VIII

El mes de mayo volvió a causar estragos en los árboles. Las aceras se cubrieron de un manto de nieve florido. El sol bajó de su alta órbita y deambulaba por las callejuelas. Las sombras del bosque se retiraron y dejaron paso a la luz. También la primera embriaguez pasó. Una mujer se acordó de que lejos de allí había dejado una casa. ¿Qué hacía allí? ¿Quién la había seducido?

—No muy lejos de aquí pasa el tren ómnibus. Por la noche hace parada —explicó Martin señalando la dirección.

—¿No hay autobús directo?, ¿no hay tren directo? —preguntó la mujer desconcertada.

El señor Pappenheim intentó convencerla y explicó: «Hay que quedarse un poco más. Los artistas llegarán. Siempre llegan». Pero ¿de qué servían las palabras? El primer miedo, que había llegado con los olores de la primavera, golpeó a la gente.

—¡Quédese! —se oyó la voz de un hombre.

La mujer escuchó un instante y luego dijo:

—¿Qué hay aquí? No entiendo qué felicidad se puede encontrar aquí.

—El festival. El festival. ¿No querrá perderse el festival?

Al oír esa palabra mágica, ella bajó la cabeza como si no fuese la voz de un seductor sino una voz que llegaba de lejos.

—¿Dónde se celebra? —nada más decirlo se arrepintió de haber hecho esa pregunta, pues podía interpretarse como que estaba accediendo.

—En la sala, en la sala grande.

—Yo no me quedo aquí —dijo la mujer, y echó a andar.

—¡No puede imaginarse lo bonito que es! ¡Qué grandes artistas actúan aquí! ¡Qué ambiente!

—Muéstreme por dónde se va al tren. Solo le pido una cosa. Muéstreme por dónde se va al tren.

—Es de noche. Todo está oscuro.

—¿Por qué me ha traído aquí?

—Créame —dijo el hombre en un tono que sonaba implorante—, no tenía malas intenciones. Quería proporcionarle una experiencia artística.

—Eso no me importa. Quiero volver a la ciudad.

—Le aconsejaría que se quedase y oyese al menos a un artista. Después vuelva. Es una lástima perderse una experiencia tan impresionante.

Extrañamente, esa última frase la doblegó. Dirigió la vista hacia él y no dijo una palabra.

—Créame —dijo él, y no añadió nada más.

Entraron en la pastelería. Los pasteles, el estilo rústico de los muebles, el vaho del café funcionan mejor que las palabras. Él habló de los gemelos, de Mandelbaum, del maravilloso empresario, el señor Pappenheim, el benefactor de los jóvenes artistas.

—Me llamo Karl.

—Me llamo Lotte.

El marido de Lotte era el jefe de ventas de una gran empresa. Había perdido la vida en las montañas. Karl estaba divorciado. Sus hijos vivían en Berlín con su abuelo, un general retirado. Todos los días los hacía correr por la hierba. Iba a meterlos en una academia militar. «El mayor», dijo Karl, «es un chico sensible y melancólico. ¿Cómo va a soportarlo? ¿Qué va a hacer allí? ¿Qué puedo hacer yo?, su madre es prusiana, prusiana de pies a cabeza».

Lotte escuchaba sin hacer preguntas. Y Karl sentía en cierto modo haberle manifestado sus melancólicos pensamientos. Buscaba otras palabras, pero, por alguna razón, no las encontraba.

—No puede imaginarse qué experiencia es estar en Badenheim. Estoy muy contento de que esté con nosotros —dijo tras unos instantes de silencio—. No hay que perderse un acontecimiento así.

—¿Acontecimiento? —dijo Lotte.

—No conozco una palabra mejor. Por lo que veo, es sensible a las palabras.

Y fuera todo florecía de nuevo, era una floración violeta que caía lentamente y destilaba un fuerte aroma. Unos perros salieron de la espesura y Lotte retrocedió y lanzó un grito. Karl los abrazó y se rio, «No tiene nada que temer, son perros grandes, pero muy buenos». Al parecer en su día habían sido perros de caza, pero ahora eran más tranquilos, les gustaban las personas y buscaban una muestra de afecto.

—Nunca había visto tantos perros juntos —dijo Lotte.

—Solo cuatro, solo cuatro. Son tranquilos, no les queda nada de su naturaleza anterior.

Y Lotte supo de pronto que todo lo que había tenido en la vida estaba muerto y no resucitaría. No estaba contenta. Una pena contenida la asfixiaba.

—Ahora, a dormir —dijo Karl, y los perros volvieron a la espesura.

En la sala, los músicos ya estaban tocando a buen ritmo. La gente bailaba un vals con amplios movimientos. Karl agarró a Lotte del brazo y la condujo adentro, como hace un hombre con una mujer a quien conoce desde hace tiempo, sin ceremonias.