Nunca he entendido esa manía que tenía todo el mundo en palacio por llamarte de diferentes maneras. ¡Con lo bonito que era Toinette y listo! Y es que la sociedad en la que naciste era políglota y les gustaba jugar con palabrejas, acentos y expresiones de diferentes raíces idiomáticas.
Como bien sabes, todo el mundo en la corte de Viena hablaba español, italiano, alemán y francés, y había incluso eruditos que dominan hasta el dialecto veneciano, como era el caso de tu madre quien lo hacía con la mayor de las solturas. Sin embargo siempre ha sido el francés el reconocido y aceptado como universal en toda Europa. ¡Ay, Toinette, lo mal que se te daba a ti de niña y lo que te reñía tu tutora la condesa de Lerchenfeld…! Recuerdo a tu padre meneando la cabeza de un lado para otro y la exasperación de la emperatriz cuando revisaba tu trabajo semanalmente.
—¡Esta criatura no avanza! —gemía el emperador poniendo los ojos en blanco cuando discutía tus nimios progresos con la condesa.
—Majestad, no desesperéis —contestaba ella—. Su falta de entendimiento radica en la extraordinaria facilidad de la archiduquesa en distraerse. Se puede corregir con paciencia e insistencia.
—Eso es por culpa de la descomunal unión entre Toinette y Charlotte[1]. ¡Ya me han dicho que son dos bichos endemoniados haciendo travesuras! Me temo que como la cosa siga así, no habrá más remedio que separarlas…
¡Uy, cuando dijo esto tu padre, Toinette! Os pusisteis pálidas como si la peste hubiera hecho de pronto mella en vuestro organismo… Y es que el cariño que os unía a ambas era algo que no pertenecía a este mundo, nena. ¡Cuánto amabas a tu hermana María Carolina y lo que os gustó siempre estar juntas! Pero el caso es que eras un verdadero trasto en el aprendizaje del francés mientras que Charlotte avanzaba rápida y ágilmente. Y eso era un problema, Toinette, y grave.
A mí siempre me sorprendió el hecho de que tu padre, el emperador Francisco Esteban tuviera la desfachatez de hablar sólo este idioma negándose de por vida a aprender y por tanto utilizar el alemán para comunicarse… ¡Qué terco era para ciertas cosas el emperador!
Luego dicen que los pobres nada entendemos y esto no es justo, Toinette, porque si desconocemos ciertas cosas es porque nadie nos las ha enseñado y no hemos tenido medios para lograr acercarnos a ellas. En cambio, he ahí tu padre, que pudiendo ser un gran orador en varios idiomas como el resto de sus parientes, se negó a serlo por pura cabezonería.
Quizá fue esta última característica de su temperamento lo que forzó a todo el servicio de palacio (incluyéndome por supuesto a mí) a aprender la lengua francesa. ¿A ver qué iba a hacer si sólo consentía que se nos hablara en tal idioma? Formaba parte de una orden real de absoluta primacía y punto.
Cuando pisé el complejo de Hofburg por primera vez, sólo me expresaba en un alemán patoso y harto de errores, ya que en mi pueblito nos comunicábamos con un dialecto típico de los montes.
¡Ay niña, lo que hace la necesidad! Claro que aprendí el maldito idioma de esta tierra que un día te hizo reina, y aunque hasta el día de hoy mi acento ha sido malo, puedo decir orgullosa que lo domino.
Y en cuanto a ti…, ¡cuántos esfuerzos hiciste para hablarlo a la perfección y qué pronunciación tan mala tenías! ¿Total para qué? Mira lo que han hecho contigo, Toinette… Mira lo que han hecho con su reina, la pobre y dulce María Antonieta…
¡Ah, tu nombre! En ello estábamos. Me quedé antes en eso de que varió en poco espacio de tiempo. Fue debido a esa predilección enfermiza del emperador Francisco Esteban por que se hablara en francés en palacio. Así pasaste de ser llamada María Antonia a llamarte madame Antoine, para acabar siendo tu apodo el de Toinette, tierno nombre por el que te llamábamos los más allegados a tu corazón de niña, entre los que pronto me incluiste para mi gozo y agradecimiento.
No tardó su majestad imperial María Teresa en permitirme asentarme como ayuda de cámara en la guardería de palacio. ¿Fue quizá aquel tropezón inesperado en tu parto lo que la hizo sonreír y comprender que traería alegría a tu pequeña existencia…? ¿O tal vez echó de menos mi presencia durante el alumbramiento de tu hermano pequeño, su último y decimosexto hijo, el archiduque Maximiliano?
Lo he pensado muchas veces y con vergüenza admito que mi vanidad tal vez me cegó al hacerme creer que sólo mi simpatía natural era la causa de mi ascenso. Hoy sé que la motivación que movió el corazón de la emperatriz estuvo basada en la convicción de la reina de que la política de Europa andaba herida de muerte y urgía su total dedicación. Su majestad imperial, observadora e inteligente, intuyó que la turbulenta situación de Austria afectaría irrevocablemente a su tiempo, robándole horas, días y meses de prestar verdadera atención a sus hijos.
Previsora y sagaz, creyó adivinar en mí una fuente de entretenimiento para sus cuatro hijos menores, y todo a raíz de aquel famoso tropiezo en pleno parto. Tal vez un pequeño bufón en forma de criadita podría enmascarar los duros momentos a los que los archiduques más jóvenes de la pareja imperial tendrían que enfrentarse.
Porque ya desde tu cuna, mi Toinette, fuiste un peón dentro de la gran partida de ajedrez que era Europa en las manos de la emperatriz. Fue todo por culpa del maldito Tratado de Versalles ese, cuyo fondo no era otro que el de unir con una solemne firma el futuro de Austria con el de su eterna enemiga, Francia, para levantar una fuerte defensa contra la poderosa y temida Prusia.
¡Cuán ajena estabas desde tu cunita llena de frufrús de lo que se avecinaba a Europa y del papel de suma importancia que jugarías, Toinette! Como que te prometieron en matrimonio con el delfín de Francia para acabar con las asperezas que entre ambos países existían desde antaño.
Aunque este hecho tomara forma pocos años más tarde, no me cabe la menor duda que ya desde tu nacimiento, la emperatriz comenzó a enredar con semejante idea en su inteligente cabeza imperial.
Porque niña, la política es un extraño conjunto de argucias, y con ese tratado quedó entrelazada la alianza entre ambos países, con el compromiso de defenderse en caso de una posible y caótica invasión por parte de los terribles aliados prusianos, formados por Prusia, Inglaterra y Portugal. Austria quedaba más o menos relajada con el respaldo de Francia, Sajonia, Suecia y España.
¡Qué tensión tan grande debía estar soportando su majestad imperial! Y todo para acabar en forma de una espantosa guerra que duró la eterna agonía de siete años…
Con tanta preocupación María Teresa, bella en antaño, se había vuelto demasiado voluptuosa y anchota. Yo creo que su edad rondaba ya los cuarenta, y los dieciséis partos sufridos habían deteriorado sensiblemente su figura.
Max había nacido gordinflón tan sólo trece meses después de tu llegada, y aunque su parto se había asemejado al tuyo en cuanto a facilidad se refiere, la cintura y caderas de la emperatriz se rindieron al fin ante la naturaleza de una mujer que había parido dieciséis hijos y que no tenía tiempo de cuidar su figura ni su salud.
Tampoco tenía ya el temple y la paciencia que tanto habían admirado en la corte. Y es que yo creo, Toinette, que entre otras cosas, ella desesperaba con los continuos devaneos del emperador Francisco Esteban, siempre enredando con bellas damas de las que la emperatriz simulaba no haber oído hablar. Si piensas que además era ella la que trabajaba incansablemente en los asuntos de Estado mientras su esposo prefería pasar los días cazando o coqueteando por los pasillos de palacio, pues…
¡Oh, qué difícil es mantenerse hermosa cuando los celos invaden los corazones y el trabajo inunda cada segundo del día!
Todo lo agravaba el hecho de que criados y nobles de la corte chismorreaban de las desavenencias conyugales entre los emperadores. Y es que de todos era sabido que tu padre era un rufián con las damas, Toinette. Todos menos vosotros, los pequeñines de la familia… ¡Benditas criaturas que vivíais ajenas a toda preocupación política y privada!
Pero no te aflijas, nena, porque yo creo que a pesar de todo tus padres se amaban mucho. Lo que pasa es que los hombres…, bueno, ya se sabe cómo son. Su conducta es dirigida más por cierta parte innoble del cuerpo que por la sesera. ¡Bah…! Son todos iguales…, sean lacayos o reyes.
A pesar de todo, tus padres siempre fueron increíblemente cuidadosos en transmitiros estabilidad familiar. Os proporcionaron amor, ternura y atenciones, regalo harto difícil de conseguir en aquella dura época debido al escasísimo tiempo del que disponían para vosotros.
La emperatriz luchaba por rodearos de gente cultivada e inteligente que os transmitiera el valioso legado de la cultura y la música, quizá por la escondida preocupación que comenzaba a rondarla con respecto a vuestros posibles futuros compromisos matrimoniales. Si algún día las archiduquesas debían desposarse, tendrían que hacerlo representando con extraordinaria dignidad los valores, la cultura y la moral del imperio del que provenían.
Recuerdo los nombres de algunos de aquellos que formaron parte de vuestro entorno, como el gran compositor Gluck, quien te dio clases de clarinete y arpa.
La afluencia de gentes increíblemente dotadas se convirtió en una rutina entre los salones de palacio.
¿Te acuerdas, nena, de aquella vez que siendo tú aún una niña de siete años, vino a dar un concierto al palacio de Schönbrunn el pequeño Wolfgang Amadeus Mozart? ¡Dios bendito, qué trasto de criatura era ese chiquillo! Intentó levantarte las faldas, tuvo hasta la desfachatez de sentarse en el regazo de la emperatriz y hasta le pidió un beso, que por cierto, tu madre llena de hilaridad, le concedió como premio por la brillantísima y espectacular actuación con la que había regalado nuestros oídos.
Pobre crío… Aún recuerdo cómo llegó a palacio, con un traje lleno de remiendos ante la severa expresión de su padre y su hermana, quienes le acompañaban aquel día. Tal hermosura fue la que produjo su sabiduría musical y tan boquiabiertos quedamos los presentes, que hubo algún invitado que hasta le regaló cien ducados como propina. ¡Lo que debió llevarse el rufián aquella noche a casa!
Parece que aún veo la expresión de sorpresa en tus azulados ojos cuando le viste aparecer en el salón de música de palacio ataviado con un precioso y elegantísimo traje de tu hermano Maximiliano que hubo que prestarle, compuesto de chaquetilla color lila y bordado en hilos de oro.
—¿Lala, por qué le han dejado a este niño el chaleco y los pantalones de Max? —preguntaste con tu boquita sonrosada y frunciendo el ceño.
—Pues porque es un niño prodigio, Toinette…
—¿Y eso qué es?
—Ah…, pues…, no lo sé… Se lo he oído decir al archiduque José. A mí me parece que tiene que ser algo bueno…
—¡Ay Lala! ¡Tú nunca sabes nada! —Entonces yo me encogí de hombros porque tenías razón.
No puedo contar las miles de veces que recibí esta respuesta por tu parte, mi reinita. Y es que por mucho que me vistieran de gala, yo nunca he dejado de ser una burda criada que poco podía saber de las cosas…
Mirando para atrás, Toinette, sé que tu infancia, ajena a los terribles momentos de tensión política provocada por la guerra de los siete años y los trajines familiares en los que te estaban involucrando, fue increíblemente feliz. Tus hermanos te hicieron sentir muy amada, especialmente los más cercanos a ti en edad: María Carolina, Fernando y Maximiliano.
Siempre has demandado exceso de cariño, nena. Recuerdo lo espantosamente triste que te ponías cuando siendo ya reina de Francia y rodeada de mil lujos cortesanos, te acordabas de tus hermanos. ¡Quién iba a decirme a mí que incluso echarías de menos a tu hermana María Cristina, que tanto te exasperaba de niña! Y es que de todos era conocida la enorme predilección que sentía la emperatriz por ella y lo mucho que lo dejaba traslucir en sus comentarios y acciones.
Nunca te ha gustado ser rechazada, Toinette… Bueno, esto no se te puede echar en cara porque le ocurre a todo el mundo. Vamos, digo yo que todos los niños sufren cuando notan que los padres aman con cierta tendencia a alguno de sus hermanos. Además no eras la única que penaba por notar la locura de tu madre hacia María Cristina, ya que todos tus hermanos se quejaban muy a menudo de ello.
Recuerdo con dolor que un día no demasiado lejano me confesaste llena de enojo que nunca habías amado a tu madre. ¡Uy lo que esto me dolió y lo que te reñí por pensarlo siquiera! Y es que a una madre nunca se la aborrece, ni siquiera se la ignora por culpa de la distancia o incluso por la separación definitiva que provoca la muerte. Ahora que estás en el cielo te habrás dado cuenta de la tontería que me dijiste, nena, porque es además un pecado muy grande que el Señor te habrá recordado esta mañana cuando has tenido que ponerte ante su presencia.
Además, yo sé que no es verdad. Bueno…, no del todo. Sé que la amabas, admirabas y luchabas por acaparar su atención. Lo que ocurría es que su majestad imperial estaba terriblemente ocupada en los deberes de estado y tu hermana, la archiduquesa María Cristina, era sorprendentemente inteligente, imaginativa, alegre y preciosa. Además pintaba como los ángeles, y todas aquellas virtudes sobrepasaban a la emperatriz, haciendo que sus sentimientos maternales se desbordaran ante ella.
Es normal que todo eso siente como un tiro a un corazón pequeñito y sensible como era el tuyo… Por eso ya adulta y siendo reina de Francia, tuviste que caer en la trampa de recordar un sentimiento injusto e incorrecto hacia tu madre que no era sino producto de un nimio error de su regia y casi perfecta persona. Pero odiarla o no amarla…, eso no, nena. Eso nunca me lo he creído y te lo hice saber, por muy enrabietada que te pusieras luego conmigo.
Yo creo que quizá la temías, lo que no es tan censurable, pues ¿no lo hacía toda Europa? Entonces ¿por qué no iba a compartir tal sentimiento alguno de sus hijos? Además te vuelvo a insistir en la dicha que existía en el ambiente familiar de palacio bajo su tutela y regia vigilancia. Eso no me lo puedes negar. Yo fui testigo de las risas, la música, los bailes constantes, las fiestas y los entretenimientos variados con los que os colmaban vuestros padres y profesores.
¿Te acuerdas, Toinette, de cuando representaste a una pastorcita junto a tu hermano el archiduque Fernando, y cantaste esa bellísima aria en la boda de tu hermano mayor, el príncipe heredero José, con la bella Josefa de Bavaria? ¡Oh, qué hermosísima voz tenías y lo que disfrutabas representando todo tipo de obras y óperas! Creo que fue entonces cuando te comenzaste a aficionar hasta la saciedad al canto y las celebraciones, a las fiestas hermosas y el lujo que las acompañaba, a la interpretación y a la danza… ¡Cuánto te lo han criticado ahora y qué poco te ha perdonado Francia tales exquisitos y llamativos gustos! Y yo me pregunto: ¿qué culpa tenías tú, mi niña…? Porque no nos engañemos: fue así como te educaron. Era lo que te pedía el imperio y fue lo que tu madre te exigía.
Y entonces tu pequeña personita y su carácter adyacente se iban forjando entre belleza, alegría y fastuosidad, dando por sentado que lo normal en una princesa europea no era otra cosa que ser feliz, maestra en labores de hilo, entretenida en su conversación, erudita en música y obediente ante su patria y sus padres. Sobre todo debía cumplirse esto último. Sin pensar en las consecuencias que podía traer a tu vida seguir las órdenes de tu madre la emperatriz, quien sólo intentaba resolver los acuciantes problemas políticos de su imperio, aunque para ello te comprometiera en matrimonio siendo una niña con un príncipe desconocido y lejano.
Por ello no debiste juzgarla tan duramente ni decirme aquello tan feo sobre tus sentimientos hacia ella. La política es un mundo siniestro, mi niña. Bien que lo has comprobado en tus propias carnes.
No sé si te lo estoy explicando bien, Toinette… Y es que los temas políticos no hay quien los entienda. Yo en eso he sido un cero a la izquierda para ti, porque nunca me he aclarado del todo y no te he podido aconsejar sobre este respecto.
Piensa en el lado bueno de las cosas, Toinette. Mira, por ejemplo, fue precisamente la presión bajo la que se encontraba la emperatriz por temas de Estado lo que me acercó a tu vida.
—Quiero que esa criadita entre a formar parte del personal de la archiduquesa María Antonia —dijo la emperatriz poco después de que cumplieras el primer año de vida—. No se me ha escapado el hecho de que en su interior alberga una naturaleza alegre… La recuerdo bien desde el día del nacimiento de mi decimoquinta hija. El chambelán de cocinas me ha informado de que es parlanchina y de que despierta hasta los muertos en un entierro. La archiduquesa María Antonia necesita la compañía constante de un adulto de corazón joven, pues poco tiempo le puedo dedicar en estos difíciles momentos de presión política.
Bueno… No puedo asegurarte que fueran éstas las palabras exactas que la emperatriz utilizó para clavarme a tu vida, pero me gusta imaginármelo así…
La pura verdad es que el chambelán de las cocinas empleó palabras menos elocuentes y agradables para comunicarme mi ascenso. Y además sospecho que no fue la emperatriz quien le transmitió su decisión, sino ese ser estirado que era primer chambelán, el conde de Khevenhüller.
Fue entonces cuando comenzaron las absurdas envidias hacia mi persona por parte de gran cantidad de personal de palacio, especialmente de algunas de las criaditas que, más finas y empingorotadas que yo, soñaron con alcanzar ese puesto que consideraban que yo no merecía.
Bah… qué más da eso ahora. Ya las he perdonado.
Yo me vengaba de sus celos sacándoles la lengua en los pasillos, les deshacía los lazos del delantal y hasta las sorprendía soplándoles polvos de rapé que hurtaba de las cajitas de plata que olvidaban ciertos invitados por el ala de los niños cuando acudían de visita. A alguna hasta le escondí en plena noche el uniforme, entrando a hurtadillas en su cuarto mientras dormía para que al amanecer tuviera que rogar le entregaran uno nuevo con la consiguiente monumental regañina por parte del chambelán del servicio.
No te vayas a alborotar en ese cielo por lo que te cuento, nena, que hay cosas peores que he hecho y que no te confesaré por pura vergüenza. Aunque ahora que lo pienso, si estás ya en el cielo, con preguntar a Jesús podrás saberlo todo.
¡Qué apuro pasaremos todos en el Juicio Final, Toinette! Sólo de pensarlo se me eriza la piel…
Para defenderme te diré que la culpa la tenían ellas y si no, que no me hubieran fastidiado tanto con sus sucios celos.
¡Uf!, la envidia. Qué mala es. Ella les envenenó el corazón hasta que su odio hacia mi persona produjo heridas de cuyas cicatrices tardé largo tiempo en recuperarme, y por ello creo que durante los primeros años en tu compañía, sufrí.
Sin embargo, los momentos felices superaron con creces las lágrimas que vertí, pues no pasó mucho tiempo hasta que el conde de Khevenhüller me comunicó con gran pompa y seriedad que me trasladaban definitivamente a dormir junto a tu cuarto.
Los archiduques ocupaban las habitaciones del ala izquierda del palacio, mientras vosotras, las archiduquesas, dormíais en la de la derecha.
¿Recuerdas lo hermosos que eran vuestros aposentos, Toinette? A cada hijo de los monarcas se le asignaban cinco habitaciones personales, que incluían un cuarto de audiencia más un salón. Aunque tú compartiste durante muchos años tu alcoba con tu amadísima hermana María Carolina por puro capricho, que a pesar de ser tres años mayor que tú, fue durante toda tu infancia el ser más amado por tu real personita infantil. ¡Pero si podríais haber pasado por ser gemelas!
Extraordinariamente parecidas físicamente, el amor, la unión espiritual y afectiva que se desarrolló entre vosotras fue tal vez el vínculo que más te costó enmendar tras tu partida hacia Francia, ya convertida en la prometida de un príncipe heredero.
¿Y qué hacía yo mientras tanto? Pues estar siempre cerca de tus dulces pasos, acechando con mi cariño a ambas y ocupando el cuarto contiguo al vuestro, desde donde me llegaban vuestras risotadas cargadas de confidencias infantiles en plena noche.
¡Qué gran placer experimenté cuando me fue permitido acceder por fin a vuestro mundo privado! ¡Y cómo me hubiera gustado que mis padres presenciaran tal triunfo! Lástima que esto nunca ocurrió.
Debo decirte que el día de mi traslado hacia tus aposentos fue uno de los más felices de mi vida… Al fin podría vestir ropas algo engalanadas y arrinconar el uniforme blanco con largo delantal a rayas por el que se reconocía al personal de lavado y planchado de las cocinas reales.
¡Qué primeros años junto a ti tan especiales, mi Toinette!
Aún ignorábamos ambas que nuestros futuros iban a entrelazarse como uno de esos bollos con piñones que te traían para desayunar los pasteleros venecianos, y que hasta el día de hoy seríamos dos seres unidos por alegrías y tristezas, por dichas e infortunios. Porque infortunios también los hubo, y algunos desgarradores, Toinette. Y ahí estuvo tu Lala, para darte el mayor consuelo del que fui capaz.
¿Quieres que recuerde alguno? Déjame pensar… Bueno, aunque no me gusta traerlo a la memoria, está el espantoso trance que pasaste cuando inesperadamente y proporcionándonos a todos el mayor de los disgustos, tu amado padre el emperador Francisco Esteban abandonó este mundo apenas haber cumplido tú los nueve años. ¿Te acuerdas, Toinette, las muchas lágrimas que derramaste en mis brazos durante noches interminables?
Recuerdo que tus padres habían emprendido un viaje hacia Innsbruck con el motivo de la celebración del matrimonio entre tu hermano el archiduque Leopoldo con la hija del rey de España. El ambiente en palacio era festivo y la atmósfera dichosa.
Justo antes de subir al carruaje, me sorprendió sobremanera la súbita decisión del emperador de virar y salir corriendo hacia los escalones de la entrada del palacio, desde donde todos sus hijos le despedían. Con la cara llena de tristeza y lágrimas en los ojos, te lanzó los brazos, te alzó y se fundió en un largo y tierno abrazo contigo.
¿Por qué no lo hizo con el resto de tus hermanos, que os miraron boquiabiertos y heridos…?
Teniendo en cuenta ahora los terribles acontecimientos de esta mañana, sólo me queda pensar que quizá al emperador le invadió un pequeño presagio. ¿Acaso tuvo una visión sobre lo que el futuro te depararía?
Quién sabe, nena… Ve y búscalo en el cielo y pregúntaselo porque yo siempre he sospechado que esta presunción fue verdadera. La emperatriz, mientras tanto, os miraba desde el interior del carruaje frunciendo el ceño con impaciencia.
¿Quién iba a suponer que unas horas más tarde moriría en sus brazos de un inesperado ataque al corazón? ¡Pobre emperador y pobre familia!
Desde entonces, creo que sólo hemos estado separadas nueve meses, catorce días y media mañana. Si te lo digo con tanta seguridad es porque he llevado la cuenta.
¡Oh, cuántas cosas cambiaron en palacio desde ese fatídico día, Toinette!
Tu padre había vivido cincuenta y cinco años, de los cuales había compartido veintinueve en santo matrimonio junto a la emperatriz. ¿Y ésta? ¡Ah, qué terrible pena la invadió desde entonces!
Vagaba por palacio en luto riguroso que jamás abandonó hasta su muerte; languidecía a ojos vistas y lo peor de todo fue que de pronto no os aguantaba.
Os comenzó a regañar sin descanso, no siendo complacida con vuestras personalidades ni gustos. Parecía como si su dolor no le permitiera soportar ver en sus hijos el reflejo de la alegría que siempre habían caracterizado el ambiente familiar. Por ello te comenzaste a alejar afectivamente de ella, y por eso quizá me confesaste años más tarde aquella barbaridad sobre tus sentimientos hacia la emperatriz.
Es cierto que se volvió huraña, sí… Y también es una gran verdad que desde que enviudó, se centró más que nunca en sus actividades políticas. Ahí está por ejemplo la obsesión que de pronto la invadió por casaros a todos magníficamente bien. Y ya podía protestar tu hermano José, convertido en emperador de un plumazo a los veinticuatro años. El pobre siempre vio afectado su mando imperial por la férrea voluntad y la regia presión de tu madre, quien le tuvo dominado hasta que años más tarde dejó este mundo.
¡Ah la emperatriz! ¿Quién podía llevarle la contraria…? Así comenzó la escalonada y ardua tarea de buscaros esposo o esposa a todos vosotros.
La primera que dejó su soltería fue María Cristina. Pero niña…, ya sabemos que logró lo nunca visto, porque consiguió casarse por amor con el amable príncipe Alberto de Sajonia.
¡Oh cuántas heridas produjo este hecho entre todas vosotras! Porque fue la única que siendo como era el ojito derecho de su majestad imperial, logró romper la estricta tradición de casarse por deseo de un país. En su caso dominó absolutamente el amor, cosa que jamás perdonaste y que tus hermanas recriminaron de por vida.
Esto no lo logró la pobre archiduquesa Amalia, que perdidamente enamorada de Charles de Zweibrücken, fue obligada a casarse con don Fernando de Parma.
¡Oh, cuanto ha sufrido esta criatura en su matrimonio, y cuanto resentimiento y amargura han invadido su corazón!
Pero es que tu madre era así, Toinette…, y María Cristina siempre fue el amor de su vida…
Siempre te he dicho que no debías culpar a tu hermana por haberse salido con la suya. Mira luego cuántas vicisitudes tuvo que soportar tu pobre madre y cuantos disgustos le trajo la vida. ¡Perdónala, Toinette! Las personas cometen errores, se ciegan, no entienden muchas veces de los sentimientos del prójimo y le hieren sin desearlo… Yo sé que la emperatriz sólo ansiaba que cumplierais con dignidad la misión para la que habíais nacido que, no nos engañemos, no era otra que la de proporcionar futuros reyes a Europa. Sin duda ella creyó siempre que hacía lo correcto.
Piensa en todo lo que tuvo que superar nada más fallecer el emperador.
¿Recuerdas la espantosa epidemia de viruela que desoló al palacio? Atacó a tu madre hasta casi llevársela al cielo, dejó afeada y solterona a tu hermana Isabel, y mató a la esposa de tu hermano, la joven y nueva emperatriz. ¡Ah!, y también mató a tu dulce y preciosa hermana Josefa, a punto como estaba la criatura de contraer matrimonio ya no me acuerdo ni con qué príncipe.
Cuánto sufrimos aquel año, Toinette… Parecía que el infortunio se había asentado en nuestras vidas y no seríamos capaces de apartarlo de nuestra rutina.
Y mientras tanto tú ibas transformándote en una bellísima flor de piel blanca y pelo dorado. La lombriz había ganado en belleza, convirtiéndote en una preciosa niña. Eso sí, algo miope y con los dientes torcidos.
¿Te acuerdas lo mucho que protestabas cuando el dentista aquel traído expresamente de París te colocó el aparato dental? ¡Qué rara estabas y qué sorprendidos nos quedamos todos en palacio con tal invento! Era una cosa muy curiosa aquello que te deslucía tremendamente la boca pero que se suponía que serviría para todo lo contrario.
Tu madre miraba con suspicacia al especialista que aseguraba éxito en el mejoramiento de tus dientes, y se le encogía el corazón cuando llorabas de dolor. Sin embargo, decidió seguir adelante. ¡Qué bien hizo, Toinette! Mira qué bien quedaste y cómo mejoró tu sonrisa. Valieron la pena las noches sin dormir y el constante malestar que nos quitaban la paz a todos…
Fue justo después de retirarte aquel extraordinario cachivache de la boca cuando su majestad imperial ordenó que te hicieran un retrato en un medallón para entregar al embajador francés en Viena, el marqués de Durfort, quien no tuvo más remedio que enviarlo a Versalles ante la insistencia de la emperatriz.
El deseo de María Teresa era claro: deseaba que el rey de Francia se fijara en ti como perfecta candidata para ser la esposa del delfín… Y míralo, Toinette, aquí lo conservo hoy colgado al cuello y escondido entre mis pechos como si fuera el más precioso de mis tesoros.
Madame Marlene ha tenido el atrevimiento de sospechar que te lo he robado… ¡Qué atrocidad, Toinette! Bien sabes que yo jamás podría hacerte algo así. Si lo poseo, es porque años más tarde tuviste la delicadeza de regalármelo… ¿Te acuerdas, verdad mi nena? Fue tras el parto de tu primera hija, cuando con tus manos suaves y casi transparentes me lo colocaste en el cuello diciéndome las palabras que se me grabarían en el corazón como una brasa de amor cargada de fuego.
—Toma, mi Lala. Es mi regalo por haberme ayudado a traer un hijo a Francia.
—¡Oh, no, no, no…! ¿Cómo podría yo aceptar algo así? —grité.
—Vamos, Lala —me dijo dulcemente tu esposo, el afable rey Luis Augusto, mientras sujetaba con brazos temblorosos a la criatura que Dios le acababa de regalar—. Acéptalo. Es la voluntad de tu reina y hoy no se le puede negar nada.
¡Cómo lloré a causa de tu gesto, Toinette! Para que ahora alguien como madame Marlene pueda sospechar una atrocidad como la que ha pensado.
¡Oh, cuánta prudencia debo tener al respecto de este medallón! No puedo volver a cometer el descuido de que alguien lo vea… ¡Podrían reconocerte y ser el principio de mi final!
Mírate, Toinette… ¡Qué hermosa niña eras cuando te retrataron, mi princesita! Observo tus rasgos en mi medallón y parece que me miras desde el cielo, con tu amplia frente de piel blanca, tu nariz algo afilada, y tu carnosa y algo protuberante boca rosada. Siempre me he preguntado por qué te disgustaba tanto tu boca, niña. ¡Vaya complejo que desarrollaste por su causa! Con lo bonito que a mí me parece el que una niña herede rasgos paternos. Y es que tus labios provenían de la casa de Habsburgo, Toinette, que eso no lo podemos negar. ¡Con cuánto carmín intentaste disfrazarlos en años venideros!
Bah…, a los jóvenes no hay quien os entienda. Yo en cambio habría dado una mano por tener unos labios tan sensuales y gorditos como los tuyos, pero uno no está nunca contento con lo que Dios le ha regalado en el cuerpo…
Miro tu pequeño medallón y vuelvo a emborronar este papel con mis burdas lágrimas de vieja loca. ¡Oh, mi Toinette! ¡Quién te ha visto y quién te ve! ¡Con los ojos tan lindos que tenías, tu cuello tan blanco y tu dulce sonrisa!
¿Cuántos años tendrías en este retrato? Me parece que ya rondabas los doce… Sí, creo que así fue, pues recuerdo que fue entonces cuando la emperatriz comenzó a luchar con una fuerza frenética para comprometerte en matrimonio con el delfín de Francia. ¡Si por eso precisamente mandó pintar estos medallones!
Me viene a la memoria tu tutora, la condesa Lechernfeld, redoblando esfuerzos para que mejoraras a toda costa tu dominio del francés, porque seguías cometiendo tremendas faltas de ortografía. ¡Válgame Dios! Eras una pésima estudiante, Toinette… ¡Uf, qué lucha tenía la profesora contigo!
Escribías a una velocidad de tortuga, te distraías si pasaba una mosca delante de tu pupitre y te espantaba la lectura. Eso es ser vagueta, niña. Quizá la más entre tus quince hermanos. Parecía que sólo te divertía la danza, la música y jugar con tu hermana Charlotte. Así la pobre condesa se desesperaba y tu madre se encolerizaba contigo.
¿Y qué me dices de tu pronunciación en francés? ¡Qué gran problema seguía siendo éste!
Sonrío al recordar a aquellos dos actores empingorotados que la emperatriz mandó traer de París para mejorar tu domino del idioma… ¡Qué risa me entraba al verlos enseñarte pronunciación, y qué cursis eran, con esos pelucones monumentales y lunares falsos pintados por el rostro! ¡Cómo nos chocaron sus alocados modales! Y es que la corte de Viena era tan diferente a la de Versalles… Versalles era exagerado y frívolo y nosotros austeros. Un abismo de compostura nos separaba, Toinette.
A mí me parecieron dos bufones, seres extraordinariamente extravagantes que nada podrían hacer para ayudarte. ¿Cómo se llamaban, Toinette? ¡Ah, sí!: monsieur Aufrense y Sainville… ¡Vaya par de patanes!
Como a su majestad imperial le acabaron por hacer reír se quedaron un tiempo, y aunque tu pronunciación mejoró sustancialmente, decidió devolverlos a Francia y sustituirlos por el abate Vermond.
¡Oh, monsieur Vermond! Ése sí que fue un gran maestro… Yo le admiré mucho, Toinette. Y además te quiso. Fue un hombre de gran cultura y formación además de un alma de fe.
También te enseñó Historia, Filosofía y perfeccionó tu música.
Mira, niña, si le debes a alguien el dominio que tenías del francés cuando llegaste a Francia como la prometida del delfín, es a Vermond. A veces me pregunto qué habría sido de ti de no haberle traído tu madre a la corte de Viena… Quizá no te hubiera podido casar con el delfín de Francia después de todo…
¡Cuántos esfuerzos se tuvieron que hacer para prepararte, mi reina!
Y es que el tiempo apremiaba, Toinette, porque tu madre ya había tomado la decisión. Te convertirías en la futura reina de Francia, pesase a quien pesase y sin consentir impedimento alguno. María Teresa había tomado la determinación de ver a su hija decimoquinta convertida en reina del país más poderoso y bello de Europa.
Qué lástima que el paso de los años haya demostrado que la emperatriz cometió un craso error.