—¡Viruela! ¡El rey está enfermo de viruela, Lala, y nos puede contagiar a todos!
La muchachita que me comunicó semejante noticia venía corriendo por los pasillos de las cocinas con ojos desorbitados y varios mechoncillos de pelo escapándosele por debajo de la cofia.
¡Qué disgusto más espantoso tuvimos todos, Toinette! No sólo afectaba gravemente la situación personal de la familia, sino la de toda una nación. Porque el rey más hermoso, admirado y querido de Europa, yacía en sus aposentos enfebrecido y con terribles pústulas por todo el cuerpo.
Le habían traído precipitadamente la tarde anterior tras haberse sentido indispuesto momentáneamente mientras cazaba en las afueras de Versalles, siendo recibido por sus hijas, quienes no se separaron de él ni un segundo durante su convalecencia, que si no recuerdo mal, duró aproximadamente un mes.
¡Y qué mes tan horrible, Toinette! Todos en palacio paseaban revolucionados, desde el último lacayo hasta tu esposo, el heredero del trono cuyo corazón temblaba ante la enorme responsabilidad que de pronto veía caer como un mazazo sobre sus débiles hombros.
No fueron muchos los buenos momentos en aquellos días. Bueno, alguno hubo, nena, como aquel que nos reportó alivio mientras el rey luchaba por salvar su vida, la que se le extinguía y que dejaba en evidencia la extrema vulnerabilidad física del ser humano ante su propia muerte, sin importar que se fuera rey o lacayo.
El hecho que hizo que se nos escapara una sonrisa fue el agravio al que se vio sometida aquella espantosa mujer que a ti te producía tanto rechazo, desconsuelo y vergüenza La caprichosa y chabacana amante del rey, madame Du Barry, veía desvanecerse con aquella viruela el poder que durante tanto tiempo le había otorgado el monarca. Y nosotras nos frotamos las manos con malicia, relamiéndonos al concluir que su ficticio reinado tocaba su fin.
Seré vieja y mi memoria estará decrépita, pero mira, para este recuerdo sí me funciona, niña, porque me parece estar viéndola ante mis ojos huyendo de Versalles desde los ventanales de tu saloncito de música, en un carruaje tan hermoso y brillante como el mismo sol.
Los chismes que corrían por los pasillos del palacio gritaban a los cuatro vientos que había sido el mismo rey quien la había despedido desde su lecho, con el corazón roto en mil pedazos y aguantando sus lágrimas. Y es que en el fondo yo creo que se amaron mucho, Toinette, aunque te jorobara a ti y exasperara a toda la corte de Francia.
Hoy no me queda más remedio que reconocerte que mi entendimiento siempre me susurró que se amaban verdaderamente, niña… Pero claro, me daba rabia reconocerlo, como a todo el mundo. Sobre todo porque era una mujer de poco estilo, exagerada con el carmín y altiva como una emperatriz.
Además me dolía que te hiciera de menos y te dejara constantemente en evidencia frente a la corte. Porque lo que decía ella, se transformaba en orden real en boca de don Luis al día siguiente.
A mí me fastidiaba descubrir que al rey parecían encandilarle todas y cada una de sus pequeñas bobadas, excentricidades y comentarios, siempre tintados con el veneno mortal de una víbora de la jungla.
Claro que antes de ella hubo otras de las que se dijo que también fueron adoradas por el enamoradizo y hermoso rey don Luis, como la Pompadour o la duquesa de Châteauroux, a las que gracias a Dios, no tuvimos que aguantar por haber sido desterradas del amor real muchos años antes de nuestra llegada a Versalles.
Pero has de reconocerme que la debió amar, Toinette, porque no la dejó alejarse de su vera hasta que recibió los últimos sacramentos en su lecho de muerte.
¡Ah, la confesión sacramental! Ahí es donde uno ya pierde todo lo que se puede perder, incluso los pecados. Es el último clavo al que se agarra un alma para salvar su eternidad, y ante los ojos de Dios el alma de tu amado rey don Luis XV valía exactamente igual que la de un pobre mendigo. Así que no tuvo más remedio que confesarse, niña. Echó a espaldas del confesor sus faltas y rogó a la dama que marchara para siempre de su lado para regocijo de las hijas del monarca, quienes no abandonaron ni un minuto el lecho del moribundo.
¡Ay, las tías de tu esposo, Toinette! Nunca he dejado de admirar el comportamiento que demostraron durante aquellos críticos momentos que precedieron al fallecimiento de don Luis. ¡Pegarse a él y cuidarle tiernamente con sus propias manos cuando se trataba de la viruela! Esa enfermedad tan horriblemente temida y que podría habernos llevado a todos a la tumba…
Bien lo sabes tú que tanto sufriste cuando devoró la vida de algunos de los miembros de tu amadísima familia de Viena, como a tu preciosa hermana Josefa o a tu cuñada.
¿Te acuerdas de lo mucho que intenté protegerte cuando te acercabas a sus aposentos, Toinette? Te rogaba que te taparas la boca con un pañuelo y te suplicaba que no le tocaras con los dedos, no por cabezonería mía, sino por las mil advertencias del doctor real, monsieur La Mattinière, que nos puso en antecedentes sobre la voracidad del contagio de la viruela y del consiguiente riesgo que correrías en caso de inhalar los vahos que brotaban del fétido cuerpo del enfermo.
—Que la delfina mantenga la distancia y que no toque las sábanas ni respire el aliento del monarca —ordenaba moviendo su gran bigote al hablar.
Y por eso te insisto en lo mucho que admiré el gran valor demostrado por las tías, nena, ya que no se separaron de la cabecera de la cama de su padre ni un solo día, exigiendo ser ellas mismas quienes cambiaran vendas y camisola.
Recuerdo como si hubiera ocurrido hoy mismo lo que viví junto a ti el 10 de mayo de 1774, Toinette. ¿Lo retienes también tú en la memoria?
Estabas orando junto al ventanal de tu aposento en compañía de tu esposo, cuando oímos aterrorizados lo que pareció una espantosa tormenta compuesta de fuertes truenos. Lo extraño fue que tal tempestad ocurría plenamente en el pasillo exterior de tus aposentos. O al menos eso parecía…
Pegué un respingo y noté cómo se me erizaba el vello del cogote, mientras tus damas se abrazaron sobresaltadas. Tú corriste a agarrar fuertemente la mano de tu esposo, quien pálido como un muerto te colocó tras de sí a modo de protección.
—¿Qué ocurre, Luis Augusto? —lograste balbucear entre dientes mientras clavábamos todos nuestros aterrados ojos hacia la puerta que permanecía cerrada.
—No lo sé, pero lo voy a averiguar —contestó valientemente tu esposo.
Ya se había acercado unos pasos hacia la puerta dejándote tras de sí desolada por el estruendo que se hacía más y más ensordecedor, cuando descubrimos de qué se trataba todo aquello.
Antes de que le diera tiempo a alcanzar con los dedos el dorado pomo de la puerta, se abrió ésta con una fuerza tal que casi hizo saltar por los aires maderas, incrustaciones y bisagras. Y ahí, en tropel, se abalanzó el motivo de aquel horrible barullo.
Frente al aterrorizado delfín se apelotonaron los pasos apresurados, histéricos y amenazadores de un montón de cortesanos, casi todos nobles de la corte, que, arrodillándose ante Luis Augusto, dijeron las palabras que repiquetearían durante muchos meses en tu memoria durante las noches de insomnio.
—El rey ha muerto. Larga vida al rey.
¡Ah!, qué perverso es el ser humano, Toinette… La única causa de aquellas carreras que asemejaron el sonido que produce la bravura de un mar enfurecido, fue no más que la de desear llegar antes que nadie a rendir honores al nuevo y joven monarca, quien en un par de segundos había visto girar su futuro dramáticamente.
¡Sólo les interesaba ser los primeros en agasajaros como los nuevos reyes de Francia, para que les tuvieseis en preferente consideración, Toinette!
Así es el hombre, hipócrita y necio, nena. Un día rompen puertas y paredes por alabarte, y pocos años más tarde son capaces de inventarse barbaridades que enturbian tu reputación hasta el grado de encaminarte a la muerte.
Y es que el ser humano, cuando pertenece o cree pertenecer a un grupo, se vuelve tan peligroso e incoherente como un animal salvaje. Y se idiotiza. Eso mucho, sí señor…
Fíjate, ¡si hasta ha sido capaz de hacérselo hasta al mismo Jesús de Nazaret, ese que hoy te ha recibido con los brazos abiertos en el cielo! Él también pasó por ello, nena, porque un día le recibieron con palmas y vítores, para que tan sólo tres días después decidieran crucificarle los que le habían rendido tantos honores previamente.
Y si se lo han hecho al mismo Dios, ¿por qué no se lo iban a hacer a una hermosa reina terrenal?
Aún me producen repugnancia algunos de esos rostros que tanto te halagaron ese primer minuto de reinado y que en tu juicio pocos años más tarde, aseguraron ser testigos de cosas disparatadas, como de la relación sentimental y sexual que mantuviste con la duquesa Yolanda de Polignac.
¡Mentiras terribles con las que han intentado ensuciar tu nombre para la posteridad, Toinette!
Embusteros, ratas de alcantarilla, gentuza del infierno…
Algún día tendrán que verse las caras frente a Dios y entonces nada les podrá librar del cruel pecado que te ha llevado a la muerte. ¡Ah, la calumnia… qué gravísima falta es!
Es cierto que tu amistad con la princesa de Lamballe se había enfriado y que tu cariño se había comenzado a centrar en la persona de la duquesa Yolanda de Polignac.
—Siempre te lo había advertido, niña. La princesa es tonta y aburrida. Te acabarás hastiando de sus cursilerías como aquello del ramito de violetas. Pero tardaste mucho en darte cuenta, nena. Tanto, que yo creía que nunca ibas a caer del guindo.
Y entonces apareció un día por nuestra vida Yolanda, con su picardía, su alegre carácter y su amena conversación.
¿Que si fuisteis grandes amigas? ¡Por supuesto! La adorabas, admirabas y llegaste a sentir por ella el inmenso cariño que un día prodigaste por tu amadísima hermana María Carolina. Pero de ahí a afirmar que fuisteis amantes… ¡Pero si toda la corte sabía que mantenía una relación secreta con el conde de Vaudreuil y que le amaba más que a su vida! Y luego hasta tuvo un hijo con él, que yo le vi y la criatura era idéntica al padre. Que a tu Lala tampoco la engañaban los cortesanos, no señor. Tu Lala todo lo veía, oía y espiaba. Como si estuviera agazapada siempre detrás de una cortina. Y es que a veces, tengo que reconocerte con vergüenza que lo estaba…
¿Pero qué razón les ha llevado a inventarse tantas atrocidades sobre ti, mi pobre Toinette? ¿Y por qué nunca mencionaron las grandes obras de caridad que ya por aquel entonces hacías? ¿Es que acaso se han olvidado de ellas?
Pues si Francia las ha guardado en el olvido, yo no, Toinette. Tu Lala jamás haría eso. ¡Y hubo muchas! Déjame que te las recuerde, porque por despistada seguro que las has olvidado.
A ver, déjame que me concentre…
Vaya, me cuesta acordarme, niña, pero no es porque no las hicieras sino porque estoy muy fatigada, me explota la cabeza y tengo contraídos todos los huesos… Y es que no me encuentro demasiado bien. Empiezo a notar el cúmulo de horas y tensión que sobre mis hombros he cargado durante los últimos días.
Ha sido tanto el pesar al que he tenido que sobrevivir… Pero lo peor no es eso, Toinette. Lo peor es el terrible miedo que me consume por dentro…
Tanta sangre derramada, Dios mío… ¿Y qué ocurriría si alguien descubriese sobre lo que estoy escribiendo? ¿Te lo imaginas, Toinette?
Observo de reojo y suspicacia a esta pobre mujer moribunda a la que acompaño y mi imaginación me juega la mala pasada de hacerla partícipe de una maquinación contra mi vida… Pobre víctima de mi calenturienta imaginación. ¡Pero si está indefensa!
Yo ya no sé si estoy medio loca o loca del todo, Toinette…
Sin embargo, creo de vital importancia recordar aquellas anécdotas de las que te hablaba y que pretendo plasmar en papel, pues son facetas de tu carácter que reflejan la hermosura de tu espléndida calidad humana. Que ésta formaba parte de tu personalidad, es una gran verdad, se pongan como se pongan los esbirros que han decidido asesinarte, y ahora se las voy a recordar en esta carta para que queden grabadas en sus corazones y se revuelvan en el fuego del arrepentimiento como ascuas encendidas. Y cuando Francia sobreviva a este infierno hastiado de terror en el que hoy está sumida, y se sepa toda la verdad, ésa que se niegan hoy a reconocer, las que reiremos seremos tú y yo, Toinette. No sé si desde el cielo o el purgatorio… Pero nos reiremos mucho. Ya lo verás.
Si te las recuerdo sobre papel es también para que puedas leérselas a los ángeles del cielo, y para que ellos a su vez se las cuenten a Dios padre y te pueda perdonar los pecadillos que también pudiste realizar.
Porque algunos cometiste, Toinette… Eso no me lo puedes negar. Ya sabes que yo te conozco mejor que nadie.
¡Ay, qué vieja estoy y cuántas bobadas te digo, mi reina!
Para mencionarte tan sólo un par de anécdotas extraordinariamente bellas, te recordaré aquella vez en la que a consecuencia de las preparaciones para tu boda, se cavaron cierto número de trincheras alrededor de la plaza Luis XV. Esto fue realizado para ayudar a organizar las decoraciones y adornarla.
Desgraciadamente hubo un gentío que no se percató de los enormes socavones, y cayeron en semejantes agujeros perdiendo la vida. Si mal no recuerdo, murieron alrededor de ciento treinta personas.
¿Por qué se empeñan en olvidar que al día siguiente, horrorizada y conmovida, fuiste con tu esposo recién estrenado a visitar a las familias de los fallecidos para ofrecerles un mes de salario a cada uno en compensación del terrible suceso?
Tampoco parece que recuerden aquella ocasión en la que tu carruaje atropelló a ese muchachito de familia extremadamente pobre… ¿Cómo se llamaba? ¡Ah, sí, Jacques! Y además era muy guapo, muy chiquitín. ¿Tendría quizá cuatro añitos cuando ocurrió el suceso, Toinette?
Bueno, qué más da su edad ahora… Lo importante fue lo que hiciste, nena, que a mí no se me ha olvidado.
Mandaste al cochero que parase de inmediato y nada más comprobar que estaba bien, insististe en quedarte con él en vista de que era huérfano y de que vivía con una abuela engullida por la pobreza y por la carga que suponía el montón de bocas a las que debía alimentar.
—No se preocupe de nada, madame —la dijiste—. Le trataré como a un hijo.
Y apareciste en palacio con el pobre chiquillo, que lloraba aterrorizado sin entender nada, y me lo entregaste para que lo lavara y despiojara.
¡No gritaba el chavalillo ni nada cuando le restregaba con un cepillo impregnado de burbujas de jabón que salieron más negras que el agua de un pozo estancado!
Durante años le mantuviste en todos los sentidos como si de un hijo natural se tratara, Toinette. Le diste educación, cariño, cuidados y cultura. Pero de todo esto y de muchas cosas más, tus enemigos se han olvidado, empeñándose en repetir hasta la saciedad que obedecían tus órdenes más de quinientos criados, gentes todas que cuidaban de ti, de la limpieza de tus numerosos aposentos, de tus comidas y tus ropas.
Y estoy de acuerdo con ellos en que éste es un gran número, Toinette, pero el rey tu esposo tenía más que tú. Y tus cuñados, sus mujeres y las tías del nuevo rey, también tenían a su cargo ese mismo número de sirvientes.
Entonces, ¿por qué tomarla contra ti? Así eran las normas de la corte de Versalles mucho antes de que nacieras, y así las heredaste sin pedirlo y mucho menos exigirlo.
¡Que hubiera cargado con la culpa el que dispuso tal organización en palacio en el pasado y no tú misma!
Fue así como se impuso a tu llegada a Francia. Pero esto tampoco lo han querido aceptar ni entender, nena.
Tus verdugos han utilizado todas las armas que han sido capaces de encontrar, incluyendo el olvido que les ha implantado el diablo en sus memorias.
Por eso moriré afirmando que no ha sido fácil tu papel. Nada fácil, no señor…
Y así, un día tal como ese 10 de mayo que te mencionaba en unas líneas más arriba, te encontraste frente a frente con la misión para la que habías nacido y para la que tanto te había preparado tu madre.
La delfina María Antonia, hija de la emperatriz María Teresa de Austria, era al fin reina de Francia.
¡Ah, pero a mí no me engañabas, Toinette! Porque yo sabía que eras tan sólo una joven con una preciosa y costosísima corona sobre el cabello. Nada más, nena. Y lo afirmo porque yo sé que te sentías asustada, acorralada y terriblemente sola.
Y todo porque eras una mujer con un pesar de grandes dimensiones sobre tus espaldas: el peso de poseer un vientre infértil. Te habías convertido ni más ni menos en una joven desesperada por concebir una criatura que fuese la alegría de tu corazón, del de tu madre y del de toda una nación.
Pero ¡ah!, todo el mundo parecía desear ignorar que la culpa de tan triste acontecer no nacía en ti misma, sino de la torpeza y desidia mortal que demostraba sentir tu esposo hacia ti, ya convertido en el rey Luis XVI.
La primera decisión que tomó fue la de quitarse el «Augusto» del nombre.
Pues vaya decisión… Ya podría haber tomado la de reposar junto a ti de una vez por todas como lo hace un hombre, y no como un chiquillo asustado que se escapa del dormitorio tras una fútil y precipitada relación marital.
—Nunca me ha gustado mi nombre —te dio como explicación.
Y es que Luis Augusto, o mejor dicho Luis (como pidió que se le llamara desde el día de su coronación), había tomado la decisión de visitarte con menos frecuencia que nunca durante las noches.
Y entonces ocurrió lo que tanto habías temido y por lo que tanto habías suspirado llena de preocupación. Tu cuñada, la condesa de Artois, había quedado encinta.
La reacción del pueblo y de los cortesanos no se hizo esperar.
Las burlas y cuchicheos que tras tus pasos estallaban por los pasillos de Versalles te herían el alma hasta convertirla en un montón de cachitos que yo intentaba enmendar con mil caricias sobre tu pelo en la soledad de las noches.
¡Cuánto lloraste en esa época y qué desgraciada te hizo aquel embarazo, Toinette!
—Mi esposo no me ama, Lala —te quejaste durante una de esas veladas dejando que dos largos ríos de lágrimas te acariciaran las mejillas.
—Pues vaya problema, nena.
—¿Qué quieres decir? —preguntaste alarmada.
—Bueno, que tú tampoco a él, y ya ves, no pasa nada.
—¡Ay, Lala, no digas eso!
—Pero si es verdad…
—Bueno, quizá sea cierto… Tienes razón. ¿Y qué si yo tampoco le amo? Aunque si te digo la verdad, un poco de sentimiento sí que me cosquillea el alma hacia su persona… —dijiste secándote las lágrimas y echando un suspirillo al aire—. No quiero sufrir pensando en la condesa de Artois ni en su bebé; ahora sé que mi deber es concienciarme de que me debo a mi esposo y a Francia. Por ello, debo aprender a amarle y obedecerle, y hasta a enamorarle. Resulta que esto es extraordinariamente difícil, Lala… No parece captar las señales de cariño que le envían mis ojos, comentarios y actitud. ¿Qué puedo hacer para satisfacerle? Ya no sé qué hacer al respecto…
—¡Ay, niña!, pues dejar de mirarle tanto a los ojos y acariciarle en ciertos puntos de extrema sensibilidad masculina, como bien te ha recomendado tu madre cientos de veces.
—¡Lala! No deberías ser tan insolente ni tan brusca conmigo. Soy la delfina de Francia y en breve seré coronada reina.
—Ya…, si yo lo sé. Reina con trono y sin heredero… Porque no quieres esforzarte más.
—Eso no es cierto y lo sabes —dijiste apartando dolida tu rostro de mi regazo, dejándolo impregnado de churretes de maquillaje que se habían desprendido por el llanto.
—Bueno…, tal vez tengas razón y esté siendo demasiado dura contigo. Perdóname. Efectivamente quizá toda la culpa haya que buscarla en ese esposo fastidiosamente tímido y apocado que te ha tocado. Y si esto es así, mi consejo no puede ser otro que redobles tus esfuerzos femeninos para engatusarle entre las sábanas.
—¡Y cómo se hace eso, Lala!
—Pues con paciencia y no mostrarte tan fría con él.
—¿Fría? Yo no me muestro fría…
—¡Oh, claro que sí, nena! A veces me parece que hasta le ignoras, Toinette.
—¿Lo dices en serio, Lala?
—¡No, qué va! Sólo lo digo para perder el tiempo… —contesté provocando en ti una expresión ceñuda—. ¡Vamos, niña! ¡Pues claro que soy sincera contigo! Ya sabes que tu Lala nunca te miente.
—Mmm… —Te habías quedado seria y pensativa.
—Bueno, yo observo tu conducta y me asombra descubrir que lo pasas mejor jugando a las adivinanzas o a los dados, y dejándote una fortuna sobre el backgammon que acompañándolo en sus cacerías como hacías antes.
Abriste mucho los ojos posando tus azules pupilas sobre las mías, mostrándome ese brillo que tanto me gustaba observar.
Y es cierto, Toinette. No me puedes negar que durante aquellos duros y complicados momentos de lucha contra la timidez de tu esposo y sus dificultades en el lecho conyugal, te volcaste como nunca para tapar la herida con la actitud equivocada, movida probablemente por pura desesperación.
Comenzaste a pasar muchas horas enfrascada en el juego, perdiendo dinero y disfrutando de lo lindo haciéndolo.
Y también te encerraste en el mundo de las fiestas sociales tanto de Versalles como en París, acudiendo a todo tipo de bailes de máscaras, a óperas y celebraciones de rango.
Yo arrugaba la nariz y cuando te reprimía, me decías que aborrecías la compañía de tu aburrido esposo, quien seguía siendo torpón en el baile y desafinado en el canto.
Cualquiera te llevaba la contraria, nena, pues te enfadabas muchísimo y luego me desafiabas soltando la amenaza que ya se había convertido en un clásico dentro de tu vocabulario: «Te haré regresar a Viena.» es que muy a mi pesar estabas empezando a cambiar, Toinette, haciéndome sufrir al descubrir cómo con el paso de los meses te refugiabas cada vez más en las pequeñas cosas banales de la vida, como el coqueteo con hombres mucho mayores que tú, o los juegos de celos y rivalidades con los que se disputaban tu cariño tus damas de la corte.
Yo sabía que buscabas consuelo para no recordar las heridas que te rondaban por el corazón, como las producidas por todos aquellos panfletos burlones que circulaban clandestinamente por las calles de París y que te enfermaban de tristeza.
Me viene ahora a la memoria uno especialmente ácido en el que te habían caricaturado como una jugadora empedernida, con los pechos abundantemente salidos del escote de un precioso traje, mientras caracterizaban al rey como un hombre feo, barrigón y sin partes viriles.
«¿Por qué la reina no pare hijos? —se veía escrito en la parte superior—. ¡Porque empeñó los genitales del rey para pagar una deuda de naipes!».
En burdeles de París como éste desde el que hoy te escribo, esto podía hacer mucha gracia, pero a ti… ¡Ay Toinette!, a ti te rasgaba el alma en dos.
Y todo lo intentabas tapar con fiestecitas privadas en tus aposentos, a las que invitabas a tus admiradores, casi siempre caballeros que te doblaban en edad, con voces perfectamente cantarinas con las que amenizaban tus tristes veladas. Así encontrabas la excusa perfecta para no acudir al lado de tu marido, junto al que me jurabas te aburrías sobremanera.
Y yo a todo esto sintiéndome abatida y preocupada, porque, ¿qué hubiera opinado de todo esto tu madre de saberlo, niña? ¡La que te hubiera organizado, Dios mío!
¿Te imaginas la reprimenda con la que te hubiera sacudido de enterarse que flirteabas con un montón de nobles, galantes caballeros como el duque de Lauzun, el duque de Coigny o el conde de Esterhazy?
¡Con todos coqueteaste, Señor mío! Y no me lo niegues: sé que hubo muchos más… Y total, ¿para qué, nena? Pues para nada, porque eras listilla y sabías que sería en extremo peligroso que se te arrimaran demasiado.
Simplemente jugabas y te dejabas alabar, sin sopesar las consecuencias que aquello podría acarrear.
¿Y qué me dices de la extravagancia que comenzabas a mostrar en el vestir y los extremos acicalamientos a los que te empezaste a aficionar? ¡Ah, esas terribles pelucas, llenas de ornamentos disparatados! ¡Cuánto las aborrecía…!
Recuerdo con disgusto aquella ocasión en la que a un precio desorbitado, pediste a tu peluquero, el magnífico y excéntrico Leonard, que te colocara sobre esa torre de pelo empolvado un arpa en miniatura que sonaba al rozarla con los dedos… ¡Qué disparate me pareció aquello, nena! Sé con seguridad que de haberlo visto tu madre o tu hermano José, te hubieran reprendido.
—No me mires con mala cara, Lala —me dijiste cuando descubriste mi mirada reprobatoria—. En París se dice que soy la mujer más hermosa y elegante que jamás ha existido. Me admiran, me desean, me piropean. Y por mucho que no te guste, me imitan en todo: peinados, trajes y adornos. El otro día me enteré de que la marquesa de Lacombelle ha pedido confeccionar una colección de abanicos exactamente iguales a los míos. ¡A mí todo esto me produce hasta carcajadas, Lala!
—Ten cuidado, nena… Ten cuidado… —fue lo único que se me ocurrió decir.
—Bah. Tú siempre fastidiándome con tus cosas, Lala.
Y yo sentía mucha pena, Toinette. Porque en el fondo sabía que eras inocente, que todo estaba provocado por la enorme soledad a la que te tenía sometida el desinterés de tu marido. Y es que tenías razón: eras considerada a ojos de toda Francia la más hermosa de las flores. Todos lo afirmaban, sí… Menos tu regio esposo.
Por eso no te atiborro de críticas, Toinette, porque sabía que sufrías desolación y desesperanza que no supiste curar de otra manera. Y es que de por medio andaba la angustia por no quedar encinta, y la terrible desazón que sentías frente al inevitable hecho de la inminente llegada del hijo de la condesa de Artois, tu fea y aburrida cuñada.
Sufriste muchas pruebas que yo no habría podido superar con más templanza y elegancia. Como el nacimiento de ese bebé tan temido por ti, un varón perfecto y precioso que recibió por mandato de tu esposo el título de duque de Angoulême a los pocos minutos de nacer.
Qué feliz se veía a la condesa de Artois y cuánto simulaste alegrarte…
Fue muy bochornoso para ti tener que estar presente durante el parto, junto a todos los cortesanos que poseían el Derecho de Entrada. Fuiste valiente, Toinette, y hoy te confieso que pocas veces me he sentido tan orgullosa de ti como aquel día.
Creo que pocas personas hubiesen reaccionado con tanta dulzura como lo hiciste tú. Te mostraste tierna y cariñosa, besaste la frente de tu cuñada y los ricillos del pequeñín, desafiando así los comentarios, guiños y codazos de los presentes que te criticaban con sólo rozar la sombra de tu vestido.
Y como la gente es torpona, Toinette, no faltó la imprudencia de alguna de tus damas en tan delicada ocasión, como el comentario hiriente que te hizo una de ellas justo cuando te disponías a retirarte a tus aposentos.
—¿Y cuándo proveeréis a Francia de un heredero, madame? —tuvo la desfachatez de preguntarte, dejándote inmersa en la más profunda tristeza.
Y entonces llegaste a tu elegante dormitorio en donde impaciente te esperaba yo con la excusa de haberte preparado un refrigerio. Y es que sospechaba del desconsuelo y la desazón que simulabas no sentir. Y por ello, y sólo por ello, te esperé.
Y como en miles de ocasiones pasadas, no fue otra sino tu Lala, la que te reconfortó la herida abierta en tu pequeña alma, y la que te secó las lágrimas con un delantal almidonado, inventando mil canciones de cuna con las que mi voz quebrada intentó regalar ternura a tus oídos.
No fue ésa la única herida que tuvo que soportar tu corazón durante aquellos días, Toinette, haciéndome pensar que el infortunio comenzaba a empeñarse en rozarte los talones.
No habías acabado de soportar el desafío que había supuesto el nacimiento del primer bebé de tus cuñados, cuando tu hermano Max apareció en Versalles con la intención de realizar una visita familiar.
¡Oh, qué mal educado se mostró hacia ti, hacia tu esposo y hacia toda la corte!
Grosero, bruto e imprudente en sus comentarios, te dejó más desolada que antes de su llegada.
¿Y qué me dices de su aspecto físico? ¡Qué desagradable sorpresa te llevaste al verle tan extremadamente gordo!
Yo siempre le había querido mucho, Toinette, tú lo sabes bien… Y debo admitir que me llenó de ternura y agradecimiento la reacción que tuvo al verme, cogiéndome por la cintura y levantándome del suelo para darme un abrazo más grande que el de un oso a su cría. Pero no puedo olvidarme de lo sorprendidas y asustadas que quedamos al descubrir cómo le había cambiado el carácter… El niño dulce y travieso que yo había dejado en Viena se había convertido en un grandullón vocero, escandaloso y glotón.
Cuando se fue al fin, sentimos alivio los tres: el rey, tú y yo. ¡Pobre nena mía!
Yo adivinaba la desazón que colgaba por tu alma avergonzada y descubría lo feliz que te había hecho la marcha de aquel hermano que los años habían convertido en un extraño.
¡Qué pena que una visita que te podría haber proporcionado consuelo, se convirtió en un nuevo motivo de inquietud!
Pero nada como el agravio que sufriste justo después, Toinette. Porque por mucho que luchó y discutió el conde de Mercy por tu causa, se decidió que tu esposo se coronaría antes que tú como rey de Francia, relegando la ceremonia de tu coronación para meses posteriores. ¡Lo único que te faltaba, Toinette!
Cuánto te enturbió esta decisión…
Protestaste, lloraste e imploraste a tu esposo que, lánguido y tímido, se dejó intimidar por sus asesores y no te hizo caso.
Y ahí que te fuiste vestida con el más hermoso de los trajes jamás realizados para ti por madame Rose Bertin, tu nueva costurera por aquellos tiempos, lleno de incrustaciones de perlas y piedras preciosas, poniendo buena cara y mostrando un esplendoroso porte.
Al nuevo rey se le veía también extraordinariamente elegante, con un traje igualmente costosísimo y una corona sobre su regia cabeza hecha expresamente para él, ya que le quedaba pequeña la de su difunto abuelo.
¡Oh, qué joya tan exquisita era aquélla, Toinette! Resplandecía como un sol rodeado de estrellas sobre su cabeza. Claro que cómo no iba a lucir con los reflejos de la luz, si estaba compuesta por zafiros, rubíes, esmeraldas y por el diamante más gordo que yo había visto jamás[2]. Parece increíble que luego, con el paso de los años, también se utilizó la coronación de tu esposo para pisotearte durante el juicio, Toinette… ¿Cómo no iba a ser de esa manera si fue fastuosa hasta hacer nacer la envidia en el corazón de los mismos ángeles por su esplendor y su gloria?
Te acusaron de despilfarradora, de haber robado el pan del pueblo, de desafiar con burla los pesares provocados por el hambre de tus súbditos, quienes durante los días de la coronación de Luis Augusto padecían carestías de alimentos básicos debido a la terrible sequía que había azotado la región…
¿Y qué culpa tenías tú? ¡Pues que no le hubieran coronado!
Además fue tu esposo el que se empeñó en que Francia corriera con tantos gastos, no teniendo tú nada que ver en el asunto.
Robert Turgot, el nuevo controlador de finanzas del rey ya se lo había advertido, nena. Había comunicado al rey los terribles momentos financieros por los que atravesaba la nación. Intentó reformar los impuestos, marcando un cambio en los privilegios de los que gozaba la nobleza… Insistió en que los festejos de la coronación no fuesen demasiado costosos. Pero ¡ay, tu esposo no atendió a su pedido! Débil de carácter, inseguro en extremo y subyugado al consejo de los nobles que le rodeaban, nada hizo por evitarlo.
Aun así, y temiendo el descontento del pueblo, acudiste más bella que nunca a la coronación de tu esposo, e increíblemente y contra todo pronóstico, el pueblo te aclamó como jamás antes lo había hecho.
Hermosa, con una madurez corporal que no tenías cuando llegaste a Francia siete años antes, con andares y gestos aprendidos con cuidado y tesón, te habías convertido en la novia de toda una nación que te aclamó y alabó hasta hacer brotar lágrimas de tus ojos.
Francia, a pesar del hambre y de las primeras revueltas campesinas que demostraban un naciente descontento popular, estaba rendida a tus pies.
Y tú le pertenecías porque estaba enamorada de su reina, una monarca que soñaba noche tras noche con entregar a Francia el regalo que ésta más ansiaba: un heredero al trono.
Y por eso a punto estuviste de desfallecer cuando se te anunció que tus cuñados, los condes de Artois, iban a ser padres de nuevo.