El banquete en honor del yanuca comenzó tarde. La gente iba de un pasillo a otro y la luz de las bombillas se derramaba en sus rostros. La oscuridad sobre las alfombras era suave y lanosa. Los camareros servían café con helado. En la sala pusieron mesas cubiertas con manteles blancos. Algunos músicos se reunieron en un rincón y tocaron para sí mismos. En las altas y estrechas ventanas se enroscaban lenguas de oscuridad.
La señora Milbaum estaba sentada en el trono real y de sus ojos verdes centelleaban luces verdes. La gente evitaba sus miradas. «¿Dónde están mis gemelos?», murmuró. No obtuvo respuesta. La gente parecía estar atrapada en una red. Los gemelos charlaban con Sally. Sally llevaba un vestido de flores largo y gesticulaba como una cantante. Los gemelos, que no solían conversar mucho con mujeres, se reían desconcertados.
Sally les habló de los primeros festivales. Gertie apareció y dijo, «Estás aquí». «Deja que te presente a dos auténticos caballeros», dijo Sally. Los gemelos tendieron sus largas y blancas manos. El yanuca estaba sentado en un rincón sin decir palabra. El señor Pappenheim le explicó en un yiddish balbuciente que enseguida comenzaría el banquete. La gente estaba esperando a oír su voz.
Todos bebían sin cesar. La señora Milbaum no se movió del trono real. Sus ojos verdes destilaban ahora veneno. Su vida estaba complicada en muchos lugares y también en Badenheim se había ido enredando. Ahora creía que se había tramado una conspiración contra ella. Por la mañana se había registrado en el Departamento de Sanidad. El funcionario no tuvo en cuenta los títulos nobiliarios que le había otorgado su primer marido, y tampoco mencionó al segundo, un aristócrata de sangre real. A excepción de su apellido, en el formulario no había nada anotado.
Samitzky estaba sentado en el sillón de al lado y charlaba en un polaco balbuciente con la alegría de un niño. Y con ese buen ánimo se volvió hacia la señora Milbaum y le dijo:
—Señora, ¿por qué no se une a nuestro círculo?, creo que es bastante entretenido.
Un velo metálico cubrió sus ojos.
—Se lo agradezco —dijo.
—Una compañía honorable, la aristocracia judía —Samitzky no cedió.
—Entiendo —dijo ella sin mirarle.
—Sería un placer para nosotros contar con su compañía —Samitzky volvió a molestarla.
—No te preocupes, la duquesa se acostumbrará a nosotros —murmuró el músico Zimbelman.
—Ella se ha registrado, ¿no? Entonces a qué viene este separatismo —añadió alguien desde el rincón.
La señora Milbaum los miró con sus ojos verdes.
—¡Chusma! —al final arrojó la piedra.
—Nos ha llamado chusma —dijo Zimbelman—. Chusma nos ha llamado.
Los camareros sirvieron queso y vino de Burdeos. El señor Pappenheim se sentó al lado del yanuca y le animó:
—No hay nada que temer. La gente es muy agradable. Sube al escenario y canta.
—Tengo miedo —dijo el niño.
—No hay nada que temer, la gente es muy agradable.
El director de la banda vaciaba una copa tras otra. Su cara se iba poniendo roja.
—Nos vamos a nuestra patria, Samitzky, hay que aprender a beber —dijo.
—Allí se bebe auténtico alcohol y no cerveza calentucha.
—¿Y qué le harán allí a un gentil como yo?
—No te preocupes, solo la circuncisión —dijo Zimbelman, y sintió que se había excedido un poco—. No te preocupes, a pesar de todo los judíos no son unos bárbaros.
En ese momento, el señor Langmann se acercó a la duquesa y le dijo:
—Mañana me voy de aquí.
—¿Es que no se ha registrado en el Departamento de Sanidad?
—Aún me considero un ciudadano austriaco libre. A los judíos de Polonia deben enviarlos a Polonia. Se merecen el país que tienen. Yo he llegado a esta situación por error, ¿es que una persona no puede cometer un error de vez en cuando? Igual que le ha ocurrido a usted. ¿Y por un error nos van a privar de la libertad de movimiento?
La mirada de la señora Milbaum capturó entonces a Sally y a Gertie. Se habían llevado a los gemelos a un rincón. «Rameras», dijo la duquesa echando chispas. Los gemelos bromeaban y estaban alegres como dos muchachos que se encuentran inesperadamente en una orgía.
Después de medianoche subieron al niño al escenario. Estaba temblando. El señor Pappenheim permanecía a su lado como un padre. El niño cantó una canción sobre los bosques oscuros donde habita el lobo. Era una especie de canción de cuna. Los músicos rodearon el escenario y se quedaron boquiabiertos. Su mundo se estaba derrumbando ante ellos. «Maravilloso», dijo alguien. Samitzky, que estaba borracho, sollozó. La señora Zauberblit se acercó a él y dijo: «¿Qué ocurre?».
En ese momento un miedo oculto atrapó a Sally y entonces decidió acercarse a Pappenheim.
—Querido señor Pappenheim, ¿también nosotras podremos irnos? ¿Hay sitio también para nosotras?
—¿Qué estás diciendo? —la reprendió—. En nuestro reino hay sitio para todos los judíos y para todos los que quieran ser judíos. Es un vasto reino.
—Tengo miedo.
—No hay que tener miedo, querida, todos nos iremos pronto.
Gertie se mantuvo al margen y no preguntó nada, como si no tuviese permiso para hacerlo.