El verano estaba en todo su esplendor. En los jardines embriagados crecían rosas silvestres que se enredaban por las tapias. El señor Schutz saltaba como un niño y provocaba la juvenil risa de la estudiante. En los últimos días había estado sumida en la melancolía por culpa de la piscina. Nadar allí le producía una felicidad que solo los animales conocen. Y esa felicidad le había sido arrebatada. El Departamento de Sanidad había cortado el agua de la piscina. Desde entonces tenía una gran añoranza. Schutz le compraba cajas de bombones, le prometía que irían a los Alpes, a París, a pasar un fin de semana a Mallorca, a navegar por el mar Báltico. Hacía todo lo que podía para contentarla. Y, cuando las palabras no servían de nada, saltaba como un niño, saltaba como un oso.
Sally y Gertie se pusieron las faldas rojas y los sombreros de paja y se dirigieron hacia el hotel. El señor Pappenheim estaba en la entrada.
—Nos están privando de los placeres de la vida —proclamó Sally.
—¿De qué estás hablando? —se sorprendió Pappenheim.
—Han cortado el agua de la piscina.
—En tal caso —dijo Pappenheim— tendremos tiempo para estudiar.
Ellas se rieron.
—¿Por qué no baja con nosotras al bar? ¿Le apetece un poco de Málaga? —dijo Sally.
—Estoy dispuesto a todo.
En el bar había un buen ambiente. Los músicos habían llevado al bar a la camarera medio judía. Daba vueltas en el escenario como una bailarina, enseñando las piernas y diciendo que sus piernas no habían sido registradas en el Departamento de Sanidad: eran carne austriaca.
El dueño del bar regaba las plantas que estaban en el alféizar de la ventana enrejada. El jaleo no le afectaba. Conocía de sobra esa locura, pero ese año habían traspasado todos los límites. Varias veces había echado ya a la camarera medio judía, pero, como los músicos iban a boicotear el bar, al final cedió. Ese año las cosas no iban muy bien. El dueño de la pastelería le hacía la competencia con sus exquisitas tartas de fresa.
Después del baile, la camarera imitó a los gemelos, movió el arco del violín como Mandelbaum, se hizo tan pequeña como el yanuca. Había un ambiente festivo. Pappenheim dijo que presagiaba una buena temporada. Algunos artistas le habían fallado, no habían respondido a sus telegramas, y todo, al parecer, por culpa de los desórdenes.
—¿Y si nos obligan a emigrar? —preguntó Sally.
—Emigraremos —dio Pappenheim—. Hay lugares maravillosos en Polonia.
Los olores del bar animaron al señor Pappenheim. Olvidó sus preocupaciones. La camarera medio judía era incombustible, contaba chistes, maldecía el repollo austriaco y juraba fidelidad a la orden judía del señor Pappenheim.
Y de pronto cayó sobre el bar un silencio mezclado con oscuridad. Las palabras quedaron entrecortadas. El señor Pappenheim se quitó el gorro de paja. Parecía que iba a presentar a un nuevo artista, a un artista famoso.
—¿Qué pedimos? —preguntó Sally.
—Algo fuerte —dijo Gertie sin consultar al señor Pappenheim.
Y entonces se levantó la camarera medio judía, se quitó las medias y anunció que invitaba a todos los borrachines y tragones a probar esa tajada austriaca. Estaba completamente ebria. Intentaron bajarla al sótano, pero el dueño del bar se negó, porque el lugar estaba lleno de botellas y ella perdería aún más la cabeza.
—¿Es que no es una buena carne? —se lanzó directamente a por Pappenheim.
—Claro que sí —dijo.
—Entonces, coge un cuchillo y corta.
—No soy carnicero.
—¿Qué es lo que quieres de él?, ¿crees que es capaz de hacer eso? —dijo Sally.
—Entonces cortaré yo —nada más decir eso empezó a hacerse una incisión en el muslo.
Se armó un gran revuelo. Fueron a buscar a Martin. La sangre se derramaba por el suelo. «No me dejaréis aquí», gritaba, «también yo me voy». Los torpes músicos permanecía de pie como autómatas. Tenían los ojos petrificados de terror. Y entonces Pappenheim se levantó y dijo: «¿Qué te imaginas? Cuando nos vayamos, también tú lo harás». Pero ella ya no lo oyó.
Después de curarla, la subieron a la sala y la taparon con una manta de lana verde. El hotel estaba conmocionado: la desesperación le ha hecho perder la razón.
Al día siguiente, el hotel estaba sumido en un silencio gélido. La camarera dormía y sobre su sueño se cernían sombras grises. Los músicos se apiñaron en la hierba como un rebaño asustado. El campanario proyectaba su sombra a lo largo del jardín imperial. Schutz no se separaba de la estudiante. Ahora temía su atenta mirada. Parecía que lo absorbía todo con los ojos. Le contó que la camarera medio judía era una mujer muy agradable, aunque, lamentablemente, parecía que cierto desasosiego la atormentaba.
—¿Y la herida? —preguntó ella de improviso. A Schutz le pareció conveniente suavizar la impresión que eso le había causado y dijo que, a pesar de todo, lo herida había sido bastante superficial.
Karl se sentó en un sillón y observó el acuario iluminado. El jefe de camareros se acercó a él y le habló del terrible desastre que había ocurrido en el acuario el año anterior. Un amante de la naturaleza llevó unos peces cambium azules y convenció al dueño del hotel para meterlos en el acuario con los demás. El dueño del hotel tenía ciertas sospechas sobre esos peces azules, pero al final accedió. Durante unos días, los peces cambium azules se mostraron muy joviales, pero una noche organizaron una terrible matanza. Por la mañana el fondo estaba lleno de peces muertos.
—Entonces, ¿estos son descendientes de los asesinos? —preguntó Karl.
—No. Los asesinos fueron condenados a muerte por el dueño del hotel.
—Entonces ¿son otros peces?
—Son nuevos. Yo los quiero mucho. Nadan de forma grandiosa, son aristócratas, ¿no cree?
—¿Viven en paz? —quiso saber Karl.
—Eso creo —dijo el jefe de camareros—. Los verdes son muy modestos y no les gustan las peleas.
—¿No habría que separarlos?
—Es posible —dijo el jefe de camareros—. Es posible.