X
Cólera en los corazones de Francia

¡Caray, nena, qué capacidad para engendrar hijos resultaste tener! Ni siquiera durante los momentos más desafortunados de tu vida has dejado de sorprenderme, Toinette. ¡Menuda coneja!

Mi pobre reina… Tan agotada y sobrecogida estabas por el desastroso juicio del cardenal de Rohan, y fue tanto el daño que éste produjo en tu reputación, que la pequeña criaturita de tu vientre se desarrolló con gran dificultad y muchos padecimientos.

—Lala, presiento que algo anda torcido en este embarazo… —me dijiste una mañana en la que tu rostro ensombrecido por grandes ojeras reposaba sobre las grandes almohadas de tu cama.

—No digas eso, nena. Siempre has vomitado mucho en las gestaciones y…

—No, Lala, no… Yo te digo que esta criaturita no viene bien. Estoy en reposo absoluto y aun así me sangran las entrañas. El dolor que padezco en el abdomen es constante, y el bebé se mueve poco…

—Bueno… Algunos niños se agitan menos que otros durante los embarazos… —respondí simulando no sentir angustia por tus palabras.

Y es que yo tampoco deseaba engañarme, Toinette, y temía por la vida de esa criaturita no nacida al igual que lo hacía el rey. Tu extrema vulnerabilidad psicológica durante aquellos duros días y el consecuente agotamiento físico que ésta produjo en tu organismo no favorecía en absoluto la gestación de tu pequeño.

Y la verdad te digo, Toinette, que no habías podido encontrar peor momento para engendrarlo.

El parto de Luis Carlos aún rondaba fresco por nuestra memoria, cercano como estaba en el tiempo, y aunque el duque de Normandía (que contaba ya con quince meses de vida) no te había causado problemas al nacer, era indudable que quizá un embarazo tan seguido no sería positivo para tu salud.

Y así lo demostró el destino, Toinette, porque el 9 de julio del mismo año nació tu preciosa y delicada flor, chiquita y débil. La llamasteis Sofía Elena Beatriz y todos la conoceríamos simplemente como «Sofía».

El rey se mostró loco de alegría, pero nada podía ocultar que la pequeña había llegado a nuestras vidas en un precario estado de salud.

Tampoco tú te recuperaste con el mismo vigor que en partos anteriores, mi nena, llenándome el corazón de preocupación y robándome muchas horas de sueño. Porque tras el nacimiento de Sofía comenzaste a sufrir de extraños dolores que el doctor no atinaba a justificar.

—Me duele mucho la pierna derecha, Lala —te quejaste durante una noche de insomnio—. Ya no sé qué postura escoger para lograr conciliar el sueño…

Y entonces yo investigué el motivo de tu agonía y descubrí con horror que lucía en la parte trasera de tu pierna una tremenda variz tintada del color amoratado de un cielo tormentoso.

—Válgame Dios… —susurré.

—¿Ocurre algo, Lala? ¿Acaso te alarma lo que ves?

—¡No, no, nena…! Qué va… —mentí llena de pesar.

Y no sólo sufrías por este nuevo contratiempo en tu vida, Toinette, porque también habías empezado a experimentar dificultad para respirar y controlar los latidos de tu corazón, que cada día se asemejaba más al tic-tac de un reloj atorado.

Pero nada podía compararse a la preocupación que te embargaba por la ya muy precaria salud del delfín Luis José. Tu hijo mayor se había convertido sin duda en centro de todo tu amor y el ser sobre quien más ternura derramabas.

Niño adorado por sus cuidadoras y maestros, había desarrollado un carácter tierno, dulce y encantador que a todos encandilaba.

¡La pobre criatura no se quejaba nunca! Y eso que padecía horribles dolores a consecuencia de la deformidad en las vértebras.

Su espalda lucía una desagradable protuberancia de imposible disimulo que le avergonzaba durante el baño.

—Lala, no me mires… —me decía cuando alguna vez le ayudaba a secarse.

Y para tu espanto, también se le comenzaba a desarrollar una extraña curvatura en uno de los hombros, que hacía grotesco su andar.

—¿Qué dicen los médicos? —te pregunté un día llena de ansiedad.

—¡Ah, éstos…! —respondiste con ojos desesperanzados—. No saben ya qué recetar ni aconsejar. Sospechan que su agonía se debe a la enfermedad de la tuberculosis espinal, por lo que me han propuesto enviarle a vivir por tiempo indefinido al palacete de Meudon, cuya cercanía con Versalles me permitirá visitarle cuantas veces desee. ¡Pero no quiero que se vaya, Lala! ¡Quiero verle a todas horas…!

—Mira, nena, tendrás que resignarte a lo que los doctores aconsejen. ¡Ellos deben saber mejor que nosotras qué es lo mejor para Luis Carlos!

Y ahí que marchó el amor más tierno de tu vida, junto a su tutor, el duque de Harcourt, ese hombre de edad avanzada, sabio y agradable, a quien nuestro muchachito apreciaba mucho.

El palacete de Meudon, abandonado y feúcho a causa del paso del tiempo y la poca utilización que le había dado la familia real, tuvo que ser remodelado, redecorado y acondicionado para el gran número de sirvientes que acompañaron a tu pequeño delfín.

Tal reconstrucción fue costosa, y no tardaron las críticas en recaer sobre tu ya dañada reputación como leones hambrientos sobre una manada de hienas heridas.

—No me importa lo que digan —dijo tajantemente el rey cuando se enteró de la nueva retahíla de críticas que levantó su decisión—. Mi hijo debe vivir con las mismas comodidades de Versalles. Así que se pongan como se pongan, el palacete se reforma para que quede convertido en un lugar acogedor y hermoso, cuyas extraordinarias vistas puedan proporcionar a mi amado delfín un motivo por el que sonreír.

Y ahí se retiró tu pequeño, que no tardaría demasiado tiempo en empeorar dada la gravedad de su terrible enfermedad.

—¡Oh, Lala, esta mañana he visitado al delfín y su salud es ya tan precaria que temo perderlo cualquiera de estos días! —me dijiste sollozando desconsolada al regreso de una de tus visitas al palacete de Meudon.

«Rezaré para que sea lo único que pierdas en estos agitados y terribles meses, mi niña…», tuve ganas de decirte.

Y es que las cosas iban de mal en peor en tu reino, Toinette, y las revueltas en París se sucedían como tus famosas partidas de cartas de antaño.

El caos económico era notorio, y el controlador general de finanzas, monsieur Calonne, presentó ese agosto un importante memorándum al rey con varias propuestas para mejorar la ya muy crítica situación financiera y administrativa.

En él proponía innovaciones económicas muy curiosas, como que el clero y los dueños de tierras pagaran impuestos, o como que se nombraran asambleas provinciales para remediar la administración de todas las zonas de Francia, sin depender de la centralización de París.

Y así se restauró la Asamblea de los Notables como cuerpo gubernamental, cuyos miembros serían elegidos por el mismo rey y cuya función debería ser aceptar o no tales reformas políticas.

Perdona, mi niña, si en este momento no soy demasiado clara con mis explicaciones sobre la política del que fue tu reino, porque hasta el día de hoy no soy capaz de entender del todo lo que ocurrió…

¡Vaya lío, Toinette!, porque un día se tomaba una decisión y al amanecer se dictaba una ley que iba en contra de lo pactado.

Creo que lo que ocurrió fue que la Asamblea decidió estudiar y aceptar las nuevas propuestas, y este organismo podría presentárselas luego al Parlamento. ¡Pero resultó que tal organismo chocó de inmediato con otro también de gran poder!, el de los Estados Generales, cuyos tres cuerpos (nobleza, clero y comunes) elegían a sus representantes con libertad y sin intervención real.

—Lala, no te enteras bien de las cosas —me decía uno de los pajes de tus departamentos que le había dado por leer todos los panfletos que se publicaban.

—¡Es que es muy complicado, Pierre! No hay quién se aclare…

—Eso es porque no te estudias toda la información que nos llega desde París en los panfletos.

—¡Ah, no! Yo los panfletos no los voy a leer nunca… Porque ya sabes que en ellos hablan mal de mi señora.

—Pues entonces te seguirás sin aclarar, y será sólo culpa tuya.

—Bueno…, pues me da igual.

Y es que por aquellos días todo el pueblo parecía enfebrecido acumulando información, y hasta los lacayos de palacio sabían a pies juntillas hasta la última coma que se publicaba sobre los estatutos.

¡Oh, cómo se tensó entonces la situación política, nena!

Las calles se transformaron en lugares de extrema peligrosidad, produciéndose reyertas y robos por cada uno de sus rincones, y las gentes se quejaban de hambre y miedo, sintiendo furia a causa de sus padecimientos.

—Lala, me he negado en rotundo a acudir a la Asamblea de los Notables —me dijiste una mañana con expresión acongojada.

—¿Pero por qué, mi nena? Si no te ven llegar, el pueblo podrá pensar que nada te interesa sobre la complicada situación económica o que muestras públicamente tu desacuerdo con las propuestas de Calonne.

—El pueblo ya no me ama, y tanto si voy como si me abstengo de acudir, me criticarán.

—Pero nena…

—¡Estoy cansada por tanta afrenta! Y tengo miedo, Lala, mucho miedo… Ya están empezando a llegar a mis oídos calumnias desafortunadas que afirman que deseo la perdición económica de Francia, y que por ello no apoyo a Calonne.

—¡Pero si tu postura es neutral!

—Pero no lo creen así. Las cosas se complican, Lala… El rey está muy afligido. Me visita todas las noches y se desploma sollozando sobre mi regazo. Está muy decepcionado con las medidas políticas de Calonne. ¡Ayer se negó a recibirle! Por mucho que le supliqué, no quiso escucharme. ¡Y ahora estoy segura de que Calonne me echará la culpa a mí!

—¿Pero por qué?

—¡Ah, Lala! ¿Acaso no buscan en mi persona la causa de toda aflicción?

—¡Oh, mi niña! ¡Así efectivamente lo parece!

—Estando las cosas en tal estado, no quiero ir a la reunión de la Asamblea —dijiste echando al aire un desesperado y largo suspiro.

—Bueno, nena… Pues no vayas… Que se apañen sin ti y listo.

Y lo que pasó fue que el rey tuvo que enfrentarse solo a todos aquellos hombres políticamente activos, que chillaban y se quitaban la palabra unos a otros.

Al final tuvo que salir de la sala humillado, acompañado por sus hermanos y hecho un manojo de nervios.

Por lo que yo pude sonsacar luego a Pierre, los panfletos decían que la reunión fue caótica y tensa, porque allí gritaban todos, Toinette, nobles, comunes y clérigos.

Ese intelectual que en el pasado tan amable había sido contigo, monsieur La Fayette, insultó a ciertos miembros de los Notables y acabó a puño limpio en la entrada.

Y así comenzaron a transcurrir los días tintados de enorme preocupación, ya fuera por la situación crítica del país como por la constante inquietud que te producía la nimia salud de dos de tus pequeños.

Y por ello decidiste encerrarte en Versalles y ver pasar las semanas ante tus ojos, estrujándote los sesos para encontrar soluciones a tanto pesar.

El pobre Luis Augusto no se encontraba mejor que tú, Toinette, porque una terrible tristeza apresó su corazón de tal manera que comenzó a encerrarse en la soledad de su gabinete, en donde devoraba con ansia grandes bandejas que se hacía servir con gustosos manjares, agotado psicológica y físicamente. Perdió la facilidad para conciliar el sueño, y comenzó a ingerir licor desorbitadamente.

—El rey padece una disfunción psíquica llamada «depresión anímica», majestad —te informó con tono grave el médico real cuando acudiste a su sabiduría para encontrar respuestas—. Sólo vos podríais aliviar su tristeza si pasarais mucho más tiempo en su compañía, llenándole de halagos y cariño. Aunque tampoco tengo la total seguridad de que eso provocara una mejoría…

¡Pobre Luis Augusto! Tan grandes eran sus padecimientos que con sólo cruzármelo por los aposentos de los niños me brotaban las lágrimas al descubrir su estado.

Su obesidad se convirtió en el centro de todas las crueles burlas de la corte. Sus constantes mareos producidos por las grandes cantidades de licor que consumía le hacían tropezar a cada rincón; y su creciente miopía, empeorada quizá por el mal trato que daba a su organismo, acabó por convertirle en el bufón de sus propios súbditos.

—Lala, el rey no desea atender sus funciones —te quejaste durante una de nuestras numerosas visitas al palacete de Meudon en donde tu hijo enfermo te recibía con enorme alegría—. Se muestra desolado y alicaído como nunca… Ayer se tropezó seis veces durante una de sus cacerías, ¡y cayó en dos ocasiones del caballo! Pero lo peor es que se quedó dormido en plena reunión de la Asamblea de Notables…

—Eso es porque se cansa demasiado con tanto galope… —respondí intentando encontrar una respuesta convincente—. He oído que está cazando con más ahínco que antes, monta a caballo durante horas, y luego llega exhausto y sediento…

—Porque ha encontrado en su pasión por la caza el escape necesario a sus temores… Pero Lala, ¡no es ahí en donde hallará soluciones, sino reuniéndose mil horas con sus consejeros y políticos! No sólo me alarma su comportamiento, sino que además temo que uno de estos días se mate al caer del caballo.

—¡No digas eso, nena!

—¡Oh, mi pequeña criada…! Me siento tan sola y vulnerable ante tantas responsabilidades… A veces pienso que a pesar de haber cumplido treinta años, no tengo la madurez necesaria capaz de ayudar al rey ni a nuestro país. La impotencia y la preocupación me están consumiendo por dentro…

—¡No te aflijas así, mi Toinette!

—Han empezado a acusar a mi esposo de borrachín, de deficiente mental e inútil. Y yo no he sabido hacer otra cosa que rogarle que pida ayuda a mi consejero más brillante, monsieur Etienne de Loménie de Brienne.

—¿Y ése quién es? ¡Ay, nena, cada vez aparece gente nueva de la que tal vez no te debieras fiar!

—Brienne ha sido arzobispo de Toulouse durante la friolera de treinta años, Lala. Si no me puedo fiar de un hombre de Dios como él, ¿de quién podré entonces?

—Mira, nena, acuérdate del cardenal Rohan… —me atreví a responder. Pero fue una mala decisión, porque te pusiste tensa de inmediato y comprendí que había metido la pata—. Bueno a lo mejor éste es una buena persona…

—Espero que lo sea, Lala. Es un hombre sesentón, sabio y agresivo políticamente, en cuya personalidad atisbo al político capaz de sacar a Francia del aprieto en el que se encuentra inmersa. He suplicado a mi esposo que destituya a Calonne y coloque a Brienne en su lugar.

—Pero nena, ¿y si al rey no le gustara…?

—Le tendrá que gustar… Espero que no le moleste que padezca de un eczema desagradable.

—¡Uy!, con lo escrupuloso que es el rey con esas cosas…

—Pues se tendrá que acostumbrar, pues eso forma parte de las muchas niñerías que afectan a mi esposo a causa de su depresión. Además, tenemos problemas más acuciantes que la piel de Brienne. Por ejemplo, mis amigos los Polignac están siendo rechazados por la nobleza de París. La corte está tan revuelta como el pueblo, y los que antes se consideraban amigos, se comportan ahora como extraños que hasta dan un rodeo por los salones para no tener que charlar conmigo. Yo no les culpo, Lala…, porque en sus ojos descubro el mismo miedo que me persigue a mí desde hace meses. ¡Hasta Yolanda y yo hemos discutido!

—¡Oh, nena, siento mucho oír esto! La duquesa de Polignac ha sido tu gran confidente y es la institutriz real de tus hijos. ¡La necesitas mucho, Toinette! Debes reconciliarte con ella cuanto antes…

—Eso no es cosa fácil, mi Lala.

—¿Pero por qué?

—Insiste en que le preste la misma atención que en tiempos pasados; pero dada la incapacidad del rey para gobernar ahora, he decidido tomar el mando en muchas de las reuniones con sus ministros. ¡Así que ya no tengo tiempo para disfrutar de ella ni de mis amados amigos como antes! Tampoco puedo acudir a fiestas, ni al teatro… Sin ir más lejos, anteayer me silbaron en la ópera… ¡Cuánto sufrí por este agravio, Lala!

Estando así las cosas, he decidido suspender todas las funciones de Le Petit Trianon hasta fecha indefinida. Además, Yolanda no desea seguir siendo amiga mía si no puedo ya reportarle el poder, el entretenimiento y la diversión de la que mi posición real era capaz hasta hace relativamente poco tiempo.

—¡Pero el rey la aprecia muchísimo! Te recriminará este distanciamiento. ¡No le des este disgusto, Toinette!

—Pues se tendrá que acostumbrar a un distanciamiento obligado, pues Yolanda se ha marchado a Londres…

—¡¿Cuándo?!

—Ayer.

—¡Oh! Luis Augusto y los niños se entristecerán muchísimo…

—Ya lo sé, Lala… Ya lo sé… Nos hemos despedido con un gran abrazo y muchas lágrimas… Y por ello espero que no parta para siempre. Al menos de eso deseo convencerme, pues a pesar de nuestras discrepancias sé que la echaré terriblemente de menos…

—Entonces ya verás como regresa pronto, niña, y podréis volver a ser las amigas que siempre habéis sido.

—Ya veremos, mi Lala… Pocas cosas me quedan claras en el entendimiento —dijiste lanzando una dulce mirada llena de melancolía a través de la pequeña ventana.

—El rey y yo discutimos últimamente por todo… Está indeciso frente a cualquier responsabilidad, pero yo debo seguir adelante y apoyar a Francia en su lucha por la supervivencia.

—Yo creo que estás siendo muy valiente, mi niña. Quizá más que nunca… ¡Te admiro tanto!

—Necesito mucho más que tu admiración, mi Lala. Sonreíste y descubrí con enorme amargura que tu sonrisa ya no era capaz de marcar esos hoyuelos que tanto había envidiado en el pasado.

—¡Pues dime qué es, que yo te lo conseguiré!

Y entonces, inesperadamente, te quitaste la enorme peluca que Leonard había colocado cuidadosamente sobre tu cabeza esa mañana, y ahí, en la soledad de nuestra intimidad y ocultas a miradas de curiosos, me dejaste ver lo que el paso del tiempo y la terrible tensión habían producido en tu organismo.

—¡Oh, Toinette! —dije cubriéndome los ojos con ambas manos.

Porque lo que descubrí fue a una mujer con un pelo grisáceo y casi rasurado al límite del cráneo, salpicado de grandes alopecias y ciertas manchas cutáneas de sospechoso aspecto.

—Ya ves, mi Lala… Como te decía, necesito más que admiración.

—¡Mi reina del alma! —grité llena de espanto—. ¡Lo que tú necesitas es suerte, y yo no te la puedo dar…!

—Entonces esperemos y veamos si monsieur Loménie de Brienne puede proporcionármela…

Ya no dije nada más. Clavé la mirada de mis llorosos ojos sobre mi blanco delantal e intenté distraerme con el canto que un pajarito se había empeñado en regalarnos.

Pero ¡ah!, tu elección, ese tal Brienne, no pudo solucionar nada, Toinette.

Cuando acudí a Pierre para preguntarle sobre él, me informó de que la Asamblea de Notables seguía enturbiada por las protestas, las peleas y discusiones, mientras que el pueblo se quejaba con más ahínco que nunca de la falta de alimentos.

En palacio las cosas tampoco iban bien, nena, porque te obligaron a despedir a más de ciento setenta y ocho sirvientes para ahorrar gastos innecesarios.

—¡Nena, no se te ocurra despedir a Pierre!

—¿Pero quién es ése?

—Pues el paje que siempre cuida de tu biblioteca, ordena los libros y quita el polvo…

—Pues no he caído nunca en su presencia…

—Ya, pero es amigo mío y le necesito mucho.

Como me miraste con ojos llenos de suspicacia, me lancé a darte explicaciones, no fueras a pensar cosas raras.

—No hay nada entre él y yo, Toinette. ¡Es un chiquillo! Pero es el único que tiene paciencia para explicarme todos los problemas políticos que ocurren en París.

—¡Bueno…! Lo que me faltaba por oír… ¿Pero qué sabrá él?

—¡Oh, todo, mi nena! Los criados y lacayos están absolutamente enterados de cada noticia, pues los panfletos que…

—Vale. No sigas… No quiero hablar de ello. Me encargaré de que no despidan a tu amigo.

Y es que tú llevabas fatal lo de los panfletos, pobrecita mía, y yo te había vuelto a poner nerviosa. ¡Siempre he sido una bocazas sin remedio!

Pierre se quedó gracias a mi intervención, y por él también supe que la Asamblea estaba indignada porque el rey había cometido un grave error; se había lanzado a comprar un palacio nuevo, el de Rambouillet, según sus propias palabras «para mejorar las posibilidades de caza», y para el asombro popular, encima decidió redecorar el de Fontainebleau.

Tus cuñados seguían gastando descontroladamente en fiestas y entretenimientos, al igual que las hermanas del rey, y para el desconsuelo de tu pueblo mucha nobleza siguió su ejemplo.

Y así comenzó éste a culpar de todos los despilfarros a una sola persona, a María Antonieta reina de Francia, a pesar de que habías decidido enmendar tus gastos personales y reducir tus acicalamientos. ¡Si hasta dejaste de lucir joyas y evitaste encargar nuevos vestidos a madame Rose Bertin!

Qué injusto que siendo el único miembro de la familia real que luchaba por controlar la economía de palacio, París y sus gentes no desearan reconocértelo ni descubrir la verdad.

Por el contrario, todos vivían inmersos en el delirio de creerse conocedores de cada minúscula partícula del mundo político y financiero que reinaba en Francia. Y por eso se había convertido ya en una rutina ver a Pierre y al resto de lacayos y pajes de palacio estudiar esos documentos que se repartían en las calles referentes a la nueva legislación económica.

Tampoco luchabas ya por simular ser la bella joven quinceañera que fuiste cuando Francia se enamoró de ti, y no pocos ojos captaron el decaimiento físico de tu persona.

Pero alguna coquetería te quedó por ahí, nena, porque intentabas esconder la verdadera naturaleza que había adquirido tu cabello con las ornamentadas pelucas de Leonard. Sin embargo, me sorprendió que no hicieras nada por ocultar el creciente grosor de tu cintura, que tras el parto de Sofía se había por fin rendido a lo inevitable.

—Nena, te estás refugiando en los dulces. Mira que tu hermoso físico puede pasarte factura, y eso no me agrada —me atreví a decirte un día.

—¿Y por qué? —me respondiste sin mostrar la más mínima preocupación.

—Pues porque hasta los criados han empezado a decir de ti que te has vuelto fea y gorda. Ayer pegué un bofetón a una de las pinches de la cocina por criticar el tamaño de tus caderas.

—Bueno, pues entonces tendrás que darle otro cachete al rey de Suecia.

—¿Al rey de Suecia, mi niña? —te pregunté boquiabierta.

—Sí.

—¿Pero por qué?

—Porque ha dicho de mí lo mismo que la pinche. Así que ya sabes: cuando le veas te acercas y le sacudes.

Pero no lo hice, Toinette. ¿Cómo iba a ser así, si nunca más volví a ver al rey de Suecia? Aunque de haberlo hecho, creo que tampoco me hubiera atrevido.

¡Qué cosas decías a veces, niña!

Creo recordar que fue precisamente durante esos días en los que la turbulencia en las reuniones de la Asamblea de Notables y los Estados Generales tocaban límites tan agudos como la punta de un puñal, cuando la pequeña Sofía nos abandonó para siempre.

Ya se veía venir, Toinette, siendo tan chiquita y su estado tan febril.

Se marchó una mañana de junio como un pequeño angelito de porcelana, justo antes de cumplir su primer año de vida.

Y yo no sé si era la enorme preocupación que sentías por la situación política o qué, pero el caso es que tus lágrimas fueron escasas.

Recuerdo que me pregunté mil veces a qué se debía tanta frialdad y distanciamiento sentimental, y creo que la respuesta la hallé un atardecer en el que te pude encontrar paseando a solas por uno de los laberintos de rosaledas de los jardines de palacio.

—¡Toinette, te he buscado por todas partes…! —te dije jadeante.

—Pues aquí estaba, mi Lala, ansiando un momento de paz y soledad que veo imposible de conseguir. ¿Qué es lo que quieres ahora?

—El rey ha regresado de París y desea hablar contigo de inmediato. ¡Creo que ha sucedido algo grave!

—¡Ah!, si me hablas de París no me extraña nada, porque sólo ocurren calamidades entre sus calles… En fin, acudiré…

Y ahí que te fuiste a su encuentro, dando lentos pasitos por un camino de fina arena impregnada del olor de las rosas y musitando quejas sobre lo que podría avecinarse.

Y de lo que el rey te informó fue que había ordenado un edicto nuevo en el que exigía un préstamo para la familia real. Esta propuesta había sido muy común en el pasado, y siempre se había concedido, pero en esta ocasión las protestas que se levantaron entre la Asamblea de Notables fueron acaloradas.

Lo que más hirió al rey fue el desacuerdo público que a voces mostró su primo, el duque de Orleans, cuyo exilio fue provocado inmediatamente después de tan desagradable escena.

Sin embargo, el rey no pudo impedir lo que desencadenó esta triste y enérgica anécdota, ya que a partir de ese momento se comenzaron a organizar grandes cambios en las estructuras políticas, siendo nombrado un cuerpo nuevo de ministros, una corte plenaria para aceptar o negar edictos, y la reestructuración de cuarenta y siete organizaciones provinciales que sustituyeron al parlamento.

Y por fin, el 5 de julio de 1788, el rey hizo una declaración pública por la que aceptaba la solidificación de los tan esperados Estados Generales, con una innovación de gran envergadura: los comunes tendrían enorme poder de voto y libertad para presentar propuestas.

El poder de la nobleza quedaba así menguado. Los nobles perderían para siempre la primacía absoluta para redactar las leyes y marcar directrices en el camino de la evolución de una nación tan poderosa como la de la que eras reina.

Francia comenzaba a andar por nuevos caminos. Y todos nos estremecíamos al captar que esos primeros pasos estaban impregnados de un extraño olor.

El olor de una espantosa y terrible revolución popular.

—Jacques Necker —oí que le decías a tu esposo una tarde mientras pasaba por delante del saloncito de té oriental, en donde tomabais un refrigerio.

—No me fío de él —fue su contestación.

—¿Y de quién os podéis fiar ya si no de él, monsieur?

¡Otro nombre nuevo…! Y luego Pierre me acusaba de ser torpe para aclararme en los temas de política, porque yo seguía escuchando a tus espaldas tras puertas y cortinas, Toinette, pero te reconozco que ya no alcanzaba a comprender las cosas, porque era ya tal el desconcierto político y la confusión que reinaba en Francia, que todo aquello se había ido transformando en mi entendimiento en una madeja con más rizos que los de una de tus ovejas de Le Petit Trianon.

El mismo Pierre, que había desarrollado unas orejas aún más grandes que las mías para escuchar tras cada rincón, me informó después sobre el personaje.

Lo poco que pude llegar a entender era que el tal Jacques Necker era un protestante suizo que había demostrado ser extraordinariamente ágil en el mundo de las finanzas, siendo alabado en toda Europa por tal valiosísima habilidad.

Y no era extraño que buscaras soluciones de este tipo, nena, porque tu querido Breteuil había dimitido de su cargo como ministro de la Casa Real, justo después de que te visitaran unos señores muy importantes de la India.

¡Mira si eran raros estos invitados reales que aún no he podido aclararme quiénes eran!

Llegaron con unos turbantes de colores de magníficas tonalidades, y gran cantidad de sirvientes que enredaron tanto en las cocinas, que los olores de sus especias quedaron impregnados en nuestros ropajes durante semanas.

Yo no quise probar ninguna de las porquerías que cocinaron, Toinette. ¡Menudos alimentos extraños preparaban! Pero sé que a todos aquellos que os acompañaron a ti y al rey en las celebraciones de bienvenida les deleitaron.

—¿Quiénes son estos tres caballeros de tan peculiar apariencia, mamá? —te preguntó con su voz de periquito tu hija María Teresa, quien ya contaba con nueve años—. Me gustan mucho los exóticos bailes con los que nos entretienen sus bailarinas.

—Vienen de las Indias, mi niña —contestaste—. Son representantes del rey de esas tierras lejanas, y han venido a pedir a tu papá ayuda.

—¿A papá o a Francia?

—Bueno…, a ambos, porque papá es Francia…

—¿Y para qué?

—Pues…, para que les defendamos contra unos hombres que, según ellos, les tienen dominados y les hacen sufrir mucho.

—¡Ah! Entonces se referirán a los ingleses, ¿no? —dijo la muy astuta y brillante María Teresa.

—Lala, llévate a la niña de aquí —fue lo que obtuvo tu hija como respuesta mientras fruncías el ceño.

—¡Mamá, no te enfades conmigo! —te rogó—. Deseo verles porque me gusta su comida.

—De acuerdo, pero entonces has de quedarte calladita y no hacer preguntas raras…

—Sí, mamá.

Y yo me quedé muy satisfecha, porque a mí esas gentes de piel tostada con turbantes de mágicos colores y magníficas vestimentas me tenían más que fascinada.

Sin embargo, has de reconocerme que gastasteis mucho dinero en atenderles, Toinette. ¿Era verdaderamente necesario, dada la tensión que se vivía a vuestro alrededor a causa de tanto despilfarro?

Yo siempre me he fiado de tu criterio, mi reina, y especialmente durante esos terribles momentos llenos de incertidumbre en donde tanta valentía demostraste.

Pero no comprendía cómo volvíais a caer en gastos tan tremendos cuando estabais bajo el punto de mira de toda una nación.

Supongo que sus razones habría, ya que si recibisteis de aquella manera a tales personajes, fue por algo. Pero has de reconocerme que vuestra generosidad para con estas visitas reinantes lejanas te volvió a acarrear serios disgustos. Porque ahora las acusaciones y las groserías de los panfletos se habían convertido en algo aberrante y bochornoso.

Ya no sólo se contentaban los intelectuales y los artistas con dibujar y distribuir semejantes libretillos, sino que los poetas se habían subido al carro de los insultos, haciendo recorrer hasta por cada burdel de París poemas en los que se hacía referencia a las borracheras de tu esposo, a tus adulterios y a la afición a la botella que comenzaba a hacer perder la salud a tu cuñada, la condesa de Provenza.

Y no se quedaban ahí, mi reina. ¡Sí hubiera sido sólo eso! Porque ahora te comenzaban a acusar de cosas más feroces y cruentas como que deseabas envenenar a tu esposo para casarte con tu cuñado, el conde de Artois.

¿Y qué me dices sobre lo que hacía referencia a tu hermano José…? ¡Pero si decían que le estabas haciendo entrega de una incalculable fortuna para enriquecer su ejército y que pudiera invadir Francia!

—¡María Antonieta desea bañar a su pueblo en sangre! —oyó horrorizada una de las cocineras de palacio gritar a una mujer en el mercado de Versalles.

¿Y qué me dices de las mentiras que escupían llenas de veneno sobre tu libertinaje sexual?

¡Qué aberrantes insultos sufriste, mi nena! Porque decían que te habías convertido en una mujer de apetitos sexuales insaciables, hasta el extremo de organizar orgías con tus guardas y pajes. ¡Y te acusaban de que te gustaba practicar el sexo tanto con hombres como con mujeres!

La pobre duquesa de Polignac se convirtió en víctima por rebote de todas estas acusaciones, al igual que la dulce princesa de Lamballe, sobre la que juraban haberla visto besarte los pechos durante un descanso en la ópera. ¡Valiente atrocidad la que cometían estas gentes infernales con sus calumnias!

—No podemos seguir dando importancia a tan brutales acusaciones, monsieur —suplicaste un día al rey—. Necker también tendrá que arreglar el tema de las calumnias. Nosotros ya nada podemos hacer…

—¿Acaso creéis que monsieur Necker sirve para todo, madame? —te preguntó el rey con ironía.

Y fue el tal Necker el que efectivamente tuvo que dar la cara frente al Concilio del Estado, para aclarar todo tipo de asuntos, desde los que hacían referencia a las brutales calumnias, como a los que hablaban de los exorbitantes gastos en los que había incurrido la familia real para atender a los exóticos invitados, dado que tu esposo le nombró controlador de las finanzas cuando se despidió también Brienne.

Tras la marcha de tus dos «protegidos». Brienne y Breteuil, tu vulnerabilidad se hizo mucho más patente a mis ojos, nena.

Dormías con gran dificultad y tus párpados lucían siempre hinchados debido a las largas horas en las que te consumía el llanto.

Hasta entonces yo había observado colmada de admiración la enorme fortaleza que habías demostrado tener. Porque ante la debilidad y la falta absoluta de decisión de tu esposo, habías optado por lanzarte a los leones, defendiendo a capa y espada tu manera de pensar, discutiendo durante días con tus asesores políticos y ministros, todos aquellos asuntos que eran preocupantes para Francia.

Pero ahora comenzabas a darte cuenta de que todo lo que hicieras caería siempre en el saco de la crítica popular y del desconcierto de Francia.

No deberían haberte encontrado culpable de los fallos de los políticos que escogías, y sin embargo lo hacían. ¿Pero cómo iba a ser de otra manera si el caos era absoluto y toda decisión era truncada por una oposición escandalosa y aturdida?

Y así entró en el embrollo que era Francia monsieur Necker, con su fama de sabio y mago de las finanzas, aunque poco logró este hombre capaz, Toinette, porque poco después de su llegada a semejante situación, los Parlamentos fueron restaurados, y la Asamblea de los Notables fue otra vez apelada para que ayudaran a consolidar los Estados Generales.

Y entonces fue cuando de golpe te sobrecogió la vida con una nueva y traumática presión.

Tu hermano, el emperador José de Austria, pedía tu ayuda para que Francia le apoyase en su guerra, cosa a la que te negaste, rompiendo el corazón de tu hermano y dañando vuestra relación fraternal para siempre.

Y habiendo perdido su cariño y sin posibilidades de pedirle ayuda financiera, el destino decidió hincar aún más sus dientes en Francia, entrando ésta en el más cruento invierno de la Historia, porque ese invierno fue el más espantoso del que soy capaz de recordar, Toinette.

¡Oh, qué heladas sufrimos! ¡Cuánta nieve cayó en los campos! En pocos días, las nimias cosechas que habían florecido, se helaron, faltó la harina y tu pueblo se desesperó aún más.

Las gentes morían congeladas en las calles y perdimos varios guardas de palacio a causa de hipotermias que les afectaron durante las largas horas de vigilancia nocturna. Murieron hasta varios de los valiosos caballos de las cuadras reales a causa del frío intenso.

¡Oh, niña!, parecía como si el mismo destino hubiese decidido menguar todas tus esperanzas.

Y así transcurrieron los días hasta que con la llegada del verano apareció en tu corazón una nueva compañera que ya no te abandonaría hasta el fin de tus días: la muy insistente y desesperante de las tristezas.

—Lala, que nadie me moleste.

—¿Quieres practicar el clarinete a solas?

—No… Le he pedido a mi profesor que hoy no venga. No deseo dar la clase.

—¡Pero, nena, la música te distraerá!

—No insistas, Lala…

Y así optabas por pasar mucho tiempo sola en tu gabinete sin recibir más compañía que la de los niños o la mía, que bien sabías que tanto amor te prodigaba.

—La reina ya no sonríe nunca, Lala… —me dijo un día el siempre alegre y chistoso Leonard—. Esta mañana le he hecho un peinado nuevo en el que he colocado una de sus peinetas más hermosas, pero no le ha gustado… ¡Me ha hecho deshacer toda la peluca! ¿No te parece raro?

—Bueno… Es que la reina no es la misma últimamente, Leonard. Prefiere lucir peinados algo menos sofisticados. Su alma está algo adormecida…

—¡Pues nada como acicalarse! Cuanto más bella se vea una mujer ante el espejo, más cascabelea su corazón. Te lo digo yo que conozco muy bien el corazón femenino… —dijo el peluquero real moviendo graciosamente las manos por el aire.

—Ya, claro…

Y es que mi muchachita de ojos color agua marina y tez más blanca que una luna llena se rendía al fin ante lo inevitable.

Tu dulce carácter soñador y expresivo antaño estaba siendo sustituido por la más triste de las melancolías.

Ni siquiera tu adorado conde Fersen, que en tantos momentos te había arrancado una sonrisa, conseguía ahora dulcificar tu angustia. Y ésta era profunda, mi reina. Yo hasta diría que demasiado.

También tuve la impresión de que vuestro amor había virado hacia caminos más sensibles, tiernos y sopesados. Y si te lo digo es porque ya no veía explotar tus pupilas al mirarle a los ojos, ni temblarte el pulso al notar su cercanía.

Y es que Fersen te seguía amando, sí, pero de otra manera…

—Ya no puedo más, Lala… Me rompo por dentro. Hasta mi querido Alex ha cambiado…

—¿Qué quieres decir con eso?

—Pues que ya no es el mismo. He oído rumores…, ¿sabes? Y me siento abatida…

—¡Oh, mi nena!

Porque como no eras ciega, necia ni sorda, conocías y convivías con la realidad de la existencia de sus escarceos, que por cierto llevabas con mucha elegancia.

Alguien hasta te había hecho saber que había perdido la cabeza por una dama de dudosa procedencia, una tal Eléanore Sullivan, bailarina y trapecista de poca monta que había logrado enamorar a tal cantidad de hombres que de alguna cualidad curiosa la debía haber dotado el Señor…

Y es que al parecer tu conde se había enamorado como un tortolito, y gozaba de un encandilamiento que parecía provenir más de la capacidad sexual de la dama en cuestión, que de otra cosa.

Y es que algunas mujeres poseen un arte especial que nada tiene que ver con lo normal, nena. Que yo también conocí a alguna de ésas en mi pueblo que al final acababa huyendo a pedradas, porque robaba los maridos a las esposas a base de extraños remilgos… ¡A saber qué cochinadas hacía para volverles medio idiotas, Toinette!

La verdad es que ahora que estás en el cielo poco te importarán mis cuentos sobre mi pueblo… Y en cuanto a Fersen, debes perdonarme si cometí la imprudencia de no contártelo en su día, porque si no lo hice fue porque sospeché que tenías conocimiento claro de ello, y de que eras capaz de superarlo cada día con digna elegancia.

Y pensándolo bien, nena, ahora que veo las cosas con la sabiduría de la distancia, tampoco se le podía exigir al pobre muchacho que se quedara quieto, siendo como era hermoso como un dios griego y valiente como un héroe de leyenda española, porque al fin y al cabo eras la reina de Francia. Y con la reina de Francia un amante no se puede casar así como así.

Sin embargo, y a pesar de las artes de aquel fulanón que resultó ser la trapecista, creo tener el convencimiento de que el conde sueco te amó de verdad, Toinette, de una manera romántica y apasionada.

Y si se dejó engatusar por aquella mujer, seguro que fue debido al hecho inevitable de que no os podíais pertenecer públicamente. ¡Con alguien había de calmar sus ansias el muchacho!, ¿no te parece?

Estas cosas pasan a una cuando nace archiduquesa del imperio austrohúngaro y es obligada a casarse a los quince años con un delfín apático y tristón.

El caso es que Fersen, habiendo estado o no locamente encandilado por los encantos femeninos de tan dudosa dama, demostró ser un amigo de inestimable aprecio durante esos meses en los que te afectó una crítica melancolía.

Siempre la curiosidad me ha empujado a desear saber si durante esta época seguiste manteniendo relaciones de caricia y alcoba con Fersen. ¿Fue así, Toinette?

Perdóname, mi niña. Siempre he sido muy curiosa… ¡Lástima que no puedas contestar a mi pregunta…!

Quizá no debiera meterme más en eso… Ya estás en el cielo, nena, y no debería interesar a nadie más que a ti. Es cosa de la que tendrás que dar cuenta a Dios, en privado y sin mirones, porque ¿quiénes somos los vivos para pedirte explicaciones…?

A veces creo que de no ser por Alex Fersen, quizá hubieras muerto presa de la pena. Claro que esto te hubiera ahorrado pasar por una experiencia atroz. Ésa a la que te tuviste que enfrentar tras un cercano recoveco que te tenía preparado el infortunio.

Porque el momento de la triste y dolorosa muerte de tu hijo más querido, Luis José, delfín de Francia, había por fin llamado a tu puerta.