Y por fin se dio la señal. Mandelbaum bajó con la ligereza de un atleta y se colocó en cabeza. Era extraño, los días de estricta reclusión ya no se reflejaban en él. Los componentes del terceto estaban a su lado, delgados y obedientes. Justo detrás de ellos iban los gemelos, y luego Sally y Gertie, con el yanuca en medio. El señor Langmann parecía formar él solo una fila. Los músicos, comprimidos entre sus pesados bultos, temían las primeras filas y retrocedieron. El director de la banda no les prestaba ninguna atención, estaba inmerso de pies a cabeza en una conversación con la camarera medio judía. La camarera caminaba muy erguida apoyada en un bastón tallado.
—¿No es un paisaje maravilloso? —dijo el director. Nunca había sido hombre de muchas palabras y ahora le faltaban como si fuese adrede.
Los campos se extendían verdes y húmedos. La fina bruma de la mañana se elevaba delicadamente. El traslado fue tan fácil que casi ni se percataron. El dueño del hotel empujaba la silla de ruedas del rabino como si hubiese nacido para eso. Nadie se acercaba a ayudarle.
Durante los últimos días de lío y confusión se había trabado una extraña relación ente la camarera y el director de la banda. Cuando ella estuvo enferma, el director fue a verla e intercambiaron algunas palabras. Desde entonces no habían dejado de pensar el uno en el otro. La noche anterior, mientras todos estaban de fiesta en casa de Sally y Gertie, ellos fueron al jardín luxemburgués. Él estaba desconcertado como un niño y ella se rio. Él le habló de su herencia y de sus ahorros, de los detalles confidenciales que había acumulado en su mente ordenada.
—Entonces, es usted un hombre rico —le dijo ella.
Después de tantos años encerrado en sí mismo y en sus pequeñas cuentas, y enredado con los músicos, sentía por primera vez que se había desprendido de las cadenas. Ella hablaba del viaje previsto, de una nueva forma de vida. De su padre austriaco hablaba con gran desprecio, como si no fuese una persona sino una bestia.
Ahora caminaban juntos. Los campos invadían los espacios. Y no se oía nada salvo el rumor de los pasos. Los policías iban a cierta distancia, no los apremiaban. El profesor Fussholt estaba contento. Había terminado de corregir su nuevo libro. Las hojas estaban atadas con un grueso cordón. Mandelbaum iba a su lado preguntando todo el rato con gran interés. El profesor Fussholt imitaba la forma de hablar de los funcionarios judíos que presumían de que con sus discursos llegaría la salvación. Su hostilidad hacia todo lo llamado cultura judía, arte judío, era ahora exultante. La amargura ya la había depositado en su libro. Mitzi iba detrás de él como una extraña. A medida que avanzaban, su conversación se iba volviendo más fluida y llenándose de ingeniosos juegos de palabras y adjetivos con doble sentido. Llevaba meses sin intercambiar una palabra con nadie y ahora las palabras manaban de él.
El rabino se adormiló en la silla de ruedas. La caravana se acercó a las casas de pueblo. Olores a leche fresca y a basura se mezclaban en el aire. Hace tiempo, junto al roble, los amantes de la naturaleza solían descansaban y escuchar a los pájaros. Allí se detenía «El pájaro azul» y daba sus entusiastas discursos.
Salo estaba desconcertado en esos espacios tan familiares. Durante años había atravesado esos campos con su maleta mediana. Los campesinos, a decir verdad, no le querían. Siempre estaba a crédito y no saldaba las deudas. El entusiasmo le abandonó de pronto. Se refugió al lado de los músicos. Los músicos le protegían.
—El director nos odia. ¿Qué le hemos hecho? —dijo Zimbelman.
—No le hagan caso —dijo Salo.
—Ni siquiera el dueño del hotel nos odia.
—Se le pasará, no le quedará más remedio. Ustedes y nadie más que ustedes son sus músicos. Por cierto, ¿le han hecho firmar al señor Pappenheim el formulario 101?
—No —dijo Zimbelman—, se nos ha olvidado.
—Es una lástima. El formulario 101 es estupendo, otorga grandes derechos.
—El señor Pappenheim ha sido benevolente con nosotros. Nos ha ascendido de categoría. Nosotros no nos hubiéramos atrevido a pedírselo.
—Es muy importante —dijo Salo—, al fin y al cabo, los niveles son semejantes en todas partes. Les ha ascendido al nivel undécimo. Es un nivel muy bueno.
—Yo, por mi parte, —añadió Zimbelman— habría rebajado mis horas de trabajo. Los tambores me sacan de quicio. Con mucho gusto habría descansado un año o dos. Créame, es imprescindible para mí.
—Le creo. Pero los años que están próximos a la jubilación son bastante críticos. Es preferible cuidar de los intereses de uno. También yo me hubiera prejubilado, pero mi empresa es muy estricta, exprime al trabajador hasta la médula. Ya tengo veinte años de antigüedad, y sin haber faltado ni un día. Me merezco un mes de vacaciones. Le prometí a mi mujer unas vacaciones en Mallorca. Créame, se las merece.
—¿Mallorca? —se sorprendió Zimbelman—, no he oído hablar de ese sitio.
—Es una isla cálida y maravillosa. Se lo debo a mi mujer. Ha criado a los niños. Unos niños estupendos.
—¿Podremos ahorrar algo en Polonia? —quiso saber Zimbelman.
—Por supuesto. Los precios son mucho más bajos y, si continuamos recibiendo el sueldo en dinero austríaco, ahorraremos mucho.
Y los campos se iban volviendo más y más verdes. Las parcelas estaban cortadas en cuadrados como si hubiesen sido medidas con una regla. Un caballo retozaba por el prado y una campesina permanecía en la puerta de su casa. Así había sido siempre y así era también ahora.
—Es extraño —dijo la camarera, y las lágrimas se agolparon en sus ojos.
—¿Qué dice? —dijo el director de la banda—, esto es solo el tránsito. Pronto llegaremos a Polonia. Paisajes nuevos y personas nuevas. Hay que ampliar horizontes, ¿no cree?
—Y yo me siento tan mal, tan insignificante.
—Esto es solo un tránsito, solo un tránsito. Pronto llegaremos a la estación, al kiosco. Me gusta mucho la limonada del dueño del kiosco, es limonada casera, muy buena —y las palabras que habían estado ocultas en él durante años brotaron de repente. Quería colmarla de palabras. Pero, por alguna razón, las palabras que tenía no se unían en frases coherentes.
El rabino salió de su letargo y dijo en voz alta: «¿Qué pretenden? Durante años no han escuchado la voz de la Torá. A mí me encerraron en un asilo. No quisieron saber nada de mí. Ahora quieren ir a Polonia. No hay expiación sin petición de perdón».
La voz del rabino sorprendió a la caravana. Era una mezcla de yiddish y hebreo. La gente no entendió ni una palabra, pero el enojo se apreciaba claramente. El dueño del hotel no detuvo la silla de ruedas, la empujaba como si lo hubiera estado haciendo durante años.
Mitzi se acercó al señor Langmann, que caminaba ensimismado, y le dijo que había tenido un sueño muy real. Y el señor Langmann, que no soportaba su verborrea, giró su cabeza alargada y calva y dijo que el perro tampoco le había dejado dormir. Mitzi le contó que cuando era pequeña, a los cinco o seis años, su padre la llevó a Viena, al Prater: era un maravilloso día de otoño, pero la intención del padre, un hombre ocupado y sufridor, no era otra, tal y como quedó de manifiesto, que aturdiría y cansarla antes de llevarla al hospital para que la operasen de las anginas. Desde que llegó al hospital sintió la inminente desgracia e intentó escapar. Todo el personal fue movilizado. La operación se realizó. Todo eso lo había soñado esa noche, tal y como ocurrió.
—¡La estación!, ¡la estación! —se oyó la voz de una mujer. Los policías de la estación hicieron señas a los policías que los acompañaban.
—¡Hemos llegado!, ¡por fin hemos llegado! —gritó Mitzi.