La tenue luz de un tibio sol de octubre comenzaba a colarse por las ventanas de la destartalada taberna de Marlene, creando una atmósfera de extraña templanza.
«Al fin se asoman los primeros rayos del alba —suspiró la gruesa dueña del local pegando su nariz al cristal, perdiéndose unos instantes en dulces ensoñaciones—. Qué hermoso es ver amanecer. Algún día venderé mi local, me marcharé de esta sucia ciudad tan llena de miedo y pillaje y me refugiaré en una casita del campo, en donde cada mañana pueda acariciarme la aurora. Dejaré tras de mí los tristes y agrios recuerdos del pasado, este cansancio constante y mi trabajo de tabernera. Mi casita será blanca, tendrá la puerta pintada de verde y habrá macetas a rebosar de geranios colgadas por sus blancas paredes…».
El brutal ronquido de uno de los tres clientes que aún quedaban dormitando por las mesas la arrancó bruscamente de sus quimeras.
—Vaya… —se lamentó dándose la vuelta para encaminarse hacia la barra y acabar de limpiar las docenas de vasos que aún estaban por lavar—. Todo apunta a que hoy tampoco va a ser posible disfrutar de un respiro de paz. Tendré que echar a estos tres zarrapastrosos a escobazos si quiero acostarme un rato.
Se digirió hacia una de las esquinas en las que dormitaba uno de ellos con el tronco apoyado sobre la mesa, y un gorro colocado a modo de almohada.
—¡Venga, capitán! —se burló Marlene dando un pellizco en el trasero a su cliente—. Ya se acabó la fiesta.
—Hola…, preciosa… —contestó el hombre abriendo un ojo y rascándose los cuatro pelos que le quedaban por la cabeza—. ¿Qué…, qué hora es?
—La hora en la que la luna se va a la cama y el sol se espabila para anunciarte que tu mujer te espera en casa con un rodillo en la mano… —dijo la tabernera echando un largo suspiro al aire.
—¡Ah!, entonces voy a seguir durmiendo… —contestó el hombrecillo echándose de nuevo sobre la mesa.
Marlene se abalanzó sobre él y le levantó bruscamente por las solapas de su chaquetón lleno de lamparones.
—¡Eh! Venga, Víctor… Nada de dormir en mi taberna. Te tienes que largar de aquí. Estoy reventada y aún debo barrer todo el suelo.
—¡Oh, vamos, Marlene! ¿Acaso vas a echar a tu pobre admirador a la calle después de lo mucho que te has divertido conmigo durante la noche? —dijo el borrachín terminando de abrir los ojos, y emanando un desagradable olor por la boca.
—¡Uf, qué peste! —murmuró la tabernera agitando una mano sobre su nariz—. Veo que matarás a tu vieja cuando entres en casa… Si le das un beso en la llegada, ten la precaución de tener un médico cerca. ¡Tu aliento podría acabar con su salud!
—Vaya…, sí que estás antipática esta mañana conmigo, Marlene… ¡Con lo que yo te quiero! Anda, ven y dame un beso, linda…
Marlene extendió fuertemente sus brazos para que el hombre no pudiera alcanzar su boca para posar en ella sus pringosos besos.
—Lo digo en serio, Víctor; vete de una vez —insistió poniendo los ojos en blanco mientras veía cómo el borrachín hacía esfuerzos por estirar sus labios hasta ella.
—¿Y por qué debo marcharme? —balbuceó su cliente señalando a los otros dos hombres que dormitaban dispersados por el local—. ¿Y qué pasa con esos dos rufianes de ahí? Si ellos se quedan, yo también…
—¡Vamos, bribón! ¡Fuera te digo! —dijo arrastrándole por una manga—. Primero te echo a ti, y luego comenzaré con ellos…
—¡Bueno, vale! Tampoco hace falta que me trates así… —protestó Víctor tropezando con una silla.
Uno de los otros dos clientes refunfuñó desde el fondo de la sala.
—¡Pero bueno! ¿Es que no podéis guardar un poco de silencio? Estoy intentando dormir…
Marlene suspiró hastiada.
—Algún día vuestra Marlene se marchará a la casita de la puerta verde y ya no tendréis a quién molestar en los amaneceres, aunque ni los mismos dioses saben cuándo podrá darse tal circunstancia… —contestó.
—¿Casita verde? ¿Qué casita verde? —preguntó el segundo borrachín con lengua de trapo.
—Bah… ¿Qué te importa a ti, Pierre…? ¡Vamos, vamos, largo muchachos! —insistió cogiendo uno de los paños con los que había estado secando los vasos, y propinando golpes con uno de sus extremos mojados a las somnolientas coronillas de sus ebrios clientes.
El tercer borracho gruñó algo ininteligible y sin decir palabra alguna se levantó y, a tropezones, se dirigió a la puerta principal de la taberna. Luego hizo un gesto con la mano a modo de despedida y salió del local.
«Ahí se va uno que no puede ni andar de la borrachera que carga encima… —pensó Marlene—. Me pregunto si encontrará el camino de regreso a casa. ¡Ah, los hombres…! No sirven más que para divertirse y desperdiciar el poco dinero que ganan en vino y mujeres sucias. Tan sucias como yo…».
Sus ojos enrojecidos, portando alguna que otra legaña, reflejaron tristeza y nostalgia.
De pronto se sintió extraordinariamente cansada. Su vida inmersa en una espiral de trabajo inagotable y numerosas penurias no parecía darle un respiro.
«¿Cuántos años llevo trabajando a este ritmo? —se preguntó mientras agarraba con ambas manos un brazo de cada uno de los dos borrachines que aún permanecían bajo su techo—. ¡Ah!, bien sabe Dios que demasiados…».
—Marlene, me haces daño… —protestó el de su izquierda.
—Lo siento, Víctor… Es que tengo las manos regordetas y los dedos duros. Debo echarte ya que de no hacerlo, no me acostaría nunca.
—¡Ah! Yo creo que es bueno que las mujeres tengan las manos grandes… Ji, ji —rió Víctor intercalando un hipido—. Así pueden contentar a los maridos con caricias y tirones aquí…
El otro cliente le miró con expresión ceñuda, y en pocos segundos comenzó a reír estrepitosamente.
—¡JA, JA, JA…! Mira que eres listo, Víctor… A mí precisamente lo que me gusta de las mujeres es eso de que te tocan aquí…
—Mira que sois guarretes… Además tú eres demasiado viejo para pensar en esas cosas, Pierre. ¿No te da vergüenza de lo que puedan opinar tus nietos? —le contestó la posadera divertida al ver cómo su cliente se rascaba los genitales.
Sus amigos callaron de golpe y se miraron atolondradamente.
—¡Ah! Pero…, ¿tienes nietos, Pierre? —le preguntó Víctor.
—No sé… Me parece que sí…, pero no estoy seguro.
«¡Dios mío! —pensó Marlene poniendo los ojos en blanco—. Ni siquiera se acuerda de los cinco preciosos nietos que tiene… ¡Qué ebrio está!»
Cuando Marlene llegó por fin a la puerta de salida los colocó uno junto al otro, les peinó torpemente el flequillo con sus gruesos dedos y les metió la camisa por los pantalones.
—Bueno, ya está —les dijo examinándoles de arriba abajo—. Así estáis un poco más presentables para llegar a casa. Vuestras esposas no os darán ahora una zurra monumental, sino tan sólo un tirón de orejas.
Los borrachines se observaron de nuevo uno al otro. De pronto Víctor echó una risita infantil al aire.
—¡Ji, ji…! ¡Mírate, Pierre! Pareces un gato mojado…
Pierre inclinó tanto la cabeza para mirarse que alcanzó el pecho con su barbilla. Tenía la nariz tan roja y moqueante que Marlene no pudo resistir sonreír.
—Si sigues estirando el cuello podrás hacerte cosquillas en el ombligo con la punta de la lengua, Pierre —le dijo.
—Es que éste me ha insultado…
—¿Yooo? —contestó Víctor abriendo mucho los ojos—. Te inventas cosas, chico…
—De eso nada. Has dicho que parezco una rata mojada… —dijo antes de que la tabernera les diera la espalda para entrar de nuevo en su local.
—Que no. Yo no he dicho eso —protestó Víctor.
—¿Ah, no? ¿Entonces qué…?
—Que parecías un perro mojado…
Marlene sonrió de nuevo, y se introdujo al fin en su taberna. Aún oyendo la torpe discusión de sus últimos clientes de la noche tras su espalda, echó el pestillo a la puerta y corrió las cortinillas de las ventanas.
Después se dirigió a la barra y acabó de recoger los últimos vasos que aún quedaban desperdigados por las mesas.
—¡Oh, qué agotamiento me invade…! Será mejor que suba a descansar… Ya terminaré más tarde. Esta noche ha sido demasiado larga…
La tabernera se secó las manos en su delantal de cuadros, acabó de beber el contenido de una de las jarras y apagó las pocas velas que quedaban encendidas.
Subió cansina las empinadas escaleras que conducían hacia la parte superior de la taberna, en donde se situaba su hogar en forma de dos pequeñas y simples habitaciones abuhardilladas.
Sufrió un pequeño tropiezo en el último escalón que casi le provocó una caída.
—Vaya —se dijo—, ya puedo tener cuidado o terminaré rodando suelo abajo.
Le invadía la necesidad imperante de dormir durante un par de horas, pero antes debía convencer a la anciana que había contratado durante la noche, que aguantara ese tiempo despierta para no dejar de vigilar a su madre.
«Quizá proteste y se niegue —pensó—. La pobre mujer estaba medio desmayada a causa del agotamiento la última vez que la espié a través del agujero de la llave. Es demasiado vieja, y me pregunto si ha sido buena idea pedirle que sustituyera a Marthe… Quizá sea mejor que tras mi descanso se marche de aquí…».
La tabernera había subido más de seis veces durante la velada para espiar a la viejuca. Se había cuestionado la prudencia de haber contratado a la mendiga de esa manera, aprisa y corriendo, sin saber de dónde procedía y desconociendo si sería capaz de ser una buena compañía para su débil madre.
Pero las circunstancias habían sido adversas, el negocio explotaba de clientela y la solución que proponía la presencia de la extraña mujercilla parecía poder solventar el tropiezo provocado por el precipitado despido de Marthe.
«En fin… —se dijo la tabernera—. Veremos si la puedo convencer que aguante hasta la tarde. ¡Necesito tanto ese par de horas de sueño!».
Tocó suavemente la puerta con los nudillos y se sorprendió al no recibir respuesta. Alarmada abrió el picaporte y entró en la estancia.
Un suave olor a cera consumida se coló por su nariz haciéndole comprender que hacía pocos minutos que se había apagado la última vela de la estancia.
Marlene se dirigió a pasos agitados hacia la cama de su madre. La encontró acurrucada en una esquinita del lecho, durmiendo con los pelillos revuelos y la respiración suave y templada.
«¡Uf! Menos mal… Mamá ha sobrevivido a la noche —pensó aliviada—. Pobre vieja mía, tan débil y ausente, que aún lucha por vencer a la muerte como un valiente soldado al que le acompaña la adversidad de una guerra».
La tapó suavemente con la manta y la besó en la frente.
Luego dirigió sus pasos hacia la mendiga.
—Ya estoy aquí, amiga mía… —dijo apoyando su mano sobre la espalda de la mendiga.
La mujercilla no se inmutó.
—¡Eh! Ya he llegado… Se acaban de marchar los últimos clientes y he podido subir… ¿No me oye, Lala?
Entonces la mendiga comenzó a moverse suavemente hacia delante, como se mece una rama de olivo al son de una brisa de verano y, dulcemente, acabó por posar su tronco sobre la mesa en la que había estado escribiendo toda la noche.
—¡Eh, oiga, madame! —exclamó ahora la tabernera llena de preocupación sacudiéndola con suavidad desde atrás—. ¿Se encuentra bien? ¡Conteste, Lala!
El cuerpo inerte de la mendiga no se movió. Marlene se apresuró a posar los dedos de su mano sobre el fino cuello de su nueva criada, y para su espanto descubrió que estaba frío como el hielo.
—¡Oh! —gritó la tabernera retirando la mano.
El silencio de la habitación la envolvió como las sombras de una tempestad. Con sumo cuidado Marlene abrió uno de los cajones de la mesa sobre la que reposaba el frío cuerpo de la mendiga, y sacó un trozo de espejo roto. Temblando de inquietud lo colocó entre la nariz y la boca de la anciana. Ningún vaho respiratorio impregnó su lisa superficie.
—¡Dios mío, esta mujer ha muerto en mi casa! —gritó Marlene dando un paso hacia atrás y dejando caer el espejo que al chocar contra el suelo se convirtió en un puñado de añicos.
El corazón de la tabernera se aceleró en menos de un segundo. De pronto un millón de preguntas comenzaron a invadirle la cabeza.
¿Qué atroz imprudencia había cometido al permitir a una extraña anciana vigilar a su moribunda y enferma madre? ¿Cómo había cometido ese error? ¿Cuánto tiempo llevaba muerta esa desconocida en su buhardilla? Tendría que avisar a la guardia, dar explicaciones y pasar un rato muy amargo…
—¡Señor, qué infortunio el mío! —dijo llena de desesperación llevándose las manos a la cabeza—. ¿Y qué hago yo ahora?
Ya se disponía a salir corriendo escaleras abajo para pedir ayuda a cualquier paseante de la calle, cuando uno de los brazos de la fallecida resbaló de la mesa y comenzó a balancearse al lado del tronco del cadáver.
Marlene decidió parar el movimiento del miembro, ya de por sí siniestro y desagradable. Fue entonces cuando se percató de que en el extremo, el puño cerrado del cadáver parecía esconder algo. Dudó durante unos segundos antes de tocarlo.
«¿Qué lleva esta mujer tan fuertemente escondido en la mano como para morir con el deseo de no separarse de ello? —se preguntó—. Quizá se trate del valioso colgante que sospecho que robó… Será mejor que lo coja. En definitiva, poco lo va a lucir ahora… Los muertos entran en el cielo o en el infierno sin joyas…».
Con expresión desencajada y apretando los labios a causa del desagrado, agarró la mano de la fallecida y con gran esfuerzo intentó abrirle los dedos.
«¡Qué duros y qué fríos están! —pensó colmada de asco—. Mucho debía de querer proteger lo que esconde si lo tiene tan fuertemente sujeto».
Tras unos eternos segundos, los dedos de la mendiga se rindieron a la fuerza de las manos de Marlene.
Ésta descubrió sorprendida que lo que escondía la extraña mujercilla no era sino un trozo de papel arrugado.
Sobre la mesa se apilaba un gran montón de hojas de papel escritas y sobre la primera del montón, yacía la pluma que le había prestado hacía tan sólo unas horas. El tintero estaba ya vacío, y había manchones de tinta por toda la mesa.
«¿Pero qué es esto? ¿Qué habrá escrito esta mujer aquí? Creo recordar que tenía que escribir una carta a no sé quién…
Pero una carta se compone de un par de hojas y aquí hay demasiadas…».
Guardó el papel arrugado en el bolsillo de su delantal y se dispuso a buscar el colgante.
Levantando fuertemente por la espalda el tronco de la fallecida, la tabernera deslizó precipitadamente una mano por su escote, palpó impaciente entre los lacios y fríos pechos hasta que las puntas de sus dedos tocaron algo duro y metálico. Entonces, agarrando con fuerza el colgante hallado, tiró de la cadenilla dorada que lo portaba hasta arrancarlo del cuello.
Bajo el cuerpo de la viejecilla, aparecieron más hojas de papel escritas que se desparramaron por el suelo al colocar Marlene de nuevo el cadáver sobre la mesa.
—¡Vaya! ¡Mira todo lo que ha escrito esta mujercita! —dijo la tabernera llena de asombro—. ¿Pero a quién estará dirigida esta extraña y eterna epístola?
Pero Marlene pronto devolvió su interés a la valiosa joya que ahora tenía entre sus manos.
Observó el colgante llena de fascinación.
«Es muy hermoso… —pensó—. Y este rostro… ¿Quién es esta niña de rizos dorados? No sé por qué pero algo me dice que la he visto antes…».
Se acordó entonces de que en el bolsillo de su delantal había escondido aquel trozo de papel arrugado. Lo tomó y lo examinó con cuidado.
—Veamos qué es esto… Quizá este escrito descubra el enigma.
La tabernera estiró las intrincadas arrugas de la bola de papel y comenzó a leer.
«Mi querida Toinette: ¿qué puedo decirte que no sepas, cuando nunca he ocultado lo mucho que te he querido desde el mismo instante en el que te vi nacer?», pudo leer en una letra torpona y torcida.
De pronto, un veloz y extraordinario entendimiento invadió la mente de Marlene.
—¡Dios mío, ya sé quién es esta niña! ¡Es María Antonieta! —exclamó notando cómo se le escapaba un latido al corazón—. ¿Será acaso esta anciana la tan amada nodriza de la reina de la que todo París habla? ¡Qué locura he cometido dejando a esta desconocida entrar en mi local!
Presa del pánico se agachó y comenzó a recoger los papeles escritos por la criada real.
«Esta documentación es muy peligrosa —pensó llena de angustia cuando los tuvo en su poder—. Debo deshacerme de ella cuanto antes… Si alguien descubre que he ayudado a esta mujer, me meterán en la cárcel… ¡Qué gran peligro acecha a esta casa!».
Avivó impacientemente las brasas que aún quedaban despiertas en la pequeña chimenea de la estancia, y sin dudar, comenzó a acercar a su calor, uno a uno, todos los papeles que con tanto esfuerzo había escrito la nodriza de la reina.
En pocos minutos, una fuerte llama silbaba al ser alimentada con la larga y valiosa carta de la reina.
Marlene clavó sus ojos en el fuego mientras notaba cómo el calor que emanaba de él le calentaba las mejillas.
De pronto recordó el medallón. La tabernera hurgó en el bolsillo de su delantal y sacó la joya. Durante unos eternos segundos se quedó mirándolo lleno de tristeza.
—Mucho me temo que me tengo que desprender de ti también, pequeño tesoro. Eres demasiado peligroso. ¡Qué lástima! Si no tuvieras retratado el rostro de María Antonieta, hubiera podido utilizarte para comprar mi casita de puerta verde…
Y sin pensárselo más, temiendo que la invadiera el arrepentimiento, lanzó el hermoso colgante al corazón de las llamas.
Una extraña música se desprendió de las brasas, rompiendo el profundo silencio que invadía la estancia.
—Adiós, pequeña mendiga —susurró Marlene clavando sus pupilas en las hermosas llamas que ante ella destrozaban el último testimonio que hacía referencia a la desafortunada vida de la reina María Antonieta—. En estas brasas mueren las líneas que atestiguan que una amiga de la reina ha estado bajo este techo… Nadie sabrá jamás que te he ayudado a morir en paz, ni me acusarán de haber protegido a una amistad de nuestra vil reina. Perdóname, vieja amiga Lala, pero debes comprender que en mi taberna sólo yo ejerzo el trabajo de puta. Aquí no ha habido cabida para ésa a la que has debido de amar tanto. Ésa a la que toda Francia conoce como la puta de Viena…
Fin