Cuanto más lo pensaba Bryan, más seguro estaba de que había hecho lo único que podía hacer. Había abierto los ojos y había exhibido su nuevo estado cautelosamente. A lo largo del día hubo un incesante trajín de enfermeros y soldados a través del vagón, pero nadie se fijó en él.
A su lado yacía James, totalmente inmóvil. Aparentemente dormía, tal vez desquitándose de toda una larga noche pasada en vela. Cada vez que una de las mujeres de la Gestapo que los vigilaban se desperezaba o se quedaba ligeramente adormecida, Bryan intentaba alargar una mano hacia la cama vecina para atraer la atención de su compañero. Una sola vez volvió la cabeza y suspiró profundamente. No pasó nada más, lo que preocupó a Bryan mucho más que los golpes que daba la puerta delantera cuando los soldados de las SS hacían su ronda. El oficial de seguridad aparecía regularmente. La primera vez que Bryan advirtió los ojos fríos que lo escudriñaban, su corazón dejó de latir. La segunda vez procuró que las sombras neutrales del techo fueran lo único que vieran sus ojos. Y pese a que el oficial de negro fijó repetidamente la mirada en sus ojos abiertos y mortecinos, no se detuvo ni una sola vez. Por lo visto, tampoco él veía nada raro en su comportamiento. Bryan disponía de tiempo de sobra para echar un vistazo a su alrededor regularmente. De vez en cuando, un débil rayo de sol penetraba a través de las sombras aleteantes de la ventana y se posaba difusamente en ondas sobre los rostros marcados por la muerte de sus vecinos.
El tiempo se arrastraba lentamente.
Desde la salida del sol, el tren se había movido a una velocidad muy baja. El convoy llegó a detenerse casi por completo en un par de ocasiones. Los ruidos de coches y de actividad humana eran claros signos de que volvían a atravesar una población.
Según los cálculos de Bryan, se dirigían hacia el suroeste y ya habían dejado Würzberg atrás. Su destino podía ser Stuttgart, Karlsruhe o una de las demás ciudades que todavía no habían quedado paralizadas por los bombardeos. Sólo era una cuestión de tiempo hasta que estos monumentos a empresas pretéritas fueran devastados. Los compañeros de la Royal Air Force sobrevolarían la zona de noche, y los norteamericanos de día, hasta que no quedara nada por qué venir.
Durante la hora que precedió a la puesta del sol, Bryan estuvo esperando únicamente a que James se despertase. En el siguiente cambio de guardia, su vigilante se sentó agotada en la silla. Era su tercer turno. Era una mujer bella, ni ágil ni joven pero con el mismo atractivo tempestuoso de las mujeres sonrientes y maduras de pechos abundantes que Bryan y James habían intentado desnudar con la mirada en la arena de las playas de Dover. Bryan se obligó a apartar la mirada. Debía concentrarse en su situación. Aquella mujer, su vigilante, no sonreía. Estaba profundamente marcada por lo que había vivido; pero era bella, eso sí.
La mujer se desperezó y dejó caer los brazos mientras clavaba los ojos en el crepúsculo que se cernía como una sombra sobre la nieve que volvía a caer en grandes copos. Las privaciones y predestinaciones de toda una vida se fundieron en su mirada, entonces se puso de pie lentamente y se acercó a la ventana, apoyó la frente contra el cristal empañado y dejó que el presente desapareciera durante un rato, dejando así que Bryan pudiera actuar.
James retrocedió hasta el fondo de la cama cuando Bryan lo golpeó. Las leves sacudidas que le había propinado no habían surtido efecto.
Ni un solo jadeo ni una boqueada de sorpresa se le escapó a James durante el tránsito entre el sueño y el repentino despertar; era precisamente esa capacidad de autocontrol que Bryan siempre había admirado en él.
Los ojos, todavía entumecidos, seguían tranquilamente los gestos de Bryan en un intento de leer los movimientos exagerados de sus labios. De pronto su mirada volvió a enturbiarse y los parpados recobraron la pesadez, protegiendo así traicioneramente el sueño confiado que acababa de abandonar. Los ojos de Bryan relampaguearon advirtiéndole lo que podía llegar a suceder si James no reconsideraba la situación y se esforzaba por cambiarla.
James empezó a cabecear. «Mantén los ojos abiertos», indicaron los dedos de Bryan. «Haz ver que estás loco, chiflado», formaron sus labios. «Así aún tendremos una posibilidad de escapar», suplicaron sus ojos con la esperanza de que James lo entendiera.
«Tú sí que estás loco», le hizo saber James con gestos; era evidente que su compañero se sentía molesto por las propuestas de Bryan.
«Y llegado el caso de un posible interrogatorio, ¿qué pueden hacernos si no contestamos?», intentó seguir razonando Bryan. Sin embargo, James ya había tomado su propia decisión. «¡Tú primero!», parecían decir sus gestos, que no admitían ser contradichos. Bryan asintió con la cabeza.
De hecho, ya había empezado.
Aquella noche apagaron las luces en el vagón; pero antes, el médico hizo su ronda. La mujer de la Gestapo lo saludó con un gesto de la cabeza en respuesta a su saludo imponente y lo siguió en cada uno de sus movimientos. Todo tuvo lugar en cuestión de minutos.
Después de haberles tomado el pulso a dos de los recién llegados, paseó la mirada por las hileras de camas examinando a cada uno de los pacientes por separado mientras seguía pasando revista. Al ver a Bryan, que estaba tendido con los ojos abiertos de par en par y las mantas medio caídas, se giró sobre las puntas de los pies en mitad de un paso y requirió la presencia de la vigilante. Tras proferir unos cuantos comentarios en un tono impetuoso se precipitó hacia el fondo del vagón, dejando atrás el eco del estampido que dio la puerta al abrirla de un tirón.
Tanto el médico como la enfermera que habían venido del otro vagón se inclinaron sobre el lecho y acercaron las cabezas al rostro de Bryan.
A éste le resultaba extremadamente difícil seguir sus movimientos mientras tuviera que mantener la mirada perdida. Una sola vez rozaron su campo de visión, dándole otra cosa en qué pensar que las maniobras físicas a las que lo estaban sometiendo.
Una operación sucedió a otra. Primero dirigieron una luz a sus ojos, luego lo increparon. Acto seguido lo golpearon en la mejilla y le hablaron empleando un tono suave. La enfermera posó la mano en su mejilla e intercambió algunas palabras con el médico.
Bryan esperaba que la mano buscaría la herramienta afilada, la insignia de enfermera que llevaba en el escote, pero no podía permitirse girar la cabeza hacia ella. Contuvo la respiración y, tenso, esperó el momento en que ella se la hundiría en las carnes. Cuando ocurrió, su reacción al dolor fue dejar que los ojos dieran vueltas en sus cuencas hasta que el techo del vagón empezó a girar como una noria y se mareó.
Cuando volvió a pincharle, Bryan repitió el proceso y puso los ojos en blanco mientras los movía intermitentemente de un lado a otro en las cuencas lagrimosas.
Luego deliberaron un rato sobre él, volvieron a dirigir la luz a sus ojos y finalmente lo dejaron en paz.
En mitad de la noche, James empezó a canturrear con voz apagada y la boca abierta. La vigilante alzó la vista y, confusa, paseó la mirada por toda la sala. Por un momento pareció que estuviera esperando una invasión de enemigos procedente de todos lados.
Bryan abrió los ojos y consiguió ponerse de lado antes de que se encendiera la luz. El contraste deslumbró momentáneamente a Bryan. También él se había perdido en las profundidades del sueño.
La ilusión estaba muy lograda y resultaba extremadamente convincente. La expresión de la cara de James no sólo era distante, vaga y colmada de una locura serena, sino que le había añadido un aire de dolor e indiferencia. El efecto era grotesco y repulsivo. Las manos reposaban sobre la manta, relajadas pero a la vez torcidas por las muñecas y totalmente impregnadas de excrementos. Sus uñas estaban cubiertas de grumos de heces y unas rayas pegajosas se dibujaban a través del vello rubio de los brazos. La manta, la funda de la almohada, la sábana, la cabecera, el camisón, todo estaba embadurnado de aquella masa pegajosa y maloliente.
Finalmente James había sucumbido a sus necesidades.
Movida por el asco, la vigilante se llevó los brazos al pecho y dio un paso atrás.
Lo último que oyó Bryan antes de volver a sumirse en un sueño superficial y vigilante y una vez que todos hubieron vuelto a sus puestos, el médico, las enfermeras, los auxiliares y el oficial de seguridad, fue el canturreo lastimero de James, siempre atonal e incesante aunque cada vez más débil. La inyección que le habían administrado estaba surtiendo efecto.