XXVI

La ciudad estaba llena de desconocidos. Las sombras del bosque volvieron a la ciudad y se tendieron sobre los adoquines de la plaza Imperial. Por las callejuelas soplaban los vientos de las montañas y había humedad. Sally y Gertie estaban en la puerta de su casa sirviendo platos de sopa a los desconocidos.

—¿Qué sitio es este? —preguntó un hombre como si acabara de despertar de un mal sueño.

—Badenheim, la ciudad de veraneo, la ciudad de los festivales de música.

—Entonces, ¿dónde se realizan los conciertos?

—En la sala.

Al oír esas palabras, el hombre pareció volver a la vida.

Al atardecer, la gente se reunía junto al vestíbulo del hotel y el señor Pappenheim les hablaba. ¡Cómo había cambiado su rostro en los últimos meses! Hablaba de la gran Polonia. De ese maravilloso mundo al que iban a trasladarse.

«Aquí ya no hay vida para nosotros. Aquí todo ha quedado vacío».

Tan solo unos días antes estaban en sus cálidas casa, ocupados en prácticas florecientes. Ahora estaban sentados ahí, sin amparo. Todo les había sido arrancado como en un mal sueño. Alguien quería saber detalles sobre las condiciones de la vivienda, el empleo, el cambio de moneda, y un hombre que había perdido a su mujer por el camino preguntaba si su esposa se habría adelantado y habría llegado ya a Polonia.

—¿Podríamos escuchar a los gemelos? —alguien ofreció su voz a través de la tenue oscuridad.

Salo estaba contento. Su estancia en la ciudad le costaría a la compañía una fortuna. Todo sería cargado a su cuenta, también el viaje a Polonia. Los músicos le querían y le llamaban «el viajante». Y Salo, que estaba habituado a las palabras y a los halagos, se sentaba en el sillón y los utilizaba sin cesar: el hombre debe ampliar sus horizontes. Desde joven le ha gustado ir de un lado a otro. Ustedes deben hacer firmar al señor Pappenheim el formulario 101. Todos los empresarios tienen ese formulario. Viajar, sí, pero viajar como lo hago yo, a cuenta de la empresa.

—¿El formulario 101?, no lo había oído en mi vida —dijo uno de los músicos.

—Llevo años utilizándolo, es un formulario legal. Lo descubrí enseguida. Me ha proporcionado no pocos beneficios indirectos.

Uno de los forasteros irrumpió en el hotel y amenazó con matar al dueño. Judíos del Este, vosotros sois los culpables. Yo no tengo la culpa de nada. El dueño del hotel se quedó a su lado como un prisionero. Él gritó y amenazó con los puños. Y, como el hombre estaba como loco, la gente se acercó a él y le dijo que no era tan terrible como parecía. El comité de apelación le eximiría con toda seguridad.

Cada tribunal tenía su comité de apelación. Ninguno podía hacer lo que le pareciera. Había procedimientos. Y si el tribunal de primera instancia se equivocaba en algo, el tribunal supremo corregía el error. No había por qué ponerse así.

—En tal caso, ¿dónde se encuentra el comité de apelación? —el hombre se sosegó un poco.

—Seguro que lo notificarán, es lógico que lo notifiquen.

—No lo entiendo —dijo el hombre—, ¿qué crimen he cometido para que me echen de mi casa? Díganmelo, por favor.

—No se trata de ningún crimen, sino de un malentendido. También nosotros, de alguna forma, estamos encerrados por un malentendido.

Por alguna razón, las palabras «procedimiento» y «apelación» le convencieron. Parecía que alguna vez había estudiado derecho. Se tranquilizó un poco. El contacto con esas viejas palabras le devolvió la lucidez.

Al ver que esas viejas palabras hacían efecto en el agitado ánimo del hombre, el dueño del hotel continuó en ese mismo tono: «Seguro que el comité de apelación comenzará por oír las apelaciones. Es de suponer que se descubrirán muchos fallos en ese precipitado procedimiento. Al parecer ha habido alguna confusión. En el último piso hay camas libres. Descanse un poco. Mañana sabremos algo más».

El hombre estaba desconcertado, avergonzado.

—No lo sabía —dijo—, les pido perdón. De repente me lo han quitado todo. Me han empujado hasta aquí con el pretexto de que soy judío. Seguramente se referían a los judíos del Este. Y yo soy como ustedes, austriaco. ¿Mis antepasados? No lo sé. Es posible. ¿Quién sabe? ¿Qué importa quiénes fueran mis antepasados? Le pido mil perdones —se dirigió en voz alta al dueño del hotel. Este se apresuró a ayudarle como si se tratase de un huésped distinguido. Subieron al último piso.

—Duerma. Ha pasado unos días muy duros —dijo el dueño del hotel—. Aquí hay un pijama, y aquí una toalla.

Como si le hubiesen reprendido, el hombre se quitó el jersey y los zapatos y dijo, como tal vez solía decirle a su mujer:

—¿Sería tan amable de despertarme por la mañana temprano?