XVII
Juicio a una hermosa reina

—Esa mujer debe marcharse de aquí cuanto antes —oí que protestaba Marie, la huraña esposa de mi amigo Paul.

Me encontraba acostada sobre el apolillado colchón que durante los últimos cinco meses me había servido de cama, procurando robar algo de calor a las brasas aún incandescentes del fogón cercano.

Una brisa helada se colaba por una fisura quebrada del cristal de la ventana, impidiéndome conciliar el sueño. Mis huesos, claramente enfermos no sé si de debilidad o a causa de padecer tanto sufrimiento, me crujían cada vez que me movía bajo la manta con la que intentaba protegerme del frío de la noche.

Y es que poco quedaba ya sano en mi cuerpo y en mi alma, debido a los hechos extraordinariamente dolorosos que la vida me había obligado a padecer desde la fatídica noche de agosto en la que me arrancaron de tu lado, Toinette.

—No hables tan alto, mujer. Ten al menos piedad de su infortunio… —contestó mi bondadoso amigo Paul, quien durante todo ese largo tiempo había sido para mí un salvador y la única amistad fiel que me quedaba entre los vivos.

—Nos traerá la ruina y quizá hasta la muerte —insistía con rabia la mujercilla—. ¡Si alguien descubre que la tenemos aquí escondida nos ajusticiarán por ello, Paul!

—¡Shhh…, calla mujer! ¿Acaso quieres atormentarla más de h) que merece? No la echare, Marie… El acogerla es todo lo que he podido hacer por el rey, en agradecimiento a su generosidad hacia nuestro hijo Pierre. Si no le hubiese permitido regresar aquella noche junto a mí, no hubiese logrado salir con vida de la terrible sangría que se produjo en las Tullerías. Sigo convencido de que fue la bondad de Luis Augusto lo que ha salvado a Pierre…

—Mira que eres necio, Paul… ¡Pero si el rey está siendo juzgado y todo apunta a que va a ser guillotinado! ¿Acaso debes preocuparte por devolver favores a un muerto?

—No se trata de eso…

—¿Entonces de qué?

—De mi honor…

—Ja, ja, ja… —rió la malvada Marie—. ¿Un hombre de honor?, ¿tú? ¡Mírate, Paul! Sólo eres un pobre desgraciado que sueña con ser amigo de un rey. ¡Ten por seguro que él ni te recuerda!

—¡Basta, mujer! —La increpó su marido—. A veces me sorprende tu perversidad. Demuestra tener al menos algo de caridad humana, y no grites más pues Lala te oirá…

—¡Pues que me oiga! A ver si así se larga y permite que regrese la paz a nuestro hogar.

—Marie, bien sabes que no tiene adónde ir.

—¡Ah! Yo te digo un lugar idóneo para su refugio: ¡junto a la puta de Viena en la torre del Temple! Me han dicho que sigue alimentándose con suculencia y que hasta tiene criados que la sirven. Puedes quedarte tranquilo pues ahí no pasará hambre, Paul… ¡Encuentro vergonzoso el cuidado que presta la Asamblea a los mayores traidores que ha tenido Francia! Te aseguro que tu Lala estará mucho mejor ahí que bajo nuestro humilde techo.

Una lágrima resbaló por mi mejilla. Me sentía profundamente desgraciada, abandonada y vulnerable. Todo se me había escapado de las manos, Toinette…, quedándome sólo aliento suficiente para rezar por los niños y por ti.

Aquella mujer me despreciaba como lo haría toda Francia si descubriera que aún vivía, y no la culpo, Toinette, pues yo sabía el peligro que suponía para ella y su esposo el tenerme oculta en su vieja cocina destartalada.

Pero gracias al cielo, parecía que tu reino ignoraba que la nodriza de la puta de Viena había sobrevivido en un pequeño rincón de París, y que desde allí amaba a su reina más que nunca.

Mi angustia me consumía hasta límites cercanos a la tragedia, impidiéndome tomar alimentos con facilidad, beber y conciliar el sueño. Adelgazaba a velocidad sorprendente, y pronto me quedó holgado el viejo vestido con el que había sobrevivido a la noche de terror en las Tullerías, unos seis meses atrás.

Y todo por causa de unos violentos delirantes, embebidos en deseos de venganza contra sus monarcas. ¡Ellos habían encarcelado a mi tan amada reina! ¿Cómo había podido llegar Francia a aborrecerte tanto, Toinette?

Acurrucada en el sucio colchón de ese gélido suelo de cocina sentía cómo la cabeza me daba vueltas y vueltas, hasta acercarse peligrosamente a una migraña infernal que me podría haber conducido a la tumba. ¿Cómo sino te explicas que desfalleciera tantas veces a lo largo de esos duros meses en los que he tenido que vivir bajo el techo de esa huraña y desagradecida mujercilla?

Y es que hoy creo que como tú, yo también vivía prisionera, nena, aunque mi celda fuera una pequeña casucha del barrio de Faubourgh Saint-Antoine y no la torre del Temple, en donde te apiñaron junto a tu familia, o la horrenda prisión de La Force, entre cuyas paredes encerraron a tus más amadas damas de compañía como si fueran una panda de rateras.

Y fue precisamente de La Force de donde salió un día la hermosa princesa de Lamballe para ser asesinada por esos salvajes que no tuvieron clemencia con ella.

¡Oh, tu querida y amada princesa de Lamballe! ¡Qué horrible infortunio la había perseguido hacia el final de su vida! ¡Y qué inútil fue mi plegaria para evitar su espantosa muerte, escondida y acobardada como yo estaba junto al fogón de esa cocina de un barrio pobre de París!

A veces me atormenta un pensamiento que me grita al oído cosas horribles, Toinette.

—Traidora, traidora —me dice… Entonces se me nubla la vista con el correr de mis lágrimas y no deseo más que morir, porque sé que nada pude hacer por devolverle el cariño que durante tantos años te entregó, habiendo sido yo en mi pasado versallesco una criticona fervorosa de sus muy delicados modales.

Por eso cuando me enteré de lo sucedido… ¡Oh, Toinette, qué dolor traspasó mi alma! Y es que nada se me escapaba, nena, presionando como lo hacía al pobre Paul para que me mantuviese informada de todos y cada uno de los acontecimientos que ocurrían en el Temple.

Porque si me he ido enterando de todo, ha sido por las fieles confidencias logradas por Paul, quien viéndome desdichada y a punto de fallecer de preocupación, hacía lo imposible por traerme noticias frescas y fidedignas de los espantosos sucesos que os acechaban.

¡Y no ha sido tarea fácil, Toinette! Porque, ¿sabes tú lo mucho por lo que ha tenido que pasar este pobre anciano por ayudar a tu Lala? ¡Oh, qué buena persona es, nena!

Mira: si ya estás en el cielo, ruega por él, pues merece el descanso eterno junto al Señor, no sólo por haberme ayudado como lo ha hecho, sino por haber aguantado a la arpía de su mujer hasta el día de hoy. ¡Vieja horrenda y malvada! Si por ella fuera, ya me habría entregado hace mucho tiempo.

Pero Paul no es como ella. Él es un buen padre, esposo y amigo… Y por eso me ayudó a conseguir la información que le imploraban mis ojos, colmados de la mayor angustia jamás experimentada.

Él tenía razón, Toinette. Era mejor que por el momento, tu vieja Lala no saliera a la calle.

Hanet Cléry. Así se llama el fiel criado por cuya intervención Paul pudo acceder a todos los detalles de tu arresto, del asesinato de la princesa de Lamballe y de la espantosa ejecución de tu amado esposo, el rey Luis XVI, en la guillotina.

No sé si lo reconocerías cuando te lo impusieron como único sirviente cuando ingresasteis en el Temple en calidad de presos reales. Por si acaso, te recuerdo que era aún muy joven cuando entró en Versalles como lacayo del cuerpo de criados de tu hijo Luis Carlos, aunque supongo que pocas veces tuviste la oportunidad de fijarte en él. Sin embargo, yo pronto le eché el ojo encima a causa de sus modales agradables y corrección en el trato. Y por ello entablamos cierta amistad que, mira, me ha servido ahora para lograr saber lo que acontecía en la torre del Temple, en donde esperabas cautiva tu juicio.

Qué raros giros da la vida, Toinette… Un lacayo antiguo en quien poco o nada reparaste en el pasado, acaba siendo tu más fiel y servicial confidente, además de mi informador… ¡Qué cosas, nena!

Paul me contó que era el único a quien había contratado la Asamblea para vuestro cuidado, al ser arrancadas la princesa de Lamballe y la marquesa de Tourzel de tu lado para ser juzgadas, y que se había convertido en vuestro cocinero, peluquero y hombre de limpieza.

Y fue el buen Paul, quien atormentado por observar cómo me consumía el no tener noticias de ti, el que consiguió contactar con Hanet Cléry, a base de chivatazos que pagaba con buen vino robado de los puestos del mercado a ciertos amigotes de su hijo Pierre, que aún trabajaban como guardias nacionales.

¡Hasta ese punto se ha arriesgado por contentar a tu vieja Lala, Toinette! Eso es un buen amigo y no esa panda de aristócratas cobardes que tanto te adulaban en Versalles, y que hicieron «fu» como el gato en cuanto te encerraron en el Temple. Y por eso te pido que no te olvides del viejo Paul ahora que estás en el cielo, pues si le cuentas al mismo Dios los favores que por él he recibido, se apiadará de su alma y le recompensará con una eternidad de alegrías, que bien se las merece.

Si me preguntas cómo logró acercarse Paul a Cléry, no puedo responderte, niña, porque él no me lo contó, y yo, inmersa en mi torpeza de anciana medio chiflada, no tuve la ocurrencia de preguntárselo, aunque ahora me hubiera gustado saberlo más por curiosidad que por otra cosa…

Pero los hechos son como son y ahora no hay quien los cambie.

Tampoco es que tenga demasiado interés este asunto, nena, porque si en su día logró que el mismo rey le recibiera en las Tullerías para que librara a su hijo de una terrible contienda, ¿por qué no iba a conseguir contactar con un simple criado al finalizar éste su jornada diaria en el Temple?

Lo que tiene valor es que por ayudarme logró que las noticias comenzaran a llegar hasta la vieja y sucia cocina de Marie, en donde ansiosa recibía yo cada novedad con golpes de pecho y mente aturdida, a raíz del espanto que me producían las realidades que me relataba.

—Hoy ha pasado algo horrible, Lala… —me dijo Paul una noche tras lograr reunirse en una taberna con Hanet Cléry.

—¡¿Se trata acaso de la reina?! ¿Son los niños? ¡Habla, Paul! —le dije llena de aprensión.

—No…

—¡¿No…, qué?!

El anciano pareció dudar antes de hablar.

—¡Por nuestra amistad, Paul! ¿Qué ha ocurrido? —insistí.

—No sé qué decirte, amiga mía… Va a ser muy…, doloroso.

—¡Vamos, vamos, buen amigo! Nada puede ser peor de lo que ya he vivido… —le apremié.

Pero bien que me equivocaba, nena. Porque lo que me relató a continuación no ha podido abandonar mi memoria desde el mismo momento que mi pobre cabeza captó su significado.

Hanet Cléry le relató que las prisiones de Bicêtre, Salpétrière y La Force habían sido asaltadas por una masa cegada por un sediento delirio de sangre, y que cientos de inocentes habían muerto tras ser torturados, mutilados o quemados, sin que las autoridades hubieran podido hacer nada por evitar semejante violencia.

—¡La Force! —grité horrorizada—. ¿Acaso no es ahí en donde han sido encarceladas la princesa de Lamballe, madame Tourzel y su hija Paulina?

—Sí… —contestó Paul con expresión dubitativa.

—¡Oh, qué horrible desgracia! —dije cubriéndome el rostro con ambas manos.

—No te atormentes, Lala, pues aún no han fallecido…

—¿Cómo lo sabes? —contesté entre sollozos.

—Pues porque Hanet me ha dicho que muy pronto serán juzgadas ante el Tribunal Revolucionario, y de ser esto cierto, todavía estarán vivas.

—Dios mío —pensé desplomándome sobre el viejo colchón que hacía el papel de mi cama—. Si caen en manos de las inteligentes preguntas de Robespierre o Marat, perderán muy pronto la vida.

Si acaso existen los milagros, la marquesa de Tourzel experimentó uno en sus propias carnes, Toinette, pues fue proclamada su inocencia tras un duro y agotador juicio.

También la dulce y bella Paulina, quien había sido encarcelada junto a su madre tras ser arrancada de las manos de aquellos esbirros que intentaron violarla durante la noche más terrorífica de las Tullerías, fue liberada.

Pero no corrió la misma suerte la amable y atontada princesa de Lamballe.

Mi pobre, inocente y dulce princesa de Lamballe…

Dicen los que vieron la escena de su muerte, que muchos parisinos empapados en vino se lanzaron contra su inocente persona en cuanto cerraron las puertas de la prisión de Abbaye tras ella, después de haber sido juzgada y sentenciada culpable de traición a Francia.

La chusma la desnudó, arrancó sus vísceras y expuso su mutilado cuerpo en lo alto de una pica.

Su bella cabeza, perfecta y adorable antaño, esperpéntica y terrorífica ahora, fue separada del tronco y clavada en otra pica que pasearon por toda la ciudad, tras ser adornada cruelmente con una peluca de exacto parecido a las que ella siempre había utilizado.

Y así, con los corazones encendidos por la histeria y la falsa alegría que produce un acto de triunfante maldad, la masa vociferante se encaminó portando ambas picas hacia el Temple. Una vez allí, aquellos endemoniados montaron un gran escándalo para que te asomaras al balcón, y descubrieras lo que habían hecho con tu más querida amiga, esa que ellos se empeñaban en llamar «tu amante», para que le regalaras un último beso en los labios.

Hanet Cléry contó a Paul que tú, mi reina, espantada y con el alma rota en mil pedazos, perdiste el equilibrio y te desplomaste sin sentido sobre el frío suelo de tu aposento de la torre, propinándote un fuerte golpe en la sien que tardó días en deshincharse.

¡Mi pobre niña! ¡Qué horrible tormento debió padecer tu alma al ver aquella atrocidad infernal!

Dicen que después de recobrar el sentido te encerraste en el dormitorio durante largas horas, y que hasta las paredes del Temple se apiadaron de tu lastimoso e inconsolable llanto.

¿Qué espantosa tragedia estaba ocurriéndonos, Toinette? De pronto nuestras vidas habían entrado en un torbellino caótico impregnado de sangre, muerte y terror, incapaz de ser controlado, provocando cambios tan increíbles como ciertos.

La Fayette había huido de Francia; la monarquía había sido abolida; la aristocracia era anulada; el duque de Orleans perdía su título y era llamado ahora Philippe Egalité; y para vuestra desesperación, vosotros ya no os apellidaríais oficialmente Borbón, sino Capeto. Así tu esposo se convirtió de la noche a la mañana en Luis Capeto, tu cuñada en Elisabeth Capeto, y tú…, bueno, tú seguirías siendo conocida por tu pueblo como la puta de Viena durante muchos meses más.

Parecía que el siniestro asesinato de la princesa de Lamballe había abierto por fin las puertas de un abismo sin fondo.

Todo corazón en Francia experimentaba miedo, y más que ninguno debía penar el tuyo, Toinette, temblando ante el inevitable juicio que se avecinaba tras una esquina del destino, ese que os colocaría al rey y a ti bajo el escrutinio de unos feroces y sanguinarios jueces que ya de antemano anhelaban vuestra muerte.

Y tal terror se vio consumado el 16 de enero de 1793, cuando la Convención por fin votó y encontró suficientes cargos contra tu dulce esposo como para condenarlo a muerte.

Y así, la mañana del 21 de enero, me desperté sobresaltada sobre el viejo colchón en la sucia cocina de Marie al oír un incontrolado griterío por las calles de nuestro barrio.

—¿Pero qué pasará ahora, Dios mío? —me pregunté en voz alta mientras me levantaba somnolienta para arrastrarme hacia la ventana.

Tras los cristales descubrí con espanto las caras encendidas de muchas personas que caminaban, bailaban o saltaban exaltadas, arrobadas a causa de un siniestro y misterioso alborozo.

—¡Luis XVI ha muerto! —clamaban delirantes de alegría—. ¡El perro, el borracho traidor que tanto robó a los campesinos, arde entre las llamas del infierno!

—¡No, Dios mío! —grité notando cómo mi corazón se aceleraba peligrosamente—. ¡No puede ser verdad!

De pronto sentí cómo un sudor frío me invadía todo el cuerpo. Me miré las manos y descubrí horrorizada que se movían de modo convulsivo.

La boca se me llenó de saliva en menos de un segundo. Un extraño y hasta entonces desconocido sabor a metal se apegó a mi paladar, mis dientes y mi lengua.

Me invadió un leve mareo y me derrumbé sobre los fríos ladrillos del suelo golpeándome fuertemente la cabeza. En seguida pude notar cómo un pequeño hilillo de sangre me recorría el labio inferior.

Intenté abrir los ojos, pero mis párpados se habían vuelto tan pesados como el plomo.

«Dios mío, ¿qué me pasa?», pensé llena de angustia.

Pero nada más pude razonar, Toinette. Porque ya no pude ver la cocina, ni mirar por la ventana. Tampoco alcancé a percibir el bullicio de las calles, ni los insultos con los que ensuciaban tu nombre, o la respiración de mi propio cuerpo.

Y es que de pronto, Toinette, mi cerebro había sido envuelto en una extraña oscuridad.

—Al fin muero —dije antes de perder del todo el conocimiento.

—¡Deprisa, Lala! Si cogemos un atajo por la orilla del río, puede que hoy puedas hablar con Cléry —me gritó Paul mientras tiraba de mi brazo.

Yo débil, enferma y sin fuerzas, parecía un saco de húmedos y viejos huesos tras los pasos apresurados de mi amigo.

Cinco largos meses habían transcurrido desde aquel fatídico día en el que mi amado monarca había partido para el cielo. Junio se presentaba caluroso, pero ni el ver las primeras flores primaverales en las ramillas de los árboles, ni el escuchar el cantar de los pájaros, me traía consuelo.

Mi derrumbamiento moral había sido tan extraordinario, que Marie se alegró pensando que pronto acompañaría al rey al cielo. Pero no ha querido el destino que me marchara con él, Toinette… Y creo que hubiera sido mil veces mejor que algo así ocurriera, pues me hubiera evitado el espantoso pesar que hoy vivo.

A veces me sorprendo pensando que Dios se ha empeñado en mantenerme viva para que fuera precisamente yo quien relatara que vuestros malditos jueces han mentido, calumniado y por tanto errado estrepitosamente en condenaros.

Cuando tras enterarme de la noticia del ajusticiamiento de tu esposo me golpeé en la sien, Marie decidió que no me tocaría.

«Parece muerta…», me dijo luego que pensó. Al parecer se bloqueó, no por el cariño que pudiera tenerme (que era inexistente), sino por el temor de levantar la sospecha de mi identidad a la hora de tener que deshacerse de mi cadáver.

Así que esperó a que regresara por la noche su esposo, quien la increpó furioso por haberme abandonado en semejante estado durante tantas horas.

Pasé muchos días con altísimas fiebres que Paul intentaba paliar con friegas de alcohol y brebajes extraños cuya composición me hacía dormir largas horas. Verdaderamente Dios tenía guardado este plan para mí, Toinette, pues dada mi condición y mi lamentable estado de ánimo, es un verdadero milagro que siga con vida para defenderte.

Cuando al fin recobré algo de fuerza, abracé a mi amigo y me dirigí a él en términos tajantes.

—Paul —le dije—. No puedo seguir encerrada entre estas cuatro paredes. Me estoy volviendo loca. Tú bien sabes que sólo deseo morir, pero antes debo intentar ver a mi niña tan amada, a mi reina. Sé que si consigo robarle una sola mirada, su agonía será más leve.

—Lala… Las cosas están muy feas para ella y…, para ti. Todo París clama venganza. Es acusada de todo y por todo: del hambre, de los robos, de las enfermedades, de la Revolución… El rey ha sido ajusticiado y no tardarán en comenzar el juicio contra ella. Debes prepararte porque quizá comparta el destino de su esposo.

Pero no hacía falta que Paul me recomendara esto, Toinette, porque en mi corazón ya se había anclado la terrible sospecha de que algo así te sucedería pronto a ti… Y por ello lloré, le supliqué y le convencí para que me dejara salir de su hogar durante ciertas horas del día, para plantarme como un viejo roble bajo la torre del Temple, y esperar la salida de Cléry, ese muchacho a quien tanta información debía.

Y así fue como comenzaron a pasar los días, las semanas y los meses de tu vieja Lala, esperando a las puertas del Temple con la ilusión de tropezarme con tu fiel criado y poder sonsacarle noticias sobre ti, de quien había oído decir que apenas sobrevivías inmersa en la mayor de las tristezas desde el asesinato de tu dulce esposo.

—Usted debe ser Lala, o lo que queda de ella… —me dijo con cierta expresión asustadiza el día que por fin fui presentada por Paul a tu criado. Miró hacia un lado y hacia otro, quizá preocupado porque alguien nos viera charlar. Me agarró de un brazo y me arrastró hacia una oscura esquina al otro lado de la plaza.

Paul nos seguía con la mirada perdida y pasos ligeros.

—Oigan y escúchenme bien —nos susurró cuando estuvimos a salvo de las miradas de los curiosos—. Esto de pasarles información se está convirtiendo en una rutina muy arriesgada. No voy a poder seguir haciéndolo…

—¡No, por todos los santos del cielo! —le supliqué—. ¡Es gracias a usted por lo que he podido saber lo que concierne a mi señora! Apiádese al menos de verme en este estado… ¡Necesito saber cómo está mi niña!

Hanet sonrió levemente.

—Le aconsejo que no se refiera a María Antonieta Capeto en esos términos… Si alguien la oyera, podría enfadarse con usted… Y eso sería trágico para su vida…

—¿María Antonieta Capeto? ¿Acaso se refiere a la reina? ¡No puede hablar usted de ella en semejantes términos!

—Cálmese, señora —respondió frunciendo el ceño.

Me eché a llorar desconsoladamente. Temblaba como un niño recién nacido en las manos de una fría matrona, y creí que iba a desfallecer.

Con largos ríos de lágrimas resbalándome por las mejillas, me incliné ante las piernas de tu criado, le agarré con fuerza las pantorrillas y comencé a lamentarme entre suspiros de las muchas y graves desdichas que me aplastaban el alma.

—¡Usted es ya todo lo que tengo, Hanet! ¡Ayúdeme, por favor, o moriré de tristeza!

El muchacho me sujetó por los hombros y me levantó. Descubrí en su mirada melancolía y algo de temor. Y entonces comprendí que él también penaba, y caí en la cuenta de que probablemente estaba en peligro.

—Está bien, buena mujer —dijo al fin—. Pero no crea que es un placer para mí hacer esto. Le ruego que no me persiga a diario, que no me espere a todas horas ante la entrada del Temple, y que no nos encontremos ante los guardias. Si quiere, podemos vernos cada jueves a esta misma hora, en esta esquina. Así estaremos a salvo de sus miradas suspicaces.

—¡Oh, gracias, gracias…! —le dije besándole en la frente.

—¡Bueno, señora…! Tampoco hace falta que me bese… Toda actuación exagerada puede atraer la atención de los paseantes. Como les digo, todos corremos riesgos…

—¡Hábleme de la reina, se lo ruego! —le supliqué secándome las lágrimas.

—María Antonieta está mal… Sufre de vómitos, duerme muy poco, y sus movimientos son a veces aletargados y confusos. Reza mucho, y llora a todas horas… Sus silencios son largos y sin pausa. A veces pienso que está presa en una grave enfermedad.

—¡Oh! —dije tapándome la boca con la palma de mi mano—. ¿Por qué afirma eso?

—Yo no afirmo nada. Simplemente su estado físico está muy afectado. Madame Elisabeth me ha confesado que sus reglas son abundantísimas e incesantes, y que se deshidrata con frecuencia… Se desmaya con asiduidad y tiene convulsiones esporádicas. No podemos olvidar que la tuberculosis mató a su hermano mayor y a su hijo primogénito… ¿Por qué no podría pasarle a ella?

—¿Y hay alguien que la atienda en su malestar? —pregunté con un pequeño hilillo de voz.

—No.

—¡Oh, pobre! ¡Pobre, pobre, pobre niña mía! —gemí rompiendo a llorar de nuevo.

—Mire, señora —intervino Hanet—. Qué espera usted… Robespierre la ha acusado de traición y muy pronto se la juzgará por un tribunal revolucionario. La Convención desea su muerte igual que deseó la del rey, y ella lo sabe. ¿Acaso es posible no sentir dolor físico ante tanta adversidad? A veces pienso que es demasiado fuerte para todo lo que está viviendo…

—¿Y los niños? ¡Dígame cómo están mis príncipes! —le supliqué agarrándole por las solapas de su chaquetón.

—Tranquilícese, Lala… Ellos están más o menos bien… Y digo más o menos porque el pequeño Luis ha sido separado de su madre…

—¡Dios mío! ¡Qué horrenda crueldad! ¿Cuándo? —grité colocándome las manos sobre mi enredado y sucio cabello.

Hanet Cléry miró para otro lado, y me sorprendí al descubrir dolor y rabia en sus ojos.

—Hace diez días… Sí que es una atrocidad espantosa lo que han hecho con el niño, señora Lala… En eso le doy toda la razón. El pobre muchachito llora desconsoladamente en otro aposento de la torre, y sus lamentos atraviesan la pared, de modo que le oímos a todas horas… La angustia de la reina es enorme desde ayer… Sin embargo, esto no es lo peor…

—¡¿Y qué es lo peor entonces?! —intervino horrorizado Paul—. ¿Qué hay más cruel que separar a una criatura de su madre? ¡El mismo rey no permitió que las circunstancias hicieran que yo me separara de mi hijo, siendo además un adulto! ¡Y ahora lo hacen con un crío!

—Le han puesto un tutor que le golpea cuando llora.

—¡Oh, no! —grité.

—Y los guardias le emborrachan y luego se burlan de él… Le están enseñando palabras soeces y brutales que le obligan a repetir… Gracias al cielo, la reina desconoce todo esto. Si yo lo sé es porque le llevo aún la comida. El pequeño delfín está cambiando. Se encuentra muy confundido, aturdido y nervioso… Realmente no sé qué será de él, o de la niña María Teresa.

—¿Está ella aún junto a su madre? —lloriqueé.

—Sí… Pero no creo que por mucho tiempo.

—¿Por qué dice eso, Cléry? —preguntó Paul—. ¡Estarán pensando en maltratarla a ella también!

—No lo digo por eso. Lo digo porque hoy me han anunciado que desde esta tarde he sido retirado de mi cargo como criado de la reina. La trasladan mañana a la prisión de La Conciergerie… Lala, debe usted resignarse a que el juicio contra su señora comenzará muy pronto, y a que existe la posibilidad de que su resultado pueda ser la trágica pérdida de su señora. Prepárese. Comienzan los tiempos verdaderamente difíciles para usted…

El bullicio en la sala era ensordecedor.

Yo me apretujaba en una incómoda silla de paja, junto a Paul y Marie y un montón de gentuza de todo tipo y condición.

Una mujer que olía a pescado rancio, situada un par de filas delante de nosotros, no hacía más que proferir insultos hacia la corona.

—¡A ver si Armand Herman arranca todos los pecados a la puta de Viena! —vociferaba mientras se rascaba enérgicamente la piel de sus gruesos brazos, llenos de escamas.

El tal Armand Herman era un joven abogado sanguinario, gran amigo de Robespierre, que había sido elegido por la Convención como presidente del Tribunal Revolucionario.

Nos habíamos levantado a las tres de la madrugada para coger sitio en la sala escogida por el Tribunal. El pueblo había sido invitado esa mañana del 14 de octubre para escuchar tu defensa, Toinette, y a pesar de la oscuridad de la noche, del frío y de que hasta las 9 no comenzaría, ya la entrada a la prisión de la Conciergerie estaba abarrotada por la chusma.

—Claro que te acompañaremos, Lala… —me dijo Paul cuando pocos días antes le supliqué que me permitiera acudir—. No creo que a estas alturas te reconozca alguien en la sala del juicio.

—Lo único que me importa es que ella lo haga, Paul. Si pudiera regalarme una sola mirada…, comprendería que su Lala está junto a ella en el infortunio, rezando y queriéndola como nunca.

—No sueñes, vieja… Quizá sólo consigamos un pequeño rincón en el gallinero, pues dicen que todo París intentará colarse para no perder detalle. Por ello, debemos madrugar mucho…

—No me importa, Paul. Haré lo que tú digas.

Y así logramos entrar, empujando, pellizcando y hasta escupiendo a los parisinos que, como nosotros, deseaban presenciar el juicio más sonado de la Historia.

Me pisaron y derribaron muchas veces, Toinette, tantas que me hicieron sangrar el labio. Pero Paul, como siempre, había logrado hacerse con alguno de los nombres de los amigos de su hijo Pierre, que habían sido encomendados a controlar a la chusma. Ellos fueron los que al final, a base de culatazos con sus armas, habían conseguido ayudarnos a encontrar un sitio.

No era demasiado cómodo, ni nos proporcionaba la mejor de las vistas, pero desde mi esquinita, yo soñaba con estirar el cuello lo suficientemente como para poder llamar la atención de tus ojos.

¿Cuánto tiempo hacía que no te veía? ¿Un año…? Quizá algo más… Ya no lo sé, Toinette, porque para mí había supuesto una larga eternidad.

Ansiaba verte, abrazarte y decirte que tu vieja Lala no te había abandonado, que estaría allí, a tu lado, siempre fiel hasta el final… Pero a la vez me atormentaba pensar que tal final sería cercano. Porque aún quedaba por saber lo que concluiría ese día el jurado. ¿Acaso alguien lo sabía, Toinette…? Yo no…, pero ellos sí.

Esperando en la silla, espachurrada entre los muslos de Paul y de Marie, me preguntaba cómo lucirías para la ocasión, y me gustó imaginarte hermosa, aunque tal vez vestida con un sobrio traje negro que recordara al público tu viudez.

—Lala, estás temblando… —me dijo Marie parando el bailoteo de mi rodilla al sujetarla fuertemente con su mano—. Me molestas. Para el san Benito…

—Lo siento, Marie… Es que estoy muy nerviosa.

Por fin entró el jurado, tu abogado defensor monsieur Fouquier-Tinville y tras ellos, entraste tú.

Nada me había preparado para verte en tan deplorable estado, Toinette… ¡Qué habían hecho contigo, mi niña! Extremadamente delgada, con los ojos hundidos en las cuencas y el pelo escaso y blanco, pensé en un primer instante que se trataba de otra persona.

Como yo había imaginado, vestías un simple traje negro para recordar al mundo tu viudez, pero para mi horror, tenía agujeros y parches por algunos sitios. De pronto recordé que ya llevabas casi nueve meses entre muros húmedos, sin apenas ropa para cambiarte y en un estado de salud precario.

—¡Está demasiado delgada y pálida, Paul! —susurré a mi amigo.

—Tranquila, Lala… Tú mantén la serenidad… —me contestó agarrándome una mano entre las suyas.

—¡Aquí está al fin! ¡Ya tenemos delante a la puta de Viena! —oí perpleja que decía la horrenda mujer que olía a pescado.

—¡Oh, Dios mío…! Mi Toinette… Mi pobre Toinette —gemí notando como una lágrima comenzaba a resbalar por mi mejilla.

Paul me agarró más fuertemente la mano.

—Vamos, Lala… Prepárate porque todo comienza ahora… Conserva la mirada alegre y la sonrisa en la boca por si mira hacia nosotros…

—¡Oh, Paul! Lo intentaré… —dije notando cómo me temblaba la voz.

A los pocos segundos, Herman ordenó silencio en la sala, y el griterío y la murmuración cesó.

El primero en aparecer fue el pequeño delfín. ¡Cómo había cambiado! Le vi mucho más alto pero delgado y aturdido.

No pude evitar dejar que se me escapara un grito de alegría al verle.

—¡Luis! —dije.

—¡Hazla callar, por amor de Dios! —protestó Marie a su marido.

—Oh…, lo siento…

—Lala, ten más cuidado… —me increpó mi amigo.

Pero no había llamado la atención ni del niño ni de nadie, Toinette, porque mucha gente hizo lo mismo que yo.

El juez mandó silencio de nuevo y tu pequeño comenzó a dar testimonio.

Si para algo no estaba preparada, era para escuchar sus palabras, Toinette. ¡Qué horrible tormento fue prestar atención a sus espantosas calumnias! ¿Pero quién le había hecho un lavado de cerebro tan atroz a mi ángel tan amado? ¿Cómo era posible que salieran calumnias de esa boca que tanto habías educado? ¿Qué había sido de la inocencia divina de tu adorado delfín?

Porque las barbaridades que dijo… ¡Oh, Toinette! ¡Los hombres malvados que se encargaron de cuidarle tras separarle de ti, tuvieron que ser los enviados a la guillotina y no tú! Porque sin duda tenían que haber sido ellos los que metieron en la cabeza del niño aquellas atrocidades…

Dijo que tanto tú como su tía Elisabeth le habíais enseñado a tener relaciones incestuosas, que le acariciabais sus órganos genitales en las noches, que le besabais como lo hacen los amantes en los burdeles…

Un sorprendente careo se produjo entonces.

Tú, levantándote furiosa, clamaste a las madres de Francia, y con un desgarrado corazón suplicaste que no creyeran a una criatura de ocho años, confundida y dañada en el cuerpo y en el alma.

Negaste semejantes cargos con toda la energía de una madre ferozmente atormentada por la peor de las calumnias, y para mi alivio, se oyó un clamor de apoyo entre las madres que abarrotaban la sala.

—Mira… Yo la creo —dijo una mujer cerca de nuestro banco que tenía toda la pinta de ser una verdulera del mercado—. Es una puta y una lesbiana, pero no una madre incestuosa…

Comencé a temblar cuando retiraron al niño y entró mi dulce y adorada María Teresa. Yo hice un gran esfuerzo para no cometer el mismo error que antes, Toinette, y por ello callé la boca y no dije nada.

La niña se mostraba horrorizada, espantada y avergonzada por las calumnias proferidas por su hermano pequeño. Llena de pesar, negó rotundamente tales acusaciones, y fue quizá por ello sacada en volandas de la sala.

Con el corazón roto en mil pedazos, pero mostrando una dignidad y valentía sólo posible en una reina, permaneciste serena y altiva durante todo lo que vino después.

Y así inundó la sala un conjunto de espantosas mentiras en boca de cuarenta personajes desconocidos por ti que afirmaron todo tipo de barbaridades sobre tu persona.

Algunos, como un guardia de Versalles en el que jamás había reparado, juró solemnemente que había participado en orgías contigo durante la friolera de diez largos años, en fiestas privadas en Versalles, en donde disfrutabas de actitudes lésbicas junto a ciertas damas de la aristocracia.

Otro guardia desconocido por ti, juró que habías intentado envenenar a tus centinelas de las Tullerías para escapar en plena noche.

Y así se sucedieron un sinfín de mentiras, calumnias de tan grave y alto vuelo que ni siquiera el mismo diablo hubiera podido inventarlas.

Yo comencé a llorar poco después de que se retirara María Teresa y no paré hasta que al fin llegó tu turno para defenderte.

Con una dignidad que desde niña ha formado parte de tu personalidad de dama, negaste todos y cada uno de los salvajes cargos de los que injustamente te acusaban.

—Niego haber entregado dinero a mi hermano el emperador, y haber organizado un plan secreto con la duquesa de Polignac para derrotar a Francia y obligarla a pertenecer a territorio enemigo. Niego haber participado en orgías, y jamás he tenido una relación amorosa con una mujer. Tampoco la he tenido con los amantes que ustedes han propuesto, incluyendo a La Fayette. Nunca he sido la instigadora tras el rey para dañar a Francia y sus gentes. Jamás he deseado la muerte a alguien, y por supuesto, nunca planeé el asesinato del duque de Orleans. Y por encima de todo he educado a mi amado hijo bajo el más delicado amor maternal, siendo extraordinariamente cuidadosa en lo concerniente al respeto de su alma, cuerpo y dignidad infantil.

—Mira qué arrogante es esta puta —oí susurrar detrás de mí a un hombre de humilde y burdo aspecto.

El cielo del miércoles 16 de octubre de 1793 amaneció con un suave tono salmón. Quizá era el regalo que Dios hacía a su pequeña paloma.

Tanto había llorado durante los dos últimos días, que temí perder la vista a causa del escozor que mis lágrimas habían dejado en mis pupilas.

Mi niña tan amada, la más hermosa de las reinas, había sido condenada a morir en la guillotina esa misma mañana.

Aún me produce un escalofrío el recordar cómo te sacaron los guardias de la sala del juicio dos días antes, para dar la oportunidad a la deliberación de los jurados.

No sé cuánto tiempo tardaron en alcanzar el veredicto, pero aunque Paul me ha asegurado que no fueron más que veinte minutos, mi corazón me ha repiqueteado que se trató de tan sólo un segundo. Y si te lo digo, Toinette, es porque vivo con el convencimiento de que ya tenían planeado desde un principio sesgar tu hermoso cuello con el filo de la guillotina, mucho antes de que comenzara tu juicio.

—Ya hay un veredicto —anunció con una sonrisa en los labios Armand Herman.

Entraste de nuevo y toda la sala contuvo la respiración.

Madame —dijo colocándose sus redondas lentes para no equivocarse en la lectura del documento que le acababan de entregar—. Este jurado ha decidido que sois culpable de los siguientes cargos: conspiración con fuerzas extranjeras para derrotar a esta nación; de unir vuestras fuerzas a enemigos de esta patria para derrotarla, humillarla y aplastarla; de robar dinero del estado para entregárselo a las naciones extranjeras en su misión de conquistar Francia; y por último, de conspirar contra el estado de seguridad general de esta nación que debíais haber protegido y amado. Se ha decidido castigaros con la pena de muerte en la guillotina.

Un espantoso griterío cargado de vítores y felicitaciones impregnó cada esquina de la sala.

No pude apartar los ojos de ti, Toinette, no sé si ya muerta o viva a causa de tanto sufrimiento.

Paul me agarró la mano con más fuerza que nunca.

—Lala, escúchame… ¡Lala!, ¿me oyes?

Pero yo no contesté, nena. Simplemente me había quedado ahí parada, mirándote como quien mira a la misma luna explotando con la colisión de un sol implacable.

Mi niña tan amada iba a ser asesinada por haber cometido un único pecado: ser una reina desdichada, obligada a cargar sobre unos dorados cabellos una corona demasiado pesada para una niña de quince años. ¿Acaso habías tu elegido tan grande responsabilidad?

De pronto vi cómo se me pasaban por el cerebro secuencias memorizadas de toda tu infancia, adolescencia y madurez. ¡Toda una vida, Toinette!

El corazón me latía desenfrenado y comencé a notar que se me nublaba la vista.

—¡Lala!, ¿estás bien? ¡Responde, mujer! —oí que me gritaba Paul—. ¡Lala, la reina te está mirando! ¡Despierta, vieja loca, que la reina te está mirando!

Y entonces te vi.

Alguien te estaba atando las manos a la espalda mientras posabas una ternura infinita sobre mi mirada.

Me levanté y pronuncié tu nombre, pero mi voz no fue capaz de emitir sonido alguno.

—Toinette… —dijeron mis labios mientras un mar de lágrimas me mojaba la cara.

Una pareja de guardias te agarraron por los antebrazos y te empujaron hacia delante. Era obvio que deseaban que comenzaras a andar hacia la salida.

—Toinette… —repetí sin ser capaz de emitir sonido alguno.

Entonces me sonreíste marcando esos hoyuelos que tanto me habían colmado de admiración en el pasado, y alzando tu rostro hacia mi dirección moviste los labios con profunda tristeza.

Sólo pude alcanzar a leer en ellos: «Adiós, mi querida Lala».

—¡Bueno! —dijo Marie a mi lado estirándose el delantal—. Al fin esta fiesta ha acabado. A la reina se le corta el cuello en la guillotina en un par de días y esta anciana se marcha para siempre de nuestro hogar.

—Pero mujer… —comenzó a protestar Paul.

—Mira, buen hombre —le interrumpió su esposa—. Siempre has dicho que se largaría cuando el pueblo acabara con su señora. Bien; pues eso es lo que va a suceder. Una vez muerta la señora, la criada se queda sin trabajo. Así que se acabó, Paul… Esta vez va en serio.

Marie se quedó mirando fijamente a su esposo, con el ceño fruncido y los brazos en jarras.

Varias personas, alertadas por nuestra pequeña discusión, habían comenzado a cuchichear.

—Ha dicho que muerta su señora, la criada se queda sin trabajo… —oí que susurraba la mujer que apestaba a pescado a su compañero.

—Lala… —me dijo Paul al oído—. Con todo pesar, debo pedirte que no regreses con nosotros a casa… Marie puede crearte muchos problemas. Mira, la reina va a morir, y ya poco importará que te encuentren…

—No te preocupes, Paul —le interrumpí—. Te agradezco tanta bondad y caridad, pero como siempre ha dicho Marie, no debes pagar eternamente un favor a un muerto… No temas por mí. Siempre he sido una superviviente.