Fuera, las nubes se habían condensado en el cielo. La luz del salón era gris y estéril. Wilfried Kröner todavía seguía con el auricular en la mano. Llevaba más de dos minutos así. La conversación que había mantenido con Petra Wagner lo había dejado sin palabras. Ella había estado fuera de sí, había desvariado; lo que tenía que decirle resultaba increíble.
Finalmente logró sobreponerse y tomó algunas notas en un bloc antes de volver a coger el teléfono.
—Hermann Müller Invest —dijo una voz impersonal y desapasionada.
—¡Bueno, soy yo!
El hombre al otro lado de la línea no le contestó.
—Ha surgido una complicación.
—¿Ah, sí?
—Acabo de hablar con Petra Wagner.
—¿Ya vuelve a poner pegas?
—¡Dios mío, no! Está mansa como un cordero.
Kröner abrió el cajón del escritorio y sacó una pastilla de un pequeño pastillero de porcelana.
—El caso es que se ha encontrado con Arno von der Leyen en Friburgo, hoy mismo.
En el otro extremo de la línea se hizo el silencio. Finalmente se oyó una voz que decía:
—¡Diablos! ¡Arno von der Leyen! ¿Aquí, en Friburgo?
—Sí, así es, en el Stadtgarten. Se encontraron por casualidad, dice.
—¿Estás seguro?
—¿Que fue una casualidad? ¡Eso dice!
—¿Y qué pasó?
—Él se dio a conocer. Petra afirma que no hay la menor duda de que se trata de Arno von der Leyen. Lo reconoció cuando le contó quién era. Estaba fuera de sí.
—¡Ya, no me extraña!
Volvió a hacerse el silencio.
Kröner se llevó la mano al abdomen. Volvía a arderle por primera vez después de varias semanas.
—¡Ese hombre es un asesino! —exclamó.
El anciano parecía distraído y carraspeó quedamente.
—¡Sí! Pobre Dieter Schmidt, era un buen hombre. ¡Acabó con él! —dijo y soltó una risa áspera.
Kröner lo encontró fuera de lugar.
—Petra me comentó algo más, que también resulta preocupante —prosiguió.
—Supongo que nos estará buscando. ¿Es eso?
—¡Está buscando a Gerhart Peuckert!
—¿Que está buscando a Gerhart Peuckert? ¡Vaya! ¿Y qué sabe de él?
—Por lo visto, sólo sabe lo que le contó Petra Wagner.
—Entonces espero, por su bien, que no se haya ido de la lengua.
—Sólo que Gerhart ha muerto. Pareció conmoverle.
Kröner se llevó la mano a la mejilla. De buen grado habría prescindido de aquella situación. Por primera vez en muchos años volvía a sentirse vulnerable.
Había que deshacerse de Arno von der Leyen.
—Y quiso saber dónde estaba enterrado —explicó finalmente.
—Y eso ella no supo decírselo, me imagino.
El anciano estuvo a punto de reírse, pero en su lugar tuvo que carraspear.
—Petra le ha dicho que intentaría averiguarlo y que le informaría de ello. Tienen una cita a las 14.00 horas en la taberna del hotel Rappens. Petra le dejó claro que dudaba que pudiera ayudarlo.
El anciano no dejaba de darle vueltas al asunto, de eso estaba convencido Kröner.
—¿Qué piensas? ¿Nos acercamos al hotel?
—¡No! —dijo inmediatamente—. Llama a Petra y dile que le cuente a Arno von der Leyen que Gerhart Peuckert está enterrado en la arboleda conmemorativa del Burghaldering; en la columnata.
—¡Pero si allí no hay ninguna arboleda conmemorativa!
—No, así es, Wilfried. Pero eso, ¿a quién le importa? Y lo que no hay puede venir, ¿no te parece? Y dile a Petra Wagner que Arno von der Leyen tome el teleférico. Tiene que decirle que sólo se tarda un par de minutos desde el Stadtgarten, en Karlsplatz. Y para acabar, Wilfried, pídele que le diga que no está abierto hasta las 15.00 horas.
—¿Y entonces, qué? Con eso no resolvemos el problema.
—Claro que no. De momento, había pensado en ponerme en contacto con Lankau. Estoy convencido de que es una misión ideal para él, ¿no crees? Y, además, Schlossberg es un paraje deliciosamente desierto.
Kröner se tomó una pastilla más. Dentro de un año, su hijo empezaría en el colegio. Todos los padres dirían a sus hijos que jugaran con él. Tendría una vida fácil, y así era como Kröner quería que fuera. Después de la guerra, la vida había sido generosa con él. Y así debería continuar siendo. No estaba dispuesto a renunciar a nada.
—Hay otro aspecto del asunto que no me gusta nada —dijo.
—¿Qué es…?
—Quería hacerle creer a Petra que es inglés. ¡Sólo le habló en inglés!
—¡Vaya, vaya! —repuso el anciano y añadió—: ¿Y qué?
—Sí, ¿y qué? ¿Quién es, en realidad? ¿Está solo? ¿Por qué busca a Gerhart Peuckert? ¿Por qué Arno von der Leyen se hace pasar por inglés? No me gusta nada. ¡Hay demasiadas incógnitas en esta historia!
—Déjame a mí todas esas incógnitas, Wilfried. ¿Acaso no son mi especialidad? No me he cansado de deciros que había algo raro en ese hombre. ¿O es que no os dije, incluso entonces, que dudaba de que fuera quien decía ser? Sí, eso fue precisamente lo que hice. ¡Y ya ves ahora! ¡Las incógnitas son la marca de la casa, deberías saberlo ya!
El anciano intentó reír, pero la risa quedó ahogada por un gargajo.
—¡De hecho, vivo de las incógnitas! ¿Acaso nos encontraríamos donde estamos hoy en día, de no haber sido por mis dotes para sacar provecho de las incógnitas? —declaró con soltura.
—Según tú, ¿cuál es, pues, la marca de fábrica de Arno von der Leyen? Sabiendo lo que sabe gracias a nuestras conversaciones nocturnas en el lazareto, no cabe duda de que sabe qué buscar.
—¡Tonterías, Kröner!
La voz de Peter Stich se tornó dura.
—Habría vuelto hace años, si hubiera sospechado que estábamos aquí. No lo sabe; no tenemos los mismos nombres. No debes olvidar el paso del tiempo. El paciente de los ojos inyectados en sangre que él conoció en el hospital dista mucho de mi aspecto actual. Mírame, el anciano Hermann Müller de barba cana. Pero hay que hacerlo desaparecer, por supuesto. Tómatelo con calma y llama a Petra Wagner. Mientras tanto, yo me ocuparé de Horst Lankau.
Lankau estaba furioso cuando finalmente apareció en el piso de Luisenstrasse. Vestía de una forma muy peculiar. Llevaba el jersey torcido, como si todavía le colgara la bolsa de golf del hombro. Ni siquiera se dignó saludarlos.
—¡Es que aún no os habéis dado por enterados! —exclamó.
Kröner lo miró, preocupado. Esta vez, su ancho rostro había adquirido un profundo color rojo. En los últimos años había engordado muchísimo y la hipertensión amenazaba con acabar con él. Andrea Stich cogió su abrigo y desapareció con él por el pasillo. La luz en el enorme piso resultaba deslumbrante, aunque el sol había bajado mucho. El anciano se pasó la mano por la barba y le indicó amablemente que tomara asiento en el sofá, al lado de Kröner.
—¡Los sábados juego al golf, joder! El club de golf de Friburgo es mi refugio. Y siempre almuerzo en Colombi con mi contrincante, entre el noveno y el décimo hoyo, ¿no es así? —Lankau no esperaba ninguna respuesta y prosiguió—: Y cuando mi hija mayor iba a dar a luz, tampoco quise que nadie me interrumpiera. ¡Ya lo sabéis, diablos! Entonces, ¿qué es lo que os ha llevado a molestarme? ¡Hacedme el favor de ser breves! —dijo y tomó asiento.
—Relájate, Horst, tenemos unas noticias interesantísimas que contarte.
Peter Stich volvió a carraspear un par de veces y puso brevemente al hombre de la cara ancha al corriente de la situación. El color abandonó el rostro del fortachón repentinamente. Se había quedado mudo. Juntó sus manos regordetas y se inclinó hacia adelante. Seguía siendo un gigante.
—¡Pues ya ves, Horst! Si quieres mantener tu pequeño refugio en el campo de golf o, si vamos a eso, en cualquier otro lugar, vas a tener que llamar a tu socio y compañero de golf para decirle que esta tarde tendrá que darle a la pelota solito. Podrías decirle, por ejemplo, que han venido a verte unos amigos del pasado, ¿no?
El viejo tuvo que volver a carraspear en lugar de reír.
—Ahora mismo tendremos que dejar todo lo demás de lado —dijo Kröner, intentando ignorar la mirada rebelde de Lankau. Unos años atrás, el orden jerárquico establecido entre ellos había sido más claro—. ¡Hasta que no haya acabado todo, propongo que nuestras familias dejen la ciudad durante un par de días!
Lankau frunció el ceño y el ojo seco se cerró completamente; la tarjeta de visita que Arno von der Leyen le había dejado la última vez que se vieron.
—¿Crees que ese cerdo sabe dónde vivimos?
Se volvió hacia Kröner. Éste estaba convencido de que Lankau temía más por los enseres de la casa que por su familia. Sin embargo, el resultado era el mismo. Por fin había conseguido que Lankau prestara atención a sus palabras.
—Estoy seguro de que Arno von der Leyen ha venido preparado y que en este mismo momento está organizando su próxima jugada. Stich no está de acuerdo conmigo. ¡Confía en el azar!
—¡No sé qué creer! Pero lo que hagáis con vuestras familias es asunto vuestro, siempre y cuando seáis discretos. Además, no creo que logréis que Andrea se mueva de aquí, ¿verdad, Andrea?
La mujercita sacudió la cabeza y dejó las tazas de café sobre la mesa.
Kröner la observó. Era un apéndice de su marido. A sus ojos, no era una persona independiente, sino una mujer sin pulir y ruda. Contrariamente a la esposa actual de Kröner, que era la inocencia y el candor personificados, Andrea Stich lo había probado todo. Una larga vida al lado de su esposo la había vuelto inmune a toda preocupación o dolor. La esposa de un comandante de un campo de concentración no porta la inocencia pura en su corazón. Si su marido tenía un enemigo, había que eliminarlo, era así de sencillo. Jamás lo cuestionaba. Era un asunto de hombres. Mientras tanto, ella ya se ocuparía de la casa y de sí misma. Sin embargo, Kröner no podía permitirse el lujo de implicar a su familia en aquel juego; no podía ni quería hacerlo. A su lado, Lankau refunfuñó, inclinándose hacia adelante en el asiento.
—¡Y ahora debo acabar con él! Es eso lo que queréis, ¿no es así? ¡Lo haré con mucho gusto! Llevó años esperando una oportunidad como ésta. ¿Pero no podíais haber elegido un lugar más adecuado que Schlossberg para este tipo de encargos?
—Tranquilo, Lankau. Es un sitio ideal. A las tres de la tarde, los colegiales ya habrán abandonado el lugar y, sin duda, la columnata estará desierta. ¡No te preocupes, tendrás tu venganza para ti solito!
El anciano mojó otra galleta en el café, un privilegio de los sábados que su médico reprobaría. Kröner sabía de qué hablaba por su hijo. Los diabéticos tienen cierta tendencia a la desobediencia.
—Mientras tanto, te ocuparás de que ambas familias se vayan de fin de semana, ¿verdad, Wilfried? Propongo que volvamos a encontrarnos a las cinco de la tarde en Dattler, cuando todo haya terminado. Así podremos deshacemos del cadáver juntos. ¡Ya se me ocurrirá una solución para este problemilla! Pero antes tenemos que hacer un par de cosas más. Ante todo, tengo una pequeña misión que confiarte, estimado Wilfried.
Kröner lo miró, distraído. Había estado ausente un instante, mientras rumiaba sobre lo que le diría a su esposa; ella le haría preguntas. Peter Stich posó su mano sobre la suya.
—Pero antes de hacer nada, Wilfried, tendrás que ponerte en contacto con Erich Blumenfeld.