V
Francia a tus pies

Pero ¡ay!, el milagro por el que ambas rezábamos parecía rebotar como una patata caliente entre las manos de los ángeles del cielo, que por alguna razón tardaron lo indecible en hacerlo llegar a oídos del Señor. Y es que tu esposo parecía no captar la enorme necesidad que tenías de él, ni el inmenso problema que causaba con el evidente desdén que mostraba hacia las relaciones maritales; ésas de las que dependía el trono de una nación extraordinariamente relevante.

¡Qué lección de paciencia nos diste a todos en esos difíciles momentos, nena! Con diecisiete primaveras, más bonita e infeliz que nunca, ocultabas al mundo tu amargura y sonreías con ternura desafiando así habladurías y desdenes.

No tardaste tampoco en darte cuenta de que de no tomar las riendas del asunto, pronto los problemas serían inabarcables, y tal vez se haría realidad ese temor que quitaba el sueño a tu madre, quien desde Viena seguía escribiéndote cartas llenas de reproches y consejos.

No estoy muy segura de lo que te digo, Toinette, pero creo que rondabas la fecha de tu dieciocho cumpleaños cuando comenzaste a elucubrar sobre la manera de salir de semejante aprieto.

Parece que ahora me viene a la memoria una mañana de verano en la que me hiciste un anuncio peculiar. Tus pupilas habían despertado con un reflejo tintado de cierta preocupación que no tardé en descubrir.

—¿Otra noche en soledad, Toinette? —me atreví a preguntar mientras te ayudaba a saltar de la cama.

—Sí, Lala… Mi esposo ha dormido de nuevo en otros aposentos.

Suspiré intentando no desvelar el enfado que me había invadido de pronto. Ese muchacho parecía aletargado entre ensueños de caza más que centrado en lo que debía ser un deber de nación. Porque de todos era sabido que tampoco quería enredar con amantes, que fue mi primer temor y que con el paso del tiempo hasta me preocupó, nena, porque has de reconocer que eso también era raro…

«A ver si al delfín no le van a gustar las mujeres», llegué a pensar con enorme aprensión.

Pero no era el caso, no. Gracias al cielo y a todos los santos.

—Bueno, no te preocupes, nena —te decía yo para devolverte la sonrisa—. Quizá esté cansado por el galope con el que castigó sus riñones ayer, cuando se empeñó en alcanzar a aquel pobre cervatillo. Cuando repose regresará al lecho. Ya verás…

Nada me había preparado para recibir la respuesta que me diste a continuación.

—Muy bien. Pues desde hoy, no voy a preocuparme más, Lala.

«¡Ay, que la niña se rinde! —pensé para mis adentros llena de agitación—. Esto sí que será nuestra perdición…».

—¿Y cómo eso, nena mía? ¿Acaso no te acuerdas de que toda Europa tiene puestos los ojos en tu vientre? ¡No debes bajar la guardia!

—Te digo que ya no me preocupo. Sé que todo se arreglará pronto.

—¿Pronto?

—Sí. Porque mi esposo va a caer antes de lo que sospechas rendido ante mis encantos.

—Mmmm… No sé, nena; no sé…

—Sí, Lala. He maquinado un plan.

Enarqué una ceja pensando qué demonios se te habría metido en la cabeza. Te solté de mi mano y me planté ante ti con los brazos en jarras.

—A ver niña qué es lo que has pensado ahora.

—No temas, Lala. No es nada que pueda dañar mi reputación.

—Mientras no dañe la de Francia y nos echen de aquí a patadas…

Te reíste marcando dos hoyuelos en las mejillas que te iluminaron el rostro con esa suave luz que sólo tú producías cuando te ponías contenta.

—Verás, Lala, he decidido que debo pasear por la ciudad. Quiero ver a mi pueblo, observarles de cerca y descubrir el alma de París. Cuando regrese a palacio y le cuente todo a mi esposo, despertará por fin su admiración. Y entonces se rendirá ante mi valor, y sobre todo, ante el amor que habré intentado reflejar que siento por nuestras gentes. Quiero que descubra el deseo que, como el fuego, arde en mi corazón por despertar la admiración de nuestros súbditos. Si los ciudadanos me amasen, él también me amaría. Pero para ello debo acercarme yo primero. Y eso debo lograrlo sola, Lala. He comprendido al fin que nadie me ayudará más allá de mí misma. Así terminaré por enamorarle.

—Pues yo creo que le darás el disgusto de su vida y no volverá a pisar tus aposentos por concluir que además de imprudente, estás rematadamente loca.

—¡Ja, ja…! ¡Qué equivocada estás, Lala, y qué poco conoces a mi esposo!

—¡Vaya idea! Bah… A veces pienso que estás siempre bromeando, Toinette.

—Lo digo en serio…

—Mmm… No me convences. Eso que propones es un imposible, niña, y bien que lo sabes —contesté sin prestar más importancia a tu comentario y volviendo mi atención hacia la mesita del desayuno para comprobar que todo estaba en su sitio.

Pero vaya cabezonería comenzabas a desarrollar por aquel entonces, nena… ¡Cómo si se te pudiese llevar la contraria cuando algo se te metía entre las cejas!

—Pues yo voy a ir a París, te pongas como te pongas. Los paseantes me verán aunque no me reconocerán. Y esta audacia, movida sólo por mi deseo de acercarme a Francia, despertará la admiración de Luis Augusto.

—No vas a hacer nada de todo eso.

—Sí que lo haré.

—¿Y si lo hacen?

—¿El qué?

—¡Reconocerte, niña! Descubrir que eres la delfina de Francia y que te has escapado para hurgar en sus vidas. ¡Sería muy peligroso ir sin la protección de la guardia de palacio! No, no y no. No lo harás.

—¡Claro que lo haré! Y tú vas a ayudarme, porque me acompañarás. No nos descubrirán porque vestiremos trajes sencillos, llevaremos capa de lana sin ornamentos e iremos sin mis damas para no levantar sospechas.

—¿Pero qué buscas con enredar por París sin que nadie te reconozca, niña?

Yo cada vez me mostraba más preocupada…

—Ya te lo he dicho, despertar la admiración de mi esposo.

—Pero habrá algo más…

—Bueno… Sí. Si demuestro que si paseo por Versalles nada me ocurre, quizá pueda convencerle de que salgamos asiduamente. Pero juntos, Lala, y ya protegidos por la guardia real. Podríamos acudir a lugares públicos como los parques o los teatros. Así el pueblo podría verme de cerca y admirarme.

—Dirás admirarnos…, ¿no?

—Bueno, eso… Lo mismo da.

—No, nena. No da igual.

—¡Ay, Lala, me pones nerviosa! ¡Siempre me llevas la contraria en todo! ¡Qué mujer…! A veces me exasperas…

El tono de tu voz me demostró que no bromeabas, y el temor que me asaltó me obligó a dejar la bandeja sobre la mesa lo más lentamente que pude para no hacer añicos la porcelana.

—¿Y cómo se supone que vas a salir triunfante de algo así, mi princesa? Sabes tan bien como yo que sería una imprudencia descabellada y que de saberlo de antemano, Luis Augusto no te lo permitiría. Y aunque lo hiciera, a mí me daría miedo. París está revuelto. Hay accidentes, robos y altercados. Los rumores dicen que el pueblo no es feliz… No consentiré que cometas semejante atrocidad. Salir sin guardia real…, ¡valiente locura!

—Bien, pues si no consigo tu ayuda, ya me buscaré yo la manera…

—¡Vale…! —dije encogiéndome de hombros.

Qué inocente fui, Toinette, pensando que no te saldrías con la tuya.

¿Pero cómo iba a suponer que encontrarías la manera de hacer lo que te viniera en gana? Claro que, gracias al cielo, no llevaste a cabo tu aventura como en un principio lo habías planeado, sino de una manera mucho menos arriesgada y que te produjo grandes sorpresas.

No me era ajeno que durante los últimos meses habías desarrollado, no sin un titánico esfuerzo por tu parte, cierta profundización en la amistad con tu esposo. Comenzabas a darte cuenta de que nadie ni nada sería capaz de alcanzar el milagro tan anhelado de tu corazón. Si no lograbas enamorar a tu esposo tú misma, ni el mismo rey don Luis obligaría al muchacho a consumar vuestro matrimonio.

Así que ignoraste mis palabras, te reíste al atisbar cómo elevaba una ceja de forma reprobatoria, y saliste de tus aposentos de una manera grácil y con expresión de triunfo en las pupilas.

«Qué tramará…», pensé para mis adentros antes de perderte de vista.

Dos días más tarde me dabas en las narices demostrándome que habías por fin encontrado la manera de enredar por la ciudad, no sólo con el beneplácito del rey, sino con el deseo de acompañarte por parte de tu esposo.

Con sutil dulzura y suaves maniobras femeninas, habías convencido al tierno Luis Augusto de la importancia de ver cara a cara a vuestros súbditos de París y de que ellos te viesen también a ti.

Con semejante propuesta acudió a su abuelo, quien divertido por tu audacia y sorprendido por tu pequeña maniobra manipuladora, lo permitió a su manera, es decir, en carroza descubierta y en compañía de tu esposo y de una treintena de guardias. Quizá coincidió contigo al pensar que tal vez había llegado la hora de que Francia viera de cerca tu rostro y se deleitara con tu preciosa sonrisa eternamente pegada a él.

¡Habías ganado la batalla, Toinette! No sólo te sentirías cerca del pueblo, sino que habías encandilado con tu plan al delfín, quien admirado, se sintió más atraído hacia ti. ¿Y acaso no era éste el fin que buscabas con semejante argucia?

Y ahí que te fuiste hacia París, con el rostro embellecido por la alegría y el corazón palpitándote con el nerviosismo, dejándome a mí en Versalles hecha un puro enfurruñamiento.

¡Y qué orgullosa estuvo tu madre al enterarse después de que las calles se abarrotaron de parisinos, que, admirados por tus rasgos de marfil y tu sonrisa cautivadora, se enamoraron de ti aquel espléndido día!

Eras lista, nena. Yo siempre lo he dicho, por mucho que tu madre se empeñara en descubrir virtudes sólo en tu hermana María Cristina. Y bien que lo demostraste en esa ocasión habiendo maquinado astutamente que de dar los pasos correctos, tu esposo caería por fin en tus redes femeninas.

Ya lo habías predicho: si lograbas que París se prendara de ti, Luis Augusto también lo haría.

Al descubrir arrobada que los ciudadanos se habían rendido esa primera vez a tus encantos y a tu dulzura, no te fue difícil dar el segundo paso, es decir, convencer a Luis Augusto de que era de vital importancia hacerte ver públicamente con mucha más asiduidad a partir de entonces.

¡Oh, qué hermosa lucías, Toinette, encorsetada en tus espectaculares trajes cuando comenzaste a acudir a la ópera o al teatro!

Jamás antes había bullido París en la curiosidad hacia una delfina del mismo modo…

Los teatros se abarrotaban, los palcos soportaban más peso del debido con tantas gentes como acudían para verte de cerca. ¡Todo por poderte echar ojo, Toinette!

A todo esto y como era de suponer, el delfín se sintió abrumado por la admiración y los elogios que despertabas ahí por donde fueras. ¿Qué marido no iba a enorgullecerse de su esposa si todos los hombres suspiraban al verte pasar y todas las damas se acercaban presas del deseo de agradarte?

Creo que fue entonces cuando me nombraste, por primera vez llena de júbilo, el nombre del caballero que algún tiempo más tarde formaría parte de tu vida, de tus deseos y tus más íntimos sueños… El joven y tan apuesto conde Alex Fersen.

Ese hijo de un noble de alto rango de Suecia, elegante, educado, atractivo y arrollador, que te abordó durante uno de esos bailes a los que comenzaste a acudir tras los recitales de ópera durante aquellos primeros días de salidas, vino y rosas.

Ignorando él tu rango (ya que escondías tu cara tras una máscara de marfil), se quedó embobado con el suave sonido de tu tímida voz, siempre elegante y delicada.

Por su parte, su conversación serena, alegre, caballeresca, y sobre todo su bella masculinidad, despertó en ti no sé qué emociones… ¡Ay, nena, cuánto infortunio derivó en un futuro de ellas!

No tenías la cosa nada fácil, mi pobre Toinette…

Esposada con el delfín de Francia, sin haber consumado tu matrimonio, con toda una nación clavándote los ojos en el cogote y atraída vorazmente hacia un caballero de quien te dijeron que pronto se desposaría con una bella y muy rica heredera inglesa llamada Catherine, a la que ya había pedido la mano.

El conde se fue para Inglaterra a buscar a su enamorada y tú te quedaste con su dulce recuerdo y el corazón lleno de mariposas que te hacían cosquillas cada vez que la memoria te lo devolvía.

—¡Oh, Lala, qué hermoso es!

—No digas esas cosas, niña.

—¿Por qué?

—Pues…, no sé…, porque no está bien.

—Bah. Siempre dices lo mismo: no sé, no sé, no sé…

—¡Está bien, te contestaré! Pues porque es pecado y punto. Y porque tu madre lo desaprobaría.

—¡Oh!, ¿y tú me hablas de pecado en esta corte sin principios? ¿Acaso el abuelo de mi esposo, el rey don Luis, me da un buen ejemplo teniendo como meretriz a esa espantosa Du Barry a quien me obliga a respetar como si fuese una dama? ¡Qué injusto, Lala! ¡Yo no he hecho nada reprochable mientras que el rey convive con esa concubina cargada de joyas y vulgaridad hasta las cejas!

—Se las regala el rey y tú en eso no puedes opinar.

—¿Por qué no?

—Porque aún no eres reina de Francia…

—¿Acaso quieres decir que ella lo es…?

—Bueno, oficialmente no, pero…, quizá un poquito sí, aunque se te revuelvan las tripas al oírlo.

—¡Pero qué dices, mujer!; ¡la Du Barry es una mujer despreciable, sin ética ni principios, Lala! ¡Y no me lo niegues porque no sólo yo lo afirmo!

—Mmmm, bueno… Eso es verdad. Pero te repito que ése no es tu tema, nena. Tu tema es que te gusta el conde sueco. Y esto te traerá problemas. Ya lo verás.

—Pues el rey…

—El rey es el rey. Y tú eres la esposa de su nieto.

—¡Soy la delfina de Francia!

—La esposa de su nieto y punto, niña.

Y claro, te enfadaste conmigo y luego me entristecí.

Tal vez fue por este último comentario por lo que suspiraste profundamente, intentaste resignar tu corazón hacia expectativas más realistas, y decidiste procurar no pensar demasiado en aquel hombre tan hermoso que te había dejado clavadita una suave espina en el corazón que el recuerdo nunca logró sacar, como muy bien demostró el paso del tiempo.

A todo esto, el pobre Luis Augusto cada vez más encandilado y orgulloso de su pequeña y bella esposa, habiendo caído por fin en la sutil telaraña que habías entrelazado a su alrededor.

No cabe duda de que conseguiste tu propósito, nena, aunque todo llevó su tiempo y se necesitó paciencia y tesón para lograr vencer su timidez en los asuntos de alcoba que tanto te quitaban el sueño.

Y los días pasaban, Toinette, y te dejabas ver cada día más acicalada y perfumada en actos públicos tan relevantes como la ópera o los conciertos.

¡Oh, qué mal ha sido entendido este aspecto de tu pasado en el juicio, Toinette, y cuánto te lo han echado en cara tus verdugos! Ellos no han podido ver más allá de su odio, su rechazo, cegados por el deseo de ver tu sangre derramada por el suelo de París.

Te han acusado de derrochar en esos primeros años, de hacerte admirar en público como las rameras de la plaza de Lassone, para engañar como una bruja que merece la hoguera a los hombres de Francia, haciéndolos caer en las garras de una admiración basada en la mentira y el pecado.

¡Insensatos! ¿Qué sabrían ellos…? Tú sólo intentaste acercarte a Francia de la única manera que encontraste posible, dado que tu esposo no parecía sentir el menor deseo de hacerte suya, de apreciar tus encantos…

Tanto te esforzaste durante esos primeros cuatro años desde tu llegada a esta nación, que hasta tu alemán había desaparecido de tu memoria.

¿Por qué no hicieron referencia a esta importante anécdota tus verdugos durante el injusto juicio? ¿Acaso no es éste un hermoso detalle que refleja el enorme esfuerzo que hiciste por amar y adaptarte a tu nueva nación, obligando a tu cerebro incluso a olvidarse del alemán?

Bueno… Quizá exagero y tampoco fue tanto, porque conmigo seguiste hablando en tu idioma materno hasta el último día de tu vida, aunque cada vez con más errores gramaticales.

Como ahora estás en el cielo, te reirás de mis extremas alabanzas y pensarás que esto que te digo puede ser hasta una pequeña mentirijilla. Pero lo cierto es que yo creo recordar que habías dejado que se llenase tu cabecita de musarañas con respecto a todo lo que hacía referencia a tu alemán, Toinette, y por eso se te olvidaron muchas expresiones y giros que yo intentaba que no cayeran en el saco del olvido.

Las faltas de ortografía que comenzaste a tener me horrorizaban hasta a mí. Sin embargo, se ha de encontrar la causa de ello en tu empeño por mejorar el francés hasta dominarlo como una nativa.

¡Y lo lograste, Toinette! Para que luego esos salvajes te acusaran de no tener nada en el cerebro que no fuera el deseo de placer y diversión.

¡Cuánto se ha equivocado esa gentuza y cuánto tendrán que pagar sus faltas cuando estén frente a ese mismo Dios que hoy te ha acogido!

Toinette, niña mía…, nadie ha querido pensar en el resultado de tu esfuerzo.

Por el contrario, han decidido olvidarse de que fue gracias a esta gran lucha por despertar la admiración de tu esposo, por lo que por fin en el verano de 1773 me pudiste anunciar que Luis Augusto ya te había hecho suya.

¡Qué alegría tan inmensa me produjo esta dichosa novedad, Toinette, y cómo te agradecí que confiaras en mí antes que nadie!

Bueno…, también tuvo que ver el hecho de que al hacerte la cama junto a las tres ayudantes de las que disponía para ello, descubrí una mancha sanguinolenta entre las sábanas.

Ninguna de las criadas dijo nada, quizá por la furibunda mirada con la que advertí a mis ayudantes de servicio que de contarlo las degollaría.

A esas alturas, Toinette, nadie ignoraba en el servicio de Versalles lo mucho que yo te amaba, protegía y custodiaba.

Como tampoco desconocían de lo que de mi genio endiablado era capaz, y de las trifulcas que montaría en caso de ser contrariada en algo que tuviera relación con mi deseo de protegerte.

Tras simular tranquilidad y templanza ante ellas, y tras haber finalizado con la tarea de limpieza, las despedí serenamente de la estancia, ordenándoles que siguieran con su trabajo en otra zona de los aposentos reales. Así pude lanzarme a tu cuello y preguntarte llena de expectación sobre lo acontecido.

Debíamos darnos prisa pues en cualquier momento aparecerían esas cotorras de siempre, tus delicadas y exquisitas damas que tanto provocaban mi hastío, y como ellas, a todo aquél a quien le diera la gana de entrar en tu cámara.

Así que no me turbé al preguntarte:

—Toinette, mi vida, ¿te ha hecho por fin feliz tu esposo?

—Creo que sí, Lala… Dio resultado mi estrategia. Francia me quiere y el delfín lo ha captado y apreciado. ¡Anoche se rindió por fin a mis encantos! —contestaste pincelando tu rostro del dulce color que produce el pudor—. Pero no digas nada aún… Él así lo desea.

—¡Pero el rey debe saberlo enseguida, al igual que tu madre también!

—¡No, Lala! No se te ocurra decir nada. ¡Júralo! —dijiste zarandeándome por los hombros.

—¡Está bien, nena! Tampoco hace falta que me sacudas… No es que te entienda, pero si así lo deseas…

Yo quedé un poco aturdida, compréndeme, Toinette. Después de tres años y medio de infeliz relación matrimonial, esperando que se produjera el suceso más deseado y teniendo a dos naciones pendientes del mismo, resultó muy frustrante recibir la orden de guardar silencio.

—¡Pero si me entran ganas de subirme al tejado como hizo el día de tu boda el duque de Croy y ponerme a dar voces!

—¿¡Pero qué dices, Lala!? Qué loca eres, Dios mío… Capaz serías. Pero esta vez te tendrás que aguantar las ganas, pues te exijo silencio. Es el delfín quien me lo ha rogado, y debo aceptar su deseo.

—Pero tu madre está deseando saber una noticia tan importante como ésta, nena… ¡Tanto tiempo aconsejándote sobre ello y ahora le escondes una realidad que la llenará de júbilo…! A veces no te entiendo, niña…

—Ya lo sé… ¡No me atosigues! —interrumpiste—. Insisto, no debemos decir nada. El delfín desea que espere hasta que un embarazo sea probado.

Coloqué los brazos en jarras y fruncí el ceño.

—¡Pues no tendremos que esperar ni nada! ¿Y si tardas unos meses en quedarte embarazada? Deberías comunicar ya a todo el mundo que tu esposo y tú sois por fin marido y mujer…

Mira, nena, yo no sé si fue mi insistencia y consejo lo que te convenció, pero la verdad es que tan sólo dos días más tarde, con el consentimiento de Luis Augusto, alegraste el corazón de tu abuelo político con la feliz noticia de la consumación matrimonial.

Él se puso como loco de contento, te besó dulcemente en la frente y te llamó «mi querida hija».

¿Y yo? ¡Ah, cuántos besos te di y cómo te abracé! Y qué rabia me dio cuando irrumpieron en tu vida un montón de personas que antes de este evento te habían menospreciado y se habían burlado a tus espaldas. ¿Y qué podíamos hacer si así era Versalles y su corte…? Si así era tu vida, Toinette…

No tardaron en llegar las buenas noticias a Viena. ¿Recuerdas la enorme alegría que brotó en el corazón de la emperatriz y lo mucho que la reflejó en las largas epístolas que a raíz de este hecho te escribió, niña?

Durante un corto período de tiempo tuvimos la dicha de prescindir en ellas de reproches y consejos tales como sobre «cómo debían ser las caricias con las que una buena esposa debe encandilar a su esposo», apreciaciones éstas que a ti te escandalizaban pero que a mí me hacían mucha gracia.

Pero ¡ay!, los reproches no tardaron en regresar, pues ese bebé tan ansiado por toda una nación se tomaba una eternidad en llegar, y su tardanza vino acompañada de una nueva preocupación, esta vez tintada de un toque diferente. Porque ahora entre sus características, brillaba la desesperación.

Comenzaron a transcurrir los meses, el futuro heredero no bajaba desde el cielo y aquel noble invadido de hemorroides que era el conde de Mercy, retomó la fea costumbre de enviar sus cartas espías con las que conseguía aprisionar el corazón de la emperatriz hasta consumirlo en anhelo y ansiedad.

«Majestad imperial, es mi deber comunicarle que el delfín ha cumplido los veinte años, y aunque la delfina es sana y está en el esplendor de su juvenil belleza, no se produce la gestación deseada. El heredero al trono de Francia se hace de rogar y si no hay constancia en las relaciones…».

Llegado a este extremo, no se contentaba con estarse quieto, no señor. Más le hubiera valido limitarse a callar pues su vil actitud de espía desesperaba al delfín y a ti te llenaba de desconsuelo. Pero el embajador, dale que dale.

«Debe saber su majestad imperial que desde que se celebraron los esponsales del conde de Artois con la hermosa princesa Teresa, es de todos conocido que sus relaciones matrimoniales son excelentes, y desde la primera noche, según mis fidedignos informadores».

¡Valiente sanguijuela! ¿Cómo se enteraría el viejo de todo? Era un hombre horrible, Toinette. Y aquí sí que te digo que el conde de Mercy se portó como un despreciable necio. ¡Y encima describir como «bella» a la pobre y nerviosa Teresa! Pero si era fea como un escarabajo peludo, con una nariz más larga que los pasillos de palacio y una complexión dañada y tosca.

Además de no ser agraciada, era patosa en el baile y aburrida como el silencio que envuelve a la pobre anciana a quien esta noche cuido. Que Mercy alabara la buena presencia del conde de Artois no era de extrañar, porque has de aceptar, Toinette, que era hermoso como un héroe griego, muy diferente físicamente a su hermano, tu pobre Luis Augusto.

Pero decirlo de Teresa… ¡Qué atrevimiento y qué embustero!

Malmetía en sus largas epístolas sobre la relación de los nuevos esposos, despertando la preocupación de tu querida madre y poniéndonos a todos los pelos de punta las respuestas que llenas otra vez de reproches, desde Viena llegaban.

Encima, todo se agravó cuando se corrió el rumor por la corte de que Teresa, siendo fea y aburrida, había sorprendido a su esposo con su increíble capacidad de contentarle durante las noches, comportándose más como una ramera en celo que como una dulce princesa de alto rango sobre almohadas de hilo y seda.

Todo parecía indicar que tú no estabas hecha de la misma pasta, nena. O al menos nadie dijo nada parecido sobre ti.

¿Qué haría esa muchachita tan poco atractiva para agradar de tal manera a su recién estrenado esposo? ¡Ah!, nunca lo sabremos, Toinette.

Bueno, quizá yo algo imagino…, porque yo también he sido amante del placer de mi cuerpo y mi Alex me enseñó muchas cosas prohibidas que ahora no vienen al caso explicarte.

Mira, lo pasaba tan bien entre sus brazos con las cosas a las que jugábamos, que a veces pienso que hasta tenían que ser pecado. Y como tú ahora estás en el cielo y no puedes ni debes saber de ellas, pues no te las cuento y punto…