Al día siguiente estaba despejado y hacía frío. Mandelbaum madrugó y se reunió con el terceto en las pulidas escaleras del hotel. El traje blanco le daba un aire informal. Las semanas que había pasado encerrado en su habitación habían dejado huella en él, tenía el rostro demacrado y en sus ojos se apreciaba el nerviosismo que suele preceder a un concierto. Los componentes del terceto, también con trajes blancos, estaba en silencio a su lado. En los años que llevaban con Mandelbaum habían perdido la libertad de movimiento. Estaban contemplando el paisaje. La mañana estaba despejada y un ligero plumaje de luz cubría los tejados. El aire era fresco y limpio.
—¿Dónde está el coche de caballos? —gritó de pronto Mandelbaum.
Y el señor Pappenheim, que solía conceder a los artistas todos sus caprichos, salió y dijo:
—Al parecer, los preparativos para la emigración no han terminado aún.
—En tal caso, hemos perdido el tiempo para nada —no había enfado en su voz. Estaba bastante contento. El terceto hacía lo posible y lo imposible—. ¿Y la pastelería?, ¿qué ha pasado con la pastelería?
—Todo está cerrado de cara a la emigración —explicó Pappenheim.
—En tal caso, ya tomaremos algo en Varsovia —dijo Mandelbaum al terceto.
—¿Ha actuado ya en Varsovia? —quiso saber Pappenheim.
—Varias veces; es un público entusiasta y sensible, yo diría que más sensible que los austríacos.
—Me alegra oír eso —dijo el señor Pappenheim.
Y mientras estaban hablando aparecieron el señor Schutz y la estudiante. Ella llevaba el mismo vestido largo que la noche anterior. Tenía el porte arrogante de una mujer que se ha labrado su destino con sus propias manos y no lo lamenta. Schutz parecía débil a su lado. La última juventud se había desvanecido de su rostro. Una red de arrugas recorría sus sienes. Seguía estando delgado, pero caminaba ligeramente ladeado. Llevaba un grueso abrigo de invierno.
—Permítame presentarle al señor Schutz —dijo Pappenheim.
—Encantado —dijo Mandelbaum; y Schutz, que llevaba una pesada cesta de mimbre, vaciló entre estrecharle la mano o no.
—Esta es mi mujer —dijo Schutz completamente confuso.
La estudiante giró la cabeza como si fuese a regañarle.
Y por un instante pareció que de un momento o a otro iban a aparecer los ligeros y elegantes carruajes de la ópera. Ese siempre había sido un momento solemne. El plumaje de la escarcha brillaba con el último resplandor. Se podían ver de nuevo las casas bajas algo inclinadas, como cubiertas con una vieja red de pescar. No había nadie en las puertas, y en casa de Sally y Gertie quedaba una ventana abierta.
Karl se pasó toda la noche intentando arrancar el acuario, pero los fuertes tornillos, los malditos tornillos, estaban oxidados. Al final, cuando también desistió con el viejo serrucho, metió los peces en una botella. No fue una tarea fácil. Lotte le ayudó. Ahora también él estaba en las pulidas escaleras con la botella envuelta en un jersey verde, parecía que llevaba a un niño dormido. Lotte permanecía a su lado como para animarle. «Podría coger otra botella de agua, de reserva», le dijo Karl. Era evidente que ahora estaba absolutamente sometida a sus locuras. Lotte volvió a entrar y Karl retiró el jersey y observó los peces.
—Señor Pappenheim, con retraso, como siempre —dijo Mandelbaum. La palabra «retraso» era habitual en él. Unas veces se retrasaba él y otras se retrasaba el carruaje que iba a recogerle. Aunque en esa ocasión Mandelbaum sabía que la salida no dependía ya de las disposiciones del empresario, las palabras se le escaparon de la boca como un hábito que cuesta dejar.
Mitzi llevaba un vestido verde de flores. Había estado toda la noche acicalándose. Las decepciones de la temporada se habían borrado en parte de su rostro y había brotado en él una nueva esperanza. Su marido, el profesor Fussholt, aún seguía ocupado en las pruebas del libro. El señor Pappenheim también se la presentó a Mandelbaum. Y Mandelbaum dijo con gran sorpresa, «¿El profesor Fussholt?, ¿el profesor Fussholt está con nosotros?».
—El profesor Fussholt ha revisado esta temporada las pruebas de su último libro —dijo Pappenheim—, un libro muy extenso.
—¡Qué lástima no haberlo sabido antes! —dijo Mandelbaum con tristeza.
Mitzi guardó silencio. Que Mandelbaum mencionara el nombre de su marido, y con tal veneración, no le agradaba especialmente.
—Enseguida bajará —dijo—, está ocupado en la corrección de pruebas.
El dueño del hotel estaba en la entrada. Del buen porte que había tenido solo le quedaba ya el pelo canoso, que ahora llamaba la atención. De sus ojos verdes salía una tristeza silenciosa. Por el vestíbulo aparecieron los músicos arrastrando los pesados macutos, el botín. El señor Pappenheim les había hablado largo y tendido, pero la codicia les había podido. El director de la banda rompió toda relación con ellos. El dueño del hotel no se enfadó. Permanecía en la entrada y su triste mirada estaba llena de resignación.
El jefe de camareros salió con un perro. Por la noche había muerto el tercero y por la mañana el último había accedido a sus ruegos y se había acercado a él. Los músicos, que tenían reservas de víveres, le dieron una lata de sardinas. El perro hambriento no quiso comer, pero sí bebió. Y el jefe de camareros hizo la maleta. Primero había pensado ponerse en camino sin maleta, pero la repentina aparición del perro le hizo cambiar de idea y preparar una maleta mediana. Aún le dio tiempo a lavarlo y cepillarlo. Ahora se le veía delgado pero no descuidado.
—Veo que el perro ha accedido a venir —dijo Mitzi.
—Se ha quedado solo.
—Si no me equivoco, ayer por la noche eran dos.
—Sí. Al otro lo mataron de un disparo.
—¡Qué dice! ¿Cómo se llama?
—Lutzi.
—Nunca he podido distinguirlos. ¿Dice que se llama Lutzi?
—Cada uno tenía su propio carácter. Eran muy distintos. Lutzi es el más tranquilo. Es un perro con muchos complejos, si es que se puede decir eso. Lutzi, ¿tengo razón o no?
El perro no reaccionó.
—Entonces, ¿Lutzi ha decidido venir a Polonia? Qué raro, ¿lo ha decidido esta mañana?
—Yo habría estado dispuesto a llevarme a todos —dijo el jefe de camareros—, pero, al parecer, ellos no pudieron afrontar este traslado.
—¡Qué pena! —dijo Mitzi con la boca pequeña.
Tampoco Salo durmió esa noche. Se puso su viejo traje, el traje de viajante con el distintivo de la empresa descolorido. En la gorra llevaba una W metálica. Antes parecía muy joven con ese uniforme, pero ahora estaba encorvado como un viajante exhausto. «¿Cuándo nos vamos?», preguntó. La pregunta quedó sin respuesta. Dejó la maleta a un lado. Era una maleta bastante gastada sobre la que recientemente se había grabado la letra W y un número ordinal. Salo corría de un sitio a otro como un topo expuesto a la luz del día. Al final se detuvo en el vestíbulo, junto a los músicos. Los músicos estaban sentados en el suelo, apoyados en los paquetes.
Sally y Gertie vistieron al yanuca. El dueño del hotel había encontrado en el vestuario de hombres un traje de niño de invierno. El traje era de su talla. También encontró un sombrero con una pluma. «Eres un príncipe», dijo Gertie, «un príncipe del país de las maravillas».
Los días transcurridos en Badenheim también le habían cambiado a él. Los centelleos de miedo habían desaparecido de sus ojos. Había engordado, sus mejillas estaban sonrosadas, había aprendido a entender alemán, al parecer había perdido la voz por completo, los pocos detalles que recordaba de su casa, de sus padres, del orfanato de Viena se habían borrado. Ahora hablaba con acento austriaco y se comportaba como un niño mimado.
Sally encontró betún y le limpió los zapatos. El yanuca no dio las gracias ni se rio, estaba concentrado devorando bombones. Desde que había descubierto el sabor de las golosinas no dejaba de engullir. La gente le daba presentes para calmarle y él se había acostumbrado a aceptarlos como algo normal. Había perdido por completo la inocencia, si es que alguna vez la había tenido. Había comprendido ya que Sally y Gertie no habían estudiado en la universidad y que la estudiante se había quedado embarazada del señor Schutz sin estar casada con él. Entonces apareció Salo y el yanuca gritó:
—Salo, ¿qué opinas de mi ropa? Sally y Gertie dicen que parezco un príncipe del país de las maravillas.
—Sí. Llevan razón.
—En tal caso —dijo el mocoso—, el príncipe te ordena darle la caja de bombones que llevas en el bolsillo.
—No es una caja de bombones, tesoro —dijo sorprendido—, solo son un par de medias, medias de mujer. Soy viajante de una famosa empresa.
En ese instante se oyó la voz del rabino:
—¿Me vais a dejar aquí?
El señor Pappenheim, que estaba junto a la entrada inmerso en una conversación con Mandelbaum, se apresuró a ir hacia la puerta y dijo:
—Estamos aquí, estamos todos aquí. Fuera hace frío.
—Por favor, sáqueme de aquí —dijo el rabino, haciendo caso omiso de lo que acababa de decir el señor Pappenheim. Una secreta sospecha había anidado en el corazón del anciano. Se le veía vital, con la vitalidad de un enfermo que ya no siente el dolor. El señor Pappenheim agarró la silla de ruedas y le condujo hacia la entrada.
El sol caía de los árboles y se tendía sobre los adoquines del jardín luxemburgués. De las fuentes, que llevaban mucho tiempo sin funcionar, salían ahora chorros de agua. El agua iluminaba ascendía a gran altura y caía con un fuerte estrépito. Posiblemente también fueron abiertos los grifos de la piscina, porque la estudiante giró la cabeza, o mejor dijo la nariz, hacia el norte, hacia la piscina, como si hubiera olido el correr del agua.
El jefe de camareros acarició a Lutzi e intentó darle unas galletas, pero Lutzi se negó a comer. Karl se acercó a él, retiró el jersey de la botella y le consultó algo. El jefe de camareros opinó que si el viaje no se alargaba demasiado sería posible salvar a los peces. Karl dijo: «Tengo una botella de agua de reserva». Y, mientras todos estaban conversando, el dueño del hotel bajó las escaleras, se dirigió a la pastelería, se detuvo junto al postigo cerrado y gritó: «Peter, ¿vienes con nosotros?».
Todos se quedaron petrificados. No esperaban un gesto así del dueño del hotel. No hubo ninguna respuesta desde el interior. El dueño del hotel volvió a alzar la voz: «Peter, estás contraviniendo una ordenanza municipal. Estás asumiendo una gran responsabilidad».
Tras un instante de silencio se oyó la voz del dueño de la pastelería:
—Yo no voy, con Pappenheim no, de ninguna manera.
—Eres un hombre inteligente —volvió a gritar el dueño del hotel, con la mayor prudencia posible—, ¿cómo puedes asumir tal responsabilidad?
—Yo me quedo aquí.
—Si aceptas un consejo —dijo el dueño del hotel con delicadeza—, te sugeriría que te unieras a nosotros. Sabes perfectamente que siempre he deseado solo lo mejor para ti. Tenemos rabino. También él viene con nosotros. Si a él le ha parecido acertado unirse a nosotros, ¿por qué no vienes tú también?
—No soy creyente —sentenció la voz desde dentro.
Se hizo el silencio. El dueño del hotel volvió a acercarse a las escaleras.
—¿Por qué se mete conmigo? ¿Qué le he hecho yo? No le he hecho nada —masculló Pappenheim.
—Está enfadado —dijo Mandelbaum. Era evidente que estaba distraído. Su cuerpo volvía a estar lleno de música. Sus pies se movían ligeramente, como si tuviesen vida propia. Los componentes del terceto también movían los pies en silencio. Al parecer se les había pegado la misma melodía.
—¿Qué quiere de mí? —volvió a decir Pappenheim, pero lo hizo con un hilo de voz que no llegó a oídos de nadie.
Eran las ocho y en la entrada de la ciudad no había ningún movimiento. Las casas vacías exhalaban silencio y los vapores de la mañana se elevaban de los lugares iluminados. Había muchas sombras y se amontonaban en los rincones de las casas, atemorizadas. El agua de las fuentes se elevaba a gran altura. Nadie había visto una mañana en Badenheim, y menos en esa época. Esas horas estaban destinadas siempre a dormir.
—¿Se va sin nada? —preguntó Salo al señor Pappenheim—. Son ya las ocho y no se ve ningún movimiento. Es como en el ejército —recordó Salo—. Uno se pasa horas tumbado en la trinchera. El comandante del batallón se va de parranda por la ciudad, los oficiales se quedan en el cuartel bebiendo cerveza, los suboficiales están felices por no tener nada que hacer y el soldado, el soldado raso, se tumba en la trinchera.
—Eso pasó en la I Guerra Mundial.
—Eso, eso exactamente. Y me parece que eso va a pasar también ahora. Hay que acostumbrarse a una nueva forma de vida.