XV
Pocas esperanzas

«Cualquier persona que aplauda al rey será flagelado», se veía escrito en un cartel a la entrada de la ciudad.

¡Qué horrible pesar me invadió al leer esa pancarta, Toinette! Sentí una profunda y vergonzosa angustia al pensar que esas gentes de Francia a quienes tanto habías amado exigían ahora no respetar a sus reyes.

Para mi espanto, no tardó el delfín en llamarte la atención sobre la pancarta.

—¿Qué está escrito ahí, mamá? —preguntó tu pequeño cuando sus ojos alcanzaron a atisbar el enorme cartel colgado de uno de los árboles del camino. Fue sólo un segundo, Toinette, pero lo necesario para que captara que María Teresa no apartaba la mirada de él.

—Nada, mon chéri… Sólo cosas de mayores —le contestaste con un tono de lastimosa serenidad.

—No te asomes que cogerás frío —intervine agarrándole por debajo de las axilas y colocándole sobre mis rodillas.

—¿Frío, Sophie? ¡Pero si hace un calor de muerte! —respondió frunciendo sus pequeñas y rubias cejas.

—Ya… Pero da igual. Te constiparás, toserás y luego no me dejarás dormir. Así que aparta la cabeza de la ventanilla. Y por cierto, ya no hace falta que me sigas llamando Sophie…

—¡Ah! ¿Entonces hemos acabado el juego y vuelves a llamarte Lala?

—Sí, mi amor, más o menos… Puedes considerar que ha finalizado —te adelantaste a responder retirándole el flequillo de la frente, sucio y enredado después de cinco días a falta de aseo.

—¿Y quién ha ganado? —preguntó María Teresa desde el otro lado de la berlina.

Su pregunta provocó un extraño silencio cargado de pesar.

Tú me dirigiste una mirada con tus bellos ojos llenos de incógnitas, y supe que nuestros corazones se habían invadido de amargura.

El ambiente se hizo irrespirable a causa de la tensión, y nuevamente creí estar a punto de perder el control de mis emociones. Aquello no podía ser verdad. ¡Estábamos regresando a París! ¿Cómo había sido posible dejarnos vencer por semejante infortunio?

Tu esposo dirigió una triste mirada hacia otro lado, dejando escapar un lánguido y lastimoso suspiro.

Desde su esquina, madame Elisabeth, manteniendo un helado silencio, parecía recogerse sobre sí misma empequeñecida tal vez por un sentimiento de dolor y fracaso. Y sentada a mi lado, madame Tourzel dejó resbalar una lágrima que fue a parar a la palma de mi mano derecha.

¿Y cómo reaccionaste tú, mi niña? Pues como la más bella y regia reina que jamás Francia hubo tenido, emanando una dulce dignidad y un elegante desafío. Optaste por besar tiernamente a tu hija sobre la frente, quizá con el deseo de paliar la terrible vergüenza que debías sentir al descubrir cómo aquellos dos revolucionarios que nos acompañaban escrutaban tu reacción con ojos llenos de satisfacción.

Y entonces decidí que conmigo no podrían, Toinette. Y por eso sostuve desafiante la mirada y erguí orgullosamente la cabeza.

Sentía que nada debía avergonzarnos ya, nena. ¿Acaso no hubiera hecho yo lo mismo en caso de peligrar mi vida o la de mis hijos? ¡Hiciste lo correcto, Toinette! No dudes nunca de ello…

—¡Mejor, mamá! —dijo el delfín, cortando por fin el espantoso vacío que había nacido del silencio—. No me ha gustado nada ese juego tan raro. ¡La gente ha estado creyendo todo el tiempo que yo era una niña! Qué vergüenza… Por favor, no volvamos a jugar a esto más.

¡Qué afortunado hecho el que tu pequeño estuviera cargado de esa inocente ignorancia infantil, que tanto añoramos los adultos en momentos de crítico apuro, Toinette! Porque ella le ahorró el espantoso pesar de comprender, que los gritos que provenían de una masa furiosa y vociferante más allá de las ruedas de nuestra berlina, exigía nuestra desgracia.

Y hasta más que eso, nena, porque lo que realmente pedían a voces eran nuestras cabezas.

Llegamos a las Tullerías a eso de las ocho de la noche, exhaustos y a punto de desfallecer a causa del hambre y del miedo.

Ninguno de los sirvientes que nos esperaban llenos de ansia y temor os hizo reverencia alguna. ¡La Fayette lo había prohibido!

Qué descaro y qué afrenta más horrible, Toinette…

Se llevaron a nuestros supuestos cocheros y a tus dos damas de compañía, cuyo carruaje había venido fielmente pisándonos los talones durante todo el camino de regreso.

—¿Adónde les conducen? —preguntaste a Pétion invadida por la angustia.

—A prisión, majestad —contestó fríamente.

—¡Oh, no por Dios! ¡No lo permita! Madame Tourzel está muy enferma… ¡Podría fallecer!

—Majestad —intervino Antoine Barnave con mucha más delicadeza—, es mejor así. Estarán protegidos de la chusma que desea herirles. Al menos en la cárcel nadie les atacará.

Al oír semejante comentario Luis Carlos se agarró a mis faldas con ambas manos e intentó esconderse bajo mi delantal.

Cuando me propuse abrazarle, uno de los guardias le apartó de un manotazo impidiéndome hacerlo, provocando al niño una caída por el suelo.

—¡No vuelva a hacer eso o le mato! —grité llena de ira propinándole una bofetada.

Aquel joven guardia, sorprendido por mi descaro y valentía, desenfundó enfurecido su sable y me lo acercó a la cara.

—¡NO! —gritaste empujándome hacia un lado.

Caí hacia tu izquierda y con espanto vi como el muchacho se había quedado empuñando la afilada y brillante punta de su sable contra tu pálido rostro.

—¡No la hiera! —intervino Barnave temiendo una reacción incontrolada que produjera una desgracia.

El guardia, temblando y con ojos llenos de ira, fue bajando poco a poco su mano hacia el suelo.

¡Chis! El sable produjo en extraño sonido al chocar contra las piedras del pavimento.

—No era mi deseo asustarla, majestad —dijo tras unos tensos momentos de silencio—. Pero esta criada que siempre la acompaña es una perra rabiosa. Es imprescindible que controle sus palabras. Su insolencia le puede causar problemas serios. Si me desafía de nuevo, no tendré más remedio que darle una lección.

María Teresa se echó a llorar desconsoladamente y Luis Carlos se puso a chillar presa de un ataque de pánico.

—¡Cálmate, mon chéri! No ha pasado nada —dijiste abrazándole con fuerza, haciendo lo imposible por controlar tu desenfrenado pulso.

—Quizá esta vez no haya habido consecuencias… —intervino Pétion—, pero le ruego, majestad, que sus fieles criados entiendan que la situación en Francia ha cambiado. Desde ahora, es esencial que tengan claro que el vencedor del juego al que antes hacía referencia el delfín es la Revolución.

Desde nuestro regreso a las Tullerías, nuestra vida se había vuelto un infierno, Toinette.

Habíamos pasado tan sólo cinco días fuera de París y las consecuencias de nuestra huida habían sido desastrosas.

Fue un gran milagro que no me apartaran de tu lado. Otra vez Dios se apiadaba de mí…

Bueno, Dios y también monsieur Barnave, quien al parecer había quedado gratamente impresionado por mi devoción hacia ti, y quien consiguió convencer a La Fayette para que me dejaran seguir en el palacio de las Tullerías.

Y es que de pronto descubrí que ese hombre no era del todo malo. Había observado tu compostura y majestuosidad durante el calvario que fue nuestro regreso a París, y como no era de extrañar, había caído en tus redes como tantos hombres antes que él.

Y así su inteligente compañía se convirtió en una agradable rutina diaria, que aprovechaba para intentar liberar de su apatía al rey y para colmarte a ti de sabios consejos que lograran reconciliarte con el pueblo de Francia.

—Este hombre puede hacerte gran bien, Toinette —te dije un día tras una de las visitas de vuestro nuevo amigo—. No le pierdas de vista…

—No sé, Lala… A veces pienso que se ha encandilado un poco conmigo, más por mi presencia que por otra cosa.

—Bueno, nena, de qué te extrañas… Si siempre pasa lo mismo.

—Lo mismo no, Lala… Mira el odio con el que me trata La Fayette.

—A ver, niña, ¿y qué quieres? Es de esperar que no te perdone nunca la huida…

—Desgraciadamente esos sentimientos no sólo son exclusivos de La Fayette, sino de toda Francia…

—Bueno, pero tú haz caso a monsieur Barnave… Algo me dice que ese sutil enamoramiento puede reportarte grandes beneficios…

—Vete tú a saber, mi Lala… Defiende teorías muy interesantes, como que la revolución debe morir y dar paso a una nueva forma política basada en términos constitucionales que respeten la monarquía… A veces pienso que se ha transformado en un gran soñador…

—Tú déjale, Toinette… Él sabrá lo que se hace…

—No sé qué decirte, Lala. A ese pobre amigo le están acusando de mantener relaciones privadas conmigo. ¡Me han inventado otro amante!

—Ya… Bueno… No es nada nuevo, nena. Volvemos a lo de siempre… —contesté tras dejar escapar un cansino y desesperado suspiro.

Duros fueron los días aquéllos, Toinette…

Apenas conciliabas el sueño, mientras te estrujabas el cerebro para encontrar una pronta solución a tanto peligro.

Nos habían llegado noticias de que tus cuñados, los condes de Provenza, habían logrado salir triunfantes de su huida y que se habían reunido en Bélgica.

También supimos sobre la devastación que embargó al conde Fersen cuando una vez a salvo también en Bélgica, fue informado de tu infortunio. Dicen que se tiró de los pelos y vomitó la cena… Yo no sé lo que realmente le ocurrió, Toinette, pero fue sorprendente que poco tiempo después mostrara la increíble valentía de regresar a París de incógnito, disfrazado de yo qué sé, y atravesando la frontera con dos metros de nieve. Luego se vio obligado a refugiarse en el ático de su amante preferida, aquella mujerzuela que había sido trapecista, la tal Eléanore Sullivan, que resultó poseer sorprendente coraje al esconderle. ¡Las cosas a las que obliga el amor, Toinette!

Pronto comenzaron los exhaustivos interrogatorios por parte de la Asamblea, que superaste con enorme valentía e inteligencia. Tan bien te defendiste, que lograste convencer a tus interrogadores de que tu esposo nunca había deseado escapar de Francia, y éstos, no sabiendo bien qué rumbo tomar, decidieron echar la culpa a tus fieles amigos, acusando al conde Fersen, a Choiseul y a los demás de alta traición.

No fue, sin embargo, la Asamblea cruel con ellos, pues a los que estaban en París, les permitieron emigrar para salvar su vida.

Al poco tiempo, madame Tourzel fue liberada de prisión permitiéndosele regresar junto a nosotros, hecho que a todos nos colmó de júbilo, especialmente al pequeño delfín, quien no paró de sonreír y acariciarle el rostro durante toda una mañana.

Sin embargo, no todo podía regresar al estado de aparente tranquilidad del que antes tanto habíamos gozado.

Nuestro intento de huida había producido heridas irreparables en el gobierno de París, que con el tiempo fueron acrecentando la ira y la agresividad del pueblo conduciéndonos a todos a devastadoras consecuencias.

El desorden en la Asamblea y las continuas peleas entre sus miembros se habían recrudecido más que nunca, siendo La Fayette destituido repentinamente por ese horrible tal Pétion, el barbudo impresentable que nos había amargado el regreso en la berlina desde Varennes, y quien ya te he recordado que tuvo la desfachatez de tirarle los tejos durante el trayecto a tu cuñada, como si se tratara de una vulgar mujerzuela de su misma clase social.

Los jacobinos, esos repugnantes republicanos que tanto te odiaban, tenían más poder que nunca, encabezados por un temible Robespierre, que cada día se mostraba más contrario a la monarquía y más feroz en sus apreciaciones hacia la nobleza.

Muchos nombres comenzaron a repiquetear en nuestros corazones, robándonos el sueño y colmándonos de gran temor.

Nos llegaban rumores envenenados de los temibles comentarios que hacían muchos de ellos, siendo especialmente punzantes las acusaciones de los fieros periodistas Camille Desmoulins y Jean Paul Marat, quienes, con sus mordaces escritos, ensuciaban vuestros nombres hasta límites jamás antes alcanzados.

El pueblo les adoraba y admiraba, y vuestra reputación se vio dañada de manera irreparable.

Tampoco nos podíamos fiar ya de la guardia nacional. Bajo las órdenes de La Fayette, se había convertido en un grupo social embebido de confusión. Esos hombres se mostraban deshonestos hacia la corona, arrogantes y atrevidos en vuestra real presencia.

Recuerdo con especial amargura cómo se burlaban de ti cuando tropezaban en tu camino durante los paseos por los jardines de las Tullerías.

—Aquí tenemos a la puta traidora —murmuró un día uno de esos hombres a su compañero. ¡Cómo te dolieron sus palabras, Toinette! Y es que yo sé que lo hizo a propósito de herirte, pues bien que se preocupó de soltar tal comentario cerca de tu paso.

Y es que ya nada podía librarte de estar en la boca envenenada de toda persona amante de la revolución de Francia, nena.

Te acusaban de ruin lesbiana, prostituta, y de encabezar la mayor traición a su pueblo, mientras se burlaban del rey describiéndole como un cerdo borrachín.

¡Cuánto adelgazaste, mi niña! Apenas te alimentabas, trabajabas sin descanso escribiendo cientos de cartas a tu hermano, el emperador Leopoldo, y soñabas con encontrar una solución a tan terrible situación.

—La reina pierde tanto pelo que ya apenas puedo disimular sus alopecias —se quejó un día con lánguida tristeza Leonard—. ¡Y el poco cabello que le queda se ha tornado blanco!

Y yo sabía que lo que decía el muchacho era cierto, Toinette, pues pocos días antes me habías encargado cortarte un mechón blanquecino y débil para enviárselo en un sobre a tu querida princesa de Lamballe, quien había regresado a París muy en contra de tus deseos, pues temías que pagara con su vida las consecuencias de vuestra inmensa amistad.

—Así podrá saber mi amada amiga lo que tanta amargura y preocupación me ha provocado —me dijiste.

—Tú calla y sigue luchando por hacerla parecer cada día más hermosa —increpé a Leonard—. De ti depende que Francia se vuelva a enamorar de ella. ¡A sus treinta y seis años sigue siendo muy hermosa!

—¡Ay, ay, ay, Lala! Ya no es lo que era… ¡Debemos resignarnos a su nuevo físico! —me contestó taciturno tu peluquero acompañando su comentario con un gesto exagerado de los suyos.

¿Pero cómo ibas tú a mantener tu frescura si el rey había por fin firmado la Constitución? ¡Oh, Toinette, cuán gran pesar te produjo esta decisión!

¿Y qué iba a hacer el pobre Luis Augusto, niña? La Asamblea le presionó hasta límites enfermizos y si consintió, fue por evitar más revueltas populares de las que ya había por las calles.

Y así se minaron sus poderes monárquicos hasta extremos que yo no he logrado entender demasiado bien, Toinette.

—Pero nena, ¿entonces ya no puede reinar? —te pregunté la mañana en la que me anunciaste que la firma de tu esposo había sido impresa en la Constitución.

—No exactamente, Lala… Es más complicado que eso.

—Ya veo… Pero no entiendo bien…

—Mi esposo verá grandemente limitadas sus funciones. Por ejemplo, no tendrá derecho a declarar la guerra por sí solo, ni podrá crear leyes, aunque podrá vetar algunas que no considere del todo positivas para el futuro de Francia.

—¿Y cómo quedamos todos nosotros situados en este difícil ajedrez? ¿Seremos reyes, alfiles o peones?

—Ay, Lala… Qué preguntas haces a veces… —me contestaste regalándome una de tus hermosas y ya muy escasas sonrisas—. Conténtate con saber que el rey está más afectado que nunca de desconsuelo, que llora amargamente a todas horas y que se siente irremediablemente desdichado por haber sido obligado a firmar la Constitución, desde mi punto de vista un documento lleno de teorías absurdas y monstruosas.

—¿Y por qué no se ha negado y punto?

Pero ya no me contestaste, Toinette, porque como ya venías haciendo desde hacía mucho tiempo, miraste hacia otro lado obligándome a conformarme con un triste silencio como única respuesta.

Pero yo sé lo que estabas tramando, nena. Volvemos a lo de siempre y sé que me acusarás de repetirme más que tu viejo profesor de canto. Pero tengo que insistir en el hecho de que tu anciana Lala sabía todo sobre ti, y que te conocía mejor que nadie en este mundo.

Y si te digo que sé lo que estabas tramando es porque cometí la desfachatez de leer a escondidas todas y cada una de las cartas secretas que comenzaste a enviar, utilizándome como correo, a tu hermano el emperador Leopold.

En ellas (escritas muchas veces con agua de limón que lograba descifrar con unas gotitas de agua antes de entregárselas a Leonard para que las sacara de las Tullerías), descubrí que rogabas a tu hermano que interviniera militarmente para liberaros de las garras de la Revolución.

—No deseo la muerte de mis súbditos —decías en una de ellas—, sino que entiendan la gravedad de su propio descontrol.

Y así me enteré también de que escribías desesperadamente al rey de España, a su esposa la reina María Luisa, y al rey de Suecia. A todos pedías auxilio, Toinette, y la más terrible consecuencia fue que todos te lo negaron. Parecía que eras la única que luchabas por alcanzar la imposible quimera de aplacar la Revolución de tu amado país con fuerzas exteriores.

Tu destemplanza aumentó tremendamente al recibir la devastadora noticia del inesperado fallecimiento de tu hermano el emperador Leopold II. ¡Cuánto pesar te produjo conocer semejante noticia, Toinette! Lloraste durante largos días y muchas noches, porque su ausencia no sólo significaba la terrible pérdida de un ser amado, sino la llegada al trono de Austria de su hijo, tu joven y desconocido sobrino de veinticuatro años, de quien sólo sabías que se llamaba Francisco II.

Con su muerte, Leopold se llevaba a la tumba las grandes expectativas que guardabas sobre la posibilidad de recibir ayuda de Austria.

Y mientras tanto, aquellos salvajes vociferantes y pendencieros que enredaban en la Asamblea presionaban cada día más a tu esposo. Y él, más taciturno y pusilánime que nunca, agotado hasta el extremo por tanta desgracia, consintió firmar de nuevo un documento que muchas lágrimas le provocó, aquél en el que se acusaba oficialmente de traición a sus hermanos.

La huida exitosa de los mismos hacia el extranjero había sido clasificada, por fin, como un acto de espantosa y vergonzosa traición a Francia.

Los espías nos rodeaban por todas partes, Toinette.

—Ten extremo cuidado cuando entregues a Leonard esta próxima misiva —me dijiste una noche entre susurros mientras acostábamos juntas al delfín—. He descubierto a una de las criadas hurgando cuidadosamente entre mis ropas. Cuando la he amonestado, ha llorado a mis pies jurándome que ha sido obligada a ello. ¡Tenemos enemigos hasta entre nuestra gente más cercana! No te fíes de nadie y ten prudencia hasta para respirar.

—Dime quién es esa mujerzuela y le sacaré los ojos. Se le quitarán así las ganas de volver a hurgar en tus cosas.

—No digas barbaridades, mi querida Lala…

—¡Pero no podemos permitir que nos traicione!

—No lo volverá a hacer. Se mostró muy arrepentida… De todas formas me ha servido de lección para extremar las precauciones. Y es que verás… Esta noche, espero una visita muy importante, Lala… Nadie debe saber que estaré acompañada… Tendrás que ayudarme. ¿Lo harás por mí, Lala querida?

—¡Claro, mi niña! ¿De quién se trata?

—De alguien de suma importancia. Es absolutamente necesario que le vea esta noche y que nadie se percate de su presencia. Debes abrirle la portezuela del patio posterior al cuarto de madame Elisabeth. La que da al jardín de las rosaledas. Mira, ésta es la llave. He logrado hacerme con ella tras grandes esfuerzos que ahora no puedo detallarte.

—¿Se trata acaso de un enviado del rey de España que viene esta noche para rescatarnos? ¡Dime! ¿O es tal vez uno de los hermanos del rey que por fin han ideado un plan para ayudarnos?

—¡Shhh!

Mi excitación crecía conforme los segundos avanzaban, Toinette. Yo presentía que por fin habían dado resultado las muchas horas de tu intenso trabajo a base de cartas secretas y gritos escondidos de auxilio, rogando coherencia a los monarcas extranjeros para procurarnos una ayuda.

—¡Cuéntame, Toinette, por amor al cielo! ¿Es el conde de Provenza? ¿Quizá Artois? ¡Dime, dime, te lo ruego! ¿Nos vamos? ¡Di! ¿Acaso escapamos otra vez? ¡Cómo no me dijiste nada hasta ahora! Tendré que salir para despertar y preparar de nuevo a los niños…

—¡Lala, basta! —dijiste clavándome una mirada con ojos encendidos colmados de preocupación y angustia, y agarrándome por las muñecas—. Te digo que vas a ponernos en peligro… ¡No se trata de ninguna de esas personas!

Paré en seco mi marcha y noté cómo mi corazón perdía un latido. ¿De quién se trataba entonces que tanto te importaba?

Y entonces me clavaste tus pupilas y descubrí ese brillo que antaño había lucido en tu rostro haciéndolo resplandecer como una luna llena.

—¡Oh! No te referirás al…, al…, al conde Fersen… ¿Verdad? ¡Que no lo haga, Toinette! ¡Que no venga, por todos lo diablos! ¿Acaso habéis perdido la cabeza? ¡Le cogerán!

Pero no me respondiste, Toinette. Dejaste que un tenso silencio se posara sobre nuestros corazones, y entonces comprendí y me aterroricé.

Tu amante, el conde Alex Fersen, el hermoso caballero que durante doce largos años había sido tu amigo, amante y confidente, a quien tanto yo admiraba y apreciaba, arriesgaría esa noche su vida como jamás antes lo había hecho por abrazarte y poseerte una vez más.

De pronto entendí todos tus motivos y tu inmensa premura. Porque en mi cabeza quedó reflejada la clara convicción de que aquel encuentro pasional sería el último entre vosotros.