La evacuación a los sótanos tuvo lugar a toda prisa e hizo cambiar de idea a los dos camilleros. A medida que pasaron los días, Bryan fue convenciéndose de que se habían olvidado de dar parte de aquel incidente y dio gracias a su Dios de que no hubieran tenido tiempo de ponerle la camisa de fuerza. De haber sido así, habría sido una presa fácil para los simuladores.
El bombardeo de Friburgo no había causado daños en la zona.
Habían empezado a construir unos barracones menores en la plaza de actos, destinados, aparentemente, a aliviar la saturación que sufrían las secciones. Con ello, la fuga por aquella vía había quedado descartada. Además, todas las alambradas habían sido provistas de aisladores de porcelana y de señales de advertencia. Sin embargo, dejando de lado esta circunstancia y los semblantes compungidos del personal, todo seguía su curso habitual, para todos menos para Bryan.
Durante las siguientes cuarenta y ocho horas no durmió. A pesar de la experiencia traumática y las complicaciones de la última sesión de electrochoque, se sentía fuerte y decidido. Aunque los simuladores lo mantenían bajo una férrea vigilancia y se dirigían a él de forma virulenta y amenazante, Bryan no sentía, en medio de aquella situación desesperada, ni miedo ni impotencia.
El hombre de los ojos inyectados en sangre le sonreía amablemente y pasaba las horas echado de lado en la cama vecina, contemplándolo alegremente con muestras de franca curiosidad. Cuando Bryan intentaba evocar el episodio, tenía la sensación de que aquel hombre le había salvado la vida. El eco de su voz seguía retumbando en su cabeza.
Era, pues, la segunda vez que el hombre de los ojos inyectados en sangre había acudido en su ayuda. Durante la visita médica, tomó nota de su nombre: Peter Stich. Bryan le devolvió la sonrisa, como si entre ellos se hubiera cerrado una alianza reconfortante y prometedora.
La pequeña Petra entraba en la sala una y otra vez para echarle un vistazo a James. Bryan sólo conseguía atrapar la mirada de su amigo en contadas ocasiones, pero tenía el presentimiento de que las cosas le iban mal. Y, sin embargo, Petra parecía estar enormemente satisfecha.
Durante la siguiente visita médica, el equipo médico había pasado un buen rato discutiendo a los pies de la cama de James. Posteriormente, lo habían llamado en varias ocasiones a la consulta, al fondo del pasillo, para examinarlo a fondo.
Contra su costumbre, aquella misma noche, el médico mayor había apretado la mano de James jovialmente. Mientras tanto, Petra había aguardado sonriente a su lado, con los brazos cruzados y dando unos saltitos retozones apenas disimulados. Le hablaban con toda normalidad, pero James no les contestaba aunque sí los miraba fijamente a los ojos, como si entendiera todo lo que le estaban diciendo.
Bryan se alegró por el curso que estaban tomando las cosas. La confianza en que pronto podría incluir a James en los planes de fuga empezaba a crecer.
Durante la noche siguiente, los simuladores discutieron entre sí de forma controlada y vigilante. Incluso el hombre de los ojos inyectados en sangre había dado a conocer su parecer, comentando desapasionadamente la charla de los demás mientras mantenía la mirada clavada en el techo. Bryan lo interpretó como si estuviera mofándose de los demás, atribuyendo a su demencia y a su brutalidad el que los demás lo dejaran tranquilo. Cada vez que Bryan lo había mirado, le había parecido que James irradiaba desagrado.
Bryan no le dio mayor importancia.
Una de las enfermeras nuevas encendió la luz e hizo una reverencia ante los ocupantes de la habitación, que se apresuraron a dar fin al cuchicheo. Luego abrió la puerta giratoria y la sostuvo para dejar pasar a un oficial hasta entonces desconocido que, a su vez, iba acompañado por un Thieringer que sonreía ampliamente. El joven oficial dijo unas palabras dirigidas a la habitación y luego le dio la mano, tanto a la enfermera como al médico. Dio un taconazo y profirió un respetuoso «heil» y volvió a abandonar la estancia.
Los simuladores parecían afectados por el incidente y siguieron cuchicheando en la oscuridad hasta que el sonido silbante de sus voces, sorprendentemente cercanas, acabó por adormecer a Bryan.
El joven oficial había llegado al hospital al mismo tiempo que él. Así pues, se había recuperado lo suficiente para que lo devolvieran al teatro de la guerra, más vivo que muerto, más sano que enfermo. Un buen ejemplo para todos.
Los pensamientos se fueron fundiendo unos con otros, de la misma manera en que las voces fueron desapareciendo. Todos los cabos que lo mantenían con vida habían sido cortados. La cuerda sobre la cama de Bryan que estaba conectada a la campanilla había desaparecido. James la tenía. El joven oficial volvió a proferir un último «heil» en los límites del sueño.
Y entonces Bryan se durmió.
Todos los sonidos metálicos transportan su propio mensaje. Cuando es un ala de un bombardero B-17 que se desgarra suena distinto de cuando lo hace el fuselaje. Un martillo pesado que golpea un clavo pequeño suena distinto de un martillo pequeño golpeando un clavo grande. El sonido se propaga totalmente en sus elementos metálicos, dando cuenta de su viaje a través del aire. Sin embargo, aquel sonido era difícil de descifrar, metálico y sonoro, pero nuevo. Los párpados de Bryan eran tan pesados que tuvo que conformarse con dejar la pregunta sin contestar un rato más. Un resplandor blanquecino le dijo que volvía a ser de día y que había sobrevivido a la noche. La estancia parecía otra.
A medida que aquel sonido perturbador y agudo adquiría carácter, fue apareciendo la imagen de un aparato del futuro, bombeante y crepitante. Como uno de aquellos inventos de H. G. Wells, o como una diabólica máquina cósmica de aquellas que, con la curiosidad innata de la infancia, había podido contemplar en el carro de un circo o en las plazas de mercado a cambio de un mísero penique.
Bryan abrió los ojos. La estancia le era desconocida.
Pegada a la suya había otra cama. Eran las dos únicas camas en toda la habitación. En el borde de la otra cama colgaba un matraz transparente unido a un tubo. Unas pequeñas gotas de color amarillento se deslizaban constantemente por su interior. La botella estaba un cuarto de llena. Debajo de la manta respiraba una persona entrecortadamente. No conocía aquel rostro que estaba medio cubierto por una mascarilla.
Al otro lado de la cama vecina se hallaba la botella de oxígeno que estaba conectada a la mascarilla. Sobre un estante pintado de verde que había encima de la cama, una especie de ventilador despedía unos soplos rítmicos de aire tibio y húmedo. El aspa estaba torcida; era precisamente la que emitía aquel sonido metálico desconocido.
La estancia parecía estar apartada de la realidad del resto del hospital, sin hedores, escenas de locura y sin la habitual falta clínica de decoración.
Bryan echó un vistazo a su alrededor. Estaban solos en la habitación. Había una alfombra en el suelo. Las paredes estaban revestidas de cuadros; grabados con motivos religiosos, fotografías enmarcadas de gran contraste retratando a afectados mozos y mozas del Tercer Reich en posturas fantasiosas y engreídas.
El traslado nocturno era un misterio para Bryan. Probablemente le habían adjudicado la cama que había quedado libre tras la marcha del joven oficial. ¿Pero por qué a él? ¿Acaso habían sospechado algo y lo habían separado de sus torturadores? ¿O es que pretendían tenerlo en observación?
La habitación se encontraba enfrente de la que había abandonado. El personal médico le era de sobras conocido.
El rostro de la hermana Petra no desveló nada que pudiera inquietarlo. Estaba alegre y servicial como de costumbre y no dejaba de sonreír y de acariciarle la mejilla mientras parloteaba en un tono cordial y reverente que parecía dar a entender que el proceso de recuperación iba viento en popa. Bryan tomó una decisión. La enfermera sería testigo de sus progresos. Eso le concedería mayor movilidad.
Sin embargo, esa mejoría no debería ser demasiado precipitada.
Durante una de sus visitas al baño se abrió ante sus ojos un nuevo mundo. El pasillo, que también conectaba con la habitación que ocupaba James, tenía tres metros de ancho. La distancia entre las puertas no era muy grande y parecía indicar que las habitaciones sólo podían albergar un número reducido de camas. A su lado del pasillo, la habitación que ocupaban era la que se encontraba más cerca del frontis del ala. Al otro lado había una habitación más pequeña y, luego, otra habitación de dos camas. Más abajo, se hallaban el consultorio, los lavabos y las duchas. Y hasta ahí se extendía su nuevo mundo. Nunca había llegado hasta el final del pasillo. Al otro lado había otra habitación del tamaño de la de James.
Por lo visto, en su antigua habitación estaba teniendo lugar un reparto de papeles. Kröner había vuelto a ocupar el puesto de ayudante solícito, algo que a nadie parecía molestarle. Gracias a ello podía moverse libremente entre las habitaciones, como si lo hubieran contratado para ello.
Bryan habría preferido que hubiera sido otro.