Y al final de la temporada sirvieron sidra, una bebida suave que siempre produce una ligera melancolía. El jefe de camareros estaba orgulloso de esa bebida, era un descubrimiento suyo. Normalmente a esas alturas la gente hacía las maletas, se despedía de los amigos, contemplaba Badenheim desde la terraza y partía al día siguiente.
En esa ocasión, la sidra servida intencionadamente por el jefe de camareros tenía un sabor puro, algo mareante. La gente la tomaba despacio en jarras rústicas con extraño placer.
A esas alturas, lo normal era que el señor Pappenheim se sentase a hacer balance de las llamadas «lecciones de la temporada»: la imprudencia de los músicos, las malditas pérdidas, y todos los pequeños y grandes problemas que le habían amargado. Pero aquel año ese sufrimiento se desvaneció por completo. No se enfureció con nadie. El afecto llenaba su corazón. Quería levantarse y agradecerle a la gente su confianza, su actitud, su cooperación, volver a nombrar a los artistas que no habían ido en esa ocasión, decir unas palabras en su honor, y explicar que, desde ese momento, no habría diferencia, ni temporal ni espacial, entre Badenheim y Viena, entre los nativos y los forasteros. Desde ese momento, todo sería Badenheim, tanto allí como en otro lugar.
Y mientras las palabras se agolpaban en su mente, el dueño del hotel apareció en la entrada y dijo que quería pedir perdón a los presentes por la desorganización. Si él tenía parte de culpa, quería pedir perdón por ello. Su voz era tranquila, como si pronunciara las palabras midiéndolas con una regla.
Por un momento hubo una especie de conmoción en la terraza. La señora Zauberblit se levantó y dijo que el dueño del hotel no debía atribuirse ninguna culpa. Todos los años había una fiesta en Badenheim y ese año también la habría.
El jefe de camareros continuó sirviendo. En la terraza hacía frío y la gente se cubrió las piernas con mantas de lana. La familiar calidez de tantos años volvió a propagarse por la terraza. El dueño del hotel bebió con los demás. Parecía un poco avergonzado. Y era como si de un momento a otro alguien fuera a levantarse y a decir, como se había hecho durante años, «Vamos, chicos, a hacer el equipaje». Pero nadie se levantó. El momento parecía congelado en el tiempo.
El sol iluminaba la terraza y los rostros de la gente. Martin se sentó fuera en una hamaca, Trude estaba a su lado y no hablaban, era como si no hubiese ocurrido nada. Los músicos estaban tumbados en la hierba. Parecía que, de un momento a otro, el director iba a gritar: «Levantaos, muchachos, levantaos y poneos los uniformes». Pero nada se movió. El jefe de camareros continuó sirviendo en las jarras rústicas, que por alguna razón ahora parecían pesadas, como hechas de metal. Schutz arropó a la estudiante con otras dos mantas. El sol se iba poniendo y dejando tras de sí una luz alargada y fría.
—¿Por qué no bebes? —la apremió Schutz—, estás ofendiendo al jefe de camareros. Está orgulloso de esta sidra —la estudiante se incorporó de mala gana y dio un largo sorbo. Su rostro era tan diáfano que se podía ver claramente el movimiento de su mandíbula.
Sally y Gertie se unieron al grupo y se sentaron al lado del yanuca. El yanuca estaba de buen humor y les preguntó cómo se llamaban. Pappenheim había dicho que el yanuca no hablaba alemán, pero al parecer sí entendía las intenciones de las dos mujeres: insistían en que cantase. El yanuca preguntó si estudiaban en la universidad, y ellas se rieron a carcajadas.
Incluso Karl estaba tranquilo. Se tragaba una jarra tras otra, pero no se emborrachaba. Parecía feliz.
—¡Qué bien se está aquí!, ¿verdad? —se dirigió a Lotte como solía hacer antes.
—Muy bien —dijo Lotte.
Cayó la noche y disminuyeron las palabras, el rostro de la estudiante iba siendo cada vez más diáfano. En sus ojos no se apreciaba miedo ni pesar. Era como si no fuera una estudiante que se había escapado del instituto, sino una joven que conocía el placer y el desengaño. Estaba acurrucada en las mantas como quien ha aprendido a preciar los objetos inanimados.
¿Qué le ha pasado a la niña?, preguntaban las miradas. Parecía que esa misma pregunta pendía también de la mirada del propio amante.
Y durante un buen rato las miradas rodearon el rostro de la estudiante. Pero su rostro no reveló ningún secreto, como si una luz enfermiza lo iluminase por dentro. Luego también se apagó la luz y su rostro se enfrió.
—¿Por qué no vamos esta noche a dar un paseo? —preguntó Schutz.
—¿Adónde? —dijo ella y, más que como una pregunta, sonó como una firme decisión.