PRÓLOGO
La mendiga

La luna se había escondido. Quizá hubiese captado que su blancura plateada nada podría hacer esa noche para templar los corazones agitados de los habitantes de la ciudad.

Una brisa helada y sigilosa se colaba sutilmente por cada recoveco, esquina y puente, dejando tras de sí un halo de extraña destemplanza que impunemente se posaba sobre los rostros de los inquietos habitantes.

Acosados por sus propios fantasmas, los parisinos habían salido a la calle para empapar el miedo latente de sus corazones con alcohol, y alborotadores, enturbiaban las calles con los ecos de sus risotadas y conversaciones entorpecidas por lenguas de trapo.

A pesar de la creciente inseguridad ciudadana y el terror que se palpaba en las miradas, las callejuelas bullían en movimiento.

Los ciudadanos, aturdidos por los últimos y estremecedores acontecimientos políticos, engañaban el entendimiento con la absurda quimera de que todo peligro era ajeno a sus vidas, convenciéndose a golpe de botella de que una frugal diversión podría mitigar el espanto subliminal que cargaban sus almas.

Ni siquiera el aroma de París era el mismo aquella noche. Parecía como si cada ladrillo, piedra o vidriera se hubiera impregnado de un desagradable olor difícil de definir. ¿Qué sería aquello que aplastaba los pulmones al ser inhalado? ¿Se trataba acaso del olor al miedo?

La tabernera Marlene no lo sabía, como tampoco tenía tiempo para encontrar una respuesta. Se lo preguntaba una y otra vez mientras intentaba atender a los muchos borrachines que plagaban su negocio a esas horas nocturnas, y que la mantenían terriblemente atareada.

Ataviada con un enorme delantal a cuadros, lleno de lamparones y haciendo lo imposible para que ningún rufián se fuese sin pagar, mantenía el equilibrio corporal con una extraordinaria agilidad mientras deslizaba una pesada bandeja con vasos de vino entre las mesas.

Aquella noche Marlene laboraba con el corazón encogido de angustia. La ya precaria salud de su madre, una anciana cuya edad era un misterio incluso para ella misma, había empeorado sensiblemente durante esa mañana y la obesa tabernera temía lo peor.

Estando así las cosas, ni el bullicio y griterío de su local, ensordecedor y escandaloso, conseguía templar su constante preocupación.

Mientras servía una copa de vino allí y recibía un pellizco en el trasero de un cliente ebrio allá, se preguntaba inquieta cómo se encontraría madame Cecile ahí arriba en la buhardilla, donde apagándose como una vela a medio consumir, rozaba la muerte con los dedos.

—¡Dos jarras de vino, Marlene! —gritó un hombre desde una mesa abarrotada de ruidosos barbudos—. No tengo todo el tiempo del mundo, mujer. ¡Nos tienes aburridos con la espera!

—¡Ya va, ya va! —contestó la tabernera apresurando el paso—. Además, espera el turno como los demás… Éstos han llegado antes que tú.

Marlene se acercó a una mesa a su izquierda y apretujando sus enormes muslos entre el poco espacio de las banquetas, comenzó a servir bebidas a los clientes.

—¡Hermosaaa…! —balbuceó uno de ellos presa de una profunda embriaguez delatada por el terrible olor de su aliento—. ¿Cuándo te vas a ca-ca-ca…, casar conmigo?

—¿Cuándo? —preguntó la posadera dibujando una sonrisa en sus carnosos labios y colocándose en jarras frente al viejo borrachín—. ¡Mañana mismito, Víctor, siempre y cuando dejes de ser más pobre que las ratas!

—¡Eso es un imposible, Marlene! —gritó un muchacho harapiento desde el fondo de la mesa mientras se rascaba con unas uñas más negras que la noche su greñosa cabeza de largos cabellos—. Víctor morirá cualquier día enriquecido, ¡pero de mierda!

Marlene simuló teatralmente sentirse ofendida, abanicándose la frente con el borde de su delantal, para agarrar a continuación al cliente por el pescuezo y plantarle un beso sonoro en la boca.

—¡Y estuvieron juntos hasta la muerte, que por cierto, se produjo por exceso de mierda! —gritó tras retirar sus carnosos labios de los del borrachín que, aturdido, no parecía haberse percatado muy bien de lo que acababa de hacerle.

Toda la mesa rompió a reír cargando de carcajadas el ya estruendoso ruido del local.

—¡Te ha salido peleona tu admiradora, Víctor! —gritó de nuevo el muchacho—. ¡Tendrás que ponerte a trabajar si quieres conquistarla, ja, ja…!

Pero Víctor no respondió. Había fijado sus bizcos ojillos de caracol en el enorme trasero de la tabernera y antes de que ésta se retirara para atender a otros comensales, puso las palmas de ambas manos sobre las orondas nalgas femeninas.

Marlene no se dio la vuelta. Se limitó a soltar una de las jarras de vino y ya con su mano libre propinó al borrachín un capón en plena coronilla.

—¡Ah! —gritó Víctor cubriéndose la zona dolorida con ambas manos.

Toda la mesa volvió a envolverse en un estruendo de carcajadas.

—¡Y además te ha salido pegona! ¡Vas tu listo!

—Eso te pasa porque las manos se te han escapado, buen hombre —dijo la tabernera—. Mira, a tu Marlene sólo le toca el trasero quien ella quiere, y siempre a cambio de unas buenas monedas.

Estaba la tabernera comenzando a unir sus propias risotadas con las de sus clientes cuando se le acercó una joven de unos catorce años de aspecto desaliñado y enfermizo.

Madame

Marlene dejó bruscamente de sonreír.

—¿Qué pasa, Marthe? ¿Le ha ocurrido algo a mi madre?

—No…, nada.

—¿Entonces por qué demonios me molestas? ¿Cómo te has atrevido a dejarla sola? ¡Ya te he dicho que no me gusta que esté abandonada ni un solo minuto, criadita vaga!

La tabernera clavó sus oscuros ojos rodeados de arrugas sobre la chiquilla, que impacientemente comenzó a sonarse los mocos con el delantal.

Marlene llevaba días hastiada de las constantes y repetitivas quejas de la jovencita que había contratado (ciertamente por muy poco dinero, lo admitía) para echar un ojo a su madre mientras ella atendía a los clientes en las horas más solicitadas de trabajo.

Su tono y expresión demostraron a la joven que la paciencia de su jefa comenzaba a desvanecerse y eso era algo de temer, por lo que se apresuró a explicarse acompañada de un leve lloriqueo.

—Es que, ¡estoy muy cansada, madame Marlene! No he dormido desde hace muchas noches porque madame Cecile no para de toser… Siempre tiene fiebre, tengo que estar pendiente de todo… Asearla, peinarla, alimentarla… ¡Uf! Usted nunca me ayuda porque está muy ocupada en la taberna, y yo…, y yo…, y yo…

—¡Ay, por amor de Dios, criatura! ¡¿Y tú qué?! —En la mirada de la tabernera apareció un extraño resplandor amenazante.

—¡Pues que yo ya no puedo más! —La muchachita produjo un ruido parecido al de una trompeta desafinada cuando volvió a sonarse en el delantal.

—Hummm… —Marlene esbozó una falsa sonrisa que mal disimulaba que la explosión de su terrible carácter estaba a punto de producirse.

—¡VAGA, SUCIA, PERDIDA! —gritó al fin.

Agarró violentamente a la chiquilla por los pelos y la zarandeó.

Los borrachines que se percataron de este nuevo evento dentro del local comenzaron a reír aún más desenfrenadamente, e incluso alguno de ellos decidió ponerse a aplaudir como si presenciara una función callejera de saltimbanquis.

—¡Ay, que me mata, madame! ¡Suélteme, por favor, que me hace mucho daño! —gritó la chiquilla con desesperación intentándose desprender de sus garras.

Pero la tabernera no permitió que su corazón se ablandase ante tales súplicas.

La sirvienta, dolorida y pegando chillidos desesperados, rompió a llorar al percatarse de que su jefa la estaba arrastrando hacia la entrada de la taberna por los pelos, barriendo con su pequeño cuerpo los baldosines de barro del local.

—¡Pare, pare, madame Marlene! ¡Mi melena! ¿Pero qué hace?

—¡Qué voy a hacer, gata rabiosa! ¡Pues echarte de una vez de mi taberna! ¡Estás despedida!

—¡Oh, no, no… por favor! —gimió la chiquilla tras haber sido lanzada sobre el empedrado de la calle con un puntapié—. ¡No me haga usted esto, se lo ruego! ¡Mi madre está enferma y mi padre no encuentra trabajo…! ¡Necesito este empleo desesperadamente!

—¡Pues haberlo pensado antes! —vociferó Marlene echando chispas por los ojos—. ¡Me has estado amargando la vida desde que te pedí que cuidaras a mi pobre madre durante las horas más llenas de la taberna! Ella no da ninguna guerra… ¡Pobre santa!

—¡Eso no es verdad y usted lo sabe! Su madre no para de agitarse y se orina encima… ¡Es muy duro cuidarla!

—¡Mentirosa, sucia patraña del diablo! ¡Bien sabes que mi madre reposa aletargada casi toda la noche!

—¡Eso cuando usted sube, a altas horas de la madrugada, tras haber conseguido yo dormirla después de mil horas de mimos y vigilancia! Así cualquiera puede decir que su madre es una santa…

Marlene se quedó unos segundos en silencio. Por un lado estaba cansada de los muchos días en los que la sirvienta la venía presionando con quejas, gemidos y lloriqueos. La tabernera siempre se había caracterizado por poseer una fortaleza interior extraordinaria. De mediana edad y temperamento luchador como el de un bravo soldado, Marlene no era un ser humano que se achantara frente a los golpes de la vida. Por ello le sacaban de quicio los caracteres débiles, los despreciaba y hasta deseaba instruirles para convertirlos en regios como el que su gran ídolo, el gran Robespierre, poseía.

Y como él, no soportaba que nadie le llevara la contraria, cosa con la que la chiquilla parecía hallar placer.

Sin embargo, por un instante dudó sobre su precipitada decisión. Le preocupaba tremendamente cómo solucionar el problema de los cuidados de su madre. Tenía muy poco dinero sobrante que ofrecer a nadie para encargarse de la dura tarea de vigilar la llegada de la muerte a la buhardilla en donde, desde hacía meses, agonizaba su enferma madre.

Marlene había amado a la mujer que la trajo al mundo y le atormentaba la idea de que ésta se le escapara hacia el más allá, a tan sólo unos pocos metros de distancia de donde ella trajinaba atendiendo sus alborotadores clientes. Sin embargo, bien sabía que no podía prescindir de ellos. Al fin y al cabo ambas se mantenían gracias a la afición de éstos al vino y a las juergas.

Esta mujerona valiente y emprendedora no tenía a nadie más en el mundo. Huérfana de padre desde niña jamás se había casado, aunque tuvo un hijo en sus años mozos de cuya paternidad nunca había estado del todo segura. Ese querido y único descendiente había desaparecido también de su vida, habiéndose alistado al ejército ese invierno. A veces se torturaba pensando que no le volvería a ver.

Desde que era una criatura se las había visto y deseado para despistar al hambre durante grandes períodos de incertidumbres y carencias, y su corazón le susurraba que comenzaba a hastiarse de luchar contra corriente, contra el mundo y contra la vida misma. Por eso la paciencia, que no la bondad, había empezado a desvanecerse de entre las características de su personalidad.

Después de unos segundos cargados de dudas, decidió prescindir de aquella joven adolescente.

—¡Bah, no me convences! ¡Eres una criada vaga! ¡Ya no te aguanto más! ¡FUERA! ¡LARGO! ¡VETE DE MI VISTA!

La muchacha la miró llena de terror y luego se tapó los ojos con ambas manos. Tras unos segundos en los que un seco silencio envolvió su alma, la chiquilla se levantó, se giró furiosa hacia la tabernera y apretando los puños la desafió.

—¡Pues entrégueme entonces el dinero que me debe, perra del infierno, o la arañaré con estas manos y le sacaré los ojos!

Marlene sonrió sin notar el más mínimo temor. La actitud de esa criadita rescató de lo más profundo de su memoria algo que llevaba años enterrado en su duro y luchador corazón.

Hacía ya mucho, demasiado tiempo tal vez, que ella misma había pronunciado esas mismas palabras. Pero eran épocas pasadas, días de hambre atroz y miedo. Por aquel entonces, una joven chiquita llamada Marlene se había tenido que ir a su humilde hogar sin el dinero pactado, con sangre en la comisura de los labios, una nariz rota y el orgullo hecho añicos.

Ahora la vida había decidido cambiar los papeles y era ella la que tenía en sus manos a una joven de catorce primaveras, que como esa Marlene de antaño no sabía hacer nada a derechas.

Y por ello decidió no cometer la misma crueldad que cometieron con ella. Metió las manos en los bolsillos del delantal, cogió con sus dedos regordetes unas pocas monedas y las lanzó contra el rostro de la criadita.

—¡Ya lo tienes! Mira, es más de lo que pactamos pero me das pena. Eres un ser patético, débil e inservible. ¡Ahora vete y no vuelvas más! ¡Y espabila o te comerá la vida!

La chiquilla se apresuró a recoger las monedas esparcidas por el suelo sin poder contener las lágrimas que resbalaban a borbotones por sus sucias mejillas. Cuando al fin recuperó su paga, se levantó del suelo y se dirigió a la posadera en términos desafiantes:

—¡Está bien, me voy! ¡Ojalá no vuelva a verla mientras viva!

—¡Vale, vale…! Lo que tú quieras, pero lárgate. ¡Fuera!

Marlene cogió una escoba que se sostenía apoyada contra la barriga de un gran barril de vino a la puerta de su taberna, y la agitó amenazadoramente en el aire.

La chiquilla abrió mucho los ojos, soltó un grito al aire y echó a correr calle abajo. Antes de perderse entre los paseantes y la oscuridad del fondo del callejón, le dio tiempo a girarse y dirigirse por última vez a su patrona.

—¡Quiera Dios que no pueda encontrar a nadie que cuide de su apestosa madre, y que ésta muera sola y abandonada para que su fantasma la atormente a usted por toda una eternidad!

Ese último comentario no gustó a Marlene. Frunció el ceño, buscó con la mirada un pedrusco del suelo, lo recogió y lo lanzó con toda la fuerza de su potente brazo contra la chiquilla, quien con un ágil movimiento lo esquivó por milímetros.

Ésta, después de reírse, le sacó la lengua y salió corriendo calle abajo para desaparecer para siempre de la vida de la tabernera.

Marlene quedó ante la puerta de su negocio con ira contenida contra la chica y el corazón encogido.

Bien sabía que debía buscar una solución rápida a tantos problemas.

El alboroto de carcajadas y voces provenientes del interior de su negocio le recordó que debía regresar de inmediato.

—¡Marlene!, ¡Marlene! —vociferó alguien desde las mesas—. ¡Más vino, mujer! ¿Pero dónde demonios se ha metido esta tabernera de los infiernos?

Marlene suspiró hondamente. Ahogada en sus propias incertidumbres, la obesidad de su orondo cuerpo y el cansancio acumulado, comprendió que la muchacha le había herido. Poco tiempo había estado Marthe a su servicio, pero había sido el suficiente como para descubrir que Marlene amaba a su madre y que le aterrorizaba la sospecha de que moriría en soledad.

Por un lado, aquella criatura había sido una inútil. No había demostrado interés en cuidar honestamente a su enferma madre, a quien encontraba siempre, y tras un difícil día de trabajo, sucia de orines y despeinada. Pero por otro lado la tabernera comprendía que nada mejor podría haber hallado ofreciendo un salario tan escaso. Nadie de confianza se había ofrecido para esa tarea al conocer la paga. ¡Había tardado semanas en encontrar a una persona interesada como esa chiquilla!

—¡Marlene! ¿Dónde está el maldito vino? ¡Si no lo sirves buscaré yo la barrica y me la beberé entera! —vociferó entre carcajadas otro cliente desde el interior.

Marlene pegó un respingo.

—Dios mío… —susurró para sus adentros—. Debo volver a atender al gentío que, me reclama. ¿Qué voy a hacer ahora con mi madre…? ¿Cómo me las voy a apañar? No quiero dejarla sola… ¡Oh, Señor…!

Ya se disponía a girar su cuerpo para regresar a su tarea cuando se percató de que a pocos metros a su derecha, una mujer anciana y desaliñada se dirigía hacia ella.

Su frágil cuerpo encorvado se defendía con pasos torpes y lentos, tropezando a cada minuto contra todo aquello que se topaba en su camino. Personas, carruajes y tenderetes de frutas parecían ser la diana de sus cansados y callosos pies.

Su ropa, llena de manchas y descosidos, no era la suficiente como para protegerla del desagradable frío que azotaba su arrugada piel ese 16 de octubre de 1793.

Su rostro, profundamente marcado por el rastro que dejan años de duro trabajo, penurias y angustia, se escondía bajo unas greñas de cabello blanco que pedían a gritos un cepillo.

De aspecto esperpéntico y abandonado, la anciana avanzaba lentamente.

Sus pasos desiguales parecían demostrar que el licor había hecho mella en su sangre, aunque no hubiese bebido una gota desde hacía demasiado tiempo.

—Me voy a acabar cayendo al suelo otra vez —murmuró.

Un borracho agarrado del brazo de una mujer extremadamente maquillada y con los pechos casi descubiertos bajo un corpiño mal apretado chocó contra la anciana haciéndole perder el equilibrio.

—¡Tenga cuidado, madame! —dijo la mujer—. No moleste a mi amigo. ¡Vamos, vamos!, ¡quítese de en medio! ¿Acaso cree que el señor y yo somos los que nos tenemos que apartar? ¡Fuera de nuestro camino!

La anciana no pronunció palabra alguna. Levantó tristemente la vista y se retiró unos centímetros para dejar paso a la prostituta y a su cliente, cuyo olor estaba terriblemente impregnado al rancio aroma de vino barato.

Apoyándose sobre la pared exterior de la casa que se erguía a su izquierda con una mano, la mujer reanudó su lento caminar.

Fue entonces cuando Marlene adivinó que de no girar unos centímetros hacia su derecha, aquella pobre mujer de aspecto deplorable iría a parar directamente al barril de vino que lucía a los pies de la puerta de su taberna.

—¡Madame! —gritó cuando vio que inevitablemente aquella mujer se estamparía contra la barriga de madera—, ¡tenga cuidado! ¿Pero no ve usted por dónde pisa?

Antes de que pudiese reaccionar, aquella desdichada chocó con el peso de su cuerpo contra el tonel, dio un traspié y se desplomó sobre el suelo lastimándose las rodillas ya de por sí heridas. Emitió un leve y triste gemido y comenzó a luchar para volver a erguirse.

Un par de pillos zarrapastrosos que jugaban con un trompo descascarillado a un par de metros de la mujer pararon su entretenimiento al percatarse de la caída y del extraño aspecto de la anciana.

—Mira, chico —dijo uno de ellos a su compañero de juegos—. Una vieja rara. ¿Qué le pasa?

—No lo sé —contestó su amigo rascándose la cabeza—. Parece que está loca… ¡Ja, ja! ¡Mírala!, ¡si apenas puede mantenerse en pie!

El otro rufián esbozó una sospechosa sonrisa mientras sus ojillos se dejaban envolver por un brillo chispeante.

—Sí, es con seguridad una loca. Mírala, fea, arrugada y más sucia que nosotros; tiene todos los pelos enmarañados. ¡Pero si parece que se ha escapado de una alcantarilla!

—¡Ja, ja! Eso, eso… ¡Vieja y fea como una rata de alcantarilla!, ¡fea y vieja como una rata de alcantarilla!; ¡rata, rata, rata de alcantarilla!

Los pillos no tardaron en rodearse de otros rufianes harapientos cuya crueldad infantil nada difería de la de ellos.

Así, en pocos segundos la anciana era flanqueada por una chiquillería que la atacaba con una lluvia de burlas, escupitajos y patadas.

—¡Oh, Dios mío! ¡No permitas que ocurra esto a tu vieja Lala! ¡No consientas que la poca cordura que aún conservo me abandone! —dijo en un leve susurro casi imperceptible.

«Pobre mujer —pensó con lástima Marlene—. Debe tener la misma edad que mi madre. Por lo menos yo tengo a ésta bajo techo y encamada. ¡Qué hará a estas horas andando sola por aquí!».

Uno de los chiquillos le pegó una patada y la mujer emitió un leve gemido.

—¡Fuera de aquí! ¡Largo! —bramó Marlene cogiendo de nuevo la escoba y propinando escobazos a los chiquillos—. ¡Sois unos salvajes hijos del infierno! ¡Piojos de gato muerto! Si fuera vuestra madre vaya tunda que os daría…

Los niños escaparon corriendo callejón abajo ante las amenazas de la tabernera, no sin antes sacarle la lengua y hasta escupirle. Tras recorrer unos metros se perdieron en un recodo, vibrando entre el cascabeleo que formaban sus burlescas risotadas y gritos de hilaridad.

La tabernera se inclinó sobre la anciana y se dirigió a ella en un tono de gravedad:

—Oiga, madame, hace usted mal enredando por ahí sola y tan poco abrigada. Este frío octubre no se va a comportar como un amigo amable. Hay soldados por todas partes, robos, pillaje y mucho escándalo. La gente está muy inquieta… Sabe por qué, ¿no? —continuó Marlene soltando la escoba—. Se lo explico por si no se ha enterado. Usted no tiene pinta de leer los periódicos… Toda la ciudad arde en satisfacción porque esta mañana han guillotinado a la dama de Viena, a esa puta extranjera, la sucia austriaca… Esa que se atrevió a exigir que Francia la llamase «reina». ¡Ja! ¡Por fin ha tenido su merecido…! Y por eso hoy está la ciudad agitada. Porque a los parisinos nos ha aliviado ver al fin su sangre entremezclarse con el polvo del suelo. ¡Puaj!

La tabernera escupió despectivamente, se secó la comisura de los labios con el dorso de la mano y a continuación se santiguó.

—Bah… Que en paz descanse la muy desgraciada… Y es que a mí, una vez que los muertos están muertos ya no me hace gracia meterme con ellos. No señor. Ahora que se vaya al cielo o al infierno, o lo que Dios crea que merece, y que Francia se recupere del hambre y la desesperación en la que nos metió. París necesita despertar mañana con templanza y sosiego… Porque hoy, ¡mire usted qué inquietud…! Observe cómo palpitan esta noche los corazones de los parisinos… Hasta esos chavales que la atormentaban llevan la violencia en sus ojos… ¡Qué placer les producía molestarla a usted, a una pobre vieja enferma!

La anciana levantó lentamente la vista y clavó sus ojos en los de Marlene.

Fue entonces cuando la tabernera se dio cuenta de que tal vez no fuera tan anciana como le había parecido a primera vista. Era una criatura sucia y desaliñada que parecía terriblemente cansada, que no era ciertamente joven pero tampoco tenía la edad de su propia madre.

—No, no… —musitó la mujer.

—¿No qué, madame?

—Que no estoy enferma…

—¡Ah, eso…! Bueno, pues lo parece. Se acaba usted de chocar de bruces contra mi barril y se ha pegado una buena castaña… ¿Acaso no ve bien?

—No, madame. Veo perfectamente. La razón de mi torpeza es el terrible frío que sienten mis doloridos huesos, el hambre y el cansancio acumulado… Llevo dos días sin dormir ni comer, y sin techo bajo el que cobijarme.

Marlene se extrañó aún más.

—Pero… ¿no tiene usted hogar?

—Bueno… Ahora no. Lo tenía hasta… anteayer.

Marlene frunció el ceño. Se estaba dando cuenta de que esta extraña viejecita le estaba despertando cierta curiosidad que conseguía entretenerla más de lo debido.

—¿Anteayer?

—Sí…

—Y… ¿hoy no tiene usted dónde dormir?

—Eso parece… Bueno, adiós, y gracias por librarme de esos diablillos. Que Dios se lo pague, amiga mía.

La mujer irguió un poco su encorvada espalda y alisando con sus callosas manos sus blancas greñas, retomó sus pasos. Fue al realizar este pequeño gesto lo que le permitió a Marlene discernir un hermoso colgante entre el escote de su blusón. Fue tan sólo un segundo, pero lo suficiente como para que la inteligente tabernera se diera cuenta de que aquella preciosidad estaba compuesta por una medalla de oro con minúsculas esmeraldas encastradas. En el centro, realizado sobre un fino y perfecto esmalte, se veía el retrato de una bellísima y joven niña.

A Marlene se le cruzó un pensamiento a la velocidad de un rayo.

—¡Eh, buena mujer, espere!

La mujer se giró.

—¿Sí?

—Mire, le voy a ser sincera…

La anciana clavó de nuevo sus ojos sobre los de la tabernera con cierto aire de curiosidad.

—Usted dirá, madame

—Bueno pues que…, que le he visto el colgante… y que, vaya, que…, que tenga usted cuidado… Se lo pueden robar.

La mujer con aspecto de mendiga se agarró de inmediato y con aire protector el colgante.

—¡Oh!

—No se preocupe… No se lo diré a nadie. Porque no se ha de saber que lo ha encontrado o robado por ahí —dijo Marlene al descubrir el miedo en los ojos de su interlocutora y guiñándole un ojo.

La mujer le lanzó una mirada profundamente altanera y ofendida.

Madame —dijo llena de orgullo—, yo no soy una ladrona. Soy una criada y a toda honra. Lo he sido el tiempo que mi memoria me permite recordar y jamás, ¡nunca!, ¿me oye bien?, he tomado nada que no era mío. Éste es el retrato de la damita que he cuidado durante muchos años. Ella me regaló esta joya y es todo lo que hoy por hoy me queda en el mundo. Pero robar, ¡no, no, no…! ¡Hasta ahí podíamos llegar! ¿Pero qué se ha creído usted?

—Oh, bueno… No se ofenda… Es que yo pensé que… Al ver su aspecto, yo creí que usted era una, una…

—Sí. Dígalo madame: una mendiga. Ya lo sé. Pues se equivoca usted. Ya se lo he dicho. He trabajado hasta anteayer y desde entonces…, lo he perdido todo. Me quitaron mis ropas, mis pequeñas posesiones… ¡Menos mal que nadie se percató de que llevaba puesto el regalo que en su día me dio mi damita! Desde entonces ando sin rumbo ni trabajo por estas sucias y apestosas calles de París.

Marlene se quedó pensativa unos segundos antes de volver a tomar la palabra.

Desde que el terror político se había apoderado de las calles de París, eran muchas las familias de la nobleza que habían escapado con lo puesto hacia el extranjero, abandonando posesiones, riquezas y sirvientes. Marlene sintió lástima de esa pobre mujer al sospechar que era otra víctima de la efervescente agresividad política de Francia, caracterizada por una creciente peligrosidad callejera. Se trataría entonces de una criadita más abandonada a su suerte, como cientos y cientos de personas que habían dedicado su vida a servir a una familia aristocrática.

—Oiga, si no es indiscreción… ¿por qué desde anteayer?

—Pues…, porque la familia para la que trabajaba ya no me necesita más. Hace dos días me dijeron que prescindirían de mis servicios… Y hoy se han ido definitivamente…

«Lo sabía», pensó Marlene.

—¡Qué gente más desagradecida, echándola así, a la calle sin nada, con lo puesto! ¡Odio a los nobles! —gritó encolerizada—. ¡Ojalá Robespierre acabe con todos ellos para que se quemen despacito en el infierno! Garrapatas chupasangre… Eso es lo que son. Deberían pasar todos por la guillotina, como ha hecho hoy la puta de Viena.

Pareció que la menuda mujercilla iba a responder, pues abrió bruscamente la boca. Sin embargo, debió de cambiar de opinión, pues antes de emitir sonido alguno apretó el mentón y cerró fuertemente los puños. Por un momento Marlene pensó que descubría un fugaz brillo de orgullo en sus pequeños ojos arrugados, que en pocos segundos se apagó.

El sonido de un fuerte golpe, como el que produce una silla rota al romperse, llegó desde el interior de la taberna seguido de grandes carcajadas. Marlene comprendió que no se debía demorar un minuto más para regresar al local.

—Oiga, buena mujer, tengo una idea… —se apresuró a decir.

La mujer fijó sus pequeños ojos en los de la tabernera.

—Me ha dicho usted que no tiene donde dormir esta noche, ¿no es así?

—Sí. Desgraciadamente, así es.

—Y también me ha dicho que ha sido usted criada durante muchos años, y porque he podido vislumbrar su hermoso colgante, sospecho que estuvo empleada al servicio de una familia de alcurnia.

—Efectivamente fui nodriza en mis años mozos y luego fui criada para todo, y a mucha honra, madame —respondió agarrándose de nuevo el colgante y ocultándolo en la palma de una mano.

—Bueno… Verá. Yo puedo hacer un trato con usted. Tengo un techo que ofrecerle y un colchón en el suelo, aquí mismo, en la buhardilla de mi ruidosa taberna. La estancia es cálida y podrá descansar. Le daré un buen plato de tocino frito y un aguardiente para reponer fuerzas.

—¿Hace este ofrecimiento movida por pura lástima, madame?

Marlene abrió mucho los ojos y a continuación rompió a reír con fuertes carcajadas que le hicieron verter hasta alguna lágrima. Entonces se dio cuenta de que hacía días que no se reía de tan buena gana.

—¿He dicho algo gracioso, madame? —interrumpió la mujercilla extrañada.

—No, no… —contestó Marlene recobrando el aliento—. Soy yo que estoy medio loca. Veamos… Respondiendo a su pregunta le diré que no es por pura lástima y menos por bondad… Necesito que alguien vigile a mi madre. Yo soy la dueña de esta taberna y debo atender sin ayuda a todos los clientes, hijos de la noche y de la bebida. Acabo de trabajar cuando raya el amanecer, y no vivo pensando que mi madre marchará de este mundo sin darme tiempo siquiera a despedirme de ella. Mi temor es que no puedo desatender mi negocio mientras ella agoniza ahí arriba sola.

A la viejecilla se le iluminó la cara y juntó las palmas simulando orar.

—¡Bendito seas Señor Todopoderoso por acudir al auxilio de tu pobre Lala! ¡Sí, acepto! ¡Cómo no iba a aceptar, madame! Cambio comida y cama por vigilar a su madre.

—¡Estupendo! —gritó Marlene dando un pequeño brinco sobre sus grandes pies—. Entre en mi local entonces, buena mujer. ¡Pase para dentro!

—Espere, no tan deprisa, madame… Hay algo que debo pedirle… —respondió la anciana mujer sin moverse.

A Marlene se le heló la sangre por un segundo.

—¿Qué quiere decir…?

—Pues que aceptaré su oferta bajo una condición más.

La tabernera notó cómo se le escapaba un latido angustiado desde el fondo del pecho.

«Ya suponía yo que esto no iba a ser tan fácil…», pensó.

—Si se trata de dinero, no puedo pagarle —dijo frunciendo el ceño y colocando sus brazos en jarras.

—No se trata de dinero —se apresuró a contestar la mujer.

—¿Qué es lo que quiere entonces? —dijo Marlene suspirando aliviada.

—Quiero pluma y papel. Vigilaré a su madre, pero mientras lo haga, debo escribir una larga e importantísima carta a alguien muy especial. Si no admite este pequeño capricho, no aceptaré el trabajo.

Marlene alzó una ceja mientras meditaba sobre el riesgo de la proposición que acababa de hacer a una total desconocida con aspecto de mendiga. «A ver si esta pobre mujer es una loca y me voy a buscar un disgusto…».

—Si está pensando usted que estoy loca, ahórrese la duda, madame —dijo la mujer descubriendo el pensamiento de su interlocutora—, porque no lo estoy. Se trata sólo de encontrar un método de apaciguar mi angustia y calmar mi destemplanza, pues escribir esa carta supondrá para mí un gran desahogo emocional. En ella escribiré todo lo que me hubiera gustado decirle a la jovencita que durante tantos años he cuidado y amado con locura y que ahora se ha ido… Pensar que no la volveré a ver más, ¡oh…!, me está destrozando por dentro…

La menuda mujercilla guardó silencio durante unos segundos en los que sus ojos se colmaron de lágrimas.

—Claro, ya entiendo… —interrumpió Marlene—. ¡Pero cómo se han atrevido a despedirla de golpe después de tantos años…!

La mujer levantó de nuevo la mirada, esta vez cargada de sorpresa.

—Yo no he dicho que me hubiesen despedido, madame. Sólo le he comentado que desde hace dos días ya no me necesitaban más…

«Extraña mujercilla ésta…» pensó Marlene.

—De acuerdo, pues lo que usted quiera… —contestó—. Yo por mi parte acepto el trato. Le entregaré pluma y papel, y podrá usted escribir durante toda la noche si así lo desea, siempre y cuando no despiste la respiración, la tos y los orines de mi madre…

—¿Y lo de la comida sigue en pie?

Marlene sonrió.

—Sí, por supuesto. Sigue en pie.

—Trato hecho entonces, madame… —dijo la viejecita extendiendo su callosa y arrugada mano.

—Perdone, ¿cómo dijo que se llamaba? —respondió la tabernera cerrando la cuestión con un apretón de manos.

—Lala. Mi nombre real es otro, pero durante toda mi vida, mi apodo ha sido «Lala».

—De acuerdo Lala. Yo me llamo Marlene. Y ahora vayamos dentro. Le mostraré la alcoba abuhardillada en la que reposa mi madre y por fin podrá trabajar de nuevo. Llevo ya largo rato en plena calle, hace frío y además me empezaba a molestar este olor tan extraño que lleva hoy París pegado a sus calles. Es tan desagradable y tan familiar a la vez… Llevo luchando todo el día por desenmascarar qué rayos de olor es éste, pero no logro definirlo.

La menuda mujer subió despacio tras la tabernera las estrechas escaleras que la conducían a su nuevo aposento, sorprendida de que su nueva patrona no fuera capaz de reconocer el olor que impregnaba cada recoveco de la ciudad.

París no olía a nada extraño. Se trataba simplemente del hedor de la muerte.