XVII

Trude dejó de tener alucinaciones. De nuevo se asomaba a la ventana. Martin regaba el jardín y pintaba la puerta trasera. Esa puerta le preocupaba continuamente desde aquella inspección. Ya estaba registrado y también había registrado a Trade. El procedimiento fue breve.

—¿Judío?

—Judío.

—¿Judía?

—Judía.

—¿Y Helena? —preguntó el funcionario.

—Ella ya no es judía —sonrió Martin.

El funcionario le preguntó muchos detalles, sobre todo respecto a Helena. Martin estaba confuso y balbuceaba. Cuando volvió, se lo contó a Trude y ella le miró con mucho cariño, como si le hubiese traído noticias de otros mundos. Ahora estaba dedicada a los recuerdos de su infancia. Incluso volvieron a su memoria algunas palabras en polaco y, siempre que esas palabras afloraban a su memoria, ella sonreía. Helena no escribía. Eran pocas las cartas que llegaban a la ciudad, y las que lo hacían solo provocaban un revuelo. Los que solían bañarse en la piscina estaban en la cancha de tenis. El director de la banda hacía mucho ejercicio. Trude ya no hablaba de lo consumidos y delgados que estaban. Hablaba de su infancia en Polonia. Por un impulso estúpido se había escapado de casa. Sus padres no la habían perdonado. Llevaba años sin hablar de eso. Y, cuando lo hacía, Martin decía: «Aún sigues anclada allí, en las montañas». Ahora Martin se quedaba sentado, sorprendido: había cierta melodía en la voz de Trude. Era como si no fuesen los recuerdos sino una música lejana lo que revitalizaba su rostro. Entonces ella decía: «Si Dios quiere, cada uno volverá a su ciudad natal».

«¿Me perdonarán?». Esa pregunta se repetía intermitentemente, entre una comida y otra. Luego Trude volvía a la ventana u hojeaba una revista. Y una vez dijo: «Helena volverá, estoy segura de que volverá».

El profesor Fussholt estaba corrigiendo las pruebas de su libro. En su día, las conferencias que daba en los círculos académicos provocaban controversia. Él era quien había llamado a Theodor Herzl folletinista con pretensiones mesiánicas, y a sus ayudantes, militantes enganchados al carro del oro. Tampoco Martin Buber había salido bien parado. Fue él quien lo llamó medio profeta medio profesor. Si alguien se merecía el adjetivo de gran judío era Karl Kraus: él había renovado la sátira. Y ahora el profesor Fussholt estaba sentado corrigiendo las pruebas de su libro. ¿Contra quién arremetería en esa ocasión?, ¿contra los periodistas, contra los folletinistas, contra el llamado arte judío?, o a lo mejor era un libro sobre Hans Herzl, el hijo de Theodor Herzl que se convirtió al cristianismo. O tal vez era un libro sobre la sátira, la única expresión artística apropiada para nuestra vida.

En ese momento la señora Zauberblit estaba sentada en su habitación. El termómetro marcaba 37,8 y en las flemas había hebras de sangre gruesas como gusanos. Los dolores fueron en aumento y vagaban de costilla en costilla. Morir estando lúcida y no volver al sanatorio era su firme deseo. La muerte había dejado de preocuparle; ahora, simple y llanamente, creía en el otro mundo.

Le gustaban las flores del jardín luxemburgués, los paseos cortos, todo lo que se llamase Badenheim: miradas y palabras. Samitzky sin dejar el vaso, hablando alemán mezclado con palabras en polaco y siempre contando cosas de su ciudad natal.

La tarde anterior, la señora Zauberblit hizo una especie de esquema de su testamento:

1. Las casas de Viena, para Leon Samitzky.

2. Los títulos de valores, para que continúe el festival aquí, en Badenheim, o en Polonia. Según le parezca mejor al señor Pappenheim.

3. Las joyas, para el yanuca, para sus estudios de música.

4. El dinero en efectivo, para los gemelos.

5. El guardarropa, para Sally y Gertie.

6. Los enseres de la casa, para el jefe de camareros.

7. El cadáver no será incinerado. El señor Pappenheim recitará el Kaddish.

Dejó el pedazo de papel en un cajón. La fiebre iba subiendo poco a poco. La costumbre de anotar cada oscilación de la temperatura, una costumbre adquirida en el sanatorio, una costumbre que le producía náuseas, era ahora su secreto mejor guardado. Anotaba y se reía, como por un hábito que es difícil dejar.

Escribió muchas cartas. No se olvidó de la anciana aya y le envió una cantidad para su manutención, pero sobre todo le gustaba la mórbida melodía de Samitzky. Parecía que no había sido una relación de varios días sino de incontables años. Muchos clientes habituales no habían ido ese año. Los apreciaba a todos, incluso a Mitzi.

«Si Mandelbaum nos traiciona invitaremos a Kraus, todo se cargará a mi cuenta; pero no esté triste, señor Pappenheim, no esté triste». Samitzky bebía y ella no le decía que no lo hiciera. Le gustaban él y sus borracheras.