—¡Lala! ¡Lala! —oí que me llamaba desesperadamente madame Elisabeth una mañana.
—¡¿Qué ocurre, madame?!, dije llegando con el delfín en brazos con la lengua fuera.
—¡Algo se ha metido debajo de mi cama! ¡Sáquelo, por amor de Dios!
—No se preocupe, madame. Lo hago ahora mismo… Será una cucarachilla.
Pero no era una cucarachilla, Toinette, sino una rata del tamaño de una de las hogazas de pan en forma de trenza que horneaban los hermanos venecianos en las cocinas del palacio de Hofburg. Y ahí que me lié a zapatillazo limpio con ella hasta que logré que escapara por una de las ventanas, ante las carcajadas de los guardias que custodiaban la puerta del aposento de la hermana de tu esposo.
Luis Carlos también se echó a reír y fue increpado por tu cuñada, a quien poca gracia hizo que su sobrino no entendiera la gravedad de la situación.
—Hasta el delfín está cambiando, Lala… —me dijo con ojos cargados de congoja.
—No os angustiéis, madame… El pobre se ríe por no llorar —dije sin saber qué explicación darle.
Madame Elisabeth se recostó sobre un sofá de mullidos cojines. Cerró los ojos y me hizo un gesto con la mano para que me sentara a su lado.
—No sé si debo quedarme, madame. Iba a llevar al delfín a recibir su clase de música. El profesor está esperándonos en su cuarto y no debemos entretenernos…
—Pues que hoy no vaya. Deseo que os quedéis aquí un rato conmigo.
—Pero madame, la reina me increpará que…
—Lala, te ordeno que no os mováis de aquí —dijo con expresión desafiante, señalando una banquetita con un rígido dedo adornado con un bellísimo anillo de brillantes—. Soy yo la que te lo exijo. Si luego su majestad te pide explicaciones, me lo dices y punto.
—Bueno… —contesté obedeciendo a regañadientes y sentándome en la incómoda banquetita.
Luis Carlos me miraba sonriente y con expresión de hilaridad; y es que a tu pequeñín no le ha gustado nunca la clase de música, Toinette. ¿Te acuerdas de las pataletas que agarraba cuando era más chico y tú le obligabas a trabajar con el violín? ¡Con qué oído más torpe le creó Dios, nena! Quién lo hubiera dicho con lo dotada que has sido tú para los instrumentos musicales más complicados, y con lo que has disfrutado con el canto y el solfeo.
Pero tu hijo detestaba su clase, y siempre nacía una discusión con él a la hora de comenzarla.
—¡No quiero ir, mamá! —protestaba.
—¿Y por qué?
—¡Porque hace un calor insoportable en mi cuarto!
—Eso es una excusa, mon chéri… —contestabas frunciendo el ceño.
Pero lo cierto es que el chiquillo llevaba razón en ese sentido, pues el aposento en donde habían instalado su piano traído expresamente desde Versalles, era asfixiante. No tenía ventilación y cientos de muebles abarrotaban cada rincón.
¿Por qué se empeñaron en que la criatura diera su clase precisamente en semejante lugar, Toinette? ¡Qué penalidades sin sentido alguno nos hicieron sufrir en aquel horrible palacio, nena!
La salita de madame Elisabeth era, sin embargo, fresca y ventilada, aunque desordenada y torpona, como casi todas las estancias en las Tullerías, en donde ya llevábamos casi dos años encerrados en forma de una especie de extraño aislamiento carcelario.
El rey había ido ordenando que nos trajeran muchos de los muebles y exquisitas piezas que durante toda una vida nos habían acompañado en el palacio de Versalles; y gracias a la intervención de La Fayette su orden se obedeció. Esto nos proporcionó algo de colorido a nuestra rutina y facilitó la convivencia, haciéndonos sentir más a gusto a pesar de la turbulencia política que nos acosaba a todas horas.
Pensé con qué se podría entretener tu hijo, pues conocía bien las nuevas manías y retos de carácter de madame Elisabeth, y supuse que se enervaría en caso de que el niño hiciera ruido. Así que busqué con la mirada alrededor y descubrí al fondo y sobre una mesita de marfil el más bello juego de ajedrez que yo jamás había visto.
—¡Mira qué preciosidad! Juega una partida; anda, ve… —le animé.
Y como tu muchachito es un ángel caído del cielo, obedeció de inmediato y comenzó una partida contra sí mismo sin chistar.
—¡Ah, Lala…! —me dijo madame Elisabeth en cuanto se percató de que el niño ya no le estorbaba para comenzar su eterna y aburrida charla, llena de lamentos—. Todo va mal en nuestras vidas. Presiento que nada bueno nos deparan los nuevos políticos que acompañan a La Fayette. A veces me pregunto qué va a ser de nosotros.
—¿A qué os referís, madame?
—¿A qué me voy a referir…? Pues a que estamos cautivos en una pecera de cristal y jugamos a creernos que nuestras vidas no corren peligro… ¡Pero ya lo creo que lo hacen, Lala! Estamos en manos de una Francia herida de muerte, que nos odia y que nos juzga enemigos y causantes de su infortunio. Y aunque nosotros amamos a nuestra patria con alma entregada y amor infinito, ella nos ha dado la espalda. Es tan injusto…
—Madame… El niño os oye… —dije al comprobar que Luis Carlos había parado de mover las piezas del ajedrez y centraba ahora su atención en la conversación de su tía.
—Luis Carlos, debes sopesar tu estrategia sobre el alfil negro antes de cometer un error. Acabas de poner en peligro a la reina blanca… —dijo estirando su blanco y regordete cuello para poder alcanzar con la vista sus movimientos.
Sus palabras me retumbaron en el corazón como un tambor desafinado. «Ya hasta en nuestros juegos laten palabras que me recuerdan el infortunio al que estamos sometidos», pensé con el estómago encogido.
—Sí, madame —contestó tu pequeño devolviendo la mirada al tablero haciendo gala de su usual dulzura.
¡Cuánto le echo de menos y cómo pena mi alma al desconocer qué habrá sido de su destino! Me atormenta saber que ya no está bajo nuestra tierna vigilancia y me pregunto una y mil veces dónde estará, y si aquellos que le cuidan le tratan bien…
¡Protégele desde el cielo, Toinette, para que no le maltraten! Este pensamiento me roba la calma y hace tiempo que me ha quitado el sueño, nena… Porque yo ya nada puedo hacer por él.
A veces me horrorizo pensando que le pueden dañar físicamente, y entonces me sube por el espinazo un escalofrío que me hiela la poca sangre que me queda por las venas. Y es que el recuerdo de lo que han hecho contigo me ha matado por dentro, Toinette…, y pensar que pueden hacer lo mismo con mi niño divino… ¡Oh, no puedo ni plantearme sobrevivir si algo así también le ocurriera!
Pero esa mañana, aún su diminuta vida encarcelada no había sufrido males mayores como los que vivimos ahora, Toinette, e ignorábamos el tenebroso futuro que nos presagiaba un destino muy cercano. Porque las hienas ya se avecinaban observando cada uno de nuestros pasos acechándonos rabiosas con ardientes deseos de despedazarnos.
—Lala, han llegado a mis oídos terribles rumores sobre la reina —susurró de pronto madame Elisabeth.
—¡Ah! Entonces es que hay nuevos… A saber las barbaridades que habrán inventado ahora —respondí.
—Dicen que la van a separar del rey y que la encerrarán en una fortaleza…
—No pueden hacer eso… ¡El rey moriría de tristeza! Esos rumores no pueden ser verdaderos.
—Pues los hay peores.
—¿Como… cuáles?
—Me han comentado que en la Asamblea han propuesto ajusticiarla por adulterio.
—¡Dios bendito!
—Sí, Lala. Desgraciadamente las amenazas son constantes y aterradoras…
—¡Ella no debe saberlas, madame! Se afligiría demasiado… Bastante sufre ya con todo lo que estamos pasando.
—No seas ingenua, Lala. Su majestad lo sabe ya.
—¡Pobre niña mía…! —dije tapándome el rostro con ambas manos.
—No te derrumbes, Lala… Yo tengo las esperanzas puestas en mi hermano. Él nos librará del encierro de este tenebroso lugar…
—¿En el conde de Provenza, madame? No os entiendo… Él está igualmente en régimen de un peculiar encarcelamiento, aunque se le permita acudir desde el palacio de Luxemburgo cada noche para cenar con nosotros.
—No me refiero a él, tonta. Sino a mi otro hermano, el conde de Artois, quien desde el exilio prepara una campaña para invadir Francia y liberarla de los revolucionarios que empañan de sangre sus campos.
Miré a tu cuñada llena de incertidumbre.
—Pero si él no está ya entre nosotros… Huyó de Francia y no sabe lo que nos ocurre aquí…
—No te equivoques. Está perfectamente enterado de nuestra miseria y de la crítica situación de nuestro tan amado pueblo. ¡Qué lástima que no seguimos su consejo, y en vez de marchar permanecimos aquí!
—Qué le vamos a hacer, madame… —gemí notando cómo los ojos se me llenaban de lágrimas.
—No podemos derrumbarnos, Lala… —me contestó propinándome unos suaves golpecitos consoladores en la espalda—. Hay que vivir con esperanza y alegría. Sé que nuestro querido hermano reunirá las tropas europeas necesarias para liberarnos de las garras de este secuestro… Nada le preocupa más que la sufriente Francia, herida de muerte a causa de un grupo de violentos incontrolables.
—¿Y cuánto tardará en venir a ayudarnos, madame? —pregunté llena de ansiedad.
—No lo sé, Lala… Nadie lo sabe —contestó echando un suspiro desesperado al aire—. Habrá que esperar…
—Y rezar, madame, como siempre aconseja la marquesa de Tourzel…
Y es que la pobre madame Tourzel no hacía otra cosa desde nuestro encierro, Toinette. Yo no sé si fue de pena o qué, pero el caso es que había enfermado y su penar nos estaba volviendo locos a todos.
Fuertes fiebres la invadían a todas horas, tosía sin parar y la mataban los riñones.
Sus dolores llegaron a ser tan agudos, que rogó que una noche se la dejara descansar a solas, oportunidad que aproveché para convencerte de que me permitieras sustituirla y tener así a tu pequeño cerca de mí.
Y así comencé a formar parte de su atestado dormitorio, como cualquiera de los muchos muebles cubiertos de polvo que lo abrumaban con su olor a fruta rancia.
Una noche, mientras le acostaba, viniste a charlar conmigo.
—Lala, debemos hablar.
—Claro, mi niña… ¿Qué ocurre ahora?
—Demasiado es lo que me aflige, mi amada criada…
—¿Puedo ayudarte en algo, Toinette? —pregunté agarrándote ambas manos.
—¿Acaso puedes parar la creciente violencia de las calles, Lala?
—Oh, ¿qué habrá pasado ahora?, ¡cuéntame, mi niña!
Y así pude saber que ya no sólo el gobierno de París estaba revolucionado, sino la misma Iglesia de Francia. Y todo debido a que la Asamblea había forzado al rey a apoyarles en una nueva ley creada por ellos, en la que se obligaba a los sacerdotes a firmar la Constitución. ¡Y entonces se montó una buena! Porque el papa Pío VI se negó en rotundo desde Roma a apoyar semejante majadería, y prohibió que los sacerdotes firmaran tal documento, cosa que no obedecieron.
El pobre Luis Augusto se encontró de nuevo en medio de un terrible huracán.
Por un lado, él no deseaba un cisma en la Iglesia de Francia, y por otro quería la paz entre sus súbditos a toda costa.
Con mucho dolor de corazón y a regañadientes, firmó su apoyo a la propuesta de la Asamblea, pero su alma le decía que aquello era una barbaridad. Él no deseaba condenar a aquellos sacerdotes que se negaran a firmar el juramento, y se sentía profundamente incómodo comulgando con uno que se hubiera sometido a tal juramento.
Nuevamente su indecisión y sus temores le encerraron en un torbellino de incertidumbres que le sumió en el pozo de la desidia, haciendo insufrible cualquier conversación sobre una propuesta de intento de fuga.
Y mientras tanto, tú desesperabas, Toinette, porque te habían llegado noticias de la muerte de tu hermano José, a causa de la tuberculosis. ¡Oh, cómo lloraste durante aquellos días!
Yo también padecí, porque no debes olvidar que le conocía desde niño, y que para mí había formado parte de ese grupo de personas a quien mucho había amado en mi vida.
Sin embargo, Leopold, su sucesor, era otra cosa… El tiempo y todo lo experimentado me habían alejado emocionalmente de él, y por qué no confesarlo, Toinette: a ti también. Y es que tu hermano Leopold se había convertido en un personaje lejano y extraño en nuestras vidas, con el que poca relación habíamos mantenido en los últimos años.
Y a todo esto el rey no podía proporcionarte consuelo alguno, Toinette, ya que él lo necesitaba más que ninguno de nosotros.
De pronto todo se agravó inexplicablemente a causa de la cabezonería y la actuación desconsiderada de las viejas tías de tu esposo. ¡Qué brutal disgusto nos dieron, Toinette! Y es que no se les ocurrió otra cosa que huir a Roma sin decirnos nada a nadie… ¡Dios mío, en qué lío nos metieron!
Las tías ancianas de tu esposo siempre me habían parecido unas pesadas descerebradas, Toinette; para qué ocultártelo a estas alturas. No hicieron más que protestar por todo lo que sufríamos, y no parecía que se dieran cuenta del alcance de nuestro infortunio ni de las gravísimas consecuencias que podría acarrearnos a todos un paso mal dado.
Al parecer, furiosas porque el rey había firmado la ley en la que se obligaba a todo el clero a apoyar la Constitución, Adelaida y Victoria, con más años ya que dos momias, se escaparon a Roma. Y todo por ser un par de beatorras mal aconsejadas por Dios sabe quién.
¡Oh, qué desastre más grande nos acarreó esto, Toinette! El pueblo de Francia se colmó de ira y rabia, y exigió que redoblaran la vigilancia sobre todos nosotros.
—¡Si las dos viejas se han podido escapar, los reyes lo intentarán también! —gritaban los intelectuales en la Asamblea—. ¡Que tripliquen la guardia en las Tullerías!
Y así nos vimos rodeados de más soldados de los que queríamos, nos minimizaron las salidas al exterior y prohibieron que disfrutaras de algunos privilegios, como las pequeñas escapadas al teatro que ya habían comenzado a permitir que adaptaras a tu rutina semanal.
¡Malditas viejas, cuya terca beatería había creado un conflicto!
Pero eso no fue lo peor, Toinette, porque lo que más quebró tu corazón fue que el pueblo, como venía haciendo desde hacía tanto tiempo, te culpó de haberlas instigado para que escaparan. ¡Cómo pudieron acusarte de ello cuando ignorabas sus planes!
—¡Oh, Lala, qué crueles e infantiles son los franceses! —me dijiste sollozando entre mis brazos.
—Yo más bien diría que han perdido toda la cordura, mi niña. ¡Ya no saben de qué acusarte!
El rey se llevó un disgusto tan enorme que incluso temimos por su vida. ¿Te acuerdas, Toinette? ¡Qué susto nos dio!
Una mañana, después de haber pasado una noche perdido en el insomnio, despertó con unas altísimas fiebres que le mantuvieron encamado el resto del día.
Por la noche su malestar fue muy agudo y comenzamos a temer lo peor…
Se avisó a La Fayette y éste envió buscar a vuestro mejor doctor de Versalles, quien cuando logró acudir a eso de las cuatro de la madrugada, se encontró con que el monarca había tosido sangre.
—Majestad… —te dijo colmado de seriedad—, no creo que el rey padezca tuberculosis… Aunque no puedo asegurarlo.
—¡Y por qué no lo puede asegurar! —no pude evitar gritar.
—¡Cállate, Lala! —me ordenaste.
—¿Qué podemos hacer al respecto, doctor?
—Bueno…, no lo sé, majestad. Creo que esto forma parte de la depresión anímica que ya le viene consumiendo desde hace tiempo. Quizá dándole todo el cariño del que seáis capaz…
Y resultó que se trataba de eso, Toinette… Problemas psicosomáticos de tu esposo que ni tu ternura, ni todas nuestras atenciones lograban mejorar.
—Al menos no nos contagiaremos de sus miasmas y podremos seguir con los planes de huida, nena —te dije unos días más tarde cuando te encontré cabizbaja y pensativa en tu dormitorio. Porque este pensamiento era ya lo único que te rondaba la cabeza, mi niña.
Harta de esperar y temiendo que cualquier tarde moriríamos entre el hierro de los sables o las bacterias de tu esposo, tomaste la decisión que marcaría desde entonces y por muchas semanas todo nuestro tiempo.
Había que huir. El problema era encontrar a personas fieles que no nos dejaran en la estacada y que nos acompañaran hasta el final, a pesar de los inevitables inconvenientes y la altísima peligrosidad de tal hazaña.
—¿Pero en quién podremos confiar, Toinette? —te dije entre susurros cuando por las noches hablábamos de nuestras quimeras de huida—. ¡Son tantos los que nos traicionarían por unas cuantas monedas!
—Debo encontrar a alguien que nos garantice ayudarnos hasta que estemos instalados en Austria, junto a mi hermano.
—¡No te fíes de nadie, mi niña! —supliqué llena de angustia—. ¡No hay persona en París que ya nos ame!
—Yo sé de alguien que jamás nos decepcionaría, mi Lala.
—¿Quién, Toinette? ¿Dime quién sería capaz de arriesgar su vida de esa manera por respeto y amor al rey, a ti y a los niños?
—El conde Alex Fersen —contestaste llena de melancolía.
—Di a su majestad que el conde Fersen ha encontrado una berlina capaz de transportar a seis personas, Lala —me comunicó lleno de emoción tu secretario personal, Augeard, una noche de luna llena en la pequeña esquina de uno de los lavatorios de hombres en donde nos habíamos citado.
—¿La ha visto usted mismo?
—Sí. Es perfecta, amplia y cómoda, y goza de muchos elementos de enorme utilidad para hacer el largo viaje llevadero. Explica a la reina que ha pagado por ella 5000 luises. Estoy seguro de que ha sido una adquisición inteligente pues es muy discreta, de color gris y negro, y no lleva ningún tipo de adorno, ni blasones, ni escudos, por lo que nadie sospechará quiénes son sus regios ocupantes.
—¡Déme todos los detalles, aprisa! La reina me espera ansiosa en su dormitorio y no sé cuándo despertará el muchacho que hoy vigilaba nuestra puerta… ¡Me ha costado una vida encontrar el momento perfecto para acudir a nuestra cita!
—Ya me lo había imaginado… He esperado tanto que a punto he estado de marcharme. Pensé que no lo lograrías, Lala.
—Pues aquí estoy… ¡Pero apenas tengo tiempo! Por ello, se lo ruego, monsieur: ¡sea rápido y preciso con la información!
—De acuerdo. Di a su majestad la reina, que la berlina tiene instalada en su interior una pequeña despensa para alimentos básicos, un calentador para cocinarlos, un armario para almacenar varias botellas de líquido y hasta una mesita plegable para almorzar o leer.
—Necesitaremos espacio para guardar un par de mantas… El rey está muy delicado y marquesa de Tourzel también.
—¿Ah, pero va esa dama?
—¡Se ha empeñado, monsieur Augeard! Dice que prefiere morir antes que abandonar al delfín…
—¡Maldita vieja cabezota…! —protestó tu secretario.
—¡Shh!
Entonces para nuestro horror, oímos que se acercaba alguien hacia los lavatorios.
Augeard me lanzó su gran capa de lana sobre los hombros y me empujó hacia la sombra de un rincón.
Él desapareció unos segundos de mi vista, acurrucándose en el otro extremo de la sala.
Mis oídos percibieron el sonido de unas pisadas de botas, acompañadas por el suave silbido de una melodía.
Me tapé los ojos con ambas manos y comencé a rezar con todas mis fuerzas. Sólo podía pensar en la escena que se formaría de ser descubierta. ¡Tal vez se desmoronaría el plan de huida!
Temblando como una hoja al viento y notando que el corazón se me salía por la boca, aplasté mi espalda contra el frío muro de los lavatorios.
«¡Ayúdame, Señor!», musité en mi interior. ¡No consientas que sea yo precisamente la que estropee el plan de mi amada señora!
»Oí aterrorizada cómo las pisadas se acercaban despacio y pausadamente hacia la ventana que tenía sobre su cabeza Augeard, quien agazapado bajo ella debía estar invadido por el mismo terror que me aturdía a mí.
De pronto una figura alta y oscura, cuya cabeza portaba un gorro de la guardia real, se paró ante la ventana.
Me apreté aún más contra la pared produciéndome con ello un dolor agudo en mis omóplatos. «Dios mío, voy a romperme…», pensé notando un sudor frío recorrerme todo el cuerpo.
Aquel guardia, cuyo rostro no pude reconocer entre las sombras, clavó su mirada en el vacío del lavatorio. Tras unos segundos llenos de incertidumbre, comenzó a silbar de nuevo esa melodía que antes habíamos alcanzado a oír. Giró la cabeza para un lado y luego al otro.
Después, sin dejar de echar esas notas musicales al aire, reanudó su marcha hacia los patios interiores en donde al cabo de un par de minutos perdimos su rastro.
—¡Lala! ¿Estás bien? —me dijo tu secretario agarrándome por los hombros.
—¡Oh, Dios mío, Augeard! ¡Casi nos cazan!
Notaba la respiración entrecortada de tu secretario a mi lado y tal era su cercanía, que una gota del sudor de su frente cayó sobre la palma de mi mano.
—Lala, hemos tenido mucha suerte. Tal vez no la volvamos a tener, así que escúchame bien. No podemos perder un solo minuto más.
—Sí, de acuerdo… ¡Aprisa!
—Bien. Debes de decir a la reina que su hermano el rey Leopold se ha comunicado conmigo. Está indeciso en cuanto a ayudarles, Lala…
—¡Oh! Pero…
—No hay tiempo para muchas explicaciones. Simplemente dile que Mercy, desde Bélgica, opina lo mismo. Ambos consideran la huida demasiado peligrosa y aconsejan que se retrase todo lo posible.
—¡Pero si ya han perdido muchas oportunidades! El rey rechaza todos los planes y se muestra más indeciso que nunca… Un día opina que desea lanzarse y al siguiente prohíbe a la reina dar cualquier paso en dirección a una huida… ¡Todo es caótico aquí dentro, Augeard! Los condes de Provenza empujan los detalles, pero sin la total aceptación del rey todo se complica. ¡No me diga ahora que debo anunciar a la reina que su hermano no desea prestarle ayuda!
—No se trata exactamente de eso… Su carta anuncia que no lo recomienda, al igual que lo hace Mercy desde Bélgica. Ambos temen demasiado este paso. También está el tema de resignarse a que Leopold desea algo a cambio.
—¿Cómo? ¿Quiere decirme que Leopold desea recibir dinero de la reina por ayudarla?
—Lala, por amor de Dios. ¡No seas inocente! Hablamos de reyes, tronos y países. ¡En Europa no moverá nadie un dedo si el rey no les entrega un territorio a cambio!
—Oh, monsieur Augeard… —dije notando cómo se me acababa el aliento y un dolor agudo se me clavaba en el corazón.
¡Mi niño Leopold, a quien yo había cuidado de joven con todo mi amor, demostraba ser un emperador despiadado y egoísta con su propia hermana y con su nodriza!
Me agarré a la pared con las palmas de la mano y di la espalda durante unos segundos a mi compañero de confidencias.
—¡Lala!, ¿estás bien? ¡Lala, contesta!
—Sí… No se preocupe… Es que soy una…, una ignorante… La vida me da tantas sorpresas…
—Lala, la política es así. También el rey de Sardinia ha respondido a la llamada de auxilio del rey. Me han comunicado de su parte que ayudará en la huida a cambio de que el rey le entregue Ginebra. El rey de España pide Navarra. ¿Lala, te estás enterando? ¡Tienes que prestarme atención!
—Sí, sí… Me entero monsieur Augeard… Simplemente no entiendo muchas cosas de todo esto… Pero he comprendido el mensaje. ¿Qué más tengo que contar a mi señora? —dije notando cómo me comenzaba a faltar el aliento.
—Ahora te voy a facilitar los nombres de las personas que están enteradas y que apoyarán el plan. ¡Debes recordar todos! Es imprescindible que sus majestades los reyes sepan quiénes están detrás de todo esto. Son: el conde Alex Fersen, el barón de Breteuil, el marqués de Bouillé, el marqués de Bombelles, el conde de Valory, el barón de Goguelat y el duque de Choiseul. En cuanto a la ayuda en pleno trayecto, contaréis con dos cocheros de confianza, y detrás irá un pequeño carruaje mucho más sencillo en donde irán dos damas de compañía para atender a la familia.
—¿Quiénes son?
—Madame Brunier y madame de Neuville.
—¡Son demasiadas personas, Augeard! ¿Y si alguien se va de la lengua?
—Habrá que correr ese riesgo, Lala… También te informo de que ha sido avisado el peluquero de la reina, Leonard.
—¿Leonard, dice? ¡Oh, qué mal veo todo este asunto…!
—Le necesitamos para una parte del plan…
—¡Pero si es un bocazas! —gimoteé.
—Lala, escúchame —dijo tu secretario sujetándome fuertemente por las muñecas—. Ésta será la última oportunidad. Si sus majestades no la aprovechan bien, no sabremos cómo ayudarles de nuevo. El conde Fersen tiene todas sus esperanzas puestas en esta ocasión. ¡Debes ayudar a toda la familia a ser valientes! Como te dije, la berlina es magnífica. Cabéis seis viajeros.
—¿Quiénes iremos?
—La reina, el rey, los niños, madame Elisabeth, y tú.
—¡Pero si ya le he dicho que la marquesa de Tourzel se ha empeñado en ir! ¿Oh, qué haremos entonces? ¡Yo no me quiero quedar, Augeard! ¡No lo permita, por amor de Dios! —dije rompiendo a sollozar.
—¡Shhh! ¡Lala, por favor, no subas la voz! —dijo tapándome la boca con la mano mirando con ojos desorbitados a todas partes—. ¿Quieres que nos encuentren aquí hablando de cómo sacar de Francia a los reyes?
—Es que, no podría soportarlo… —contesté entre lágrimas.
—No te preocupes… Se lo comunicaré al conde Fersen y ya se nos ocurrirá algo… Además, dado que dos de los pasajeros son niños pequeños, apretándoos un poco quizá quepas.
—Pero el rey ocupa mucho espacio… Está tan obeso…
—Pues habrá que apañarse estrujándose en su asiento, Lala.
—¡Sí, por Dios!
—Logremos o no que les acompañes, deben emprender la huida, Lala, pues la situación en París es insostenible. Mirabeau ha fallecido repentinamente, y un político aún más agresivo ha sustituido el favor del pueblo. Se llama Robespierre y ha sido elegido cabeza del grupo Jacobino. ¡Este personaje no es cosa buena para nuestro rey, Lala! La población ha decidido luchar contra la opinión del Papa, y los vándalos han destruido y derribado una estatua del pontífice… ¡Sus majestades deben marchar lo antes posible!
—¡Dios mío! ¿Por dónde empezar, Augeard?
—El primer plan es sencillo, Lala. Escucha bien. Mañana por la noche entrará a las diez en el palacio Leonard, el peluquero, argumentando que la reina le ha mandado un aviso de urgencia debido a sus calvas. Una vez dentro, la reina le entregará el bastón real, que en su momento se dará al marqués de Bouillé a medio camino durante la huida hacia Austria. A su vez, has de decir a su majestad que ha de hacerle entrega de su joyero más preciado lleno de aquellas piezas de más valor. Tal estuche será enviado al conde Mercy a Bruselas, quien lo esconderá a buen recaudo.
—¡¿Está usted seguro de que ambas cosas llegarán a su destino?! Todo me parece tan arriesgado…
—Puedes decir a la reina que haremos absolutamente todo lo posible para que así sea.
—Pero Leonard…
—Lala, ese muchacho ha demostrado serle fiel a la reina durante años. No podemos buscar a nadie más. Debemos fiarnos de él. ¡No queda ya tiempo!
—¿Y qué ocurrirá con las amistades femeninas de la reina? ¡No podrán quedarse en París! ¡Cuando descubran que los monarcas han huido, Robespierre irá tras ellas!
—También eso se ha organizado. La princesa de Tarante ha sido avisada de que abandone el país con premura, al igual que la princesa de Lamballe. La primera ha obedecido y ha partido esta mañana, pero desgraciadamente, la segunda se ha negado.
—¡Oh, esa criatura siempre ha sido falta de luces! ¡Pobre mía! ¿Acaso no es capaz de ver el peligro que corre?
—Eso ya no es nuestra responsabilidad, Lala. Que haga lo que quiera.
—¡Augeard, cuánto infortunio nos rodea! —suspiré llena de pánico.
—Lala, no te dejes vencer. Has de ser más valiente que nunca. La fecha de partida está muy cercana, y para entonces todos deben aparentar serenidad, templanza y normalidad.
—¿Cuál es la fecha elegida?
—El lunes veinte de junio por la noche.
—¡Oh, no queda nada, Augeard!
—Lo sé, Lala. Lo sé…
—¡¿Qué les diremos a los niños?!
—Lo menos posible. Sólo el lunes al mediodía, tras el paseo que se ha planeado por los jardines del Tivoli, la reina ha de explicar a María Teresa que esa noche ocurrirán cosas extrañas de las que no se debe preocupar.
—Pero la niña es muy inteligente… Tiene ya doce años. Y el niño es espabilado y nervioso. A sus seis años se pondrá muy agitado…
—Al delfín nada hay que decir. Mantengan el secreto ante él. Todos sabemos lo dicharachero y charlatán que se ha vuelto, y lo que le agrada compartir confidencias con todo aquel que se le acerque. Tengan mucho cuidado con él.
—¿Y qué pasará con los condes de Provenza?
—Ellos partirán en cuatro días.
—¡Pero eso es muy arriesgado! Cuando descubran que los reyes han huido…, ¡pagarán las consecuencias!
—Lala, te digo que ya no podemos hacer más…
Me eché de nuevo a llorar llena de desesperación, notando cómo todo un mundo se me derrumbaba sobre las espaldas. El plan planteado por tu secretario me parecía extraordinariamente peligroso, exponiendo nuestras vidas al mayor riesgo hasta ahora experimentado.
Temí por ti, mi niña, y por tus amados hijos a quienes ya consideraba míos.
De pronto volvimos a escuchar la melodía salida de los labios de aquel soldado que regresaba hacia nuestra ala del palacio.
—¡Lala, vete, deprisa antes de que nos pesquen!
—¿Cuándo os volveremos a ver, monsieur Augeard? —pregunté devolviéndole apresuradamente la capa con la que había intentado cubrirme antes.
—No lo sé… Quizá nunca.
—Adiós, monsieur Augeard. Ha sido usted un buen amigo y un fiel servidor de la reina. Que Dios le bendiga.
—Yo también oraré por ustedes, Lala. Les llevo a todos en mi corazón. Que la suerte les acompañe durante todo el trayecto.
Y entonces, aprovechando que aquel guardia aún estaba en el patio posterior, me lancé a corretear con paso ligero por los largos pasillos laterales del jardín, oculta entre las sombras de la noche, descubriendo aterrorizada cómo mi alma luchaba por huir de mi propio cuerpo.