Dos años tardó el rey de Francia en decidirse a dar el paso y contestar oficialmente la propuesta imperial, desde que el marqués de Durfort le entregara el medallón con tu rostro pintado en él.
Este largo espacio de tiempo se asemejó a una tediosa eternidad en la que se produjo un hecho de vital importancia: por fin te había llegado tu primera menstruación.
¿Te acuerdas la alegría que esto produjo en tu madre, nena? ¡Oh, qué contenta se puso! Y es que para sus planes, este factor era de suma urgencia, Toinette, y no hizo más que acelerar el deseo de la emperatriz por cerrar los acuerdos del desposorio que uniría políticamente a Austria con Francia.
Era del todo asombrosa la extraordinaria importancia que daba su majestad imperial a vuestras reglas menstruales. ¿Te acuerdas de cuando le dio por apodarla general Krottendorf y os exigía que la avisarais de «su impertinente visita»? A mí esto siempre me pareció el colmo de las exigencias de tu madre. ¡Hasta eso quería controlar! Como ella había tenido tanta facilidad para quedar embarazada, no podía entender cómo demonios os llegaba siempre puntual e insistentemente.
Lo más interesante de tu regia madre era que conseguía que todas vosotras, ya fueseis solteras o casadas, la obedecieseis hasta extremos sorprendentes como en esto de informarla de la llegada del general. Así era consciente del funcionamiento de vuestros ciclos y podía intuir el rumbo de vuestras relaciones de alcoba.
Era tras vuestros desposorios cuando exigía esta información con más ahínco, enfadándose sin razón si le decíais que nuevamente os había «visitado el general Krottendorf».
¡Qué cosas tenía la emperatriz a veces…!
Con la aparición de tu primera regla María Teresa suspiró tranquila; el general Krottendorf sería una pieza más a su favor para convencer al soberano de Francia de tu viabilidad como posible candidata al trono de su reino.
Por fin, el 6 de junio de 1769, el marqués de Durfort hizo la formal petición de tu mano para el regocijo de toda la corte de Austria y para tu sorpresa.
Tenías tan sólo trece años y medio. El delfín había cumplido los quince.
¡Cuánta ansiedad invadió mi corazón aquella tarde, Toinette! Me comenzaron a abrumar mil preocupaciones. ¿Te arrancarían de mi lado para siempre, o permitiría la emperatriz que te acompañara en el largo caminar hacia tu desconocido destino?
La sola idea de mi posible permanencia en Viena sin tu presencia me turbaba y encogía mi estómago de tal manera que hasta me costaba tragar un simple trozo de pan.
¿Y si me relegaban de nuevo a mi antiguo puesto en las cocinas…? ¡Oh, qué terrible hubiera sido aquello para mí!
Comprende que ya había sufrido muchas pérdidas en mi vida, Toinette… Mi esposo, mi hijo, tu hermana Charlotte. Esta última me había dejado rota de tristeza al abandonar la corte tras su desposorio…
Los rumores en cuanto a tu posición eran insistentes y estresantes.
—La archiduquesa no podrá entrar en Francia con ningún acompañante de Viena —me dijo con muy mala entraña una de las planchadoras cuando comenté los hechos con ellas—. Sé por el chambelán de servicio que el rey Luis desea que en cuanto la archiduquesa pise suelo francés, las damas de honor del Imperio se retiren y regresen a Viena. ¡No podrá llegar a destino junto a ninguna de nosotras! Por eso te aconsejo que no sueñes, Lala…
Semejantes chismes me hacían desfallecer. Si a tus damas de honor no se les permitía quedarse contigo en Versalles, ¡a qué poco podía aspirar yo, tu pobre ayuda de cámara que un día fui tu niñera!
—Toinette, habla con la emperatriz… Convéncela de que morirías sin mi compañía.
—Qué cosas dices, Lala. ¿Cómo nos van a separar?
—¡Que te digo que sí, nena! El rumor ha corrido por todas las orejas del servicio: la archiduquesa pisará suelo francés sin la compañía de sus damas.
—¡Oh…! —dijiste tapándote la boca con la mano tras dar un respingo.
«Verás —pensé—, ahora me echarán una buena regañina por haber sido yo la que se lo ha dicho…».
—No digas a nadie que te lo he soplado, Toinette. ¡Y no permitas que me separen de ti! ¡Moriría! —te rogaba entre lágrimas que tú secabas dulcemente con un pañuelo con tus iniciales que lleno de encajes me arañaba los párpados.
—No te preocupes, Lala… Insistiré día y noche a la emperatriz, pues sé que sin tu compañía tampoco yo resistiría la vida lejos de los míos…
—¡Pero todos dicen que el rey don Luis no permitirá que…!
—No hagamos caso a los rumores de palacio, mi Lala. Además, debemos pensar que dentro de muy poco seré la delfina de Francia. Esto significa que si nos separan, quizá con el tiempo pueda conseguir que te envíen junto a mí, a Versalles…
—¿Quizá con el tiempo…? ¡Ay, no, no, no mi nena! ¡Esto traería consecuencias graves! ¿Y si enfermo de tristeza?
—¿Por qué dices eso, Lala?
—Porque te olvidarías de mí…
Entonces tú te reías con esos dientes tan perfectos que te había dejado aquel dentista con ese horrible aparato que tanto te hizo sufrir, y me acariciabas el rostro.
Pero ni aun así conseguía pasar una sola noche tranquila, Toinette, porque temía lo peor…
Y entonces el tiempo empezó a volar a una velocidad de vértigo que yo no podía atrapar ni con mis pesadillas. ¡Cuánto sufrí durante esos días llenos de nerviosismo y destemplanza!
También a ti se te veía aturdida. ¡Pobre criatura mía! ¿Cómo no ibas a estar enervada sabiendo que las miradas de todo un imperio estaban de pronto fijas en ti, pegadas a tu cogote como una nube de mosquitos?
¿Y qué me dices de las mil y una celebraciones que comenzaron a organizarse?
¡Ah, esas fiestas…, qué dura prueba significaron para ti, Toinette! Te dejaban física y psíquicamente agotada, y a mí con los nervios de punta al verte tan confusa.
Ahora miro para atrás y me doy cuenta de lo joven que eras. ¡Pero si parecías una muñeca de porcelana! Y lo eras, Toinette, por lo menos para mí, mientras que para el resto del mundo eras toda una mujer que se había convertido en una pieza clave en las relaciones políticas de Europa. Y esto te arrastró hacia un futuro prometedor y a la vez incierto, que nadie suponía que incluiría un final como el que se ha producido.
Austria, ajena a los recovecos que oculta el futuro, organizó en el palacio de Laxenburgo la fiesta más hermosa jamás celebrada en tu honor tras el anuncio de tu compromiso matrimonial. Fue ésa de máscaras en la que disfrutaste tantísimo, ¿te acuerdas? ¿O se trataba de aquella otra de gala a la que acudieron 4000 invitados y en la que los fuegos artificiales acabaron por iluminar todo el cielo nocturno de Viena? Ay, creo que me equivoco, Toinette… Me parece que la primera fiesta fue aquélla en la que se colocaron más de 4000 velas en los jardines del palacio de Belvedere de Viena…
¡Maldita memoria la mía, niña, que ya no me acuerdo! Me armo cada lío… Como hubo tantos jolgorios durante esos días y todas las celebraciones fueron igual de hermosas…
La memoria me falla, sí, pero no tanto como para olvidar algunos detalles extraordinariamente peculiares y típicos de los que se hizo cargo la emperatriz, siempre tan cuidadosa y perfeccionista, como cuando ordenó que se contrataran ochenta dentistas por si acaso algún invitado sufría dolor de muelas a consecuencia del abundantísimo dulce de los postres.
Qué previsora era María Teresa y cómo la he admirado siempre por estas cosas que dejaban boquiabierta a toda Europa.
En cuanto a ti, acudías a los festines preciosa, perfecta y acicalada con las más finas sedas traídas de las Indias.
Pobre Toinette mía, todo te turbaba. ¿Cómo iba a ser de otra manera?
De pronto los nobles y la realeza del mundo entero suspiraban por verte de cerca y descubrir tus rasgos, tu personalidad, tus gustos, virtudes y defectos.
Yo no hacía más que ir de aquí para allá obedeciendo las órdenes de la princesa Charlotte Wilhelmine de Hesse-Darmstadt, la dama de honor a quien más amabas y con quien más amistad compartías tras la marcha de tu hermana María Carolina. Siempre me ha sorprendido de ti el entrañable cariño que has demostrado hasta el día de tu muerte por esta joven princesa y por su hermana Luisa, tus dos favoritas damas de honor en la corte de Viena, y a quienes echaste terriblemente de menos tras tu llegada a Versalles.
¡Pero si has guardado sus retratos hasta el último momento! Son este tipo de cosas las que Francia ignora y por las que yo te escribo esta carta. Para que rectifiquen calumnias contra ti como ésa en la que dijeron que eras incapaz de amar ni a tus hijos…
¡Burdas mentiras y patrañas de políticos nauseabundos! ¿Cómo se han atrevido a decir esto si ni siquiera han indagado con legalidad sobre tus pasos?
Vaya, ya me estoy desviando de nuevo… Y todo por culpa de la rabia que me trepa por el corazón a causa de esos asesinos del diablo.
¡Ojalá acaben todos en el infierno, Toinette!
Ay, nena…, ¿dónde estábamos? No debo dejar que me dominen estos absurdos arrebatos que hacen que pierda el hilo de mis pensamientos.
¿Qué te contaba que ya me he vuelto a perder? Oh, sí…, te hablaba de tus damas de honor más amadas en Viena, la princesa Charlotte Wilhelmine de Hesse-Darmstadt y su hermana la dulce princesa Luisa.
Recuerdo con hilaridad cuando me perseguían por tus aposentos como dos angustiados pajarillos.
—¡Lala!: ¿has dado las friegas con limón al cuello y los brazos de la archiduquesa? ¡Aquí hay una peca! Te lo he dicho mil veces… ¡Lala, el maquillaje, rápido! ¡Lala, un hilo se ha desprendido del borde de la manga! ¡Lala, eres muy lenta! ¡Lala, la archiduquesa no tiene bien colocada la peluca! ¡Lala esto, Lala lo otro y Lala lo de más allá…!
Pues vaya lío, nena. Me volvían loca perdida y luego acababa hecha unos zorros. Pero yo las quería porque poseían corazones limpios y sonrisas de ángel. Y tú las amaste muchísimo, Toinette. ¡Oh, cómo se te partió el corazón cuando unos pocos días más tarde Francia te separó de ambas damitas de honor!
Quizá nunca lleguen a saber que hasta el día de tu muerte conservaste sus retratos como un tesoro de enorme valía. Pero yo lo sé. Yo todo lo sé sobre ti, hasta los secretos más custodiados por tu intimidad, que aunque los sé, no los revelaré en esta carta. Porque no quiero que se malinterpreten, mi vida. Bastantes juicios perversamente endiablados han hecho ya de ti como para que yo eche más leña al fuego…
Hablemos entonces de otra cosa. Hablemos de la emperatriz.
¿Qué me dices de su actitud frente a tu inminente boda? ¡Pero si casi me vuelve loca! Se mostraba más nerviosa que nunca… ¡No daba órdenes ni nada!
El abate Vermond fue otra pobre víctima de su inquietud. Recuerdo que le exigió que intensificara tus clases de latín y de pronunciación francesa, además de las de Historia de Francia. ¡Con qué broncas atosigaba al pobre hombre y con qué elegancia conseguía éste defenderse ante el aprieto!
Y mientras tanto tú sufriendo en tus carnes por todo y todos.
Te separaron de tus hermanos y se te trasladó a los aposentos de la emperatriz, porque tu madre quería pasar el mayor tiempo posible a tu lado. Fue como si se percatara de golpe de que no quedaban días para disfrutar de la presencia real de su hija menor. Su niña se iría lejos de su vida; probablemente para siempre.
Sé que os pasabais las noches charlando, Toinette, porque al amanecer asistías a misa en la capilla real con ojeras y semblante cansado. Luego, cuando por fin podíamos tener un ratito para nosotras, me contabas las mil instrucciones que tu madre te había dado durante la vigilia nocturna: que trabajaras mucho en el crecimiento de tu fe católica; que jamás dejases de orar; que nunca introdujeras ni una sola costumbre austriaca en la corte de Versalles (no fueran a criticarte por ello); que no citaras refranes o dichos de Austria; que tu obediencia al rey de Francia y al delfín fueran intachables; que jamás leyeras un libro sin el permiso de tu confesor…
¡Más de mil, pobre Toinette! ¿Cómo no ibas a estar cansada y a la vez agitada? ¡Si hasta yo me ponía mala sólo de oírte contármelo!
Y entre nervios y jolgorios llegó por fin el gran día de tu tan ansiada boda, que se celebró el 19 de abril de 1770 a las seis de la tarde.
Representó al delfín de Francia tu hermano Ferdinand. ¡Qué apuesto estaba, Toinette, bajo la seria mirada del nuncio papal, monseñor Visconti, y de una muy tensa emperatriz María Teresa!
La iglesia de los frailes agustinos resplandecía con el candor de miles de velas encendidas y el olor a cientos de flores.
¿Y tú, mi Toinette, cómo crees que lucías el día de tu boda? He de repetirte una vez más que a mis ojos eras la más bella y resplandeciente flor entre todas las que allí lucían. Todo salió bien, mi niña, hasta el último detalle brilló en perfecta armonía.
Ya te lo había dicho yo mil veces.
No te preocupes, Toinette, que la emperatriz sabe lo que hace y todo el personal desea que hasta el más escondido candelabro brille con la pureza del mismo sol.
A la emperatriz no se le escapaba minucia alguna, y si se había propuesto que la celebración de la boda de su pequeña archiduquesa fuera un exitoso acontecimiento, sin duda se cumpliría.
La cena que se sirvió a continuación fue también espléndida, como las diversas fiestas que se celebraron durante los tres días siguientes previos a tu partida definitiva hacia Francia.
Aturdida y agotada, te sobraron aún fuerzas para darte cuenta del poco tiempo que te quedaba bajo la protección de tu amada Austria.
Un angustiado palpitar marcaba el vuelo del tiempo dentro de tu pequeño y oprimido corazón, que se movía tan deprisa como el tic-tac de un reloj que a veces incluso te provocaba una sutil falta de respiración que a mí mucho me alertaba.
—¡Toinette! —te decía agitando enérgicamente tu abanico con incrustaciones de marfil—. ¡Respira, mi niña, que te pones morada!
—Ya lo hago… Es que a veces siento un dolor aquí, dentro del pecho que… me corta el aliento, Lala.
Y entonces a mí se me encogía el estómago, pues sabía que aquello era producto del miedo que escondía tu alma de mujercita recién casada con un futuro más incierto que el de un soldado en plena guerra.
Y de repente, antes de que nadie pudiera percatarse de ello, había llegado por fin el día de la partida.
Cincuenta y siete carruajes, entre ellos dos extraordinariamente espléndidos decorados con sedas e hilos de oro, regalo del abuelo de tu futuro esposo, el rey Luis XV de Francia, serían nuestro modo de transporte.
Noventa criados junto a nueve ayudantes de cámara te acompañarían durante el trayecto, y entre todo ese gentío dichosa y sobrecogida me encontraba yo, Toinette, por puro expreso deseo tuyo.
—Madre, no me iré sin Lala —me contaste que le habías suplicado a la emperatriz una semana antes del enlace.
¡No me puse yo contenta cuando se me anunció semejante privilegio! Mi corazón estaba exultante de alegría porque bien sabe Dios que no hubiera soportado tu separación. Como te decía pocas líneas más arriba, bastante había tenido ya con la agonía de las pérdidas de mi esposo, mi hijo y tu hermana María Carolina.
Nunca sabré los motivos de la emperatriz para procurarme tal dicha, aunque sospecho que fue descubrir tu terrible abatimiento lo que la inspiró a alegrarte con tal concesión.
A veces pienso que de no haberlo permitido quizá me hubiera muerto de tristeza ese día… De haber sido así, se habría adelantado mi marcha de este mundo, y no habría tenido por ello que vivir el calvario que hoy experimento. Porque mientras te escribo estas líneas, noto que se me escapa la vida, Toinette; es tanto el desconsuelo que siento aquí dentro que no sé si mi pequeño corazón aguantará esta larga noche.
¡Ah!, quién sabe… A lo mejor no me da tiempo ni de finalizar esta carta y entonces habré fracasado, mi nena. Porque si algo debo hacer ahora es plasmar la verdad sobre papel para que alguien defienda tu memoria cuando yo ya me haya ido. Quizá sea esa mujerona, madame Marlene, la que lo haga al descubrir estas líneas… Yo no puedo, Toinette… Soy demasiado vieja y estoy cansada. Si me observas bien desde el cielo verás que ya no puedo ni respirar con facilidad.
Miro a la pobre moribunda que duerme a mi lado sobre su humilde camastro esperando la muerte que está por llegar, y siento hasta envidia. ¿Por qué no me lleva a mí, Toinette, y así acabo de una vez con mis pesares y con una existencia basada en las lágrimas que derramo por tu ausencia?
Suenan pasos por la escalera y cada vez que los oigo temo que sean soldados que vienen por mí; esos mismos miserables que hace unos días te encerraron en un sucio calabozo y en donde sueñan con encarcelar a todos los que te amamos.
No se paran tras la puerta, no… Parece que se alejan. Me pregunto quién será. Quizá madame Marlene que me espía a través del ojo de la cerradura para descubrir si estoy vigilante.
¡Ah, qué más da! Mi patrona no me sorprenderá dormida porque mi tarea esta noche es ardua y debo acabarla. El sueño no debe entorpecer mi escritura. ¡No puedo morir sin defenderte, Toinette!
Presiento que nos vamos a ver pronto, mi niña, y entonces no hará falta que te repita más lo mucho que te he querido. Y si te digo esto es porque tengo ya la certeza de que no sobreviviré al amanecer… Es demasiado el peso que me oprime el corazón.
Me siento casi tan mal como aquel día que abandoné Austria junto a ti, mi nena. ¿Te acuerdas? ¡Ah, no creo que este momento pueda ser más doloroso que aquél! ¡Cómo lloramos, Toinette! ¡Y cuánto penó tu madre también!
Si muero hoy, me llevaré a la tumba el recuerdo claro como un cristal de la mirada desgarrada de la emperatriz al besarte por última vez. ¡Cuánta amargura escondían sus pupilas, nena! Para que luego, con el paso de los años se te enfriara el corazón hacia su recuerdo. ¿Ves cómo fuiste injusta, Toinette? ¡Ella te amaba! ¡Te amaba con locura! ¿Cómo explicar si no las amargas lágrimas de sus ojos…? ¡Ah, yo sé que penaba como un alma en un terrible purgatorio! Su niña más pequeña se marchaba y ella sabía que no la volvería a ver jamás.
Y en cuanto a ti… ¡Oh, Toinette…! Jamás te he visto llorar tan desconsoladamente como aquel día en el que estirabas tu hermoso y blanco cuello por la ventana de aquel veloz y extraordinariamente bello carruaje, acariciando por última vez con la mirada de tus azules ojos los montes de tu amada Austria.
Hablamos mucho durante el trayecto, ¿recuerdas? ¡De cuantísimas cosas charlamos! Yo te intentaba calmar contándote mil boberías sólo para distraerte. Te relataba cosas de mi pueblo, ya casi enterrado en el olvido de mi memoria; de los juegos con los que me entretenía de niña, de anécdotas como aquélla en la que mi hermano Nicky tiró un gato a un pozo y al arrepentirse, se tiró él detrás a salvarlo. ¡Menuda paliza le dio luego mi padre! Aún me río al recordarlo…
Pero a ti nada parecía entretenerte, Toinette, porque la pena y la angustia ante lo desconocido te mantenían alerta y cabizbaja.
Por un lado te sentías la muchachita más afortunada del mundo… ¡tendrías un país muy poderoso a tus pies! Pero por otro… ¡Sólo Dios sabía lo que se te avecinaba!
Por supuesto que estabas aterrada, nena. ¡Y mucho! Tu mayor preocupación radicaba en la ignorancia que teníamos todos sobre tu futuro esposo. ¿Cómo sería realmente el delfín de Francia, Luis Augusto?
Corrían rumores de que no era demasiado agraciado y que al igual que sus hermanos, la princesa Clotilde y el conde de la Provenza, sufría de una desagradable tendencia a engordar.
Nos llegaron incluso a comentar que a espaldas de la princesa Clotilde, se la llamaba cruelmente «la enorme damita». ¡Oh, cuánto te turbaron todos estos chismes, mi nena! Y cómo me enfadaba yo cuando te venían con ellos.
Durante las dos semanas y media que duró nuestro viaje hasta que por fin llegamos a Francia, no paraste de preguntarme por él. ¡Como si yo fuera a saber algo!
—¿Será tan agraciado como en el retrato, Lala?
—¡Claro, claro!
—¿Llegará a amarme tanto como mi querido padre amó a mi madre?
—¡Por supuesto que sí, Toinette! —contestaba yo intentando aparentar seguridad en la respuesta. ¿Cómo iba a ser de otra forma si eras la más perfecta y dulce de las criaturas?
Sin embargo, me preocupaba sobremanera las mil historias que habían llegado a mis oídos durante los últimos meses sobre la familia real de Francia a la que ya pertenecías irremediablemente.
Corrían rumores sobre la enorme predilección que había sentido la difunta reina de Francia por el hermano mayor de tu prometido, el duque de Aquitania, fallecido cuando ella estaba encinta de tu futuro esposo. Y tampoco ignorábamos el hecho de que la segunda muerte infantil de esa familia, la del duque de Borgoña, la dejó inmersa en una absoluta desesperación que afectó al pequeño Luis Augusto hasta dejar una cicatriz en su infantil personalidad. Por ello acusaban a tu joven y desconocido esposo de una enfermiza timidez que yo temía no iba a ser buena cosa para tus relaciones de alcoba.
Pero como todo eran conjeturas y rumores, no hice más que repetirte que las noticias que habían llegado hasta los más oscuros rincones del palacio de Hofburg eran positivas, no queriéndome meter en donde no me llamaban y, sobre todo, no deseando angustiarte aún más de lo que ya estabas.
Las millas corrían veloces bajo los cascos de los caballos, y así atravesamos toda centro Europa, padeciendo eternas horas en la bellísima carroza cargada de sedas e hilos de oro que marcaban muy claramente la flor de lis, signo de los Borbones, y el águila de doble cabeza de la casa de Habsburgo.
Atravesamos Melk en donde tu hermano José te ofreció un precioso concierto de ópera y una magnífica cena, para luego llegar a Múnich, Ulm, Freiberg y Schüttern. Y fue en esta última parada sobre suelo del Sacro Imperio Romano en donde derramaste más lágrimas que nunca.
Había llegado el momento de dejar atrás tu país, los dominios de tu familia, tu niñez y en definitiva todo tu corazón…
¡Mi pobre Toinette! ¡Qué noche tan horrible pasaste vertiendo todo tu dolor y tus miedos sobre mi regazo!
—No llores, niña mía, que los ojos se te enfermarán —te repetí una y mil veces.
—Lala, algo me dice que nunca más regresaré a Austria y que no volveré a ver a mi amada familia.
—¡No digas eso! ¿Acaso no vas a ser la reina más hermosa del país más poderoso de Europa? Podrás regresar tantas veces como quieras. ¡No pienses de otra manera, Toinette!
¿Pero qué sabía yo, una criadita de tres al cuarto, sobre el futuro que se asomaba tras el último recoveco del imperio en el que reinaba tu madre? Cualquier presunción por mi parte hubiera sido una temeridad.
Recuerdo que fue en esta última parada sobre suelo imperial en donde te presentaron por primera vez a las personas que a partir de ese lugar se encargarían de trasladarte a Versalles. Eran todos ellos cortesanos y aristócratas de Francia escogidos con una minuciosa meticulosidad por el rey Luis, tu recién estrenado abuelo político.
Y así conocí al conde de Noailles y su esposa la condesa. ¡Qué mala espina me provocó la mirada de aquella mujer en nuestro primer encuentro! ¡Qué aires de grandeza al anunciarte que sería tu primera dama de honor!
Desde ese primer instante arrugué la nariz al verla, y mira lo bien que atiné, Toinette, porque, ¡no te hizo sufrir poco después!
Empingorotada y terriblemente seria, jamás te supo dar el cálido acogimiento que necesitabas…
Estaba tan obsesionada con las normas y el protocolo de Versalles, que en su ceguera no supo proporcionarte el apoyo y consejo que tanto ansió tu pequeño corazón asustado.
De pronto se me pasó por la cabeza que las cosas podrían complicarse conforme pasaban las horas, nena. Y de qué manera…
Lo peor aconteció con la llegada de los primeros rayos solares del siguiente amanecer, en la isla cercana a Khel, en donde al fin se intercambiaron los documentos del contrato matrimonial entre tus enviados y los del rey de Francia, y donde para tu espanto se despidieron de ti todos tus vasallos imperiales.
¡Oh, Toinette, cómo te abrazaste a tus queridas damitas de honor, tus más preciadas amigas las princesas Luisa y Charlotte Wilhelmine de Hesse-Darmstadt!
Nuestros conocidos acompañantes se retiraron para siempre de nuestro lado, las damas con lágrimas en los ojos y los hombres con oscuro semblante.
Tan sólo el príncipe de Starhemberg y yo tuvimos el magnífico privilegio de seguir camino a Versalles. ¡Jamás podré agradecer suficientemente a su majestad imperial el haberme concedido semejante regalo!
Mientras te ayudaba a desvestirte el magnífico traje de novia que traías puesto para cambiarlo por el también espectacular traje que te habían traído los enviados del rey de Francia, pensaba en las instrucciones que la emperatriz me había dado más de mil veces antes de partir.
—Lala, recuerda siempre que en Versalles la intimidad personal es casi nula. La delfina tendrá que vestirse y desvestirse delante de todas sus damas, y que aquellos nobles relacionados por sangre con el monarca podrán incluso presenciar los momentos de aseo personal de Toinette. Que esto nunca te escandalice ya que en Versalles las normas de privacidad distan mucho de las de Viena.
—Majestad, no sé si me acostumbraré a que la archiduquesa sea tan impúdicamente observada…
—¡Oh, sí, Lala! Te tendrás que acostumbrar y punto. Y tu misión más delicada será ayudar a la archiduquesa a que haga lo mismo. Y no lo olvides: no puedes fallarme en esto, Lala. De ti depende que la joven delfina se acople a estas extrañas costumbres de Versalles lo antes posible. Ella es insegura, tímida y extremadamente joven. Respira hondo, no pestañees y logra lo imposible sin chistar.
—Claro majestad…
¡Ya lo creo que las costumbres de Francia distaban de las de la corte de Viena! Como que no te quitaron ojo mientras estabas en ropa interior. Pero yo guardaba en mi corazón como si de un tesoro se tratara las palabras de la emperatriz, y simulé no ofenderme. Si tenía que jugar un papel nuevo y totalmente distinto al que venía ejerciendo desde que llegué a Viena siendo casi una niña, lo haría. Y todo por hacerte sentir protegida, Toinette.
Creo recordar que tras presentarte a los estirados condes de Noailles, les tocó el turno a tus nuevas damas de honor, la duquesa de Villars, la marquesa de Duras, la duquesa de Picquigny y la condesa de Mailly. También te fueron presentadas muchas más damas de menor rango que con el paso del tiempo llegaste a querer incondicionalmente y cuyos nombres mi memoria no logra recordar.
Entre los presentes también se encontraba el majestuoso príncipe de Rohan. ¿Recuerdas la primera impresión que tuviste de él, Toinette? ¡Oh, qué hombre tan atractivo, nena! ¡Y qué rufián llegamos a descubrir después que era!
Pero en esos momentos de tanto desconcierto e incertidumbre, sé que su apuesta presencia te impresionó tanto como a mí, y que incluso un día más tarde, cuando ya nos acercábamos al bosque de Compiègne en donde por fin tendrías el primer encuentro con el que ya era tu esposo, me hiciste un comentario al respecto:
—Lala, ¡qué apuesto me ha parecido el príncipe don Luis de Rohan…! Me pregunto si mi esposo tendrá el mismo porte, distinguido y señorial. Mira qué dulce es la mirada del delfín en este retrato miniatura que llevo siempre conmigo. A mí me parece muy hermoso y masculino…
—¡Sin duda alguna que así será en persona, mi nena! —me apresuré a contestarte mientras acariciábamos ambas el retrato esmaltado.
En él se observaba un tierno semblante de piel blanca y sonrosada, engarzado con unos preciosos ojos risueños.
—¡Oh, Lala, qué nerviosa estoy! ¡Sé que le amaré mucho y que le haré feliz!
—Por supuesto, Toinette. ¡Vas a ser muy dichosa!
El carruaje avanzaba desafiante sobre las piedras del camino, dejándonos apenas tiempo suficiente como para disfrutar del verde y frondoso paisaje que rodeaba al palacete de Compiègne. Hacia el norte, estaba el bosque en donde sabíamos que nos esperaba ansiosamente tu esposo y su familia.
Por fin, a eso de las tres de la tarde, el carruaje paró en seco. El corazón me latía desenfrenadamente, lo que me hizo suponer que el estado del tuyo debía de estar al borde del colapso.
Cuando descendimos temblando como dos hojas al viento, alguien te cogió elegantemente de la mano para ayudarte a no tropezar. Sólo al levantar la vista me topé con la magnífica figura del duque de Choisel, que galantemente te sonrió y te dijo: «Es un placer inimaginable ser el primero en dar la bienvenida a la delfina de Francia».
Justo detrás de él vislumbré llenas de nerviosismo, a varias figuras femeninas y dos masculinas.
Aquellas damas elegantemente ataviadas, con expresiones de desconcierto y curiosidad mal disimulada, no eran otras que las hermanas solteronas del rey, madame Victoria, madame Sofía y madame Adelaida.
A la izquierda de las mismas, con un extraño brillo en los ojos y quizá la sonrisa más atractiva que yo hubiese visto jamás, se erguía la omnipotente presencia de su majestad el rey Luis de Francia.
Hoy te tengo que reconocer que se sacudió hasta el último hueso de mi pequeño cuerpo, Toinette, y poco faltó para que rodara por los suelos y te pusiera en evidencia.
¡Qué hombre más apuesto era el rey, Toinette, y cómo me atrajeron desde ese primer encuentro sus preciosos ojos negros, su inteligente mirada y su nariz de emperador romano! Parecía un dios mitológico, un astro rodeado de mil planetas plateados. Su fama no había mentido; tu abuelo político era un hombre de porte imponente.
Sentía tu calor a mi vera como un pequeño rayo de sol envuelto en la brisa, y me conmovió profundamente ver cómo te inclinabas hasta ponerte de rodillas ante el soberano, quien sujetándote con dulzura con ambas manos, te levantó casi al instante.
Al lado de este ser lleno de luz, nos observaba con mirada tímida y nerviosa un muchacho de cejas espesas y párpados gruesos.
Giré mis ojos con disimulo buscando con la mirada la presencia del delfín Luis Augusto. ¿Dónde estaba tu esposo, que no le veía? Toda la información que habíamos recibido nos aseguraba que el delfín nos recibiría junto a su abuelo el rey Luis, pero por mucho que me esforzase en mover mis pupilas no alcanzaba a verlo.
Me invadió por un segundo la idea de que debía haberse ocultado, preso de la curiosidad o tal vez de su afamada timidez, entre tantos pajes, damas de honor y caballeros de la corte.
De pronto aquel muchacho tan joven que estaba junto al rey sacó un pañuelo bordado de ricas filigranas y para mi asombro se sonó tan fuertemente, que el sonido provocado por su nariz me recordó al temblor de una trompeta.
A continuación, recogió el pañuelo con unos dedos regordetes y comenzó con él a secarse el incómodo sudor que le resbalaba por la frente.
El precioso pañuelo había quedado arrugado y marchito, pero me dio tiempo a vislumbrar unas preciosas iniciales bordadas con auténtica destreza. Eran una L y una A.
Entonces comprendí.
El pintor de la corte que había sido el encargado de retratar a tu esposo no había centrado su tarea en conseguir el realismo pictórico que a tu madre, la emperatriz, le hubiese parecido justo.
Definitivamente y para mi total desconsuelo, en nada se parecía el delfín de Francia al retrato que de él se había enviado a Viena.