XXXII

Y la ultima tarde celebraron que Gertie cumplía cuarenta años. Sally y Gertie adornaron la casa para agasajar a los invitados. Era una vieja casa de pueblo bien conservada y engalanada con arriates de rosas. Dentro siempre había reinado una delicadeza femenina. Duques, condes, industriales y todo tipo de intelectuales cansados habían encontrado allí un alojamiento nocturno. Lo cierto es que la casa ya no era la de antes. Hicieron un gran esfuerzo para que el salón estuviese impregnado de esa delicadeza femenina que tanto les gustaba. En vano. Ahora la casa parecía una pobre posada a punto de derrumbarse. Una luz gris fluía de la lámparas y se derramaba por el suelo. La pesada alfombra parecía bastante ajada.

El señor Pappenheim llegó el primero, dio dos besos a Gertie y dijo con solemnidad, «Hace mucho que no he estado aquí».

Ellas se alegraron como si no se tratase del familiar señor Pappenheim sino de un huésped llegado de lejos. «Hoy traigo buenas noticias», añadió, «las normas para la emigración ya están puestas en el tablón de anuncios».

—¿Qué está diciendo? —dijo Gertie.

Después llegaron el señor Schutz y la estudiante. Ella se había puesto para la ocasión un vestido largo, azul. Le sacaba a Schutz una cabeza. Había una tranquila autoridad en su forma de estar. Schutz le acercó un sillón y ella se sentó. Sally y Gertie retrocedieron un poco, como ante un extraño.

En la mesa baja estaba extendido un mantel bordado. En una esquina había un jarrón con flores secas. Un ligero olor a perfumes de mujer impregnaba el aire.

—¿Lo han oído? —dijo Gertie—, las normas para la emigración ya están puestas en el tablón de anuncios.

El señor Langmann entró encorvado por la puerta trasera. La mirada de Karl no se apartaba ni un instante de él. Tal vez allí le dejase tranquilo. Había encontrado una gran botella de licor y la había llevado a la fiesta. Besó la mano de Gertie y dijo, «¡Qué bien se está aquí!». Karl no se apartaba del acuario. ¿Qué quería de los peces? ¿Qué culpa tenían ellos?

—Él cambia el agua y les da de comer migas de pan —dijo la estudiante con una fría gravedad.

El señor Langmann la miraba como a alguien sospechoso.

El señor Pappenheim había hecho todo lo posible para que Mandelbaum acudiera a la fiesta, pero sus súplicas no habían servido de nada. «El artista está haciendo su último esfuerzo», explicó. Pero los gemelos habían accedido a ir. Al yanuca le pusieron un traje nuevo, y se sentó en un sillón como un adulto.

Gertie estaba muy desconcertada y se pasó todo el rato diciendo, «Perdón». Sally, que era dos años mayor que ella, por alguna razón parecía ahora su tía. Tenía las piernas hinchadas y destrozadas por las varices.

También fue Salo. Contó que Karl tenía intención de llevarse a los peces. Estaba todo el rato rebuscando en la pecera. Nadie se rio. El desconcierto de Gertie consiguió cohibir a la gente, hasta que Pappenheim se levantó y dijo que había llegado el momento de alzar las copas y brindar por la feliz ocasión.

En ese momento Salo se acercó al señor Langmann y le susurró:

—No hay más remedio, debemos ir.

El señor Langmann no respondió.

—No hay de qué tener miedo. En Polonia hay muchos judíos. Los judíos se ayudan los unos a los otros.

El señor Langmann tampoco prestó atención a esas palabras, pero Salo no desistió.

—Yo vengo de allí —añadió—. Pasé mi infancia y mi juventud en Polonia. Los conozco bien. Un año o dos en su compañía le harán olvidarlo todo. La gente se levanta por la mañana y va a la sinagoga. ¿Qué hay de malo en ello? La gente reza, ¿qué hay de malo en ello? ¿Es que está prohibido rezar? Y, si a uno le sonríe la suerte y consigue tener una tienda en el centro, puede vivir de eso holgadamente. También los vendedores ambulantes viven bien. Mi padre era vendedor ambulante y mi madre tenía un puesto en el mercado. Éramos muchos niños en casa. Demasiados. Se lo juro. ¿Me oye?

—No —dijo Langmann con desprecio.

—No tenga esos humos, va a ir a mi país, a mi patria. Solo pretendo darle información. Le aconsejaría que dejase aquí esos aires arrogantes. En Polonia se trata con respeto a las personas.

Sally se acercó a los gemelos y dijo:

—¿Cómo podríamos alegrar a los artistas? —los gemelos parecían ahora dos ermitaños. El cabello les había crecido de forma descuidada. Estaban sentados en un rincón sin decir palabra. Mitzi se reía. Todo lo que se decía la hacía reír—. ¿De qué se ríe? —quiso saber Sally.

—De nada, simplemente la gente me hace reír.

Pero el licor no alegraba a nadie. La gente se iba hundiendo en los sillones. La luz de las lámparas se derramaba sobre el suelo como si saliese de un tubo roto. La pared de colores, adornada con reproducciones, revivió. Era como si hubiesen comenzado a latir dentro de ella venas adormecidas. En las ventanas se posaron las sombras de la noche y una mosca enorme se agitaba en la mosquitera. Si hubieran quedado palabras, estarían en Salo. Pero Salo tampoco hablaba, una especie de sonrisa se abrió en su frente, una sonrisa malvada, como pintada con carmín venenoso.

Las luces se fueron apagando y finas sombras penetraron desde fuera. Parecía que el salón rústico tenía ahora vida propia, una vida sin personas.

—Las normas para la emigración son muy precisas, yo diría que extremadamente precisas —dijo Pappenheim.

—Entonces, las expectativas no eran en vano —dijo Schutz.

—Precisas, extremadamente —Pappenheim repitió esas palabras.

—Usted podrá enseñar en la facultad de matemáticas —Salo se dirigió al señor Schutz—, Polonia es un país culto.

—¿Tienen relaciones con la universidad de Viena? —quiso saber el señor Schutz.

—Me imagino que sí —dijo Salo—. Todos los centros culturales están conectados con Viena o con Berlín.

Se tomaron otra copa. El licor estaba dulzón y tenía un sabor desagradable. Viejas palabras salieron a la superficie, y también caras, como «El pájaro azul» y como ese impostor que estaba en el patio proclamando a voz en grito, «¡Salvad vuestras almas mientras estéis a tiempo!».

—Señor Pappenheim, ¿cómo terminará esta extraña acusación? —preguntó Gertie con una falsa curiosidad, como seguramente les preguntaba a los duques por sus negocios.

—¿Qué quieres decir? —dijo Pappenheim—. Llevé al profesor Fussholt al estrado como testigo. Hizo un discurso brillante.

—¡Qué interesante! —dijo Gertie en el mismo tono afectado—, y usted ha sido declarado inocente.

—Yo, para ser sincera, sospechaba de él —dijo Sally.

—Un simpático impostor. Un profeta y un mujeriego en el mismo saco —dijo Pappenheim.

El jefe de camareros estaba sentado en un rincón, muy elegante con su traje negro. Ese traje negro se lo ponía muy pocas veces, solo en ocasiones especiales. Por alguna razón parecía alguien a quien el fuego de la vida se le ha apagado. Se le notaba incómodo. Se secaba la frente, amplia y roja, con un pañuelo doblado. Escuchaba y no intervenía en la conversación, como si estuviesen hablando de temas demasiado elevados para él.

Gertie estaba en la entrada de la cocina y se excusaba:

—¡Qué vergüenza! No tengo nada.

—Entonces haremos una fiesta en Varsovia —dijo Pappenheim—, una fiesta digna de un rey.

—Me comprometo a ello —dijo Gertie.

Pappenheim bebió de su vaso y volvió a su tema:

—En Polonia podremos hacer nuestro festival más variado. Allí hay abundante folclore. Folclore de verdad.

—Por supuesto —intervino Salo—, yo vi con mis propios ojos una obra de teatro estupenda, creo que se llamaba Bontze, cállate. Me llevó mi padre.

—¿Qué opina, señor Langmann?, ¿Oriente y Occidente se convertirán en un solo ser? —dijo Pappenheim.

El señor Langman se sacó la pipa apagada de la boca y espetó:

—Romanticismo barato.

Siguieron sentados charlando. Las voces se mezclaban unas con otras. Sobre todo hablaba Salo, y toda su intención era enfurecer al señor Langmann, pero al señor Langmann no parecían incomodarle sus palabras.

Ya era tarde. El señor Pappenheim se levantó y dijo: «Adiós, casa, hasta la vista, casa. Tú te quedas aquí y nosotros nos ponemos en camino. Adiós, muchachas, hasta las siete en punto junto a las escaleras».

Una noche húmeda golpeó sus rostros. En la ventana de Mandelbaum se apagaron las luces. La música se detuvo. Karl estaba encorvado y concentrado junto al acuario como si estuviese registrando las ligeras vibraciones del agua verde. Lotte le seguía con la mirada desde un sillón. La gente caminaba despacio. La humedad cubría los adoquines. En el aire se respiraba un denso olor a musgo fresco que llegó con el otoño de los bosques. Nadie mencionó a la señora Milbaum. Hacía ya dos semanas que no se la veía en el salón. Pensar que estaba ahora sentada en su trono, un cuerpo sin alma, era más terrible que expresarlo con palabras.

La farmacia parecía ahora una cueva oscura. La contraventana arrancada estaba tirada en el canal y el borde roto, retorcido, apuntaba hacia la calle con la expresión amarga del metal. Trude estaba sentada en un sillón hojeando una revista. El regreso de Helena le había devuelto sus movimientos habituales. Su felicidad estaba narcotizada y carecía de expresión.

—Los músicos, mis músicos han saqueado el hotel —recordó Pappenheim riéndose.

La pastelería se cubrió de enredaderas. La farola oxidada vertía su luz sobre los arbustos y las hojas secas. En la casa reinaba una total oscuridad.

—¿Qué les parece un pastel de fresa recién hecho y un vaso de café? —dijo Mitzi.

—Yo daría por eso todo el oro del mundo —dijo Salo.

Se acercaron hacia el jardín luxemburgués. Los perros estaban junto a la farola sin moverse. Qué anhelo manaba de sus silenciosas miradas. Habían adelgazado más que las personas. El jefe de camareros les machacaba pan duro, pero ellos no digerían esa insípida comida. Varias veces habían intentado salir de la zona de cuarentena, pero los vigilantes les maltrataban. Dos habían muerto de un disparo, y los dos que quedaban parecían comprender que su destino no sería distinto del de sus compañeros. Era evidente que querían morir, pero, al parecer, la muerte aún no les quería a ellos. Desde la muerte de sus compañeros habían dejado de implorar, de rebajarse, y se habían alejado hacia la espesura a esperar la muerte, pero, como la muerte no llegaba, se quedaron al lado de la farola.

El jefe de camareros se acercó a la espesura. Su mirada rozó por un instante la de ellos y gritó: «¿Quién quiere ir conmigo a Polonia?». Los perros no se movieron.

—Lo voy a repetir —dijo el jefe de camareros con una voz suave pero muy clara—: ¿quién quiere ir conmigo a Polonia?

No se movieron.

—Por lo que veo, preferís quedaros aquí —dijo, y se dio la vuelta.

—Desagradecidos —murmuró Pappenheim—, los perros son solo perros.

—No estoy enfadado con ellos —dijo el jefe de camareros—, están de duelo.

El viento soplaba en el jardín luxemburgués y finas sombras, las sombras del bosque, enredaban los antiguos adoquines. Detrás del jardín, en la tenue oscuridad, se concentraban varias figuras tan escuálidas como las sombras que bailaban a su lado. «Hay que dormir», dijo el señor Pappenheim, «el camino a Polonia es largo». Entraron por la puerta trasera para no toparse con la mirada de Karl. Karl estaba sentado en un sillón con Lotte, no muy lejos del acuario.

Sally y Gertie observaban cómo se alejaba la gente. Tenían miedo de quedarse solas en casa. En los dormitorios todo estaba revuelto.

—Yo lo dejaría todo tal y como está. ¿Qué hay aquí?, solo vestidos de noche y camisones —dijo Gertie cansada.

—Hay que echar un vistazo —Sally intentó poner un tono de voz práctico.

—He perdido el apego por esta casa. ¿Te has dado cuenta de que la estudiante no ha dicho ni una palabra? Nos odia.

—Las mujeres embarazadas son rencorosas.

—El pobre Schutz parece infeliz a su lado. No puedes ni imaginarte lo infeliz que es. Siempre ha sido un chico travieso y alegre.

—Sí, me he dado cuenta —dijo Sally—, lo tiene completamente dominado.

Las maletas no estaban hechas. Y la habitación volvió a llenarse de fuertes perfumes de mujer. Gertie se desplomó y se durmió en el sofá, y Sally la tapó con una manta de lana. Ahora a Sally le daba miedo dormir en el dormitorio revuelto, así que abrió la cama plegable y la acercó al sofá. El sueño de Gertie era muy profundo y carente de cualquier contacto con el mundo exterior. Todo ha terminado, se dijo Sally, y pasó la mano por la frente clara de Gertie.