VII

La embriagadora primavera de Badenheim volvió a confundir a la gente. El señor Schutz se quedó sin un céntimo y envió dos cartas urgentes a su madre. Evidentemente la estudiante le estaba costando una fortuna. La señora Zauberblit estaba todo el día sentada al lado de Samitzky. Parecía que ese hombre era lo único que le quedaba en el mundo. El señor Pappenheim se hundió en la melancolía, la embriagadora primavera siempre le entristecía. La señora Zauberblit le reprendió y le dijo: «Yo cubriré las pérdidas. Deme un número de cuenta. Si Mandelbaum continúa burlándose de usted, invitaré a la orquesta de cámara de Kraus». Los gemelos deambulaban por la ciudad con un secreto en la frente. En el hotel hablaban de ellos como si estuviesen enfermos, en voz baja. No comían nada, solo tomaban café. El jefe de camareros dijo: «Si pudiera servirles los sonetos de muerte de Rilke, tal vez se los comerían. Al parecer no digieren otro tipo de alimento».

Después del desayuno, la señora Zauberblit, el señor Pappenheim y Samitzky decidieron ir al Departamento de Sanidad a registrarse. El funcionario ni siquiera parpadeó al oír las declaraciones de la señora Zauberblit. Esta alabó el departamento y dijo que no había otro igual en lo referente al orden y la belleza. No era de extrañar que hubiesen ampliado sus competencias. Samitzky informó de que sus padres habían llegado hacía cincuenta años y que desde entonces no habían dejado de sentir añoranza. El funcionario anotaba impertérrito, como una grabadora.

Esa noche Samitzky no se puso el uniforme. La banda tocó. Y todo el mundo vio claramente que la señora Zauberblit tenía un nuevo admirador. Estaba radiante como una enamorada. La joven esposa del profesor Fussholt estaba fuera de sí. El profesor Fussholt estaba concentrado en su nuevo libro y no se movía del escritorio. Estaba harta de la gente de Badenheim. ¿Qué era eso? ¿Otra vez los recitadores? La sumían en la melancolía. Uno de los músicos, uno de los cínicos, intentó consolarla diciendo que no debía enojarse, que en Polonia todo era hermoso, todo era interesante.

Al día siguiente Trude revolucionó toda la calle con sus gritos. Los clientes del hotel se asomaron a la terraza y vieron el desesperado combate. Nadie bajó a ayudar. El pobre Martin estaba tan desconcertado que se abrazó a sus piernas y le imploró: «Trude, cálmate, cálmate. Aquí no hay bosque, aquí no hay lobos».

Una noche extraña cayó sobre Badenheim. Los cafés estaban vacíos, la gente caminaba por las calles en silencio, como sonámbula. Parecía que un extraño espíritu se hubiese posado sobre la ciudad. El señor Schutz llevaba a la alta estudiante como si fuese a atarla. Sally y Gertie paseaban de la mano como dos colegialas. La luz húmeda de las noches de primavera reptaba por las aceras. Los músicos estaban sentados en la terraza contemplando la ciudad con miradas penetrantes. El señor Pappenheim permanecía solo en un rincón echando sus tristes cuentas: el trío me ha traicionado. La gente no me perdonará. No me perdonará, y con razón. Si lo hubiera sabido, habría hecho el programa de otra forma.