Al día siguiente se informó de que las competencias del Departamento de Sanidad se habían ampliado y de que, en el futuro, estaría autorizado a emprender investigaciones independientes. Fue un comunicado discreto que se pegó en el tablón de anuncios municipal. Nada más publicarse, los funcionarios del departamento se desplegaron y, sin más ceremonias, comenzaron a inspeccionar los lugares señalados en el mapa. Las inspecciones se realizaron de forma exhaustiva, siguiendo los cuestionarios enviados por la Diputación Provincial. Uno de los músicos, que hacía una extraña gala de su nombre polaco, dijo que los funcionarios le recordaban a un teatro de marionetas. Se llamaba Leon Samitzky. Hacía cincuenta años, cuando tan solo era un niño, sus padres habían emigrado de Polonia. Él llevaba en su corazón el recuerdo de Polonia con un extraño afecto. A veces, cuando estaba inspirado, se sentaba y hablaba de Polonia. Y el señor Pappenheim, a quien le gustaba su oratoria, se sentaba como un músico más y escuchaba.
Las nubes desaparecieron y la luz primaveral dejaba sentir su calor. Por la cara de los ancianos músicos reptaba una latente preocupación. Estaban sentados juntos sin decir nada. De pronto, Samitzky rompió el silencio.
—Añoro Polonia —dijo.
—¿Por qué? —quiso saber Pappenheim.
—No lo sé —dijo Samitzky—, cuando me fui de Polonia tenía siete años y ahora me parece que solo hace uno que me marché.
—Allí son muy pobres —dijo alguien en voz baja.
—Son pobres, pero no temen a la muerte.
Esa noche no pasó nada en Badenheim. El señor Pappenheim estaba sumido en la melancolía. No podía apartar la vista de Samitzky. También él se acordó de las esporádicas visitas de su abuela desde los Cárpatos. Era una mujer alta y corpulenta y, cuando llegaba a Viena, traía consigo el olor de los bosques y del mijo. El padre de Pappenheim odiaba a su suegra.
Los rumores corrían de boca en boca. Se decía que había riesgo para la salud y que el departamento quería localizar el foco, nada más, otros opinaban que posiblemente no fuera más que el Departamento de Hacienda camuflado en esa ocasión como Departamento de Sanidad. Los músicos intercambiaban impresiones. La ciudad estaba tranquila, cooperaba, ofrecía todo lo que el departamento pedía. Incluso el orgulloso dueño de la pastelería accedió a dar detalles.
Y, entretanto, los pálidos veraneantes invadían la pastelería. El dueño no podía atender tantos pedidos. Ese año el hambre era desmesurada. La gente cogía todo lo que caía en su mano. El dueño apremiaba al pastelero. El horno zumbaba todo el día. Le quitaban los pasteles de las manos cuando aún estaban ardiendo. Otra porción. ¿Por qué no pides otra porción? Yo no me muevo de aquí, las palabras embriagadas revoloteaban durante horas, hasta después de medianoche.
El dueño de la pastelería intentaba calmar los ánimos. Le resultaba imposible. Hambre y energía estaban aliados. Un año antes apareció por allí una mujer alta, bella y escultural, estuvo deambulando un día o dos por el bosque y, cuando volvió, se puso un traje de baño, salió a la terraza y proclamó: «Soy libre, libre para siempre». En vano intentaron calmarla. Ya no pertenecía a las personas sino a los olores del bosque, que encendieron en sus ojos esa fría locura.
Así era la primavera en Badenheim. El aire parecía estar impregnado de alcohol. Los comerciantes no llevaban allí a sus esposas, pero quien lo respiraba y se intoxicaba no podía prescindir de él, en primavera volverían allí como un campesino a la taberna. Allí se podía encontrar a una estudiante que se había escapado del instituto, a un hombre jovial y escuálido a quien los libros habían secado el cerebro, a mujeres altas con un secreto pegado a la frente como la piel.
—¿Se puede mandar desde aquí una carta? —preguntó una mujer.
—Por supuesto —dijo Pappenheim.
—¡Qué raro! —dijo la mujer—, yo pensaba que este lugar estaba completamente aislado.
Los músicos bajaron al bar a tomar una jarra de cerveza. Los años pasados al servicio del señor Pappenheim y de los lugares de veraneo los habían dejado vacíos. Sin una jarra de cerveza, su vida no era vida. Al principio el director les privaba de ese pequeño placer, pero en los últimos años él mismo los incitaba a que bajasen a tomar una jarra. Después de una jarra de cerveza estaban más alegres. Había renunciado por completo a los ensayos. Incluso el propio Pappenheim casi había dejado de exigírselo.
Un año antes empezaron a tocar canciones judías, algo que enfureció a los clientes habituales. Al parecer, ni ellos mismos sabían lo que tocaban. Quizá lo recordaron de repente, quizá lo habían oído en alguna parte. Sea como fuere, la cerveza causaba estragos en ellos. Engordaban, comían sin mesura y al final de la temporada siempre estaban endeudados.
—Son incorregibles —dijo Pappenheim.
La camarera, que era medio judía, se mostraba amable con ellos, los llamaba «niños» y, cuando el jefe de camareros estaba descansando o tenía el día libre, les daba exquisitos manjares.