Noches tranquilas, templadas, volvieron a Badenheim. Taparon al yanuca con dos mantas y le hicieron sentarse en la terraza. La gente lo cuidaba como a un niño adoptado. De vez en cuando aún se infiltraba en la ciudad alguna carta urgente y se armaba un pequeño revuelo: alguna operación que no había llegado a realizarse. Un viajante errante que no había oído nada sobre la cuarentena llegó para realizar su trabajo. Se sorprendió: en los pueblos todo está tranquilo. ¿Qué está pasando aquí?
—¿Vuelven a Polonia? —se rio—. Y yo que una vez huí de allí.
—Todos hemos estado alguna vez en Polonia, y todos vamos a volver allí —dijo Pappenheim.
—¿Qué sentido tiene volver ahora allí? Yo soy viajante de una famosa empresa. De ninguna manera quiero volver allí —si no hubiese sido por aquellos saludos de lugares lejanos, la gente se habría acostumbrado a la cuarentena con mayor facilidad. Pero las cartas perdidas que se infiltraban perturbaban la ciudad y producían un momentáneo revuelo.
—¿Qué le dicen?
—Ya he dejado de leer cartas y periódicos.
—Pues, desgraciadamente, yo no —decía Pappenheim.
Cartas y periódicos. Ya no se oía el susurro del papel. El silencio era denso. Y se iba haciendo más denso de día en día.
—Yo no me preocupo —el viajante se sobrepuso—. Todo corre por cuenta de la empresa. Que se preocupe la empresa. Yo he cumplido con mi deber. Ellos tienen que afrontar todos los inconvenientes. Ya me han explotado bastante durante todos estos años. Ahora deben hacerse cargo de todos mis gastos.
—Afortunado usted que ha venido a parar aquí por asuntos de negocios.
—Hace años me sorprendió una nevada de primavera en un pueblo. Un mes entero estuve durmiendo allí. Todo por cuenta de la empresa.
—¿Y a Polonia no irá?
—Si ellos están dispuestos a costear un viaje tan largo, yo estoy dispuesto a ir.
Al día siguiente, el viajante se puso un traje blanco y se sentó a la entrada de la pastelería. Parecía un soldado a quien los muchos años de servicio habían enseñado a disfrutar de cualquier momento de descanso. El fin de semana haría que las autoridades que estaban en la entrada de la ciudad le diesen un justificante para su empresa. Él no tenía la culpa de estar allí.
Y como los días iban pasando y en la puerta de la ciudad le informaron de que de momento no había ninguna intención de abrirla por completo al tráfico, decidió que ya no tenía sentido seguir viviendo en la clandestinidad, como un ladrón, en la planta baja del hotel y que pediría una habitación, como corresponde a un viajante de una famosa empresa. La gente se alegraba de verle como si portase noticias de lugares lejanos. Y él se vestía de punta en blanco y de cuando en cuando proclamaba: «Salo se va ahora a descansar, por cuenta de la empresa se va ahora a descansar, un descanso así no se paga ni con todo el oro del mundo». Y después Salo iba a pasear por los jardines, también por cuenta de la empresa. Lo hacía todo tal y como decían las normas de la empresa. La empresa le ordenaba descansar para estar sano, y llegado el momento también llegaría sano a la jubilación.
Por fin las cartas dejaron de llegar. Los músicos se sentaban y cuchicheaban: ¿Qué pasará la próxima temporada?
—A ensayar, chicos, a ensayar —les apremiaba Pappenheim—. Pronto iremos a Polonia y vosotros no ensayáis. El nivel artístico en Polonia es muy alto.
Al día siguiente, el señor Pappenheim les informó de que les había ascendido y desde ese momento les pagaría lo correspondiente a su nueva categoría. Se pusieron muy contentos. El director encontró el momento adecuado para reprenderles y decirles que la generosidad del empresario era digna de elogio. Él no los hubiera ascendido. Todos se comportaban con una extraña generosidad. El jefe de camareros aparecía de vez en cuando por el comedor y preguntaba si la comida era del agrado de todos. Parecía que le enviaba el dueño del hotel, pero tal vez él mismo se viera en la obligación de hacerlo.
—¿A qué se está bien aquí? —preguntó Karl.
—Muy bien —dijo Lotte.
—Hay que acostumbrarse a los placeres locales.
No dejaba de hablar de sus dos hijos, a quienes el general había encerrado en un cuartel. Seguro que estarían haciendo la instrucción, seguro que estarían corriendo.