Por mucho que el doctor sospechase que ibas a ser madre de gemelos dado el descomunal tamaño de tu vientre, nació un único varón el 27 de marzo de 1785.
La llegada de un nuevo hijo llenó de júbilo al rey, quien de inmediato decidió llamarle Luis Carlos y otorgarle el título de duque de Normandía.
¡Qué precioso era tu nuevo bebé, Toinette, y cuánta alegría proporcionó a tu corazón! No sólo habías hecho entrega a Francia de un heredero al trono, sino que ahora Dios te había enviado otro pequeñín que pudiera sustituir a su hermano en caso de que éste falleciera. Y es que a todos nos rondaba ya la preocupación por la precaria salud del pobre Luis José, quien cada día se dejaba ver más alicaído, enfebrecido y pesaroso.
He de confesarte que me volví a sentir muy orgullosa de ti, mi niña, pues como en los partos anteriores afrontaste la situación con gran valentía y admirable entereza.
Aunque también habrás de admitir que fue de gran ayuda para el transcurso de tu agonía que la duquesa de Polignac lograra mantener a todos los nobles con «Derechos de Entrada» esperando fuera del aposento, ansiosos por que les fuera mostrado el recién nacido.
El mérito de semejante novedad se debe hallar exclusivamente en la dulce y sigilosa influencia que Yolanda ejercía sobre el rey, a quien convenció de lo muy desagradable que era para una dama que un grupo de gentes presenciaran cómo ésta daba a luz.
Corrían rumores de que en el resto de Europa se estaba haciendo muy impopular tal tradición, y la duquesa se aprovechó de este original cambio para ayudarte a parir manteniendo la mayor intimidad posible, hecho que hizo surgir cierto descontento e incomodidad entre los nobles que esperaban fuera.
Pero lo cierto es que, gracias a Yolanda de Polignac, esta vez tu dormitorio estaba ventilado, reinaba la paz y pudiste sentirte plácida y confortable en un momento tan crítico. La institutriz real, a quien tanto apreciabas como amiga y confidente, había conseguido lo inimaginable.
Gracias al cielo, el nuevo príncipe parecía haber sido dotado de la enérgica vigorosidad que había demostrado tener también su hermanita María Teresa, hecho que alivió grandemente tu corazón, entonces ya tan sumamente inquieto por el precario estado físico del delfín Luis José.
—Lala, ¿te has dado cuenta de la protuberancia que comienza a notarse en la espalda del delfín? —me preguntaste llena de angustia tan sólo unos días antes del parto.
—Bueno, mi reina… Tú ahora no te preocupes por eso. Piensa sólo en el próximo alumbramiento y no des vueltas en la cabeza a nada más.
—Pero es que se nota al tacto. Su columna está cada vez más torcida y las vértebras están adquiriendo un tamaño poco usual. Cuando lo comento con preocupación, sólo recibo silencio por parte de las nodrizas, expresión de circunstancia por parte del doctor, y el silencio taciturno del rey.
—Eso es porque nadie quiere que te inquietes… —fue lo único que se me ocurrió decir.
—Pues no se dan cuenta de que con su postura me angustian aún más.
—Bueno, nena, bueno…
Y así te condujiste hasta el día del nuevo parto, con el corazón encogido y la mente atormentada. Y por eso tu felicidad fue inmensa al comprobar que habías traído al mundo un varón perfecto, robusto y hermoso. Sin embargo, no te pudiste librar de las mismas especulaciones que siempre te perseguían tras tus alumbramientos, y que concernían a la dudosa paternidad de tu pequeño, aunque fue grande mi alivio cuando ninguna hizo recaer la sospecha sobre el conde Fersen. ¡Hasta ahí andaban despistados tus acusadores, Toinette! Yo no daba crédito al poco atino que mostraban, nena…
Los panfletos con caricaturas comenzaron de nuevo a aflorar por cada rincón de París, y fue terriblemente doloroso para ti descubrir que no se produjo ninguna aclamación de admiración cuando acudiste a la ópera un par de meses después del alumbramiento.
—¿Qué ha ocurrido, Toinette? —te pregunté alarmada al percatarme de que habías llorado cuando regresaste del concierto a altas horas de la noche.
—¡Oh, Lala, los parisinos han sido muy crueles esta noche con tu soberana! —dijiste cubriéndote el rostro con ambas manos—. Cuando me he asomado en el palco, el teatro ha sido dominado por un silencio que se podría haber cortado con el filo de una navaja. Mis oídos percibían mi propia respiración y hasta podría decirte que la de todos los demás presentes. ¡Qué horrible sensación de odio latía en la atmósfera hacia mi persona! La condesa de La Marck me ha relatado en la intimidad de mi carruaje durante el trayecto de regreso a palacio lo que a una de sus criadas escuchó cuchichear hace un par de días con uno de los muchachos de las cuadras. Sus palabras sobre mí eran aberrantes, Lala; mentiras tintadas de calumnias cuya gravedad me ha proporcionado el mayor disgusto de mi vida. Es traumático y aterrador que mis súbditos piensen así de su reina, que tanto les ama y mucho ha trabajado para satisfacerles.
De pronto me vino a la cabeza un lejano recuerdo, Toinette, y me invadió una nostálgica amargura. Parecía que aún podía oír los vítores y aclamaciones con las que cubrieron tu personita asustada durante el día de tus esponsales con el joven delfín de Francia.
¿Pero qué había pasado con la admiración, la devoción y el enamoramiento con los que toda una nación te había agasajado a tu llegada? ¿Dónde había quedado enclavado el delirio con el que tus súbditos siempre te habían favorecido? ¿Qué le había ocurrido al fuego de los corazones franceses, que había sido de pronto aplacado por un hielo desconocido y aparentemente irrompible?
—Oh, vamos, nena… No vale la pena que te preocupes —logré balbucear notando cómo me temblaba la lengua—. Todo es debido a esos panfletos llenos de mentiras y acusaciones falsas con los que algunos canallas que se tachan de intelectuales salpican las calles de París. La gente en general es burda, torpe e ignorante, y no le gusta razonar ante lo evidente. Por su terca necedad, se dejan convencer como si de niños de escuela se tratara, y eso les lleva a creer las mentiras a pies juntillas. Por lo tanto, te aconsejo que no le des demasiada importancia al asunto de los chismes…
—No, Lala. Desgraciadamente el motivo de tanto desprecio se debe a una razón mucho más delicada. El país está políticamente revuelto, hay hambre y parece que desean buscar al culpable de todas las miserias que acorralan a mi pueblo. Las sequías de los últimos años, la escasez de alimentos que éstas han provocado y la consecuencia del hambre empujan a las gentes hacia la desesperación. Estoy empezando a temer el infortunio de que me acusen de protagonizar tanta penuria.
—Pero que yo sepa, tú no tienes la culpa de que no haya llovido… —dije notando cómo comenzaba a treparme un leve escalofrío por el espinazo.
—¡Dicen cosas que de saberlas te producirían espanto, mi Lala!
—Me asustas, nena…
—¿Te asusto, dices? ¡Oh!, las acusaciones te provocarán más que eso, mi tan amada nodriza…
—¡Cuéntame todo, mi reina, que tu Lala luchará por que se sepa la verdad!
Me miraste como quien mira a una criatura abandonada, con expresión alicaída y las lágrimas a punto de rebosar la comisura de tus pestañas.
—¿Pero… qué podrías hacer tú?
Y entonces me inundó un claro entendimiento que clamaba a gritos que nada podría hacer por defenderte. ¡Qué pobre e inútil se siente un ser humano ante la omnipotencia del poder de un mal enclavado en una masa de corazones llenos de ira, Toinette!
Sentí un nudo en el estómago y hasta perdí un par de segundos el sentido del oído. Se me nubló la vista y creí desfallecer.
—¿Te ocurre algo, Lala?
—No, no… Qué va. Es que…, estoy un poco cansada.
—Ven. Siéntate aquí.
Sujetándome por el codo, me acomodaste en una de las sillas de tu dormitorio y me prestaste uno de tus nuevos abanicos decorados con hermosos globos parecidos al del ingeniero ese que salió volando por los jardines de Le Petit Trianon.
—Nena, quiero que me cuentes. No calles…
—¡Oh, Lala! Ni siquiera sabría cómo empezar. ¡Son tantas las calumnias…!
—¡Pero yo quiero saberlas! Mira, si se trata de los criados de palacio, puedes estar segura de que les arrancaré la piel con los dientes en cuanto acabemos esta conversación.
Sonreíste y pude ver cómo se te marcaban esos hoyuelos que siempre me han deleitado.
—Está bien… Si así lo deseas, te contaré…, aunque todo no podré. Me duele demasiado.
Te sentaste suavemente en una butaca muy cerca de mí. Te cogí una mano y la acerqué a mi mejilla para besarla. Al hacerlo clavaste tu mirada en mis ojos y con tristeza me percaté de algo en lo que hasta ese día no había reparado. Alrededor de la comisura de tus párpados habían nacido miles de pequeña arrugas que, entrelazadas en una telaraña de minúsculos recovecos, permitían atisbar por primera vez las huellas que el paso del tiempo y los pesares de tu posición real habían dejado marcadas sobre la blanca piel de tu rostro.
«Mi niña se hace mayor… —pensé con asombro—. ¿Qué edad habré cumplido yo entonces, y en qué horrible estado físico me encontraré?». Porque ya sabes bien, nena, que desconozco mi verdadera edad… A los pobres nos pasan cosas así.
—Lala, no llores…
—No, si no lloro… Sólo quiero que te sientas querida. Tú eres toda mi vida, Toinette, y verte sufrir no me agrada. Debemos tener confianza y pensar que todo se aclarará pronto. Ya hemos pasado antes por momentos de dolor, incertidumbre y pesar. Y mira, no nos ha ido mal del todo… Aquí seguimos, mi niña.
—Y esperemos que así sigamos, mi Lala. Porque de lo que me acusan es disparatado. Dicen, por ejemplo, que manejo al rey como a un muñeco de trapo carente de personalidad y que maquino una terrible estrategia para hacer caer a Francia en manos de Austria, encabezada por la corona imperial de mi hermano José.
»Insisten en que he hundido las finanzas de mi reino con mis numerosas adquisiciones. El pueblo pasa hambre, hay odio por las calles y se han cometido algunos asesinatos sangrientos por reyertas políticamente extrañas. ¡Y tienen el atrevimiento de echarme a mí la culpa!
»Me acusan de malgastar los bienes populares y de haber arruinado a Francia con mis extravagantes gustos y gastos.
»Comienzan a exigir cosas tan increíbles como que la familia real pague impuestos. ¡Lo nunca visto, Lala! Me echan en cara que las paredes de Le Petit Trianon luzcan a causa de las incrustaciones de piedras preciosas y oro que, según ellos, mandé colocar. ¡Pero si Le Petit Trianon es un palacete básico y sin adornos! ¿Cuál será el origen de tan descomunal calumnia?
—¡Oh, ésa es una acusación falsa! —gemí—. ¡Que vayan a verlo con sus propios ojos, nena! Ello les sacará del error… Pero aunque así fuera, ¿acaso no eres tú la reina…? Toda la nobleza de Francia vive en la opulencia. ¡Así ha sido siempre, mucho antes de que pusieras un pie en suelo francés! Desde la época de Roma y Grecia, el César y sus familias vivían en bellos palacios y exquisitos lugares. ¿Acaso quieren cambiar el rumbo de la Historia?
—Los pensadores actuales de nuestra nación opinan contrariamente, Lala… Desean que el rey y la reina de Francia paguen impuestos a partir de ahora.
—¡Entonces también deberían exigírselo a la nobleza y al clero! —protesté—. Los grandes nobles viven con grandiosidad y no escatiman en gastos para dar fastuosas fiestas o engalanar sus palacetes. ¿Y qué me dices del resto de la familia real? Tus cuñadas, sin ir más lejos, gastan casi más que tú y no son reinas. Y si siempre ha sido así, ¿por qué se extrañan ahora?
—Todo es más complicado de lo que tú crees, mi inocente Lala. El mundo está cambiando a una velocidad vertiginosa y el pueblo no razona como antes. Está buscando un culpable para vengar su angustia y aunque lo que afirmas es cierto, el núcleo de su odio se centra en mí.
—¡Oh, mi niña! Dime qué les puede motivar para enfocar sus exigencias contra tu sola persona. ¡El rey no permitirá que dañen tu honor! No te fallará…, ¿o sí…? ¡Oh! ¿Qué va a pasar ahora? —dije cubriéndome las mejillas con ambas manos.
Entonces descubrí en el brillo de tus ojos que mi último comentario te había herido más profundamente que ninguna de las calumnias de las que te había informado la condesa de La Marck en la intimidad de tu lujoso carruaje. Porque tú sabías bien que el rey, débil de carácter, taciturno y apocado, tendría terribles dificultades personales para enfrentarse a cualquier tipo de crítica popular. De carácter extraordinariamente tímido y pacífico, evitaría enfrentamientos, dejándote quizá en una postura vulnerable a la hora de luchar por tu honor.
No hacían falta palabras para que yo entendiera que todo esto te rondó por el pensamiento, Toinette.
Y es que tu vieja Lala, todo lo sabe… Ya te lo he dicho un millar de veces.
Entonces te dejaste caer sobre un diván y comenzaste a sollozar con tan profundo desgarro, que hasta los mismos ángeles se debieron enternecer desde donde sentados sobre una nube te observaban.
Y entonces ocurrió la tragedia que desencadenó tu ira, tus lágrimas y el mayor de los escándalos en los que hasta entonces tu reputación se había visto involucrada.
No podía haber escogido el ruin cardenal de Rohan peor momento para aumentar tu infortunio.
¡Válgame Dios, la que armó semejante sabandija de los infiernos!
—Lala —me dijiste pocos días después de tu triste regreso de la ópera—. ¿Quién ha traído esta carta?
—Ha sido tu joyero, Toinette. Ese judío, monsieur Carlos Augusto Boehmer. Acudió acompañado por su socio, monsieur Paul Bassenge y se la entregó a madame Campan. ¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Nada especial… Es sólo que su contenido es extraño…
—¿Qué dice?
—Me da las gracias por aceptar comprarle un magnífico collar de diamantes y gemas de extraordinario valor, y tiene el descaro de proponerme facilidades de pago.
—¿El que te enseñó hace unos meses y que rechazaste?
—En efecto…
—Pero si le dijiste que no lo aceptabas…
—Por eso precisamente me inquieta este asunto… Rehusé adquirirlo porque era tan increíblemente bello como caro. Le dije clara y amablemente que rechazaba su exquisita obra de arte. Ya tengo demasiadas joyas hermosas y dada la delicada situación política y económica de Francia, junto con las feroces críticas que hace mi gente con referencia a mis gastos, le expliqué que era mi deseo que tal cantidad se destinara para ayudar a la armada naval. Pero al parecer monsieur Boehmer no me entendió bien… ¡Y ahora me envía esta carta agradeciéndome que lo adquiera cuando yo no me he comunicado con él para hacerle ninguna oferta!
—Qué extraño, Toinette…
—No entiendo nada, Lala. Pero te aseguro que averiguaré qué se esconde detrás de todo esto. Voy de inmediato a consultar este inquietante asunto con mi primera dama de Los Aposentos Reales, madame Campan. Si alguien conoce la manera de aclarar algo referente a esta carta, ha de ser ella.
—Bueno… Ya me contarás.
Y ahí acabó el peculiar asunto para mí, Toinette.
Pensé que tal acontecimiento, hasta el momento inocente y sin importancia, formaría parte de los mil malentendidos que tantas veces se inmiscuían en nuestras vidas cortesanas, y que con el paso del tiempo y algo de paciencia acababan cayendo siempre en el saco del olvido.
¡Cómo me equivocaba sin saberlo, nena! ¡Porque qué gran tormenta comenzaba a hervir bajo la falsa apariencia de nuestro pacífico horizonte!
No había pasado ni una semana desde que recibiste la notificación de tu joyero cuando, mientras me encaminaba por el pasillo hacia los aposentos de los niños, te oí dirigir descompuesta y fuera de ti misma unos furiosos gritos a madame Campan.
Miré para un lado y para otro, y como no parecía que anduviese nadie por el pasillo en aquel preciso momento, me agaché para mirar por el ojo de la cerradura y prestar atención a tus palabras.
—¡Cómo es posible que haya ocurrido algo así! —vociferabas ante una apocada y aterrorizada madame Campan—. ¡Esto es inaudito, espantoso y terrible! ¡Estoy rodeada por una jauría de enemigos y por unas damas torpes que no me sirven para frenarlos! ¡JURO POR MIS HIJOS QUE ROHAN PAGARÁ POR ESTA NUEVA AFRENTA!
—Pero madame, insisto en que yo no he tenido la culpa…, y que tal vez tampoco haya que buscarla en el cardenal —decía madame Campan utilizando un hilito de voz casi imperceptible—. No os enfurezcáis, os lo ruego… Este asunto se ha salido de mis manos. Ya os he jurado que acudí de inmediato a pedir explicaciones a monsieur Boehmer, quien me dijo que vos habíais pedido el collar a través del príncipe de Rohan. Al parecer alguien le hizo creer que deseabais ese collar más que nada en el mundo, y el cardenal, deseando agradaros, adelantó una cantidad del pago del mismo pensando sin duda que os hacía un favor…
—¡PERO SI YO NO HE DIRIGIDO UNA SOLA PALABRA AL PRÍNCIPE DE ROHAN DESDE MI BODA!
—Madame, ¡yo qué sé! Estoy tan confundida como vos… —dijo madame Campan echándose a llorar.
—¡Ah! ¡Ese ser miserable, putrefacto y ruin…! —murmuraste mientras comenzabas a caminar de un lado hacia el otro en la estancia como si fueras un mono enjaulado—. ¿Cómo se atreve a encargar un collar para mí afirmando que se lo he pedido? ¡El rey se enfurecerá por esto!
—¡Oh, madame, no desesperéis! —siguió madame Campan—. Debemos descubrir la verdad detrás de todo este asunto. El cardenal de Rohan está igualmente confuso y desesperado. Cuando le fui a ver inmediatamente después de visitar al joyero real para pedirle explicaciones, me aclaró con gran angustia que fuisteis vos quien le envió ciertas cartas en las que le rogabais encarecidamente que adquiriera él mismo el collar en vuestro favor. Dijo que acudíais en su ayuda porque no disponíais de fondos en este momento para pagarlo vos misma, y le prometíais saldar la deuda en breve espacio de tiempo.
—¡ESO ES UNA HORRIBLE CALUMNIA! ¡JAMÁS HE ESCRITO NADA A ESE HOMBRE COMO JAMÁS OSARÍA PEDIRLE NINGÚN FAVOR! ¡ANTES MUERTA!
—Madame, yo solo puedo repetiros lo que él me ha dicho… Le aseguro a vuestra majestad que se mostraba muy inquieto, confundido y alertado. Me juró que había adquirido el collar para complaceros y que no entendía por qué no lo habíais lucido todavía…
—¿PERO CÓMO LO VOY A LUCIR SI NI SIQUIERA LO TENGO? ¡AH, ROHAN MIENTE!
Pegaste un empujón a un secreter adornado con bellísimas incrustaciones de marfil que se desplomó sobre el suelo causando un gran estruendo.
«¡Oh, qué lástima de secreter!», pensé horrorizada recordando el elevadísimo precio que el rey había pagado poco antes por él.
La inaudita información que acababa de escuchar de los labios de la primera dama de Los Aposentos Reales me había dejado inmersa en la mayor perplejidad, Toinette. No me cabía en la cabeza que hubieras escrito ninguna carta al príncipe de Rohan, sabiendo el enorme desagrado que su persona te producía y el pésimo concepto que tenías sobre él como hombre de la Iglesia, príncipe y cortesano.
Madame Campan se puso de nuevo a lloriquear, esta vez con pequeños hipidos cargados de histeria, y le extendiste enérgicamente tu pañuelo con expresión ceñuda, el cual utilizó casi de inmediato para sonarse produciendo un extraño sonido que me recordó al de una trompeta desafinada.
Esto último provocó que se me escapara una pequeña risilla que intenté disimular tapándome la boca con ambas manos. Pero fue demasiado tarde, nena, porque eres lista y tu oído siempre ha sido muy fino.
—¡Silencio, madame! —ordenaste bruscamente a la primera dama de Los Aposentos Reales—. Alguien nos escucha detrás de la puerta.
Me erguí de inmediato y me estiré las arrugas del delantal. ¡Buena te pondrías conmigo si me cazabas en semejante actitud! Te enojarías de tal manera que por primera vez me invadió verdaderamente el temor de que me largaras para Austria con esa patada con la que tantas veces me habías amenazado.
Yo no sabía qué hacer, entiéndelo, Toinette. Por un lado, estaba asustada y no me atrevía a entrar habiendo observado el tipo de ira que te invadía. Pero por otro, deseaba ardientemente descubrir la verdad de toda aquella trama para poder aconsejarte de la mejor manera posible.
—No creo que nadie tenga el atrevimiento de espiarnos, madame —escuché decir a madame Campan para mi total alivio—. El ruido lo he provocado yo, ya que cuando me sueno, produzco un sonido un tanto peculiar… Disculpadme pues no lo puedo evitar…
—Mmmm… —dijiste dirigiendo una suspicaz mirada hacia la puerta.
—Madame —continuó tu primera dama de Los Aposentos Reales—, tiene que haber una explicación detrás de todo esto. Si el príncipe de Rohan dice la verdad, tanto vos como él habéis sido manipulados, estafados o engañados de la manera más pueril. Porque él no sólo jura que le enviasteis cartas con vuestra firma, sino que tuvo un encuentro secreto en los jardines de Versalles y en plena noche con vos. Él afirma que en tal ocasión le agradecisteis personalmente el haber intervenido en la compra del collar. ¡Está convencido de ello, madame! Lo único que se puede concluir hasta este momento con respecto a este desagradable asunto es que se ha producido una gran distancia de entendimiento entre ambos, provocada quizá por unos estafadores.
—¡Pero quién pudo en mi nombre encontrarse con él!
—¡Oh, quién sabe, madame! Quizá alguien disfrazado como vos… En la oscuridad de la noche y el revuelo que producen las sombras, puede que sea posible…
»Y a todo esto, monsieur Boehmer me apremia para que os convenza de que saldéis vuestra deuda de un millón y medio de luises, que es el valor de tan hermosa joya… ¡Ya no sé cómo despedirle cada vez que aparece por palacio rogando con insistencia el veros!
—¡¿Un millón y medio de luises, dices?!
—Bueno…, Boehmer afirma que algo menos debido a que el cardenal de Rohan os ha adelantado generosamente 30 000 luises del total.
—¡Oh, Dios bendito! ¡¿Pero qué horrible disparate es éste?!
—Llega con cara desencajada cada semana, suplicando que alguien le pague el resto del precio…
—¡PUES QUE LA GUARDIA NO LE DEJE ENTRAR MÁS!
—Madame, eso no es posible. Tiene Derechos de Entrada por ser el joyero de la familia real desde hace años. El rey lo aprecia y los condes de Artois también.
Vi entonces cómo, temblorosa y tambaleante, te dirigiste hacia una butaca tapizada con hermosos diseños orientales en donde lograste a duras penas recostarte.
—¡Oh, madame Campan! Mi felicidad se ha desvanecido durante estos últimos tiempos hasta límites verdaderamente inimaginables. No puedo soportar más sufrimiento… Mis enemigos se cuentan por miles y ya se esconden entre los familiares de mi esposo… ¿Hasta cuándo tendré que enfrentarme a tanta soledad, traición y desdicha?
—Majestad, no desesperéis… Pronto se aclarará todo. Le he pedido a monsieur Boehmer que acuda sin falta a pedir explicaciones de tal desatino al ministro de la Casa Real, monsieur Breteuil. El podrá derramar un pequeño rayo de luz sobre todo este jeroglífico. Os puedo asegurar que el cardenal está igualmente ansioso por descubrir quién ha sido el causante de todo este terrible desconcierto. Está furioso de saber que el collar jamás llegó a vuestro poder y se siente estafado y sin culpa.
—¡Harta estoy de escuchar siempre lo mismo! Que si yo no sé; que si yo no he tenido la culpa; que a mí no me exijan explicaciones… ¡Ah…! Estoy rodeada de inútiles, envidiosos y embusteros… ¡Esta vez pagará quien deba hacerlo!
«Dios mío, ¿pero qué embrollo es éste?», pensé aturdida y llena de confusión. Porque nunca te había visto en ese temible estado de furia, Toinette, y jamás los rumores y malentendidos habían llegado tan lejos. ¡Rohan! ¡Jesús mío! ¿Qué era todo aquello? Ahora comprendo que en esa ocasión tu ira era fundada, nena, y que tu rabieta tenía una base en la coherencia.
Dado tu estado de nerviosismo y el creciente disgusto que comenzaba a apoderarse de mí, no pude evitar desear entrar en la estancia.
Temblando por las consecuencias que ello me podría acarrear, me lancé con valentía a llamar tímidamente con los nudillos a la puerta.
—¡¿Quién demonios me molesta ahora?! —vociferaste.
—Soy yo… —dije abriendo suavemente la puerta haciendo chirriar las bisagras con el movimiento.
Pero antes de que me diera tiempo a entrar, ¡ZAS!, un jarrón de Sèvres con incrustaciones de jade voló por la estancia para chocarse con un gran estruendo contra la puerta, a pocos centímetros de mi cabeza.
—¡LARGO DE AQUÍ, CRIADA DE LOS INFIERNOS! ¡NO QUIERO VER A NADIE!, ¿ME OYES?
Y tal como había abierto la puerta, la cerré despacito, y dando gracias al cielo porque no habías atinado el tiro, me fui dando pasitos de ratón saltarín pasillo abajo hasta perderme en el cuarto de los niños, en donde recuperé el aliento y templé los latidos de mi desenfrenado corazón acunando al duque de Normandía entre mis brazos.
«Caray —pensé una vez a salvo de tu ira—, hoy sí que tenemos noticias que pueden provocar tremendas consecuencias… ¿De qué te querrán acusar ahora, niña mía?».
¡Pobre Toinette! ¿Cómo no ibas a estar sumida en la más profunda desesperación? ¡El príncipe de Rohan había cometido el más atroz de los errores!
Ahora ya todo lo entiendo, pero reconozco que tardé bastantes días en aclararme. ¡Menudo laberinto de engaños y mentiras!
¿Y lo que sufrimos por todo aquello? ¡Ah, Toinette!, en el cielo deben estar todos consolándote por lo que ese horrible hombre y sus secuaces te hicieron pasar, porque Dios todo lo sabe, y por ello era conocedor de tu total inocencia y de las terribles consecuencias que te acarrearía tanta traición.
Vergüenza les debía de dar a todos ellos la gravísima injusticia cometida contra ti. ¡Y por un cardenal de la Iglesia! ¿Pero qué clase de purgatorio le esperará a ese hombre? Resultó que estaba involucrado hasta en asuntos de magia negra con extrañas amistades como la de aquel noble brujo italiano. ¿Cómo se llamaba aquel individuo? Ya no me acuerdo, Toinette… ¡Oh, sí! Se llamaba conde de Cagliostro. Menudo elemento, niña. Juraba que provenía de ascendentes faraónicos del antiguo Egipto, y que también corría sangre de la nobleza siciliana por sus venas. Pero lo peor de tal siniestro personaje fue que se descubrió que enredaba en ciertos asuntos relacionados con la magia negra, el mundo de lo oculto y lo sobrenatural. Y que a pesar de ello, ¡su amistad con el cardenal de Rohan era verdaderamente profunda!
Menudo sinvergüenza… Al final resultó que tal individuo también estaba inmiscuido en el asunto del maldito collar.
No te preocupes, Toinette, porque como ves, estoy haciendo un gran esfuerzo para desenmascarar a través de esta carta a todos aquellos que tanto tuvieron que ver en ese episodio plagado de calamidad. Y así, cuando alguien lea esta larga epístola que te escribo, no quedará ningún bribón refugiado en la ignorancia de las gentes. Y es que tu Lala cumplirá su promesa, Toinette. ¡Todo culpable de que tu vida la haya segado una guillotina quedará descubierto ante los ojos del mundo futuro!
Es todo lo que puedo hacer ya por ti, mi reina… Y de lo único de lo que soy capaz.
Pero no temas, que Dios se encargará del resto, sometiéndoles a un juicio verdadero y sin escapatoria. Entonces intentarán convencer al mismo cielo de que todo lo que te hicieron fue provocado por ignorancia o por errores humanos en los que todos caemos. Y Dios es misericordioso, pero también es infinitamente justo, Toinette, no lo olvides. Por eso sé que aquel brujo y falso conde que maquinó junto a Rohan el terrible escándalo del collar no quedará impune de haber ensuciado tu reputación a ojos de tu pueblo.
A veces creo estar segura de que aquello pudo ser el comienzo de tu andar hacia la guillotina, Toinette, ya que tu nombre quedó embarrado con el tinte que produce el desprestigio de una manera hasta entonces desconocida.
Recuerdo con nostalgia y ternura cómo tu amable y buen esposo intentó paliar el daño que te hicieron, Toinette. Y es que escandalizado, humillado e indignado, se propuso por una vez hacer lo imposible para aclarar la situación.
Imborrable ha quedado en mi memoria la desagradable escena que se produjo cuando un 15 de agosto, día de la Ascensión de María Santísima al cielo, Luis Augusto ordenó que trajeran a su presencia al cardenal de Rohan para que diera explicaciones de aquel embrollo.
¡Cuánta vergüenza pasé, Toinette!
La atmósfera dentro de la sala del trono era tan densa y estaba tan cargada de tensión, que podría haberse apartado con la palma de una mano.
Ahí estábamos todos, el rey con expresión grave y ojos encendidos, a su lado tú, exquisitamente vestida, bellísima y con el rostro contraído por la indignación; tus damas tensas y observadoras; tu querido ministro Breteuil, con expresión de preocupación; el abate Vermond y el conde Mercy d’Argentau, quien tras sus espaldas, luchaba yo por mantenerme de puntillas para no perder detalle.
Algunas de tus otras criadas personales, situadas al fondo de la estancia, sujetaban en brazos a María Teresa, al delfín y al bebé, mientras algunos de los criados del rey hacían milagros para mantenerles en silencio.
Y ante todos tuvo que rendir cuentas el príncipe de Rohan, luciendo sus vestimentas escarlatas de cardenal, ya que la guardia le había apresado justo cuando iba a celebrar la misa de la Asunción de la Santísima Virgen.
Tembloroso, titubeante y tartamudeando, explicó que le habían llegado cartas firmadas de puño y letra de la reina pidiéndole que la ayudara a conseguir el maldito collar.
Cuando tú furiosa le exigiste una prueba, sacó de no sé dónde una de tales cartas. ¡Dios bendito, qué hombre más torpe demostró ser! Porque al ser esa carta examinada por los presentes, fue obvio que era una falsificación. ¡Se había tragado un plagio! La carta llevaba la firma de «María Antonieta de Francia». ¡Pero si tú jamás firmabas así! Todo el reino sabía que lo hacías utilizando tan sólo tu nombre de pila, Antoine, o Antoinette en caso de que la persona a quien iba dirigida la misiva mantuviera contigo una amistad arraigada.
Y para más disgusto, no quedó ahí su historia, Toinette. Qué va… Porque entonces el rey le presionó para que aclarara eso de que tú le hubieras citado a escondidas una noche en los jardines de Versalles, y eso de que le habías hecho entrega de una rosa como agradecimiento a su apoyo para adquirir el collar.
¡Oh, Señor, qué explicaciones más absurdas salieron entonces de su boca! Sin embargo, fue el momento en el que la anudada madeja se comenzó a deshilar.
Por fin, el bobo, torpe y ciego de Rohan, cayó en la dura realidad de que había sido engañado por un pequeño grupo de truhanes y embusteros ladrones de alta alcurnia. Y gracias al cielo, tuvo la lucidez de nombrar a la mujer que hasta entonces no había mentado y que fue la pieza clave para desenmascarar todo aquel lío.
Esta mujer, llamada Jeanne de Lamotte, condesa de Valois, era la que había tramado, junto a su esposo y su amante, el enorme aprieto del collar.
Y es que todo en la vida se aclara, Toinette. Y el asunto de esa joya no iba a ser de otra manera, aunque por su causa tu nombre quedara repiqueteando con más furia que nunca en la boca de los parisinos.
El cardenal fue arrestado y Breteuil nombrado como responsable de la investigación y del juicio. ¡Qué contento se mostró el ministro por este nuevo cargo! Y es que de todos era conocido su desprecio hacia Rohan. Quizá se le abrió el cielo, nena, pues vio la oportunidad perfecta de parar los pies a un hombre malvado, de reputación pésima, que tantos enemigos había ido acumulando tras sus espaldas.
Lo primero que hizo el ministro fue dar la orden de que se tomara posesión de todos los documentos y cartas privadas que el cardenal guardaba en su residencia de París. Pero el cardenal, dando un paso cargado de astucia, se adelantó y consiguió sobornar, nadie sabe cómo, a un guardia real para que anunciara a su servicio que se quemaran todas las cartas e información que poseía, que pudieran hacer referencia al asunto.
Y así antes de que llegaran los agentes de Breteuil, desaparecieron las pruebas tan ansiadas, complicando el tema de las acusaciones hasta límites insospechados.
El rey estaba desolado y furioso, y puedo decirte, nena, que si ha merecido mi admiración en muchas ocasiones, fue quizá ésta en la que más me sorprendió su valentía y deseo de protegerte. ¡Actuó magníficamente frente a este complicadísimo asunto, Toinette! Y también sé que le amaste más que nunca durante esos difíciles días de incertidumbre y críticas.
En cuanto a Rohan, se decidió que el asunto se tratara en el Parlamento de París.
¡Oh, cuántas barbaridades se descubrieron entonces! Al parecer, la tal dama Jeanne de Lamotte Valois resultó ser una mujer con una capacidad imaginativa de dimensiones extraordinarias, dotada de una facilidad para mentir que podría dejar boquiabierto a cualquier juez.
Hija de un noble francés de bajo rango aristocrático, jamás te había conocido personalmente, aunque sí al cardenal, con quien mantenía una extraña amistad por la que descubrió la obsesión enfermiza de éste por ganar tu simpatía.
Vivía en un palacio medio desvencijado junto a su esposo y su amante, monsieur Rétaux de Villette, quienes maquinaron la idea de poseer la famosa joya para después venderla por piezas sueltas en Londres, y hacerse así con la fortuna de su valía.
Mira, nena, yo no me he aclarado del todo sobre semejante lío, pero lo que alcancé a entender es que tal peculiar dama diseñó un plan para convencer al cardenal de que tú deseabas ardientemente la joya.
Cuando se la llamó para declarar, confesó que su esposo el conde de Lamotte, había conocido en sus escarceos masculinos a una bella actriz de poca monta llamada Nicole d’Oliva, que por lo visto, guardaba gran parecido físico contigo.
Le prometió parte del botín si se hacía pasar por ti una noche de media luna, tapada con una capa de gran capuchón. La idea era citarse secretamente con el cardenal en un oscuro rincón de los jardines de Versalles, bajo la tenue luz de la luna y hacerle entrega de una rosa en agradecimiento por haber comenzado a pagar el collar.
El bobo de Rohan se tragó el cuento, recibió la rosa y pensó que eras una reina agradecida, y que vuestra amistad había quedado restaurada después de tantos años de discordia.
Pero como todo plan tiene grietas, la condesa de Lamotte fue incapaz de mantener la trama a raíz de la creciente angustia del pobre joyero, monsieur Boehmer, quien acudió presto a la reina a pedir el resto del pago.
El resultado de tan terrible laberinto fue que la dama en cuestión fue arrestada, sometida a un juicio en el que soltó todo tipo de barbaridades e improperios hacia tu persona, y encarcelada tras recibir el vergonzoso castigo de una flagelación pública.
Su amante, monsieur Rétaux de Villette, fue arrestado en Ginebra y traído a París, en donde también fue encarcelado.
Aquella ignorante y descarada actriz que se hizo pasar por ti, Nicole d’Oliva, fue también arrestada, consiguiendo poco tiempo después su libertad, mientras que el falso conde que juraba ser descendiente de los faraones egipcios, Cagliostro, sorprendió a todos defendiéndose con una magistral habilidad que le libró de todo cargo de conspiración.
El sinvergüenza del conde de Lamotte fue el más hábil de todo este equipo de rufianes, siendo capaz de burlar la guardia francesa y logrando huir a Londres, en donde se perdió su rastro para siempre.
Y así llegó tu cumpleaños, nena, el 2 de noviembre de 1785, fecha que no pudiste celebrar con alegría. ¿Cómo hubieras podido estando rodeada de tan grandísimos problemas?
Y es que lo peor no tardó en llegar a tus oídos, Toinette, haciéndote caer en la más profunda y desgarradora de las depresiones.
Porque increíblemente y contra todo pronóstico, el cardenal de Rohan, verdadero culpable de todo aquel alboroto y tantas desgracias, recibió un veredicto favorable al ser considerado inocente en la trama de un engaño.
El príncipe de Rohan, tu gran enemigo en el pasado y perverso contrincante para el futuro, era puesto en libertad.
¡Con cuánta amargura recibiste esta noticia!
Lloraste tantas horas seguidas que pensé que se te enfermarían tus preciosos ojos, nena…
Y para colmar nuestras preocupaciones, fue precisamente durante aquellos días cuando me anunciaste que te comenzabas a encontrar físicamente enferma. Vomitabas con mucha frecuencia, dormías mal y tu cansancio devoraba cada uno de tus pasos.
Alertado, el rey envió al mejor doctor de la corte para que te examinara.
—La reina ha sufrido demasiado últimamente —le dijo—. Temo que tanta tensión acumulada y sus muchas lágrimas hayan menguado su salud.
—No se preocupe, majestad —respondió el doctor—. La examinaré a conciencia y veremos cómo podemos ayudarla a recuperarse.
Pero para lo que nadie estaba preparado, era para el resultado de su estudio médico.
El rey esperaba ansioso detrás de la puerta de tus aposentos la conclusión de aquel doctor, andando agitado y mostrándose cabizbajo y tenso.
—No os preocupéis, mi señor —alcancé a decirle—. Su majestad la reina es de fuerte constitución y nunca se ha dejado vencer por ninguna enfermedad… Sea lo que sea que padece, logrará dominar con tesón su malestar.
—Eso espero, querida Lala, eso espero… —me contestó.
Tan sólo unos instantes después, el doctor salió de tu dormitorio.
—Majestad —dijo en cuanto vio al rey—, la reina no está enferma, sino nuevamente embarazada. Mi más cordial enhorabuena…