IV
La boda

Hasta la misma luna debió de envidiar tu resplandor cuando entraste la mañana del 16 de mayo de 1770 en la capilla real del palacio de Versalles, ataviada con tu magnífico traje de blancos brocados.

Parecías una paloma, Toinette, con la piel más radiante que las estrellas y los ojos más claros que el mismo cielo.

La dignidad heredada de tu regia madre tras largos años de enseñanzas cortesanas en Viena te hacía parecer mayor de lo que en realidad eras, aunque yo te veía más niña que nunca, notando tu corazón tintinear al son de tus temores.

Tu latente vulnerabilidad me provocó el atrevido impulso de salir corriendo tras de ti para abrazarte tan fuertemente como lo hacía cada vez que siendo muy niña, te veías en un aprieto. Pero la poca cordura que me quedaba me obligó a parar en seco, temiendo montar un espectáculo que echara por tierra el día más importante de tu vida, incluyendo mi puesto de trabajo como criada de cámara a tu lado, pilar que se había convertido en la única razón de mi existencia.

Además los grandes y exagerados aros dentro de tu falda me hubieran impedido achucharte, y los guardias que te rodeaban a todas horas me hubieran sometido y echado de tu lado.

Así que apreté los dientes, dominé la voluntad para controlar mis emociones y te dejé marchar como un pajarillo abandonado hacia el altar de la capilla del palacio.

¡Qué atenta estuviste a las palabras del celebrante! Parecía como si quisieras grabar a fuego lento cada frase en lo más profundo de tu pequeño corazón, aunque los nervios te traicionaran, nena, que yo me di cuenta de todo.

Ya sabes que tu vieja Lala es difícil de engañar en todo aquello que se refiere a tus sentimientos, por mucho que intentaras disimular. Además todo el mundo se dio cuenta de que lo que te digo es cierto, pues te delataste tú misma al tener que plasmar tu firma en el documento matrimonial unos segundos después de finalizar la ceremonia.

Tu angustia se reflejó en la forma de un torpe garabato que intentaba asemejarse a tu escritura, y que desparramó sobre el papel una firma infantil y descontrolada, con manchas semejantes a las huellas que podría dejar una pulga recién huida de un tintero.

¡Pobre niña mía, si es que debías de estar al borde del desfallecimiento!

Fue una lástima que una impertinente y feroz lluvia enturbiara inesperadamente parte de los festejos y entretenimientos que a continuación de la misa se llevaron a cabo para el deleite de la corte y del pueblo de Francia.

Los jardines de palacio resplandecían con mil velas al viento, con cientos de adornos florales y 6000 invitados, que acudieron ataviados con las más elegantes indumentarias. Parecía como si toda la nación estuviera presente deseando no perderse ni el más mínimo detalle sobre la nueva delfina de Francia. ¡Y todo aquel despliegue y esplendor era en tu honor, Toinette! ¿Te das cuenta de lo orgullosa que yo me sentía de ti? Mi niña preciosa se casaba y toda una nación se rendía a sus pies.

—¡Qué complexión tan perfecta! —oí decir a mi lado refiriéndose a ti a una gran dama pintarrajeada con más maquillaje del que yo estaba acostumbrada a observar en la corte de Viena. Porque, nena, ¡vaya manía ésa de ponerse carmín en los labios y colorete en las mejillas!

Recuerdo que la primera vez que lo vi me impresionó sobremanera, y así te lo hice saber.

—Cosas de Versalles, Lala… —me contestaste—. Yo ya fui advertida en su día por monsieur el abate Vermond… ¡Qué le vamos a hacer!

—¡Pero si parecen rameras de la calle, niña! ¿Acaso no se dan cuenta de que es terriblemente chabacano llevar semejantes círculos escarlatas perfectamente pintados en el rostro? ¡Me recuerdan a las mujerzuelas de Viena!

—¡Shhh…! ¡Calla Lala! —dijiste tapándome la boca con uno de tus finos y blancos dedos, mirando con preocupación alrededor—. ¿Acaso no ves que nos pueden oír?

—Si ya…, pero…

—¡Sé prudente, Lala! Debes ser extraordinariamente discreta con tus comentarios o me meterás en problemas. Además ésa es la costumbre en Versalles, ya te lo he dicho… Cuanto más alto sea el rango de su título nobiliario, más derecho tienen a maquillarse llamativamente labios y mejillas. ¿Desconocías que es extremadamente caro?

—¿El qué?

—¡Ay, Lala…!, ¡pues el carmín! ¿Qué va a ser?

—¡Ah…!, pues no lo sabía. La verdad es que no…

—Aquí se considera un distintivo de clase y alcurnia —respondiste poniendo los ojos en blanco para indicarme que a veces te exasperaba mi ignorancia en ciertos asuntos de la corte—. ¿Sabías que existe una prohibición legal en Francia por la que no se permite a las mujeres maquillarse con carmín si no pertenecen a la nobleza?

—Eso no es cierto, Toinette. He visto mujerzuelas dentro de Versalles, gente humilde y sucia, como esas mujeres que traen el pescado fresco a las cocinas de palacio, pintadas con el mismo carmín que utilizan tus cuatro damas de compañía.

Te abanicaste agitando tu precioso abanico de plumas con incrustaciones de marfil de esa forma tan característica tuya que a mí tanto me gustaba, y que mostraba la infinita paciencia que a veces tenías que tener conmigo.

—Eres poco observadora, Lala. No es carmín lo que ellas se echan por la cara, sino vino.

—¿Vino?

—Sí Lala, vino tinto. Ya te he dicho que el carmín es una pieza del maquillaje muy cara y sofisticada. Esas pobres mujeres de la ciudad no pueden permitirse semejante gasto, así que imitan el carmín de las damas de la corte restregándose restos de vino en las mejillas. El efecto puede llegar a ser parecido, aunque no siempre lo consiguen…

A mí toda aquella explicación me pareció una mentirijilla algo infantil.

—Es cierto, Lala. No me mires así que no soy embustera.

—Vaya, veo que me has adivinado el pensamiento.

Entonces observé que te habías puesto triste y comprendí que tampoco tú apreciabas ese tipo de excentricidades. Yo me libraba de aquello, pero tú debías acoplarte sin chistar, como siempre había aconsejado tu madre.

«¡Pobre niña mía! Perdona a esta criada tonta y burda que no se daba cuenta de que te hacía daño con sus comentarios».

—Bueno, bueno… No te pongas melancólica, mi princesa… —me apresuré a decir—. Nos acostumbraremos y punto. ¿Acaso no tenemos todo el tiempo del mundo para ello?

Y entonces me sonreíste y me cogiste el rostro con ambas manos. ¡Qué dulce eras a veces conmigo, Toinette! Seguro que los ángeles del cielo viven ahora maravillados observando tus rasgos y descubriendo tu delicadeza. ¿O lo sabían ya…? Bueno…, yo no lo sé, pero creo haber oído decir que estos seres celestiales todo lo ven mientras permanecemos vivos en la tierra, aunque no con la misma nitidez que lo hace Dios nuestro Señor… Y por eso sabrán que yo te amaba mucho, Toinette, y que ahora sufro con un corazón desgarrado por tu ausencia. Y también por el miedo, por qué negarlo… Y es que volvemos a eso de que yo sólo era y aún soy una pobre criadita que tuvo la fortuna de ganarse tu cariño y confianza, y a la que entregaste todo tu amor además de muchos regalos, como este precioso colgante con tu retrato del que no me desprenderé hasta que me corten el cuello esos salvajes como te lo han cortado a ti.

Yo era tan sólo una mujer que ignoraba todo sobre Francia, sobre lo que se mascaba tras cada movimiento de Versalles, y que no podía imaginar siquiera lo que el futuro te depararía entre sus garras. Y por ello, durante mi primer año en Francia no hice más que hacer comentarios jocosos e intrépidos sobre las costumbres de una corte que a todas horas nos rodeaba y escandalizaba con sus excéntricas peculiaridades.

—Lala, tienes que acoplarte rápido a todas estas novedades —insistías un día tras otro.

—Es que a mí todo me parece muy raro en este lugar… Y tampoco me gusta que te maquillen así.

—Me temo que tus temores o gustos no están considerados como un hecho relevante en la corte de Versalles, Lala. Limítate a servirme con amor, cercanía y ternura. Soy yo la que soporto toda la presión…

¡Vaya lección que me diste, nena! Reconozco que en un primer instante me sentí un poco herida y hasta fruncí el ceño, pero como no soy tonta y te conozco bien, sé que lo hiciste por mi bien.

¡Cuántas cosas me has enseñado, Toinette, y cuánto aprendí de ti durante esos difíciles años posteriores a tu boda!

Veo que me he vuelto a enredar en mis propios recuerdos y he abandonado lo que te quería decir con respecto al precioso día de tu espléndida boda…

¿De qué era, nena, sobre lo que te hablaba? ¡Ah, sí! Te recordaba lo hermosa y radiante que lucías frente al altar y lo mucho que se enamoró de ti Versalles y sus gentes.

Desde mi rincón, siempre a cierta distancia, observaba a los invitados que, pletóricos, husmeaban por todos lados disfrutando de cada detalle del histórico espectáculo con el que les agasajaba el rey, al celebrar la boda de su nieto con la más dulce y perfecta de las criaturas.

Me viene de pronto a la memoria alguna de las anécdotas que protagonizaron ciertos invitados.

Como la invitación era estrictamente personal, intransferible y controlada por un papel con una numeración, el invitado que no la trajera por descuido quedaba fuera del recinto. ¡Y vaya la que armó en la entrada principal del palacio el marqués de Dugrat! Que se la había olvidado en casa y que no le dejaban pasar, Toinette… ¿Te acuerdas? ¡Cómo se enfadó y qué escándalo formó!

Pero ni su rango ni su precioso traje bordado con hilos de plata convencieron a la guardia para que permitiera su entrada. Y aunque el pobre marqués gritó como un demonio y pataleó hasta el punto de hacer caer su magnífica peluca al suelo, no logró cruzar el umbral. Y ahí quedó el pobre sin peluca, Toinette, con lunar pintado sobre el labio y sable reluciente en la cadera, más desilusionado que un cocinero al que nadie ha querido agradecer su bizcocho.

Ese tipo de cosas eran las que en Versalles nos descalabraban los esquemas, y las que nos costó una eternidad aceptar.

¡Ah!, ¿y qué me dices de las reglas de palacio que impedían proteger hasta el más mínimo detalle de tu intimidad? ¡Oh, Toinette! ¡Eso sí que fue terriblemente duro para ti!

Yo me enfurecía, te hacía guiños y hasta ponía muecas a las damas que se empeñaban una y otra vez en interferir en tu pequeño mundo privado, como esa horrible dama, la amante de tu abuelo político, la Du Barry.

¡Qué mujer tan despreciable y cuánto te enervó desde un primer momento su presencia en tus aposentos! Parecía que el mundo entero, encabezado por madame Du Barry, tenía derecho a fisgonear en tu intimidad, Toinette, entrando y saliendo de tu dormitorio para ver con sus propios ojos cómo te maquillabas, vestías y alimentabas.

A mí todo aquello me parecía grotesco y hasta pecado, porque a mi entender se trataba de una manera de fisgonear de lo más descarada, por mucho que disfrazaran todas aquellas intromisiones con pompa y etiqueta.

¡Ah, qué difícil fue aceptar que la nobleza más cercana a la familia real que acababa de acogerte como hija y esposa tuviera permiso para ser testigo de tu privacidad como si de tu caniche faldero se tratara! Y mientras tanto yo, acostumbrada al pudor al que la emperatriz María Teresa nos había sometido como la regla de oro más preciosa en Hofburg, me subía por las paredes sin saber cómo enfrentarme a ese grotesco aspecto de Versalles… ¡Pero si todo parecía un juego absurdo, Toinette! ¿Por qué tenía aquella gente que ver cómo comías, te maquillabas y peinabas?

¿Y qué me dices de la forma absurda y ridícula de vestirte a la que obligaba el extraño protocolo de Versalles? Y para colmo a aquellas damas que gozaban de los Derechos de Entrada no se las podía piar.

Ellas hacían efectivo su extraño cargo de entregarte tu ropa de la manera más absurda e inútil posible, porque las normas te impedían coger tú misma cualquier prenda.

Un día hasta me enfadé y a punto estuve de increpar a la delfina María Josefa por esta torpe etiqueta. ¡Menos mal que tu mirada recriminatoria me frenó! Porque, ¿quién era yo para llamarle la atención? ¡En menudo aprieto me hubiera metido! ¿Te acuerdas, nena?

Fue el día en el que estabas desnudita esperando que la Primera Dama de tu Dormitorio te entregara la ropa interior. En ese momento, típicamente encuadrado en las normas versallescas, hizo su entrada en el dormitorio real la Dama del Servicio de Palacio. Ya se estaba quitando el guante para pasarte tu camisola después de exigírsela amablemente a la Dama de tu Dormitorio (por el hecho de gozar ella de un rango superior), cuando hizo aparición la duquesa de Orleans. Y otra vez el lío de quitar dulcemente la camisola de su mano.

A punto estaba de ponértela al fin, cuando irrumpió en el dormitorio una princesa, en este caso la condesa de Provenza. ¡Bendito sea Dios! Y mientras tanto tú quietecita, temblando como un pajarillo por un frío mortal que se colaba por entre las rendijas de las ventanas de tu cuarto.

Cuando ya parecía que ibas a poder cubrirte de una vez con la ayuda de la condesa de Provenza, irrumpió en el aposento la delfina María Josefa. ¡A cambiar de manos la camisola de nuevo!

Ay qué costumbres más estúpidas éstas, Toinette…

Por fin la delfina te hacía entrega de la maldita camisola. Para entonces, yo desde un rincón del dormitorio hervía en cólera mientras me lanzabas miradas de súplica para que no estallara… Y es que tú me conocías bien, Toinette, y sabías cuántas veces mi lengua desenfrenada me había metido en aprietos de difícil solución. Pero eso sí, siempre por defenderte.

La culpa hay que buscarla en el amor casi maternal que he sentido por ti desde el momento en el que te vi nacer, mi niña; ese que hoy me hace languidecer de tristeza y que me empuja a escribirte esta larga carta.

Cuántas cosas hemos vivido juntas, ¿verdad Toinette? Cuántos recuerdos hermosos al igual que dolorosos… Porque te he de reconocer que éstos a los que hago ahora referencia, frunciendo el entrecejo y hasta enfadada, eran en el fondo eventos llenos de hilaridad por lo absurdo de las circunstancias. Lo que pasa es que en el momento eran difíciles de entender y de acoplar entre nuestras costumbres.

¡Ah!, ¿y qué me dices del proceso del maquillaje, la peluca y todo lo demás? ¡Oh, cómo era también de ridículo el ritual de la peluca! Dichoso aparatejo que en Versalles se empeñaban en utilizar como el más hermoso de los adornos, que pesaba un quintal y que estaba hecho de pelo, lana, goma, alambres y más polvos que los de un muerto de otro siglo.

Y a todo esto mi pobre niña, dócil y dulce, sobrellevando la situación con enorme resignación, mientras que tu vieja Lala se subía por las paredes con tantas tonterías, obedeciendo a regañadientes todo lo que aquellas damas se empeñaban en ordenarme.

—Lala, acerque los polvos; Lala, sujete el corpiño; Lala, traiga los ungüentos y la pomada para pegar la peluca a la cabeza de madame; ¡Lala!: no deje caer los aros de la falda; ¡no sea usted torpe…!

Se referían, mi Toinette, a esos aros inmensos que sujetaban tus magníficas y preciosas faldas al nivel de las piernas.

¡Oh, cuántas cosas inútiles tuve que aprender en muy poco tiempo!

Ahora soy vieja y ya no me acuerdo de cómo terminó ese día de absurdos acicalamientos, pero sé que fue eterno y fastidioso como los miles que le siguieron hasta el día de tu encierro en esa apestosa cárcel.

Qué complicado se tornó tu destino al entrar a formar parte de Francia, Toinette. En estas pequeñas cosas y en otras de gran importancia… Qué poco podíamos sospechar ambas que ese mismo día de la celebración comenzaría un largo caminar de tropiezos y adversidades…

Se me esponja el corazón al recordar los vítores y las alabanzas con los que todo un público adorador te ensalzó mientras entrabas en la capilla. ¡Cuánta admiración se reflejaba en los rostros de todos aquellos que te observaban durante aquel espléndido acontecimiento que fue tu boda!

Quién hubiera dicho que ese mismo gentío exigiría tu cabeza no demasiados años más tarde… ¡Pensar que te vitoreaban como embriagados, cegados por la inmensa belleza del evento!

La felicidad de toda una nación palpitaba sobre la atmósfera, Toinette. ¡Lástima fue que tu querida madre no estuviera para presenciar aquel irrepetible acontecimiento de monumentales consecuencias!

Durante muchos meses e incluso años, se recordó el brillo en los ojos del rey don Luis durante los festines.

A lo largo de ese inolvidable día no se cansó de repetir hasta la saciedad que jamás había acudido a una celebración matrimonial tan extraordinariamente bella. Y eso que no eran pocas las que había presenciado a lo largo de su real vida.

Hubo invitados que hasta nos provocaron un disgusto serio debido a la excitación, como con el que nos asustó el duque de Cröy, al que no se le ocurrió otra cosa que subirse al tejado del palacio para poder vislumbrar los canales abarrotados de barcas portando luces. No se cayó y rompió los sesos contra el pavimento de milagro… ¡Vaya inquietud provocó entre la guardia!

Yo siempre he pensado que su actitud fue producto del efecto de los deliciosos licores servidos a los invitados, más que de su propia curiosidad. Pero el caso es que se libró de un grave accidente o incluso de la muerte.

Bah…, qué gente más rara nos rodeaba, niña. Y es que desde el primer día, mi entendimiento me susurró claramente que la corte de Versalles sería muy diferente a la de Viena. Oh, sí. Tan, tan diferente…

Y mientras tanto tú te perdías ensimismada entre tanta belleza y desconcierto. Bien adivinaba yo que tu alma era en aquel momento un batiburrillo de miedo, felicidad y aturdimiento.

Mirabas de reojo a tu joven esposo, quien se mantuvo distante, extremadamente tímido y apocado tanto durante la ceremonia religiosa como en la fiesta que la siguió.

Me despertó cierto recelo ver cómo bostezaba durante el sermón, y descubrir su distracción y aburrimiento.

Después del servicio religioso no cambió de actitud, nena, demostrando que ni los más alegres bailes ni las melodías mejor instrumentadas que salpicaban cada rincón del palacio, eran capaces de encender sus pupilas.

Yo temía el momento de vuestro retiro a los aposentos reales. Pasaríais vuestra primera velada en íntima unión matrimonial y yo no podría estar cerca de ti para consolarte si algo se empeñaba en andar mal.

Sabía de las mil instrucciones que habías recibido de tu madre al respecto, e incluso habías tenido el atrevimiento de sacar el tema frente a mí, conversando con tus queridas damas de honor, las hermanas Luisa y Carlota Wilhelmine de Hesse-Darmstadt, durante nuestro largo trayecto hacia Francia, envueltas en la intimidad del magnífico carruaje con el que atravesamos Europa. Te observé tan relajada y optimista respecto a este delicado tema, que mi inquietud no nació hasta tu boda, durante la cual pude atisbar con preocupación la ausencia de deseo y luz en los ojos de tu esposo.

Llegó la hora temida en la que el ritual más antiguo de Versalles se llevaría a cabo: el acompañamiento a la pareja real por parte de los nobles de la corte y del rey al aposento matrimonial.

El arzobispo de Reims bendijo vuestra hermosa cama mientras el rey don Luis entregaba la camisola de noche al joven esposo, y la duquesa de Chartres te hacía entrega de la tuya.

¡Dios mío, qué abarrotada estaba la estancia! Ahí se juntó mucha nobleza hacia el lecho, dependiendo del rango y título de cada cortesano. Parecía como si todo el mundo en Versalles tuviera derecho de entrada a la cámara nupcial.

Tú mirabas tímida y sumisa a todos los presentes, y yo descubrí vergüenza y angustia en tus azules ojos de niña.

Por fin los nobles comenzaron a retirarse tras una larga y elaborada reverencia dejándoos encamados y tapados hasta la barbilla.

Yo fui de las últimas en abandonar la estancia. Aún me parece notar tus preciosos ojos angustiados clavados en los míos mientras me alejaba de la enorme sala que sería tu dormitorio conyugal a partir de esa primera noche.

Salí despacio, con el corazón más encogido que la carnosa delicia de un mejillón dentro de su cáscara, y cerré el pomo con suavidad.

Casi desfallecí al notar el peso de una enorme y fornida mano sobre mi hombro derecho que, obligándome a girar, me enfrentó de sopetón y cara a cara con su majestad el rey don Luis.

—Lala —me dijo fundiendo sus pícaros ojos oscuros en mis pupilas—, mañana quiero ser el primero en saber todos y cada uno de los detalles. Que no quede fuera de mi conocimiento ni el más mínimo de ellos.

—Majestad…, yo… —balbuceé notando cómo me sonrojaba.

No me dio tiempo a terminar la frase. El rey don Luis salió de la estancia ignorando mi presencia, rodeado de un grupo reducido de nobles entre los que se encontraba esa ordinaria mujer, la Du Barry, entre el sonido de sus femeninas carcajadas y el frufrú que producía su enorme falda al rozar el suelo.

Lo que no entiendo es cómo no sospeché entonces que a la mañana siguiente toda la información que podría proporcionar a su majestad el rey iba a ser, muy a mi pesar, que tu dulce y tímido esposo no había consumado vuestra santa unión.

¡Ay, Toinette, cuánto se disgustó la emperatriz María Teresa al enterarse de tal percance en tu noche de bodas, y cómo nos amargó a todos semejante agravio por parte de tu marido hacia tu preciosa personita!

Y ahí comenzaron los meses de larga agonía que nos mantuvieron a todos en vilo, especialmente a ti, pobre niña mía, rodeada constantemente de inquisidoras miradas y soportando risitas sospechosas y codazos entre tus acompañantes.

Irritante también en extremo resultó ser el conde Florimond Marcy d’Argenteau, embajador de Viena en Francia, quien había sido nombrado tu asesor y maestro en palacio, para orientarte en todo aquello que pudiese producirte inquietud. Ya sabes que nunca me gustó, Toinette, y que desde un primer momento le catalogué como fisgón y descarado, sin importarme que me contradijeras al respecto.

Treinta años mayor que tú, elegante y muy rico, te sobrepasaba en sabiduría. Intentaba guiar tus pasos en el complicado entramado costumbrista que era Versalles, aunque desde mi punto de vista cometió humillantes errores que yo aún no he perdonado, como el de escribir a tus espaldas cartas detalladas a tu madre sobre el desagradable agravio que recibías de tu esposo cada noche en la cama conyugal.

—Ese hombre no me gusta nada, Toinette —te decía en cuanto podíamos tener un momento de intimidad sin el entremetimiento de las fisgonas narices de tus cuatro damas de honor.

—¿Pero qué mal te ha hecho, Lala?

—Bueno…, nada en especial. Pero no me gusta.

Te echaste a reír enseñándome esos dientes tan perfectos que había logrado en su día aquel extraño aparato bucal, y entonces yo me enfurruñé.

—Mmm… ¿Te ríes? Pues mira, aprovecho la ocasión para decirte que tampoco aprecio la amistad tan profunda que has desarrollado con la princesa de Lamballe.

Abriste mucho los ojos, niña, recordándome a los de un búho asustado por algo que ha divisado entre las sombras de la noche.

—Sí, sí… No me mires así, Toinette. Ya sabes a lo que me refiero.

—Lala, madame Lamballe es extremadamente gentil conmigo. Es dulce, atenta, bella y su corazón irradia bondad. ¿Qué es lo que tienes contra ella?

—¡Oh, no te hagas la inocente, nena! Mira que hablas con tu Lala…

—¡Yo diría que han brotado en ti los celos, ja, ja…!

—No es eso, nena —contesté poniendo los brazos en jarras y notando cómo una rabiosa calentura comenzaba a treparme por las tripas—. Se trata de otra cosa.

—¿De qué, si se puede saber, Lala? ¿Qué es eso que tanto te perturba de mi amistad con ella?

—Bueno… Pues que no me gusta cómo te mira, y por qué no decirlo, tampoco cómo tú la miras a ella.

Entonces tu semblante se tornó serio y tu boca de piñón tomó ese rictus que sabía me traería problemas. Te había ofendido y mi olfato me decía que pronto estallaría una discusión entre ambas.

—Lala —comenzaste a decir—, tiemblo al sospechar lo que me quieres decir. Es hiriente, insultante y además, mentira. Mi interés por la princesa y el suyo por mí sólo se basa en una tierna y dulce amistad. ¿Acaso debo estar condenada en esta corte a no gozar del privilegio de tener una amiga, de tener una confidente que escuche mis lamentos y que llene el hueco que dejó en su día la partida de mi querida hermana María Carolina? La princesa Lamballe es una gran oyente, me atiende con dulzura y su compañía me agrada. Me roba ratos de tristeza y me los envuelve en alegría y entretenimiento. Nos entendemos a la perfección aunque ella tenga veintiún años y yo sólo quince, y tenemos muchas cosas en común.

—¿Como qué?

—Ella acaba de perder a su esposo y yo a mi querida familia. Nos necesitamos. Nos queremos.

—¡Ah, que os queréis dices! ¿Pero no te das cuenta, Toinette, de que las damas de palacio y muchos de los más allegados al rey comentan vuestra «demasiado íntima» congenialidad?

—¡Oh, Lala, que digan lo que quieran! ¿Acaso tenemos que subyugar nuestra amistad al constante chismorreo envenenado de Versalles? ¡Se trata de sucias calumnias, Lala! Y me ofende que me las hagas llegar. Necesito una amiga y la princesa es la persona adecuada. ¡Oh, Lala…, dime que todo esto está producido por tus estúpidos celos! ¡Contesta, mujer!

—No es eso, nena…

Parecías indignada conmigo, Toinette, y me atemoricé de pronto. Siempre habíamos discutido mientras eras una niñita de pocos años y yo luchaba por cuidarte, pero reconozco que fue quizá durante esta conversación cuando por primera vez vislumbré un extraño fulgor en tus azules ojos de princesa que parecía decirme: «Cuidado, ya no soy un bebé; no me lleves la contraria. Ya no soy la archiduquesa, sino la delfina de Francia».

Me invadió de pronto el temor de que un día te hartaras de tu Lala y de que me echaras de tu lado con una patada real. ¡Oh, Toinette, cuántas veces te he repetido ya en esta carta lo terrible que hubiera sido eso para mi vida!

No recuerdo bien cómo templé tu disgusto tras aquella conversación, pero sé que lo logré con mucha mano izquierda y algo más que prudencia.

Lo importante para mí hoy, Toinette, es que encontré valor en no sé dónde para terminarte de decir lo que pensaba de tu nueva amistad.

La princesa era bella y tierna, pero irremediablemente tonta y exagerada.

¡Pero si un día vio un ramillete de hermosas violetas y se desmayó! ¿A ti te parece eso normal, niña? Yo concluí que no era digna de pertenecer a tu vida, todo el día revoloteando entre tu pequeño cortejo de aduladoras, enmarañándote las ideas con cursilerías y empalagosos comentarios.

—No me importa que no sea demasiado despierta, Lala —contestaste—. Ya sabes que las mujeres inteligentes como mi madre siempre me han atemorizado y que por lo tanto no me siento cómoda en compañía de gentes que brillen por su sabiduría…

—Vale, Toinette… Te lo acepto. Pero por favor, no te enfades conmigo… Sólo intento hacerte entender lo que se chismorrea en la corte, a tus espaldas…

—¡No me lo repitas! ¡No deseo saberlo! —gritaste. Y entonces te echaste a llorar y yo comprendí que las cosas no serían tan fáciles como cuando en Viena yo te amonestaba por cualquier cosilla.

Versalles era otro lugar, otro mundo incluso más allá de la luna, para una pobre criatura de quince años a quien todo el mundo señalaba acusadoramente por no proveer al país con un heredero. ¡Pero si la culpa era de la irremediable timidez del delfín!

Qué injusto fue aquello hacia tu persona y cuánto sufriste…

Lo único que deseaba yo entonces, mientras me asombraba la incredulidad de lo que te rodeaba, era enseñarte a ser prudente, Toinette.

Quería protegerte de heridas y calumnias. Bastante tenías ya con el constante y tan transparente rechazo de tu esposo como para que te tacharan de lesbianismo con una de tus damas de compañía.

¡Ay, Luis Augusto…! Y que no te tocaba, Toinette… Ni de día, ni en las noches, por mucho que te acicalaras y te esforzaras por atraerle.

Y así pasaron las semanas, los meses y hasta los años. Y resultó que un día se casó tu cuñado el conde de Provenza con Josefina de Saboya.

¡Qué inquietud sacudió entonces el corazón de tu madre! Porque si ellos tenían descendencia antes que tú, cabía la posibilidad de que te robaran tu corona.

—Niña —te dije tan sólo unos días después de la boda de tu cuñado—, hay que convencer a tu madre de que las relaciones privadas entre tu esposo y tú son un hecho.

—Eso sería mentirla y engañarla.

—¡Pero es que se va a poner como una fiera contra ti por dejarte pisar por los nuevos esposos!

—No me pisan, Lala. Sólo se han casado… Yo no puedo hacer más… Ya sabes que sufro mucho por causa de la frialdad del delfín.

—¡Pues haz algo, nena! ¡Soluciona esto! Miente a tu madre en la próxima carta si es preciso… Sus cartas se han convertido en puñales afilados hacia ti. Todo te lo recrimina: que si has engordado demasiado, que tu belleza se está marchitando, que si tus cuñados van a producir un heredero para Francia y te van a robar el trono…

—No creo que los príncipes tengan un heredero antes que yo. El conde de Provenza es obeso ya a sus quince años, y la delfina no puede ocultar tras su maquillaje una profunda amargura e infelicidad…

—Ya, ya, nena… Si de eso todo Versalles es testigo. Pero una cosa es que se trasluzca su incompatibilidad y otra que no traigan una criatura al mundo antes de que nos demos cuenta. Hazme caso y escribe a tu madre diciéndole que el delfín «ya te ha hecho verdaderamente su esposa».

—Nunca haré eso, Lala. Y hasta me avergüenza que me lo propongas. Además, como si a mi madre se le pudiera ocultar algo así. ¡Ella no desconoce ni un detalle de mi vida en Francia!

—No estoy tan segura, Toinette; no estoy tan segura…

Entonces te pusiste triste, nena, cerraste tu elegante abanico y me miraste de soslayo con esa expresión tuya de medio niña medio mujer que a mí nunca me engañaba. Así supe que echabas terriblemente de menos a tu familia, a tu país y a sus pacíficas y templadas costumbres, y que estabas comenzando a desesperarte por el indignante rechazo de alcoba.

—Oh, Lala… —dijiste al fin echando un suspiro al aire lleno de melancolía—. Tal vez tengas algo de razón. Sé que mi madre desaprobaría muchas cosas de Versalles y que me culpabiliza de que mi esposo no se sienta atraído hacia mí.

¡Pobre niña mía! Tú con mil problemas y tu vieja criada enmarañándote la cabeza con tonterías y quejas vanas.

Y a todo esto Luis Augusto venga a escaparse a cazar, cabizbajo y más tímido que nunca, para huir de la mirada recriminatoria de su abuelo el rey.

¡Qué lástima de Luis Augusto! Yo creo, nena, que la culpa de todo la tenía su espantosa timidez y los miles de ojos escrutando vuestra intimidad. Y para empeorar aún más la violenta situación, el estirado conde Mercy d’Argenteau informando a tu madre y a tus espaldas sobre tus secretos, con pelos y señales.

Yo siempre me pregunté por qué era tan antipático y misterioso, y sobre todo, por qué se portó de aquella forma contigo. ¡Qué falta de caridad hacia ti el hecho de ocultarte las cartas con las que bombardeaba a tu madre sobre tus problemas! ¡Sucio gusano!

No sé si te confesé que creí averiguar el motivo de tanto agravio… Pensándolo bien, creo recordar que no lo hice, Toinette, para que no me riñeras, porque yo sabía que no te complacía que yo cotilleara con el resto de las criaditas sobre mis opiniones acerca de tus súbditos más cercanos.

Sin embargo, hoy te confieso que en esa ocasión lo hice, y mira que no me avergüenzo, porque lo que descubrí me llenó de hilaridad y sentí vengada mi rabia contra el marqués.

Te estarás reconcomiendo por saberlo… Bueno, te lo voy a decir.

El conde sufría de hemorroides. ¡Sí, Toinette! Y además sangrantes…

Eran famosas entre sus criados porque durante sus necesidades naturales emitía gruñiditos de dolor y luego habían de untarle con remedios para parar el sangrado. ¡Pero yo no me pude apenar por él, nena! Y es que me encolerizaba que te traicionara de aquella vil manera. Ponía nerviosa a la emperatriz y luego ella te cocía en hirvientes reproches.

Como era de esperar, éstos no tardaban en llegar en epístolas desde Viena, en las que se repetían las quejas sobre el poco interés y la frialdad que mostraba tu esposo hacia tu persona. Porque, desgraciadamente, su tímida compostura no sólo se reflejaba en la alcoba, sino en público, en donde te ignoraba como a la más desconocida de las criadas. Y encima rebotaban sobre tus inocentes espaldas las burlas sobre su apatía y simpleza.

¿Pero qué podías hacer tú, mi pobre niña, si ese muchacho era apático hasta rayar la enfermedad?

Yo me desesperaba al verte derramar lágrimas amargas cuando finalizabas la lectura de cada carta recibida desde Viena, con consejos peculiarmente típicos del carácter de tu regia madre, como aquélla en la que instaba a que se cambiara la decoración de tus aposentos, exigiéndote que se colgaran obras pictóricas con tintes eróticos como aquellas afroditas griegas que te envió el embajador y que tanto alabó el rey. ¡Qué cosas tenía la emperatriz y qué suya la reacción del monarca francés!

¿Te acuerdas cuando te insinuó en otra carta no saber «acariciar adecuadamente» a tu esposo? ¡Qué vergüenza te produjo este último reproche, Toinette!

Tu madre fue injusta durante aquellos duros meses y yo fui testigo de su error, porque conocía los muchos esfuerzos que empleabas en agradar a tu tibio esposo.

¿Cómo era tan necio el conde de Mercy d’Argenteau como para ocultar a tu madre en sus cartas tales esfuerzos? ¡Mal amigo fue sin duda, Toinette! ¿Por qué no le dijo que te ganaste hasta la admiración del rey por el progreso que lograste en tus hábitos de caza?

Este deporte que a tu joven esposo fascinaba, nunca había sido tu fuerte, nena. Sin embargo, lograste aficionarte, con tesón y empuje, para poder acompañarle cada vez más en sus cacerías.

No te quejabas del frío, ni de las inclemencias, logrando trofeos que hasta madame Du Barry alabó con cierta gracia.

Tampoco ponías peros a los largos paseos y carreras a caballo que comenzaste a practicar para seguir a las presas, muy a pesar de las amonestaciones que recibías por ello de parte de tu madre, quien intentó prohibirte esta afición pensando que evitaría un posible embarazo.

Y mientras tanto el tímido Luis Augusto también padecía.

¿Recuerdas aquella ocasión en la que el rey ordenó llamar a aquel doctor que le inspeccionó?

Claro que tampoco se le puede culpar, Toinette, porque ya habían pasado los tres primeros años desde vuestra boda y no habíais tenido aún relaciones íntimas.

¡Pobre muchacho! Y todo para concluir, tras unos toqueteos desagradables y hacerle ingerir ciertas hierbas medicinales, que era un hombre hecho y derecho y más sano que el propio rey.

Parecía que nadie quería darse cuenta de que con un poco de paciencia y algo más de esfuerzo por tu parte, se lograría el milagro.