En el preciso instante en que Lankau oyó el sonido prometedor del encendido del BMW, entrecerró su ojo sano y sonrió.
Por fin se había librado de su hostigador.
Algo le decía que habían sobrestimado a Von der Leyen, y que el mismo Von der Leyen los había infravalorado a ellos. Una combinación ideal; un punto de partida más que prometedor.
Horst Lankau seguía jugando en casa. Atado a una buena silla de brazos de madera de roble que su esposa había adquirido diez años atrás de un comerciante de muebles en Mulhouse; un embaucador y donjuán local que sabía cómo impresionar a las mujeres y cómo vaciar los bolsillos de sus maridos. Cuando la compraron, la silla tenía un aspecto increíblemente sólido, con su fustán rústico y sus patas macizas. Una verdad con modificaciones, pues a la hora de la verdad, resultó ser un trasto por el que habría deseado darle una paliza al comerciante personalmente. Al final, la silla, al igual que tantos otros trastos, había sido reparada con cuatro clavos y trasladada a la viña.
Precisamente entonces, mientras Lankau estaba tirando de los reposabrazos, no le sabía nada mal aquel arreglo. Lankau sacudió exasperadamente la silla hacia adelante y hacia atrás.
No se oyó ni el más mínimo crujido cuando los dos brazos de la silla se soltaron de sus tacos y volaron hacia atrás. Con los pedazos de madera colgándole de los brazos intentó inútilmente agarrar las cuerdas que le ceñían el torso al respaldo de la silla. Las cuerdas y su enorme barriga le impedían alcanzarse los pies y desatarlos. La única alternativa que le quedaba era seguir meciéndose hacia adelante y hacia atrás hasta que la silla se rompiera en pedazos. Cuando el reloj que colgaba sobre la puerta del zaguán dio las seis y cuarto, la silla se desplomó y Lankau volvió a quedar libre.
Peter Stich sonaba distraído. El tono de su voz parecía indicar que llevaba un buen rato pensando, con su schnaps sobre la mesa, cuando el teléfono sonó.
—¿Dónde diablos has estado? —lo increpó en cuanto reconoció la voz de Lankau.
—He estado practicando el inglés. ¡No sabes lo bien que me defiendo!
Lankau se colocó el teléfono debajo de la barbilla y empezó a frotarse los brazos; las heridas sólo eran superficiales.
—¡Anda, calla ya de una vez! ¡Contéstame! ¿Qué está pasando, Horst?
—Estoy en la viña. El cerdo de Arno von der Leyen me venció, pero ya me he liberado. ¡El muy idiota me ató a la silla de roble de Gerda!
Lankau se permitió una carcajada.
—¿Dónde está ahora?
—Por eso te llamo; ha visto a Kröner. ¡Sabe dónde vive! Acabo de llamar a Wilfried, pero no coge el teléfono.
—¿Y yo qué? ¿Qué sabe de mí?
—No sabe nada, ¡de eso estoy totalmente seguro!
—Bien.
Se oyó un chapoteo al otro extremo de la línea. Eso quería decir que probablemente Andrea se disponía a servirle otra copa de schnaps.
—¿Y crees que Von der Leyen se dirige a la casa de Kröner en estos momentos? —prosiguió el viejo después de superar un breve acceso de tos.
—Es probable, desde luego.
—De momento, Kröner no aparecerá por su casa. ¡Está buscando a Petra!
—¿A Petra? ¿Por qué?
El día estaba lleno de sorpresas, pensó Lankau.
—Supusimos que no nos había contado toda la verdad. Sospechamos que se había ido de la lengua y le había contado a Von der Leyen lo que le esperaba en Schlossberg. ¡No teníamos noticias tuyas!
—¡No sabía nada! ¿Dónde está Petra?
—Se supone que haciendo su ronda de los sábados. Kröner la está buscando. ¡Cuando la encuentre, es muy probable que la liquide!
—¡Pobre Petra! —gruñó Lankau. Petra no le importaba lo más mínimo. —Cuando Arno von der Leyen haya hecho lo que tenía que hacer, volverá, no lo dudes. ¡Y entonces ya me ocuparé de él! Pero ahora mismo debes ocuparte de encontrar a Kröner, para que sepa lo que está pasando. Von der Leyen conduce mi BMW y lleva mi Shiki Kenju en la cintura.
—Buen coche, mala pistola. ¡Eres muy generoso, Horst! ¿Sabe que se le puede disparar si se le ocurre jugar con el seguro?
La risa de Lankau sonó estridente. Estaba convencido de que Stich había apartado el auricular de su oreja.
—¡Vete a saber! ¡No lo creo! Pero hasta que no se haya demostrado lo contrario, no hay duda de que queda una bala en la recámara que Arno von der Leyen no vacilará en incrustar en el cráneo de Kröner. ¡Lo mejor que puedes hacer es ponerte en marcha, Peter!
—¡No te preocupes! ¡Ahora mismo estoy saliendo por la puerta! —se oyó quedamente antes del clic.