XIV
Capturados

Recuerdo con un escalofrío cómo habíamos llegado a parar a las tripas de esa berlina horas antes, dando pasos sigilosos y apresurados por los pasillos oscuros de las Tullerías, disimulados entre las sombras de la noche. ¡Qué temor teníamos de ser oídos por alguno de los guardias!

—Lala —me dijo el delfín cuando a eso de las diez de la noche le desperté con la ayuda de la marquesa de Tourzel—, ¿por qué me sacudes así? Déjame dormir… Estoy muy cómodo en mi cama…

—Venga, mi amor —contesté sintiéndome las entrañas enredadas en un nudo angustiado—. Debes desperezarte y dejarnos disfrazarte.

—¿Pero por qué?

—Porque vamos a comenzar un juego divertidísimo; te gustará una barbaridad…

—¿Y no podemos esperar hasta mañana?

—No… Debe ser ahora, mi niño. ¡Vamos, vamos!

—¿Y en que consistirá el juego? —preguntó aturdido restregándose los ojos con los puños cerrados.

—¡Uy!, pues tiene unas reglas de lo más originales… —contesté meneándole mientras intentaba colarle una enagua por la cabeza—. Nos esconderemos en un carruaje para que no nos encuentre tu profesor de solfeo. ¡Verás qué cara pone cuando no pueda obligarte a tocar el violín!

—Pero mamá se enfadará…

—¡No, qué va…! Si ella también se va a esconder con nosotros…

—Qué raro, Lala… No entiendo bien…

—Bueno, es que se trata de un juego un poco peculiar; yo tampoco alcanzo a comprender sus normas, pero sé que la reina está muy ilusionada…

—¡Oh! ¿Acaso ella también va a disfrazarse?

—Más o menos… Y utilizará un nombre diferente al suyo. ¡Al igual que todos nosotros! Mira, por ejemplo, desde ahora me tendrás que llamar Sophie.

—¿Sophie? ¿Y por qué Sophie? A mí me gusta Lala. Siempre has sido Lala. ¡Me haré un lío y me eliminaréis el primero!

—¡No, no…! Tú por eso no temas.

—Mira, Lala, prefiero no jugar hoy. ¡Déjame regresar a la cama! —suplicó intentando quitarse de nuevo la enagua que le acabábamos de colocar.

—¡Vamos, Luis Carlos! No me des un disgusto, nene… ¡Si no juegas, el rey se pondrá muy triste!

—¡Ah!, pero ¿viene también?

—¡Claro…! Bueno…, ya no hagas más preguntas y déjame que termine de arreglarte. No querrás que empiecen el juego sin nosotros, ¿verdad?

—No sé qué decir…

Madame Tourzel, pálida y con ojos cargados de tristeza, me ayudaba como podía, encogida y lastimosa.

—Me duelen tanto los riñones, Lala… No sé si lo conseguiré…

—Vamos, madame, no se inquiete… Ya verá cómo lo lograremos —la animé mientras notaba cómo me comenzaba a faltar el aire—. Siga usted con Luis Carlos que yo me encargaré de la niña… ¿Cree que podrá sola?

Me hizo un gesto cansino con la mano indicándome que saliera.

Marché así veloz hacia el cuarto de María Teresa, quien a pesar de haber sido advertida por ti esa mañana de que no se extrañara al observar experiencias inusuales durante el anochecer, se mostró asustada y preguntona.

—¿Pero qué haces? ¿Por qué me sacas de la cama? ¿Quién te ha dado permiso para molestarme? ¡Tengo sueño, Lala! ¡Se lo diré a mamá…!

—Vamos, vamos, apúrate, mi niña…

—¡No quiero darme prisa! ¿Pero qué es esto?

—Pues esto es que ya no te llamas María Teresa —fue lo único que se me ocurrió decir mientras la obligaba a vestirse a toda prisa.

—¿Y por qué no? A mí me gusta mi nombre…

—Nada, nada… Ahora te llamas Agláié y punto.

—¡Yo no quiero llamarme Agláié! ¡Es muy feo! No me gusta.

—Pues desde este momento yo me llamo Sophie, tampoco me gusta y me aguanto.

Y así, refunfuñando y rascándose la cabeza, llevé en volandas a tu hija hacia la berlina situada estratégicamente en uno de los patios posteriores conocido como Le Petit Carrousel, en cuyo interior ya nos esperabais impacientes tu esposo y tú.

Un segundo carruaje mucho más sencillo y torpón se situaba justo delante del nuestro. Sobre él, disfrazado de cochero y haciendo lo posible por ocultar su rostro bajo un enorme sombrero de tres picos, me dio tiempo a descubrir el rostro del conde de Valory, sujetando fuertemente las riendas de los caballos.

De pronto una voz femenina y suave se dejó escuchar desde dentro.

Monsieur, los niños acaban de llegar. ¡Partamos ya!

Reconocí en seguida que provenía de tu querida amiga madame Brunier, quien junto a madame Neuville, viajarían en ese carruaje más ligero con la intención de atenderos en caso necesario.

—¡Vamos, vamos! —me increpó impaciente el conde de Valory—. ¡Apresúrese, Lala! Tenemos que marcharnos en seguida…

—Sí, monsieur… —contesté alzándome ligeramente las enaguas para no tropezar en los escalones.

Justo cuando ya iba a trepar por éstos, noté como unas fuertes manos me agarraban por la cintura y me levantaban con suavidad.

—Tenga cuidado, Sophie…

—¡Conde Fersen! —grité llena de alegría al girarme y descubrir el bello rostro de tu tan apreciado amigo—. ¡Qué alegría verle aquí!

—Shhh…

—¡Oh! Ya sé que estamos en grave peligro de ser descubiertos… Perdóneme… ¡Es que estoy tan nerviosa…!

—Bien, Sophie, bien…, pero no alce la voz…

—¿Cuánto tiempo estará junto al grupo?

—Hasta la primera parada, en Bondy. El rey me ha rogado que abandone la berlina en ese punto y alcance Bruselas lo más velozmente posible. No era éste mi deseo, pero debo obedecer sus órdenes. Tú bien sabes que mi más grande preocupación es la de ver cómo sus majestades atraviesan sanos y salvos la frontera. Sin embargo, el rey ha preferido que sólo me arriesgue hasta que les saque a todos ustedes de París…

—Pero ¿por qué? —pregunté llena de consternación—. Su ayuda sería muy estimable. ¡El viaje será largo y estará lleno de peligros!

Tu amante dejó escapar un largo suspiro lleno de melancolía. Miró a su alrededor y continuó dirigiéndose a mí en un tono mucho más bajo de voz.

—Bueno… Lo importante es obedecer los deseos del rey. Yo sé que su única intención es la de alejarme del riesgo lo antes posible.

—¡Pero qué demonios hacen! —gruñó el conde de Valory desde su silla de cochero—. ¡Conde Fersen, déjese de charlas y suba a Lala a la berlina o no saldremos nunca!

—Vamos, Lala —me dijo regalándome una de esas hermosas sonrisas que tantos suspiros habían provocado entre las damas de Versalles—. Valory tiene razón. Entre en el carruaje.

Debo sacarles de París ahora como sea. Es la etapa más peligrosa. Yo seré su cochero.

—Y es la etapa que nos toca superar ahora, monsieur… ¡Oh, Alex! —dije notando cómo se me llenaban los ojos de lágrimas y sin percatarme de que le había llamado por su nombre propio—. ¡Qué habríamos hecho sin su ayuda!

El conde Fersen me guiñó un ojo, me besó suavemente en la frente y acto seguido me dio un abrazo que casi me para el pulso.

—Buena suerte, Lala, o mejor dicho, Sophie. Jamás olvidaré su fidelidad hacia la reina… Y hacia todos nosotros.

Después le vi dar un salto extraordinariamente ágil hacia la silla superior, se colocó al frente de las riendas de la berlina, y me hizo un gesto con la mano para que terminara de introducirme en la berlina.

¡Cómo debía amarte para arriesgar así su vida por todos nosotros, Toinette!

Trepé por fin el último escalón.

Una vez dentro me encontré aprisionada entre las gruesas posaderas de madame Elisabeth (a quien se le había adjudicado el nombre de Rosalie y quien iba vestida de cocinera), y las de la marquesa de Tourzel.

«Dios mío —pensé llena de angustia al descubrir que Luis Carlos trepaba sobre mis piernas al no poder encontrar ni un pequeño rincón entre los asientos de enfrente—. Si voy a tener que cargar al niño todo el trayecto, se me gangrenarán los muslos…».

—Lala, ¿puedo dormirme encima de ti? —preguntó con los párpados medio cerrados.

—Claro, ven…

«A ver, qué remedio…», pensé sin atreverme a decir nada y colocando a tu hijo, que ya pesaba un quintal, sobre mis escuálidas piernas.

Pero tú sabes bien, Toinette, que a mí esa incomodidad no me frenaba. Porque lo único con lo que soñaba era que pudieseis salvar vuestras vidas, que eran más importantes para mí que la propia.

Porque si tú me faltabas, ¿qué haría yo, Toinette…?

Mírame ahora sin ti, junto a una moribunda cuya vida poco me importa y a quien llevo más de cuatro horas sin mirar siquiera. ¡No tengo, tiempo de ello, nena! Debo acabar… Terminar mi relato para que alguien se encargue de contar al mundo lo increíblemente injusto que ha sido el pueblo de Francia contigo, mi reina… ¿A mí qué más me puede importar ya?

Bah… No me inquieta lo que suceda con mis viejos huesos de nodriza loca, porque ya nada me ata a la tierra, Toinette… ¿Cómo querer vivir sin tu amor, sin tu cariño y sin tu protección?

Mira, veo que los primeros rayos del alba comienzan a colarse por entre los agujeros de esta sucia cortina.

¿Qué hora será ya, Toinette? Quizá madame Marlene esté despidiendo a los pocos borrachines que deben quedar por abajo, pues hace ya largo rato que he dejado de oírles armando jaleo.

¡Ay, Toinette, debo apresurarme…! Imagínate que no me de tiempo a finalizar esta epístola y tu pueblo sepulte tu reputación bajo el convencimiento de una falsa perfidia.

No, no… No puedo consentir que eso ocurra. Por ello debo seguir.

Al menos hasta que madame Marlene me lo impida.

El látigo sonó sobre el lomo de los caballos y nuestro transporte comenzó a moverse.

Nos dirigió hacia la calle de l’Echelle, y de ahí a la de Rivoli, en donde ya veloz, cogió las callejuelas que nos condujeron hacia las afueras de París, atravesando al fin la puerta de Saint-Martin.

No sé cuántas horas pasaron, pero siempre me pareció adivinar que nuestro carruaje se movía a pocas millas la hora. ¡Cuánto rodaron las ruedas y cómo rezábamos durante aquel eterno viaje, nena!

El calor que hacía dentro de aquella berlina era verdaderamente insufrible, Toinette.

¿Te acuerdas de los churretones de sudor que resbalaban por las regordetas mejillas de tu tierno y amable esposo? ¡Qué horrible pesar sufrimos durante ese espantoso trayecto de veintidós exasperantes horas hasta que llegamos a Varennes-en-Argonne!

¿Y cuántos fueron los lugares que atravesamos, Toinette? ¡Dios mío! A mí me pareció que recorrimos medio mundo, cuando en realidad sólo fueron unos cuantos pueblos del noreste de Francia los que dejamos atrás.

Si pensé lo contrario fue debido al agotamiento físico que padecí dentro de la barrigota del traqueteante carruaje, empeorado por la carga que suponía acomodar a Luis Carlos sobre mi regazo.

El hambre y el miedo experimentados también tuvieron que ver con mi creciente confusión, Toinette, y es que el temor apresaba nuestros pensamientos hasta hacernos perder un poco la cordura. Aunque sólo fuera un poquito…

Si no recuerdo mal, salimos de París con la esperanza de alcanzar en pocas horas Bondy. Luego avanzamos hacia Meaux. Pasamos Claye, La Ferté-sous-Jouarre, Montmirail, Etoges, Chaintrix, Châlons-sur-Marne, Sainte-Ménehould y por fin llegamos a Clermont.

Y fue precisamente en este último lugar que te menciono en donde el infortunio comenzó a llamar a nuestra puerta, desvaneciéndose todas nuestras esperanzas de salir triunfantes de semejante hazaña, enclavándonos en la desesperación más absoluta. ¡Porque mucha fue la mala suerte que nos trajo atravesar Clermont, Toinette! A pesar de haber tomado más de mil precauciones por evitar ser reconocidos por los paseantes con los que tropezábamos por los caminos, el físico de tu esposo siempre suponía un enorme riesgo, con esa narizota y semejante barriga, y por ello, el pobre no se atrevía ni a echar un respiro fuera de la berlina.

Tú viajabas vestida de dama de compañía con un traje sencillo sin adorno alguno, bajo el nombre de madame Rochet.

Tu esposo, el más regio de los reyes, se había humillado disfrazándose de ayuda de cámara.

¡Qué extraño se me hacía verle con sus abotonaduras plateadas y sus calzones de espeso algodón!

—Llamadme monsieur Durand, pues ése es el nombre que he escogido para mí —nos ordenó nada más emprender la marcha—. Hay que irse acostumbrando a nuestros nuevos motes en caso de que la berlina sea detenida y nos interroguen.

¡Qué cosas, nena…!

Pero si me sorprendía su aspecto, nada podía compararse con el sobrecogimiento que me invadía cada vez que echaba una mirada disimulada hacia mi niño tan querido, el delfín Luis Carlos, a quien habíamos vestido de campesina, con sombrero de paja, falda y enagua.

—¿Y a mí cómo me vais a llamar, que voy de esta guisa? —preguntó enfurruñado.

—Éste es un juego muy divertido con el que debemos entretenernos hoy, mon chéri… —contestaste adelantándote a la respuesta de tu esposo y acariciándole la cabeza—. Por eso nos hemos cambiado los ropajes y los nombres.

—Pero mamá, podríais haberme disfrazado de soldado… —protestó la pobre criatura—. Ir vestido de niña no me gusta…

—No seas tan exigente, Luis Carlos —intervino el rey—. Hay veces en la vida en las que uno se ve obligado a interpretar un papel no demasiado agraciado. Esta vez a ti te ha tocado ir vestido de campesina… ¡Qué le vamos a hacer! Y además te llamaremos Amélie… Sólo son las reglas del juego… ¿Te parece bien?

—No…

Pobre niño mío. Estaba hecho un lío horrible.

El nombre inventado para María Teresa era Agláié. A ella la habíamos vestido de pinche de cocina, con gorro y delantal a rayas.

La marquesa de Tourzel fue la más afortunada de todos, ya que lucía uno de los trajes viejos de la princesa de Lamballe, sombrero de plumas y un hermoso broche, pretendiendo pasarse por una mujer de la alta nobleza conocida como baronesa de Korff.

Y por fin, ahí estaba yo, Toinette, ataviada con un traje de dama de honor más viejo que mis canas, prestado por la condesa de Valory.

Los niños no se quejaban apenas. Dios te ha bendecido con dos ángeles del cielo por hijos, nena. Y si te lo digo es porque el viaje estaba siendo duro, lleno de inclemencias e incomodidades. Yo me atrevería a decirte que fue un camino hacia el infierno dado el asfixiante calor que nos ahogaba y las mil vicisitudes a las que nos obligó a padecer aquel traqueteante armatoste.

Parábamos únicamente para hacer nuestras necesidades biológicas y refrescarnos un poco, cosa de agradecer dado el terrible sudor que nos empapaba la ropa y el polvo del camino que se nos pegaba a la cara.

Cuando llegamos a Bondy, el conde Fersen se despidió de nosotros haciendo gala de su inmaculada caballerosidad.

Tú te mostraste infinitamente agradecida a sus mil atenciones, le elogiaste su valentía y cariño, y tímidamente, con ojos cargados de lágrimas a punto de derramar, le ofreciste una mano que besó lleno de aprensión.

El rey le extendió ambos brazos y cuando Alex hizo ademán de hacer una reverencia, fue elevado enérgicamente por tu esposo, quien le agarró para fundirse en un fuerte abrazo con él.

—Jamás olvidaré lo que habéis hecho por mi familia y por mí —le dijo con una mirada cargada de agradecimiento.

Enternecido, temblando emocionado y quizá temiendo no volver a veros nunca, tu gran amigo y ferviente amante se subió a un caballo al que espoleó para perderse de nuestra vista en un veloz galope entre las sombras de los árboles del camino.

—Me pregunto si le volveremos a ver… —gimió madame Elisabeth con infinita tristeza, secándose una lagrimilla con su delantal.

Pero nadie contestó, Toinette.

Quizá todos sospechaban que de hacerlo, tus sollozos serían inconsolables.

—¡Ha roto el arnés! —gritó desesperado monsieur de Moustier, quien hacía el papel de cochero junto al conde de Valory, al atender a uno de los caballos que había tropezado fatalmente muy cerca de Chálons.

¡Qué disgusto más grande tuvimos, Toinette! Y es que sólo el diablo podía haber planeado tal imprevisto… ¡Qué mala suerte, Dios mío!

—¡Que lo reparen como sea, monsieur! —gritaste llena de angustia.

Lo repararon, Toinette, pero tardaron dos horas… ¡Dos horas, nena! ¿Te acuerdas?

Y por ello, el duque de Choisel, quien nos esperaba con gran ansia en un punto concreto de Somme-Vesle junto a tu peluquero Leonard y a un pequeño escuadrón de guardias fieles, se largó muerto de la preocupación convencido de que habíamos sido descubiertos.

¡Ah, Choisel…! Nuestra imprevista tardanza provocó que perdiera los nervios, el control y la compostura. Y así, sin razonar ni tranquilizarse, emprendió una veloz marcha ordenando a sus guardias que le siguieran a corta distancia.

¡Qué tremendo error cometió, Toinette! Y cómo se arrepintió luego el pobre hombre. ¡Maldita su impaciencia y maldita la poca sesera que demostró tener! Porque sin contentarse con estar calladito, no se le ocurrió otra cosa que ir avisando de nuestra captura a aquellos que nos esperaban en cada punto estratégico.

—¡Operación abortada! —nos informaron luego que gritaba como un loco.

¡Pero si no tenía pruebas de ello! ¡Oh, Toinette…, qué mal traspié dio vuestro amigo Choisel!

Cuando llegamos al puesto que él había abandonado, nuestra consternación y angustia fue indescriptible al descubrir que nadie nos esperaba. ¿Dónde demonios se había marchado el escuadrón de apoyo en quien tanto habíamos confiado para continuar?

Temblando de inquietud, el rey ordenó a monsieur Moustier que fustigara a los caballos para que continuáramos la marcha. ¡Qué nerviosa te pusiste entonces, Toinette! Le comenzaste a reñir, pobre Luis Augusto, sin querer comprender que no había más solución que avanzar.

—¡Quedémonos aquí hasta que regresen! —gritabas fuera de ti misma.

¿Pero qué otra cosa podíamos hacer, Toinette, si ahí no había nadie, no teníamos ya víveres, ni agua, y no podíamos cambiar los caballos? Alguna cosa teníamos que hacer, nena, y yo creo que tu esposo tomó la decisión adecuada. ¡No podíamos quedarnos en ese lugar!

Cuando alcanzamos Sainte-Ménehould, exhaustos, desesperados y hambrientos, era ya de noche. Tras dieciocho larguísimas horas de aprensión habíamos llegado a una de las paradas en donde de haber salido todo bien, hubiéramos sido bien recibidos por nuestros guardias que hubieran repuesto a esos pobres animales, ya patéticamente agotados.

Sin embargo, la realidad nos abofeteó con la sola presencia de un pequeño grupo de soldados que, desinformados, no se creyeron en el deber de atendernos.

—No salgan de la berlina… —nos susurró monsieur Moustier desde su sillón de cochero—. No reconozco a los guardas… Estas personas pueden traicionarnos. Seamos prudentes.

Pero tu esposo, con el corazón agitado por tanta incertidumbre y pensando quizá que sería capaz de reconocer a alguno de sus hombres de confianza del ejército entre aquel grupo de soldados, cometió el garrafal error de asomar su cabeza por la ventana.

Fue sólo un segundo, Toinette, pero un segundo que nos condujo a la perdición y nos colocó junto a un precipicio, porque ahí la fortuna comenzó una carrera desenfrenada hacia el lado opuesto de nuestra existencia, haciéndonos perder la esperanza y trayéndonos la mayor de las desgracias. ¡Tu esposo fue reconocido por un soldado, Toinette!

¡Oh, qué horrible tropiezo del destino! Esa cara regordeta, la nariz borbónica y la barbilla enfilada que en tantas ocasiones había sido impresa en los panfletos acusadores, fueron la trágica causa de nuestra perdición. ¡Ah, qué imprudencia la de tu esposo!

¿Cómo se llamaba aquel soldado joven y apuesto que nos delató, nena? Me vuelve a fallar la memoria… ¡Y eso que le maldijimos un millón de veces durante los días que siguieron a su traición!

¡Ah!, ya lo recuerdo, Toinette. Se llamaba Drouet. ¡Dios le castigue por el daño que nos ha hecho! Tu vieja Lala está medio idiota a causa de tanto cansancio y mucho penar, pero ya ves que con un poco de esfuerzo algo me trabaja la sesera. ¡Drouet! Yo te maldigo nuevamente hoy, muchacho, desde esta mesa despintada, encerrada en la más mísera taberna… ¡Cuánto infortunio has traído a nuestras vidas!

Ese joven, con la fugaz visión del rostro de tu marido a quien durante una hora no pudo encuadrar en su verdadera identidad, se puso a pegar gritos en cuanto se le encendió la memoria.

—¡El hombre que asomó la cabeza era el rey! ¡Era Luis Augusto! —nos relataron después que chillaba como un loco mientras sacudía patadas a sus compañeros para levantarles del suelo.

Y así, nervioso y excitado, partió veloz en nuestra búsqueda junto a un amigo llamado Guillaume, también soldado, revolucionario y tan traidor como él, inmerso en el convencimiento de que dirigíamos nuestros pasos hacia Varennes tras interrogar a todo paseante con el que se topaban por los caminos.

Y como sus caballos portaban tan sólo sus ligeros cuerpos y nuestra torpe berlina siete personas, nos adelantaron por un atajo y avisaron de nuestra aventura al alcalde de Varennes, un tal monsieur Sauce, quien no sabiendo muy bien qué hacer, esperó que nuestro carruaje hiciera su aparición unos minutos más tarde.

Cuando por fin llegamos a ese miserable y pequeño pueblito, eran ya las once de la noche. Nuestro agotamiento era atroz, Toinette.

¿Recuerdas el esfuerzo que hacías por mantener los párpados abiertos mientras los niños dormitaban? ¡Oh, tus pobres pequeños, Toinette! María Teresa lo hacía sobre el suelo, bajo los faldones de madame Tourzel, y el pequeño Luis Carlos sobre mis piernas, miembros de mi cuerpo que por cierto ya no sentía.

Desconociendo aún que habíamos sido descubiertos, soñábamos con un descanso bien merecido y algo de comida que llevarnos a la boca, ansiosos por que acabara aquel tormento.

Nos dirigimos para ello hacia la única posada del lugar, Le Bras d’Or, con el corazón encendido por la esperanza y el convencimiento de que habíamos superado la etapa más peligrosa de nuestra aventura. ¡Habíamos dejado París muy lejos, Toinette!

Tu rostro presentaba las huellas de una enorme tensión sufrida y te veías pálida y ojerosa, aunque sonreías y procurabas animar al grupo.

—Sophie —me decías guiñándome un ojo—. Creo que lo vamos a conseguir…

—¡Yo nunca lo he dudado, madame Rochet! —te contesté con el corazón cargado de dudas.

Se te veía feliz, Toinette… ¡Pobre niña mía! ¿Quién te iba a decir que en pocos minutos todas nuestras quimeras se iban a desvanecer para siempre como rayos de sol sorprendidos en una feroz y oscura tormenta?

Entramos en la posada de Le Bras d’Or en donde madame Tourzel, la supuesta baronesa, pidió que nos sirvieran una cena y que nos facilitaran dos habitaciones.

Un muchacho pelirrojo y barbilampiño nos atendió tras la barra, nos clavó una mirada extraña y de pronto, sin haber tenido tiempo siquiera de prepararnos para su reacción, exclamó:

—¡Monsieur Sauce! ¡Monsieur Sauce! ¡Ya están aquí! ¡El rey acaba de entrar!

Aquella inesperada y aterradora afirmación nos heló la sangre, noté cómo ésta dejaba de correr por mis venas y creí desfallecer.

¿Qué significaba todo aquello? ¡Cómo era posible que aquel adolescente pecoso supiera de golpe que sus clientes no eran otros que la familia real de Francia! ¿Acaso alguien nos había traicionado?

Un silencio aterrador cayó sobre nuestras aterrorizadas cabezas.

A los pocos segundos oímos cómo se aproximaba alguien, debido al sonido apresurado de unos zapatones correteando escaleras abajo.

—¿Estás seguro, Fabián? —dijo con la voz entrecortada y cansinos jadeos la persona que venía a nuestro encuentro y que resultó ser el tal Sauce.

—Sí, monsieur. Juzgue por usted mismo —contestó el chiquillo señalando con un dedo cargado de pecas a tu esposo.

El alcalde, procurando esconder el rostro bajo su sombrero de tres picos, comenzó a temblar.

Yo te lancé una mirada desesperada para descubrir en tus pupilas el reflejo de un espanto incontrolado ante lo inevitable.

Madame Tourzel, pálida como una muerta, pidió una silla con voz entrecortada y comenzó a abanicarse con frenesí notando cómo le faltaba la respiración.

—Me encuentro…, muy mal… —gimió.

Antes de que pudiéramos reaccionar, cayó sobre el suelo de la posada propinándose un fuerte golpe en la cabeza.

—¡Madame Tourzel! —gritó tu cuñada abalanzándose sobre ella—. ¡Que alguien nos ayude, por amor de Dios!

—¿Pero no se llamaba ahora baronesa de Korff? —preguntó de pronto Luis Carlos, no sé si debido a un puro desconcierto o al temor de haber perdido en ese extraño juego.

—Sí, Fabián —dijo el alcalde clavando la mirada en el niño, y percatándose de la gran imprudencia que acababa de decir—. Efectivamente, estamos ante la familia real. Has hecho bien en avisarme…

—¡Hemos perdido, mamá! —exclamó Luis Carlos—. ¡Nos han descubierto!

Y entonces tus hijos, decepcionados, agotados y muy confundidos, rompieron por fin a llorar. Y la verdad es que yo también, Toinette. ¿Por qué negarte hoy, que desde el cielo todo lo sabes, que estaba derrumbada y abrumada por lo que claramente se nos avecinaba?

No fue una reacción demasiado desmedida, nena, teniendo en cuenta que ya no había duda de que nuestra vida experimentaría en pocos minutos el mayor giro hacia el infortunio hasta entonces jamás vivido.

Al final pasamos la noche apretujados en dos habitaciones que nos ofreció amablemente el alcalde, monsieur Sauce. ¡Pobre hombre! No sabía qué hacer con nosotros…

Un grupo de soldados alertados por Drouet nos mantenían vigilados tras puertas y ventanas, esperando impacientemente las órdenes que en cualquier momento llegarían de París.

La Fayette había sido informado ya de nuestra captura, la Asamblea Nacional había saltado de alegría por ello y ya venía de camino una comisión para obligarnos a regresar a las Tullerías.

En el pueblo ya no reinaba la paz. Monsieur Sauce había ordenado que el campanario de la iglesia hiciera repiquetear fuertemente las campanas, que en pocos minutos habían alertado a todos los aldeanos.

—Pobres gentes —dijiste llena de tristeza—, pensarán que se ha incendiado uno de sus graneros. ¡No deberían alarmarles así! —Y es que tu corazón era grande como una luna llena, Toinette, y no deseabas que nadie sufriera más por tu causa.

Y ahí se reunieron pues, todas esas gentes, pegando voces y pensando que tendrían que correr hacia el río para hacer una cadena de cubos con agua. ¡Pero cuál fue su enorme sorpresa al descubrir que se trataba de otra cosa muy diferente!

Entonces se lió una buena, nena. ¿Te acuerdas?

¡Qué gran conmoción se formó cuando descubrieron que tal alboroto se debía a la presencia de su rey y no de un pajar en llamas!

Nosotros agazapados, escuchábamos sus gritos y algarabía desde nuestros pequeños aposentos prestados, en donde tus hijos se rindieron al fin ante el extremo cansancio y cayeron profundamente dormidos en un par de camastros.

Yo no sabía qué hacer, Toinette, si llorar o liarme a puñetazos contra los que desde abajo lanzaban brutales improperios contra tu persona. ¡Qué barbaridades decían, Toinette, sin tener en cuenta que tus hijos podían oír lo que vociferaban contra su tan amada madre!

Madame Tourzel colocó suavemente una almohada sobre la cabeza del delfín, para que en caso de espabilarse con el alboroto, no le fuera fácil reconocer aquellas palabrotas.

Tu esposo, abatido y derrumbado debido a los últimos acontecimientos, se dejó caer sobre un butacón y se abandonó a un silencio perturbador.

Y así, entre los insultos de los bárbaros de aquella población y los pequeños ronquidos de madame Tourzel, nos alcanzó el amanecer.

¡Y entonces comenzó nuestra agonía verdadera, Toinette!

Nos espachurraron de nuevo en la berlina, esta vez junto a dos viajeros más, un tal Jérôme Pétion y otro llamado Antoine Barnave, diputados de la Asamblea Nacional y cuya función dejaron clara desde el principio.

—Les tenemos que entregar a Robespierre —dijo Barnave—. Y con la mayor premura.

—¡Ah, y yo que creía que habían venido para entretenernos durante el trayecto! —dije sin poderlo evitar, furiosa al ver cómo uno de ellos, el tal Pétion, daba un tirón a los hermosos rizos dorados del pequeño delfín.

Me miró con ojos llenos de sorpresa, y tras un corto silencio rompió a reír llenando el carruaje de estrepitosas carcajadas que a mí me produjeron gran disgusto.

—¡Ja, ja, ja! —gritó—, vaya con Sophie… ¡Eres valiente! ¿Tú qué eres de verdad? ¿Una condesa?

—No. Soy una criada. La más fiel criada de la reina. ¿Acaso tiene algo que objetar?

—Nada en absoluto «criada fiel de la reina». Tan sólo que correrás el mismo destino que tu tan amada monarca.

Noté cómo uno de tus pies se posaba sutilmente sobre uno de los míos y me proporcionaba unos golpecitos. Te miré y descubrí que tus pupilas me lanzaban la orden de que no debía entrometerme más en sus actos.

Y tenías razón, Toinette, porque aquellos energúmenos eran muy peligrosos, y tú intentabas hacerme saber que una de mis salidas no haría más que empeorar la situación.

Pero me estaba sacando de quicio ver cómo aquel elemento tenía además la desfachatez de comenzar a tirarle los tejos a tu cuñada, madame Elisabeth, que sorprendiéndonos a todos, se mostró encantada con ese sucio coqueteo.

¡A veces aquella solterona me enervaba hasta el punto de querer darle un tirón de orejas, Toinette!

El otro sicario era algo más templado, pero tampoco me dio buena espina, nena, a pesar de su hermosísima apariencia de héroe de guerra. ¡Era más apuesto aún que Fersen!

Se mostró correcto y hablador, entablando una larga conversación con madame Elisabeth sobre política revolucionaria, definiendo a la Asamblea Nacional como el órgano capaz de restituir la paz en Francia. Ella, bobalicona y enfadada, le respondía enérgicamente, mostrándole su desaprobación sobre el denigrante trato que los soldados habían demostrado hacia el rey y hacia ti.

Y mientras tanto tú callabas, Toinette, dejando tus preciosos ojos languidecer al posarlos sobre el triste paisaje que se colaba por la ventana del carruaje, e intentando evitar prestar atención al espantoso griterío de todos aquellos campesinos que lo rodeaban y golpeaban durante el trayecto.

—¡Perra! —te llamaban algunos.

—¡Disparémosle de una vez! —oí que decían otros.

Fueron dos días de espantoso pesar, parando a dormir en varias posadas infectas y escuchando siempre los terribles insultos y amenazas que gritaban contra ti.

La extraordinaria pesadez del cálido ambiente, el sudor y el polvo del camino impregnaban nuestra ropa de un hedor que ni siquiera yo fui capaz de experimentar de niña junto a las cabras de mi padre.

¡Ah, nuestro aspecto y los bellos disfraces, Toinette…! ¡A qué lamentable estado habían quedado reducidos…!

Pero eso no fue lo peor, ya que aún nos quedaba por superar la entrada a París. Y nada, Toinette, nos había preparado para ello.