XVI
La puta de Viena

—¡Lala, despierta! ¡Corremos peligro! —entraste gritando en mi dormitorio con gran exaltación una noche de asfixiante calor de verano.

Me senté sobre la cama aturdida por el escándalo, con la mente confusa y los ojos aún cerrados a causa de la inesperada interrupción de un profundo sueño.

—¿Qué…, qué ocurre ahora? —logré balbucear con lengua de trapo—. Es muy tarde, Toinette…

—¡Ya sé que es muy tarde pero por amor de Dios, Lala, levántate! —me susurraste al oído retirándome la sábana que me cubría.

Y entonces me percaté de que algo alarmante sucedía en los patios. Un desagradable griterío se colaba por ventanas, puertas y salidas. Parecía que los pasillos del palacio de las Tuberías habían sido invadidos por mil demonios que, bufando gritos e improperios, se entretenían abriendo las compuertas del mismo infierno con la intención de empujarnos a todos hacia sus abismos.

—¡Abre los ojos de una vez! ¡Vamos, aprisa…! —insististe zarandeándome por los hombros.

Me levanté de un salto atontada y torpe, y como pude, agarré un chal y salí a tropezones tras de ti sin saber muy bien qué rumbo tomaríamos.

—¡Por aquí, rápido! —dijiste señalándome un oscuro corredor en donde vislumbré una leve luz en su otro extremo.

—¡Daos prisa, majestad! —oí apremiar a una temblorosa voz que me pareció reconocer que pertenecía a una muy asustada marquesa de Tourzel.

Cuando al fin le dimos alcance, la seguimos con pasos presurosos hacia una portezuela discretamente disimulada con una pintura que representaba una escena de caza. La atravesé inclinando la columna para no golpearme debido a su estrecha dimensión y pequeño tamaño, y tras hacerlo me encontré de pronto en la entrada de una estancia hasta ahora por mí desconocida, en donde ya nos esperaban los niños, algunas de tus damas, madame Elisabeth y unos pocos criados.

Inmediatamente me percaté de la ausencia del rey en el pequeño grupo familiar.

—¿Dónde está el rey? —te pregunté llena de ansiedad sin obtener respuesta alguna.

Yo temblaba como una hoja al viento, Toinette, sospechando que esta vez no tendríamos la misma suerte que nos acompañó durante la noche del 20 de junio, en la que una horrible masa de campesinos revolucionarios asaltaron el palacio con la intención de acabar con nuestras vidas.

En tal ocasión habíamos logrado salvar el pellejo por un pelo. Tu esposo se mostró increíblemente valiente, y madame Elisabeth nos sorprendió a todos rogándote que la dejaras hacerse pasar por ti en caso de que aquellos esbirros te encontraran. ¡Qué gran dama demostró ser durante aquel terrible momento!

—Vos sois madre y el delfín os necesita más que a nadie —te suplicaba para convencerte.

Si salimos enteros de aquella crítica situación se lo deberemos agradecer eternamente a la rápida intervención de la guardia nacional, que fue la que alertó a la Asamblea Legislativa y controló la horrible chusma.

Sin embargo, la huella impresa en los corazones de tus pequeños fue tan horrenda, que tardaron semanas en recuperarse.

Luis Carlos tardó días en recobrar el habla y tu dulce María Teresa no volvió a ser la misma, habiendo abandonado entre las sombras de esa noche de 20 de junio la alegría chispeante de su carácter, volviéndose para siempre una criatura callada y reservada.

La presta intervención de los miembros de la Asamblea, que acudieron con gran premura e instruyeron a la guardia nacional con gran eficacia, fueron nuestro consuelo y salvación.

Cuando por fin llegaron y apaciguaron a la aterradora masa, pudimos descubrir llenas de espanto el estado en el que habían dejado nuestros aposentos, habiendo convertido armarios, sillas, mesas y todo tipo de hermoso mobiliario en un amasijo de astillas.

Esa vez la suerte nos había acompañado, ayudándonos a salvar milagrosamente nuestras vidas, Toinette, pero nunca nuestra rutina en el palacio volvió a ser la misma.

El extremo riesgo vivido, el miedo y los heridos que encontramos a nuestro paso por los suelos de los jardines al día siguiente, se nos clavaron como hierros candentes en nuestras carnes, y la poca alegría que había sobrevivido a los numerosos y atroces avatares de los últimos días se acabó por extinguir.

Rogaste encarecidamente que trasladaran tu aposento al primer piso, para estar más cerca del de tu esposo.

—¿Por qué quieres cambiar de dormitorio? —te pregunté ante tu insistencia.

—No puedo conciliar el sueño por las noches, Lala… Si duermo más cerca de mi esposo, me sentiré más segura…

«Pero si acercarte a él aumentará tremendamente el riesgo de que te ataquen de nuevo…», pensé cabizbaja sin atreverme a decírtelo.

¡Pobre nena mía! ¡Qué cosas tan absurdas se concluyen cuando el entendimiento se enturbia a causa de un extremo temor!

Tu permanente inquietud se veía sin duda afectada por las numerosas y constantes noticias que nos transmitía el rey sobre la situación política que cada día observaba en la Asamblea. Y es que las innovadoras teorías y nuevas ideologías políticas que proponían sus disparatados miembros jacobinos, extremistas republicanos encabezados por un feroz Robespierre, parecían haber alcanzado límites extraordinariamente aterradores.

Luis Augusto, devastado y cabizbajo, nos contó que en varios de los barrios en los que se había seccionado París, habían acusado públicamente al rey de ser un «asqueroso tirano», y que cuando los visitaba oficialmente se estremecía al oír los insultos con los que le injuriaban.

Una mujer llegó incluso a escupirle a la cara, tras vociferar que toda la nobleza debía acabar en la horca.

Tanto era su pesar por estos desafíos, que el rey se refugió con más ahínco que nunca en la lectura y el silencio, desesperándote por no encontrar forma con la que levantar su ánimo.

El rápido deterioro de las atenciones recibidas por el personal de la guardia en las Tuberías no hizo sino dañar más tu templanza, provocándote que abandonaras tus tan apacibles y amados paseos por sus jardines.

—Puta austriaca… —tuvo el atrevimiento de susurrarte una tarde de paseo entre las rosaledas uno de los guardias que se suponía debía seguir tus pasos con la intención de protegerte.

Y no era el único que cometió semejante atrevimiento, Toinette, porque con el paso de los días y luego de las semanas, el escuchar de casi todos ellos un envenenado insulto se convirtió en un tormento diario.

—No les prestes atención, Toinette —te decía cuando buscabas llena de devastación consuelo entre mis brazos.

—¡Oh, Lala! No debes dejar que los niños salgan a jugar por las rosaledas…

—Pero si les encanta… ¿Y cómo se van a entretener entonces las pobres criaturas? No podemos encerrarles todo el día entre las sucias paredes de sus aposentos, Toinette. ¡Perderían la poca frescura que aún les queda tras tanto suplicio!

—Será mejor eso a que oigan brutales insultos contra sus amados padres…

El rey había declarado oficialmente la guerra contra Austria pocos meses antes forzado por la Asamblea. Prusia no tardó en aliarse con tu sobrino, hecho que desencadenó aún más odio enfurecido del pueblo de Francia hacia tu inocente persona.

—¡Todo lo ha planeado la puta de Viena! —nos contó Leonard que gritaban los descalzonados[3] por las calles. Claro que yo luego le increpé por haberte hecho semejante comentario.

—¿Cómo eres tan idiota como para informar a la reina de eso? —le grité en cuanto saliste llena de congoja de tu vestidor.

—Yo pensé…, bueno…, no quería…

—¿Qué es lo que no querías, pedazo de chorlito?

—Bueno, su majestad siempre me pide que le cuente con pelos y señales la mayor información posible sobre el barrio en el que vivo, y como por allí dicen esas cosas, pues pensé que…

—¡Pues no pienses más, cabeza hueca, o te sacaré los sesos con tus malditas horquillas! —le interrumpí con gran enfado.

Y ahí se fue el pobre, cabizbajo y tristón, con sus peines y ungüentos bajo el brazo.

Ahora siento haber pagado con mi mal genio su imprudencia. Pero no pude evitar que se me llevaran los demonios cuando te hirió contándote una verdad que era mucho mejor dejar aletargada en su maldita sesera de peluquero.

Tu pueblo tan amado estaba siendo tremendamente injusto contigo, mi nena… ¡No lo podía soportar! ¿Cómo fueron capaces de acusarte de un hecho de semejante gravedad, Toinette? ¡Te culpaban sólo a ti de la guerra contra Europa!

Quizá tuvieran razón al pensar que ansiabas la llegada de las tropas de Austria a la frontera, pero tu motivación tenías, ya que no podías reprimir un ardiente deseo de que la monarquía del continente os rescatara de entre las garras de los violentos que deseaban vuestra muerte.

Sin embargo, Francia no estaba preparada para oír hablar de tu inocencia, Toinette. Sólo lo estaba para utilizarte como el chivo expiatorio de sus grandes desdichas. ¿Te dejaban entonces una salida para defenderte? No, Toinette, porque tu pueblo ya estaba colmado de odio y buscaba una cruel venganza imposible de paliar…

Y así las cosas, se había convertido en un imposible convencer a tus amados súbditos de que su puta de Viena no era la causa de todas las desgracias que les agobiaban.

Y mientras tanto, nosotras vivíamos estrujándonos el cerebro por encontrar la manera de no pensar en aquellas atroces verdades, luchando cada día por conseguir entretener nuestros pensamientos en cosas más bellas. Pero no siempre lo lográbamos, Toinette, porque con nuestros corazones rebosando temor, pasaban los días lentos como una borrica coja que irremediablemente caminaba hacia el más triste de los desenlaces.

Y éste llegó irremediablemente a nuestras vidas durante esa espeluznante noche cargada de humedad y calor asfixiante que fue la del 9 de agosto, fecha que quedará clavada como un puñal infecto y oxidado, hasta el fin de mis días en mi corazón.

Al parecer extrañas murmuraciones habían comenzado a correr por los barrios bajos de París esa misma mañana. Mientras tanto, ignorando tal amenaza, nosotros nos limitamos a conducir nuestro día de forma rutinaria, acudiendo a misa con los niños por la mañana y matando plácidamente el aburrimiento de la tarde con partidas de backgammon y puntadas de costura.

Sólo cuando nos dispusimos a cenar recibimos la inesperada visita de uno de tus más antiguos cocheros, cuyo hijo trabajaba como guardia nacional en las Tullerías.

—Majestad —te dijo con ojos llenos de preocupación al entrar en el salón adyacente al comedor—. Deseo hablar con vuestro esposo, el rey, de inmediato. Me consume la más terrible urgencia.

¡Oh, si hubiese intentado acercarse al monarca tan sólo un par de años antes en Versalles! Con toda probabilidad le hubieran echado de tu presencia con una patada en las posaderas.

Pero estos tiempos recientemente vividos han sido otra cosa muy diferente, Toinette. Así que le condujiste a la presencia de tu esposo, quien miró con ojos llenos de sorpresa a aquel pobre hombre. Éste, antes incluso de recibir permiso del rey para dirigirse a él, desparramó sin respirar un casi inteligible discurso sobre el terrible peligro que comamos esa noche.

Nos relató que en el barrio en el que vivía, en Faubourgh Saint-Antoine, se había reunido una masa de inmensas proporciones cargada hasta los dientes con armas, picas, tijeras y espadas.

—¡A LAS TULLERÍAS!, ¡A MATAR AL BORRACHO Y A LA PUTA DE VIENA! —nos informó que vociferaban.

—Un grupo de hombres portaba un palo del que habían colgado una gran muñeca de trapo ensangrentada —te dijo provocándote un espantoso disgusto—. Tal desagradable objeto tenía como intención representaros a vos, majestad.

—¿Estáis seguro de lo que decís? —le preguntaste llena de ansiedad.

—Sí… Completamente.

El rey le miraba con esa expresión tan peculiar suya, con ojillos miopes y frunciendo el ceño.

—¿Cómo os llamáis? —preguntó con timidez.

—Paul, sire.

—Sois un hombre valiente, Paul —interviniste intentando reflejar seguridad y dignidad en tu mirada—. Os agradezco de veras vuestra fidelidad al rey de Francia y a su familia.

El hombrecillo pareció titubear unos segundos antes de responder, tras los cuales, bajando la mirada y estrujando su sombrero entre las manos, hizo una triste confesión que nos invadió de perplejidad.

—Ejem… Bueno… Ruego vuestro perdón, sire… No soy tan buen monárquico como creéis ni tan fiel servidor. Si he venido es por la preocupación que me embarga de que puedan dañar a mi único hijo esta noche… Está de guardia, es muy joven aún y es la razón de la existencia de mi esposa… La perdería también a ella si él fallece esta noche por defenderos, majestad. He venido a suplicaros que se le permita regresar ahora mismo a nuestro hogar. No quiero que cuando se acerque toda esa masa embebida en ira muera por serviros.

—¡¿Cómo osáis dirigiros a vuestro monarca en semejantes términos?! —gritó enfurecida madame Elisabeth abofeteando la mejilla de aquel pobre hombre—. ¡Oh, qué afrenta la suya! ¡Fuera de nuestra presencia inmundo e infiel hijo de Francia!

Tu esposo, bloqueado por la inesperada confesión y aterrorizado por la reacción de su hermana, no contestó de inmediato.

Por tu parte, interviniste sujetando por la cintura a tu cuñada para impedir que volviera a golpear a aquel hombrecillo de nuevo.

—Sólo desea proteger la vida de su único hijo, madame —alcanzaste a decir con una sorprendente serenidad que me llenó de ternura.

Al cabo de unos interminables minutos, tu indeciso esposo tomó al fin la palabra.

—Os comprendo bien, Paul. El hecho de amar tanto a vuestro hijo os ennoblece. Me habéis hecho un favor incalculable, pues de ser cierto vuestro aviso, mi familia ciertamente corre peligro. Informad pues a vuestro hijo de que habéis obtenido permiso real para que marche junto a vos esta noche.

El hombrecillo se tiró a los pies de tu esposo y comenzó a besarlos mojándolos con sus lágrimas agradecidas.

—Majestad, ¡qué Dios os bendiga! No olvidaré lo que habéis hecho por mí y por mi familia. ¿Cómo podré devolveros semejante favor?

—Pues por ejemplo saliendo por esa puerta y poniendo sobre aviso a la pareja de guardias que protegen la entrada de este aposento. En los patios encontraréis más guardia. Ordenad de mi parte que alguien del mando acuda presto a mi presencia.

—Por supuesto, sire… Así lo haré —dijo Paul antes de retirarse, secándose los mocos con la manga de su camisa.

—Me temo que esta noche va a ser muy, muy larga —me susurraste al oído con una voz cargada de profunda tristeza.

Eran las cuatro de la madrugada cuando lograste conducirme a esa pequeña estancia para que me reuniera con los niños, las damas y tus criados más fieles.

Yo había decidido irme a dormir después de que Luis Augusto organizara a su guardia suiza, a la nacional y a unos trescientos aristócratas voluntarios alrededor de cada puerta y ventana de las Tullerías.

—Lala, debes acostarte —me dijiste cuando te rogué que me permitieras quedarme a dormir con tus hijos—. Ya no hay riesgo de que nos dañen. Estamos protegidos por hombres fieles y valientes que han decidido defendernos con sus vidas en caso de un asalto al palacio.

—Bien, majestad. Entonces lo haré, pero junto al delfín. Y luego esperaré pacientemente órdenes —dije agarrando a Luis Carlos por la mano.

Tu esposo fue quien me paró en seco.

—No, Lala. Es mejor que descanses en el aposento de madame Elisabeth. Los niños, mi hermana y la reina pasarán la noche en uno de los cuartos más seguros.

—¿Pero cuál es ése, majestad? ¿Y dónde pueden descansar más seguros que bajo la vigilancia de la fiel Lala? ¡Frenaría la chusma a bocados!

—No lo debes saber —contestó sonriendo tiernamente.

—¿Pero…, por qué no puedo estar con ellos? ¡Es ahora cuando más me necesitan, majestad!

—La estancia en donde deben dormir esta noche es pequeña y poco ventilada. No cabrás cómodamente. Sin embargo, no temas; ordenaré que te despierten en caso de peligro.

—¡Oh, no! Yo quiero estar junto a ellos ahora, majestad. Os ruego que…

Pero la mirada de sus torpones ojos me demostró que su decisión había sido tomada.

Cuando por fin nos retiramos a descansar a eso de medianoche, el salón en donde había transcurrido nuestra velada desde la fatal llegada del señor Antoine se había convertido en un lugar caótico y desordenado.

Pajes, criados, soldados y damas tropezaban inquietos con los muebles u optaban por recostarse por cualquier esquina.

A mi corazón se le escapó un latido cuando descubrí cómo dos criados de tu esposo colocaban una chaquetilla acolchada sobre su tronco, que no se ponía bajo la ropa desde la toma del palacio el pasado 20 de julio.

—¿Qué es eso, Toinette? —te pregunté curiosa.

—Se supone que esta peculiar prenda le librará de ser apuñalado o herido gravemente —me contestaste en un susurro casi imperceptible para que no pudieran oírte tus hijos.

Y así, con el estómago encogido y el alma en vilo, me fui a descansar al aposento de madame Elisabeth, a la que vi desaparecer junto a ti y a los niños entre las oscuras sombras de uno de los desangelados pasillos.

—¡Nos veremos en un rato, mi Lala! —fue lo último que te oí decirme antes de perderte de vista tras una roída cortina de terciopelo verde.

El rey no me había mentido con respecto al cuarto secreto en el que permanecíais ocultos, pues era efectivamente pequeño, incómodo y con escasa ventilación.

Acurrucadas en una de las esquinas, Paulina (hija de madame Tourzel), y la princesa de Lamballe, cruzaban miradas llenas de pesar y miedo.

—¡Vos aquí! ¡Qué gran alegría, madame! —dije mientras corría con los brazos abiertos hacia la princesa de Lamballe.

—¿Acaso creíste que iba a abandonar a mi más querida amiga en momentos de tanto peligro, Lala? —me dijo abrazándome con ternura—. Ya lo hice una vez siendo obligada a ello por la misma reina, pero no permitiré que vuelva a ocurrir.

—¡Cuánto amáis a la reina! Que Dios os bendiga siempre por ello, princesa…

La princesa de Lamballe me besó en la frente.

—¡Ah, Lala…! También tú puedes sentirte muy apreciada por mi corazón —me dijo con lágrimas en los ojos no sé si de miedo o emoción contenida.

Me llenó de alegría escuchar sus palabras cariñosas y recordé avergonzada las muchas veces que la había criticado en tu presencia. La pobre princesa de Lamballe podía ser algo boba, pero su corazón era noble y tierno.

La joven y atemorizada Paulina pasaba lentamente las cuentas de un rosario entre los dedos de una mano, utilizando los de la otra para hacer cosquillas en la coronilla del delfín, quien recostado sobre su regazo dormitaba como buenamente podía.

Me percaté de la presencia también medio adormilada de madame Elisabeth sobre el único sofá de la estancia, y me sorprendió descubrir a tres damas de compañía a quienes apenas conocía sentadas a sus pies. Eran éstas madame Thibault, madame Saint Brice y madame Navarre, cuyos rostros aterrorizados me dieron mucha lástima.

En la otra esquina de la estancia, un par de criados viejos amigos míos, llamados Chamilly y Hué, miraban desorbitados a todas partes, sentados sobre una vieja alfombra apolillada.

El calor y la humedad que se respiraban en el interior del lugar eran insoportables, y en pocos segundos noté cómo mi cuerpo comenzaba a transpirar profusamente.

No me había desvestido para acostarme, pues el rey así nos lo había aconsejado.

—Quizá debamos escapar precipitadamente, por lo que es adecuado que todos permanezcamos con nuestra ropa de calle —insistió convincentemente.

—¿Qué ha pasado en las Tullerías, nena? —te pregunté en un suave susurro cuando me acomodé a tus pies, junto a un butacón que ocupaste en cuanto cerraron la puerta tras de ti—. Parece como si de nuevo los extremistas revolucionarios hayan decidido darnos un disgusto de muerte.

—El peligro que corremos es extremo, Lala… —contestaste en un suspiro casi imperceptible—. El rey me ha anunciado hace una hora que más de 10 000 personas han entrado en los jardines del palacio de las Tullerías. La guardia nacional y la suiza están controlando la situación, pero temo que muchos son ya los cadáveres que podremos encontrar en nuestro camino cuando logremos salir de aquí…

—¡Oh, Dios mío! ¿Y dónde está el rey, Toinette?

—Sigue en el salón, pero me ha rogado que me reúna con él en una hora. Estoy profundamente orgullosa de él, Lala. Se está comportando con increíble valentía. Desde ese lugar da órdenes a su guardia y sopesa con sus consejeros la mejor solución para finalizar esta gran tragedia. Está agotado y muy pálido, pero se mantiene firme y sereno. En este momento se discute si no estaríamos más seguros en las salas de la Asamblea…

—¿En el lugar en donde nos esperan los verdugos que han comenzado todo esto? ¡Pero, Toinette! ¿Acaso habéis perdido la cordura? ¡Seguro que los jacobinos están esperando vuestra llegada frotándose las manos, nena!

—No hables con semejante contundencia, Lala… Si aún existe un lugar seguro para nosotros, quizá sea éste la sala de la Asamblea. Sus dirigentes nos defenderán de la injusta ira del pueblo.

—¡Temo mucho a los jacobinos, Toinette! No deberíamos acudir a la Asamblea… ¡Robespierre os odia, y su poder de convicción es grande! —gimoteé.

—Los acontecimientos parecen empujarnos a ello, Lala —dijiste dejando escapar una lágrima—. No parece que haya otra salida para salvar nuestras vidas esta noche.

—¡Oh…!

Y entonces comprendí que era inútil que siguiera atormentándote con mis dudas y miedos. Al fin y al cabo, ¿era yo algo más que una pobre y loca criada, cuyo único valor añadido había sido el amarte desde niña? ¿Cómo me atrevía, pues, a aconsejarte la mejor manera de esperar la muerte? ¿Acaso conocía bien el rostro de tus enemigos? ¡Si ni siquiera había entendido los discursos que sobre la monarquía habían proclamado aquellos hombres!

—¿Y…, cuándo vamos a irnos? —conseguí preguntarte con el alma anudada en la más honda desesperación.

—Ya te he dicho que en una hora.

—¿A las cuatro?

—Sí, a las cuatro de la madrugada debo ir a reunirme con mi esposo. Entonces sabremos la decisión tomada. ¡Mientras tanto, reza sin descanso, Lala! Debemos confiar en la ayuda de Dios…

Las voces, los gritos y escándalo que atravesaban puertas y paredes eran terroríficos, Toinette.

—¡DESTRIPÉMOSLA Y EXPONGAMOS SUS INTESTINOS EN UNA DE LAS TORRES DEL TEMPLE! —vociferó alguien muy cerca de nuestra ventana estremeciéndonos de espanto.

—¡Oh, Dios mío, se acercan! —gritó madame Tourzel.

—¡Mamá, mamá!, ¿qué pasa? ¿A quién quieren arrancar las tripas? —lloriqueó desde su esquina una aterrorizada María Teresa.

—No te preocupes, ma chéri… —le dijiste haciendo un enorme esfuerzo por mantener la compostura—. Pronto nos iremos de aquí.

Aquella larga hora pasó muy lenta, Toinette. En un momento determinado, me arrastré a cuatro patas hacia Paulina, le agarré la mano en la que sujetaba su hermoso rosario y me uní en oración a ella.

El sudor me recorría todo el cuerpo. Mi traje, empapado y sucio por el paso de las horas, y el acuciante terror que me invadía, lograron que un apestoso olor a alcantarilla hasta entonces desconocido por mi propio organismo impregnara toda mi piel.

Por fin, el reloj de bolsillo de uno de los criados nos avisó de que había llegado el momento de acudir a la presencia del rey.

—¡Toinette! —grité presa de un ataque de pánico cuando te vi levantarte del butacón—. ¡No te vayas, te lo ruego!

—Su majestad la reina debe marchar, Lala —me increpó madame Elisabeth desde su sofá.

—¡No!

Me abalancé sobre ti intentando sujetarte por las muñecas.

—¡Te matarán, Toinette! ¿Acaso no les oyes?

—¡SUS ENTRAÑAS! ¡QUEREMOS LAS ENTRAÑAS DE LA PUTA DE VIENA! —oí que vociferaban desde fuera entre aullidos que sonaban a muerte.

—¡Por amor de Dios, cálmate Lala! —me dijiste soltándote de mis garras—. Mi deber es salir por esa puerta y reunirme con mi esposo.

—¡No te volveré a ver, Toinette! —grité desgarrada.

—Estás asustando a mis hijos… ¡Serénate! —dijiste señalándome a tus dos pequeños.

Miré hacia ellos y noté cómo el corazón se me partía en mil pedazos que salían despedidos por toda la sala, para irse a clavar en el centro de mi alma.

Luis Carlos se había defecado encima a causa del pánico y miraba con horror y vergüenza la suciedad de sus pantalones, mientras María Teresa se había desvanecido en los brazos de Paulina.

—Pase lo que pase, no te apartes de ellos —dijiste antes de salir perdiéndote entre las sombras del oscuro pasillo.

Cuatro horas tardaste en regresar junto a nosotros, Toinette. ¡Cuatro! ¿Te imaginas lo que sufrí durante esa espantosa espera? ¡Oh, Toinette! Nada se puede comparar con el pesar que me envolvió durante el largo paso de los minutos.

Madame Elisabeth tuvo la delicadeza de consolarme prestándome su hermoso pañuelo, y los criados que habían permanecido tantas horas acurrucados me obsequiaron con un vaso de agua.

—Todo se solucionará, Lala… Ya lo verás —me repetían una y otra vez con semblantes llenos de miedo mal disimulado.

Cuando regresaste al fin, me levanté de un salto y me dirigí corriendo hacia ti. Me fundí en un fuerte abrazo contigo, mientras notaba cómo Luis Carlos me empujaba para lograr colarse entre las dos.

No pasaron muchos segundos hasta que me di cuenta de que no estabas sola. Junto a ti venían varios hombres con semblantes sombríos y tras ellos, pálido como un cadáver, entró el rey.

—¡Majestad! —grité dando un salto de alegría—. ¡Estáis bien! ¡Gracias a Dios!

—Nuestra fiel Lala… Dios te bendiga por amarnos tanto —me dijo con una dulce sonrisa en los labios.

Luego extendió los brazos hacia tus hijos, quienes acudieron veloces y se agarraron a sus regordetas pantorrillas.

—Nos vamos, mis pequeños… La Asamblea Nacional ha decidido darnos cobijo entre sus paredes —anunció.

Ya me disponía a seguir tus pasos cuando el rey me paró con un brazo extendido.

—No. Lala: tú no vienes… Te quedas aquí junto al resto de estas personas. No puedo permitir poner tu vida en peligro.

—¡Oh! Pero…, pero… ¡Qué decís, majestad!

—El riesgo que nos acecha es extraordinario. Sé que los miembros de la Asamblea no permitirán actos de violencia contra la familia real, pero esta noche son muchos los que han fallecido por salvar la vida de su rey. Gran número de siervos fieles a la corona han muerto a golpe de espada o machete en manos de mi pueblo enfurecido. No consentiré más derramamiento de sangre inocente entre mis servidores. Sólo deseo que nos acompañen la marquesa de Tourzel y la princesa de Lamballe. Los demás permaneceréis aquí hasta que todo haya pasado.

—Pero…, ¡yo no puedo estar lejos de la reina! ¡Moriría de preocupación, majestad!

La torpona mirada miope de tu esposo se me clavó dulcemente sobre los ojos. Me acarició la cabeza, y sin decir una palabra más, salió de la estancia con el delfín en brazos.

—¡TOINETTE, HAZ ALGO! —grité desconsolada.

Me miraste con infinita ternura, me cogiste la cara y posaste un pequeño beso en mi frente.

—Mi Lala… Mi querida nodriza del alma… ¿Cuándo podré volver a verte? —dijiste dejando escapar una tibia lágrima por tu mejilla.

—¡Oh, mi reina! ¡Esto no puede estar sucediendo!

—Prepárate, mi Lala. Quizá no volvamos a vernos jamás.

Sólo media hora después de tu marcha, la sangría comenzó fuera.

Aullidos de dolor desesperado, olor a humo, gemidos, llanto y gritos envenenados de ira, invadieron cada recoveco de la estancia.

Los criados y aquellas damas que poco conocía se acurrucaron juntos en una de las esquinas y rompieron a llorar desconsolados, algunos en susurros y otros en contenido silencio.

Madame Paulina y yo optamos por abrazarnos en otro rincón, apretando fuertemente las manos sobre su rosario, ya descolorido por nuestro sudor y por los cientos de veces que habíamos pasado sus cuentas entre los dedos a lo largo de esa noche de agonía.

El dolor de mi alma era indescriptible. Notaba cómo las lágrimas resbalaban por mis mejillas en lo que me pareció un río de tristeza, amargura y miedo.

No temía por mi vida, que al fin y al cabo nada valía, sino por la tuya y la de los niños que tanto amaba.

Oíamos la explosión de numerosísimas balas entremezcladas con el llanto y los gritos, y sospeché que efectivamente, muchos eran los cadáveres que debían de regar con su sangre los suelos de los jardines, aposentos y pasillos de las Tullerías.

—¿Cuánto tardarán en encontrarnos? —sollozó a mi lado madame Paulina.

—No lo sé, madame… Quizá no nos encuentren nunca y salvemos la vida… —contesté sintiendo que mis propias palabras estaban colmadas de mentiras.

Porque era cuestión de minutos, nena… Y yo lo sabía.

Tus últimas palabras me retumban en el interior de mi cerebro, como una campana de iglesia repiqueteando a difunto.

—Quizá no volvamos a vernos… Quizá no volvamos a vernos…

De pronto recordé muchas cosas de tu pasado, de tu infancia; hermosas como la vida en Viena cuando eras aún una niña, o como las obras teatrales que tanto amabas representar junto a tus hermanos para deleitar a tus padres.

¡Qué lejano en el tiempo parecía todo aquello en ese sucio cuarto de las Tullerías!

Entre lágrima y suspiro, me pareció verte entrar en la iglesia, vestida de novia como la más hermosa de las criaturas terrenales, para convertirte en la esposa más admirada de toda Europa. ¡Cómo te amaba entonces el pueblo de Francia! ¿Acaso no te vitorearon y rociaron con las más bellas flores?

Me atormentaba pensar lo que te podrían hacer aquellos hijos de la Revolución que vociferaban tras el ventanuco de nuestra pequeña estancia.

De pronto un estremecedor sonido de pisadas se hizo muy patente a mis oídos.

—¡Vienen por los pasillos! —gritó aterrorizada una de las criaditas más jóvenes.

Se oyó un estruendo de cristales rotos, seguido por un espantoso grito de dolor.

—Me parece que alguien ha sido despedido por una ventana en el cuarto de al lado —gimió Paulina.

De pronto el ruido se hizo temerariamente cercano. Antes de que pudiéramos reaccionar, oímos un fuerte golpe contra nuestra puerta.

Los criados no pudieron contener más su miedo, y algunos de ellos se pusieron a chillar presas del miedo y del pánico.

—¡ESTÁN AQUÍ! —vociferó alguien tras la puerta—. ¡AL FIN LES HEMOS ENCONTRADO!

Paulina escondió la cara en mi delantal y yo coloqué mi tronco encima de su espalda a modo protector.

—¡Dios mío! —recé—. Apiádate de mi espíritu, pues voy a morir en manos violentas…

En pocos segundos unos fuertes hachazos golpeaban la entrada de la estancia, y antes de que me diera tiempo a levantar la cabeza, noté cómo una astilla se posaba sobre mi zapato.

—¡Están derribando la puerta! —gritó mi amigo el criado Hüe dando un respingo.

Cuando la madera ya no pudo resistir más, cedió ante un grupo de unos treinta hombres y mujeres de aspecto feroz y temerario.

Sus ropajes estaban tintados de sangre y sus rostros encendidos por la victoria. Sus siniestras sonrisas me dejaron entrever la sed de muerte que portaban sus corazones.

—¡Viva la Revolución! —gritó una mujer de aspecto deplorable, con greñas por la cara y ojos encendidos de satisfacción.

—¡Muerte a la puta de Viena! —gritó otra que para mi espanto descubrí que vestía una de las hermosas batas de noche que tanto te gustaba lucir. ¡Habían saqueado tus armarios, Toinette!

Luego entraron más y más energúmenos, todos luciendo ropajes y accesorios que sólo a vosotros pertenecían. Los habían manchado con sangre e incluso habían arrancado muchos botones que algunas mujeres se habían colocado en el cabello con una horquilla a modo de extraño trofeo victorioso.

Uno de los hombres, al que identifiqué como a una especie de mandatario o capitán de ese pequeño ejército infernal, se puso a darnos órdenes utilizando palabras soeces y desagradables.

—¡Vamos, putas! ¡Todas fuera! Y vosotros, cerdos, también salid si no queréis morir en este pestilente lugar.

Nos obligaron a andar en fila y si tropezábamos, nos levantaban a base de tirones en el cabello.

—No te caigas o te maltratarán —me susurró Paulina llena de angustia.

—¡Calla! —la increpó uno de aquellos demonios—. ¡Sigue andando!

Atravesamos estancias y pasillos en los que reinaba el más espantoso desorden, caos y muerte.

Descubrí con horror miembros mutilados por el suelo, cadáveres de criados a quienes reconocí, y algún que otro aristócrata herido de muerte. También había cadáveres de guardias con el uniforme suizo por todas partes, y la sangre salpicaba suelos, paredes y techos.

Con gran dificultad, saltando por encima de los cuerpos y resbalando a causa de las vísceras y los jugos que ensuciaban el suelo, conseguimos al fin salir por una de las puertas de los aposentos de madame Elisabeth.

Una vez fuera, me topé de golpe con una escena que jamás imaginé ver.

Si dentro del palacio habíamos presenciado horror, caos y sangre, nada se podía comparar con las escenas que nuestros ojos captaron en los jardines.

Decenas de miembros corporales rociaban cada rincón de las rosaledas o lo que quedaba de ellas. Cadáveres parecían nacer del mismo suelo, mientras cientos de personas enfebrecidas por la ira asesinaban, violaban o torturaban en cada esquina.

Justo frente a mí, descubrí con espanto cómo el vizconde de Maillé suplicaba postrado de rodillas por su vida a unos hombres que le apaleaban con picas y martillos en la cabeza.

—¡Dios mío! —gimió Paulina a mi lado tapándose los ojos con las manos.

—¡Piedad! —imploró con nimias fuerzas el pobre vizconde.

Acto seguido, un joven con expresión dubitativa fue empujado hacia adelante por sus compañeros.

—¡Vamos, Marcel! —le presionaron éstos—. ¡Hazlo tú! ¡Demuéstranos cómo amas la revolución!

El chico pareció titubear mostrándose tímido y algo asustado. Sus compañeros comenzaron a burlarse de él mientras uno de ellos le obligaba a sujetar un martillo en la mano derecha.

—¡Vamos, vamos! —le instaban—. ¿A qué esperas? ¿Eres acaso un afeminado como Luis Augusto?

¡Se referían al rey, Toinette! Ni siquiera tenían ya la decencia de nombrarle con respeto…

—¡Por favor! ¡Sólo deseaba cumplir con mi deber! ¡Francia necesita a su rey! —suplicó el vizconde de Maillé.

—¡FRANCIA NECESITA QUE TÚ MUERAS, BASTARDO! —gritó enfurecido uno de aquellos hombres.

Entonces el muchacho elevó el brazo y descargó con toda su potencia el martillo sobre la sien del vizconde.

—¡Ah! —grité llena de espanto.

El vizconde de Maillé, junto al que habías disfrutado en antaño de gratas partidas de naipes, se desplomó y comenzó a vomitar sangre por la boca, inconsciente ya sobre las piedras del patio.

—Y tú que tanto te preocupas por este perro… ¿Quién eres? —dijo el hombre que había entregado el martillo al chico, dirigiendo un paso amenazante hacia mí.

—¡No contestes nada, Lala! —me susurró Paulina a mi lado.

Aquellos hombres nos rodearon clavándonos miradas mezcladas de curiosidad y desprecio.

Uno de ellos comenzó a acariciar el pelo de Paulina, y llena de espanto, vi cómo otro se empezaba a entretener tocándole los pechos.

—¡Déjela, aborto de Satanás! —grité presa de la ira lanzándome contra él como una perra rabiosa.

De pronto noté cómo alguien me agarraba del pelo y con un tirón que casi me desprende del cráneo, me separó bruscamente de su compañero.

El dolor en mi cuero cabelludo era indescriptible, Toinette, aunque nada se podía comparar con el penar que me abrumaba el alma.

Comencé a defenderme propinando patadas infructuosas al aire, y haciendo nacer burlas y risotadas entre aquellos salvajes. Por el rabillo del ojo vi como al menos el hombre que se atrevió a tocar los pechos de Paulina había dejado de hacerlo divertido con mi actitud.

—¡Vieja infecta! —dijo el que me sujetaba dolorosamente por los cabellos—. ¿Tienes acaso celos de que ella disfrute y tú no?

—Déjenla… —oí que una voz familiar decía a mi lado—. Ella no ha hecho nada. Es mi mujer…

Giré la cabeza para encontrarme frente al señor Paul.

Los hombres guardaron silencio un segundo mientras estudiaban al viejecillo que se había dirigido a ellos.

—¿Este esperpento es tu esposa? —preguntó el muchacho que había herido de muerte con el martillo al vizconde de Maillé.

—Sí… Les repito que no ha hecho nada… Déjenla marchar…

—Un momento… —intervino el que me agarraba por los cabellos—. ¿Cómo que «déjenla marchar»? Estaba en la sala de los conejos asustados de la reina. Es una de sus criadas y una traidora de Francia.

—No; se equivocan. Esta mujer es mi esposa, y se ofreció a la reina a cambio de que dejaran marchar a mi hijo a casa. María Antonieta, haciendo gala de su perversidad, la obligó a quedarse junto a sus criados… Por ello les ruego que la pongan en libertad.

Aquellos hombres se miraron unos a otros sin saber muy bien qué hacer.

—Es una anciana inmunda —dijo al fin el tal Marcel—. Devuélvesela a su viejo.

—Bueno… Pero a la muchacha bonita, no. A ésa me la quedo —dijo dirigiendo una lasciva mirada a una aterrorizada Paulina.

Aquel hombre me soltó de golpe y agarrándome fuertemente del brazo me lanzó con violencia hacia el señor Paul, ése quien pocas horas antes había agradecido al rey que permitiera que su hijo marchara a casa.

—Si es cierto que es su esposa, átela en corto —añadió aquel sanguinario dirigiéndose a mi nuevo amigo—. Es una hiena hambrienta, y a pesar de sus canas, sus puños son fuertes. La próxima vez no tendrá tanta suerte.

Y tras ello, se alejaron de mí dejándome inmersa en la más absoluta desesperación al ver cómo la dulce Paulina era arrastrada hacia uno de los arcos de las rosaledas.

—Señor Paul…, yo… —comencé a balbucear entre lágrimas y temblores.

—No diga usted nada —contestó—. Es todo lo que he podido hacer por el rey como agradecimiento por lo que ha hecho esta tarde por mi hijo.

—¿Sabe usted quién soy, verdad? —pregunté temblorosa.

—Sí. Es usted la criada más amada de la reina. La que fue su nodriza… La reconocí en seguida. Todo el mundo que ha trabajado en Versalles sabe quién es usted… Y por ello debemos marchar de inmediato. Nuestra vida corre un gran peligro.

—Pero yo…, no tengo adónde ir —sollocé cubriéndome los ojos con las palmas de mis manos.

—Por ahora puede usted refugiarse en mi casa. Es humilde, pero al menos estará a salvo.

—¿Hasta cuándo podré abusar de su bondad, señor Paul? —pude a duras penas preguntarle.

—Hasta que asesinen a la reina y el pueblo se olvide de ella. Sólo entonces estará usted fuera de peligro si sale a la calle.