CAPÍTULO 2

El cielo matinal parecía burlarse de ellos. La luz de las estrellas aparecía con claridad bajo la línea abierta del horizonte; incluso el firmamento resultaba amenazador.

La visibilidad era muy buena y les permitía dominar el terreno varias millas a la redonda, aunque, en contrapartida, también ellos corrían el riesgo de ser descubiertos.

El paracaídas de James se hallaba en medio de un campo de tal extensión, que podría alimentar a una aldea entera. Desde allí, unas oscuras y nítidas huellas conducían hasta el escondite al que Bryan había arrastrado a James.

La situación empezaba a preocupar a Bryan, ahora que sabía que su compañero estaba menos maltrecho de lo que cabía suponer. La helada había detenido la hemorragia de la oreja y las hinchazones en el rostro y el cuello de James eran insignificantes gracias a los efectos del frío. Habían tenido mucha suerte.

Y ahora parecía que se les había acabado.

La helada agrietaba las comisuras de sus labios y se iba apoderando lentamente de sus cuerpos. Si querían sobrevivir, tendrían que buscar cobijo en algún lugar.

James estaba al tanto de posibles aviones que pudieran sobrevolar la zona. Desde el aire, los restos que habían dejado en medio del campo no dejarían ninguna duda acerca de lo que allí había sucedido. Si llegaban los aviones, los sabuesos vestidos de verde militar no tardarían mucho en aparecer.

—En cuanto hayamos recogido los paracaídas, creo que deberíamos seguir corriendo hacia la hondonada de allí. —James señaló en dirección norte, hacia unos campos negruzcos y volvió a mirar hacia atrás—. Si nos dirigimos hacia el sur, ¿a cuánta distancia crees que estamos de la población más próxima?

—Si realmente nos hallamos donde yo creo, nos dirigimos directamente a Naundorf. Debe de encontrarse a aproximadamente una milla. Eso creo, pero no estoy seguro.

—Es decir, ¿que las vías del tren están hacia el sur?

—Sí, si no me equivoco. Pero no estoy seguro. —Bryan volvió a echar un vistazo a su alrededor—. Me parece que deberíamos hacer lo que has propuesto —dijo.

Un poco más allá, a lo largo de los primeros setos de abrigo, la nieve se amontonaba protegiéndolos parcialmente de ser vistos. Por tanto, siguieron la hilera de árboles durante algunos minutos hasta que apareció el primer agujero en la nieve. James jadeaba pesadamente y, mientras Bryan arrojaba el paracaídas en la zanja a través de la cavidad que se había abierto, apretó los brazos contra el pecho con fuerza, en un vano intento de ganarle la partida al frío. Cuando Bryan se disponía a preguntarle por su estado, ambos se detuvieron instintivamente y aguzaron el oído. El avión apareció a sus espaldas, moviendo las alas en un ligero balanceo mientras sobrevolaba la espesura que ellos acababan de abandonar. Por entonces, James y Bryan ya se habían echado al suelo. El avión hizo un giro, pasó por encima del campo meridional y desapareció tras los árboles. Durante algún tiempo, el zumbido del aparato se hizo cada vez más profundo, como si fuera a desaparecer. James levantó la cabeza lo suficiente para respirar.

Un silbido les hizo volver la cabeza. Las nubes sobre las copas de los árboles formaban pequeños campos oscuros y en uno de ellos volvió a aparecer el avión. Esta vez se dirigía directamente hacia ellos.

James se lanzó sobre Bryan y lo aplastó con fuerza contra los montones de nieve.

—¡Tengo un frío de mil demonios! —exhaló Bryan con la cara enterrada en la nieve, bajo el cuerpo de James.

Intentó sonreír. James recorrió su espalda con la mirada y frunció la boca al ver los fondillos desgarrados del mono de piloto de Bryan y los terrones de nieve que se fundían al entrar en contacto con el cuerpo, desbordándose luego por la espalda y las caderas.

—Esperemos que sigas así durante algún tiempo —contestó a la vez que echaba la cabeza hacia atrás—. ¡Si el tipejo de allí arriba nos ha visto, pronto empezarás a sudar como un condenado!

En aquel mismo instante, el avión volvió a pasar por encima de los dos pilotos y desapareció.

—¿Qué cacharro era? ¿Has podido fijarte? —preguntó Bryan mientras intentaba sacudirse la nieve de la espalda.

—Posiblemente, un Junkers; parecía ligero. ¿Crees que nos habrá visto?

—Si lo hubiera hecho, no seguiríamos vivos. ¡Pero sin duda ha visto las huellas que hemos dejado!

Bryan cogió la mano de James y dejó que éste lo levantara de un tirón. Ambos sabían que tan sólo era cuestión de tiempo hasta que todo terminara para ellos. Si alcanzaban el pueblo, tal vez tendrían alguna oportunidad. Debían confiar en que los campesinos entenderían que no tenían intención de oponer resistencia, lo cual no sucedería si el avión o una de las patrullas que probablemente habían enviado detrás de ellos los encontraba antes.

No les darían ninguna oportunidad. Así de sencillo.

Corrieron durante un buen rato sin detenerse. Sus movimientos eran torpes. Cada vez que las botas chocaban contra la tierra helada, el dolor atravesaba sus cuerpos. James no parecía encontrarse bien y estaba pálido como un cadáver.

Oyeron un zumbido quedo que provenía de algún lugar lejano a sus espaldas. James y Bryan se miraron de soslayo. Se oyó un nuevo sonido que venía de delante. No era el mismo sonido, sino más bien el de un tren pesado en movimiento.

—¿No decías que las vías del tren estaban hacia el sur? —jadeó James volviendo a oprimir las manos heladas contra el pecho.

—¡Joder, James! ¡También te dije que no estaba seguro!

—¡Vaya navegante que estás hecho!

—¿Habrías preferido que le hubiese echado un vistazo al mapa en lugar de sacarte de esa estúpida lata yanqui?

James no contestó, posó la mano en el hombro de Bryan y señaló hacia el fondo de la hondonada grisácea que se extendía a ambos lados, desde donde llegaba el sonido inconfundible de la caldera bombeante de una locomotora.

—Ahora supongo que te habrás hecho una idea más exacta del lugar en el que nos hallamos…

Un simple gesto de Bryan hizo que se relajara. Ahora sabían dónde estaban; la cuestión era si eso les beneficiaría. Se agazaparon detrás de un arbusto de ramas muertas y grises. El tramo de vías férreas emergía del paisaje blanco como finas líneas dibujadas sobre una hoja de papel. El terraplén que se extendía desde las vías del tren tenía un ancho de entre seiscientos y setecientos metros y era bastante abierto.

Por tanto, habían estado al sur de las vías del tren durante todo el tiempo.

—¿Estás bien?

Bryan tiró del cuello de la chaqueta de piel de James con cuidado, dándole la vuelta, de manera que estuvieran frente a frente. La palidez resaltaba las líneas del cráneo de James. Éste se encogió de hombros y volvió a dirigir la mirada a las vías del tren. Empezaba a clarear lentamente y las sombras en el valle se tornaron móviles y adquirieron forma; una visión majestuosa a la vez que aterradora. El sonido de los enormes convoyes era transportado hasta ellos en pequeñas oleadas por el viento. Los vagones pasaban uno detrás de otro como una cuerda de salvamento entre el frente y la patria. Locomotoras blindadas emitiendo bufidos, una eternidad de vagones plataforma protegidos por cañones, nidos de cañones automáticos al abrigo de sacos de arena y pardos vagones para el transporte de tropas, de entre cuyas cortinas bajadas no escapaba ni el más mínimo atisbo de luz. Una vez hubo pasado el convoy, otros sonidos anunciaron la aparición de nuevos convoyes.

Apenas transcurrían unos minutos entre el paso de un convoy y otro. Durante este corto espacio de tiempo, en el que sus rodillas habían empezado a dormirse bajo los cuerpos encogidos, debieron de pasar miles de destinos humanos; los veteranos extenuados y heridos hacia el oeste, los reservistas asustados y mudos hacia el este. Unas cuantas bombas lanzadas sobre este tramo todos los días y los rusos obtendrían el respiro que tanto ansiaban y el campo libre en la caldera infernal del frente este.

Bryan notó un tirón en la manga. James le impuso silencio con un gesto de la mano y aguzó los oídos. Entonces también Bryan lo oyó. Los sonidos llegaban de ambos lados.

—¿Perros? —Bryan asintió.

—Pero sólo en uno de los grupos, supongo.

James volvió el cuello de la chaqueta y se incorporó ligeramente.

—El otro grupo está motorizado. Ése era el zumbido que escuchamos antes. Deben de haber abandonado las motos cuando atravesábamos las zanjas.

—¿Los ves?

—No, pero debe de ser cuestión de segundos.

—¿Qué hacemos?

—¿Qué demonios crees que podemos hacer? —James volvió a agacharse y, estando en cuclillas, empezó a mecer el cuerpo hacia adelante y hacia atrás—. Hemos dejado tal rastro que incluso un ciego podría seguirlo.

—¿Entonces nos rendimos?

—¿Sabemos lo que hacen con los pilotos derribados?

—No me estás contestando, ¿nos rendimos?

—Tenemos que salir al descubierto, donde nos puedan ver. O creerán que pretendemos engañarlos.

En el momento en que Bryan se disponía a seguir a James hacia el fondo del valle notó el golpe traidor del viento. Un temblor sacudió la parte interior de sus mejillas.

Dieron unos rápidos pasos hasta encontrarse en campo abierto. Allí aguardaron, expectantes y con los brazos en alto, la llegada de sus perseguidores.

Primero no pasó nada. Las voces enmudecieron. Los movimientos cesaron. James susurró que los soldados tal vez habían pasado de largo y dejó caer los brazos.

En aquel mismo instante sonaron los disparos.

La oscuridad invernal que poco a poco iba adquiriendo un tono gris acudió en su ayuda. Cayeron de bruces sobre la tierra fría, uno al lado del otro, interrogándose mutuamente con la mirada. Estaban ilesos.

Bryan empezó inmediatamente a avanzar arrastrándose por el suelo en dirección a las vías del tren. De vez en cuando echaba un vistazo por encima del hombro a James que, con una mirada salvaje, se arrastraba a trancas y barrancas sobre rodillas y codos, superando duros terrones y ramas heladas. La herida de la oreja se había vuelto a abrir y, por cada brazada que daba, unas pequeñas manchas rojas se mezclaban con la nieve que iba levantando a su paso.

Se oyeron unas cuantas descargas de ametralladoras que perforaron el aire sobre sus cabezas en amplios embates. Los soldados no dejaban de gritar mientras disparaban.

—Ahora soltarán a los perros —bufó James, agarrando a Bryan por el tobillo—. ¿Estás preparado para salir corriendo?

—¿Adónde, James?

Una ola cálida recorrió el vientre de Bryan contrayendo sus entrañas en una defensa descontrolada y desesperada.

—Cruzaremos las vías. Ahora mismo no hay ningún tren.

Bryan alzó la cabeza y echó un vistazo por el amplio y traicionero terraplén que se extendía ante sus ojos. ¿Y luego qué?

En el mismo instante en que enmudecía una descarga prolongada de disparos. James se puso en pie y agarró a Bryan, La pendiente era muy abrupta, casi mortal, si te precipitabas por ella con unas botas que apenas cedían con los golpes, por no mencionar los pies helados y nada elásticos, incapaces de percibir matiz alguno del suelo que pisaban. Los proyectiles silbaban sobre sus cabezas.

Cuando llegaron a un tramo más llano, unos cientos de metros más abajo, Bryan miró hacia atrás rápidamente. James corría detrás de él como si todas sus articulaciones se hubieran congelado, con los dedos tiesos y la nuca hacia atrás. A sus espaldas, la marea de soldados se diseminaba por la pendiente deslizándose sobre las espaldas por el primer y abrupto tramo del terraplén.

Los soldados se retrasaron ligeramente y los disparos cesaron durante unos preciosos segundos. Cuando volvieron a disparar, el blanco había desaparecido. ¡A lo mejor los cerdos se habían cansado! O tal vez delegarían el resto del trabajo en los perros.

Las ágiles y flacas máquinas mortíferas abandonaron ladrando sus cuerdas de acuerdo con el adiestramiento que habían recibido, silenciosamente y sin demora.

Cuando Bryan alcanzó el final de la pendiente, dispuso de una amplia visión a ambos lados, iluminada por la pálida luz del amanecer.

Por las vías se estaban acercando dos convoyes, uno desde cada lado, lo que les impedía desaparecer entre los setos de abrigo, al otro lado de las vías del tren. Un poderoso estampido hizo estremecerse a Bryan. Todavía a la carrera, James había alcanzado a sacar su revólver Enfield. Una mancha negra en la nieve a cierta distancia atestiguaba que James había herido a un perro que se había abalanzado sobre él.

Los otros tres perros se desviaron instintivamente hacia el rastro que iban dejando los dos hombres, dispuestos a lanzarse sobre la espalda de James.

Uno de ellos, un pastor alemán, se había soltado, sediento de sangre, dejando atrás a su guía y la cadena que le colgaba entre las patas aminoraba su avance ligeramente en relación a los dóberman que lo precedían.

La nieve volvió a levantarse en remolinos alrededor de Bryan y James. Las descargas dispersas terminarían alcanzándolos antes o después.

Volvió a oírse el revólver de James. Bryan manoseó la solapa de la funda de su revólver y asió la culata. Entonces se echó a un lado y apuntó mientras James lo adelantaba.

En un segundo fatal, el perro que James acababa de herir se dejó distraer por la maniobra de Bryan y cerró las mandíbulas en el aire en el mismo instante en que sonó el disparo. El animal dio algunas volteretas antes de quedarse totalmente inmóvil. Los demás chuchos no dudaron en lanzarse sobre Bryan, tal como habían aprendido a hacerlo: contra el pecho y los brazos. Bryan se dejó tumbar y disparó contra uno de ellos en el momento en que le caía encima, sin que alcanzara a herirlo de forma efectiva.

Con la culata del revólver golpeó con fuerza en la nuca al pastor alemán que le colgaba del brazo izquierdo, y el perro cayó muerto a tierra. Bryan se incorporó rápidamente e hizo frente al primer animal que ya saltaba sobre él.

En el mismo segundo en que su mandíbula se cerraba alrededor de la manga de Bryan, el perro empezó a zarandear a su víctima. No tenía intención de soltarla mientras siguiera vivo. Un fuerte puntapié lo hizo volar por los aires, brindándole así la ocasión a Bryan de girar la mano y a su vez disparar contra la bestia. En el momento en que el cuerpo del animal se desplomó, Bryan resbaló y el revólver se le escapó de la mano. Volvieron a sonar las ametralladoras. Los soldados ya no corrían el riesgo de herir a sus perros, que yacían tendidos en la nieve.

James lo aventajaba en unos cincuenta metros. La cazadora de cuero le colgaba suelta de los hombros, que seguían encogidos. Cada vez que pisaba el suelo, un temblor descontrolado recorría su cuerpo.

Hacia el este, a unos pocos cientos de metros más abajo, apareció la segunda patrulla. Aunque los soldados no podían apuntar con seguridad, su sola presencia amenazaba la integridad de Bryan y de James y no tuvieron más remedio que seguir corriendo en dirección a las vías y los dos convoyes, que pronto les cerrarían el paso.

Bryan estaba a punto de quedarse sin aliento, y mientras corría, su cabeza se balanceaba de un lado a otro en un intento de alcanzar a James. Una idea delirante le había rozado la mente. Si los alcanzaban, y tal como estaban las cosas parecía inevitable, siempre sería preferible morir juntos.

El primer tren que les obstaculizó el paso llegaba del este y recorría la vía más cercana.

El personal de la locomotora observaba, impávido, las patrullas que se acercaban a los pilotos desde atrás y desde los lados. Ante sus ojos pasaba traqueteante aquella absurda visión de vagones de madera marrones con el distintivo de la Cruz Roja pintado en el costado en medio de un paisaje desértico y blanco. Ni un solo rostro asomó de las ventanillas de los vagones.

Sobre las otras vías, con rumbo este, dos locomotoras blindadas acopladas entre sí tiraban de una línea de vagones de color verde grisáceo que pronto desapareció detrás de la locomotora delantera del tren ambulancia. Los soldados apostados sobre los últimos vagones del tren blindado ya los habían descubierto y se habían puesto en marcha, pero no podían disparar contra ellos desde allí, pues corrían el riesgo de alcanzar el tren ambulancia.

Bryan dio un paso adelante y notó el soplo que emitió el pie de James al abandonar la huella que acababa de dejar y que ahora pisaba Bryan. De entre la respiración entrecortada de James se oyó un silbido. Bryan aminoró la marcha y miró hacia atrás.

En el preciso instante en que James alcanzó el convoy pasaron dos vagones. James avivó el paso y alzó la mano para agarrar la barandilla más cercana. La sacudida que experimentó al entrar en contacto con el tren le hizo soltar la barandilla de hierro por un instante y, aunque volvió a asirla por la parte inferior, su posición impedía que pudiera subirse al estribo por su propia fuerza. El sudor de la mano se heló al momento. Cuando estaba a punto de perder el equilibrio, Bryan lo alcanzó e intentó agarrarlo.

Un empujón lo impulsó hacia la escalerilla más cercana. Hizo girar el brazo que tenía libre imitando el movimiento de las aspas de molino a fin de mantener el equilibrio mientras corría torpemente de costado. Tras unos cuantos giros soltó su Enfield que, dibujando una amplia curva en el aire, salió disparada por encima del vagón. James trastabilló y durante un corto espacio de tiempo fue arrastrado sobre las traviesas, agarrado a la barandilla por la mano helada que se le había quedado enganchada. Cada vez que una traviesa golpeaba contra su tibia. James caía rodando peligrosamente cerca de las ruedas del tren. Haciendo un último y desesperado esfuerzo, volteó la pierna en un amplio giro y logró subirse de un tirón. Bryan dio un par de rápidos pasos más y se metió en el vagón de delante agarrándose con tal levedad a la barandilla que tan sólo se le quedó enganchado un pedacito de piel en el metal helado.

—¡Ya está! ¡Ya lo tengo! —gritó James.

En ese mismo instante logró impulsarse hacia arriba con tal fuerza que su cuerpo salió despedido contra la escalerilla metálica.

Por detrás apareció la vanguardia de la primera patrulla, soldados con los rostros amoratados por el frío, demasiado cansados para mantener el equilibrio en la nieve que levantaba el viento. Uno intentó agarrarse a una de las escalerillas que conducía al techo del vagón. Sin embargo, cayó de bruces en el intento y después de dar unos rápidos pasitos de puntillas volvió a tropezar, esta vez dando unas aparatosas volteretas sobre las traviesas.

Pronto el cuerpo del soldado se quedó inmóvil.

Mientras tanto, el tren blindado los había adelantado y el tren ambulancia empezaba a acelerar obcecadamente.

Y los perseguidores se detuvieron.