I
Ricillos color del sol y más blanca que la nieve

Mi querida Toinette:

¿Qué puedo decirte que no sepas, cuando nunca he ocultado lo mucho que te he querido desde el mismo instante en el que te vi nacer? Jamás podré olvidar la carita rosada y los puños cerrados de mi amada archiduquesa cuando por primera vez viste la luz del mundo.

Gritabas como un conejillo entre las garras de un halcón. Tus pequeños pulmones se abrían a mil oxígenos después de haberse sentido presos durante nueve largos meses en el oscuro palpitar de un vientre real. Tan real, que hasta al sabio doctor de palacio le sudaban los bigotes, presa de honda preocupación.

«¡Otro parto de la emperatriz que atiendo!», debía pensar equilibrando temor y orgullo en su corazón.

No era la primera vez que el médico de la corte se encontraba inmerso en semejante apuro, pues ni más ni menos que quince eran las veces en las que se había visto obligado a atender a la emperatriz en la ardua tarea de traer criaturas al mundo.

¡Quince! ¡Uf! Como mi tía Hilda, que acabó por tener el útero colgando de tanto parto… Y es que era obvio que la emperatriz había resultado ser fértil como una de esas gitanas que vagan con sus mil chiquillos por los bosques de Hungría. Y eso que trece meses después parió a su decimosexto y último hijo, el archiduque Maximiliano, sorprendiendo hasta el más incrédulo de sus súbditos.

Mira, mi Toinette, a mí no me la dan. No me lo trago, te digo. Por muy real que su graciosa majestad imperial fuera, la sangre húngara que corría por sus venas era roja como las cerezas que utilizaban los hermanos venecianos pasteleros en las cocinas, esa que lleva la pasión del corazón a los sentidos. Y tu madre, enamorada hasta las cejas de su esposo, no temía los partos de los hijos que le engendraba. Me atrevería a afirmar que utilizaba su extraordinario deseo de ser madre como excusa perfecta para convencer a su marido de que la alcoba real era el lugar más hermoso del mundo, porque no hay sino quien lo entienda, niña.

Yo observaba a ese buen hombre, al médico del palacio, y me reía por lo bajinis al descubrir una gota de sudor pendiendo de la punta de su largo bigote.

¿Cómo se llamaba, Toinette, que tu vieja Lala ya no lo recuerda…? ¿Karl, Rolph…? ¡Ah, qué sé yo! Y es que tu Lala está cansada y abatida esta noche de horrores y sangre, y tengo el entendimiento atrofiado en la sesera.

¡Vaya, que no me puedo acordar! Qué traición más vil juegan los años y el miedo a la memoria.

Bueno, igual da ya, mi niña. Que te valga saber que se llamase como fuera, era bonachón, barrigudo y lucía ese bigotazo que te he mencionado, al estilo de la moda de 1755, de esos que eran gorditos en su comienzo donde acaba la nariz y que se iban haciendo finitos conforme se alejaban de las mejillas.

¡Qué buen médico era, Toinette, y qué fácil pareció el parto bajo su mirada profesional!

Cuando ya tu cabecita se comenzaba a vislumbrar, el doctor miró de soslayo el rostro de tu bella madre que, regia y valiente, no había emitido un solo gemido.

Ésa era tu madre María Teresa, reina de Hungría y emperatriz del Sacro Imperio Romano, con toda seguridad la mujer más poderosa y admirada del mundo en ese 2 de noviembre de 1755.

Ya desde el principio de tu pequeña vida tuviste que hacerte notar con algún hecho peculiar que nos preocupara a todos. ¡Se te ocurrió llegar el día de todos los difuntos, nena! ¡Ah! Qué típico tuyo cometer semejante atropello…

Todas las iglesias de Viena estaban enlutadas con grandes lazos negros, las misas impregnadas de réquiems y los cementerios llenos de fantasmas lamentando su suerte. Y entonces la pequeña archiduquesa decide nacer.

Siempre has sido imprudente, mi reina, desde el primer segundo de vida, y mira al final las consecuencias que te ha traído tanto atrevimiento.

Como tu inteligente madre en todo pensaba, un instante después de que tu cuerpo hubiera salido de sus entrañas comentó al emperador: «Majestad, esta criatura celebrará su cumpleaños siempre la noche anterior, es decir, la de todos los santos y no la de los difuntos».

Por supuesto que se obedeció esa orden. Para eso era la gran emperatriz María Teresa.

—¡Majestad, un poco más!; ¡ya llega nuestro decimoquinto hijo! —oí animarla lleno de orgullo a tu padre.

El emperador Francisco Esteban de Lorraine, mujeriego, vago y amante de los placeres palaciegos, clavaba sus pequeños y azulados ojos en su esposa y a la vez hacía señas con la cabeza al gran chambelán, el conde de Khevenhüller, para que preparara los papeles que la emperatriz se había empeñado en revisar en cuanto acabara de parirte.

¡Ah, cómo admiraba la corte la inagotable fuerza de la emperatriz! Nunca desatendía sus tareas imperiales, ni siquiera cuando paría. Eso sí que era una gran dama real. Porque dime: ¿qué mujer se pondría a firmar documentos nada más entregarte a tu nodriza, la condesa Constance Weber, que sería la que te amamantaría durante tu primer año de vida? Pues nadie sino la emperatriz María Teresa que una vez más, ante el estupor de los nobles que aguardaban en la sala colindante, más conocida como «la de los espejos», dijo con su voz alegre y musical: «Nunca olviden que mis súbditos son mis primeros hijos, así que traigan los documentos».

Ciertas familias aristocráticas de la corte vienesa, escogidas con prudente escrutinio por el emperador para presenciar tan feliz evento, se morían por verte pero se tuvieron que aguantar las ganas cuatro largos días para hacerlo, pues tu enérgica progenitora se había negado esta vez a que estuvieran dentro del aposento en el momento del alumbramiento. Y muy bien que hizo. No como en Versalles, en donde aún se mantenía la fea costumbre de permitir a la nobleza más cercana a la familia real meter sus narices en un momento tan cálido e íntimo como es el parto de una reina.

¡Ah, bien lo sabes tú, que tuviste que pasar por ese trance tan sólo unos años más tarde, cuando nació tu preciosa hija!

Pero tu madre era tu madre, la más altiva y poderosa de las reinas, Toinette, y bien sabes que igualarla en mando era un imposible. Incluso para ti.

Así que ahí se quedaron rabiando, esperando pacientemente a que tu padre, el emperador Francisco Esteban, les anunciara con su dulce voz: «Ha nacido una preciosa archiduquesa, pequeña pero totalmente sana».

Yo no habría podido atinar con palabras tan endulzadas como las que utilizó el emperador porque te tengo que confesar que lo que a mí se me pasó por la cabeza mientras recogía una enorme palangana con sangre a los pies de la cama de la emperatriz, era que eras una niña con ricillos del color del sol y piel más blanca que la nieve, pero ni más ni menos que una lombriz… Y es que naciste pequeña y peleona, con unos pulmones de aquí te espero, y te retorcías como eso que te digo…, una feúcha lombriz.

Rompiste a llorar frunciendo el ceño y sólo te calmaste cuando notaste la cálida leche de la condesa Weber sobre tus rosados labios, quien tan sólo cinco meses antes había dado a luz un hijo que compartió el seno de su madre contigo.

Nunca he entendido ese horror que sienten las grandes damas de la corte por amamantar a sus criaturas cuando nacen. Es cierto que los pechos de una mujer quedan fláccidos y arrugados tras el destete. ¡Pero es tan hermoso alimentar a un hijo!

Por eso me puse tan terca cuando tuviste tú a los tuyos.

—Toinette —te insistí durante todo tu largo embarazo—. Cuando des a luz, no entregues a tu hijo a ningún ama de cría.

—¡Qué celosa eres, Lala! —me respondiste—. ¿Acaso mi madre la emperatriz no lo hizo conmigo? ¿Y acaso no te contrató a ti precisamente para ello?

—Y así te han salido las cosas en la vida, mi nena… —me daban ganas de responder.

Pero no me atrevía a ser tan clara. Simplemente te insistí para que le amamantaras tú y listo.

Durante varios meses no logré que recapacitaras, pero tu Lala es más terca que una mula y listilla como un zorro, así que con tiempo y paciencia conseguí que entraras en razón.

Triunfé, sí, ¡pero buenas peleas que me había costado convencerte, nena!

Bueno, no quiero ahora echarte en cara las discusiones que entre nosotras han explotado tantas veces, sino sólo recuperar aunque sea a través de esta pluma y el papel recuerdos hermosos. Y ya ves que tu nacimiento lo fue. Y no sólo para mí, sino para todo un imperio.

Son precisamente estos bellísimos recuerdos los que esta noche sin luna me rasgan el corazón en jirones, porque te he perdido, mi Toinette, y esta vez para siempre…

Y así debo sobrevivir, rebosando amargura y tristeza.

Es por esto por lo que te escribo esta carta, para que desde el cielo sepas que aunque Francia te ha odiado tanto como para asesinarte salvajemente, ha sido por puro desconocimiento e ignorancia.

Porque Francia nunca quiso analizar tu realidad…

¡Oh, si lo hubiera hecho! ¡Si hubiera conocido la alegría que cubría tu pequeño corazón! ¡Qué tormento supone saber que tu tan amado país te despreció hasta culminar su odio con la más infame de las locuras! De haberse tomado tu reino la molestia de darte una merecida oportunidad, se hubiera enamorado irremediablemente de su hermosa soberana volcando en ella admiración y ternura.

Sin embargo, no ha querido Dios que así fuera.

A veces pienso que nos dirige un Creador egoísta, Toinette, que desea recuperar sus más preciosos tesoros y llevárselos consigo para que le hagan compañía en su eternidad antes de que los de aquí los disfrutemos demasiado. Y por eso creo que ha permitido esta terrible atrocidad. ¿Qué sé yo, Toinette?

De lo que estoy segura es que se debió prendar de ti, igual que me ocurrió a mí, en el momento mismo en el que brotaste del cuerpo de tu madre hecha una perfecta lombricilla. Tal vez se arrepintió de haberte arrancado del cielo en primer lugar, en donde habías sido un angelito más para arrojarte entre nosotros.

¡A saber…! ¿De qué vale elucubrar ahora los misteriosos designios del Señor cuando la pura realidad es que ha permitido que Francia ensuciara sus manos con sangre sesgando la vida de su hermosa reina?

¿Cuándo se dará cuenta este país de la abominable atrocidad que ha cometido y de que va camino del más terrible infierno? ¿Y dónde quedo yo entre todo este caos de horror, hambre y muerte? En la nada más miserable, escondida como una asesina en una buhardilla abandonada de la mano de Dios, al lado de una enfebrecida moribunda a la que no conozco, y temiendo la llegada de mis verdugos en cualquier momento.

¡Quién me ha visto y quién me ve!, luchando por sobrevivir en el barrio más pobre de París y limpiando orín de una enferma extraña.

Mírame, Toinette. Estoy mezclando mis amargas lágrimas con la tinta que deslizo al son de los latidos de mi herido corazón sobre un sucio papel prestado que me pregunto si leerá alguien algún día. ¡Cuánto consuelo se posa sobre esta quimera mía! Porque si te escribo esta larga epístola es para limpiar tu nombre arrastrado hoy por un fango colmado de calumnias, y pisoteado como el de un vil criminal.

Vaya, lloro y emborrono mi escritura ya de por sí burda y torpe. Y además me voy por las ramas. Y no deseo ni puedo consentirme el lujo de desviarme…

Hay premura, oigo aterrorizada el albedrío que forma la chusma callejera y temo por mi pobre vida. ¿Y si alguien descubriera quién soy verdaderamente?

He de cuidarme de imprudencias como la que he cometido permitiendo a madame Marlene atisbar la medalla con tu retrato… ¿Qué harían conmigo? ¡Oh!, bien lo sé, Toinette, bien lo sé… ¡Correría tu misma suerte!

Lo peor de todo es que una vez muerta, no conseguiría ir al cielo contigo. Tan mala es mi fortuna que seguro me quedaba enganchada en el Purgatorio como de un clavo oxidado. Porque yo siempre he tenido defectos gordos, Toinette, y he pecado mucho… Aunque no siempre. Sólo a veces.

También me atormenta el temor de no poder finalizar esta larga carta aclaratoria para Francia y para el mundo entero, porque todos deben saber que se ha cometido un injusto y terrible error.

¡Cuánto dolor siente mi alma! Llegar a tener canas para presenciar un acto así… ¡Que el Señor les perdone! Yo no podré… ¡No, no, no…! La vieja Lala no podrá…

Pero ya verás. Me vengaré de todos ellos a través de estas torpes letras. En esta carta gritaré al mundo que Francia se ha equivocado y en un futuro no muy lejano se sabrá la verdad. Porque ni siquiera esos desalmados que están aposentados en un trono que sólo a ti debiera pertenecer pueden evitar que haya un futuro. A ése no lo podrán controlar, como tampoco lo que yo cuente de ti.

¿Pero dónde estábamos, niña mía? El dolor no me debe nublar la vista ni el corazón. Debo seguir. ¡Apresúrate, Lala! Temo que me descubran los asesinos que claman una extraña victoria sobre tu cadáver aún caliente.

Quién sabe… Quizá ya están pisándome los talones a la entrada de esta taberna, oliendo mi rastro impregnado de angustia como perros sarnosos.

Debo aprovechar la circunstancia de que esta pobre anciana que yace a mi lado parece al fin haber caído dormida, a pesar de una tos rebelde que se le escapa a cada rato.

¡Son tantas las cosas que debo contar sobre ti, y es tan poco el tiempo del que dispongo!

Ya no sé ni por dónde estábamos. ¡Ah, sí! El parto real. En eso de que tu madre no era una reina cualquiera. Qué va.

¡Ah, su majestad la emperatriz María Teresa…!

Ella abarcaba en su ser a todo un imperio y manduqueaba a sus anchas, desde el más noble príncipe, hasta el más humilde de los aldeanos de las tierras austrohúngaras. Todos se mezclaban en ese corazón duro como el de una roca que tenía tu hermosa madre. Tal vez por eso te parió como lo hacen los pobres, a todo correr y sin quejarse.

La que chillaste como un conejillo fuiste tú. Yo creo que apenas tuviste que luchar por nacer, niña, y eso se rumoreó por todos los rincones de palacio.

—¡Su majestad ya trae un hijo al mundo como el que expulsa una incómoda ventosidad de alubias!

Claro que esto se chismorreaba con más frecuencia en los cuarteles de los criados que en los salones reales. Yo en cambio no he caído en la sucia bajeza del cotilleo palaciego, que podía acarrear disgustos y despidos. De eso nada… Bastante me había bendecido el cielo dándome la oportunidad de poder participar en el parto real junto a seis criaditas más, aunque reconozco que no fui de gran ayuda en todo aquel soberano alumbramiento. Era la más joven del grupo, lo que conllevó recibir muchas órdenes y demasiado desdén hacia mi persona por parte del resto del personal de ayuda de cámara.

¡Qué cantidad de barreños tuve que cargar con agua hervida! ¡Y lo que pesaban! Pero no me quejaba, no. Estaba tan emocionada como asustada y por ello cometí un tropiezo muy grande…

Creo que ya desde ese primer momento, a su majestad la emperatriz le fue imposible ignorarme. Hubiera sido ciega si no se hubiese percatado de mi presencia, ya que perdí el equilibrio y caí de bruces sobre una de las alfombras de la alcoba con palangana y todo, salpicando el precioso retrato de Venus de Abraham Brueghel que colgaba sobre la pared. ¡Qué joya más hermosa ese retrato que la reina admiraba tanto como para haberlo colocado en su aposento!

Alguien me contó días después que la emperatriz tuvo que disimular una pequeña risotada al verme volar por los aires y llenar de porquerías las partes privadas de la Venus, que tan amablemente le había regalado a tu abuelo su gran amigo el príncipe Antonio Rufo de Messina.

¡Válgame Dios! ¡Qué desperdicio más grande y qué alboroto formé! Y lo que costó luego liberar la pintura de aquellos desagradables pringues…

Yo que jamás pude soñar con estar en una situación tan comprometida y además de tanta importancia, creí morir de miedo.

Sin pestañear, me puse a recoger todo lo más rápidamente posible bajo la furibunda mirada de la comadrona real, quien más tarde y ya en mis aposentos desahogó su tensión como responsable de mis actos propinándome una soberana bofetada en el rostro.

¡Qué mala suerte tuve al tropezarme justo segundos antes de que sacaras tu cabecita de las entrañas de tu madre! Fue quizá la risa aguantada de la emperatriz ante tan esperpéntico momento lo que provocó que empujara una última vez. Porque tras ello, ¡pum!, la pequeña archiduquesa se posó sobre las manos del doctor de los bigotes, acompañada de un sinfín de jugos de color extraño.

Lo increíble es que la emperatriz no chistó. ¿Se trataba realmente de admirable valentía? ¿O acaso a las reinas no les produce malestar el expulsar un hijo al mundo?

Muchas veces he pensado que todo se debió al hecho de que la reina había parido un sinfín de criaturas, porque sin deseo alguno de ofenderte, me permitiré decirte que cuando una mujer ha parido quince hijos el último se despega de su cuerpo como un suspiro, y eso explica también por qué se puso un par de minutos después de sacarte al mundo a revisar la correspondencia de ese día y a firmar documentos como si no hubiese pasado nada.

Así era la emperatriz del Sacro Imperio Romano y reina de Hungría, tu madre María Teresa.

Y así cualquiera pare una criatura. No como yo, que tuve a mi pobre y único hijo tras veinticuatro espantosas horas de angustia en las que chillé como un borrico.

Mi pequeñín, mi Leopold… Ese que la vida me arrancó con tan sólo un mes de vida por una gripe llegada desde el mismo infierno.

Nunca me ha gustado hablarte de él, mi reina. También tú evitaste siempre mentármelo. Tiempo y silencio enlazados se encargaron de tapar ese recuerdo como si de una mala pesadilla de mi pasado se tratara.

Sin embargo, no han sido pocas las veces que he sopesado el hecho de que fue precisamente él quien me llevó hasta ti, ya que jamás hubiera soñado entrar a formar parte del servicio de la reina de no ser porque mis pechos eran vasijas a rebosar de leche materna.

Aunque soy algo torpe y lenta de sesera, nunca he ignorado que jamás se le pasó por la cabeza a la emperatriz el que yo fuese a ser la elegida para alimentarte. ¡Estaría bueno! Una pueblerina salida del barro amamantando a una archiduquesa… ¡¿Dónde se había visto semejante atrocidad?!

Bien era sabido que tu ama de cría sería Constance Weber, la esposa de un gran magistrado.

Pero no fue una casualidad que las seis criaditas que fuimos contratadas para ayudar en el parto tuviésemos los pezones bien cargados de leche. Y es que la emperatriz era así de precavida. Si se diera el caso de que la condesa de Weber pillara un simple catarro durante el período de cría, el asunto estaría más o menos controlado. ¡Y gracias al cielo que fui escogida!, porque pocos meses después se levantó la condesa con una fortísima diarrea que tristemente le duró tan sólo un día. Y esa fecha fue para mí gloriosa, Toinette, porque fue la única en la que me permitieron amamantarte.

Y por eso te sentí tan mía. Y creo que por eso estoy hoy aquí.

Como ves la emperatriz en todo pensaba y todo mantenía atado, ya fueran temas de estado o culinarios.

Yo tenía diecinueve años y estaba desposada con un hombre bueno aunque algo borrachín y pendenciero, porque mi Alex era bebedor y granuja aunque me amara mucho. Y esto último no lo pueden afirmar muchas mujeres de sus maridos.

Alex y yo éramos amigos desde niños. No puedo ni recordar desde cuándo le conocía.

Nació en mí mismo pueblo, ahí por las montañas austríacas de Vorarlberg, de padre rubio y borrachín como él, y madre hacendosa y refunfuñona como la mía.

Mi Alex ejercía el oficio de herrero y puedo presumir de que fue uno de los mejores que ha habido nunca en una cuadra real.

Gustarme, lo había hecho desde siempre. Y creo que él me correspondía, pues en cuanto rozó la pubertad se volvió atrevido y tocón, intentando alzarme los faldones a toda costa, cosa que a mí me hacía reír hasta la saciedad a pesar de recibir luego buenas palizas de mi madre al descubrirme restos de chupetones por el cuello.

Ya sé lo que estarás pensando, niña, y te voy a responder. Para qué te voy a engañar si estando en el cielo todo lo puedes averiguar… En cuanto me lo pidió un par de veces perdí la virginidad. Y es que yo también me había vuelto atrevida y tocona, y mi Alex me gustaba una barbaridad.

No tardamos en retozar como dos tortolitos en cuanto se nos presentaba la más mínima ocasión, ya fuera en los campos, bajo los pinos del bosque o en cualquier otro lugar. Mi escondite favorito para perderme entre sus piernas era el pajar de mi tío Angus.

¡Ay, mi reina! ¡Qué tiempos más felices fueron aquéllos y cuán lejos están ahora! La juventud es loca, niña. Tú esas cosas no las has podido entender nunca. Como te casaron siendo una criaturita de pocas primaveras, virgen e inocente…

¡Pero si te he enseñado yo más cosas que nadie! Al final va a resultar que tu vieja Lala ha sido más maestra para ti que todos aquellos empingorotados que te estrujaban el cerebro para que aprendieras sobre el mundo… ¡Bah…! ¿Qué sabrían ellos de la vida?

Yo sí que sé de la vida y bien pronto que la conocí como realmente es. Como que me quedé embarazada a los pocos meses de enredar por todos los rincones del pueblo junto a mi Alexander…

¡Dios mío la que se armó en mi casa! Mi padre me pegó tal paliza con su cinturón, que me sangró la espalda durante días. Vamos, que si no llega a intervenir mi pobre madre, a lo mejor no me hubiera quedado piel sobre los huesos.

No sirvieron de nada mis lágrimas ni mis súplicas, como tampoco el berrinche que me llevé cuando salió por la puerta con una azada para cortar de un tajo las partes vergonzosas de mi Alexander.

Pero éste, gracias a mi hermano Hugo, puso pies en polvorosa y huyó esa misma tarde hacia Viena sin mirar atrás, no fuera a perder la vida en la contienda.

Pasaron pocas semanas hasta que pudo reunir el valor suficiente como para regresar al pueblo, enfrentarse a mi padre y pedir mi mano.

Nos casamos al día siguiente y me sorprendió con la agradable noticia de que había conseguido ser empleado en las cuadras reales gracias a un tío lejano de su madre que era herrero en las mismas.

Y es que mi Alexander podía ser borrachín, pero eso sí, trabajador.

Le amé mucho y el poco tiempo que me duró, me hizo muy feliz.

Desgraciadamente la dicha compartida no fue eterna. Mi embarazo fue complicado. La estancia en el ala de servicio norte de las caballerizas de palacio era pequeña y helada; sufrimos penurias y yo hasta alguna pérdida de sangre que no me impidió seguir trabajando como una mula de carga. No paraba. Cuando no era en los cuartos de la costura, era en los plancheros, o cosía y cosía hasta que me sangraban las manos.

¡Pero cualquiera se quejaba! Bastante bendición habíamos tenido al ser aceptados como personal de palacio.

Todo, sin embargo, se olvidaba en la noche, cuando juntos permanecíamos abrazados al calor del pequeño brasero y soñábamos con nuestro pequeño retoño.

Y no te creas que mi pequeño Leopold era un estorbo. ¡Qué va! Todo lo contrario. Mi niño traía un pan debajo del brazo, ya que fue precisamente el hecho de que yo estuviera embarazada lo que convenció al gran chambelán, el conde Khevenhüller, de que mi presencia en palacio tendría sentido.

—Su majestad la emperatriz está de nuevo en estado de buena esperanza —nos comunicó a mi llegada—. Es éste el motivo por el que se le va a dar a usted una oportunidad. Su majestad imperial desea que permanezca en palacio para proporcionar la lactancia al nuevo bebé real que nacerá en pocos meses, en caso de que la nodriza escogida por su majestad imperial, Constance Weber, caiga enferma.

¡Ama de cría! Jamás, ni en mis sueños más atrevidos, hubiera podido soñar con tal honor. Y como te he dicho mil veces, mi tarea de amamantarte se cumplió.

Ya sé que te has burlado muchas veces de mí por lo que he presumido a lo largo de mi vida de haberte amamantado tan sólo un día. Bueno, ¿y qué pasa? Nunca me han importado tus risotadas al respecto. Para mí fue mi gran lujo y lo que más alegría me ha dado en la vida.

Puedes pensar que no tenía experiencia en este tipo de trabajos. Pero te equivocas, niña. Una pueblerina que ha ayudado a su madre a criar a nueve criaturitas llegadas tras de mí al mundo, no sólo desarrolla un exquisito sentido de la supervivencia, sino que se convierte en experta sobre los quehaceres más complicados de la vida.

Se podría decir que cuando pisé por primera vez el palacio de Hofburg, era casi una heroína, una mujer sana, fuerte y luchadora, como ésas de las que hemos oído hablar tantas veces en las leyendas griegas que te leían tus maestros cuando eras aún una niña.

¿Y lo trabajadora que yo era? Pronto aprendí a bordar como nadie. Fregaba suelos, planchaba y ayudaba en la cocina como si de un muchacho se tratara. Tan fuerte era mi espíritu y mi constitución, que nada ni nadie se interponía en mi camino a la hora de hacer brillar un candelabro hasta dejarlo como el mismo sol.

Nada ni nadie…, menos del mismo destino.

Porque mi pequeño corazón no había podido sospechar que una terrible nube se cernía sobre mi vida, como un lobo husmea su presa antes de hincarle el diente. Fueron momentos de tinieblas que empañaron mi felicidad para siempre, robándome la ilusión y transformando mi alma en un pozo a rebosar de insondable melancolía.

Todo fue culpa de la maldita gripe que hacía estragos en toda la nación. Se contaban por miles las víctimas de esta terrible enfermedad que desgastaba pulmones y bronquios.

Y como los reyes son humanos como todo el mundo, sus fastuosos y elaborados hogares palaciegos se vieron invadidos por las mismas fiebres que los callejones más pobres de Viena. Y así, el corazón del palacio de Hofburg con sus cuadras y cocinas reales, no se libró de la llegada de la temida enfermedad.

El primero en agarrarla fue el pobre Hubertus, un chiquillo de unos quince años que ayudaba a mi Alexander a poner herraduras a los caballos.

Hubertus se debatió entre la vida y la muerte durante una semana entera, al final de la cual no sólo se rindió ante la gripe, sino que se las había apañado para contagiársela a varios de los mozos de las cuadra. Mi niño, mi pequeño Leopold, me duró apenas un mes por su maldita culpa.

Aún recuerdo lo mucho que reñía a mi Alex durante esos días llenos de incertidumbre en los que Leopold ardía en fiebre.

—No beses al bebé que está débil —le decía.

—Pero mujer, si yo no estoy enfermo.

¡Ah, los hombres!

Yo era pobre pero no idiota. Así que le insistía, pero ni eso fue capaz de librar a mi hijo del terrible contagio que me lo arrancó de los brazos y que partió mi alma en tal cantidad de añicos que hasta el día de hoy no puedo controlar que me broten lágrimas de aflicción al recordarle.

Y entonces fue cuando la tomé contra mi querido esposo. Le eché la culpa de todo y le amargué esas lágrimas que todo el derecho del mundo tenía él a derramar. Pues sufrió mucho, nena, tanto como cualquier padre enamorado de su criatura a quien la vida se la arrebata en un descuido.

Y creo que ése fue el momento del comienzo de mis desventuras, pues mi Alex se prendó aún más de licores y quitapenas, estas últimas en forma de mujeres pendencieras y bravuconas que acabaron por enredarle.

No había pasado ni un año desde que Leopold se me fue al cielo, cuando mi Alex dejó preñada a una de las pinches de cocina de los pasteleros venecianos.

¡Oh!, qué furiosa me puse entonces… Le pegué una paliza tan grande que logré que le sangrara la nariz y un labio.

Para entonces ya había llegado a oídos del conde de Khevenhüller, el gran chambelán de la corte, los desvaríos y escándalos que formábamos a todas horas en las cocinas y cuadras, y claro, el terrible desenlace no se hizo esperar a pesar de las muchas palabras de súplica que utilicé para que no se produjera el temido despido. Porque, ¡vaya desparpajo tenía yo entonces para explayarme! No como ahora, que los años y las vicisitudes me han vuelto callada y prudente al hablar…

Pero aun así, nada logré. ¡Pobrecito Alex! Mi esposo estaba arrepentido del sufrimiento al que me había sometido, y no sobraron ruegos por nuestra parte hacia el conde Khevenhüller. Pero todo fue en vano. Sobre todo porque a mi marido no se le perdonó embarazar a aquella jovencita que, tal cual se preñó, salió por la puerta trasera despedida por el conde Dios sabe hacia qué destino.

Pocas semanas después, mi Alex fue trasladado al palacio de estilo rococó tan amado por la emperatriz, el de Luxenburgo, situado a unas diez millas de Viena y en donde pasabais ciertas épocas de invierno.

A mí me hubiera encantado que le hubieran destinado al palacio de Schönbrunn, famoso por los increíbles jardines tropicales que el emperador había mandado construir, y sobre todo por la colección de animales salvajes que vivían entre sus recintos.

Uno de los lacayos me contó que sus majestades imperiales tenían un camello, un puma, cotorras de colores traídas de las indias, y lo que a mí más me hubiera gustado ver, el gran rinoceronte gris con que todo el mundo se asombraba. Pero no, niña… Ni siquiera en eso pude convencer al conde. Porque en lugar del palacio de Schönbrunn, Alex fue enviado, como te digo, al de Laxenburgo situado entre hermosas montañas y valles nevados pero sin rinoceronte.

En él, tu padre disfrutaba con su afición favorita, la caza, y vosotros os volvíais locos de alegría representando funciones familiares en el pequeño teatro que su majestad imperial había mandado construir para vuestro entretenimiento.

Desgraciadamente a mí nunca se me permitió acompañarte a ese lugar, probablemente para que no volviera a ver a mi esposo, siendo entonces sustituida por otra de las criadas de Hofburg, hecho que a mí me revolvía las entrañas hasta el punto de provocarme pataletas colosales que me cuidaba de no llevar a cabo en presencia de nadie.

Sin embargo, tuve la dicha de que se me permitiera acompañarte al palacio de Schönbrunn, en donde disfruté de lo lindo viendo a todos los animales excepto al rinoceronte, que para mi desconsuelo, había fallecido de puro viejo poco antes de mi llegada. También por ello tuve otra pataleta con la que me desahogué en la más oculta de las soledades.

Recuerdo cómo mi esposo y yo lloramos abrazados en el patio de las cuadras, pocos minutos antes de su indefinida marcha.

—¡Vamos, Lala! —me decía la jefa de cocinas—. Al fin y al cabo no se trata de un despido sino de una reubicación. El palacio de caza de Laxenburgo es muy hermoso y su majestad imperial tiene interés en que Alex se encargue de todo lo referente al cuidado y funcionamiento del teatro. Ya sabes lo que sus majestades aprecian ese pequeño teatro y lo mucho que les gusta utilizarlo, dando grandes banquetes e invitando a muchas de las familias más admiradas de Viena. Lo pasará bien… ¡Esta tarea será mucho más llevadera que cualquier trabajo en las caballerizas!

Hombre, visto así… Pero yo albergaba un extraño temor en mi corazón que el tiempo se encargó de hacerlo una realidad.

Tanto disfrutó mi esposo con su nuevo empleo en el palacio de Laxenburgo y tan rápido se acopló a sus bambalinas, que jamás regresó a Viena.

El día que Alex se fue del palacio de Hofburg, lloré hasta que sentí que los ojos se me iban a caer de las órbitas.

Mi desconsuelo era tan enorme que a los pocos días mi tristeza comenzó a cobrar precio a golpes de debilidad. Me pasaba el día consumida por extrañas fiebres que apenas me permitían conciliar el sueño, y mi desconsuelo llegó al extremo de impedirme probar bocado.

Tras unos días de angustia desacerbada, pasé una noche de agonía en la que pensaron que moriría.

Yo creo que en todo aquello había un poco de teatralidad por mi parte, niña. Bueno, y hasta mucho si te soy sincera… Ya no me acuerdo. ¡Soy tan vieja! Pero sí sé que exageraba mi destemplanza para alarmar a todo el mundo y que me colmaran de mimitos. Y es que había comprendido que sin mi Alex no sobreviviría, y que recordar a esa mujerzuela que me lo había robado una noche, me enloquecería.

Así que nunca hice pesquisas para averiguar el paradero de ésta y de la criatura de sus entrañas, por lo que hasta el día de hoy ignoro qué fue de ambos.

Durante todos estos años me he preguntado muchas veces qué habría sido de aquella criatura por la que corría la sangre de mi pendenciero esposo… Y hasta he soñado con tropezármelo por la vida, cosa que no ha ocurrido.

Quizá esté en el cielo junto a su madre… ¡Quién sabe! Si así es, no dejes Toinette de buscarles para decirles que les he perdonado y que recen por mí. Sí, por mí. Diles que tal vez pronto me reúna con ellos.

Tampoco yo me podía imaginar que nunca más volvería a ver a mi querido esposo. Allí quedó, lejos de mi vida y de mi corazón, en aquel palacio de caza conocido como el de Laxenburgo, perdido en los montes nevados de Austria.

Fue mucho tiempo después, cuando ya vivía junto a ti en la corte de París, cuando recibí una notificación de su fallecimiento causado por la tuberculosis.

Y por ello quedaron mi vida y mis sueños encabezados por un solo deseo de amor y ternura. Ese deseo, hermoso como una luna plateada, se convertiría con el tiempo en el núcleo de mis sentimientos y mi razón de vivir.

Y ese epicentro tenía un nombre: María Antonia, más conocida entre los que la amamos con locura como «Toinette».