VII
Una delfina y un delfín para Francia

¿Qué hubiera sido de ti de no haber venido tu hermano el emperador José a salvarte de la desesperación? ¡Ah, cuánta gratitud le debes, Toinette!

Fue bueno contigo, amable, entrañable… Te demostró infinito aprecio acudiendo a Versalles en el momento más crítico de tu matrimonio, cuando decidió tomar cartas en el asunto de tu infertilidad.

¿Por qué no quedabas embarazada? Ésa era la cuestión que tanto amargaba a tu pequeña alma, y que tu hermano decidió resolver de golpe y porrazo.

Francia te amaba y se sentía orgullosa de tu belleza y esplendor, pero no te perdonaba que tu esposo no te hiciera concebir un delfín que un día se sentara en su trono.

Los panfletos ilegales, soeces e hirientes a los que hacía referencia unas líneas más arriba, volaban como el polvo por cada callejuela de la ciudad, mezclados entre un gentío que los recogía y reía a voces con las caricaturas con las que os representaban.

Retrataban con una crueldad exacerbada tu incapacidad para mantener relaciones privadas con tu esposo, y tanto te disgustaste que éste ordenó a la guardia real rebuscar hasta por las alcantarillas de París a los culpables de aquellas fechorías.

Fue entonces cuando se produjeron los primeros arrestos por esta delicada cuestión. ¡Qué desagradable sorpresa fue para ti descubrir que se trataba de gentes eruditas y muy respetadas los que maquinaron tales panfletos!

—Lala, los han encontrado… Y eran intelectuales a quienes yo admiraba… —me decías con una vocecilla de pajarito herido.

—¿Intelectuales? ¡Yo más bien los llamaría gentuza despreciable, canallas, piojos de cadáver, ratas de alcantarilla…!

—¡Oh, déjalo, Lala…! ¿Qué importa ya?

Y entonces yo notaba cómo se me partía el corazón al verte echar un suspiro al aire cargado de melancolía y resignación. Y es que a mí siempre me ha destrozado verte sufrir injusticias, Toinette. Y me han dado ganas de salir para París con un cuchillo en la mano con el que degollar a los que tanto te herían. Pero, claro…; eso no pudo ser.

Mi consuelo fue que acabaron en el calabozo, aunque sus conexiones eran poderosas y se las apañaron para que sus compinches de la calle siguieran haciendo proliferar sus malditos chistes.

Y es que comenzabas a tener enemigos muy poderosos entre los parisinos, Toinette, como esos grandes intelectuales a los que todo el mundo elogiaba y cuyos escritos filosóficos y políticos a ti te aburrían de muerte. Pero eran listos, nena, y yo les temía mucho, porque sabía que sus dardos envenenados daban en la diana de tu corazón débil y vulnerable. Esas sanguijuelas estaban dotadas de lenguas viperinas y plumas veloces como un látigo, y eran extraordinariamente rápidos en sembrar críticas y bromas mordaces sobre tu persona y la del rey.

A veces pienso que fue el hambre del pueblo la que hizo nacer este odio entre los intelectuales, y no tu pobre personita, que bastante tenía ya con la preocupación de no lograr aportar un heredero a la corona de Francia. Y es que las carencias hacen desesperar los corazones, nena, y todos vosotros, sin excluir a las piadosas tías de tu esposo, lucíais más extravagantes que nunca. El simple hecho de mentar tu nombre recordaba los adjetivos «fastuosidad», «lujo» y «diversión». Y esto no gustaba nada, Toinette. Pero que nada, nada.

Millones de luises se acumulaban en forma de deudas que tus contables tardaban meses en pagar, y todo porque te dio por comprar más y más ropa, toda ella tan ferozmente bella como disparatadamente cara.

¿Y qué te puedo decir de las joyas que tú no sepas, nena? ¡Oh, qué hermosas y espléndidas eran éstas! Y siendo como eras presumida y terriblemente coqueta, decidiste lucirlas orgullosa en cuanto la ocasión lo permitía.

Yo temía que en un futuro cercano el pueblo te lo pudiera recriminar, mi niña, y desesperaba por hacértelo saber de la única manera de la que era capaz, que era hablándote en mi llano, tosco, pero claro lenguaje.

—Toinette, he oído que has vuelto a adquirir un par de pendientes de brillantes y rubíes.

—¿Cómo demonios te has enterado? —me dijiste apartando de un manotazo la mano de tu peluquero, aquel exagerado Leonard con el que yo disfrutaba tanto al observar sus extraordinariamente femeninos modales—. Seguro que te lo ha dicho una de mis damas. Averiguaré quién ha sido la chivata y tomaré las medidas necesarias para que no vuelva a cometer un error garrafal como ése.

—Bien sabes que tus damas no me dirigen la palabra, Toinette.

—¿Entonces? —dijiste haciendo un gesto a Leonard para que continuase colocando una inmensa peluca sobre tu cabello que portaba ni más ni menos que una jaula con un pajarito vivo que se empeñaba en cantar como si estuviera en la rama de un árbol.

—¿Que a quién se lo he oído decir? Pues vaya pregunta más tonta… Ha sido a ti.

—Eso no puede ser porque sólo se lo he comentado a la princesa de Lamballe y en la más estricta privacidad, Lala.

—Bueno… Es que me escondí tras la cortina para escuchar vuestra conversación.

Volviste entonces a pegar un brusco manotazo a Leonard, que del susto casi hace caer peluca, jaula y pajarito al suelo. El pobre animalito se calló de inmediato y su mudez duró hasta la noche, como si al llegar a la fiesta sobre tu cabeza hubiera comprendido que podía volver a cantar.

—¡Valiente descarada! ¡Oh, Lala…, cómo estás cambiando! Ya no me puedo fiar ni de ti…

—¿Por qué? ¿Porque soy la única que tengo el valor de decirte la verdad? Si te espío es por tu bien.

—¿Por mi bien dices?

—Sí, Toinette. Porque si yo no me entero de tus caprichos, no hay nadie en la corte que te regañe. —Agitaste la mano en el aire para demostrarme tu hastío y enfado.

—¡Fuera, fuera, fuera, Lala…! Largo de aquí. No necesito tus reprimendas. Ya no soy una niña. Tengo veintiún años y soy la reina de Francia.

—Aún no te han coronado oficialmente.

—¡Oh! ¡Qué descarada eres, criada!

—¿Acaso miento?

—No… Pero soy la esposa del rey, y eso tendría que bastar.

—Pues no basta a ojos de muchos de tus súbditos. Enfureces hasta al servicio de palacio.

Entonces abandonaste de nuevo el reflejo de tu rostro sobre el gran espejo de tu tocador para clavarme la mirada. Así descubrí que habías dejado de sonreír al fin, haciendo desaparecer esos hoyuelos tuyos que tanta admiración despertaban entre tus aduladores masculinos.

—¿Qué dices, Lala? ¿Cómo que enfurezco al servicio del palacio? Siempre les trato con cortesía y respeto, y que yo sepa, no tienen motivo alguno para quejarse. Sus sueldos son altos, están mimados hasta la saciedad, son vagos en extremo y roban comida de las cocinas, delito que todos simulamos no ver. Si aun así están descontentos, entonces deberían ser encarcelados.

—Yo en eso no me meto, niña, pues no soy la señora de esta casa. Pues faltaría más…

—Lala, ve al grano.

—Pues eso, que simplemente te digo que a los empleados de palacio no les gusta observar tanto despilfarro. Y un repiqueteo que me sube por las tripas me susurra que todos estos costosísimos regalos te acarrearán disgustos.

—Bueno, y qué… No soy la única, Lala. Toda mi familia política tiene gustos caros. Observa a las tías de mi esposo. Ellas gastan más que yo. ¿Y qué me dices del conde de Artois? Las apuestas con los naipes le van a perder… Las últimas deudas adquiridas han sido tremendas. El rey las ha pagado sin quejas y punto. Y si él no se preocupa, pues yo tampoco.

—Pues yo te digo que todo esto no es bueno, nena. Además, esos pendientes son casi idénticos a los que te regaló tu esposo la semana pasada… ¿Para qué necesitas otros?

—Porque los primeros no tienen rubíes y a mí los rubíes me encantan.

—¡Anda! Pues a mí me gusta el tocino y no me como cuatro cazuelas porque me moriría.

Y entonces te echaste a reír a grandes carcajadas, como hacías tantas veces cuando yo te hablaba con la sinceridad de una nodriza que amaba a la niña que le habían encomendado cuidar.

Te levantaste de un salto y me diste un abrazo tan fuerte que casi acaba con mi respiración. ¡A veces eras tan tierna, Toinette!

—¡Ay, te adoro…! Yo sé que me dices estas cosas para protegerme, para enseñarme. Sin embargo, no debes olvidar que hablas con la reina de Francia y que no eres nadie para llamarme la atención sobre mis gustos o compras. ¿Eres acaso mi contable?

—Si lo fuera buena bronca te echaría.

—Lala, ¡eres una loca insolente y consentida! Cualquier día de éstos me harto de ti y te envío de una patada de vuelta a Viena. Aunque luego te eche terriblemente de menos y pida que regreses.

—Entonces yo no lo haría y punto —contesté poniendo los ojos en blanco y resoplando—. Entre otras cosas porque me empiezo a aburrir de oírte amenazarme siempre con la misma cantinela.

—¡Uf…! No sé qué voy a hacer contigo, Lala —dijiste devolviendo toda tu atención al reflejo que de tu semblante despedía el espejo de tu tocador.

Si en algo tengo que darte la razón es que efectivamente y como me respondiste, no eras la única responsable de tal despilfarro… Qué va. De todos era sabido que el rey adquiría muchas piedras preciosas y hasta compraba cosas tan bellas como carruajes y vestimentas igualmente o incluso más caras que las tuyas, cuando no parecía necesario.

¡Ah, qué ciegos estabais todos, Toinette! Y como habías afirmado ufanamente, ahí estaba tu cuñado el conde de Artois, que no se inmutaba cuando le presentaban las muchísimas deudas que había acumulado a causa de su vicio más sonado: el juego.

Al final siempre era Luis quien debía costear tales deudas con delicadeza, elegancia y sin pestañear.

Y esto era lo que no gustaba al pueblo, nena… No señor, no le agradaba en absoluto.

Y entonces, en medio de tantos problemas, preocupaciones y críticas, llegó a Versalles tu hermano el emperador José como caído del cielo, llenándonos a ambas de júbilo.

Había nacido el segundo bebé de la familia, otro varoncito sano y fuerte para los condes de Artois, y te mortificaba más que nunca la desidia de tu esposo y la espantosa espera a la que te sometía para consumar plenamente vuestro matrimonio. Porque por lo visto, por mucho que tú pensaras que tal consumación había sido una realidad, no era del todo cierto.

¡Qué apuro pasaste, Toinette, al descubrir esto en una sincera y profunda conversación con tu hermano!

Aún no sé cómo tuviste el valor de describirle con pelos y señales cómo eran vuestras relaciones íntimas. A un hermano no se le cuentan esas cosas… Ni a un hermano ni a nadie.

Si yo me enteré fue porque utilicé mis propios recursos, es decir, escuchando detrás de la puerta.

Nunca te lo he dicho, pero quedé sumida en la más honda impresión porque, nena, no me podía imaginar que tu esposo no era capaz de verter su masculinidad dentro de tu vientre.

¡Resulta que lo había estado haciendo fuera! Pero…, ¿cómo no dijiste nunca nada, criatura? Pobrecita mía… Quizá ni debías saber que esto no era lo correcto.

Te habías limitado a alegrarte de que al menos te poseyera y pensaste que todo debía estar bien cuando en realidad estaba rematadamente mal.

No te enfades conmigo por esta pequeña revelación que te acabo de hacer, Toinette. Supongo que no habrá sido de tu agrado…

Dejémoslo pues y concentrémonos en lo que realmente me importa ahora, que es recordarte el bien que te hizo el emperador acudiendo en tu ayuda.

Él, preocupado y suspicaz tras siete años y medio desde tu boda, comprendió que algo fallaba torpemente durante vuestras noches de pasión, y por ello se lanzó a preguntártelo llana y claramente.

Debió de poner una expresión ceñuda cuando le contaste en qué consistían tales aventuras conyugales. Y entonces salió de la estancia a grandes zancadas, haciéndome rodar por el suelo tras golpear mi ojo contra el pomo de la puerta, que por cierto quedó tintado de un gris azulado que me acompañó durante dos largas semanas.

—¡Lala! ¡Por amor de Dios! —exclamó asustado levantándome del suelo—. ¿Pero qué hacías ahí, mujer? ¿Te he herido?

—No, no…, que va, majestad imperial —respondí frotándome la parte dolorida, creyendo desmayarme del dolor.

—Déjame ver…

—¡No, no, que estoy bien…!

Suspiró airado y gracias al cielo decidió seguir su camino hacia los aposentos de tu esposo sin prestarme más atención y sin delatar mi pecado.

¡Menos mal que no lo hizo, Toinette, ya que te hubieras puesto furiosa conmigo!

El rey le recibió sumiso y aliviado, y aceptó con gusto dar un paseo privado en su compañía por los extraordinariamente bellos jardines de Versalles.

Hasta el día de hoy ignoro lo que le dijo durante su caminar entre el olor de las flores y el brillo de las aguas de los lagos del palacio, pero el caso es que pocas semanas después empecé a observar chispitas de colores en tus pupilas, descubrí que los hoyuelos de tus mejillas se habían ahuecado exageradamente a causa de una permanente sonrisa, y me sorprendió verte suspirar tras los pasos de tu esposo.

Aunque lo que realmente me hizo entender que el rey había por fin hecho buen uso de su virilidad, fue la información que diste al conde de Mercy cuando yo menos lo esperaba.

Madame —te dijo una mañana primaveral mientras tomaba un refresco junto a ti en las terrazas del palacio—, debo daros una noticia que tal vez os produzca algo de turbación…

—¿De qué se trata, monsieur? —le contestaste apartando con un guante de seda blanca una avispa de tu vaso de porcelana.

—Pues, verá madame…, se trata de los condes de Artois. Acaban de anunciar al rey que Dios les ha bendecido con la concepción de un tercer hijo… Creí de enorme importancia informarla cuanto antes.

—¡Qué hermosísima noticia, monsieur! —contestaste enarcando las cejas y abriendo los ojos hasta hacerlos resplandecer como dos soles—. Entonces será muy conveniente que yo quede embarazada en breve. Así los bebés serán compañeros de juego.

—¿Cómo… dice, madame? —dijo el conde atragantándose con su limonada.

—Pues que no me extrañaría nada que el rey y yo obsequiáramos a Francia con la llegada de un delfín en menos tiempo del que se espera.

Y no fue un delfín el que Dios te envió, nena, sino una preciosa, perfecta y sana niña a la que llamasteis María Teresa en honor a tu madre la emperatriz, quien aceptó de inmediato el papel de madrina de la delfina.

¡Oh, que bebé tan hermoso pariste, Toinette! Pero cuánto te costó traerla al mundo… Tanto que casi pereces en el intento.

Creo que fue hacia el mes de mayo de 1778 cuando notificaste con profunda alegría y regocijo que tu vientre era fecundo, y que una criaturita se desarrollaba cómodamente en él.

—Esto es un sueño, Lala —me dijiste mil veces a lo largo de tu embarazo—. Soy tan inmensamente feliz que no encuentro palabras para expresarme. —Y no me extraña, mi nena, no me extraña…

¡Cuánto tiempo perdido a causa de la torpeza y apatía de tu esposo!

Éste se mostraba ahora exultante e hinchado como un pavo real, a pesar de que muy pronto comenzaron a circular los tan temidos panfletos en los que las caricaturas dejaban entrever que el padre de la criatura no era otro que el duque de Coigny, para tu desconsuelo y mi rabia.

Parecía que tus enemigos no deseaban enterrar las espadas, Toinette, empeñados como estaban en matarte a disgustos incluso en el momento más vulnerable de una mujer, que es cuando se desarrolla una criatura en su vientre.

—Como esto siga así —pensaba yo—, el niño saldrá con un trabuco en la mano…

Como nunca antes, redoblaste esfuerzos para hacer caso omiso a tales ataques utilizando armas de defensa peculiares, que esta vez no tomaron la forma de fiestas y conciertos, gracias a los buenos consejos de tu hermano. Antes de la partida del emperador José, había tenido la feliz idea de exponerte claramente los peligros que corrías si seguías con ese tipo de entretenimientos. Así que cambiaste la estrategia y decidiste ocupar tu tiempo con lectura, con oración y con tareas decorativas en la planta baja del palacio, para acomodar a tu futuro bebé.

No todo fue fácil durante tu embarazo, pobre nena mía.

¿Te acuerdas de cómo vomitabas y del terrible insomnio que padeciste? Qué mal lo pasaste…

Lo peor fue lo del pelo, ya que perdiste gran cantidad que jamás recuperaste.

¡Oh, que lástima me dio a mí esto, Toinette! Con lo bella que era tu cabellera y lo gruesa que siempre había sido, te encontraste de pronto con el dilema de poseer una melena fina como la seda que se vio irremediablemente salpicada de alguna que otra alopecia.

—¡Oh, mi niña, pero si tienes una calva! —te dije una mañana al quitarte el gorro de dormir y descubrir con horror un suave espacio entre tus cabellos del tamaño de una moneda de plata.

Leonard luchaba lo mejor que su ciencia estética le permitía contra esta impune y creciente calvicie, esforzándose con ahínco por masajearte el cuero cabelludo con sus pomadas y aceites vitaminados que poco lograron.

A ti no te importaba esta nueva dificultad, Toinette, porque la felicidad que se posaba en tu alma era tan grande, que hasta tu físico dejó de ser relevante durante un corto período de tiempo. Y digo «corto» porque a los cinco meses de embarazo, gorda como un tonel de vino como estos que posee Marlene en la entrada de esta taberna, decidiste que no podías seguir estando feúcha y sin cabello.

Entonces enviaste un recado urgente al taller de costura de tu afamada diseñadora de moda favorita, madame Rose Bertin, que te confeccionó en menos de lo que canta un gallo una veintena de los más bellos trajes sin cintura ni pliegues complicados.

Leonard captó el mensaje, y antes de que le dijeras nada, puso manos a la obra y creó para ti otra veintena de maravillosas pelucas para que combinaran con tus nuevos ropajes, y que te encumbraron en la cima de la más alta admiración.

—¡Jamás ha existido en la corte una futura madre más hermosa! —se decía por cada recoveco de Versalles, para tu regocijo y mi orgullo.

Y es que eras una preciosidad, Toinette, con aquellos vestidos, adornos y la barriga más oronda de toda una nación. ¡Porque, vaya vientre tan espectacularmente abultado, nena!

El doctor Lassonne, escogido expresamente por el rey para cuidarte durante el embarazo y atenderte en el parto, llegó incluso a sospechar que tal vez tuvieras la fortuna de que Dios te hubiera bendecido con gemelos. Pero qué va… ¡Es que el bebé que cargaba tu vientre era tragón y atrevido!

Te quedaste tan paliducha que monsieur Lassonne te proporcionó hierro y te aconsejó que pasearas de noche por los jardines de palacio, debido al extremo calor que castigó a Francia durante ese junio de 1778. Era tan insoportable que no eras la única en perder el sueño por su causa, Toinette, ya que hasta yo acabé durmiendo alguna que otra noche tirada sobre una manta en el mismo balcón de tus aposentos.

¡Qué ardiente verano tuvimos! Y tú, pobre reina mía, con aquella barriga que daba lástima ver…

Obediente y deseosa de que todo llegara a buen fin, fueron pocas las fiestas a las que acudiste y menos aún los conciertos a los que acompañaste a tu esposo. Sin embargo, alguno hubo, Toinette, porque fue precisamente en uno de ellos en donde volviste a ver a alguien que te encendió de nuevo una chispita que yo pensé que llevaba tiempo apagada.

—Hoy le he visto, Lala —me dijiste un anochecer mientras te masajeaba con friegas de aceite de almendra dulce tus muy hinchadas pantorrillas.

—¿A quién, mi niña? —pregunté sin prestarte demasiada atención.

—A ese caballero sueco tan apuesto… El conde Fersen…

Solté suavemente tu pierna izquierda sobre los almohadones y te clavé una mirada interrogante.

—¿Qué pasa? ¿Por qué paras si se puede saber?

—Mmmm…

—Mmmm, ¿qué?

—Pues que la última vez que hablamos de este caballero, hace ya casi cinco años, me dijiste que marchaba a desposarse con una gran dama de la corte de Inglaterra.

—¿Pero por qué te pones así? No es como para que te enfades conmigo, Lala…

Al ver que no obtenías de mí respuesta alguna, volviste a insistir.

—No he hecho nada malo, simplemente te he dicho que he vuelto a ver a este gran caballero…

—Que está casado al igual que tú.

—No, Lala. Me han revelado que no se desposó con aquella dama. ¡Ella rechazó su oferta de matrimonio! El conde ha optado por concluir la carrera militar y establecerse en la corte de Versalles.

—Pues mira qué bien. Ándate con cuidado, niña.

—¡Ay, Lala, qué sospechas te rondarán por esa cabecita enfebrecida que posees! Entre el conde y yo sólo se está empezando a desarrollar una dulce y apacible amistad que recibe el beneplácito del rey. ¿Acaso crees que estoy loca? ¡Mírame! ¡Estoy a punto de ser la madre más feliz de Europa!

—Ya veo, ya… —fue todo lo que fui capaz de decir tras retomar la labor de masajearte las pantorrillas.

La verdad, Toinette, es que si fueron ciertas mis sospechas sobre la creciente sensibilidad que temí se desarrollaba entre vosotros, poco me tintinearon por la cabeza, porque a las pocas semanas, el 19 de diciembre de ese mismo año a eso de las tres de la madrugada para ser exactos, corrí por los pasillos del palacio para avisar a la princesa de Lamballe sobre los terribles dolores que habías comenzado a experimentar, para regresar a toda velocidad a tu aposento, en donde comprobé por tu expresión que los dolores se habían agudizado.

Fue ella la que avisó de inmediato al príncipe de Chimay, y éste no se demoró en despertar al rey.

Y ahí comenzó el espantoso calvario que tuviste que sufrir para traer al mundo a tu preciosa hijita, la dulce y divina delfina María Teresa.

¡Oh, pero qué largo fue el camino hasta que la niña vio la luz, Toinette!

De pronto alguien entró precipitadamente en tu aposento, me pisó el juanete derecho y me echó hacia atrás con un empujón. Cuando ya iba a protestar por tal agravio, me di cuenta aterrorizada de que un enorme grupo de nobles caballeros y somnolientas damas intentaba entrar a trompicones en el dormitorio. ¡Ah, qué horrible costumbre la de empeñarse en ver cómo una reina trae un hijo al mundo!

Y es que con todo el alboroto se me había olvidado la maldita ley de los Derechos de Entrada. Así que el pasillo exterior y tus aposentos se vieron inundados en un segundo de demasiadas gentes curiosas con el deseo de no perder detalle.

Luis se mostró en todo momento cariñoso y dulce contigo, Toinette.

Si estaba nervioso, lo disimuló muy bien, dando prácticas órdenes a todo el mundo para que nadie se acercara demasiado a tu cama o te perturbara.

El calor en el aposento se hizo irrespirable con el paso de las horas y la tensión que yo sentía comenzó a hacer mella en mi sesera, proporcionándome una jaqueca monumental que pensé que a la que tendrían que acostar sería a mí. Porque nena, ¡qué valiente fuiste!

No te quejabas, no sollozabas ni protestabas. Simplemente sufrías en silencio toda aquella tortura que se hizo tan larga como una terrible enfermedad incurable.

Y por fin, tras doce horas de dolores y esfuerzo, la princesita más bella del mundo salió de tus entrañas a las once y media de una mañana de invierno cargado de nieve y brisa revoltosa.

El rey la tomó amorosamente en sus brazos y salió presuroso para mostrar su pequeña a todos aquellos nobles que no habían podido caber en el aposento mientras dabas a luz.

Y entonces ocurrió algo horrible, Toinette. ¡La hemorragia! ¿Te acuerdas?

¡Oh, qué tonta soy! ¿Cómo te vas a acordar si perdiste el conocimiento y tardaste varios minutos en recobrarlo?

Allí gritaban todos los presentes, se abrazaban y felicitaban, mientras nadie parecía percatarse de que habías cerrado los ojos y comenzado a sangrar abundantísimamente.

¡Qué trasto fue aquel doctor, Toinette, y qué peligro tan crítico corrió tu frágil vida en esos momentos! ¿Y quién fue la que dio la alarma entre tanto griterío y tanta felicitación? Pues tu Lala. Quién va a ser, Toinette, si yo era la única que no apartaba los ojos ni un instante de ti, y que tirando de la manga del doctor devolví su atención hacia lo que realmente importaba, que en ese momento era tu crítico estado de salud.

Monsieur, la reina no respira…

—¡Dios Bendito! —dijo lleno de espanto—. Esta mujer tiene razón. ¡Que alguien abra de par en par las ventanas, rápido!

Sin embargo, parecía que todos los presentes habían perdido la cordura, nena.

Unos gritaban, las damas se abanicaban e incluso se desmayaban de preocupación. ¡Qué típico de aquellas taradas!

—Pero doctor, hace un frío de muerte… Podemos agarrar todos una pulmonía… —dijo la condesa de Noailles.

Monsieur Lassonne no contestó. Demasiado preocupado por parar la terrible hemorragia, centraba toda su atención en tus partes privadas, esas que impunemente sufrían a la vista de todos los presentes.

Y ahí que se lanzó tu Lala hacia los grandes ventanales del aposento antes de que Dios te arrancara de mi lado.

No recuerdo a cuántas personas ilustres pisé ni a quién empujé, pero el caso es que logré mi cometido, provocando que en unos segundos la estancia se invadiera de una fresca brisa que inundó cada recoveco del asfixiante lugar.

—¡Apártense! —gritó el doctor—, la reina necesita recibir de inmediato el aire limpio que está entrando.

Y así pudiste recobrar el conocimiento, nena. Regresó la sangre a tus mejillas y ayudaste al doctor con las pocas fuerzas que te quedaban a controlar la hemorragia contrayendo todos los músculos del cuerpo.

—Cierre las piernas, madame —recuerdo que te dijo unos eternos minutos más tarde.

El peligro había pasado, todos se sintieron aliviados y me pareció ver cómo la duquesa de Polignac abría un ojo desde el rincón en donde simulaba estar desmayada.

De pronto el conde de Mercy dijo: «¿Dónde está Lala, la criada favorita de la reina, ésa a quien ella ama tanto?».

—Aquí estoy, monsieur Mercy… —me atreví a responder notando cómo me latía desenfrenadamente el corazón.

—¡Ah!, aquí está… Escuchen todos: esta mujercita es quien la ha salvado.

Y entonces yo me eché a llorar presa de un ataque de nervios provocado por la horrible tensión que había sufrido.

—No llore, Lala —dijo a mi lado la marquesa de Noailles, pasándome un brazo por los hombros mientras intentaba secarme las lágrimas con un bellísimo pañuelo de encajes y bordados que sacó de su manga derecha—. Ha hecho usted algo clave en un momento en el que el resto de nosotros nos habíamos quedado bloqueados. La reina vive y le estará eternamente agradecida. Y Francia también.

Y así fue como días más tarde, informada de mi pequeña heroicidad, me colocaste este colgante con tu precioso retrato del que nunca me he separado. El que llevo siempre al cuello como a la más preciada riqueza, y por el que madame Marlene ha sospechado que soy una vil ladrona.

—Muchas gracias, mi vida —te dije besándote las manos.

—El agradecimiento es mío, mi Lala —respondiste levantándome la cabeza de tu regazo—. Guarda bien mi medallón. Sé que siempre te ha gustado y deseo que seas tú quien lo conserve. Realmente no sé de qué otra forma pagarte tu apoyo, cariño y ternura.

—Bueno… A mí se me ocurre algo que de concedérmelo me haría muy feliz.

Enarcaste una ceja y pusiste una expresión de sorpresa ante mi comentario.

—¿Y qué es, Lala?

—Pues que para tu próximo parto, no pidáis sus servicios a monsieur Lassonne.

Y es que hasta el día de hoy estoy convencida de que aquel doctor era un patán que a punto estuvo de enviarte al cielo antes de lo esperado.

¡Qué feliz eras con tu chiquitina, Toinette! La besabas, arrullabas y amamantabas como si fuera la única niña de todo un universo.

¿Recuerdas qué enfado tan serio agarró tu madre al enterarse de que era tu pecho el que la alimentaba? ¡Lo nunca visto en la corte de Viena te atreviste a hacer en la de Versalles! Y todo por lo cabezota que era tu Lala y lo mucho que sufrí por convencerte, niña.

—Estás loca, Lala —me decías.

—Toinette, te arrepentirás toda una vida si no sigues mi consejo. No podrás saber jamás lo hermoso que es alimentar a un hijo. Si yo pudiera echar los años hacia atrás, ¡habría intentado convencer hasta a tu madre!

—Si hubieras hecho eso, te hubieran despedido con una patada en tus posaderas.

Y así pasó un día y luego otro, y para mi total desesperación otro más, hasta que una buena mañana me llevé la sorpresa más grande de mi vida cuando al entrar en tus aposentos te descubrí amamantando a tu pequeña.

—¡Oh! —dije llena de asombro sintiendo cómo me temblaba el corazón de felicidad.

—No sueñes, Lala, que no has sido tú quien me ha convencido.

—¿Ah, de veras? ¿Entonces quién? —dije frunciendo el ceño.

—Los escritos que me han traído de ese gran erudito a quien tanto admiran en París, el pedagogo cuya filosofía está haciendo estragos en la corte. El tal Rousseau.

—¿Pero no habíamos quedado en que te aburrían los sabios literatos que tanto barullo arman en París? —pregunté llena de asombro.

—Éste no. Y a mí no me aburren los sabios. No seas insolente.

—Ya…

Yo no sabía quién era ese señor, Toinette, pero me alegré mucho de que coincidiera conmigo en pensar que una madre debe alimentar ella misma a su hijo.

No pude evitar sonreír al pensar que a lo mejor, con el paso del tiempo y algo de paciencia, yo también sería admirada por mi sabiduría como el tal Rousseau.

No sé quién fue el listillo que te habló de las teorías pedagógicas de este intelectual, pero la decisión estaba tomada y ni tu madre ni tu extrema debilidad tras el complicado parto conseguirían que cambiaras de opinión.

Si al final tuviste que desistir, hay que buscar la causa en el sarampión, enfermedad atroz y despiadada que se cebó en tu pequeño organismo y que te obligó a alejarte del palacio, de la niña y de tu esposo.

Tus únicos consuelos durante tu convalecencia fueron las esporádicas y dulces visitas del rey, a quien cada día respetabas y amabas más, y tu estancia en el pequeño palacio Le Petit Trianon, rodeado del frondoso y espectacular jardín que habías ordenado construir pocos años antes.

¡Qué paz encontraste entre la fragancia de sus rosas y sus jazmines! Y aunque siempre te acusaron de barbaridades como la que afirmaba que sus paredes habían sido decoradas con diamantes y zafiros, yo atestiguo que su interior era simple y limpio.

¡Volvemos a lo de las calumnias, Toinette! ¿De dónde sacarían esa nueva atrocidad?

Parecía que tu felicidad, a pesar de la debilidad y la distancia obligada a causa del sarampión, era por fin completa.

Y si alguna gota de tristeza tenía cabida en tu corazón, tendría que ser ésta, Toinette. Habías tenido una hija, bella como la misma luna y perfecta como una flor.

Pero Francia no estaba satisfecha. Necesitaba un heredero.

Francia pedía a gritos un varón.

El tiempo volaba y el soñado pequeñín no llegaba a tu vida.

Mientras tanto, te dedicaste a recuperarte, y cómo no, regresaste a tu antiguo afán por divertirte en fiestas, conciertos y escapadas nocturnas a París. ¡Ah!, y desgraciadamente, a tu afición a las cartas.

Habías vuelto a las andadas, Toinette.

—Niña, no me gusta que estés hasta altas horas de la madrugada en la mesa de las cartas —te dije.

—A ti nunca te gusta nada de lo que hago, Lala.

—Piensa en tu hija. Aprecia desayunar contigo, y últimamente estás siempre dormida.

No te quiero reprender, Toinette, que para eso están los ángeles con quienes estás hoy en el cielo, y mucho menos criticar tu instinto maternal hacia María Teresa, que siempre ha sido impecable y tierno. Pero me preocupaban en extremo las críticas que comenzaban a surgir entre tus envidiosos cortesanos.

Nunca te perdonaron que cada vez lucieras más bella, que conforme pasaba el tiempo te rodearas de nuevos y más jóvenes amigos, y que comenzaras a cambiar ciertas normas de las que nunca se había oído hablar, como por ejemplo las que hacían referencia a tu privacidad.

¿Te acuerdas lo que se te criticó que impusieras cenar junto a tu esposo en sus aposentos privados, sin mirones ni entremetimientos? ¡Lo nunca visto!

Pero a ti te dio igual, nena. Se lo pediste a tu esposo y él accedió. Y muy bien que hizo. Así te quitaste de un plumazo cosas tan absurdas como tener que aguantar a tus damas y a todo el que quisiera sobre tu cogote mientras te alimentabas.

Tampoco les gustó que de vez en cuando impusieras la moda de una vestimenta mucho más informal, sin hilos de seda, pedrería, ni bordados.

—¡La reina se viste ahora como una vulgar pastora! —decían las lenguas viperinas de palacio—. ¿Qué se habrá creído?

Pero mira cómo son las cosas, Toinette, que al poco tiempo todo el mundo te imitó en palacio, comenzando las cortesanas a confeccionar ropajes casi idénticos a los tuyos. ¡Y es que tu estilo era por todos imitado! Qué cosas, nena. Qué cosas…

Fue en esa época cuando te empezaste también a entretener organizando en tu pequeño palacete del jardín, Le Petit Trianon, pequeñas obras teatrales, quizá para matar la obsesiva espera de la llegada a tu vida de ése tan deseado varón a tus entrañas.

Y ahí que los cortesanos se comenzaron a pegar de tortas para ser actores, representantes de alegres obras teatrales que a ti te fascinaban, o improvisados cantantes de ópera y hasta bailarines.

¡Cómo lo pasabas, Toinette! A mí todo aquello me hacía mucha gracia, sobre todo porque tus amistades solían representar sus papeles muy bien.

Tú también participaste en muchas ocasiones, y la verdad es que nunca te oculté que esto ya no me gustaba tanto…

—Pues cuando era pequeña te encantaba verme representar a pastorcillas, villanas o criadas —me dijiste frunciendo el ceño cuando te lo recriminé.

—Pero entonces eras una cría y ahora eres la esposa del rey de Francia.

—¿Y qué más dará, Lala, por Dios bendito? —contestabas exasperada.

—Pues mucho…

—Mira, el rey lo aprueba y me anima. Y acude feliz a las representaciones junto a mis cuñadas. Ayer le vi aplaudir y reír como un loco.

—Bah, eso es porque el rey últimamente hace todo lo que le dices sin chistar.

—¡Oh! Me desesperas…

Pero tú ni caso. Seguiste representando tus papeles, deleitando a los muy especialmente seleccionados invitados e incomodándome a mí.

Había otra cosa en tu proceder que me encendió la llama de la alerta. El conde Alex Fersen revoloteaba cada vez más dentro de tu íntimo grupo de amistades, y esto no me agradaba en absoluto.

Y lo peor es que os veía, Toinette. No creas que no me daba cuenta.

Se te escapaban miradas, suspiros y alguna que otra risita histérica cuando te susurraba algo al oído, hecho que despertó enseguida las sospechas de algunos de tus cortesanos.

—Nena, ten cuidado.

—Vaya, ya empezamos otra vez… ¿Y por qué, si se puede saber?

—Porque he visto cómo la duquesa de Saint-James le propinó un pequeño codazo al conde de Vaudreuil cuando esta mañana paseabais todos juntos junto al lago.

—¿Y por eso debo tener cuidado? ¡Qué cosas tienes, Lala!

—Es que lo hizo cuando el conde de Fersen te dijo algo al oído.

—¡Ah!, ¿por eso? Tan sólo me estaba contando el último chisme que corre sobre el conde de Mercy… Hacía referencia a sus temibles hemorroides, Lala.

—Pues parece que a ti las hemorroides del conde te han hecho demasiada gracia. Como te entró esa risa tan fuerte…

Desaparecieron los hoyuelos de tus mejillas de sopetón, así que decidí callarme.

—Lala, me ofendes. Entre el conde Fersen y yo no hay más que amistad. Jamás osaría llegar más allá de una simple conversación en presencia de amigos. Y no quiero que me vuelvas a sacar este tema nunca más.

—Bueno…

Como durante aquella primera época de encandilamientos amorosos con tu conde no me hacías caso, mi único y verdadero placer era observar a María Teresa, tu hija tan preciosa, inteligente y dulce.

Ágil como un conejillo aprendió a andar con bastante rapidez, hablaba como una cotorra, y su alegre y chispeante carácter arrobaba a todos.

Fue estando una mañana precisamente junto a la niña y sus damas en el jardín de Le Petit Trianon, cuando vi cómo llegaba corriendo por los paseos del jardín un jadeante lacayo.

—¡Lala! La reina me ha enviado a buscarla… Está muy nerviosa. ¡Acuda pronto a su gabinete!

«¿Dios mío, qué habrá pasado?», pensé.

Dejé a la niña junto a sus damas, y salí presa del pánico a tu encuentro.

Te encontré en tus aposentos privados en compañía del dulce abate Vermond, tu antiguo maestro, amigo y confidente.

La expresión alicaída de sus ojos y el rastro de lágrimas en tus mejillas me dejaron adivinar que un desastre de gran envergadura había ocurrido.

—¡Oh, Lala! —me dijiste casi en un gemido desgarrador extendiéndome los brazos—. ¡Ven a mí!

Corrí a tu lado, y te abracé lo más fuertemente que pude notando cómo tu pequeño corazón palpitaba herido dentro del pecho.

—¿Pero qué ha ocurrido? ¿Qué te aflige?

—Mi Lala, el abate Vermond ha acudido muy amablemente a traerme la peor de las noticias. ¡Y lo que me rompe el alma es descubrir que se produjo hace más de una semana! ¡Y yo en la ignorancia de los hechos!

Madame —intervino el abate—. No la hemos podido recibir antes. El enviado ha llegado apenas hace una hora, exhausto y abatido.

—¿Es sobre… Viena? —balbuceé con el corazón en un puño.

—Efectivamente, Lala —contestó el abate—. Desgraciadamente la emperatriz María Teresa nos ha abandonado. Desde hace una semana, descansa junto a nuestro Dios.

¡Ah, qué lástima que tu querida madre no viviera para escuchar la maravillosa noticia que supuso tu gran consuelo y el de toda Francia, Toinette!

Mira, nena, yo no sé si fue la conducta que llevó a cabo tu dulce esposo hacia ti durante esos terribles días que siguieron a la noticia llegada de Viena o qué… Pero el caso es que viendo tu desesperación y tristeza, desde ese día decidió no dejarte sola ni un minuto. ¡Y es que era tanta tu aflicción!

Tus lágrimas se derramaron incesantemente durante varias semanas.

Tus amigos más cercanos, los del grupo de los duques de Polignac, que por entonces habían sido apodados como la «sociedad privada de la reina» no pararon de hacer esfuerzos por animarte y entretenerte. Sin embargo, nada parecía levantar tu ánimo, Toinette. Ni siquiera mis chistes, bravuconadas o comentarios que antaño habían funcionado, parecían hacer efecto en tu destemplanza.

Pero fue el mismo Dios el que haciendo uso de tu naturaleza se encargó de solucionar tu apatía, nena. Porque poco después de finalizar el luto oficial, comenzaste a vomitar de nuevo.

¡Llegaba un nuevo bebé a tu vida, Toinette! ¿Quién lo hubiera dicho? Y es que cuando una mujer pena y su esposo la consuela, pueden producirse milagros.

Cuando la delfina María Teresa había cumplido tres años, y tu matrimonio once y medio, el 22 de octubre de 1781, nació de tus entrañas el bebé más hermoso que yo jamás había visto.

Con tu aposento de nuevo a rebosar de cortesanos y mirones, lograste traer al mundo a tu criatura con mucha más facilidad que a María Teresa.

El corazón me latía desenfrenadamente desde la última esquinita de la estancia, mientras veía como el doctor real (que fue otra vez el patán de Lassonne) hacía entrega del bebé a tu esposo.

—Mirad, mi reina —te dijo Luis con lágrimas en los ojos—. Éste es Luis José Javier Francisco, tu pequeño delfín de Francia, que quiere saludarte.

Me desmayé.