No existen palabras para describir el dolor que sentiste cuando partió de este mundo el gran amor de tu vida; ese dulce muchachito que fue tu primer hijo varón, Luis José.
Durante sus últimas semanas de vida procuraste no separarte ni un minuto de su vera, visitándole en Meudon hasta seis veces por día, heroicidad harto difícil de conseguir dado el gran número de actos oficiales y reuniones de Estado a los que tuviste que acudir, debido a las ya continuas revueltas que llenaban de ira y miedo la ciudad.
Recuerdo con especial temor la que se produjo en abril en París y por la que brotó el terror en cada recoveco, se disparó el pánico y acabó con más de trescientas vidas.
—¡Lala, estoy muy asustado! —me dijo una mañana Pierre con los ojos encendidos por el miedo.
—¿Qué ha pasado, criatura?
—París está muy revuelto. Se han producido varios asesinatos y los criados en palacio se muestran agitados…
Yo no sabía cómo calmar la inquietud de algunas de las criaditas que trabajaban en la zona de los niños, Toinette, temiendo que su nerviosismo produjera destemplanza en María Teresa y Luis Carlos, ya de por sí bastante intranquilos debido a la reciente muerte de dos de sus hermanos.
Recuerdo que María Teresa había llorado tantas horas seguidas tras la pérdida de Luis José, que llegamos a sospechar que había perdido la razón. Porque tu hija siempre ha sido avispada y observadora, y aunque pensábamos que no captaba del todo la gravedad de los acontecimientos que nos acechaban, su intelecto fue más ágil que nuestro entendimiento demostrándonos ser capaz de absorber más de lo prudente.
—María Teresa no ha probado bocado desde hace dos días, Toinette… —te informé alarmada tras un infructuoso intento por hacerle tragar un desayuno—. Has de lograr levantar su ánimo tú misma, nena, porque yo no consigo que se alimente… Cierra la boca, frunce el ceño y no me permite que se la abra con la cuchara. Hoy ha tenido tal pataleta que ha acabado tirando la bandeja con todo el desayuno por los suelos.
De pronto parecía como si toda tu existencia estuviera encaminada hacia el infortunio, Toinette, porque no sólo los problemas de tus hijos se tornaban imposibles de resolver, ya que los políticos eran tan graves y de tan agudo alcance, que un insomnio permanente comenzó a hacer mella en ti.
Fue especialmente sobrecogedor el que te obligaran, pocos días antes del fallecimiento de tu tan amado hijo, a acompañar a tu esposo en una procesión pública a lo largo de las calles de Versalles, en donde aguantaste todo tipo de increpaciones por parte del salvaje populacho que atiborraba cada balcón.
Espectacularmente bella, adornada con hermosas joyas, luciendo un rostro sonriente y haciendo grandes esfuerzos por mantener la compostura, lograste recorrer todo el trayecto de París a Versalles con el corazón atormentado en tu pecho y el alma a punto de desfallecer.
Por fin los parisinos tenían ante sus ojos a su hermosa reina, vulnerable como un pajarito, para escupir toda su rabia contra su dulce rostro.
Acosada desde cada rincón por los feroces insultos de una jauría de hombres cuyo odio vibraba en cada uno de sus poros, te comportaste como la reina regia a quien yo tanto admiraba y amaba, pues tu valor y fuerza interior mostraron tu valentía y el inconmensurable amor que sentías por aquellos que te despreciaban.
Tu esposo, asustado pero manteniendo la compostura, te agarraba fuertemente por el brazo y saludaba con la otra mano como si nada oyese en tu contra.
Y así, con el estómago encogido y las lágrimas acumuladas tras los párpados, conseguiste llegar hasta la iglesia de San Luis, en donde te tuviste que enfrentar a otro tipo de agravio, éste en forma de un acusador sermón del arzobispo de Nancy, quien aprovechó la ocasión para culpar a la monarquía y a la rica nobleza del hambre que padecía el pueblo.
Para el desconcierto general, el rey se quedó profundamente dormido en mitad de semejante rapapolvo, y sus ronquidos comenzaron a interrumpir las palabras del arzobispo.
¡Pobre Luis Augusto, Toinette!, porque la gente ignoraba que el sopor que le invadía cada vez con más frecuencia durante los actos oficiales, y que tanto le dejaba en evidencia, no era sino producto de una defensa que su organismo había desarrollado para defenderse de la depresión anímica que sufría.
Y si lo afirmo es porque fue lo que te aseguró el doctor que le atendía y vigilaba tal enfermedad.
Tampoco fue fácil sobrellevar la reunión de los diputados a la que tuviste que acudir al día siguiente, Toinette. ¡Pobre nena mía! Ahí sí que aguantaste estoicamente el espantoso revuelo que se organizó entre los miembros de los Estados Generales, quienes se insultaron de tal manera que casi provocaron una reyerta.
Para mi sorpresa en esta ocasión el rey habló con sabiduría, y gracias al cielo no se durmió, acusando inteligentemente de la grave situación financiera de Francia a la guerra de las Américas, afirmación basada en la más absoluta de las lógicas.
Pero tu Necker, ese protestante a quien tú personalmente habías elegido y en quien tantas esperanzas tenías puestas, no hizo un buen papel, Toinette.
Presentando sus ideas en un larguísimo, aburrido y engolado discurso, no supo proponer solución a nada, por lo que fue al final abucheado y sacado a empujones de la sala.
—¿Y éste es el que ha buscado la reina para ayudar a Francia? ¡Es un patán inútil, como toda persona que nos propone ella! —gritó el revolucionario conde de Mirabeau desde uno de los palcos—. ¡No ha dicho nada sobre los nuevos derechos que hemos desarrollado para los comunes, ni sobre cómo solucionar la creciente rivalidad entre la nobleza y los populares! ¡ES UN ESTÚPIDO! ¡SÁQUENLE DE LA SALA!
Sólo Dios sabe el miedo que entonces invadió tu corazón, mi niña, porque siempre habías sospechado que de fallarte este último recurso que tú habías encontrado en la piel de monsieur Necker, Francia se te tiraría a los ojos.
Y por eso se te colmaron éstos, desde esa mañana, de un miedo del que ya nunca pudiste desprenderles.
La vida se le apagó a tu amado delfín un fresco amanecer de junio, dejando tras de sí a criados, tutor y familia envueltos en la más espantosa desolación.
Luis José, de carácter dulce y cariñoso, había pasado por este mundo como un soplo endulzado con el olor del jazmín y la hierbabuena, habiendo sido un niño adorado y venerado por todos los que le conocieron, incluyéndome por encima de todos a mí.
Se había mostrado agotado hasta el extremo durante los últimos días de su pequeña existencia, y tuve la fortuna de que alguien del servicio doméstico me contara que el día anterior a su partida hacia el cielo había tenido un capricho extraño, quizá el único que se le haya conocido.
—Quiero dormir encima de la mesa de billar —expuso a su tutor—. Siempre lo he deseado.
Te avisé volando de su inusual capricho, lo que provocó tu alarma, y decidiste acudir lo más rápidamente posible a su lado. Y así Dios permitió que pudieras despedirle en su partida hacia el cielo.
Pero el rey no tuvo tanta suerte.
Notificado un par de horas más tarde, cuando logró alcanzar Meudon su hijo ya había fallecido.
El dolor que le embargó entonces fue inmenso, Toinette. ¿Te acuerdas de cómo se abalanzó sobre el pequeño cuerpo del delfín? ¡Cómo le sujetada el rostro con sus regordetas manos, Toinette! ¡Qué desgarradora visión!
Cuando le vi en tal estado, ya no pude reprimir mis lágrimas por más tiempo; me abalancé sobre sus pies y abrazándole por los tobillos le dije: «¡Cómo siento que no hayáis podido llegar a tiempo, majestad!».
—No te desconsueles así, Lala —logró balbucear mientras me recogía del suelo y me elevaba por los hombros—. Mi hijo tan querido ya no sufre más…
—¡¿Por qué Dios no nos lo dejó un poco más entre nosotros, majestad?! —gemí.
Pero Luis Augusto ya no me respondió, quizá decidiendo desde ese momento que sólo volvería a hablar en caso absolutamente necesario, hecho que cumplió hasta el día de su fatídica muerte en manos de los sanguinarios hijos de perra que había parido Francia.
Y en ese estado taciturno y deplorable regresó a Versalles, en donde se encerró en sus aposentos por más de tres días seguidos en la más absoluta soledad, hasta que pasado ese tiempo accedió acompañar el corazón del delfín custodiado en una urna al convento benedictino de Val-de-Grâce, en donde reposará para siempre.
¿Y tú, mi reina? ¿Qué hacías mientras tanto? Pues para que el lector de esta maldita epístola se entere bien, la reina de Francia no hizo más que llorar y llorar.
Y tanto penaste que pensé que por fin el quebranto acababa contigo, porque tu corazón comenzó a padecer taquicardias tan monumentales que perdiste la conciencia en diversas ocasiones, desplomándote en cualquier rincón de lo que aún era tu palacio.
También tu indignación era inmensa, Toinette, ya que Francia parecía no querer respetar el desgarro de una madre cuando merece el simple derecho de lamentar la pérdida de un hijo amado. Porque los bares y tabernas de París se atestaban de juerguistas y borrachines, las prostitutas invadían los canales y el licor manaba como un río de pecado por burdeles y fiestas.
Francia, terca y desalmada, había decidido no entristecerse por la muerte de tu hijo. Más bien parecía que lo celebraba.
Y mientras tu corazón y el de tu esposo penaban con la más angustiosa congoja, el hambre y los intelectuales políticos de Francia seguían revolviendo las leyes y poniendo patas arriba al pueblo.
—¿Qué noticias me traes hoy, Pierre? —pregunté una mañana a mi amigo el pajecillo.
—¡Oh, Lala! Más vale que ahora abras bien el entendimiento porque las noticias que te traigo son extremadamente malas…
Y así me enteré de que uno de los contables del duque de Polignac (cuya familia había regresado de su pequeño exilio en Londres) había acudido a la última de las reuniones de los Estados Generales, en donde el Tercer Estado se había declarado independiente y nombrado así mismo una Asamblea Nacional capaz de proveer a Francia de una Constitución.
Cuando te fui con el cuento con los ojos desorbitados de preocupación, tú ya lo habías discutido con el rey.
—Ya lo sé, Lala. Mi esposo se puso furioso y ordenó que la guardia real cerrara la sala en donde se venían reuniendo, pero para su estupor, al encontrarla bloqueada, los rebeldes utilizaron una de las pistas de tenis de Versalles, en donde han proclamado la Constitución bajo una especie de juramento oral.
—¿Y qué puede pasar, Toinette?
—No lo sé, mi Lala… No lo sé…
¡Y la que se armó a los pocos días, nena!
Porque los hermanos del rey se indignaron, protestaron enérgicamente y te lograron convencer para que presionaras a tu esposo.
Según ellos, la falta de dignidad y el despecho hacia la figura real era intolerable, y el rey debía tomar medidas.
Pero el pobre Luis Augusto, tímido e indeciso como era, no hizo más que adoptar decisiones vacilantes y enredadas.
Y así, un día optó por prohibir a los tres Estados reunirse conjuntamente, para desdecirse tan sólo cuatro días después.
Mientras tanto, el conde de Mirabeau, ese reaccionario perteneciente a la nobleza que escribía en los periódicos de París y que tantas veces te había calumniado, convenció a los miembros de los Estados Generales para que declararan al Tercero como una Asamblea Nacional.
—¡Es el deseo del pueblo! —me contó Pierre que gritaba a voces.
La noche del 4 de julio, unos vándalos lanzaron piedras contra uno de los ventanales acristalados del palacio, causando un susto de muerte a Pierre, además de una brecha en la ceja.
Comenzaron a pasar los días, y monsieur Necker no proponía alternativas al clima político, mientras que el rey divagaba y tú no parabas de llorar…
Y entonces, el 9 de julio la Asamblea Nacional decidió constituirse como la creadora omnipotente de las leyes de Francia, bajo el mando intelectual de monsieur La Fayette…
¡Ese que fue tu amigo un día, traicionaba ahora al rey con sus extremas ideologías, Toinette! Venerado por los comunes, propuso una serie de leyes basadas en la Declaración de la Independencia Americana que al pueblo encandiló.
Y así fue monsieur Necker destituido de su cargo por el rey, ocupando su puesto de nuevo Breteuil.
París entonces rugió con odio y deseos de venganza, porque Necker había sido admirado y el pueblo no deseaba su despido. Y lo que no estaba dispuesto a aceptar era que regresara Breteuil, ese político tan amado por su reina y a quien ella había utilizado antes para solucionar las vicisitudes de Francia.
—¡Su incapacidad para sacar a nuestra patria del hambre ha sido ya probada! —gritaba Mirabeau alzado sobre su silla en las reuniones de la Asamblea—. ¡No permitamos que se cometa este error otra vez!
Estando así las cosas, el 12 de julio estalló brutalmente una nueva revuelta en las calles de París. Hubo muchos muertos, se lanzaron piedras a los comercios causando terribles destrozos mientras que los robos en las panaderías y mercados se convirtieron en rutina.
Los teatros fueron cerrados y canceladas las óperas.
Al día siguiente, la guardia real, bajo las órdenes del príncipe de Lámbese, cargó contra el populacho, matando a muchos inocentes a causa de la confusión y el miedo. Y como venganza, el pueblo atacó en el amanecer del 14 la prisión fortificada de la Bastilla, en donde mataron a muchos guardias, robaron armas y pólvora, y asesinaron al director, el marqués de Launay, cuya cabeza pincharon a una pica que pasearon por la ciudad como el más preciado de los trofeos, ante los gritos de felicitación de los ciudadanos.
Nosotros nos enteramos de tan horribles sucesos un poco más tarde, alejados como estábamos entre los hermosos muros del palacio de Versalles.
¡Pero, ah, qué poco tardan en llegar las noticias malas! Y es que éstas siempre vuelan, nena, sobre todo si cargan amenazas de sangre y violencia.
Recuerdo que estaba jugando en el jardín con los niños, cuando vi llegar jadeante y a toda velocidad al duque de Liancourt. Tal era su premura al pasar junto a nosotros que tropezó con María Teresa haciéndola rodar por el suelo y provocando su llanto.
—¡Monsieur! —le increpé mientras acudí a recoger a la niña—. ¡Tenga cuidado!
—¡Oh, cómo lo siento…! —se disculpó intentando consolar a María Teresa.
—¿Acaso le persigue la muerte, monsieur? —me atreví a preguntarle con desafío.
—Algo peor que eso, Lala… Por ello debo ir al encuentro de su majestad el rey lo antes posible…
—El rey está durmiendo la siesta. Dio orden de que no se le molestara. Además, no hay nada peor que la muerte…
El marqués de Liancourt suspiró lleno de angustia antes de responder; sacó un pañuelo de un bolsillo y comenzó a secarse el sudor de la frente.
—Igual da, Lala… Me temo que el descanso de su majestad tendrá que ser interrumpido…
—¿Y por qué? ¿Qué es eso tan urgente que no puede esperar?
—Una imparable revolución ha estallado en París y se acerca a Versalles a velocidades aterradoras. Hay que proteger al rey.
Y la revolución trajo consigo un espantoso río de sangre y violencia, Toinette.
Nos llegaban noticias aterradoras de muchos amigos, nena. ¡Todas tan horribles…!
—¡Toinette, Toinette! —te grité un día a pleno pulmón mientras corría casi sin aliento por uno de los pasillos hacia tu gabinete.
—¡Lala, por amor de Dios! —dijiste saliendo a mi encuentro precipitadamente de tu saloncito de música—. ¿Qué es lo que te ocurre? ¡Ya sabes que no puedes llamarme Toinette en público!
—¡Oh…! Es cierto… Lo siento… Es que… Es que…
—¡Es que qué mujer! No te pongas a tartamudear…
—¡Pues que me acabo de enterar de que acaban de destituir a Breteuil otra vez, y que han nombrado de nuevo a monsieur Necker! Los Estados Generales han estallado en cólera, y ciegos por la ira, muchos miembros han roto sillas y taburetes. ¡Están enfurecidos por el desorden de las decisiones!
—¡Pero no puede ser! —oí decir a tu lado a la duquesa de Polignac presa del desconcierto—. ¡Eso provocará de nuevo un arranque de violencia!
—Lo sé, madame… Pero mi información es de buena tinta. No os engaño.
—¿Y cómo sabes tú esto, Lala? —me preguntaste con enfado—. Esta información es grave, y no creo que la haya sabido tu amigo el paje antes que yo… De ser cierta debería de haberme llegado a mí mucho antes que a una de mis criadas. De estas cosas no debías informarme tú, sino el rey.
Pero claro… Cómo iba yo a decirte que lo había escuchado tras la puerta del gabinete del abate Vermond, quien a poca distancia de tus aposentos, despachaba con tu embajador de Austria, el conde de Mercy.
—Bueno… Eso da igual… Lo importante es que lo sé, y que debe de ser cierto —dije temblando por las consecuencias que me podría acarrear mi indiscreción.
—Mmmm… —dijiste clavándome una mirada que no me gustó nada.
—Madame —intervino madame Auguié salvándome el pellejo por un pelo—, quizá sea conveniente que siga hablando… ¿Qué más puede usted decirnos, Lala?
—Bueno, pues que el rey ha nombrado nuevo alcalde de París. Será a partir de ahora monsieur Baillo, y ha nombrado a La Fayette como comandante de la Guardia Nacional.
—¿La Fayette? —preguntaste incrédula—. Ese hombre no es buen asunto. Iré de inmediato a hablar con el rey y con mis cuñados. Esto no puede ser verdad.
—Bueno… Es que…, eso no es todo. ¡Ha ocurrido algo verdaderamente horrible, Toinette!
Y entonces me di cuenta de que había vuelto a cometer el error de dirigirme a ti utilizando ese apodo tan secreto y tan nuestro que tenía prohibido mentar en presencia de nadie. Y por causa de los nervios que esto me provocó y la tensión acumulada por lo que acababa de descubrir, me eché a llorar.
—¡Vamos, Lala, por amor de Dios! —te oí gritar colmada de enfado—. ¡Deja de gimotear y explícate mejor!
Atragantándome con mis propias lágrimas comencé a tartamudear y entonces te pusiste tan nerviosa que me metiste de un empujón en el gabinete, en donde Yolanda de Polignac, madame Thibault y madame Auguié, te habían estado acompañando durante tu clase de canto.
—Vamos, vamos, respire… ¡Puede ahogarse, Lala! ¿Qué ha ocurrido para que se ponga en este estado? —dijo madame Thibault propinándome suaves golpecitos en la espalda.
—¡Oh…! Algo muy grave, madame… Estamos en peligro…
—¿Peligro? —dijiste clavándome la mirada—. ¡Habla, mi Lala!
Pero no me dio tiempo a hablar, porque tras de mí entró en la estancia y a grandes zancadas el conde de Artois, tu apuesto cuñado junto al que tantas veces habías sido acusada de mantener relaciones adúlteras.
—¡Madame! —te dijo con apremio—, ¡debéis reunir a los niños y prepararos para emprender un largo viaje de inmediato! ¡Os marcháis!
—¡Oh! Pero…, ¿pero adónde?
—A Metz, cerca del borde alemán. Pero no hagáis preguntas. ¡No hay tiempo, madame! ¡Daos prisa, por amor de Dios!
—¡¿Qué ha ocurrido?! —preguntó Yolanda poniéndose en pie de un brinco.
—Vos también debéis marcharos… Vuestro esposo ha enviado un carruaje para recogeros. ¡Tenéis el tiempo justo para despediros!
La conmoción que siguió a esos momentos nos cogió a todos por sorpresa, Toinette. ¡Cuántas lágrimas comenzamos todas a derramar y qué pánico invadió nuestros movimientos!
La condesa de Polignac se abrazó llorando desgarradoramente a tus rodillas.
—Yo no me voy sin vos. ¡Jamás os abandonaré, mi más querida y hermosa amiga! —gimió entre sollozos.
Nunca podré olvidarme de la escena que se desarrolló en esa hermosa estancia en la que tantos momentos de placer musical habías disfrutado en el pasado, porque en ella descubrí que a pesar de los altibajos que habían atormentado vuestra amistad en tiempos recientes, el miedo que se reflejó en vuestros ojos por perder a una amiga tan necesitada, se me clavó como una daga encendida.
Y entendí que os amabais, pero no como el pueblo cruelmente juzgaba, sino con el amor fraternal que en su día te había unido a tu querida hermana María Carolina y de cuya separación nunca te habías repuesto del todo.
Ahora el destino te arrancaba a la hermosa, perfecta y dulce Yolanda de Polignac.
Y yo creo, nena, que la duquesa vertía su dolor no de forma fingida, sino sentida. Porque el rictus de su boca clamaba a gritos el deseo de ayudarte en un momento tan crítico y peligroso. Y porque presentía que jamás volvería a verte.
Rota de dolor, le increpaste su tristeza, secaste sus lágrimas y obligaste a salir del aposento junto al conde de Artois, quien se la llevó a rastras pasillo abajo.
Yo ya sabía lo que se nos avecinaba, Toinette, porque como te decía, había estado escuchando tras la puerta del gabinete privado del abate Vermond la información que éste estaba recibiendo del conde de Mercy, quien tartamudeando y aturdido le informó que algunos violentos habían intentado apuñalarle en la entrada de su residencia de París esa misma mañana. Si consiguió salir ileso, había sido gracias a una capa de lana para la lluvia que había decidido vestir en el último momento, en vista de la fuerte tormenta que se avecinaba.
Pero no había sido el único, Toinette, porque muchos cortesanos habían sufrido esa semana infortunios parecidos, contándose los asesinatos por decenas y produciéndose una espantosa desbandada de familias de la nobleza en carruajes cargados de muebles, baúles y enseres, con la intención de llegar a la frontera de los Países Bajos.
—¡La nobleza huye de Francia, Toinette!
—Eso es porque el temor se ha apoderado de sus corazones, y el caos reinante ha bloqueado otras soluciones, Lala… —me dijiste mientras resbalaban dos suaves lágrimas por tus pálidas mejillas.
Escuchando al embajador hablar tras la puerta, pude también enterarme de que habían destituido nuevamente a Breteuil y que habían repuesto a Necker.
¡Otra vez el follón se había armado en los Estados Generales!
Y aprisa y corriendo, comenzamos a organizar baúles, a recolectar ropajes y joyas.
Ya había acabado de cerrar un par de arcas llenas de sábanas y mantas de tus aposentos que pensamos podrían ser necesarias para el viaje, cuando te oí decir a mis espaldas unas palabras que me helaron la sangre.
—Lala, no sigas.
—¡¿Cómo?! ¿A qué te refieres…?
—Que no nos vamos…
—¡Pero qué dices, mi niña!
Mis pies quedaron clavados en el suelo y noté que el aire me abandonaba los pulmones. Un sudor frío me recorrió la frente y temí rodar por el suelo. Te vi titubear unos segundos, pálida como un bebé recién fallecido. La respiración te sonaba entrecortada y cuando te sujeté las manos para que te concentraras en mi mirada, noté los disparatados latidos de tu sangre dentro de sus finas venas.
—Toinette, mírame —te supliqué obligándote a clavar tus ojos en los míos—. Ya has oído al conde de Artois. Estás en peligro, y tus hijos también. Muchas familias que aman al rey están huyendo de Francia. ¡Marchémonos nosotros también! ¡Obedezcámosle!
Pero para mi desconsuelo, soltaste mis manos con un gesto brusco y saliste presurosa hacia los aposentos de tu esposo, seguida de cerca por mis pequeños pies, que en vano intentaban alcanzarte. Y una vez ante la puerta, te giraste para decirme las palabras que marcarían tu forma de actuar desde ese momento hasta el fin de tus días.
—Lala, debes dejarme hablar con el rey en privado. Esta vez no escuches nuestra conversación. Te necesito junto a mis hijos. Regresa con ellos, protégeles y no les pierdas ni un segundo de vista. Después de hablar con el rey, me reuniré con vosotros.
—¡Ah! ¿Para organizar nuestra partida hacia la frontera?
—No. Más bien para organizar nuestra rutina, porque nos quedamos.
—¡Oh, no! —exclamé colocándome los brazos sobre la cabeza.
—Jamás abandonaré a mi esposo ni a Francia, Lala. Le conozco bien y sé que él no deseará marcharse; y si no se va, nuestros hijos y yo tampoco lo haremos. Mi deber es ser soberana de Francia junto a Luis Augusto, y sólo ella puede decidir echarnos. Nacimos para ello y si Dios lo permite, moriremos por ello.
—¡Pero…, Artois ha dicho que…!
Pero ya no me escuchabas, nena…
Te habías introducido en el aposento de tu esposo del que no saliste hasta el amanecer del día siguiente.
Y fue precisamente al alba cuando me atreví por fin a tocar suavemente con los nudillos sobre la regia madera de la puerta.
—¿Quién osa interrumpirnos? —oí decir al rey. Su voz sonó en mi corazón como el gemido de un animal herido.
—Perdone que le moleste, monsieur… Soy yo, Lala. Sólo quería deciros que los duques de Polignac esperan abajo para despedirse de vos…
¡Oh, Toinette! Todos lloramos acongojados cuando Yolanda te abrazó llena de amargura en vuestra despedida.
Habías compartido con ella muchos años de alegrías y penas, de secretos y confidencias, de risas y lágrimas… Y ahora, tu amiga más querida y más fiel se alejaba de tu vida para siempre, en un carruaje burdo y sin adornos en donde su esposo iba disfrazado de lacayo, sus hijos de pastores y Yolanda de criada.
No eran los únicos que perdíamos esa mañana, nena, porque además de ellos los condes de Artois también abandonaban Francia y su sangrienta Revolución.
Después nos enteramos de que muchos de tus amigos, varios de ellos miembros de tu Pequeña Sociedad Privada, habían hecho lo mismo, y éstos sin despedirse de ti siquiera.
¡El comportamiento que puede llegar a provocar el miedo en el corazón humano es impredecible, Toinette!
Al menos recibimos el consuelo de saber unos días más tarde, que los Polignac habían logrado llegar sanos y salvos a Suiza. Como también tus cuñados, los condes de Artois, quienes en Turín recibieron la protección del rey, padre de la condesa.
Pero ¿y nosotros, Toinette? Pues ahí nos quedamos, en Versalles, esperando que pasara el tiempo y el desarrollo de la revolución nos fuera acorralando como animalillos de corral ante el cuchillo de un cocinero. Porque la situación en París empeoraba, mi niña, y ya no veíamos el horizonte a nada.
Algunos chismes que arranqué a los lacayos con gran esfuerzo decían que desde los Estados Generales, nuevos intelectuales desconocidos comenzaban a proponer ideas descabelladas a la vez que apoyadas peligrosamente.
Y así llegó a nuestros oídos por primera vez el nombre de un joven abogado, brillante y agitado, llamado Maximilien Robespierre, que se atrevió a proponer que te obligaran a divorciarte de tu esposo, o a que te encerraran en un convento tras arrancarte a los niños. ¡Deseaba también que la regencia recayera en el duque de Orleans, que era públicamente tu más endiablado enemigo! ¿Pero quién era aquel hombre y de dónde había salido? Ya desde ese primer momento le temí, Toinette…
¡Oh, eran tantos los rumores y de tan grave contenido, que ya no sabíamos si creerlos o no! Y por eso vivíamos atemorizados, Toinette… Aunque simulábamos tener templanza y tú te esforzabas por mantener la serenidad ante lo adverso.
Muchos fueron entonces los que intentaron convenceros de que era el momento más propicio para huir de una vez por todas de Francia, al igual que lo habían hecho tantas amistades que se encontraban ya a salvo en otros países de Europa.
Pero el rey, debido a su indecisión y como tú habías predicho, no deseaba marcharse. Le aterraba acabar su vida lejos de su pueblo para ser recordado por la Historia como el rey cobarde que abandonó a su patria cuando era acechada por el hambre y el infortunio.
Y tú, terca y fiel, te empeñaste en no dejarle atrás.
—Antes que abandonarle, prefiero verme muerta en manos de esta Francia que tanto me odia, mi Lala —me repetías con una mirada cargada de tristeza cada vez que yo te recriminaba tu disparatada decisión.
Qué poco sospechábamos que quedaba escaso tiempo para que se cumpliera tu deseo.