El dolor de cabeza me duró días, niña. ¿Cómo iba a ser de otra manera si me abrí una brecha encima de la ceja izquierda que tardó una barbaridad en cicatrizar?
Aunque yo creo que ese dolor ya nunca me ha abandonado, Toinette, porque jamás volvió a sentir paz mi corazón, y tú sabes bien por qué.
Sí, sí… No te hagas la tonta que en el cielo todo se descubre y nada podrás ocultar. Sabes bien de qué te hablo. ¡Si precisamente fue durante aquellos días cuando tuve las discusiones más agrias contigo, y todo a causa de tu nuevo «juguete»! Me refiero a ése con ojos azules y porte masculino…
La gente te criticaba con más saña que nunca, Toinette, no sabiendo que se equivocaban en sus apreciaciones. Porque injustamente estaba en boca de todos que aquel precioso niñito no era hijo del rey, sino del conde de Artois, tu propio cuñado.
¡Qué barbaridad más grande, nena!
Por esa calumnia, el demonio les tendrá agarrados por los pelos durante toda una infernal eternidad. Y no me cabe duda de que también se condenarán los que se atrevieron a proponer otras dos paternidades sorprendentes, la del duque de Coigny o la del de Dorset. De este último lo dijeron porque te regaló un hermoso y elaborado taco de billar elegantemente adornado con valiosas incrustaciones de marfil.
¡Pero si sólo se trataba de un regalo! Si hubiera sido verdad que tomabas por amantes a todas las amistades que te agasajaban con presentes, no hubieras podido dedicar tu tiempo a otra cosa más que a los placeres de alcoba, habiendo muerto quizá por agotamiento físico. ¡Lo más normal era que te hicieran obsequios en la corte!
Hoy estoy segura de que el motivo de tal actitud saturada de constantes halagos se debía al deseo irrefrenable que sentían los nobles de Francia por alcanzar tu aprecio y aceptación, ya que de lograrlo su supremacía social con respecto al resto de los cortesanos sería clara y evidente. ¡Ay, Toinette!, a mí me parece que lo que precisamente los seres humanos perseguimos sin descanso es sentirnos en cierta forma superiores ante los demás, y qué mejor forma de lograrlo que encandilando a una reina.
Y por eso la corte de Francia peleaba por acaparar tu atención, y el sufrimiento al que a veces les sometía tu indiferencia les creaba no pocos conflictos tintados de angustia.
Aún se me eriza el cogote cuando recuerdo cómo torturabas con tu desdén a ciertas personas del entorno real a quien no considerabas dignas de tu amistad ni favores. Aunque yo sé que si lo hacías se debía en parte a la bondad que caracterizaba tu temple, ya que no deseabas considerar amigos a personas en cuyos corazones descubrías maldad disfrazada con joyas, fortuna y propiedades. Y no pocas veces ocurría que, a pesar de haberte adulado con fastuosos regalos, se topaban con una altiva indiferencia que les sumergía en una agonía llena de incógnitas.
Y así te ibas ganando poco a poco el enfriamiento de ciertas relaciones, que con el tiempo te acarrearon graves disgustos. Porque el odio comenzó a nacer en ciertos corazones, nena, y esto acabaría volviéndose contra ti.
Me viene ahora a la cabeza uno de estos personajes conflictivos que tanto te hirieron a causa de tu desdén. El príncipe Luis de Rohan. ¡Ah!, don Luis… Hombre malvado, perverso y mujeriego…
Por entonces ya había sido nombrado cardenal para tu desconsuelo, y tuvo la osadía de bautizar a tu recién nacido pequeñín, el delfín de Francia Luis José, a pesar de conocer tu clara oposición al respecto. ¡Cómo te disgustaste y cuánto protestaste, nena! Pero la decisión había sido tomada por el mismo rey y por mucho que le reprocharas su determinación, nada hizo para evitar que su primo Luis de Rohan dirigiera los honores durante la ceremonia.
—Lala, el rey dice que protocolariamente, es él quien debe bautizar a Luis José… ¡Considero intolerable y absurdo escoger a un tirano como Rohan para infundir el amor de Dios sobre mi más preciada criatura!
—Vamos, niña, no te encolerices. Qué le vamos a hacer… —te decía encogiéndome de hombros—. Ya sabes que yo nunca he llegado a entender bien las cosas de esta extraña corte, y que poco o quizá nada me importa.
Y entonces a ti se te llevaban los demonios y apartabas tu mirada de mis ojos para no fulminarme con sus rayos cargados de ira.
—No me mires así que yo no tengo la culpa.
—¡Oh!, ¡aquí nadie parece tener la culpa de nada! —me contestabas agitando desesperadamente las manos en el aire—. ¿Pero no te das cuenta de que ese hombre es un ser infernal, Lala?
—Sí… Bueno. ¿Y qué?
—¡Por amor de Dios, Lala!
—¿Pero qué quieres que te diga? ¿Acaso importa lo que opine una pobre criada?
—¡Por lo menos podrías consolarme!
—Eso intento, nena. Eso intento…
—¡Oh, Lala!, siempre he sospechado que tras sus ropajes cardenalicios y su sangre hastiada de nobleza se esconde un profundo deseo de dañar al rey. ¡Adivino en su mirada el odio que por mí siente! Cada vez que me lo cruzo por un pasillo se me erizan los pelos de la coronilla.
Y entonces yo me reía y me daba cuenta llena de orgullo que algo de mi carácter se te había pegado.
Ahora se me revuelve el alma al pensar que mis sonrisas se tornaron en horribles muecas cuando el mismo destino me demostró que siempre habías tenido razón con respecto al príncipe Luis de Rohan, aunque su falsa máscara tardara aún un poco más de tiempo en desprendérsele del rostro.
¡Qué hombre tan malvado era aquél, Toinette, y cuantísimo te hizo sufrir!
Ni siquiera yo, que vivía espiando a toda una corte tras cada cortina, pude suponer lo que en breve espacio de tiempo iba a cargar este hombre sobre tus pobres espaldas. ¿Cómo iba a adivinar que sería precisamente él quien te colgaría una lacra que fue el comienzo de nuestro más terrible calvario?
¡Ah, ese hombre! Ése sí que arderá en el infierno acompañado por los más espantosos aullidos de los perdidos. Te aseguro que no se tropezará contigo en el cielo, porque no le dejarán entrar. Le pasará como al marqués de Dugrat el día de tu boda, que se quedó rabiando a las puertas, y pataleará tanto como lo hizo él. Pero ya se sabe que sin invitación nada se puede hacer… De eso puedes estar segura, mi reina. Y entonces se arrepentirá, pero ya nadie le podrá ayudar, Toinette. Y entonces le mirarás desde tu cielo con ternura, porque ya no sentirás por él más que lástima.
El duque de Dorset, en cambio, no era tan conflictivo. Se le podría considerar un plomo empalagoso que, sin embargo, te quiso bien. Y por eso la gente cuchicheaba y te acusaba de esconder algo siniestro sobre vuestra amistad, aunque lo hacían equivocándose, como siempre, ignorando que en privado le criticabas por sus afeminados ademanes.
Pero esto no les interesaba averiguarlo, Toinette. Lo único que les llenaba la boca de placer era calumniarte. Los chismosos son peligrosos, nena, seres colmados de crueldad e injusticia.
Sonrío al pensar lo lejos que estaban en aquel entonces de la realidad, aquellos que te encontraban amantes hasta detrás de los tapices. Y es que ya te he repetido hasta la saciedad que a mí no me podías ocultar nada, y por eso sabía el secreto que se cocía dentro de tu ardiente corazón, Toinette, que era radicalmente opuesto a las sospechas generales. Por eso me indignaba cuando caía en mis manos uno de esos panfletos salpicados de caricaturas tuyas, en donde se te acusaba grotescamente de mantener relaciones que habían puesto en duda la verdadera paternidad de Luis José.
¡Grotesca y sucia gentuza! Mejor les hubiera valido aprovechar su tiempo en aficiones más dignas.
Claro que yo sabía que existía un amor pasional en tu vida por aquel entonces… Pero también afirmo que era aún sólo en tu imaginación. Al menos así fue por un tiempo… Hasta que esa enfebrecida atracción que os quemaba a ambos por dentro os convirtiera un par de años más tarde en amantes de los de verdad. Y a él además, del tipo de amantes con los que hasta yo soñé en mis años mozos. De los que consiguen hacer vibrar a una mujer como un leño ardiente en un brasero, o hacerla rozar con la punta de la nariz una estrella colgada del firmamento.
Así que los malditos panfletos y sus mordaces dibujantes se equivocaban de nuevo, Toinette, mientras que tú luchabas desesperadamente por acostumbrarte a ellos y a sus infames calumnias.
¿Recuerdas aquella caricatura que alguien te hizo llegar y que tantas lágrimas te hizo derramar? Ésa en la que te representaban haciendo el amor con un caballero y siendo interrumpida en la cúspide de tu pasión por un inoportuno paje…
¡Oh, qué falta de respeto tan depravada, Toinette! Me enfadé tanto que pegué un puntapié a uno de tus valiosísimos secreteres hasta que rompí una pata. ¡Buena reprimenda me echaste luego! Con lo carísimo que era y lo mucho que te gustaban a ti esas piezas de ebanistería que te empeñabas en adquirir a precios desorbitados, como todos esos escritorios, mesitas, sillas, y qué sé yo qué más cosas, todas tan hermosas como extraordinariamente valiosas.
¿Te acuerdas de lo mucho que te reñí cuando convenciste al rey para que te regalara toda una colección de porcelanas de la fábrica de Sèvres? ¡Qué atrocidad costó todo aquello, niña! Para que una mañana cualquiera, una criada torpona tropezara con uno de los jarrones haciéndolo saltar en añicos.
Ya sé lo que estarás pensando. Que también rompí una vez una tetera de valiosísima belleza a causa de una rabieta que me agarré. Bueno, y qué… Si lo hice fue por el disgusto que me llevé al saber que alguien entre el servicio de palacio había asegurado haberte visto besar en los labios al conde de Artois. ¡Cómo podía alguien inventar semejante barbaridad bajo nuestro mismo techo! Esto fue lo que me indignó y por esto le lancé la tetera a la sien. ¡Qué lástima que fallé el tiro, y qué pena de pieza perdida! Me reñiste mucho y me arrepentí de mi arrebato, que bien lo sabes, nena. Pero no quiero que te olvides que fue a causa de la indignación que toda la chismorrería me provocaba, Toinette, y que me dejaba inmersa en la más sublime preocupación. Y mira si no tenía yo razón, que luego la vida nos demostró que las consecuencias de tales calumnias acabaron proporcionándote las más terribles desgracias.
Tu pequeñín era hijo del rey y punto. Y era vulgar, aberrante y vergonzoso que se insinuara lo contrario. Tu Lala lo afirma porque lo sabía todo, como también eso de que por entonces ya suspirabas por los huesos de tu conde sueco Alex Fersen, aquél a quien no habías disfrutado en el lecho…, aún.
¿Cómo iba a ser así si había marchado a América a guerrear contra unos malvados que ahí enredaban?
Yo nunca he entendido mucho de política, nena, ya te lo he dicho. Y sé que tú tampoco, porque serías una reina hermosa y altiva, pero te espantaba la política y en cuanto podías evitabas discutir sobre ella, que ya te lo recriminaba agriamente el conde de Mercy.
—Madame, no creo que sea conveniente que paséis todo el día ocupándoos personalmente de vuestros hijos —te decía. Y es que habías decidido estar muy cerca de los niños y vigilar cada uno de sus pasos.
—Monsieur, es Francia la que me agradecerá un día que ame y me ocupe escrupulosamente de ellos. Si os leyerais los tratados pedagógicos del gran filósofo Rousseau, veríais que lo recomienda insistentemente, y mis hijos, monsieur, son la joya más valiosa que tiene Francia. No puedo perder tiempo. Debo pulirla para evitar futuras imperfecciones.
—Pero madame, el rey necesita de vuestro consejo e interés en temas políticos con más premura que nunca. La situación financiera y social está comenzando a estar muy inestable y…
—Mi esposo, el rey, se apaña divinamente sin mis consejos. Le repito que mis hijos serán mi mayor y más preciada prioridad.
—Por supuesto, madame… —decía dirigiendo la mirada hacia sus zapatos, dejando un tinte de resignación reflejado en sus pupilas.
Y si a todo esto añadimos que el rey se mostraba taciturno, apocado y poco informativo contigo en menesteres de política, pues ya no te digo.
Yo sé que habías intentado mil veces compartir asuntos de estado junto a tu esposo, pero éste se mostraba apático y privado a la hora de informarte sobre nada. Así que ya podía rabiar Mercy, que por uno u otro lado la política no sería tu fuerte, Toinette.
Sin embargo, hasta yo me enteré de lo de esa horrible guerra, y de la alianza de Francia con los americanos que luchaban contra unos sublevados violentos que mantenían al nuevo mundo en vilo. Y eso dibujaba a tu conde como un héroe frente a los ojos de una corte que le observaba desde lejos, envuelto en una leyenda cargada de valerosos soldados e increíbles quimeras tintadas de victorias.
—Cuando vuelva el capitán Fersen te vas a meter en problemas —te repetía cuando descubría en tus ojos un extraño halo de melancólica ensoñación.
—¡Pero qué disparates dices, malvada criada! —contestabas con un bufido. ¡Cómo te enfadabas!—. ¿Acaso no ves que mi único interés son mis pequeños?
—Ya. Bueno.
Entonces nos engrescábamos en una agria discusión que acababa siempre con una amenaza de despido que luego nunca cumplías.
Y es que tú sabías que yo te quería de verdad, Toinette, soñases o no con un conde que algún día regresaría para llevarte al paraíso de los sentidos. A ese lugar al que tu marido había sido incapaz de conducirte a pesar de haberte preñado ya en dos ocasiones.
Hoy quiero que sepas que te entendía, mi niña. Sabía de tu inmensa soledad, de tu lucha interior por paliar esa pasión que comenzaba a hacer estragos en tu corazón herido, recordando a tu amado y deseando escapar así de melancolías y traiciones palaciegas.
Y además no puedo negarte que el conde era un muchacho extraordinariamente atractivo.
Alegre y seductor, era capaz de hacer girar las miradas hacia su persona a hombres y a mujeres por igual. Tras su halo de dios griego, los primeros quedaban rabiando de envidia, mientras que las segundas se lanzaban a maquinar lo imposible para enredarlo entre las hermosas perlas que acariciaban sus delicados escotes.
—Se parece a un Apolo —me confió un día tu peluquero Leonard, poniendo los ojos en blanco mientras te esperábamos pacientemente en tu antecámara.
Yo le contesté frunciendo el ceño y clavándole una desafiante mirada.
—¡Todas las damas de la corte suspiran tras sus pasos! —siguió insistiendo—. A ver cómo nos lo devuelve la guerra, Lala. Con lo valiente e inteligente que ha demostrado ser, seguro que regresa triunfante.
«Lo que yo quiero es que vuelva mudo», pensaba yo, temiendo que un día se fuera de la lengua y revelara a alguien sus ardientes sentimientos hacia la reina de Francia.
Gracias al cielo no hizo falta, Toinette, porque tu conde demostró ser el prototipo del perfecto caballero, distinguiéndose por mil virtudes de enorme importancia, como su integridad y afamada caballerosidad. Aunque quizá la más valiosa fuese su muy cuidada discreción, tan necesaria para los asuntos de amoríos.
¡Oh, cómo enamoraba a las damas de tu corte!
Lo que más me divirtió sobre él fueron los rumores que corrían entre los criados y que hacían referencia a su sublime masculinidad. Este hecho lo descubrían cuando acicalaban los aposentos de las más atractivas damas de la corte y en donde encontraban manchas entre las sábanas de dudosa procedencia.
Luego azuzaban el oído y captaban algún que otro suspiro escapado de entre los labios enamorados de la dama en cuestión.
Y a mí esto me hacía reír, nena, aunque en el fondo no tuviera ninguna gracia. Porque si tan seductor era en el lecho no tardarías en rendirte a sus encantos sexuales. ¿O es que acaso no ansiabas experimentar caricias supremas después de tantos años de relación matrimonial apática y rutinaria?
«Verás tú, verás… En cuanto pruebe al conde, no habrá quien la separe de sus sábanas», pensaba yo llena de angustia.
Pero la vida tiene sus extraños caminos, y cuando menos lo esperábamos el muchacho se marchó a la guerra para dejar tras de sí un rastro de corazones rotos entre los que indudablemente se encontraba el tuyo.
Así pude respirar tranquila y centrarme en otros asuntos, aunque durante muchos meses me acompañó el recuerdo de sus ojos clavados en los tuyos. Porque yo os observaba por el rabillo del ojo, y lo que descubrí fue que el conde sueco te comía con la mirada. Así de claro te lo digo, Toinette.
«Dios mío —pensaba notando cómo se me erizaba la piel del cogote al notar las flechas de Cupido dispararse tan cerca de mi oreja que hasta podía oír su susurro al cortar el viento—. Esto no puede acabar bien, no señor…».
Ahora que recuerdo esta etapa de tu vida, siento lástima por el pobre muchacho… Y es que se derretía cuando te miraba o cuando te ofrecía galantemente su brazo para pasear por la tarde junto al resto de tu grupo de amigos encabezados por los Polignac.
Tras estos paseos solías llegar a tus aposentos con el entendimiento aturdido y sin prestar atención a nada, ni siquiera a la tierna charlatanería de María Teresa o a las manitas que Luis José te agitaba desde su cuna.
Y entonces yo atisbaba el peligro que emanaba de todo aquello, Toinette, y me preguntaba cómo demonios acabaría este espinoso asunto.
Así que como te digo, respiré aliviada cuando un día se fue a su maldita guerra y todo pareció calmarse un poquito… Bueno, todo no se calmó, porque quedaron latentes en el aroma de los jardines de Versalles las envidias que habían nacido entre tus cortesanos al ser advertida tu predilección por su compañía.
¡Ay, nena! Los chismes comenzaron a colarse de nuevo por cada rincón de palacio. Lo malo era que ahora había una base cierta en ellos.
Todo lo empeoró tu aspecto y presencia, porque cada día lucías más hermosa incluso tras aquellos días de reciente maternidad. Y es que tras el parto de Luis José, estabas más esbelta que nunca, y lucías unos ojos más brillantes que una luna llena.
Tanto te admiraba la corte en este sentido, que hasta las damas copiaban descaradamente tus nuevos peinados con esos extraños rizos con los que Leonard había intentado ocultar tus alopecias. ¡Eso sí que me dejó boquiabierta!
—Me han dicho que las damas en París imitan tus nuevos acicalamientos en el cabello. No lo entiendo, nena… ¡Pero si estás llena de calvas! Parece ser que incluso las hay que se afeitan algunos espacios en el cuero cabelludo para asemejarse aún más a ti. ¡Qué extrañas son las nobles de Francia, nena!
—Pues eso no es nada, Lala. ¿Te he dicho que anoche en la ópera todas lucían trajes hechos expresamente con el color de las defecaciones del delfín?
—¿¿¡Cómoooo!??
—Pues sí… La llaman «Moda a la Caca del delfín». Es algo inaudito, pero es cierto.
—¡Jesús, qué cosas!
Así era Versalles, nena, y así era nuestra vida entre sus magníficas paredes.
A mí me horrorizaban todas esas extravagancias que no podía entender dada mi falta de sesera y discernimiento, pero no puedes ocultarme que a ti te divertían. Sí, nena, no me lo niegues que yo lo descubrí.
A veces pienso que encerrada entre los límites de un mundo falso e hipócrita, fue un milagro que pudieses llegar a ser una magnífica madre. Porque Toinette, de eso sí he sido testigo y puedo dar fe de ello, por mucho que en el juicio te hayan acusado de lo contrario. ¡Pero qué sabrían ellos! Y es que nada se podía comparar al inmenso amor que sentías por tus pequeños. Y fue precisamente gracias a ese empeño tuyo de estar constantemente pegada a ellos por lo que te diste cuenta del difícil carácter que comenzaba a desarrollarse en la personita de tu querida hija María Teresa.
—Lala, la niña no es fácil. Me tiene algo preocupada.
—Bah, no debes inquietarte, mi reina. Tu hija es aún muy niña.
—No imaginas cuánto debo reñirla. Es cabezota, impertinente, irrespetuosa y desagradable en el trato con sus damas. Aunque no se han quejado, he oído ciertas contestaciones de María Teresa que no me han agradado en absoluto.
—Eso es porque están todo el día atosigándola con sus empalagosos halagos. La culpa la tienen ellas.
—No sé, Lala, no sé…
—Pues yo sí.
Pero lo cierto es que yo también había observado ciertas diligencias en la personalidad de la niña que me preocupaban, y por ello hacía meses que la llevaba observando de cerca.
María Teresa, siendo una niña de avispada inteligencia y gran poder de observación, se había dejado convencer de su supremacía frente al mundo, quizá como te decía, a causa de la terrible y continua adulación a la que se veía sometida por toda una corte.
Tanto la agasajaban que decidiste invitar a niños provenientes de familias humildes para que jugaran con ella, obligándola a hacer los honores y a regalarles muchos de sus juguetes. Pero todo ello enfureció más a la niña.
Yo no sabía muy bien qué aconsejarte, nena, ya que veía con claridad la preferencia afectuosa que la niña había comenzado a mostrar hacia su padre, siendo, sin embargo, brusca y distante contigo.
Me recorre un escalofrío por el cogote al recordar el día en el que sufriste una aparatosa caída del caballo. Cuando se lo conté a María Teresa, ella siguió jugando como si nada, helándome la piel cuando sin mirarme siquiera me dijo: «Si mi mamá muere, no me importará».
—Toinette —te dije en cuanto te vi—. La niña dice que no le importa que te mueras. ¡Creo que debes cambiar tus métodos educativos! A ver si vamos a crear un monstruo…
—¿Un monstruo? ¿Por qué dices eso? —preguntaste enarcando una ceja.
—Porque veo que no te ama como debiera…
—Ya te lo dije yo… —dijiste echando un desesperado suspiro al aire—. Mi hija es mi gran tesoro, la amo con locura y precisamente por ello dirijo sus pasos educativos yo misma. Sé que a veces la contradigo y no la mimo como toda Francia espera, pero si lo hago es porque veo demasiada adulación a su alrededor. Esto es contraproducente y despierta su altivez y prepotencia. Si sigue así, ¿qué será de ella cuando sea adulta?
—¡Ay, qué puedo decirte yo, nena…!
—Ya sé que a veces demuestra no quererme, Lala, y que parece centrar todos sus afectos sobre la persona del rey. Pero todo se reduce a que él la consiente con desmesura. ¡Todos lo hacen! Y esto es precisamente lo que yo sé que la podría perder.
—Pues a mí me preocupa que la niña se muestre tan despegada hacia su madre…
—Por ahora su conducta no me obsesiona, Lala. Ya moldeará con el tiempo su distancia y se congraciará conmigo. Ya sabes que mi único interés y el motivo de mi alegría son mis dos hijos. Son mis más preciados «juguetes».
Y eso sí que era toda una verdad, Toinette. Aunque yo hubiera añadido otro tercer juguete que llevabas por ahí escondido. Ése en forma de caballero sueco… Pero por supuesto, nada dije al respecto.
La frágil salud del delfín Luis José te mantenía especialmente alarmada, siendo la observación de su desarrollo tu más obsesiva tarea.
—El delfín come mal, Lala… —me decías llena de exasperación—. Este niñito no es de constitución sana.
—Eso pasa por no haberle querido amamantar tú misma.
—¡Lala!, no me acuses de semejante cosa. No tiene nada que ver…
—Bueno… —decía yo encogiéndome de hombros. Y es que andaba enfadada contigo porque esta vez no había podido convencerte de que alimentaras tú misma a tu hijo, hecho que te critiqué con ahínco, sobre todo cuando descubrí que habías escogido para ello a la esposa de uno de los jardineros de palacio, una mujer burda y tosca cuyas ubres eran más grandes que las de la vaca que teníamos en el pueblo cuando yo era chica.
—¡Toinette! —te recriminé con indignación el día que me la encontré alimentando al delfín—. ¡Has escogido a la esposa de uno de los jardineros de palacio para amamantar al delfín de Francia!
—¿Acaso fuiste tú escogida por tus aristocráticas raíces para cuidarme, Lala? —me reprochaste humillándome hasta la médula con tu agria insinuación.
—Bueno… Eran otras épocas —fue lo único que logré balbucear para lamer mi herida—. Y no eras delfina sino archiduquesa…
—Ese argumento no me vale. Esta mujer tiene leche consistente y sus pechos están cargados de rico alimento para el delfín. Es lo que necesita dado que su salud es tan precaria. Yo no le hubiera podido alimentar mejor.
—¿Y qué pasó con Rusró y sus teorías? ¿Acaso ya no te gustan tanto como antes?
Te pusiste rígida y me clavaste esa mirada furibunda tuya que no me gustó demasiado.
—Si te refieres a monsieur Rousseau…
—Bueno, eso, sí, como se llame.
—Para tu información, sus teorías me interesan más que nunca. Pero en otros aspectos.
—¿En cuáles?
—En los métodos educativos que pienso emplear con María Teresa y Luis José.
—¿Y cuáles son?
—¡Lala, me exasperas! No te importa. No tengo por qué discutir contigo la pedagogía que deseo emplear con mis hijos —dijiste levantándote bruscamente y marchándote tras la puerta acompañada por el suave runrún que hacía tu magníficamente adornada falda al andar.
Y así quedamos enfrentadas esa tarde. Yo herida a causa de tu acusación sobre mis pobres raíces, y tú convencida de que te habías dirigido a mí con corrección.
—La reina no se interesa por asuntos de Estado; acude cada vez con más frecuencia a fastuosas fiestas en las que luce las más increíbles joyas. Gasta cantidades incalculables en porcelanas y muebles de exquisito gusto que abarrotan los ya sobrecargados aposentos. Se empeña en dirigir personalmente la educación de sus hijos cuando lo deberían hacer maestros y criados. Cambia las normas protocolarias de Versalles e ignora a sus consejeros… ¡Es una rebelde! —escuché un día quejarse el conde Mercy a la duquesa de Polignac—. A su hermano el emperador José no le agrada que enrede todo el día a cuatro patas jugando con sus hijos en vez de despachar con los consejeros del rey. Vea, madame, qué puede hacer al respecto. A usted la escucha.
Pero tampoco hiciste caso a Yolanda. Qué va…
¡Ah, qué cantidad de críticas levantabas, Toinette! Y es que llevabas la contraria a todos y a todo, imponiendo cada vez con más ahínco tus criterios como madre, esposa y reina. Y eso no gustaba, nena.
Las damas de la corte te miraban con suspicacia y se abanicaban con exasperación cuando se les informaba sobre tu terquedad en cuanto a estos temas caseros. Y es que te sentías tan segura de ti misma en cuanto a lo que al delfín y a María Teresa se refiere, que te saltabas normas que levantaban ampollas.
Recuerdo con especial dolor el rencor que se creó en torno a ti cuando decidiste, sin consultar a nadie, que la sustituía de la princesa de Guéméné como institutriz de los dos niños fuese tu gran amiga y confidente la duquesa Yolanda de Polignac.
¡¿Pero cómo se te ocurrió escoger a Yolanda?! De sobra sabías que había cien damas con más rango aristocrático que ella y que pasabas por encima de sus nombramientos como si fueras un saltamontes de los montes de Austria. No puedes negarme que este hecho te creó muchas enemigas, Toinette. Y yo temblaba, nena, porque siempre he sabido que tener un enemigo es malo, pero tener una enemiga es además terriblemente arriesgado. Y la vida nos demostró después a las dos que mis temores estaban fundados.
Pero a ti todo te importaba poco, niña. Nada de lo que yo te dijera al respecto te hacía pestañear.
Habías decidido que querías educar a tus hijos con mano férrea y controladora, además de con enorme cariño y templanza. ¿Y quién mejor que la duquesa de Polignac, amiga entrañable y dulce compañera, iba a poder cuidar con más delicadeza a los jóvenes delfines?
Si añadíamos además que el rey la apreciaba mucho y admiraba sus cualidades como amiga y consejera dime, ¿qué podíamos hacer los demás?
Tanto se fiaba el rey de vuestra amistad y de su dulce presencia, que a veces no se acercaba a ti hasta haber preguntado primero a Yolanda cómo andaba tu humor esa mañana, que últimamente sufría altibajos que hacían temblar hasta al último de los pajes de palacio.
Y así los Polignac y su séquito acabaron ocupando trece de los apartamentos inferiores del palacio de Versalles, haciendo vibrar las paredes de los salones a causa de los nacientes y envenenados cuchicheos que te relacionaban extrañamente con la princesa. Y esas envidias nada bueno presagiaban, Toinette. Pero a ver quién te decía algo…, porque no escuchabas ni permitías a nadie chistarte al respecto. Y esa actitud me incluyó hasta a mí.
Y enfrascada estaba Versalles en todas estas correrías de chismes caseros y opiniones enfrentadas, cuando ante el estupor de todos te quedaste de nuevo embarazada.
¿Y a quién se le ocurrió regresar en un momento tan inoportuno de una guerra lejana? Pues a tu «tercer juguete», el conde enamorado.
«Esto enturbiará más nuestros corazones y enmarañará aún más la situación familiar», pensé.
Y mira, nena: te repito de nuevo que no iba yo desencaminada en mis augurios.
¡Ay, el amor…! ¡Qué bendiciones y qué peligros acarrea por igual!
Dímelo a mí que tanto sufrimiento y penurias me trajo en mis años mozos. Porque yo también estuve enamorada, Toinette, y mucho. Ya te lo he dicho.
Y creo que por eso te entiendo y te intenté encubrir y aconsejar lo mejor que pude.
Fueron tiempos difíciles los de tu tercer embarazo, Toinette.
Sufriste pérdidas de sangre durante los primeros meses que te obligaron a encamarte. Te colmaste de grandes preocupaciones y temiste hasta las lágrimas por la vida del bebé. Y es que tu pequeñín intentaba agarrarse a la vida dentro de tu vientre como un marinero lo hace a un tablón en un mar bravío que se acaba de tragar su navío.
El momento más temido llegó una triste noche, el 2 de noviembre de 1783 para ser exactos. Lo sé porque ese día cumplías 28 años y todos sospechábamos que era una edad avanzada para traer un niño al mundo, pues implicaba riesgos de importancia, como el que viniera con taras. Y bastante teníamos ya con el pequeño delfín Luis José, quien siempre enfebrecido, pálido y dolorido, nos mantenía en permanente vigilia.
Y es que yo había conocido el caso de una prima mía de mi pueblo, que dio a luz a esa avanzada edad y le nació el hijo con rasgos orientales y expresión extraña. Luego resultó que la criatura no había sido dotada por el Señor con una inteligencia normal… Y este recuerdo me mantenía preocupada, Toinette. Y mucho.
Creo que las fechas que te doy son correctas, porque he intentado olvidar ese día y no lo he logrado. ¿Cómo hacerlo si la pobre criaturita murió y decidió irse al cielo antes de terminar su gestación dentro de tu vientre?
¡Oh, cómo lloraste, ni niña! Parecía que ibas a derramar todas las lágrimas de un universo por esos ojos tan hermosos que tenías. Y es que perder un hijo incluso antes de que sea una personita conclusa produce un dolor que no se puede describir con palabras…
Nunca lo podré afirmar con toda seguridad, nena, pero siempre he pensado que fue tras la pérdida de este tan querido hijito, cuando decidiste iniciar tu romance con Alex para llevarlo «hasta el final».
¡Ah!, nunca te cacé en pleno vuelo, nena… Pero yo descubrí tus escaramuzas aunque mis ojos no vieran nada, porque te conocía como a la palma de mi mano, y porque además conseguí abrir con una aguja de tejer tapices uno de los secreteres de tu alcoba, en donde descubrí algunas de las apasionadas cartas que te escribía.
¡Oh, qué bellas descripciones hacía del amor que por ti le devoraba! Así cualquiera se rinde.
El conde no paraba quieto. Iba y venía de constantes viajes movido por esa pasión que sentía por la vida militar, dejándote tras de sí cargada de una melancolía que intentaba paliar prometiéndote esas bellas cartas impregnadas de sinceridad que yo no tardaba en leer a escondidas.
También encontraste tú cómo distraer tu pena, ya que como nunca antes te centraste en redoblar las funciones teatrales en tu pequeño paraíso privado, Le Petit Trianon, en donde representaste tus papeles favoritos. Así, un día fuiste pastorcita, otro sirvienta y otro hasta una princesa asiática con turbante y todo… Y éstos son los únicos papeles que recuerdo con claridad, aunque sé que hubo muchos más.
Adquiriste más animales para la pequeña granja del palacete, y hasta recuerdo el nombre de una vaca que te empeñaste en que enseñaran a María Teresa a ordeñar: Blanchette.
También rodeaste el jardín de ovejas, cabras traídas expresamente de Suiza, un palomar, gallinas y qué sé yo cuántos animales más.
Aquello era muy bonito, Toinette, y debo reconocerte que yo lo pasaba mejor que nadie. Bueno, mejor que nadie no, porque María Teresa y Luis José reían a carcajadas y disfrutaban de cada segundo.
Recuerdo con especial estupefacción aquel día de septiembre de 1783 en el que ese ingeniero tan inteligente, un tal doctor Montgolfier, trajo a los jardines de Le Petit Trianon un globo de dimensiones descomunales en cuyo vientre había diseñado los escudos reales de tu esposo. ¡Qué bellísimo espectáculo! Y cómo después ante el estupor general, se metió dentro en un cestito que colgaba de una extremidad y salió volando por los aires.
El delfín Luis José, que por entonces contaba con dos años y a quien precisamente sujetaba yo sobre el regazo esa mañana, se puso a aplaudir como loco mientras María Teresa y todo el resto de los adultos admiraban boquiabiertos la magnificencia de semejante aparatejo.
No recuerdo muy bien cómo acabó aquel peculiar día, aunque sé que alguien me informó de que el doctor y su globo aterrizaron en un bosque de pinos a pocas millas, y que no resultó herido de su extraordinaria expedición aérea.
Tal conmoción provocó esta aventura que no me sorprendí cuando al día siguiente ordenaste a madame Bertin que te diseñara una veintena de abanicos decorados con bellos globos aéreos, que por supuesto no tardaron las damas de la corte en imitar.
Pero ni el más llamativo espectáculo podía alegrar más tu corazón que el inesperado regreso en junio de 1784 de tu conde sueco, esta vez en posición de embajador acompañante del monarca de su país, el rey Gustavo, a quien atendió durante unas seis semanas.
¡Seis dulces semanas tuvisteis para vosotros dos, Toinette!
Y por ello volvieron a producirse vuestros encuentros secretos, a cruzarse vuestras miradas y a escapársete suspiros enamorados por cada recoveco del palacio.
El «juguete» sueco de la reina había regresado, y tus sentimientos pendían de un hilo tan fino y peligroso como la punta de un cristal.
Yo te miraba frunciendo el ceño y me preguntaba qué ocurriría de ser descubiertos. Pero lo que ocurrió fue que el conde tuvo que marchar tras la estancia del rey Gustavo y el producto de su compañía fue un perro enorme de raza sueca que te regaló, al que pusiste el nombre de Odín y quien me gruñía cada vez que entraba en tus aposentos.
—Peste de perro este… —pensaba yo propinándole una que otra patada mal disimulada.
Y fue precisamente durante aquellos días en los que yo me peleaba por limpiar los malditos pelos que dejaba tu nuevo perro por todos los rincones de tu cámara, cuando ocurrió un hecho que me dejó inmersa en la más sublime perplejidad: habías quedado nuevamente embarazada.
—Lala, sé lo que te ronda por la cabeza —me dijiste agudizando tus hoyuelos en las mejillas, haciendo resplandecer en tu cara la más hermosa de las sonrisas.
—Yo no he dicho nada —murmuré gruñendo hacia otro lado—. Y tampoco quiero saber nada.
Entonces soltaste una gran carcajada, me abrazaste y me confiaste algo de suma importancia que me repiquetearía entre los sesos durante las semanas venideras.
—Puedes pensar lo que quieras, pero este pequeñín que Dios me vuelve a regalar es hijo de mi esposo, el rey de Francia.
—Pues mira qué bien… —dije encogiéndome de hombros.
—¡Ay, mi Lala, nunca cambiarás! —Respondiste poniendo los ojos en blanco y acelerando el movimiento de la mano para abanicarte con más ahínco—. No puedo quedarme a discutir contigo. Monsieur Mercy me está esperando en mi despacho y tu cabezonería me haría mantenerle ahí solo y aburrido mil horas más. Además debo informarle de inmediato de la crucial noticia de que voy a darle un nuevo hijo al rey de Francia.
«Ya veremos si tus súbditos así lo creen», pensé guardándomelo para mis adentros mientras te veía salir ufanamente de la estancia.