IX

El Departamento de Sanidad parecía ahora una oficina de turismo adornada con carteles: EL TRABAJO ES NUESTRA VIDA. EL AIRE EN POLONIA ES MÁS PURO. NAVEGA POR EL VÍSTULA. LAS NUEVAS ZONAS DESARROLLADAS TE RECLAMAN PERSONALMENTE. CONOCE LA CULTURA ESLAVA. Esas y otras proclamas adornaban ahora las paredes.

La señora Zauberblit, alegre como una joven enamorada, se reía del acento de Samitzky y decía que, en lo sucesivo, él sería el guía. Hacía unos días que ella se había escapado del sanatorio. Fue al mediodía, tras la visita de los médicos, después de que anotaran la temperatura, la cantidad de sangre en las flemas y otros detalles. Los vigilantes de la planta baja se quedaron dormidos y la muerte, la muerte sin adornos ni maquillaje, apareció en el pasillo y se detuvo junto al lavabo. Se quedó mirándola un instante, como mira una mujer a un viejo amante que vuelve a rondar a su puerta, se levantó, se acicaló, se vistió, se puso el sombrero de paja y se dirigió a la estación de ferrocarril. Durante el viaje ya sintió que todo estaba cambiando. Y, cuando el tren se detuvo en Badenheim y se encontró con los viejos conocidos y con los viejos coches de caballos, de pronto la muerte se apartó de ella. También los dolores se calmaron.

Todos los años se escapaban varios pacientes, y todos los años volvían. El sanatorio no renunciaba a ellos. Era un sanatorio viejo y lleno de ceremoniales. Había un régimen muy estricto, pero no desagradable, se organizaban recibimientos para los nuevos pacientes, una vez a la semana aparecía el sacerdote para confesar, había compañerismo y hostilidad como en todas partes. La explanada del sanatorio parecía una espaciosa playa. La muerte vagaba libremente por ella, por la rosaleda o por el recibidor, todos hablaban con ella como se habla con un ser vivo: riendo y suplicando. Y, cuando llegaba la hora, abandonaban este mundo, unos con lamentos y otros en silencio.

La señora Zauberblit sentía que la risa, el apetito y el deseo de deambular por los bosques que tenía en el pasado habían vuelto a ella. Samitzky no comprendía lo que decía. Tantos años en la banda de música habían hecho mella en su sensibilidad. Había aprendido a beber, a dormir y a tocar los tambores. Y siempre por obligación. Y ahora la distinguida señora Zauberblit lo llamaba «mi príncipe», se reía de su pobre alemán y decía que Polonia era el país más bonito del mundo y el yiddish un idioma melódico y agradable al oído.

El Departamento de Sanidad también estaba abierto por la noche. La entrada estaba adornada con luces, y dentro, esparcidos por las mesas, había revistas, posters y folletos que hablaban de agricultura e industria, de arte y entretenimiento. Uno podía sentarse en un sillón, escuchar música, hojear una revista y soñar con Polonia.

Y la desconocida y lejana Polonia se iba dibujando como una especie de cuadro idílico y pastoral.

—¿No le gustaría venir con nosotros a Polonia? —preguntó Karl.

La mirada triste de Lotte se ablandó. Le miró con afecto y dijo:

—Si es lo que quiere.

La camarera estaba en la entrada del hotel proclamando a voz en grito: «Este año hay menos veraneantes y vamos a mimarles a ustedes como a huérfanos». Estaba ebria de júbilo. Llamaba a los huéspedes «distinguidos señores», «ilustres veraneantes de Badenheim». Y, cuando apareció el señor Pappenheim, hizo una profunda reverencia y dijo: «El mismísimo empresario en persona». El empresario no estaba tan contento como ella, pero olvidó por un instante sus preocupaciones y le pellizcó la mejilla. La camarera gritó: «¡Ay!». Y la tarde la pasaban en el bar o en la pastelería. Si no hubiera sido por los músicos, que bebían y comían en exceso y luego se hundían en un estado de pesadumbre y melancolía, habría sido mejor. Pero los músicos habían visto muchas cosas en la vida, y estaban unidos a sus pequeños placeres como una raíz a la pesada tierra.