La severa pero inteligente marquesa de Tourzel fue la elegida para sustituir a la duquesa de Polignac como institutriz real. Nada podía compararla con Yolanda…, pero era lo que había, Toinette, y con el tiempo demostró ser extraordinariamente fiel, dados los terribles tormentos que se nos avecinaban y que tuvo que soportar por proteger a los niños de la corona.
Porque como te decía, no quedaba mucho para que todo estallara en nuestras vidas, nena.
Las revueltas ya no eran exclusivas de París. Toda Francia estaba al borde del pánico más absoluto debido a los constantes saqueos, robos y pillajes.
Tampoco faltaban asesinatos, como el de ese pobre pastelero de renombre. ¿Cómo se llamaba, Toinette, que ya no me acuerdo…?
Estoy cansada y es ya tan tarde que se me empiezan a cerrar los párpados a causa del agotamiento. Mira, Toinette, hasta esta pobre anciana a la que ronda la muerte a mi vera parece estar mejor que yo… Y es que estoy vieja, nena, y estos recuerdos que mi deseo de venganza me empuja a arrancar de la memoria son dolorosos y me abren demasiadas heridas…
Sin embargo, he de seguir. Ya lo creo, mi niña. Sobre todo ahora que mi carta revela las mayores injusticias cometidas contra mi pequeña reina. ¡Así se enterará el universo entero de lo que realmente ocurrió!
Pero para ello es necesario que recuerde nombres, fechas y datos… ¡Y se me resbalan del intelecto, Toinette! Y esto me fastidia, porque no me quiero equivocar.
Aunque pensándolo bien, qué más da el nombre de aquel muchacho afamado por sus dulces de canela… El caso es que sé que le ahorcaron, porque alguien entre aquellos esbirros sospechó que guardaba las mejores hogazas de pan para las gentes adineradas. ¡Pobrecito! Yo no sé si esto fue verdad, Toinette, pero de serlo no les daba derecho a acabar con su vida. Porque un panadero puede vender su pan cómo y a quien le venga en gana.
Pero así funcionaban los sentimientos en Francia, nena, y ni Mirabeau pudo frenarlos.
Y por ellos también nació el llamado «Gran Miedo», ese terror que no permitía que reinara la armonía ni en campos ni ciudades, y cuya base yacía en el pavor que sentían las gentes porque alguien se apoderara de todas sus pertenencias.
La población sufría; todo varón en edad de sujetar un arma de fuego, ya fuera paje, tenor o escritor, era alistado inmediatamente en la Guardia Nacional. Se necesitaban profesionales para guardar el orden público, ¡y para ello escogían adolescentes que poca o ninguna experiencia poseían con las armas! Tal era la anarquía que reinaba en cada esquina de Francia y la que la condujo a la perdición…
A todo esto La Fayette seguía dando guerra. Por aquellos días se le ocurrió publicar un manuscrito por el que le aclamó toda la nación llamado «La Declaración de los Derechos del Hombre», que no hizo más que encender aún más la llama de la Revolución en los corazones de los parisinos.
Y mientras parecía que todo se derrumbaba en tu reino, tú decidiste volcarte en el cuidado y en la educación académica de tus hijos con ojos vigilantes; y agudizabas tu atención, siempre alerta a las noticias que pudieran anunciar una nueva tragedia. Porque ésta ya se podía oler en el aire de Versalles, Toinette, que hasta tu torpe e inculta Lala fue capaz de captar la peste que emanaba del miedo de tu pueblo.
Ya pensábamos que el odio de las calles quedaría impregnado en los muros de las casas de París sin atreverse a acercarse a los del palacio de Versalles, cuando todas nuestras expectativas se rompieron como una fina copa de cristal al chocar contra un suelo de frío mármol.
Porque el momento había llegado, Toinette.
Tu pueblo, harto de pasar hambre y enfebrecido por las continuas calumnias con las que le venían envenenando contra ti desde hacía tantos años, decidió por fin acudir al rey, una noche negra de octubre para vengar tanta penuria.
Querían exigirle alimentos. Los que según ellos, les había robado su reina.
Y entonces el olor del miedo comenzó también a emanar de nuestra propia piel.
Todo comenzó a eso de las diez de la mañana del 5 de octubre de 1789, cuando varios miembros de la Guardia Nacional entregaron al rey un aviso urgente del ministro de la Casa Real, monsieur Saint-Priest, en donde le comunicaba que un inmenso grupo de mujeres del mercado habían salido a pie desde París armadas con palos, picas, tijeras y todo tipo de objetos punzantes hacia el palacio de Versalles.
Tu esposo disfrutaba de un estupendo día de caza en el que había cobrado varias piezas admirables cuando fue alertado, y tú te encontrabas disfrutando de un paseo en tu pequeño paraíso, Le Petit Trianon, junto a un muy reducido grupo de damas.
Luis Augusto regresó a toda la velocidad que permitieron las pezuñas de su caballo, llegando exhausto y colmado de inquietud, y exigiendo que te localizaran de inmediato.
—¡Lala! —me gritó nada más verme observarle desde uno de los ventanales del cuarto de juegos en donde entretenía a los niños—. ¡Encárgate de que María Teresa y Luis Carlos no salgan de ese aposento!
—¡Por supuesto, majestad! —contesté con la voz llena de angustia.
—¿Qué pasa, Lala? —me preguntó tu hija con ojos avispados, captando que algo malo acontecía, al verme cerrar precipitadamente la ventana y echarle los cerrojos.
—Nada, nena, nada… —logré tartamudear con el corazón encogido.
Mientras tanto la agresiva comitiva de mujeres se acercaba a paso ágil entre campos y viñedos, dejando crecer alarmantemente el número de sus miembros conforme se topaban con aldeanas y campesinas por los caminos.
—¡Queremos que la puta austriaca nos devuelva el pan que ha quitado a nuestros hijos! —gritaban violentamente agitando sus extrañas armas de combate.
Llegó a palacio un pequeño grupo a caballo de sudorosos y aterrados guardias reales, quienes se las habían topado en una villa a mitad de camino. No sabiendo cómo detenerlas sin causar derramamiento de sangre, decidieron adelantarse hacia Versalles a todo galope para informar a Saint-Priest, y que éste pudiera proteger a la familia real redoblando la custodia de la guardia.
—¡Toinette! —te dije en cuanto te vi entrar, descompuesta y pálida, en el cuarto de los niños—. ¿Te has enterado? ¿Te han dicho que…?
—Sí, mi Lala. Lo sé todo… —contestaste lanzándote sobre María Teresa y Luis Carlos, abrazándoles y estrechándoles contra tu contrito corazón—. Tendríamos que haber huido al palacio de Rambouillet cuando aún teníamos tiempo…
Y entonces me acordé de que aún nos esperaba abajo el carruaje preparado del delfín, que a punto estaba de llevarnos de paseo cuando el rey llegó y me dio la orden de que permaneciera con los niños en el cuarto de juegos.
—¡Toinette, aún podemos marcharnos!
—¿Cómo dices, mi Lala?
—¡Sí! El carruaje de Luis Carlos tiene enganchados los caballos desde muy temprano, pues planeábamos llevarle a jugar a los jardines… ¡Mira!
Y entonces miraste por la ventana y descubriste que lo que yo te anunciaba podría formar parte de un plan para salvarnos a todos la vida.
—¡Oh, Lala!, bien, bueno…
—¡Salgamos de aquí! ¡Rápido! —dije cogiendo en brazos a Luis Carlos y agarrando con mano firme la muñeca de María Teresa.
—¡No! Espera…
—¿Qué? Pero…
—Primero debo acudir al rey —dijiste encaminándote a grandes zancadas hacia la puerta—. He de consultárselo.
—¡Estoy aquí, madame! —oí que decía Luis Augusto entrando en la habitación seguido por varios de sus ministros.
—Monsieur, podemos escapar —te apresuraste a decirle—. Lala pidió que engancharan un carruaje para el delfín. Aún está esperado con dos caballos y dos cocheros en la puerta de los espejos.
Pero el rey, haciendo gala de ese carácter pusilánime que le había acompañado desde niño, e incapaz de tomar decisiones precipitadas, vaciló.
¡Cuánto pené por esto y qué nerviosa te pusiste tú, nena!
—No, no, no… sé… —comenzó a tartamudear.
—¡Por amor de Dios, monsieur! —le apremiaste presa de la desesperación.
—No sé, no, no…, sé… No quiero ser, ser, ser… un rey fu…, fugitivo…
—La violencia llegará a nuestra alcoba en cualquier momento, monsieur —insististe con gravedad.
Yo estaba bloqueada por el miedo y la incertidumbre, Toinette, con los pies pegados al suelo como si con clavos me los hubieran unido, y no me pude mover.
Notaba como la respiración se me entrecortaba y me latía el corazón a la velocidad del de una lechuza que escapa de las garras de un lobo.
Los niños se agarraban desesperadamente a la falda de mi uniforme, y noté cómo el pequeño Luis Carlos me levantaba de pronto el delantal para esconderse debajo.
¡Dios mío, qué pobre indeciso era tu esposo, Toinette, y en qué grave aprieto nos puso!
Pero por mucho que le insististe nada decidió, dando tiempo así a que llegara el primer grupo de mujeres enfurecidas y sanguinarias a las puertas del palacio, vociferando improperios y amenazas, y cargando en sus manos desde machetes hasta puñales.
La guardia se mostró también tensa durante unos eternos minutos, debido probablemente al desconcierto y al temor, aunque tengo que decir a su favor que entre algunos de ellos descubrimos valentía de extraordinaria profundidad, ya que a pesar de su juventud mostraron una sutil pero firme determinación contra la masa, y fue capaz de frenarla con aplomo.
Esperando órdenes, no se atrevían a disparar contra las mujeres, temiendo convertirlas en un instante en heroínas cuya sangre pudiera hacer estallar a la masa en una ira descontrolada.
La Fayette, a quien gracias al cielo alguien avisó a tiempo, hizo llegar un correo urgente desde París rogando al rey que mantuviera la calma, anunciándole que ya había enviado una tropa de soldados para controlar la situación.
—¿Pero qué haremos mientras llegan? —dije tapando los oídos a los niños para que no pudieran escuchar las palabras que vociferaban aquellas desenfrenadas mujeres desde los patios.
Porque lo que decían era aterrador, Toinette. Cosas como que deseaban ver tu cabeza sobre una pica, o como que harían con tus entrañas una sarta de chorizos para alimentar a los hambrientos. ¡Qué espantoso momento, mi niña!
Tu hijo comenzó a chillar presa del histerismo, y María Teresa se echó a llorar desconsoladamente, mientras la marquesa de Tourzel intentaba consolarla y tapar la boca al delfín a la misma vez.
Y entonces ocurrió algo muy extraño, Toinette. Algo que nunca antes había experimentado y que me colgará en la memoria como uno de los sucesos más inexplicables de mi existencia. Porque de pronto el tiempo dejo de transcurrir en mi cerebro y mis sentidos se pararon como lo hace un reloj de pared averiado.
En el cuarto de juegos de los niños, todo se detuvo: las voces, los ruidos, los insultos… Incluso creí que nuestros movimientos se congelaban.
Siempre me he preguntado qué tipo de truco me jugó el cerebro, Toinette, que bloqueó de tal forma mis sentidos que fui incapaz de asimilar bien lo que ocurría. Hoy creo que la causa yace en el terror que me invadió, nena, y que hasta hoy me produce dolor recordar. Y aunque sé que pasaron tan sólo unos segundos mientras el estupor me encerraba en el calabozo de la incongruencia, a mí ese tiempo se me hizo una eternidad.
De pronto todo volvió a recobrar el sentido de la realidad cuando una mujerzuela de aspecto deplorable consiguió introducirse dando voces en la sala.
—¡Quiero hablar con el rey! ¡Déjenme! ¡Sólo quiero que nos devuelva el grano! —gritaba enfurecida a los dos guardias que intentaban bloquearle el paso.
Tras la puerta, un grupo de unas diez mujeres vociferaban insultos encendidos y amenazas, y se comenzaron a oír golpes.
María Teresa se puso a chillar y se abalanzó sobre tus piernas.
—No es nada, cariño —le dijiste con una compostura y sangre fría que me impresionó profundamente—. Es tan sólo una mamá de Francia que desea hablar con tu papá. No debes inquietarte por ello.
Sorprendida y a la vez admirada por tu calma y compostura, la mujer paró de dar voces y clavó la mirada en ti, y entonces descubrí que por primera vez sus ojos te veían tal y como eras: una regia y espectacular mujer muy diferente a lo que el criterio popular le había indicado. Una reina digna y valiente, que con su comentario había logrado devolver la calma y la quietud en la estancia.
Sin embargo, las mujeres de la antecámara seguían montando un gran escándalo, colándose sus terribles amenazas y sus gritos hasta nosotros.
—¡Queremos despellejar a la puta de Viena! —dijo una de ellas.
Por fin, y ante tal comentario, el rey reaccionó.
—¡Todo el mundo debe tranquilizarse de inmediato! —gritó—. Como ha dicho mi esposa, aquí no ocurre nada.
Un perturbador silencio se adueñó unos segundos de cada uno de nuestros corazones. Aquella mujer, los guardias, los niños reales, los ministros presentes y nosotras mismas, quedamos mudos ante el desconcierto y el extraño temor que brotaba de nuestra propia respiración entrecortada.
Sólo el rey fue capaz de recobrar la palabra.
—Si desean que las escuche, que entre sólo una del grupo para presentar las demandas del resto.
Y así fue como ocurrió, Toinette. Aquella sucia mujer, ya más tranquila y apaciguada, exigió al rey que entregara a la masa que desde abajo vociferaba todo el grano que el palacio tenía acumulado.
—El hambre nos corroe por dentro, majestad. Necesitamos la ayuda de nuestro monarca o moriremos de inanición.
El rey sopesó sus palabras durante unos minutos, tras los cuales se dirigió a Saint-Priest y le dijo unas palabras.
—Que las conduzcan a las despensas reales y les entreguen todo el grano almacenado —ordenó.
—Pero majestad… —protestó su ministro.
—No hay vuelta atrás, monsieur. Obedezcan mi orden.
La mujer, titubeante y algo confundida, salió del aposento e informó de la promesa del rey a las escandalosas compañeras que seguían esperándola en la antecámara. Por fin, tras una pequeña discusión entre ellas, decidieron marchar hacia las despensas reales acompañadas pasillo abajo por la guardia, en donde tras unos segundos las perdimos aliviados de vista.
Pero la masa era otra cosa, Toinette. Bien instalada en los jardines y bajo las balconadas de vuestros aposentos, no se dispersaba con el paso de las horas. Se empeñaba en seguir ahí, vociferando espantosas amenazas contra tu persona y jurando destriparte en cuanto tuvieran una oportunidad.
Por fin llegó La Fayette desde París con sus soldados y consiguió calmar brevemente al trémulo populacho. Tras ello, se reunió privadamente con el rey y sus ministros en el salón del trono, en donde logró convencer al monarca de que firmara su apoyo a la Constitución, con el único propósito de tranquilizar a los políticos violentos que desde París esperaban noticias de la invasión de las mujeres.
Luis Augusto lo hizo a regañadientes. La Fayette se dio por satisfecho, y se marchó dejándonos a todos inmersos en la inquietud.
La guardia logró milagrosamente mantener un silencio más o menos constante en los jardines y patios, y por fin a las dos de la madrugada, agotados y con los corazones agitados nos fuimos a dormir.
—Lala, no te separes de mí… —me dijiste mientras te dirigías a tu dormitorio—. Quiero que esta noche no me sueltes la mano.
—¡No lo haré, mi niña! —respondí notando cómo se me llenaban los ojos de lágrimas al recordar las muchas veces que me repetiste esto mismo de niña, cuando te aterrorizaba la oscuridad de la noche—. ¡Antes prefiero morir que dejarte pasar un momento de soledad ante esta temible situación!
Y entonces me tumbé al lado de tu cama, en el suelo frío de tu dormitorio mientras los niños fueron acomodados en dos de los sofás de tu vestidor, a tan sólo un par de pasos de tu secreter. Ése tan hermoso que yo conseguí abrir tantas veces para leer tu correspondencia secreta con el conde Fersen con unas tenacillas.
La marquesa de Tourzel se recostó en un diván justo enfrente de los niños, y como yo no pude pegar ojo, descubrí que no dejó de observarles fielmente ni un solo minuto.
¡Pobre madame Tourzel!, debía de estar aterrorizada y agotada… Y a pesar de ello actuó con sorprendente eficiencia.
Tus otras dos damas, madame Auguié y madame Thibault, se acostaron sobre un par de colchones que algunos lacayos trajeron de sus dormitorios, pero tampoco las vi descansar, descubriendo a madame Auguié pasar con fuerza las cuentas de su rosario de marfil mientras se concentraba en la oración.
Y tal vez por ello fue la primera en captar un par de horas más tarde los gritos que de abajo provenían como un eco llegado del mismo infierno.
—¡Venimos a matar a la reina! —oyó llena de pavor.
Se abalanzó entonces sobre ti, te sacudió con fuerza para espabilarte, y comenzó a hacer lo mismo con todos los demás.
—¡Lala, niños, despierten todos! ¡Sube gente!
Me levanté de un brinco y salí hacia la antecámara para toparme, llena de horror, con uno de los guardias que velaban tu puerta, con una inmensa brecha en la cabeza de la que manaba profusamente sangre.
—¡Lala, salve a la reina! ¡Esta vez vienen a asesinarla! —dijo antes de desplomarse muerto ante mis ojos.
Regresé a tu dormitorio tropezándome en mi apresurada marcha contra un clarinete de hermosa marquetería que cayó estrepitosamente contra el suelo.
Penetré en el cuarto y cerré las puertas a gran velocidad tras de mí, echando todos los pestillos.
Los niños ya estaban siendo vestidos a velocidad de vértigo por madame Tourzel.
Tus damas hacían lo propio contigo, con tanta premura, que te dejaron varios botones sin abrochar.
—¡Rápido, a la escalinata secreta! —dijiste.
—¿Escalinata? ¿Qué escalinata? —conseguí preguntar casi sin respiración.
—¡Por aquí, aprisa! —insististe. Y entonces, dejándome boquiabierta, abriste una portezuela disimulada detrás de un cuadro de cuya presencia yo jamás me había percatado. Sólo después me contaste que tal escalerilla fue construida bajo las órdenes del abuelo de tu esposo, don Luis, para escaparse hacia los aposentos de aquella horrible mujer que tanto odiabas, la Du Barry, cuyo dormitorio era el que utilizabas. Y mira qué extraño es el destino, Toinette, que ella te devolvía un favor que nunca le habías hecho, porque si esa noche salvamos la vida fue gracias a esa secreta escalinata que en su día fue su camino hacia amores prohibidos.
¡Ahora entendí cómo te habías quedado tantas veces embarazada, nena! Porque mientras yo pensaba que era improbable que el rey fuera el padre de tus hijos dado que dormías siempre en tu cuarto y él en el suyo, la realidad había sido muy diferente, ya que habías utilizado tal escalerilla para visitar a tu esposo clandestinamente muchas noches, escapándote así de ojos curiosos empeñados en espiarte para saber qué número de veces habías compartido su lecho.
Nos dio el tiempo justo para penetrar en ella y correr la falsa puerta, pues tan sólo un segundo más tarde llegó a nuestros oídos un espantoso y salvaje griterío proveniente de tu alcoba que nos llenó de terror.
Aquellas personas enfebrecidas por beber tu sangre se abalanzaron contra tu cama acuchillándola más de cien veces, convencidos de que el abultamiento que bajo las mantas percibían no eran almohadas sino tu hermoso cuerpo.
Pero tú no estabas ahí, pues gracias al amor que un día Luis XV sintió por madame Du Barry, trepabas angustiada por aquella escalinata que te condujo al aposento de tu esposo, adonde llegaste al borde del desfallecimiento.
Fui la última en entrar en él, y cuando me giré tras cerrar la disimulada portezuela tras de mí, me enternecí hasta el alma al descubrir cómo te fundías en un largo y tierno abrazo con el rey.
Luis Augusto, regio y sereno, mostraba una sangre fría que mereció toda mi admiración. Después de unos angustiosos momentos de silencio que se asemejaron a una eternidad, te dijo:
—Madame, no debéis preocuparos por nada, pues pase lo que pase, yo os protegeré.
Y el rey cumplió su promesa, Toinette.
¡Qué buen esposo ha sido para ti, nena! Siempre fiel, tierno y correcto.
Pobrecito mío… Ya te he dicho que a pesar de su carácter alicaído y pusilánime, yo siempre le he apreciado mucho, aunque su terrible indecisión nos haya conducido al infortunio.
Mostró extraordinario valor y templanza en esos cruciales momentos, Toinette. Aguantando el ánimo de todos y haciendo de tripas corazón, calmó con besos a los niños y a nosotras con palabras llenas de dulzura y esperanza.
Y así, entre caricias y frases de consuelo nos topamos con el alba.
No recuerdo bien qué hora sería cuando decidisteis dar por fin la cara frente a aquella chusma, pero sí recuerdo que la luz se colaba ya por las ventanas.
Y entonces, manteniendo el pie firme, la expresión sosegada y agarrando de la mano a vuestros hijos, saliste al balcón junto a tu esposo.
Un helado silencio envolvió entonces la atmósfera y a mí me invadió de pronto el temor de que cualquiera de aquellos sanguinarios aprovecharía el momento para dispararte.
Pero tu pueblo, caracterizado por llevar a cabo actuaciones inesperadas decidió no hacerlo, o al menos por el momento, porque lo que exigió fue transportarnos al palacio de las Tullerías de París, tras una larga procesión de siete horas que casi acaba con la vida de María Teresa y del delfín, traumatizados y horrorizados ya por todo lo sufrido.
—¿Qué nos va a pasar ahora, mamá? —te preguntó Luis Carlos mientras miraba con ojos desorbitados las cabezas de algunos de tus criados decapitadas y pinchadas sobre las puntas de unas picas.
—No lo sé, mi amor. Sólo Dios podría darte una respuesta —contestaste en un suspiro lleno de temor, mientras le apartabas de la ventanilla del carruaje para que no pudiera seguir presenciando el horror expuesto en las calles de Versalles.
Pero tus palabras no lograron el propósito de calmar a tu pequeño.
Yo más bien diría que le agitaron más.
Formábamos un extraño grupo, Toinette: tú, el rey, el delfín y la princesa María Teresa, la hermana pequeña del rey, madame Elizabeth, los condes de Provenza, sus hijos y yo. Porque yo no me separaba de ti ni a punta de bayoneta, mi niña.
—¿Pero quién es esta mujer y qué hace aquí? ¡Fuera de aquí, señora! —me gritó un guardia propinándome un puntapié en la cara cuando intenté trepar a tu carruaje.
No sé qué bicho me picó entonces, nena, pero el caso es que me puse a arañarle como una gata salvaje, sin poder organizar mis movimientos ni hilar mis pensamientos.
Debí gritar y enfurecerme, y tanta fue mi agitación que el rey mismo rogó que me permitieran acompañarte.
—Déjenla venir… Es inofensiva…
—¡No le hagan daño! —dijo alguien cuya voz sonó con enorme familiaridad.
Me giré bruscamente para descubrir llena de esperanza el rostro de un amigo.
—¡Conde Fersen! ¡¿Usted aquí?!
La reina, escuchando desde dentro del carruaje nombrar a su amado amigo, sacó de inmediato la cabeza por la ventana.
—¡Oh, Alex…! ¿Por qué habéis venido? ¡Os habéis puesto en peligro haciéndolo! —dijiste llenándosete los ojos de lágrimas.
El conde Fersen se acercó, se inclinó reverentemente ante ti y ante tu esposo, y dijo:
—Majestades, he acudido en cuanto me he enterado. Mi caballo casi ha fallecido debido a la velocidad a la que le he obligado a galopar… Sólo quería saber si todos están bien.
—¡Oh! Bueno, más o menos… —dijiste con un leve temblor en la voz.
—¡Vamos, vamos! —dijo uno de los guardias—. No pueden seguir hablando. Tienen que marcharse.
—Iré tras el carruaje todo el camino si me lo permitís, majestad —dijo Alex dirigiéndose al rey.
—Hará más que eso, Alexander. Irá dentro de uno de los carruajes que nos acompañan, junto a mis secretarios. ¡Apresúrese antes de que partan!
—Gracias, majestad. Mi único deseo es el de protegeros a vos y a vuestra tan amada familia —dijo antes de perderse entre la chusma.
Unos segundos después y mientras me disponía a trepar los escalones del coche de caballos de nuevo, pude volver a oír a aquel muchacho que antes me había golpeado.
—¿Y quién es esa vieja loca que se ha empeñado en ir con los reyes? ¡Me ha arañado la cara!
—Es la anciana criada que siempre anda tras los talones de la reina. Dicen que la amamantó de niña y que fue la única que consiguió acompañarla a Francia cuando vino a casarse con el rey. Por lo visto la reina la aprecia mucho…
—Pues entonces debería tenerla controlada. ¡Mira lo que me ha hecho! —dijo enseñándole la sangre que brotaba de sus mejillas a causa de mis uñas—. La próxima vez que me ataque le disparo.
¿Qué debía pensar tu madre, la gran emperatriz María Teresa desde el cielo, viendo todo aquello, Toinette?
Su niña, su preciosa pequeña, era ahora encarcelada en un hermoso palacio de París, después de haber amado a Francia tanto como su corazón lo había permitido.
Llegamos a la ciudad exhaustos y hambrientos, y tras ser recibidos por el alcalde monsieur Bailly en el Hotel de Ville, nos trasladaron al palacio de las Tullerías en donde cenamos y pudimos recostarnos un par de horas.
Pronto me decepcionó el triste estado de semejante lugar. ¡Y pensar que gozaba de gran fama en Europa debido al esplendor de sus jardines!
Ahora hasta las prostitutas de París se paseaban buscando clientes entre sus rosaledas. ¡Qué desagradable vista aquélla, Toinette!
Pero lo peor nos esperaba dentro de sus muros… ¡Qué desangelado era ese lugar para una reina de tu porte!
Las paredes estaban sucias, los muebles descascarillados, y los churretones manchaban todas las paredes de los pabellones.
—Aquí no puede dormir la reina —me quejé a uno de los guardias que nos vigilaban.
—¿Y por qué, si se puede saber? —me contestó con un desagradable rictus burlón.
—Porque está muy sucio.
Aquel horrible muchacho rompió a reír con unas risotadas que rebotaron en forma de eco contra las grises paredes.
—¡Qué graciosa es usted! —dijo cuando calmó su risa.
—¿Y qué es lo que le hace tanta gracia, joven? —le pregunté con tono enfadado.
—Escuche bien, señora. Existen dos opciones para su reina: o se acopla en esta estancia, o se pone a acicalar otra que le guste más a usted entre los cuatrocientos dormitorios que tiene el palacio.
—¡Cuatrocientos! —suspiré.
—Pero le advierto que éste es el más limpio de todos. En los demás puede usted encontrar ratones.
—¡Ratones! ¡Oh, qué asco! No, no, no… Nos quedamos aquí entonces.
—Me parece una excelente idea, abuela. Y ahora, si me perdona, quiero salir a la puerta. Aquí hace un calor asfixiante.
—Espere, caballero. Sólo una última pregunta.
—Usted dirá —dijo poniendo los ojos en blanco.
—Los cuatrocientos cuartos, ¿están todos vacíos? Es que quiero saber si estamos solos o tenemos vecinos…
—¿Solos? ¡Ja, ja, ja…! Solos dice…, ¡qué simpática! —dijo el guardia agarrándose el abdomen como si le doliera por sus risotadas.
—Déjalo, Lala… —me susurraste llena de congoja—. Estas gentes no nos aprecian ni respetan como nuestra guardia de Versalles; poco les importamos. No te preocupes por la estancia. Estaremos bien…
—Sólo quiero saber si podremos tener amistades en este horrible lugar, Toinette…
—¡Qué dice, señora! —interrumpió el guardia—. De estar vacíos nada. Casi todos los cuartos están ocupados por criados antiguos del abuelo del rey y sus familias. Así que primero tendrá que convencerles a ellos de que le cambien de cuarto si tan desagradable le resulta éste para su reina.
—¡Válgame Dios! —exclamé. La expresión de mi rostro debió reflejar tal alarma que el muchacho comenzó a burlarse de mí otra vez, por lo que opté por no quejarme más y dejarle marchar del cuarto.
De todas maneras, tú ya te habías hecho a la idea de tener que descansar unas horas en semejante aposento, y estabas intentando colocar los pocos bultos que nos habían dejado traer de Versalles.
—No pasa nada, Lala… No te preocupes. Aquí estaremos bien —fue todo lo que dijiste.
El pobre delfín tuvo incluso peor suerte, porque le metieron en un cuarto trastero a rebosar de muebles que olían a polvo rancio. Y ahí tuvo que dormir esa primera noche la criatura, bajo la vigilante y cada vez más agotada mirada de madame Tourzel.
Al día siguiente y quizá a raíz de mis protestas, conseguimos convencer a la guardia de que nos buscara otros apartamentos.
Y así tú te quedaste a vivir en un piso bajo que daba a los jardines y que estaba más o menos decente, al haber sido decorado hacía tiempo por la marquesa de La Marck.
El rey también fue alojado en el bajo, en donde gozó de un estudio y de una sala de billar, aunque su dormitorio fue instalado junto al tuyo en el primer piso.
A madame Elisabeth, su hermana, le fue adjudicado un aposento también en el piso bajo, de donde salió a los dos días por el terror que la invadía cada vez que las mujerzuelas de los jardines presionaban sus caras pintadas de carmín barato contra su ventana.
Quizá los que más fortuna tuvieron fueron los condes de Provenza, a quienes permitieron alojarse en su palacio de Luxemburgo.
Y así comenzaron a pasar nuestros días, Toinette, en los que nos estrujábamos los sesos para matar el aburrimiento al que nuestro encarcelamiento nos obligaba, echando alguna que otra partida de billar y observando a los niños corretear por los jardines.
Y con el paso de los días una extraña rutina comenzó a tintar el tiempo, porque mientras nuestros corazones nos repetían a cada minuto que nuestras vidas pendían de un hilo, París y sus gentes nos trataban de manera cordial y hasta me atrevería a decir que correcta.
Los guardias nos sorprendieron permitiéndote incluso recibir amistades, cosa que jamás pensamos que podría suceder.
Así disfrutaste un atardecer de la inesperada visita del conde Fersen, quien acudió junto a tu querida amiga la dulce princesa de Lamballe.
¡Oh, qué ilusión te hizo este pequeño regalo!
Charlasteis más de una hora, y en la conversación te pudiste enterar de que tu amigo sueco se había instalado permanentemente en París, apoyado por el rey de su patria, Gustavo, quien le había pedido que vigilara los acontecimientos de la realeza de Francia que tanto inquietaban a Europa.
—¡Madame, cuánto os echo de menos! —lloriqueó la princesa de Lamballe.
—No temáis por mí, querida amiga. La vida aquí no es tan mala.
Yo me enteré de toda tu conversación porque pululaba alrededor simulando desempolvar tus zapatillas de raso. Y es que ahora ya no me costaba tanto escuchar las conversaciones, Toinette, porque vivíamos presos de obligada cercanía, compartiendo hasta la vajilla de las comidas.
—¿Lo decís en serio, madame? ¿Sois feliz aquí? —insistió la princesa.
—Soy dichosa en cuanto mi esposo y mis dos hijos lo sean; y sobre todo, si es la voluntad de Francia. No me importaría vivir para siempre en este precioso lugar… Además, han permitido que nos trajeran varios muebles de Versalles, como mi secreter, o mi clarinete. Los condes de Provenza vienen a cenar todas las noches desde su palacio de Luxemburgo, y hasta he convencido a la guardia para que pudiese venir a atenderme tres veces por semana mi peluquero tan querido, Leonard.
»¡A mi cuñada madame Elisabeth, le han concedido el privilegio de traerle leche y mantequilla de su finca…! Como os digo, yo encuentro este lugar hasta hermoso…
—¿Hermoso decís? ¿Seguro que no os parece horrible y maloliente, madame? —preguntó la princesa de Lamballe recibiendo de inmediato un brusco codazo del conde Fersen.
—A mí en cambio me agrada —dijo éste adelantándose a cualquier nuevo y torpe comentario de la princesa.
Y es que yo creo que esa muchachita no tenía mucha sesera, Toinette. Siempre te lo he dicho. Y siendo el conde inteligente y amándote como lo hacía, te quiso proteger de sus meteduras de pata.
Pero yo sé qué era lo que verdaderamente te hacía feliz, Toinette, y te aseguro que no consistía en que tu cuñada pudiera seguir gozando de la leche y la mantequilla de sus vacas del campo. Porque lo que a ti te llenaba de paz y templanza era que, como nunca antes, gozabas de la permanente compañía de tus preciosos hijos y del tiempo suficiente para disfrutarles.
Para ellos y con el esfuerzo de todos, conseguimos alcanzar una vida más o menos normal.
Recibían sus clases, esta vez siempre en tu presencia, y correteaban largas horas en los bellos jardines de las Tullerías.
Y en cuanto a ti…, bueno. No sé qué decir. Sólo que las actividades de estado que aún tenías que atender (que seguían siendo numerosas a pesar de tu encierro), te mantenían distraída.
Así tuviste que recibir a ciertas damas involucradas con la caridad, que te propusieron planes para ayudar a los más hambrientos de Francia, como los niños de los orfanatos o las viudas que había traído la revolución a las calles de las ciudades.
También te inmiscuiste en asuntos religiosos, como las misas públicas a las que acudiste con el rey en la Semana Santa, la procesión del Corpus Christi, o la preparación de la Primera Comunión de tu hija María Teresa, quien la recibió rodeada del entusiasmo popular.
El rey por su parte continuaba acudiendo de vez en cuando a las reuniones de la Asamblea, en donde atento captaba los grandes cambios que ésta iba creando en las leyes, y en donde aportaba sus ideas y deseos, vigilando de cerca cómo andaban los corazones agitados de su patria.
Y lo que descubría tu esposo cada vez que presenciaba estas reuniones era que Francia seguía teniendo el corazón herido y angustiado por el hambre y la incertidumbre, habiendo solucionado poco el problema el hecho de que él y su familia hubieseis sido encarcelados.
Y por ello comenzó a rondar en nuestras cabezas de nuevo la arriesgada idea de una posible y atropellada fuga hacia la libertad.
Una mañana en la que todo parecía colmado de normalidad, me cogiste del brazo y me acorralaste en un rincón oscuro de la sala de billar.
—¿Qué ocurre, Toinette? ¿Por qué me miras así?
—Shhh, ¡calla! —contestaste colocando un dedo delante de los labios—. Nos pueden oír… Siempre estamos rodeadas, así que tengo que aprovechar esta ocasión que tal vez será única…
—Está bien… ¿De qué se trata?
—Escúchame atentamente, mi Lala, porque lo que te voy a decir es de extrema importancia.
—Vale…
—Creo que ha llegado el momento de plantear al rey la necesidad de escapar de Francia.
—¡Y lo decides ahora, mi niña! ¡Pero si estamos más vigilados que nunca, Toinette!
—¡Calla te digo! —me apremiaste apretándome más contra la esquina de la sala—. Escúchame bien: el conde Fersen me ha contado que esta mañana han ejecutado al marqués de Favras por intentar secuestrar al rey y alejarle de Francia.
—¡Qué! ¡Nosotros nada sabíamos de tales planes, Toinette!
Pero el rictus de tus labios y la congoja de tus ojos me hicieron saber que tú sí eras conocedora de ello, y que estabas devastada por la muerte de un hombre bueno que fue un amigo fiel.
—¡Oh, mi niña! ¡Tú sí lo sabías!
—Eso ya no importa. Lala, el rey se muestra más indeciso que nunca, y estoy cada vez más convencida de que nuestro destino no puede ser muy diferente al del marqués de Favras.
—¡No digas eso, nena! —gimoteé.
—Por favor, Lala, escúchame bien porque quizá no tenga otra oportunidad de darte instrucciones tan privadas. ¿Me estás oyendo?
—Sí, sí… Te oigo, mi reina…
—Bien. He sido informada de que había otro plan organizado para librarnos. Éste ha sido desarrollado con todo cuidado por el conde d’Inisdal, pero cuando todo estaba ya dispuesto, el rey lo ha rechazado de nuevo. Hemos perdido otra oportunidad única, Lala.
—¡Oh! —dije tapándome la boca con una mano.
—Ya no sé si algún otro amigo fiel querrá ayudarnos a conseguirlo. Es altamente peligroso. Hay espías por todas partes… Las vidas de nuestros amigos corren el mismo riesgo que las nuestras. Aun así, he decidido que tengas todo dispuesto por si vuelve la suerte a llamar a nuestras vidas en forma de una nueva oportunidad. Y esta vez estoy convenciendo a mi esposo para que no la desaprovechemos. Empieza a preparar por ello y desde hoy un equipaje básico y escueto, y mételo en un solo baúl que deberás esconder bajo tu cama. ¡Ah!, y no dejes que nadie lo descubra, Lala… Sería muy arriesgado.
—¡Oh, Señor mío!
—Una última cosa. Es absolutamente imprescindible que comiences a adaptar uno de los trajes de María Teresa al cuerpo del delfín.
—¿Al cuerpo del niño, un traje de María Teresa? ¿Para qué? Se negará a ponérselo… Ya sabes lo presumido que es.
—Sí, ya lo sé. Pero debes hacerlo. Él no tiene por qué enterarse, al menos por ahora.
—¿Pero para qué quieres que le arregle un traje de su hermana? No lo entiendo…
—¡Shhh…! No hables tan alto, te digo…
—Bueno…
—Es muy fácil de comprender, Lala. Mi hijo necesitará esa indumentaria, pues en el caso de que un nuevo plan se prepare, deberemos ir todos disfrazados.