Y cambió el curso de la vida: no más bosques, paseos, picnics, salidas improvisadas ni salidas organizadas. Ahora la vida estaba reducida al hotel, a la pastelería y a la piscina. El agua esculpía la figura de la estudiante. Maravillaba con su silenciosa zambullida. La forma de nadar del señor Schutz era bulliciosa y algo pesada, pero ella no se burlaba de él, estaba absorta en sí misma. También Sally y Gertie pasaban las últimas horas de la mañana en la piscina. En su momento, ese rincón también estaba fuera de su alcance, pero el leal y anciano conde les había otorgado en los últimos años la condición de socias de pleno derecho de la piscina y la cancha de tenis. La gente se indignó al principio, pero después el descontento quedó olvidado. Aprendieron a nadar, a lanzar la pelota y a disfrutar de los juegos acuáticos.
Y por la tarde iban al Departamento de Sanidad. En la tienda de souvenirs ya vendían el mapa de la gran Polonia. Los aventureros hablaban entusiasmados del Vístula y de los Cárpatos. El primer estupor ya había pasado. Incluso los músicos dejaron de tener miedo a preguntar. Solo el señor Langmann refunfuñaba: «Hay que reconocer que el señor Pappenheim ha conseguido despertar a los viejos fantasmas».
—¿A qué se refiere? —preguntó Karl en voz baja.
—¿Aún hay que dar más explicaciones?
—¿Usted quiere que mandemos a nuestros hijos a una academia militar?
—¿Qué hay de malo en que los jóvenes hagan algo de deporte?
—Detesto el ejercicio físico.
—En tal caso, váyase a Polonia, a Lodz, con los judíos del Este, también ellos detestan el deporte. Se dedican con esmero al pequeño comercio.
—Yo no veo nada malo en el pequeño comercio. Es muchísimo más atractivo que la academia militar. Al menos ellos no comen repollo.
—Eso es lo que acabo de decir, Pappenheim ha logrado despertar a los fantasmas.
—Si se refiere a los pequeños comerciantes, debo decirle que deseo ser uno de ellos. Detesto el deporte, aborrezco la caza, mis músculos están flojos, mi cara está pálida, mis comidas son frugales, no bebo cerveza. ¿No le gusta esta forma de vida?
—No.
—En tal caso, ¿por qué se ha registrado aquí?
Lotte no intervino en la conversación. Era como si ese no fuese el Karl que había conocido poco tiempo atrás, sino un marido cuyas manías le eran de sobra conocidas.
En su momento, la gente se apuntaba en ese patio para hacer excursiones organizadas. En la explanada contigua se daban clases de equitación. Desde allí, los coches de caballos partían hacia la ópera, hacia Karlsheim. Hace unos años, apareció en ese patio un hombre que después fue conocido con el sobrenombre de «El pájaro azul». Era un hombre enjuto y con aspecto de monje que predicaba la Vuelta a la naturaleza en versión rusa. Encontró en la ciudad algunos adeptos que se retiraron con él a las montañas. Y, cuando volvieron, contaron cómo habían aprendido a respirar y a hacer ejercicio. Leyeron en su compañía pasajes de los libros de Hermann Hesse. Al parecer, aquel hombre se los sabía de memoria.
A ese hermoso patio llegaron no pocos impostores, magos y gente con diplomas de todo tipo. No había un año sin algún escándalo. Y desde el nombramiento del señor Pappenheim se fueron multiplicando.
Hace unos años apareció en ese mismo patio un hombre de baja estatura, vestido con un sencillo traje, que por su aspecto parecía un vendedor ambulante, pero enseguida se puso en evidencia que no era un vendedor sino un vagabundo portador de un mensaje. Se quedó unos días en el patio gritando a los que pasaban por allí: «¡Salvad vuestras almas mientras estéis a tiempo!». También él encontró varios fieles. Pero esa aparición acabó con un gran escándalo. Aquel hombre persiguió a una bella estudiante y al parecer la sedujo. Cuando fueron a buscarla, sus padres interpusieron una demanda judicial contra el señor Pappenheim en la que se le acusaba de corrupción de menores.
Y ahora la gente se registraba en ese patio para Polonia. Los detalles no estaban claros. Pappenheim decía bromeando: «¡Qué más da aquí o allí! Es posible que nuestro verdadero sitio esté precisamente allí». Samitzky estaba alegre como un niño. El olor de Polonia le devolvía a su infancia. Pero los demás hacían todo lo posible para evadirse de esa situación. La oficina de correos bullía de telegramas y cartas urgentes donde se maldecía el nombre de Pappenheim.
Pero enseguida fue evidente que no se podía hacer gran cosa. En el hotel volvieron a servir comidas ligeras de primavera: empanadillas de queso fresco y sopa fría de remolacha con crema agria. El jefe de camareros estaba eufórico. La camarera medio judía le engañaba y, por la noche, daba sándwiches y vino a los músicos hambrientos.