Las investigaciones mostraron la cruda realidad. Desde ese momento no se volvería a decir que el Departamento de Sanidad no era eficaz. Por la ciudad comenzaron a propagarse las sospechas, el recelo y la desconfianza. Pero la gente seguía ocupada en sus asuntos: los veraneantes en su descanso y la gente del lugar en sus problemas. El señor Pappenheim no dejaba de lamentarse por la gran pérdida, por Mandelbaum. Desde la llegada de aquel telegrama, su vida no era vida. La joven esposa del profesor Fussholdt informó a todo el mundo de que algo había cambiado en Badenheim. El profesor Fussholdt no salía de su habitación. Su gran libro, la culminación de su obra, iba a publicarse en breve y estaba revisando las pruebas de imprenta. Su joven esposa, a quien él mimaba como a una gatita, no entendía nada de sus libros. Solo le interesaban los vestidos y los cosméticos. En el hotel la llamaban Mitzi.
A mediados de mayo apareció en el tablón de anuncios un pequeño comunicado donde se decía que todos los ciudadanos judíos debían registrarse en el Departamento de Sanidad antes de fin de mes.
—Yo —dijo Samitzky, como si se alegrase.
—Y yo —dijo Pappenheim—, ¿quiere usted privarme de mi judaísmo?
—Me gustaría —dijo Samitzky—, pero su nariz delata que no es austriaco.
El director de la banda, que con los años había aprendido a achacarle a Pappenheim cualquier inconveniente, dijo:
—Por su culpa he tenido que enredarme en este laberinto burocrático. Los funcionarios han perdido el juicio y yo tengo que padecerlo.
La gente empezó a alejarse del señor Pappenheim como si fuese un apestado. El señor Pappenheim no se percató de ese rechazo y siguió corriendo como siempre del hotel a la oficina de correos.
La enfermedad de Trude se agravó en las dos últimas semanas. Hablaba todo el rato de la muerte. Ya no era miedo, sino una especie de intimidad. Las fuertes pastillas que continuaba tomando la trasladaban de un sueño a otro, y a Martin le parecía que estaba vagando por las últimas estancias de la vida.
Y comenzaron las confidencias. La gente hablaba como se habla de una vieja enfermedad que ahora ya no tenía sentido ocultar, y las reacciones fueron diversas: orgullo y vergüenza. La señora Zauberblit, manteniendo una deliberada indiferencia, no dijo nada y no preguntó nada, al final se dirigió a Samitzky y le dijo:
—¿Se ha registrado?
—Aún no —dijo Samitzky—, lo haré en el momento apropiado. ¿Es que tengo el honor de hablar con una ciudadana austriaca de origen judío?
—Sí, señor.
—En tal caso, podríamos celebrar pronto una fiesta familiar.
—¿Tenía alguna duda?
El jefe de camareros ofrecía con sus propias manos las cerezas de temporada, eran unas cerezas blancas. Las lilas trepaban por las rejas de la terraza y las abejas libaban con avidez las flores azuladas. La señora Zauberblit se sujetó el sombrero de paja con un pañuelo de seda. Las habían traído de Waldenheim por la mañana, ese año habían madurado pronto. «Es maravilloso», dijo la señora Zauberblit. Le gustaba mucho ese toque rústico.
—¿En qué está pensando? —preguntó Samitzky.
—Me estaba acordando de la casa de mi abuelo, el rabino de Kirchenhaus. Pasaba allí las vacaciones de verano. Era un hombre de Dios. Al atardecer iba a pasear a lo largo del río. Le gustaban las plantas.
—No os preocupéis, niños —dijo Samitzky sin dejar la botella—, pronto iremos a Polonia. Imaginaos, de nuevo en Polonia.
El señor Schutz iba corriendo de acá para allá como si estuviese drogado. La estudiante le volvía loco. «Señor Schutz», decía la señora Zauberblit, «¿por qué no se suma a la gente inteligente para mantener una conversación inteligente?». En los círculos académicos era considerado un genio, aunque un poco travieso.
—¿Ya se ha registrado? —dijo Samitzky.
—¿Qué? —dijo Schutz sorprendido.
—Debe registrarse. ¿No se ha enterado? Lo ha dicho el reglamento del Departamento de Sanidad. Un departamento bonito, un departamento gubernamental, un departamento cuyas competencias se han ampliado en los últimos meses. Ese respetable departamento solicita por favor al señor Schutz que se registre.
—No es una broma, querido —dijo la señora Zauberblit.
—¿En tal caso? —dijo completamente confuso. Era el niño mimado de Badenheim. La gente le quería. Pappenheim no paraba de lamentarse por el hecho de que el talento musical del señor Schutz se hubiese echado a perder. Era un derrochador incorregible cuyas deudas tenía que pagar su anciana y rica madre al final de la temporada.
Un temor lejano se instaló en los ojos de los músicos.
—¿De qué os preocupáis? —dijo Pappenheim con premeditada entereza—. Basta ya de melancolía.
—Nosotros somos huéspedes, ¿no es así? ¿También tenemos que registrarnos? —preguntó uno de los músicos.
—Yo diría —dijo Pappenheim con excesiva seriedad— que el Departamento de Sanidad quiere alardear de sus huéspedes ilustres y, por tanto, los registra en su libro de honor. ¿No es un bonito detalle por su parte?
—A lo mejor es por los judíos del Este —dijo uno de los músicos.
Entonces Samitzky se levantó y proclamó:
—¿Qué pasa?, ¿es que no te gusto? Yo soy un judío del Este en el pleno sentido de la palabra. ¿No soy de tu agrado?