo Michael. Andrew abrió la boca para protestar, pero Michael puso fin a la discusión antes de que comenzaran—. He ganado yo, elijo yo.
Salir a atacar a los globos era como tropezar con una serpiente dormida, de las grandes y torpes que habitan la planicie africana: el primer hombre la despierta, y la víbora arquea el cuello en la ese del ataque; el segundo es el que recibe los colmillos largos y curvados en la pantorrilla. En el caso de los globos; era preciso atacar en fila india; el primero alertaba a las defensas de tierra; el segundo recibía toda su furia. Michael eligió deliberadamente el puesto número dos. De haber ganado, Andrew habría hecho lo mismo.
Se detuvieron ante la puerta del comedor, hombro a hombro, para ponerse los guantes, abotonarse las chaquetas y contemplar el cielo, mientras oían la furia de los cañones y calculaban el viento.
—Todavía habrá neblina en los valles —murmuró Michael—. El viento tardará un rato en llevársela.
—Recemos porque así sea, muchacho —replicó Andrew.
Entorpecidos por la ropa, ambos caminaron por los tablones hasta donde estaban los Sopwith, al borde de la huerta.
Qué nobles los había visto Michael en otros tiempos, y qué feo le parecían en ese momento, comparando el enorme motor rotatorio, que limitaba la visión hacia delante, con la esbelta nariz del Albatros, que tenía un “Mercedes” en línea. Qué frágil, por contraste con la robusta armazón alemana.
—Por Dios, cuándo nos van a dar aeroplanos de verdad —gruñó.
Andrew no dijo nada. Demasiado frecuentes eran sus lamentos por la interminable espera de los nuevos “SE 5 A” prometidos: el Scout experimental n. 5 a, que tal vez les permitiría enfrentarse a los Jastas en términos de igualdad.
El Sopwith de Andrew estaba pintado de verde brillante, haciendo juego con su bufanda, y el fuselaje, debajo de la cabina, lucía catorce círculos blancos: uno por cada victoria confirmada, como si fueran muescas en el fusil de un tirador. El nombre del avión estaba pintado en la caseta del motor: El pastel volador (Flying Haggis: El haggis es un budín escocés preparado con carne, hígado y riñones de oveja, todo picado y cocido dentro del vientre del animal. N. del T.)
Michael había elegido el amarillo intenso; bajo su cabina había una tortuga alada con cara de preocupación, que decía: “A mí no me pregunten nada; soy un empleado nada más.” En su fuselaje se veían seis círculos blancos.
Ayudados por la tripulación de tierra, subieron al ala inferior y desde ahí se deslizaron en las estrechas cabinas. Michael apoyó los pies en las barras de timón y las bombeó a derecha e izquierda, mirando por encima del hombro para observar la respuesta del timón de cola. Satisfecho, levantó el pulgar para beneficio de su mecánico, que había pasado la mayor parte de la noche trabajando para remplazar uno de los cables, roto en la última salida. El mecánico respondió con una gran sonrisa y corrió hacia el morro del aparato.
—¿Contacto apagado? —preguntó.
—¡Contacto apagado! —confirmó Michael, inclinándose desde la cabina para mirar el monstruoso motor.
—¡Chupada!
—¡Chupada! —repitió Michael. Y operó la manivela de la bomba manual de combustible. Cuando el mecánico hizo girar la hélice se oyó el borboteo de combustible en el carburador, cebado ya el motor.
—¡Contacto!
—¡Contacto!
A la siguiente vuelta de la hélice, el motor se encendió por los tubos de escape salió humo azul, con olor a aceite de castor hirviendo. El motor vaciló un momento o dos, hasta establecerse en un latido regular.
En tanto Michael completaba sus verificaciones previas, su estómago se revolvía en los espasmos de un cólico. Los motores de precisión se lubricaban con aceite de castor, y sus vapores les Provocaban a todos una leve diarrea permanente. Los veteranos pronto aprendían a controlarla; el whisky surtía efectos maravillosos, tomado en cantidades suficientes. Pero los novatos recibían los afectuosos apodos de trasero con gotera o pantalón resbaloso cuando volvían de una salida ruborizados y malolientes.
Michael se puso las gafas y miró a Andrew. Ambos hicieron una señal de asentimiento. El escocés abrió su cebador y carreteó por la hierba mojada. Michael lo siguió, con el mecánico trotando junto al ala de estribor, para ayudarlo a girar en la estrecha pista lodosa que corría entre los manzanos.
Allá delante, Andrew alzó vuelo. Michael abrió por completo su cebador. Casi de inmediato, el Sopwith levantó la cola, despejando la visión hacia delante, y el piloto sintió remordimiento de conciencia por su anterior deslealtad. Era un avión maravilloso, la alegría de los pilotos. A pesar del barro pegajoso de la pista, se desprendió con facilidad y niveló el avión a treinta metros, siguiendo la máquina de Andrew. Ya había suficiente luz para permitir distinguir, a la derecha, la verde cúpula de cobre que coronaba la iglesia, en la pequeña aldea de Mort Homme; hacia delante se veía el bosquecillo de robles y hayas, en forma de T, con la pata larga perfectamente alineada con la pista de aterrizaje del escuadrón, lo cual constituía un buen auxilio para la navegación aérea cuando los aviones venían con mal tiempo. Más allá de los árboles se levantaba el castillo de techo rosado, entre sus prados y sus jardines formales; detrás del castillo, una colina baja.
Andrew se desvió un poco hacia la derecha para pasar sobre la colina. Michael hizo otro tanto, espiando hacia delante sobre el borde de su cabina. ¿Estaría ella por allí? Era demasiado temprano; la colina estaba desierta. Sintió el filo de la desilusión y el miedo. Y de pronto la vio: iba galopando por el sendero, hacia la cima. El gran semental blanco volaba, poderoso, bajo el cuerpo esbelto y casi infantil.
La muchacha del caballo blanco era un talismán para todos ellos. Si estaba en la colina, esperando para despedirlos con la mano, todo iría bien. Ese día la necesitaban, al salir para atacar a los globos. Con cuánta desesperación necesitaban la bendición de esa jovencita.
Ella alcanzó la cima de la colina y frenó al semental. Apenas unos segundos antes de que ellos pasaran por encima, se quitó el sombrero para sacudirlo en el aire; una gruesa mata de pelo oscuro estalló en libertad, Andrew movió las alas al pasar.
Michael se acercó un poco más a la cresta. El caballo blanco retrocedió, con cabeceos nerviosos, al ver que la máquina amarilla se acercaba, aullando. Empero, la muchacha siguió montada sobre él, tranquilamente, saludando con la mano, llena de ánimo. Michael quería verle la cara. Por un instante la miró a los ojos. Eran enormes y oscuros; el corazón le dio un vuelco. Se tocó el casco, a manera de saludo, y supo, muy dentro de sí, que esta mañana todo saldría bien. Luego apartó de sí el recuerdo de esos ojos y miró hacia delante.
A quince kilómetros de allí, vio con alivio que no se había equivocado: la brisa aún no había podido disipar la niebla matinal que cubría el valle. Los barrancos estaban horriblemente carcomidos por el bombardeo; en ellos no quedaba vegetación alguna; los tocones de los robles desgajados no alcanzaban, en ninguna parte, el metro y medio de altura, y los cráteres dejados por las bombas se superponían, desbordantes de agua estancada. Se había peleado por esos barrancos mes tras mes, pero en ese momento estaban en manos de los aliados, después de haber sido tomados, a principios del invierno precedente, a un costo en vidas humanas que desafiaba la imaginación. La tierra leprosa y carcomida parecía desierta, pero estaba poblada por legiones de vivos y de muertos que se pudrían juntos en el suelo inundado. El olor de la muerte, llevado por la brisa, llegó hasta los hombres, en su vuelo bajo en una obscenidad que les untó la garganta, provocándoles arcadas.
Detrás de los riscos, las tropas aliadas, formadas por sudafricanos y neozelandeses del Tercer Ejército, estaban preparando posiciones de reserva para afrontar la gran ofensiva alemana que les esperaba; todo el mundo, desde el generalato hasta los soldados rasos del frente, sabía que se desataría sobre ellos en cuanto se estabilizara el clima.
Los preparativos de la nueva línea de defensas se veían seriamente estorbados por la artillería alemana agrupada al norte de los riscos, que asolaba la zona con una descarga casi constante de fuertes explosivos. En tanto avanzaban hacia el frente, Michael vio un resplandor amarillo, proveniente de los proyectiles que estallaban, dejando un banco de niebla venenosa por debajo de los barrancos. Imaginó entonces la angustia de los hombres que forcejeaban en el lodo, enloquecidos por la incesante caída de explosivos.
Mientras volaba hacia los barrancos, el ruido de las descargas se elevó hasta cubrir el mismo tronar del gran motor “Le Rhóne” y las ráfagas de viento. Era como un mar embravecido contra una costa rocosa, como el redoble de un tambor demencial como el pulso afiebrado de ese mundo enfermo y loco. El feroz resentimiento de Michael contra quienes les habían ordenado atacar los globos cedió en tanto crecía el rugir de los explosivos. Había que hacer ese trabajo. Se dio cuenta al ver tanto sufrimiento.
Pero los globos eran los blancos más temidos y odiados de los pilotos. Por eso Andrew Killigerran no quería mandar a ninguna otra persona. De pronto Michael los vio; eran gordas babosas plateadas que pendían del cielo, muy altos por encima de los barrancos. Uno estaba bien hacia delante; el otro, pocos kilómetros hacia el Este. A esa distancia, los cables que los amarraban a tierra resultaban invisibles; la cesta de mimbre desde donde los observadores obtenían tan buen campo visual sobre la retaguardia de los aliados eran meras gotas oscuras, suspendidas bajo la esfera reluciente de seda inflada de hidrógeno.
En ese momento se produjo una repentina ráfaga de aire que golpeó a los Sopwith, agitando sus alas. Justo hacia delante, una fuente de humo y llamas saltó hacia lo alto, enroscada en sí misma, en negro y anaranjado brillante, y obligó a los Sopwith a ladearse abruptamente para esquivar su feroz columna. Un proyectil alemán, lanzado desde uno de los globos, había alcanzado un depósito de municiones de los aliados. Michael sintió que su miedo y su resentimiento cedían paso a un odio ardiente contra los artilleros y los hombres que pendían del cielo, con ojos de buitres, proclamando la muerte con fría calma.
Andrew volvió hacia los barrancos, dejando la alta columna de humo a la derecha, y bajó más y más, hasta que su panza rozó los parapetos cubiertos con bolsas de arena, hasta que vieron a las tropas sudafricanas avanzando en fila a lo largo de las trincheras de comunicación, como rojizas bestias de carga, no del todo humanas, trajinando bajo el peso de las mochilas y el equipo. Muy pocos de ellos se molestaron en levantar la mirada hacia las coloridas máquinas que tronaban en lo alto. Aquellos que lo hicieron tenían los rostros grises manchados de barro, la expresión opaca y los ojos indiferentes.
Hacia delante se abría la boca de uno de los pasos bajos que dividían los barrancos. El paso estaba tapado por la niebla matinal. Impulsada por la brisa del amanecer, se ondulaba suavemente, como si la tierra estuviera haciendo el amor bajo un cobertor plateado.
Más adelante se oyó el tableteo de una ametralladora “Vickers”. Andrew estaba probando su arma. Michael se apartó un poco de la línea para disponer de lugar al frente y disparó una breve ráfaga. Las balas incendiarias, con punta de fósforo, describían surcos blancos en el aire claro.
Michael volvió a ponerse detrás de Andrew y ambos se zambulleron en la niebla, entrando en una nueva dimensión de luz y sonidos apagados. La luz difusa tejía halos de arco iris en torno de ambos aviones. En las gafas de Michael se condensó la humedad: él las levantó hasta la frente para mirar hacia delante.
La tarde anterior, él y Andrew habían hecho un cuidadoso reconocimiento de ese estrecho paso entre los barrancos, asegurándose de que no hubiera obstáculos ni obstrucciones, memorizando sus vueltas y sus giros por las tierras altas. Sin embargo, seguía siendo un pasaje peligroso, donde la visibilidad se reducía a menos de ciento ochenta metros y las cuestas blanquecinas se elevaban, empinadas, en la punta de cada ala.
Michael se aproximó a la cola verde y voló guiándose por ella, confiando en que Andrew sabría llevarlo; el frío helado de la neblina le corroía las ropas, entumeciéndole la punta de los dedos a pesar de los guantes de cuero.
Andrew se ladeó bruscamente. Michael, al seguirlo, divisó un alambre de púas, pardo de herrumbre y enredado con maleza bajo sus ruedas.
—Tierra de nadie —murmuró.
Y el frente alemán centelleó bajo ellos: una fugaz visión de parapetos, bajo los cuales se agazapaban hombres de uniforme gris, con feos cascos similares a cubos para carbón.
Segundos después salieron de la niebla a un mundo iluminado por los primeros rayos del sol, en un cielo que los deslumbró con su claridad. Michael comprendió entonces que había logrado una sorpresa total. El banco de niebla los había ocultado a los observadores del globo, apagando el ruido de sus motores.
Directamente hacia delante, el primer globo pendía suspendido en el cielo, quinientos metros por encima de ellos. Su cable de acero, fino como la hebra de una telaraña, lo ligaba a una fea grúa de vapor, medio enterrada en su emplazamiento, entre sacos de arena. Parecía sumamente vulnerable hasta que la vista descendía hacia los campos, de apacible apariencia, abiertos por debajo del globo. Allí estaban las armas.
Los nidos de ametralladoras parecían los hoyuelos que las hormigas león abren en el suelo africano: diminutos, rodeados por sacos de arena. En los breves segundos de que disponía no pudo contarlos; eran demasiados. En cambio distinguió los cañones antiaéreos, altos y desgarbados como jirafas en sus bases circulares, con los largos caños ya apuntados hacia arriba, listos para lanzar sus proyectiles a seis mil metros de altura.
Estaban esperando. Sabían que los aviones llegarían tarde o temprano, y estaban preparados. Michael comprendió que la neblina sólo les había dado unos segundos de ventaja, pues veía que los artilleros corrían a sus armas. Uno de los largos cañones antiaéreos comenzó a moverse, girando en dirección a ellos, el momento en que Michael empujaba con fuerza la palanca del cebador, llevándola al máximo para que el Sopwith diera un salto hacia delante, vio una nube de vapor blanco que surgía de la grúa; la tripulación de tierra comenzaba, desesperadamente, a arriar el globo para ponerlo bajo el fuego protector de las armas. La centelleante esfera de seda se hundió velozmente hacia la tierra.
Andrew alzó el morro de su aparato y se lanzó hacia arriba.
Con el cebador bien abierto y el gran motor aullando a toda potencia, Michael lo siguió, apuntando su ascenso a los cables que pendían entre la tierra y el globo, allí donde estaría el globo cuando él lo alcanzara: eran apenas ciento cincuenta metros sobre la cabeza de los artilleros.
Andrew le llevaba cuatrocientos metros de ventaja y las armas aún no habían abierto fuego. En ese momento estaba en línea con el globo y apuntando. Michael oyó claramente el parloteo de su “Vickers” y vio los rastros fosfóricos de las balas incendiarias, que cruzaban el aire gélido del amanecer, uniendo el globo con el aparato verde unos fugaces instantes. De inmediato, Andrew se ladeó hacia un costado; la punta de su ala rozó la seda henchida, meciéndola tranquilamente en la corriente de aire.
Le tocaba el turno a Michael. En el momento en que ponía el globo en su mira, los artilleros abrieron fuego. Oyó el estallido de la metralla; el Sopwith se meció peligrosamente en el tornado de disparos, pero las balas estaban preparadas para estallar demasiado lejos: reventaron en brillantes bolas de humo plateado a noventa o cien metros de distancia.
Los de las ametralladoras eran más exactos, pues él ofrecía un blanco perfecto. Michael sintió el fuerte impacto en el avión, y las balas silbaron a su alrededor. Dio una patada a la barra del timón de cola y, al mismo tiempo, maniobró en dirección opuesta la palanca de mando, para provocar un desplazamiento lateral capaz de hacer un nudo en las entrañas; así se escapó por un momento a la lluvia de fuego, mientras apuntaba hacia el globo.
Éste pareció precipitarse hacia él; la seda tenía el brillo repulsivamente suave de una babosa. Vio a los dos observadores alemanes que se balanceaban en la cesta de mimbre, ambos envueltos en ropas para resistir el frío. Uno lo miraba con rostro pétreo; el rostro del otro estaba contraído de terror y furia; su grito de maldición o desafío se perdió en el estruendo de los motores y el tableteo de las ametralladoras.
Apenas fue necesario apuntar la “Vickers”, pues el globo llenaba todo su campo visual. Michael abrió el seguro y presionó la palanca de operación; la ametralladora martilleó, sacudiendo todo el aparato, y el humo del fósforo quemado por las balas incendiarias le llegó a la cara, sofocándolo.
Como volaba en línea recta y en la horizontal, los artilleros de tierra volvieron a hallarlo y dispararon para destrozar el Sopwith… Pero Michael se mantenía, apretando timones alternados para menear ligeramente la proa, dirigiendo las balas incendiadas hacia el globo como si estuviera manejando una manguera de riego.
—¡Arde! —gritó—. ¡Arde, maldito, arde!
El hidrógeno puro no es inflamable; debe mezclarse con oxígeno en proporciones de uno a dos para que se vuelva violentamente explosivo. El globo absorbió ese fuego sin efectos visibles.
—¡Arde! —aulló Michael.
Su mano crispada se cerró contra la manivela de la ametralladora, y las vainas de bronce fueron brotando como escupidas de la brecha. El hidrógeno debía estar escapando a chorros de los cien agujeros abiertos en la seda por él y por Andrew; el gas tenía que estar mezclándose con el aire.
—¿Por qué no ardes?
Percibió la angustia y la desesperación en su propio grito enloquecido. Estaba sobre el globo; tenía que apartarse inmediatamente para evitar la colisión. Todo había sido en vano. En ese instante de fracaso supo que no renunciaría jamás. Supo que iba a estrellarse contra el globo, si era preciso.
Mientras lo pensaba, el globo le estalló en la cara. Pareció hincharse hasta centuplicar su tamaño, colmando el cielo y, al mismo tiempo, convirtiéndose en llamas. Fue un tremendo aliento de dragón, que lamió a Michael y al Sopwith, chamuscándole la piel de las mejillas, cegándolo, arrojando a hombre y máquina de un lado a otro, como si hubieran sido la hoja verde escapada de una fogata. Michael trató de recuperar el control, en tanto el Sopwith trataba de invertir su posición, dando tumbos por el cielo. Logró dominarlo antes de que se estrellara contra la tierra y, mientras ascendía, miró hacia atrás.
El gas de hidrógeno se había consumido por completo en esa única bocanada demoníaca; el sudario de seda, vacío ferozmente incendiado, se hundía, esparciéndose como un terrible paraguas sobre la cesta y su carga humana.
Uno de los observadores alemanes saltó limpiamente del habitáculo, cayó desde noventa metros, y desapareció de pronto, sin ruido ni señales, en la hierba verde y corta de la pradera. El segundo observador permaneció dentro de la cesta, envuelto en nubes de seda incendiada.
En tierra, los artilleros escapaban del emplazamiento como insectos de nido invadido, pero la seda ardiente cayó con demasiada celeridad, atrapándolos en sus fieros pliegues. Michael no sintió pena por ninguno de ellos. En cambio se vio invadido por una salvaje sensación de triunfo, por una reacción primitiva ante su propio terror. Abrió la boca para lanzar su grito de guerra. En ese momento, una cápsula de metralla, disparada por uno de los cañones próximos al límite norte del sembrado, estalló debajo del Sopwith.
Una vez más se vio lanzado hacia arriba. Unos fragmentos de acero, zumbantes, siseantes, desgarraron la panza del fuselaje. Mientras Michael trataba de dominar ese segundo tumbo, el suelo de la cabina se desgarró de punta a punta, dejándole ver la tierra allá abajo; un viento ártico aulló bajo su abrigo, hinchando los pliegues.
Logró dominar el aparato, pero estaba muy dañado. Tenía algo suelto bajo el fuselaje, que golpeaba por el viento; una de las alas parecía pesada; era preciso mantenerla arriba… pero al menos estaba, por fin, fuera del alcance de las ametralladoras.
En eso apareció Andrew, junto a la punta de su ala, y estiró el cuello para mirarlo en un gesto ansioso. Michael, sonriendo, lanzó una exclamación de triunfo. Andrew le estaba haciendo señas, como para llamarle la atención, y levantaba el pulgar en el gesto que significaba: “Volvemos a la base.”
Michael miró a su alrededor. Mientras él trataba de recobrar el control, se habían alejado hacia el Norte, muy dentro de territorio alemán. Volaron sobre un cruce de rutas atestado de vehículos motorizados o de tracción animal, asustando a varias siluetas de uniforme gris, que corrieron a refugiarse en las zanjas. Michael, sin prestarles atención, giró en la cabina; a cinco kilómetros de distancia aún navegaba serenamente el segundo de los globos, sobre los barrancos.
Michael hizo a Andrew una cortante señal de negativa y señaló el globo restante.
—No, continuemos el ataque.
El ademán de Andrew fue perentorio.
—¡Volvemos a la base! —Y señaló la máquina de Michael, Pasándose un dedo por el cuello para indicar—: ¡Peligro!
Michael miró por el agujero abierto entre sus pies. Ese golpe debía provenir de una de las ruedas de aterrizaje, que probablemente colgaba de los cables. Los agujeros hechos por las balas salpicaban las alas y el cuerpo del aparato; en la corriente de aire flameaban cintas sueltas de tela desgarrada, como las banderas de oración de los budistas. Pero el motor “Le Rhône” rugía furiosamente, aún a toda potencia, sin vacilaciones en su latido guerrero.
Andrew volvió a instarlo a regresar, pero Michael le respondió con un seco ademán: “¡Sígueme!”, y lanzó el Sopwith sobre la punta de un ala, haciéndole describir un giro cerrado que puso en peligro su dañado cuerpo.
Michael estaba perdido en los arrebatos de la demencia guerrera, la salvaje pasión del implacable, en la cual el peligro de muerte o de herida grave no tiene importancia. Con la vista aguzada por una claridad antinatural, pilotaba el dañado Sopwith como si fuera una extensión de su propio cuerpo; era en parte golondrina que roza el agua para beber en pleno vuelo, por la ligereza con que rozaba los setos y tocaba la hierba crecida de los campos con su única rueda, en parte halcón, por lo cruel de su mirada fija en tanto castigaba el globo que descendía con prudencia.
Habían visto, por supuesto, la feroz destrucción del primer globo, y estaban descendiendo. Estarían abajo antes de que Michael llegara a ese punto. Los artilleros, bien alertados, lo esperaban con los dedos en el gatillo. Sería un ataque a la altura del suelo contra una posición preparada… pero aun en su ira suicida Michael no había perdido la astucia del cazador. Estaba utilizando cada ramita que pudiera ofrecerle escondrijo en ese acercamiento.
Delante de él se abría un camino estrecho; la hilera de álamos esbeltos y rectos que lo flanqueaba era la única señal distintiva en esa horrible planicie, por debajo del barranco. Michael utilizó la alameda, ladeándose bruscamente para volar en línea paralela a ella, para ocultarse del puesto del globo. Levantó la vista hacia el espejo de la sección del ala, sobre su cabeza. El Sopwith verde lo seguía tan de cerca que su hélice estaba casi rozando el timón de cola. Michael sonrió como un tiburón, tomó al Sopwith en sus manos y lo elevó sobre la empalizada de álamos, tal como el cazador franquea una cerca a todo galope.
El puesto del globo estaba a trescientos metros de distancia, y el artefacto de seda acababa de llegar a tierra. Los artilleros estaban ayudando a los observadores para que bajaran de la cesta; de inmediato corrieron en grupo, para ponerse a cubierto en la trinchera más próxima. Los operadores de las ametralladoras, frustrados hasta ese momento por la hilera de álamos, contaban por fin con un buen blanco y abrieron fuego a la par.
Michael voló hacia un torrente de fuego que colmaba el aire a su alrededor. Los proyectiles absorbían el aire al pasar, haciéndole doler los oídos por la falta de presión. Los artilleros en los emplazamientos, volvieron la cara hacia él: eran pálidas burbujas tras los caños acortados que giraban para seguirlo; los destellos de cada mira parecían bellas luciérnagas. Sin embargo, el Sopwith se aproximaba a más de ciento cincuenta kilómetros por hora y sólo debía cubrir trescientos metros escasos. Ni siquiera el fuerte impacto de las balas contra el pesado bloque del motor logró distraer a Michael, en tanto alineaba las miras, con toques a la barra de timón.
El grupo de hombres que escapaba del globo a toda carrera estaba directamente hacia delante, huyendo hacia la trinchera. Los dos observadores iban en el medio, lentos y torpes, aún tiesos por el frío de las alturas y cargados de ropa pesada. Michael los odió como hubiera podido odiar a una serpiente venenosa; bajó un poquito la proa del Sopwith y tocó la palanca de disparo. El grupo voló como humo gris desapareciendo en el prado. De inmediato Michael elevó la mirada de la “Vickers”.
El globo estaba amarrado a tierra; parecía la carpa de un circo. Él disparó las balas, con sus estelas plateadas de humo fosfórico, se hundieron en la masa de seda sin efecto visible.
En la furia del guerrero implacable, el cerebro de Michael mantenía una claridad total de pensamiento, tan veloz que el tiempo parecía correr cada vez con mayor lentitud. Los microsegundos que tardó en arrimarse al monstruo de seda parecieron durar una eternidad, a tal punto que le era posible seguir el vuelo de cada bala disparada por su “Vickers”.
—¿Por qué no arde? —gritó una vez más.
Y entonces se le ocurrió la respuesta.
El átomo de hidrógeno es el de menor peso de todos. El gas, al escapar, se elevaba para mezclarse con el oxígeno por encima del globo. Era obvio, entonces, que estaba disparando demasiado bajo. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Levantó el Sopwith sobre la cola, volcando su fuego hacia arriba a través del flanco henchido del globo, más y más arriba, hasta disparar en el aire vacío, sobre la seda… y el aire se convirtió súbitamente en llama. Cuando la gran exhalación de fuego rodó hacia él, Michael hizo que el Sopwith siguiera ascendiendo verticalmente y, de pronto, cerró el cebador. Al verse privado de potencia, el aparato pendió por un instante sobre su proa; luego cayó. Michael maniobró con fuerza la barra de timón, haciéndola girar del modo clásico, en tanto volvía a abrir el cebador; así salió disparado en dirección inversa, alejándose de la inmensa pira funeraria que había creado. Debajo de él se vio un destello verde: Andrew se ladeaba en un giro muy cerrado, casi chocando con la panza de Michael, para seguirlo.
Ya no había más disparos desde tierra. La súbita acrobacia de los dos atacantes y la rugiente columna de gas encendido distraían a los artilleros por completo. Michael volvió a dejarse caer tras la protección de los álamos. Todo había pasado y su furia se abatió, casi con la misma celeridad con que había surgido. Entonces estudió los cielos, comprendiendo que las columnas de humo llamarían a los Albatros Jagdstaffels como otros tantos faros. Aparte del humo, el cielo estaba despejado; con un arrebato de alivio, buscó a Andrew, en tanto se ladeaba de costado a baja altura, sobre los setos. Allá estaba, algo más arriba que Michael, dirigiéndose ya hacia los barrancos, pero describiendo un ángulo para interceptarlo.
Ambos se reunieron. Era extraño, que se pudiera sentir tanto consuelo al ver a Andrew ala con ala, sonriéndole y sacudiendo la cabeza, como si desaprobara burlonamente su desobediencia y su' ataque asesino.
Juntos volvieron a pasar a baja altura sobre el frente alemán, despreciando los disparos que atraían. En el momento en que comenzaba a ascender para cruzar el barranco, el motor de Michael tartamudeó y perdió potencia.
Se dejó caer hacia la tierra alcalina; entonces el motor volvió a funcionar y dio impulso, elevándolo apenas a tiempo para pasar la cima, antes de volver a fallar. Andrew seguía junto a él, alentándolo con gestos… y la máquina volvió a rugir. Luego falló una vez más, con un pop-pop-pop.
Michael hacía lo posible, bombeando el cebador, luchando con la instalación de contacto, en tanto susurraba al Sopwith herido:
—Vamos querido, fuerza. Resiste, viejo. Ya estamos cerca de casa. Quiero ver a mi buen muchachito…
De pronto sintió que algo se rompía en el armazón: uno de los tirantes principales se había roto. Los controles quedaron blandos en sus manos y el aparato se hundió, enfermo de muerte.
—Aguanta —lo exhortaba Michael.
Pero entonces sintió el olor penetrante de la gasolina; un goteo transparente brotaba de la caja del motor, convirtiéndose en vapor blanco en la corriente de aire.
—Fuego. —Era la pesadilla del piloto, pero en Michael perduraban vestigios de furia que le hicieron murmurar, tozudo—: Vamos a casa, amigo. Aguanta un poco más.
Habían cruzado los barrancos. Hacia delante había terreno llano y ya se distinguía el oscuro bosque en forma de T que marcaba la proximidad de la pista.
—Vamos, amiguito.
Allá abajo, los hombres salían de las trincheras y se alineaban para saludar al dañado Sopwith, que farfullaba a poca altura, con una sola rueda colgando contra la panza.
Michael vio que lo llamaban, con las bocas bien abiertas. Habían oído la tormenta de disparos que anunciaba el ataque y visto las bolas de hidrógeno ardiendo más allá de los riscos. Sabían que, por un tiempo, cesaría el tormento de los cañones. Por eso vitoreaban a los pilotos en su regreso, gritando hasta quedar roncos.
Michael los dejó atrás, pero esa gratitud le había levantado el ánimo; allá adelante tenían las señales familiares: la cúpula de la iglesia, el techo rosado del castillo, la pequeña colina.
—Vamos a llegar, amiguito —anunció al Sopwith.
Pero bajo la caja del motor, un cable colgante tocó el metal; una chispa azul, diminuta, cruzó el vacío. Se produjo la bocanada de la combustión explosiva y la estela blanca de vapor se convirtió en llamarada. El calor inundó la cabina abierta; Michael, instintivamente, puso al Sopwith en otro deslizamiento lateral, para que las llamas surgieran oblicuamente, lejos de su cara, sin impedirle la visión.
Debía aterrizar, en cualquier parte, de cualquier modo, pero pronto, muy pronto, antes de que se quemara vivo. Se lanzó en picado hacia el campo que se abría ante él. Su abrigo ardía también.
Llevó al Sopwith hasta tierra, manteniendo la proa en alto para restarle velocidad. De todos modos, el aparato aterrizó con una fuerza que le hizo entrechocar los dientes. De inmediato giró sobre la única rueda y cayó a los tumbos perdiendo un ala, hasta estrellarse contra el seto que bordeaba el sembrado.
Michael se golpeó la cabeza contra el borde de la cabina y quedó aturdido. Pero de todos lados saltaban llamas que lo obligaron a salir de allí a duras penas; cayó sobre el ala rota y rodó hasta el suelo cenagoso. Sobre manos y rodillas, se arrastró desesperadamente para alejarse de los restos incendiados. La lana del abrigo ardió con más fuerza, y el calor lo instó a levantarse con un alarido. Desgarró los botones, tratando de liberarse de ese tormento, y corrió, agitando locamente los brazos, con lo cual las llamas se hicieron más potentes.
El rugido del incendio no le permitió oír el galope de un caballo.
La muchacha puso el gran potro blanco ante el cerco. Ambos lo franquearon como al vuelo. En cuanto caballo y amazona recuperaron el equilibrio, se lanzaron hacia la silueta en llamas que aullaba en medio del sembrado. La joven liberó su pierna de la montura lateral y, en tanto se acercaba a Michael por detrás, frenó al semental para arrojarse desde su lomo.
Aterrizó con todo su peso entre los omóplatos de Michael, rodeándole el cuello con ambos brazos, con lo que lo arrojó de bruces al suelo, despatarrado. De inmediato se levantó y quitó velozmente de su cintura la gruesa falda de gabardina que componía su traje de amazona, para tenderla sobre el cuerpo en llamas. Luego cayó de rodillas junto a él y lo envolvió fuertemente, con la falda, apagando con las manos descubiertas los pequeños tentáculos de fuego que aún escapaban en derredor.
En cuanto las llamas quedaron sofocadas, apartó la falda y ayudó a Michael a sentarse en el suelo cenagoso. Sus dedos veloces desabotonaron el abrigo humeante y se lo quitaron de los hombros, arrojándolo a un lado. También le quitó los suéteres: había un solo sitio en donde las llamas le habían llegado a la carne: en el hombro, descendiendo por el brazo. Cuando ella trató de quitarle la camisa, Michael lanzó un grito de dolor.
—¡Por el amor de Dios!
La camisa de algodón se había pegado a las quemaduras.
La muchacha se inclinó sobre él y, tomando la tela entre los dientes, tironeó hasta desgarrarla un poco; luego continuó haciéndolo con las manos. Entonces cambió de expresión.
—Mon Díeu! —exclamó, levantándose de un brinco.
Michael la miraba fijamente; el tormento del brazo quemado iba cediendo. Quitada la falda larga, la muchacha sólo estaba cubierta hasta la parte alta de los muslos por la chaqueta de montar. Iba calzada con botas de cuero negro, abrochadas al costado. Tenía las rodillas desnudas, y la piel era lisa e impecable como el interior de una caracola; en cambio, tenía las rótulas embarradas por haberse arrodillado al ayudarlo. Por encima de las rodillas la cubría una combinación de camisas y bragas de tela fina, que dejaba traslucir claramente el brillo de su piel. Las perneras de las bragas se sujetaban en el muslo con cintas rosadas, adhiriéndose a las piernas y a la parte inferior del cuerpo como si estuviera desnuda. No: las líneas medio veladas eran aún más tentadoras de lo que hubiera sido la carne desnuda.
Michael sintió que se le hinchaba la garganta; no podía respirar. Cuando ella se inclinó para recoger el abrigo chamuscado, tuvo una visión de nalgas pequeñas y firmes, redondas como huevos de avestruz, que relumbraban pálidamente a la luz de la mañana. Miró con tanta fijeza que le lagrimearon los ojos. Al girar ella, vio en la horquilla formada por sus muslos duros y firmes una sombra triangular, oscura, bajo la seda fina. Y ella le puso esa sombra hipnótica a quince centímetros de la nariz, para tenderle suavemente el abrigo sobre los hombros quemados, murmurándole algo en el tono que las madres usan para calmar a los niños lastimados.
Michael sólo captó las palabras froid y brûle. Ella estaba tan cerca que hasta la podía oler; despedía el olor natural de una mujer joven y saludable, sudorosa por el esfuerzo de una buena cabalgata, mezclado con un perfume parecido al de las rosas marchitas. Michael trató de darle las gracias, pero estaba temblando de dolor y espanto. Movió los labios y emitió un balbuceo incomprensible.
—Mon pauvre —lo arrulló la muchacha, dando un paso atrás.
Su voz sonaba ronca de preocupación. Tenía el rostro de un duende, con enormes ojos celtas, oscuros. Michael se preguntó si tendría las orejas en punta, pero se las ocultaba la mata de pelo negro, enmarañado por el viento, abultados los densos rizos. La sangre celta tenía su piel de color del marfil antiguo, y sus cejas eran gruesas y oscuras como su cabellera.
Comenzó a hablar otra vez, pero él, sin poder evitarlo, volvió a echar un vistazo hacia aquella pequeña sombra inquietante bajo la seda. La joven vio el movimiento de sus ojos y las mejillas se le encendieron de rosa oscuro, en tanto levantaba bruscamente su falda embarrada para envolverla a su cintura. Y Michael se sintió más dolorido por el bochorno que por las quemaduras.
El rugido del Sopwith verde, allá arriba, les dio a ambos un respiro; los dos levantaron la mirada, agradecidos, en tanto Andrew describía círculos sobre el sembrado. Michael, dolorosamente, inseguro, se puso de pie, en tanto la muchacha se arreglaba la falda, y levantó un brazo en señal de saludo. Vio que Andrew alzaba la mano, haciéndole la venia con alivio; de inmediato, el Sopwith voló en un círculo y volvió en línea recta, a no más de quince metros de altura… y la bufanda verde, con algo, atado en un extremo, cayó flameando hasta hundirse en el lodo, a pocos metros.
La muchacha corrió a buscarlo y se lo trajo a Michael. Él desató la punta de la bufanda y sonrió de costado: contenía la petaca de plata. Desenroscó la tapa y levantó el recipiente hacia el cielo. Vio el destello de los dientes blancos de su amigo en la cabina abierta y la mano enguantada que lo saludaba. Luego, Andrew se alejó con rapidez hacia el aeropuerto.
Michael se llevó la petaca a los labios y tragó dos veces; Los ojos se le llenaron de lágrimas; ese líquido celestial le bajó por la garganta, ardiente, haciéndole toser. Cuando bajó el recipiente, la muchacha lo estaba observando. Él ofreció la petaca.
Ella sacudió la cabeza, preguntando, con toda seriedad:
—Anglais?
—Oui… non… Sud-Africain. —Le temblaba la voz.
—Ah, vous parlez français! —La muchacha sonrió por primera vez; era un fenómeno casi tan abrumador como su perlado trasero.
—Apenas —negó él, rápidamente, para frenar el torrente de voluble francés que (lo sabía por experiencia) le hubiera acarreado responder afirmativamente.
—Tiene sangre.
El inglés de esa muchacha era espantoso; él sólo comprendió lo que había querido decir cuando ella le señaló la cabeza. Levantó la mano libre para tocar el hilo de sangre que había escapado por debajo del casco e inspeccionó sus dedos manchados.
—Sí —admitió—, me temo que mucha.
El casco lo había salvado de una herida seria al golpearse la cabeza contra el costado de la cabina.
—Pardon? —preguntó ella, confundida.
—J’en ai beaucoup —tradujo él.
—Ah, sí que habla francés. —Palmoteó en un gesto de deleite encantador, infantil, y lo cogió del brazo con aire de propiedad—. Venga —ordenó.
Llamó con un chasquido de los dedos al potro, que estaba pastando y fingió no oír.
—Viens ici tout de suite, Nuage! —exclamó ella, golpeando el suelo con un pie—. ¡Ven aquí inmediatamente, Nube!
El potro tomó otro bocado de pasto para dejar demostrada su independencia y luego se acercó tranquilamente.
—Por favor —pidió ella.
Michael formó un estribo con las manos entrecruzadas para subirla a la montura. La muchacha era muy liviana y ágil.
—Suba.
Con ayuda de ella, Michael se instaló en la amplia grupa del caballo; la joven cogió una de las manos de su compañero y se la puso en la cintura. Bajo los dedos, su carne era firme; se sentía su calor a través del paño.
—Tenez! ¡Sujétese! —fue la nueva indicación.
Y el potro se alejó al trote largo hacia el portón abierto en un extremo del sembrado, el más próximo al castillo.
Michael se volvió a mirar las ruinas humeantes de su Sopwith. Sólo quedaba el bloque del motor; la madera y la lona se habían consumido. La destrucción le hizo sentir una sombra de profunda pena: habían hecho juntos un trayecto muy largo.
—¿Cómo se llama? —preguntó la muchacha, por encima del hombro.
—Michael. Michael Courtney.
—Michael Courtney —repitió ella. Y luego—: Yo soy la señorita Centaine de Thiry.
—Echanté, mademoiselle. —Michael se detuvo a componer otra frase, en un laborioso francés escolar—. Centaine es un nombre extraño —dijo. Y sintió que ella se ponía rígida bajo su mano. Al traducir directamente del inglés, había empleado la palabra drôle, cómico, en vez de extraño. Se apresuró a corregir—: Un nombre excepcional.
De pronto lamentó no haberse aplicado más vigorosamente a ese idioma; aturdido y abrumado como estaba, tenía que concentrarse mucho para seguir las rápidas explicaciones de la muchacha.
—Nací un minuto después de medianoche, el uno de enero de 1900.
Conque tenía diecisiete años y tres meses; rayaba en el umbral de la edad en que se la podía considerar mujer. En eso recordó que su madre lo había dado a luz teniendo apenas diecisiete años. La idea lo alegró tanto que tomó otro apresurado sorbo de la petaca arrojada por Andrew.
—¡Usted es mi salvadora!
Quiso decirlo en tono ligero, pero sonó torpe. Se quedó esperando que ella soltara una carcajada burlona, pero la muchacha asintió, muy seria. El sentimiento estaba de acuerdo con emociones rápidamente desarrolladas en ella.
Su animal favorito, aparte de Nuage, el semental, había sido un cachorro mestizo y flaco, encontrado en la zanja, manchado de sangre y temblando. Ella lo había curado y amado hasta que, un mes atrás, había muerto bajo las ruedas de un camión del Ejército, de los que avanzaban hacia el frente. Su muerte dejaba un vacío doloroso en su existencia. Michael estaba muy delgado; parecía casi muerto de hambre bajo esas ropas chamuscadas y lodosas; además, aparte de sus heridas físicas, ella sentía el abuso al que ese hombre estaba sujeto. Sus ojos lucían un azul maravillosamente claro, pero en ellos se leía un sufrimiento terrible. También se estremecía, temblando como su pequeño mestizo.
—Sí —dijo con firmeza—. Yo lo voy a cuidar.
El castillo era más grande de lo que parecía desde el aire, pero mucho menos bello. Casi todas las ventanas estaban rotas y cerradas con tablas. Las paredes mostraban las huellas de los disparos, pero los cráteres dejados por los proyectiles en el prado se habían llenado de hierba. En el otoño anterior, la lucha había llegado hasta donde la artillería podía afectar la propiedad, antes de que un último impulso de los aliados rechazara a los alemanes hasta detrás de los riscos.
La casona tenía un aspecto triste y descuidado; Centaine se disculpó:
—El Ejército se ha llevado a todos nuestros peones; casi todas las mujeres y todos los niños han huido a París o a Amiens. Sólo quedamos tres. —Se irguió en la silla de montar para llamar ásperamente, en otro idioma—: ¡Anna! ¡Ven a ver lo que he encontrado!
La mujer que salió de la huerta sembrada tras las cocinas era baja y maciza, con lomo de percherón y enormes pechos informes bajo la blusa manchada. Su grueso pelo, veteado de gris, estaba recogido en un rodete sobre la coronilla; la cara era roja y redonda como un rábano; los brazos, desnudos hasta los codos, gruesos y musculosos como los de un hombre, debajo del barro que los cubría.
—¿Qué pasa, Kleinjie, pequeña?
—He rescatado a un gallardo piloto inglés, pero está muy herido…
—A mí me parece que está bien.
—¡Anna, no seas gallina vieja! Ven a ayudarme. Tenemos que llevarlo a la cocina.
Michael, atónito, descubrió que entendía, palabra por palabra, la discusión entre ambas.
—No voy a permitir que ningún soldado entre en la casa. ¡Ya lo sabes, Kleinjie! No quiero a ningún gato de albañal en la misma casa que mi gatito…
—No es un soldado, Anna. Es un piloto.
—Y probablemente tan sinvergüenza como cualquier gato de albañal…
La mujer había empleado la palabra firs. Centaine le espetó:
—Eres una vieja asquerosa. Ahora ven a ayudarme.
Anna miró a Michael con mucha cautela. Por fin reconoció, a desgana:
—Tiene unos ojos bonitos, pero aun así no confío en él. Oh, está bien, pero si llega a…
—Mevrou —intervino Michael, hablando por primera vez—, su virtud está a salvo conmigo; le doy mi solemne palabra. Por arrebatadora que sea, me voy a dominar.
Centaine giró en redondo en la silla para mirarlo fijamente. Anna retrocedió, espantada, para acabar soltando un bufido de placer.
—¡Habla flamenco!
—¡Usted habla flamenco! —repitió Centaine.
—No es flamenco —corrigió él—. Es afrikaans, el holandés de Sudáfrica.
—Es flamenco —dijo Anna, adelantándose—. Y cualquier persona que hable flamenco será bienvenida en esta casa.
Y alargó una mano hacia Michael.
—Con cuidado —dijo Centaine, preocupada—. El hombro… —Se deslizó a tierra y, entre las dos, ayudaron a Michael a desmontar para conducirlo hasta la puerta de la cocina.
En esa cocina hubieran podido trabajar doce chefs, preparando un banquete para quinientos invitados, pero sólo había un pequeño fuego de leña ardiendo en uno de los fogones. Las mujeres sentaron a Michael en un banquillo, frente a esa hoguera.
—Trae un poco de tu famoso ungüento —ordenó Centaine. Anna salió apresuradamente.
—¿Ustedes son flamencas? —preguntó Michael, encantado de que hubiera desaparecido la barrera idiomática.
—No, no. —Centaine, con un enorme par de pinzas, estaba retirando de las quemaduras los restos chamuscados de la camisa—. Anna es del Norte. Cuando mi madre murió, ella era mi niñera. Ahora cree que es mi madre y no sólo una criada. Ella me enseñó ese idioma desde la cuna. Pero usted, ¿dónde lo aprendió?
—Allí de donde vengo lo habla todo el mundo.
—Me alegro —replicó ella.
Y Michael no pudo saber con certeza qué había querido decir, pues tenía los ojos fijos en su tarea.
—La busco a usted todas las mañanas —comentó él, suavemente—. Todos la buscamos cuando salimos a volar.
Centaine no dijo nada, pero él vio que las mejillas volvían a tomar ese adorable rosado oscuro.
—La llamamos nuestro ángel de la buena suerte, L’ange du bonheur.
Ella se echó a reír.
—Yo lo llamo le petit jaune, el pequeño amarillo —respondió. Por el Sopwith amarillo; Michael sintió un arrebato de júbilo. Ella lo identificaba entre todos—. Siempre los espero a todos cuando salen. Cuento a mis pollos. Pero con mucha frecuencia no regresan, sobre todo los nuevos. Entonces lloro por ellos y rezo. Pero usted y el verde siempre vuelven, y entonces me alegro.
—Qué bondadosa es —comenzó a decir Michael.
Pero Anna irrumpió desde la despensa, trayendo un frasco que olía a trementina. Eso quebró el clima.
—¿Dónde está papá? —preguntó Centaine.
—En el sótano, atendiendo a los animales.
—Tenemos que tener a los animales en los sótanos —explicó Centaine, mientras se acercaba a la escalera de piedra—. De lo contrario, los soldados nos roban los pollos, los gansos y hasta las vacas lecheras. He tenido que pelear para quedarme con Nuage. —Y chilló, hacia abajo—: ¡Papá! ¿Dónde estás?
Desde abajo llegó una respuesta apagada. La muchacha volvió a gritar:
—¡Necesitamos una botella de coñac! —Luego su tono se tornó severo—. Sin abrir, papá. No es para un caso de sociabilidad, sino para usarlo como medicina. No es para ti, sino para un paciente que tenemos aquí.
Arrojó un manojo de llaves por la escalera. Minutos después se oyó un paso pesado y entró en la cocina un hombre corpulento, desaliñado, de barriga voluminosa, que llevaba una botella de coñac contra el pecho como si se tratara de un bebé.
Tenía la misma mata de pelo rizado que Centaine, pero entretejida con vetas grises y caída sobre la frente. Sus bigotes eran enormes; la cera de abejas los convertía en unos picos impresionantes. Clavó en Michael un solo ojo oscuro y centelleante. El otro estaba cubierto por un parche negro.
—¿Quién es éste? —preguntó.
—Un piloto inglés.
El ceño se distendió enseguida.
—Un colega guerrero. Un camarada de armas. ¡Otro destructor de los malditos boches!
—Hace más de cuarenta años que usted no destruye a ningún boche —le recordó Anna, sin apartar la vista de las quemaduras de Michael.
Pero el hombre, sin prestarle atención, avanzó hacia Michael, abriendo los brazos como un oso.
—Cuidado, papá. Está herido.
—¡Herido! —gritó papá—. ¡Coñac!
Como si las dos palabras estuvieran vinculadas entre sí. Sacó dos grandes vasos y los puso sobre la mesa de la cocina. Les echó un aliento decididamente perfumado de ajo, los limpió con sus faldones y rompió la cera roja que cubría el cuello de la botella.
—No eres tú el herido, papá —le dijo Centaine, severamente, viendo que llenaba ambos vasos hasta los bordes.
—No voy a insultar a un hombre de tan obvio coraje pidiéndole que beba solo —replicó el padre, alcanzando un vaso a Michael.
—El conde Louis de Thiry, a su servicio, Monsieur.
—El capitán Michael Courtney, del Real Cuerpo de Vuelo.
—À votre santé, capitaine!
—À la votre, Monsieur le Comte!
El conde bebió sin disimular su deleite; luego, con un suspiro, se enjugó los magníficos bigotes oscuros con el dorso de la mano y dijo, dirigiéndose a Anna:
—Siga con el tratamiento, mujer.
—Esto va a arder —advirtió la criada.
Por un momento, Michael pensó que se refería al coñac, pero ella tomó un puñado del ungüento y lo puso sobre las quemaduras abiertas. Michael dejó escapar un quejido de angustia y trató de levantarse, pero Anna lo retuvo en el asiento con una manaza roja, curtida por el trabajo.
—Véndalo —ordenó a Centaine.
Mientras la muchacha aplicaba el vendaje, el tormento se fue convirtiendo en un calor reconfortante.
—Duele mucho menos —reconoció Michael.
—Por supuesto —replicó Anna, tranquilamente—. Mi ungüento es famoso para todo, desde la varicela a las almorranas.
—Y también mi coñac —murmuró el conde, mientras volvía a llenar ambos vasos.
Centaine se acercó al cesto de la ropa que estaba sobre la mesa de la cocina y volvió con una de las camisas del conde, recién planchadas. Contra las protestas de su padre, ayudó a Michael a ponérsela. Luego armó un cabestrillo para el brazo herido. En ese momento se oyó, ante las ventanas de la cocina, el ajetreado matraqueo de un motor, y Michael divisó una silueta familiar, en una motocicleta igualmente conocida, que se detenía entre una llovizna de grava.
El motor, entre escupidos e hipos, quedó en silencio. Una voz llamó:
—Michael, muchacho, ¿dónde estás?
La puerta se abrió de par en par, dando paso a lord Andrew Killigerran, con su gorra escocesa, seguido de cerca por un joven oficial que llevaba el uniforme del cuerpo médico.
—Estabas aquí, gracias a Dios. No te asustes. Te he traído un matasanos… —Andrew acercó al médico a tirones hasta el banquillo de Michael. De pronto dijo, con un dejo de fastidio en la voz aliviada—: Pero pareces estar arreglándotelas muy bien sin nosotros, para qué negarlo. He asaltado el hospital de la zona, he secuestrado a este médico a punta de pistola y he salido volando, con el corazón en la boca por ti. Y aquí te encuentro, con un vaso en la mano y…
Andrew se interrumpió, viendo a Centaine por primera vez, y olvidó por completo el estado de su amigo para quitarse bruscamente la gorra.
—¡Era verdad! —declaró, en francés perfecto y sonoro, arrastrando las erres de modo auténticamente galo—. ¡Es cierto que hay ángeles sobre la tierra!
—Ve a tu cuarto inmediatamente, niña —saltó Anna, con la cara fruncida como la de esos temibles dragones tallados que custodian la entrada de los templos chinos.
—No soy una niña. —Centaine le clavó una mirada igualmente feroz y se volvió hacia Michael—. ¿Por qué le dice “muchacho”? ¡Usted es mucho mayor que él!
—Porque es escocés —explicó Michael, ya atacado de celos—, y los escoceses son todos locos. Además, tiene esposa y cuatro hijos.
—Esa es una sucia mentira —protestó Andrew—. Hijos sí, lo admito, pobrecitos. Pero esposa no, definitivamente no tengo esposa.
—Écossais —murmuró el conde—. Grandes guerreros y grandes bebedores. —Luego, en pasable inglés—: ¿Puedo ofrecerle un coñac, Monsieur?
Estaban cayendo en una mezcla de idiomas. Pasaban de uno a otro en medio de cualquier frase.
—¿Quiere alguien presentarme a este parangón entre los hombres, para que pueda aceptar su generoso ofrecimiento?
—Le comte de Thiry, tengo el honor de presentarle a lord Andrew Killigerran. —Michael los unió con un gesto y ellos se estrecharon la mano.
—Tiens! ¡Un verdadero lord inglés!
—Escocés, querido amigo. Hay una gran diferencia. —Saludó al conde con el vaso en alto—. Encantado, sin duda.
“Y esta hermosa señorita es su hija. El parecido… hermosa…
—Centaine —intervino Anna—, lleva tu caballo al establo y atiéndelo.
Centaine, sin prestarle atención, sonrió a Andrew. La sonrisa interrumpió hasta las bravatas de Michael, porque la transformaba.
—Creo que debo echar un vistazo a nuestro paciente.
Fue el médico del Ejército quien quebró el hechizo, al adelantarse para retirar los vendajes de Michael. Anna, al comprender el gesto, aunque no las palabras, se interpuso con toda su mole.
—Dígale que si toca mi obra le rompo el brazo.
—Temo que sus servicios ya no hacen falta —tradujo Michael, en beneficio del joven médico.
—Tome un poco de coñac —lo consoló Andrew—. No es nada malo.
—¿Usted es terrateniente, milord? —preguntó el conde a Andrew con sutileza—. Por supuesto.
—Bien sur… —Andrew hizo un gesto expansivo que representaba miles de hectáreas y, al mismo tiempo, puso el vaso al alcance del conde, que estaba llenando un vaso al médico. Mientras el anfitrión volvía a llenárselo, el piloto repitió—: Por supuesto, las propiedades de la familia… ¿comprende usted?
—Ah. —El único ojo del conde centelleó al echar un vistazo a su hija—. ¿Y su difunta esposa le ha dejado cuatro hijos?
Por lo visto no había comprendido con mucha claridad el diálogo anterior.
—No tengo hijos ni esposa. Mi alegre amigo —explicó Andrew, señalando a Michael—, gusta de hacer bromas. Bromas inglesas muy malas.
—¡Ja, bromas inglesas!
El conde bramaba de risa. Hubiera dado una palmada contra el hombro de Michael, si Centaine no se hubiese apresurado a protegerlo del golpe.
—Ten cuidado, papá. Está herido.
—Se quedan todos a almorzar, por supuesto —declaró el conde—. Verá usted, Milord, mi hija es una de las mejores cocineras de la provincia.
—Con un poquito de ayuda —murmuró Ana, algo disgustada.
—Me parece que debería volver al hospital —murmuró el joven médico, tímidamente—. Me siento inútil aquí.
—Estamos invitados a almorzar —le indicó Andrew—. Tome coñac.
—Bien podría. —El médico sucumbió sin protestar. Entonces el conde anunció:
—Hay que bajar a la bodega.
—Papá… —comenzó Centaine, amenazadora.
—¡Tenemos invitados! —El conde mostró la botella de coñac, ya vacía, y ella se encogió de hombros.
—Milord, ¿me ayudará usted a seleccionar bebidas adecuadas?
—Es un honor, Monsieur le comte.
Bajo la mirada de Centaine, los dos bajaron del brazo por la escalera de piedra. En los ojos de la muchacha había una expresión pensativa.
—Es dróle, su amigo… y muy leal. Fíjese cómo ha corrido en su auxilio, y cómo ha conquistado a mi padre.
A Michael le sorprendió la creciente antipatía que le inspiraba Andrew en ese momento.
—Ha olfateado el coñac —murmuró—. Sólo por eso ha venido.
—Pero ¿y los cuatro hijos? —inquirió Anna—. ¿Y la madre?
Le costaba tanto como al conde seguir la conversación.
—Cuatro madres diferentes —explicó el piloto—. Cuatro hijos de cuatro madres diferentes.
—¡Es un polígamo! —chilló Anna, henchida de espanto y afrenta.
—No, no —la tranquilizó Michael—. Ya ha oído que él lo ha negado. Es hombre de honor, incapaz de hacer semejante cosa. No está casado con ninguna de ellas.
Michael mentía sin ningún reparo. Necesitaba tener un aliado dentro de la familia, pero en ese momento la pareja feliz volvió de las bodegas cargada de botellas.
—Es la caverna de Alí Babá —se regocijó Andrew—. El conde la tiene llena de buen material. —Dejó cinco o seis botellas sobre la mesa de la cocina, frente a Michael—. ¡Fíjate esto! Treinta años de envejecimiento, cuanto menos. —Entonces miró a su amigo con más atención—. Tienes un aspecto horrible, muchacho. Pareces un muerto resucitado.
—Gracias, muy amable —sonrió Michael, débilmente.
—La preocupación lógica entre hermanos… —Andrew forcejeaba para descorchar una de las botellas. Su voz se redujo a un susurro conspiratorio—. ¡Por Dios, qué bocado! —Echó un vistazo al otro extremo de la cocina, donde las mujeres estaban ocupadas junto a la gran cacerola de cobre—. Me gustaría echarle mano.
La antipatía que Andrew inspiraba a Michael se convirtió en odio declarado.
—Ese comentario me resulta absolutamente repulsivo —dijo—. Mira que hablar así de una muchacha tan inocente, tan buena, tan… tan… —Michael tartamudeó hasta quedar en silencio.
Andrew volvió la cabeza para mirarlo, extrañado.
—Michael, muchacho, aquí no se trata sólo de unas cuantas quemaduras y magullones, sino de algo más grave. Hará falta una terapia intensiva. —Llenó un vaso—. Para comenzar, prescribo una dosis liberal de este excelente clarete.
A la cabecera de la mesa, el conde había descorchado otra botella para llenar el vaso del médico.
—¡Un brindis! —gritó—. ¡Abajo los malditos boches!
—A bas les boches! —gritaron todos.
En cuanto bebieron por ese brindis, el conde apoyó una mano sobre el parche negro que le cubría el ojo que le faltaba.
—Ellos me hicieron esto, en Sedán, en 1870. Me quitaron el ojo, pero lo pagaron caro, los demonios. Sacré bleu, ¡cómo peleamos! ¡Como tigres! ¡Tigres, éramos!
—Gatos de albañal —corrigió Anna, desde el otro lado de la cocina.
—Tú no sabes nada de batallas ni de guerra. Estos valientes jóvenes sí, ellos entienden. ¡Brindo por ellos! —Y lo hizo, copiosamente, para luego preguntar—: Bueno, ¿dónde está la comida?
Era un sabroso ragout de jamón, salchichas y huesos de caracú. Anna llevó unos platos hondos, humeantes, desde la cocina, mientras Centaine amontonaba pequeñas hogazas de pan fresco sobre la mesa desnuda.
—Ahora digan, ¿cómo anda la batalla? —preguntó el conde, mientras partía un poco de pan para sumergirlo en su plato—. ¿Cuándo termina esta guerra?
—No arruinemos tan buena comida —replicó Andrew, desechando la pregunta.
Pero el conde, con migas y salsa en el bigote, insistió:
—¿Qué se sabe de una nueva ofensiva aliada?
—Será en el Oeste, otra vez en el río Somme. Es allí donde debemos quebrar las líneas alemanas.
Había sido Michael quien había contestado, con tranquila autoridad. Casi de inmediato concentró la atención general. Hasta las dos mujeres se acercaron desde el fogón. Centaine ocupó el banco vecino al suyo, clavando en él los ojos serios, esforzándose por atender la conversación en inglés.
—Y usted, ¿cómo sabe todo eso? —lo interrumpió el conde.
—Porque su tío es general —explicó Andrew.
—¡General! —El anfitrión miró a Michael con renovado interés—. Centaine, ¿no ves que nuestro anfitrión tiene dificultades?
Mientras Anna gruñía, ceñuda, Centaine se inclinó hacia el plato de Michael para cortarle la carne en porciones fáciles de manejar.
—¡Siga! ¡Continúe! —urgió el dueño de la casa a Michael—. ¿Y después?
—El general Haig girará hacia la derecha. Esta vez logrará atravesar la retaguardia alemana y hacerlos retroceder.
—¡Ja! ¡Conque aquí estamos a salvo!
El conde alargó la mano hacia la botella de clarete, tranquilizado, pero Michael sacudió la cabeza.
—Temo que no, al menos no del todo. Esta sección de la línea se halla carente de reservas; los frentes de regimiento están reducidos a la fuerza de un batallón. Todo aquello de lo que se puede prescindir está siendo llevado para participar en un nuevo ataque contra el Somme.
El conde puso cara de alarma.
—Eso es una estupidez criminal. Sin duda los alemanes contraatacarán aquí para tratar de reducir la presión en el frente del Somme.
—Y la línea de aquí, ¿podrá resistir? —preguntó Centaine ansiosa.
Involuntariamente, levantó la mirada hacia las ventanas de la cocina. Desde allí se podían ver los barrancos, en el horizonte. Michael vaciló.
—Oh, no dudo que podremos retenerlos el tiempo suficiente, sobre todo si la batalla en el Somme resulta tan rápida y eficaz como esperamos. Entonces la presión sobre esta zona se aliviará pronto, según las avanzadas aliadas barran la retaguardia alemana.
—Pero ¿y si la batalla se estanca y vuelve a ser igual para ambos bandos? —preguntó la muchacha en flamenco, suavemente.
Para ser mujer, y dado su poco dominio del inglés, captaba bien las cosas esenciales. Michael consideró su pregunta con respeto y respondió, en afrikaans, como si estuviera hablando con otro hombre.
—En ese caso nos veremos muy presionados, sobre todo porque los alemanes cuentan con superioridad en el aire. Tal vez volvamos a perder los barrancos. —Hizo una pausa, con el entrecejo fruncido—. Tendremos que traer reservas rápidamente. Hasta es posible que nos veamos forzados a retroceder hasta Arras…
—¡Hasta Arras! —exclamó Centaine—. Eso significa que…
No concluyó. En cambio echó una mirada en derredor, como si ya se estuviera despidiendo de su hogar. Arras estaba muy lejos en dirección a la retaguardia. Michael asintió.
—Una vez que se inicie el ataque, ustedes se verán en un peligro extremado. Harían bien en evacuar el castillo y retroceder hasta Arras quizá hasta París.
—¡Jamás! —gritó el conde, volviendo a hablar en francés—. ¡Un De Thiry no retrocede!
—Salvo en Sedán —murmuró Anna.
Pero el conde no se molestó en escuchar semejante comentario.
—Aquí estaré, en mis propias tierras. —Señaló el antiguo rifle “chassepot” que pendía en la pared de la cocina—. Allí está el arma que llevaba en Sedán. Los boches aprendieron a temerle. Y volverán a aprender esa lección. ¡Louis de Thiry les enseñará!
—¡Valor! —gritó Andrew—. Quiero brindar. ¡Por el valor francés y el triunfo de las armas francesas!
Naturalmente, el conde tuvo que retribuir con un brindis por “el general Haig y nuestros gallardos aliados británicos”.
—El capitán Courtney es sudafricano —apuntó Andrew—. Deberíamos brindar por ellos.
—¡Ah! —exclamó el conde en inglés, entusiasmado—. ¡Por el general…! ¿Cómo se llama su tío, el general? ¡Por el general Sean Courtney y sus valientes sudafricanos!
—Este caballero —observó Andrew, señalando al médico, que, con ojos de búho, se balanceaba suavemente en el banco, a su lado—, es oficial del cuerpo médico. ¡Un gran servicio, digno de un brindis!
—¡Por el cuerpo médico!
El conde había aceptado el desafío, pero al alargar la mano hacia su vaso sus dedos se estremecieron sin tocarlo. La superficie del vino rojo se agitó en pequeñas ondulaciones circulares, que lamieron el cristal. El conde quedó petrificado. Todas las cabezas se levantaron.
Los vidrios de las ventanas temblaban en los marcos. En eso se oyó otra vez el rumor de los cañones, desde el Norte. Una vez más, las armas alemanas estaban atacando los barrancos, ladrando como perros salvajes. Mientras escuchaban, en silencio, todos imaginaron el tormento de los hombres refugiados en las trincheras lodosas, a pocos kilómetros de aquella cocina cálida, donde ellos se llenaban el estómago de buena comida y buen vino.
Andrew levantó el vaso, diciendo suavemente:
—Por aquellos pobres hombres que están en el barro.
Y esa vez hasta Centaine tomó un sorbo, del vaso de Michael; sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Detesto comportarme como un aguafiestas —dijo el joven médico mientras se levantaba con movimientos inseguros—, pero esa descarga de artillería es como el silbato de una fábrica para mí. Creo que los carros de carnicería ya estarán en camino.
Michael trató de levantarse con él, pero tuvo que apoyarse, apresuradamente en la mesa.
—Quisiera agradecerle, Monsieur le comte —comenzó, formalmente—, por su gentileza… —La palabra se le enredó en la lengua y tuvo que repetirla, pero entonces perdió el hilo de su discurso—. Saludó a su hija, Mademoiselle de Thiry, l’ange du bonheur…
Se le doblaron las rodillas y cayó suavemente.
—¡Está herido! —gritó Centaine, levantándose de un salto para sostenerlo antes de que llegara al suelo, con uno de sus esbeltos hombros bajo la axila—. Ayúdenme —suplicó.
Andrew se adelantó, zigzagueante, para acudir en su auxilio. Entre ambos se lo llevaron, medio a la rastra, por la puerta de la cocina.
—Con cuidado. Su pobre brazo. —Centaine jadeaba por el esfuerzo de levantar a Michael para introducirlo en el sidecar de la motocicleta—. ¡No le haga daño!
El piloto se acurrucó en el asiento acolchado, con una sonrisa beatífica en las pálidas facciones.
—¡Quédese tranquila, Mademoiselle, que no sufre, el muy maldito! —aseguró Andrew, mientras se hacía cargo de los mandos.
—¡Espéreme! —gritó el médico.
Él y el conde, prestándose mutuo apoyo, descendieron los peldaños en una involuntaria arremetida lateral.
—Suba —invitó Andrew.
Al tercer intento logró poner en marcha el “Ariel”, en un rugir de humo azul.
El médico subió mientras el conde metía una de las dos botellas de clarete que llevaba en el bolsillo lateral de Andrew.
—Para el frío —explicó.
—Usted es un príncipe en esta Tierra.
Andrew soltó el freno y el “Ariel” tomó la curva, chirriando.
—¡Cuide bien de Michael! —gritó Centaine.
—¡Mis repollos! —aulló Anna, al ver que el piloto atajaba pasando por su huerta.
—¡A bas les boches! —bramó el conde.
Y bebió un último trago de la otra botella, antes de que Centaine pudiera confiscarla y quitarle de encima el peso de las llaves de la bodega.
Al final del largo camino que bajaba desde el castillo, Andrew frenó la motocicleta; luego a ritmo más tranquilo, se unió a la patética procesión que venía desde los barrancos, por la cenagosa y maltratada carretera principal.
Los carros del carnicero, como se llamaban irreverentemente las ambulancias, iban muy cargados con los frutos del renovado bombardeo alemán. Avanzaban trabajosamente entre los charcos, con hileras de camillas en la parte posterior, sacudidas por cada tumbo del camino. La sangre de los heridos que ocupaban el nivel superior empapaba la lona y goteaba sobre los que iban debajo.
Por los márgenes del camino iban pequeños grupos de heridos en condiciones de caminar, ya sin fusiles, prestándose mutuo apoyo, con abultados vendajes de primeros auxilios atados en sus heridas; todos con la cara pálida de sufrimiento y los ojos vacíos de toda expresión. Los uniformes estaban cubiertos de barro; en general, los movimientos eran mecánicos, como si y nada les importara.
El médico, que empezaba a recobrar la sobriedad, bajó del pequeño asiento y seleccionó a los más graves de los heridos que iban caminando. Cargaron a dos de ellos en el asiento, uno a horcajadas sobre el depósito de gasolina, frente a Andrew, y otros tres en el sidecar, con Michael. El médico corría tras la sobrecargada “Ariel”, empujándola para que cruzara los hoyos de barro. Un kilómetro y medio más adelante, cuando llegaron al hospital, frente a la entrada de la aldea de Mort Homme, estaba completamente sobrio. Ayudó a sus nuevos pacientes para que descendieran del sidecar y se volvió hacia Andrew.
—Gracias —dijo—. Ese descanso me hacía falta. —Echó un vistazo a Michael, que seguía desmayado en el sidecar Mírelo. No podemos seguir eternamente así.
—Michael está algo bebido, nada más.
Pero el médico sacudió la cabeza.
—Fatiga de batalla —dijo—. Neurosis de guerra. Todavía no lo entendemos bien, pero parece que existe un límite a lo que estos pobres diablos pueden soportar. ¿Cuánto tiempo lleva volando sin descanso? ¿Tres meses?
—No le pasa nada —afirmó el compañero, con ferocidad—. Ya se le pasará.
Y puso una mano protectora sobre el hombro herido de Michael, recordando que habían pasado seis meses desde su último permiso.
—Mírelo: tiene todos los síntomas. Flaco como si pasara hambre; se retuerce, tiembla. Y esos ojos. Apostaría a que muestra una conducta desequilibrada, ilógica; ¿alterna un humor sombrío con grandes entusiasmos? ¿Me equivoco?
Andrew asintió, a su pesar.
—Si ahora llama al enemigo “sabandija asquerosa” y ametralla a los sobrevivientes de algún avión alemán estrellado, dentro de un minuto dirá que son tipos gallardos y dignos de aprecio. La semana pasada dio un puñetazo a un piloto que se incorporaba, por tratarlos de hunos.
—¿Valentía sin miramientos?
Andrew recordó el episodio de los globos, esa mañana, pero no contestó.
—¿Qué se puede hacer? —preguntó, desalentado.
El médico se encogió de hombros, con un suspiro, y le tendió la mano.
—Adiós y buena suerte, mayor.
Mientras se alejaba ya iba quitándose la chaqueta y arremangándose la camisa.
A la entrada de la huerta, poco antes de llegar al campamento del escuadrón, Michael se incorporó súbitamente y, con la solemnidad del juez al pronunciar la sentencia de muerte, dijo:
—Voy a vomitar.
Andrew llevó la motocicleta junto a la carretera y le sostuvo la frente.
—Ese clarete era excelente —se lamentó—. ¡Y ese coñac “Napoleón”! ¡Si hubiera algún modo de salvarlo!
Michael, después de vomitar ruidosamente, volvió a dejarse caer en el sidecar y anunció, con la misma solemnidad:
—Quiero que sepas que estoy enamorado.
La cabeza se le cayó hacia atrás y volvió a desmayarse.
Andrew, sentado en la “Ariel”, desabrochó con los dientes la botella.
—Eso, definitivamente, merece un brindis. Bebamos por tu auténtico amor. —Y ofreció la botella a la silueta inconsciente—. ¿No te interesa?
Bebió directamente, y al bajar la botella se echó a sollozar de modo inexplicable e incontrolable. Trató de contener las lágrimas, pues no lloraba desde los seis años, y de pronto recordó las palabras del joven médico: “Conducta desequilibrada e ilógica.” El llanto lo abrumó. Le corrieron las lágrimas por las mejillas sin que tratara siquiera de enjugarlas. Sentado en el asiento de la motocicleta, se estremecía de silencioso dolor.
—Michael, muchacho —susurró—, ¿qué va a ser de nosotros?
Estamos condenados; no tenemos esperanza, Michael; no hay esperanza para ninguno de nosotros.
Se cubrió la cara con ambas manos y sollozó como si se le partiera el corazón.
Michael despertó ante el tintineo de la bandeja que Biggs estaba poniendo sobre su colchón. Trató de incorporarse, con un gruñido, pero las heridas volvieron a tumbarlo.
—¿Qué hora es, Biggs?
—Las siete y media, señor, de una encantadora mañana primaveral.
—Biggs, por el amor de Dios… ¿por qué no me has despertado? Me he perdido la patrulla del amanecer…
—No, no la hemos perdido, señor —murmuró Bíggs, consolándolo—; nos hemos quedado en tierra.
—¿En tierra?
—Órdenes de lord Killigerran; fuimos gravemente atacados por una botella de coñac, señor.
—Antes de eso estrellé a la vieja tortuga voladora —comentó Michael, que comenzaba a recordar.
—La desparramó por toda Francia, señor, como a manteca sobre una tostada.
—¡Pero se la dimos, Biggs, a los alemanes!
—A los dos globos, sí, señor.
—Supongo que se pagaron las apuestas, Biggs. ¿O perdiste tu dinero?
—Nos llenamos bien los bolsillos, gracias a usted, señor Michael. —Biggs tocó los otros artículos que acompañaban al cacao—. Aquí tiene su botín. —Había un buen fajo de billetes de una libra—. Tres a uno, señor, más su apuesta original.
—Tienes derecho al diez por ciento de comisión, Biggs.
—Dios lo bendiga, señor. —Dos billetes desaparecieron en el bolsillo de Biggs, como por arte de magia.
—Bueno, Biggs, ¿qué otra cosa hay aquí?
—Cuatro Aspros, por gentileza de lord Killigerran.
—Él salió a volar, por supuesto, ¿no? —Michael, agradecido, tragó las píldoras.
—Por supuesto, señor. Han salido al alba.
—¿Con quién va?
—Con el señor Banner, señor.
—Uno de los nuevos —caviló Michael, entristecido.
—A lord Andrew no le pasará nada. No se preocupe, señor.
—Sí, por supuesto. ¿Y qué es esto? —inquirió el piloto, despabilándose.
—Las llaves de la motocicleta de lord Killigerran, señor.
Dice que debe usted llevar al conde sus salaams, sea eso lo que fuera, señor, y su tierna admiración a la señorita.
—Biggs… —Los Aspros habían hecho un milagro; de pronto, Michael se sintió ligero, libre de preocupaciones, alegre. Las heridas ya no le dolían; tampoco la cabeza—. Biggs, ¿podrías sacar mi uniforme de gala, lustrar un poco las botas y pulir las hebillas de bronce?
El criado le dedicó una cariñosa sonrisa.
—Conque vamos de visita, ¿eh, señor?
—Sí, Biggs, en efecto.
Centaine despertó en la oscuridad, escuchando los cañones. La aterrorizaban. Jamás podría acostumbrarse a la tormenta bestial, insensata, que tan impersonalmente repartía muerte y daños indecibles. Recordó los meses del verano anterior que, por un período breve, las baterías alemanas estuvieron cerca del castillo. Fue por entonces cuando abandonaron las plantas superiores de la casona para mudarse al piso inferior. Los criados habían huido mucho antes (todos menos Anna, por supuesto); la diminuta celda que Centaine ocupaba en ese momento había pertenecido a una de las doncellas.
Todo su modo de vida cambió dramáticamente desde que las olas de la guerra se abatían sobre ellos. Aunque no eran adictos al estilo grandioso que observaban otras familias de la provincia, siempre habían dado cenas y fiestas, contando con veinte criados para encargarse de todo. En ese momento llevaban una existencia casi tan simple como la de sus servidores antes de la guerra.
Centaine apartó sus malos pensamientos junto con los cobertores y corrió descalza por el estrecho pasillo. En la cocina estaba Anna, ya ante el fuego, alimentándolo con trozos de roble.
—Ya iba a despertarte con una jarra de agua fría —dijo, gruñona.
Centaine la abrazó y la llenó de besos hasta hacerla sonreír. Luego fue a calentarse ante la cocina. Anna vertió agua hirviendo en la vasija de cobre puesta en el suelo; luego agregó agua fría.
—Vamos, señorita —ordenó.
—Oh, Anna, ¿es forzoso? —¡Muévete!
Centaine, a su pesar, se quitó el camisón por la cabeza y se estremeció; el frío le erizaba la piel de los antebrazos y del redondo trasero.
—Date prisa.
Se metió dentro de la tina, y Anna, arrodillada ante ella, sumergió una franela. Con movimientos metódicos y prácticos, enjabonó todo el cuerpo de Centaine, empezando por los hombros para bajar hasta los dedos de las manos. Aun así podía disimular el orgullo y el amor que suavizaban su fea cara.
Esa criatura estaba deliciosamente bien formada, aunque quizá los pechos y el trasero eran demasiado pequeños. Anna tenía esperanzas de engordarlos con una dieta rica en féculas, cuando fuera posible obtenerlas fácilmente otra vez. Su piel era suave, del color de la manteca, allí donde el sol no la tocaba; en cambio, en los sitios expuestos tendía a tomar un oscuro brillo de bronce que a Anna le parecía muy inapropiado.
—Tienes que ponerte guantes y manga larga, este verano —la regañó.
—Apresúrate, Anna. —Centaine, estremecida, ocultó bajo los brazos los pechos enjabonados.
Anna le levantó los brazos para frotarle las axilas. Las burbujas corrieron en largos trazos de encaje por los flancos delgados, donde se veía el ondular de las costillas.
—No seas tan brusca —se quejó la muchacha.
La antigua niñera le examinó críticamente los miembros; eran rectos y largos, aunque demasiado fuertes para una dama; demasiado montar a caballo, caminar y correr. Anna meneó la cabeza.
—¿Y ahora qué pasa? —protestó Centaine.
—Estás dura como un muchacho; tienes la panza demasiado musculosa para tener bebés —replicó Anna, deslizándole la franela por el cuerpo.
—Ay!
—Quédate quieta. ¿O prefieres oler como las cabras?
—Anna, ¿no te gustan los ojos azules?
La vieja niñera gruñó; sabía, instintivamente, hacia dónde se encaminaba la discusión.
—¿De qué color pueden ser los ojos de un bebé, si la madre los tiene castaños y el padre de un azul adorable, brillante?
Anna le azotó en el trasero con la franela.
—Basta ya con eso. A tu padre no le gustará esa conversación.
Centaine, sin tomar en serio la amenaza, siguió soñando.
—Los pilotos son muy valientes, ¿no te parece, Anna? Han de ser los hombres más valientes del mundo. —De pronto se puso enérgica—. Eh, Anna, se me hace tarde para contar los pollos.
Y salió del agua con un solo brinco, esparciendo gotas de agua sobre las lajas del piso, mientras Anna la envolvía en una toalla calentada frente a la cocina.
—Anna, ya está aclarando.
—Después vuelves inmediatamente —ordenó la criada—. Hoy tenemos mucho que hacer. Tu padre nos ha reducido al hambre con su equivocada generosidad.
—Había que ofrecer una buena comida a esos gallardos pilotos.
Centaine se puso la ropa y se sentó en el banquillo para atarse las botas de montar.
—No se te ocurra ir a tontear al bosque.
—Oh, Anna, basta. —La muchacha se levantó de un salto y bajó ruidosamente la escalera.
—¡Te vienes inmediatamente, oyes! —le chilló la mujer.
Nuage, al oírla llegar, lanzó un leve relincho. Centaine le echó ambos brazos al cuello para besarle el hocico aterciopelado.
—Bonjour, querido mío.
Había robado dos terrones de azúcar ante las narices de Anna, y Nuage le humedeció la palma al comerlos. La muchacha se limpió la mano en el cuello del animal; cuando giró para descolgar la montura, recibió un hocicazo en la parte baja de la espalda; el caballo pedía más.
Afuera estaba oscuro y hacía frío; azuzó al caballo hasta ponerlo al trote largo, disfrutando de la helada corriente de aire; que les castigaba el rostro; la nariz y las orejas comenzaban a ponérsele rosadas y le lloraban los ojos. En lo alto de la colina, frenó a Nuage para contemplar el suave brillo metálico del alba en el largo horizonte, que iba tomando el color de las naranjas maduras. A su espalda centelleaba ocasionalmente la falsa aurora: provocada por los ataques de artillería, pero ella no les hizo caso, y esperó la llegada de los aviones.
De pronto llegó el rugir distante de los motores, imponiéndose al ruido mismo de los cañonazos, y un momento después aparecieron en el cielo amarillo, fieros, veloces y bellos como halcones. Como siempre, la muchacha sintió que su pulso se precipitaba y se levantó en la montura para saludarlos.
Llevaba la delantera el aparato verde, con sus rayas de victoria: el loco escocés. Ella alzó ambos brazos, estirándolos mucho.
—¡Vayan con Dios… y vuelvan sanos y salvos! —gritó, a modo de bendición.
Le respondió un destello de dientes blancos bajo el casco ridículo, y el aparato meneó las alas, un momento antes de perderse en las nubes sombrías, siniestras, que pendían sobre las líneas alemanas.
Ella siguió contemplándolos, mientras los otros aparatos se cerraban en torno del jefe, en formación de combate. La inundaba una enorme tristeza, una horrible sensación de impotencia.
—¡Por qué no seré hombre! —gritó—. ¡Oh, por qué no puedo ir con vosotros!
Pero ya se habían perdido de vista. Entonces inició el descenso de la colina.
“Todos ellos van a morir —se dijo—. Todos los hombres jóvenes, fuertes y guapos. Y sólo quedarán los viejos, los baldados y feos. —El tronar de los cañones lejanos hizo de contrapunto a su miedo—. Ojalá, oh, ojalá…”.
El potro echó las orejas hacia atrás, pero ella no terminó la frase, pues no sabía qué deseaba. Sólo sabía que, en su interior, un vacío enorme ansiaba ser llenado; era un vasto deseo de algo imposible de identificar y un dolor terrible por el mundo entero. Soltó a Nuage para que pastara en el pequeño prado, detrás del castillo, y cargó al hombro la silla de montar.
Al entrar besó a su padre, que estaba sentado a la mesa de la cocina. El parche del ojo le daba un aspecto pícaro, aunque tenía el otro ojo inyectado en sangre; su cara arrugada, como la de un sabueso; olía a ajos y a vino rancio.
Como de costumbre, estaba riñendo con Anna, en tono amistoso. Al sentarse frente a él, con el tazón de café entre las manos, Centaine se preguntó, súbitamente, si Anna y su padre formaban pareja. Inmediatamente después se preguntó cómo era posible que esa idea no se le hubiera ocurrido antes.
Como para toda muchacha criada en el campo, el proceso de la procreación no era un misterio para ella. A pesar de las primeras protestas de Anna, ella ayudaba siempre cuando traían las yeguas del distrito para aparearlas con Nuage. Sólo ella podía calmar al gran semental una vez que olfateaba a la yegua, a fin de que cumpliera con su función sin lastimarse ni herir al objeto de sus arrebatos.
Por un proceso de lógica, había llegado a la conclusión de que el hombre y la mujer debían funcionar según principios similares. Cuando interrogó a Anna, la mujer comenzó amenazando con denunciarla ante su padre y lavarle la boca con jabón Y lejía. La muchachita insistió con paciencia, hasta que la vieja niñera, en un susurro áspero, le confirmó sus sospechas. Entonces miró al conde, sentado en el otro extremo de la cocina, con una expresión que Centaine nunca le había visto. Por entonces no había podido sondearla, pero en ese momento le encontraba sentido lógico.
Mientras los observaba reír y discutir, todo encajó en su sitio: la cama vacía de Anna, en ocasiones, cuando ella despertaba por alguna pesadilla e iba a su cuarto; la desconcertante aparición de alguna enagua, cuando barría bajo la cama de su padre. Apenas la semana anterior, Anna había salido del sótano, después de ayudar al conde a limpiar los establos improvisados, con briznas de paja en el dorso de las faldas y en el moño de pelo gris que le coronaba la cabeza.
De algún modo, el descubrimiento pareció acrecentar la desolación de Centaine, su sensación de vacío. Estaba realmente sola, aislada, carente de sentido, vacía y doliente.
—Voy a salir —anunció, levantándose de la mesa.
—Oh, no. —Anna le cerró el paso—. Tenemos que traer un poco de comida a esta casa, ya que tu padre ha repartido cuanto poseíamos. ¡Y usted, señorita, tendrá que ayudarme!
Centaine necesitaba escapar de ella, estar a solas. Esquivó ágilmente el brazo tendido y voló hacia la puerta de la cocina.
En el umbral se encontró con la persona más bella que había visto en toda su vida.
Iba vestido con botas relucientes e inmaculados pantalones de montar, de un color tostado apenas más claro que el de la chaqueta del uniforme. Le ceñía la cintura estrecha un lustroso cinturón de cuero con hebilla pulida. La cartuchera le cruzaba el pecho, destacando los anchos hombros.
A la izquierda lucía las alas del cuerpo de vuelo y una hilera de cintas de color; en las charreteras centelleaban las insignias de su rango y la gorra había sido cuidadosamente aplastada, a la manera de los pilotos veteranos, para formar un ángulo audaz sobre los ojos, imposiblemente azules.
Centaine retrocedió un paso para mirarlo, pues se erguía muy alto ante ella, como un joven dios. Entonces cobró conciencia de una sensación totalmente nueva. Su estómago parecía convertirse en gelatina, gelatina caliente, que chorreaba hacia abajo, densa como plomo fundido, por la parte inferior del cuerpo, hasta que sus piernas estuvieron a punto de ceder bajo tanto peso. Al mismo tiempo, tenía gran dificultad en respirar.
—Mademoiselle De Thiry.
Aquella visión de esplendor marital saludó y se tocó la visera de la gorra, haciéndole la venia. La voz era familiar. Reconoció esos ojos azules. El hombre llevaba el brazo izquierdo sostenido por una estrecha tira de cuero…
—Michael… —Su voz era inestable—. Capitán Courtney —se corrigió. Y de inmediato cambió de idioma—. ¿Mijnheer Courtney?
El joven dios le sonrió. Parecía imposible que fuera el mismo hombre, despeinado, lleno de barro y sangre, envuelto en harapos chamuscados, tembloroso y patético, que ella había ayudado a cargar en un estupor de dolor, debilidad y borrachera, en el sidecar de una motocicleta, la tarde anterior.
Cuando volvió a sonreírle, Centaine sintió que el mundo se abría bajo sus pies. Cuando se asentó, la órbita había cambiado y el planeta llevaba un nuevo rumbo entre las estrellas. Ya nada volvería a ser igual.
—Entrez, Monsieur.
Retrocedió. Al cruzar el hombre ese umbral, el conde se levantó de la mesa para correr a su encuentro.
—¿Cómo le va, capitán? —Estrechó la mano de Michael—. ¿Sus heridas?
—Están mucho mejor, gracias.
—Un poco de coñac las mejoraría —siguió el conde, mirando astutamente a su hija.
Pero el estómago de Michael se encogió ante esta sugerencia, haciéndole sacudir la cabeza, vehemente.
—No —dijo Centaine con firmeza. Y se volvió hacia Anna—. Debemos cambiar los vendajes al capitán.
Michael, entre protestas muy mansas, fue conducido hasta el banquillo, frente a la cocina. Anna le desabrochó el cinturón, mientras Centaine, desde atrás, le quitaba la chaqueta de los hombros. La antigua niñera retiró las vendas y emitió un gruñido de aprobación.
—Agua caliente, niña —ordenó.
Con mucho cuidado, le lavaron y secaron las quemaduras, para volver a cubrirlas con ungüento fresco y vendarlas con nuevas tiras de hilo.
—Están cicatrizando muy bien —afirmó Anna, mientras Centaine lo ayudaba a ponerse la camisa.
Hasta entonces no se había dado cuenta de lo suave que podía ser la piel de los hombres, en los costados y en la espalda. El vello oscuro se le rizaba en la base del cuello. Michael estaba tan flaco que cada vértebra de la columna sobresalía como las cuentas de un rosario, con dos cordones de músculo a ambos lados.
Dio la vuelta para abotonarle la camisa.
—Es usted muy gentil —dijo él suavemente.
Centaine no se atrevió a mirarlo a los ojos para no traicionarse delante de Anna.
El pecho del piloto estaba cubierto de vello grueso, resistente, elástico; ella lo rozó con la punta de los dedos, casi sin intención; las tetillas, duras y planas, eran muy pequeñas y rosadas, pero se pusieron rígidas y puntiagudas bajo su mirada. Ese fenómeno la dejó sorprendida y encantada; nunca hubiera soñado que a los hombres también les pudiera ocurrir.
—Vamos, Centaine —la regañó Anna.
Sobresaltada, ella se dio cuenta de que se había quedado con la vista fija en el cuerpo del joven.
—He venido a darles las gracias —explicó Michael—. No tenía intención de darles más trabajo.
—No es ningún trabajo-dijo Centaine, aún sin atreverse a levantar la mirada.
—Sin su ayuda, señorita, podía haber muerto quemado.
—¡No! —protestó ella, con innecesario énfasis.
La idea de la muerte relacionada con esa maravillosa criatura le era totalmente inaceptable. Por fin volvió a mirarlo a la cara, y fue como si el cielo estival asomara por las grietas de su cráneo: ese azul era el de sus ojos.
—Centaine, tenemos mucho que hacer. El tono de Anna era aún más áspero.
—Dejen que las ayude —intervino Michael, ansioso—. Me han dejado en tierra. Es decir, no me permiten volar.
Anna parecía dubitativa, pero el conde se encogió de hombros.
—Otro par de manos no nos vendría mal.
—Sería una forma de devolverles en parte… —insistió él.
—Pero con ese bonito uniforme…
Anna estaba buscando excusas. También echó un vistazo a las botas bien lustradas.
—Tenemos trajes de faena y botas de goma —interrumpió Centaine.
La niñera alzó los brazos, renunciando.
Centaine se dijo que hasta el dril azul y las botas de goma negra se veían elegantes en ese cuerpo esbelto, que bajaba al sótano para ayudar al conde en la limpieza de los establos.
Ella y Anna pasaron el resto de la mañana en la huerta, preparando el suelo para la siembra de primavera.
Cada vez que la muchacha bajaba al sótano, con la más endeble de las excusas, se detenía dondequiera Michael estuviera trabajando, bajo las indicaciones del conde, y ambos conversaban, vacilantes, tímidos, hasta que Anna bajaba la escalera.
—¡Y ahora dónde se ha metido esa niña! ¡Centaine! ¿Qué estás haciendo aquí?
Como si no lo supiera.
Los cuatro almorzaron en la cocina: tortillas aderezadas con cebollas y trufas, queso y pan moreno y una botella de vino tinto que Centaine autorizó, pero no tanto como para entregar a su padre las llaves de la bodega: fue ella misma a buscarla.
El vino suavizó el clima general; hasta Anna tomó un vaso y permitió que Centaine hiciera lo mismo. Entonces la conversación se hizo cómoda y fácil, puntuada por algunas carcajadas.
—Ahora bien, capitán. —El conde se volvió finalmente hacia Michael, con un brillo calculador en el único ojo—. Usted y su familia, ¿a qué se dedican, allá en África?
—Somos granjeros —respondió el joven.
—¿Arrendatarios? —averiguó el conde, cauteloso.
—No, no —rió Michael—. Cultivamos nuestras propias tierras.
—Ah, son terratenientes. —El tono del francés cambió. Como todo el mundo sabía, la tierra era la única riqueza verdadera—. ¿Y qué extensión tienen las propiedades de su familia?
—Bueno… —balbuceó el piloto, con cara azorada—. Son bastante grandes. La mayor parte está en poder de una empresa formada por la familia, mi padre y mi tío…
—¿Su tío el general? —le instó el conde.
—Sí, mi tío Sean.
—¿Cien hectáreas, tal vez?
—Un poco más —dijo Michael, inquieto en su banco, jugueteando con su panecillo.
—¿Doscientas?
El conde parecía tan expectante que él no pudo evadir más el tema.
—En total, comprendiendo las plantaciones y los ranchos de ganado, más algunas tierras que poseemos en el Norte, son más o menos cuarenta mil hectáreas.
—¿Cuarenta mil? —repitió el francés, mirándolo fijamente. Por las dudas, por si hubiera algún malentendido, lo dijo en inglés—: ¿Cuarenta mil hectáreas, ha dicho?
Michael asintió, incómodo. Sólo en tiempos recientes había comenzado a sentir cierta timidez en cuanto a las posesiones de su familia.
—¡Cuarenta mil hectáreas! —exclamó el conde, reverencialmente. Y agregó—: Y usted tiene muchos hermanos, claro. El piloto sacudió la cabeza. —Por desgracia, soy hijo único.
—¡Ja! —le espetó el francés, con transparente alivio.
—¡No lo sienta tanto! —Y le palmeó el brazo, en un gesto paternal. Echó un vistazo a su hija, y, por primera vez, reconoció la expresión con que estaba mirando al piloto.
“Y está bien —pensó tranquilamente—. Cuarenta mil hectáreas. Hijo único.”
Su hija era una mujer francesa; conocía bien el valor de cada centavo, sacré bleu; lo conocía mejor que él mismo. Le dedicó una sonrisa amorosa por encima de la mesa. En muchos aspectos era una niña, pero en otros era una joven y astuta mujer francesa. Desde que el capataz huyó a París, dejando en el caos las cuentas y los libros de la propiedad, había sido Centaine quien se había hecho cargo de las finanzas. El conde nunca se había interesado mucho por el dinero; para él siempre sería la tierra la única riqueza verdadera; pero su hija era avispada. Hasta contaba las botellas del sótano y los jamones colgados a ahumar.
Tomó un sorbo de vino tinto y siguió cavilando, alegremente. ¡Habría tan pocos buenos partidos después de esa matanza, esa carnicería! ¡Y cuarenta mil hectáreas!
—Chérie —propuso—, si el capitán quisiera tomar el rifle y cazarnos unas cuantas palomas bien gordas, y si tú llenaras un cesto de trufas, que tal vez haya unas cuantas todavía, ¡qué cena podríamos preparar para esta noche!
Centaine palmoteó, encantada, pero Anna lo fulminó, con la cara roja de indignación, desde el otro lado de la mesa.
—Anna los acompañará, por supuesto —se apresuró a agregar el padre—. No es cuestión de provocar escándalos indebidos, ¿verdad?
“Bien se puede sembrar una semilla —pensó—, si es que no está ya germinando. ¡Cuarenta mil hectáreas, merde!”
El cerdo se llamaba Káiser Wilhelm; Klein Willie, para abreviar. Era tan gordo que Michael, al verlo entrar en el bosque de robles, se acordó de los hipopótamos machos. Las puntiagudas orejas le caían sobre los ojos; la cola se curvaba como un rollo de alambre de púas sobre el lomo, exponiendo generosamente los testículos, albergados en una bolsa rosada y brillante que parecía hervida en aceite.
—Vas-y, Willie! Cherche! —gritaban Centaine y Anna, al unísono. Al mismo tiempo, ambas debían tirar de la traílla con todas sus fuerzas para contener a la enorme bestia—. Cherche! ¡Busca!
Y el cerdo olfateaba, ansioso, la tierra húmeda, de color de chocolate, bajo los robles, arrastrando tras de sí a las dos mujeres. Michael los seguía con una pala al hombro, riendo de placer por la novedad de la caza, al trote para no perderlas.
Al adentrarse en el bosque cruzaron un arroyo estrecho, que corría con fuerza. Siguieron por la orilla, entre resoplidos y gritos de aliento. De pronto, el cerdo dejó escapar un chillido goloso y comenzó a escarbar en la tierra suelta con el hocico blando.
—¡Ha encontrado una! —exclamó Centaine, llena de entusiasmo.
Ella y Anna tironearon con energía de la traílla.
—¡Michael! —jadeó la muchacha, por sobre el hombro. En cuanto lo saquemos usted tendrá que darle a la pala, muy deprisa. ¿Está dispuesto?
—¡Sí!
Centaine sacó, del bolsillo de su falda, una trufa marchita y enmohecida por la vejez. Cortó una rodaja con la navajita plegable y la acercó al hocico del cerdo hasta donde le fue posible. Durante unos segundos el animal no le prestó atención. De pronto captó el aroma de la trufa cortada y emitió un gruñido glotón, tratando de tomarle la mano con la boca babeante, mientras ella la apartaba y retrocedía, con el cerdo tras ella.
—¡Pronto, Michael! —gritó.
Él excavó la tierra con la pala. Con media docena de golpes puso al descubierto el hongo enterrado. Anna se dejó caer de rodillas y lo liberó de la tierra a mano limpia.
—¡Miren que belleza! —les mostró al sacarlo; estaba lleno de tierra oscura y tenía casi el tamaño de un puño.
Por fin Centaine dio al cerdo la tajada de trufa; una vez que el animal la tragó, se le permitió volver al agujero vacío y olfatear la tierra suelta, para asegurarse de que el hongo había desaparecido.
—Cherche!
Y la cacería recomenzó. Al cabo de una hora, el cestito estaba lleno de bultos desiguales, de aspecto poco apetitoso. Anna declaró:
—Basta con esto. Si siguiéramos cogiendo, el resto se echaría a perder. Ahora, algunas palomas. ¡Veremos si el capitán africano sabe disparar!
Ambos corrieron tras el cerdo, riendo y jadeando por las praderas hasta el castillo, donde Centaine guardó las trufas en la alacena y Anna devolvió el cerdo a su sitio, para luego descolgar el rifle de la pared. Entregó el arma a Michael y lo observó, en tanto él revisaba los cañones, los cerraba y se llevaba el fusil al hombro para probar el equilibrio. A pesar de que las quemaduras lo estorbaban, Anna sabía reconocer a un buen obrero por la forma de manejar sus herramientas, y su expresión se suavizó, aprobadora.
Michael, por su parte, quedó encantado al descubrir que el arma era un venerable “Holland y Holland”; sólo los ingleses eran capaces de crear un cañón que disparara de modo tan igual.
—¡Excelente! —comentó a Anna, que le entregaba la bolsa de balas.
—Yo le mostraré un buen lugar. —Centaine lo cogió de la mano para conducirlo, pero al ver la expresión de Anna se la soltó apresuradamente—. Por la tarde, las palomas vuelven al bosque —explicó.
Caminaron por las lindes del bosque; Centaine iba delante, alzando sus faldas para esquivar los charcos, de modo tal que Michael divisaba ocasionalmente sus pantorrillas blancas; entonces el pulso se le aceleraba más de lo que justificaba el esfuerzo de seguirla. Anna, con sus piernas cortas y regordetas, se quedó muy atrás, sin que ellos prestaran atención a sus gritos de:
—¡Esperen! ¡Espérenme!
En un rincón del bosque, en el ángulo de la T que los pilotos utilizaban como señal geográfica en su regreso a las pistas, había una senda a bajo nivel, con altos bordes a cada lado.
—Las palomas vienen desde allí. —Centaine señaló al otro lado de los campos y los viñedos, llenos de hierbas—. Aquí deberíamos esperar.
Los setos les ofrecían un excelente escondrijo. Cuando Anna los alcanzó, los tres se escondieron para vigilar el cielo. Unas nubes bajas, densas, habían vuelto a formarse desde el Norte, amenazando lluvia; formaban un fondo perfecto contra el cual se recortaron claramente las pequeñas motas de una bandada, a la vista adiestrada del piloto.
—Allá vienen —dijo.
—No las veo. —Centaine buscó, agitada—. ¿Dónde…? Oh, sí, allí están.
Aunque volaban deprisa, iban descendiendo muy suavemente hacia el bosque. Para un tirador del calibre de Michael, era tarea fácil. Esperó a que dos aves volaran sobrepuestas y las abatió con el primer disparo; ambas chocaron en el aire, mientras el resto de la bandada se esparcía; él aprovechó para derribar una tercera paloma, en un estallido de plumas, con el segundo cañón.
Las dos mujeres corrieron al prado para coger los pájaros.
—Tres con dos disparos —comentó Centaine, a su espalda, acariciando el cuerpo caliente y suave de la paloma muerta.
—Ha sido un golpe de suerte —gruñó Anna—. Nadie puede derribar dos palomas a propósito, cuando van volando.
La siguiente bandada era más numerosa y las aves volaban muy agrupadas. Michael abatió tres con el primer cañón y una cuarta con el segundo. Centaine se volvió hacia su niñera, triunfal.
—Otro golpe de suerte —se jactó—. Parece que el capitán anda de suerte hoy.
En el curso de la media hora siguiente aparecieron dos bandadas más, hasta que Centaine preguntó, muy seria:
—¿Usted nunca falla, Mijnheer? —Michael miró al cielo.
—Allá arriba, señorita, el que falla muere. Hasta ahora no he fallado nunca.
Centaine se estremeció. Otra vez esa palabra, morir. La muerte estaba por doquier, en derredor, en los barrancos, donde el cañoneo, por el momento, era sólo un tronar grave; en el cielo, sobre ella. Miró a Michael, pensando: “No quiero que muera. ¡Nunca, jamás!”
Pero apartó de sí este pensamiento sombrío y sonrió pidiendo:
—Enséñeme a disparar.
Esta solicitud fue una inspiración. Permitía que Michael la tocara, aun bajo la mirada celosa de Anna. De pie tras ella, el piloto le enseñó a adoptar la postura clásica, con el pie izquierdo hacia delante.
—Este hombro, un poco más bajo. —Ambos tenían conciencia de cada contacto—. Gire un poquito las caderas hacia aquí. —Y le ponía las manos en ellas.
La voz de Michael sonaba como si estuviera sofocado. Ella se echó hacia atrás, apoyando en él sus nalgas, en una presión inexperta, pero devastadora.
El primer disparo arrojó a Centaine contra el pecho del piloto, que la abrazó protectoramente, mientras las palomas, seguían vuelo hacia el horizonte, intactas.
—Está mirando la boca del arma y no el ave —le explicó Michael, sin soltarla—. Fíjese en el blanco y el arma irá por su cuenta.
Con el siguiente disparo, ella derribó una paloma gorda, entre los gritos de entusiasmo de ambas. Pero cuando Anna corrió a recogerla, la lluvia que permaneciera contenida hasta entonces se precipitó en una cortina plateada.
—¡Al granero! —gritó Centaine, y abrió la marcha por la senda.
La lluvia castigaba las copas de los árboles, estallando sobre la piel en punzadas gélidas. Centaine llegó primera al granero. Tenía la blusa tan adherida al cuerpo que Michael pudo distinguir la forma exacta de sus pechos. Contra la frente se le pegaban mechones de pelo oscuro. Sacudió sus faldas, riéndose de él, sin intentar siquiera ocultarse a su mirada.
El granero estaba frente al camino. Era una construcción de bloques de piedra amarilla, con techo de paja, gastado como un alfombra vieja. Lo llenaban a medias fardos de paja apilados en gradas hasta el techo.
—Esto va a durar —protestó Anna, oscuramente, mientras contemplaba la lluvia torrencial. Se sacudía como un búfalo de agua al salir del pantano—. No podemos salir de aquí.
—Vamos a limpiar las palomas, Anna.
Buscaron sitios cómodos en los fardos de paja; Centaine y Michael se sentaron hombro contra hombro, charlando mientras desplumaban las aves.
—Hábleme de África —le pidió ella—. ¿Es tan oscura, en verdad?
—Es la tierra más soleada del mundo. Hasta hay demasiado sol.
—Me encanta el sol. —La muchacha sacudió la cabeza—. Odio el frío y la humedad. Para mí el sol nunca puede ser demasiado.
Él le habló de los desiertos en donde nunca llovía.
—No llueve en todo un año lo que aquí en un solo día.
—Yo creía que en África sólo había salvajes negros.
—No —rió él—, también hay muchos salvajes blancos… y caballeros negros.
Y le describió a los pequeños pigmeos amarillos de las selvas de Ituri, que llegaban a la cintura de un hombre normal, y a los gigantescos watusis, para quienes cualquiera que midiera menos de dos metros era un enano, y a esos nobles guerreros zulúes, que se hacían llamar hijos del cielo.
—Habla de ellos como si los amara —acusó ella.
—¿A los zulúes? —preguntó Michael—. Sí, supongo que sí. Al menos a algunos de ellos. A Mbejane… Un zulú; está con mi tío Sean desde que ambos eran muchachos.
Utilizó la palabra zulú umfan y tuvo que traducírsela.
Centaine no quería que él dejara de hablar; hubiera deseado escuchar su voz eternamente.
—Hábleme de los leones y los tigres.
—No hay tigres —declaró él, sonriendo—, pero sí muchos leones.
Y hasta las manos de Anna, atareadas desplumando, quedaron inmóviles para escuchar, mientras Michael describía un campamento, en la zona de caza, donde él y su tío Sean se habían visto sitiados por una manada de leones y obligados a permanecer toda la noche junto a los caballos, protegiéndolos, tranquilizándolos mientras los grandes felinos se paseaban en las lindes de la luz arrojada por las hogueras, rugiendo, para incitar a los caballos a perderse en la oscuridad, donde hubieran sido presas fáciles.
—Háblenos de los elefantes.
Y él describió a esas bestias sagaces, que caminaban con lentos pasos de sonámbulos, sacudiendo las orejas para refrescarse la sangre, y que se echaban polvo sobre la cabeza para bañarse.
Les habló de las intrincadas estructuras sociales de los rebaños, donde los machos viejos evitaban el escándalo de las crías.
—Igual que tu padre —comentó Anna.
Y de las viejas reinas estériles, que tomaban sobre sí las tareas de parteras y comadronas. Analizó las relaciones que se entablaban entre las grandes bestias grises, casi como entre los seres humanos, y que a veces duraban toda la vida. Les habló de su extraña preocupación por la muerte, que a veces los llevaba, tras matar al cazador que los había acosado y herido, a cubrir el cadáver con hojas verdes, casi como si trataran de expiar el delito. Explicó que, cuando uno de los miembros del rebaño caía herido, los otros trataban de socorrerlo, sosteniéndolo de pie con el cuerpo, apuntalándolo por ambos lados, hasta que al fin caía; y que entonces, si era una hembra, el macho del rebaño la montaba, como tratando de frustrar a la muerte con el acto de la procreación.
Ese último relato arrancó a Anna de su trance, recordándole su papel de carabina.
—Ha dejado de llover —anunció, rígidamente, mientras comenzaba a recoger las palomas desplumadas.
Centaine seguía observando a Michael con ojos grandes y brillantes.
—Algún día iré a África —dijo suavemente.
El le devolvió la mirada con la misma firmeza.
—Sí —dijo—. Algún día.
Fue como si hubieran intercambiado un voto. Era algo entre ellos, algo firme y entendido. En ese momento, ella fue su mujer y él, su hombre.
—Vamos —insistió Anna, desde la puerta del granero—. Vamos, antes de que vuelva a llover.
Y a los dos les costó un gran esfuerzo levantarse para seguirla.
Ambos arrastraron los pies por el sendero, hacia el castillo; iban juntos, sin tocarse, pero tan conscientes de la mutua presencia que era como ir muy abrazados.
Entonces surgieron los aviones, volaban bajo y rápido; el trueno de los motores se elevó en un crescendo al pasar por encima. Los precedía el Sopwith verde. Desde ese ángulo era imposible ver la cabeza de Andrew, pero distinguieron la luz del día por entre los desgarrones de sus alas, abiertos por las balas de las “Spandau”. Los cinco aeroplanos que lo seguían habían recibido también abundantes disparos; había desgarrones y agujeros en las alas y en los fuselajes.
—Han pasado un día muy duro —murmuró Michael,
echando la cabeza hacia atrás.
Otro Sopwith seguía a los otros, con el motor balbuceante, dejando una estela de vapor detrás de sí; llevaba un ala torcida.
Centaine se estremeció, acercándose más a Michael.
—Hoy han muerto algunos, allá arriba —susurró. No hizo falta que él contestara.
—Y mañana usted estará otra vez entre ellos.
—Mañana no.
—O pasado mañana, o al día siguiente.
Una vez más, no fue necesario contestar.
—¡Michael, oh, Michael! —Había un tormento físico en su voz—. Quiero verte a solas. Tal vez jamás… tal vez jamás… tal vez jamás tengamos otra oportunidad. Desde ahora en adelante debemos vivir cada minuto de nuestra vida como si fuera el último.
El impacto de esas palabras fue como un golpe contra el cuerpo del piloto. No pudo hablar. Ella bajó la voz.
—En el granero —susurró.
—¿Cuándo? —preguntó él, recobrando el uso de su voz, aunque a él mismo le sonó ronca.
—Esta noche, antes de medianoche. Iré en cuanto pueda. Hará frío. —Lo miró directamente a la cara; las conveniencias sociales habían sido consumidas por la caldera de la guerra—. Debes traer una manta.
Luego giró en redondo y corrió para alcanzar a Anna, dejando a Michael aturdido, lleno de incredulidad y vacilante éxtasis.
Michael se lavó en la bomba, junto a la cocina, y se puso el uniforme. Cuando volvió a entrar, el pastel de palomas olía a trufas frescas bajo la mesa dorada. Centaine llenaba y volvía a llenar el vaso de su padre, sin protestas de su parte. Lo mismo hacía con el de Anna, pero empleando más discreción, para que ella no se diera cuenta, aunque el rostro de la mujerona se había puesto más rojo y su risa era más estridente.
Centaine dejó a Michael a cargo del gramófono, su más preciada pertenencia, recomendándole mantenerlo siempre con toda la cuerda y cambiar los discos de pasta a medida que terminaran. Por la enorme bocina de bronce tronaba una grabación de Toscanini, dirigiendo a la orquesta de “La Scala” en Aida, de Verdi. Centaine le llevó el plato, cargado de pastel de paloma, hasta su asiento, frente al conde, y le tocó la parte posterior del cuello (esos rizos oscuros, sedosos), ronroneándole al oído.
—Me encanta Aida. ¿Y a usted, capitán?
Cuando el conde lo interrogó más detalladamente sobre la producción de sus propiedades, Michael tuvo dificultades para concentrarse en el tema.
—Estábamos cultivando mucha mimosa para tanino, pero mi padre y mi tío están convencidos de que, después de la guerra, el automóvil desplazará completamente al caballo y, por lo tanto, habrá una drástica reducción del consumo de arneses; por lo tanto, bajará la demanda del tanino de mimosa.
—Es una verdadera pena que el caballo deba ceder paso a esos endemoniados artefactos, ruidosos y malolientes —suspiró el conde—. Pero tienen razón, por supuesto. El futuro es del motor a gasolina.
—Estamos replantando con pinos y eucalipto australiano. Tirantes para las minas de oro y materia prima para papel.
—Muy bien.
—Además, por supuesto, están las plantaciones de azúcar y los ranchos de ganado. Mi tío cree que pronto habrá barcos provistos de cámaras frigoríficas, que llevarán nuestras carnes a todo el mundo.
Cuanto más oía el conde, más complacido quedaba.
—Beba, hijo —instaba a Michael, como muestra de su aprobación—. Apenas ha tomado una gota. ¿Acaso no le gusta?
—Es excelente, de veras. Pero le foie, mi hígado…
Michael apretó una mano bajo sus costillas y el conde emitió algunos ruidos de simpatía y comprensión. Como francés, sabía que casi todas las enfermedades y penas de este mundo se podían atribuir al mal funcionamiento de ese órgano.
—Nada grave. Pero, por favor, no deje que mi pequeña indisposición le impida a usted.
Michael hizo un gesto autodespectivo. El conde, obediente, volvió a llenar su propio vaso.
Después de servir a los hombres, las dos mujeres llevaron sus platos a la mesa para sentarse también. Centaine lo hizo junto a su padre. Hablaba poco, pero giraba la cabeza entre uno y otro de los hombres, como prestando mucha atención, hasta que Michael sintió en su tobillo una leve presión; con un sobresalto, comprendió que ella lo estaba tocando con el pie por debajo de la mesa. Se movió, incómodo, bajo el escrutinio del conde, sin atreverse a mirar a la muchacha. En cambio hizo ese gesto nervioso de soplarse la punta de los dedos, como si se hubiera quemado en el fogón, y parpadeó muy deprisa.