Por la tarde sirvieron pastel de manzana. La señora Zauberblit se puso el sombrero de paja, Samitzky iba en pantalones cortos y el señor Pappenheim estaba en la puerta como un actor en paro. Parecía que los viejos tiempos habían vuelto a su lento caminar.
El día anterior, a medianoche, había llegado el yanuca. El vigilante no le dejaba entrar aduciendo que su nombre no estaba en el registro del hotel. El señor Pappenheim, que estaba de muy buen humor, dijo: «¿No ves que es judío?». La señora Zauberblit lo oyó y dijo: «Todo va según lo previsto. ¿No es fantástico?».
—También ustedes se enamorarán de él —dijo Pappenheim bajando la voz.
—El empresario cumple sus promesas. Por cierto, ¿en qué idioma cantará el joven cantante?
—¡Qué pregunta! Cantará en yiddish, en yiddish.
Luego, cuando fue presentado, vieron a alguien que era medio niño medio joven. Tenía manchas rojas en las mejillas. El traje nuevo le quedaba grande. La señora Zauberblit se acercó y preguntó: «¿Cómo te llamas?». «Se llama Nahum Slotzker, pregúntele despacio», intervino el señor Pappenheim, «el joven no entiende alemán». Entonces vieron algunas arrugas de adulto latiendo en las comisuras de sus ojos, pero su cara era de niño. Los mayores le desconcertaban.
—¿De dónde eres?, ¿de Lodz? —preguntó Samitzky en polaco.
El niño sonrió y dijo:
—De Kalashin.
Fue una tarde extraña. La señora Zauberblit estaba alegre como una joven enamorada. Samitzky caminaba a lo largo del pasillo como un profesor de gimnasia retirado. El director de la banda barajaba las cartas y bromeaba con la camarera. La camarera le sirvió pasteles de semillas de amapola recién hechos. Era medio judía. Sus padres habían muerto cuando era joven. Durante unos años había sido la amante del conde Schutzheim. El conde había muerto.
—¿Me permitirán ir con ustedes? —preguntó como para engatusarle.
—¡Qué pregunta! ¿Quién nos servirá en los países fríos?, ¿quién sino tú?
—Pero yo no soy completamente judía.
—¿Y yo?, ¿soy completamente judío?
—Su padre y su madre eran judíos, ¿no?
—Sí, querida, judíos de nacimiento, pero se convirtieron al cristianismo.
Al día siguiente apareció la señora Milbaum, la benefactora de los gemelos. Una mujer alta y elegante que dejaba a su alrededor un halo de realeza. El señor Pappenheim se alegró mucho. Cada vez que alguien volvía a Badenheim se alegraba. El secreto fue envolviendo a la gente, así como una cierta ansiedad producida por una nueva toma de conciencia. La gente caminaba en silencio y hablaba en voz baja. Los camareros servían fresas con nata. El verano, la sombra de su embriagadora locura, llegó y cubrió la amplia terraza. Los gemelos se sentaban cerca de ella sin decir palabra. Entre la gente parecían niños. El señor Pappenheim había organizado un programa muy apretado y la gente vivía con una extraña expectación. Entre una inspección y otra los ancianos morían. La ciudad estaba impregnada de fuertes efluvios de alcohol. La tarde anterior, el señor Fürst se desplomó y se murió en el café. Había estado años pasando por esa calle elegantemente vestido. Y al lado, en el casino, otro hombre murió junto a la ruleta. A veces parecía que no se trataba de alcohol, sino de un aire distinto, con una pureza que no procedía de los bosques del lugar.
Y en el Departamento de Sanidad se organizaban inspecciones en silencio. Ahora era el centro de todo, y desde ese centro se movían los hilos. En el Departamento de Sanidad ahora se sabía todo. Había multitud de mapas, revistas, una biblioteca; si uno quería, podía sentarse a estudiar. El director de la banda fue a registrarse al departamento y volvió contento. Le enseñaron un armario entero de contratos, licencias y documentos. Era extraño, su anciano padre había escrito un libro de aritmética en hebreo, lo sabían todo y se alegraban de enseñarle a alguien su pasado, dijo el director.
En la entrada de la ciudad se puso un control. Nadie salía ni entraba. Pero la cuarentena no era absoluta. Los lecheros llevaban leche por la mañana y el camión de la fruta descargaba cajas en el hotel, los dos cafés estaban abiertos, la banda tocaba durante toda la tarde y, a pesar de todo, parecía que otro tiempo, un tiempo de otro lugar, había invadido la ciudad y se había establecido allí en silencio.