Las sorpresas no tienen fin: Helena volvió. Apareció en la puerta con un vestido largo y un pañuelo en la cabeza, como una campesina repudiada por su marido. Entró y los vigilantes no preguntaron adónde iba. Caminó despacio y sin una especial curiosidad, como quien vuelve a su casa familiar, de mala gana, se detuvo un instante junto a la farmacia saqueada y luego entró.
—Helena —dijo Trude, como hacía cuando Helena volvía del instituto, sin aspavientos.
Helena acercó una silla y se sentó.
La tarde anterior, Trude estaba sentada en el sillón murmurando: «¿Cuándo volverá Helena? Mañana o pasado regresará. Ya está en camino». Martin estaba acostumbrado a no hacer muchas preguntas. La enfermedad de Trude le ocupaba por completo. Trude hablaba de su ciudad natal en Polonia como si se hubiese ido de allí unas semanas antes, y una vez se dirigió a Samitzky en polaco. Samitzky se puso tan contento de oír la lengua de su ciudad que entabló una conversación con ella. La señora Zauberblit permaneció a un lado asombrada por el amor que sentían hacia su idioma.
Y Helena seguía sentada en silencio. Trude no preguntó cuándo ni por qué. Martin se arrodilló, le besó las manos y, llevado por el desconcierto, dijo:
—Tu madre dice todo el rato, Helena está en camino, Helena está en camino.
—Tu padre está emocionado —dijo Trude—, mira lo emocionado que está.
Martin sabía ahora que todo lo que decía Trude era cierto. Y la pena con la que cargaba desde hacía años se deshizo en lágrimas.
—¿Qué tal ha ido? —preguntó Martín, tal y como solía preguntar por una excursión o un examen—, estábamos un poco preocupados.
—Yo no estaba preocupada —dijo Trude.
—Tu madre está muy contenta de volver a su ciudad natal en Polonia.
Y por la tarde, Martin sirvió té y galletas. Se sentaron como antes. Helena se quitó el pañuelo de campesina de la cabeza y en su amplia frente se apreció entonces cierta pena reseca. Removió con la cucharilla y los sonidos se fueron disipando uno tras otro.
—Nos vamos —dijo Trude—. Tu padre ha liquidado sus negocios.
Helena alzó la vista y su mirada los rodeó.
—El gentil siempre será gentil. Y también tu gentil lo será siempre. No lo lamento —dijo Trude.
Helena bajó la vista.
—¿No tengo razón? —dijo Trude. Era un viejo asunto del que nunca habían hablado en casa.